Se ha levantado y se ha vestido y ha estado tomando mate y conversando un momento con ella bajo el paraíso y después ha ido hasta el fondo a recoger limones y brevas para la familia de Rogelio Mesa y ha cruzado el río en la canoa amarilla con el Ladeado y ahora salta a la orilla con la cadena en la mano y se inclina para clavar la estaca en la arena húmeda.
El Ladeado le alcanza la canasta y después lo sigue a tierra dando un salto lento y trabajoso, calculado con minucia, desde el borde de la canoa, doblando las rodillas al caer sobre la tierra arenosa. Wenceslao camina balanceando la canasta, seguido por el chico; por entre los árboles se divisa el rancho de Rogelio y avanzan hacia él por un caminito estrecho abierto entre el pasto, la maleza y los árboles. El camino desemboca en un claro que deja ver el solar entero, por su parte trasera, y a Rogelio en el momento de golpear con el filo de un cuchillo la cabeza de un gran surubí. El sol se cuela por entre las hojas de la parra y mancha de luz y sombra la camisa de Rogelio.
—Párese y entregue —dice Wenceslao, deteniéndose y echándose a reír.
El Ladeado se detiene a su vez, mirando a Rogelio.
Rogelio deja el cuchillo sobre la mesa y se da vuelta.
—Quieto nomás —dice.
Al moverse, el dibujo complicado de sombra y luz que la parra proyecta sobre su cuerpo hace como si también se moviera pero queda inmóvil; Wenceslao deja el canasto sobre la mesa, junto al gran surubí, y después que Rogelio se limpia las manos con un trapo sucio se dan las manos. El Ladeado los contempla desde la distancia.
—Ahí manda ella esas brevas y unos limones para Rosa —dice Wenceslao, señalando con la cabeza la canasta.
Rogelio la mira, la saca de sobre la mesa y la pone en el suelo, fuera del paso.
—¿Y ella? —dice.
—No, ella no viene —dice Wenceslao.
Todo el lugar y la mesa y los hombres, salvo el Ladeado, que mira desde pleno sol, a distancia, guiñando los ojos, caen bajo el dibujo de luz y sombra que proyecta la parra, cuyo trabajoso diseño negro de hojas, ramas y racimos se parece a un tejido arcaico. Las camisas descoloridas y los pantalones descoloridos y los sombreros de paja de Wenceslao y Rogelio se parecen, pero no se parecen entre sí los cuerpos mismos ya que Rogelio le lleva a Wenceslao un poco más de una cabeza y debe pesar más de cien kilos; tiene un bigote negro y representa menos edad que Wenceslao. No sopla viento, y las voces han resonado disgregándose después hacia lo alto, chocando contra la luz solar expandida sobre el claro donde quedan todavía los grumos secos de la regada de la tarde anterior pisoteados ahora por el cuerpo frágil del Ladeado que avanza hacia sus tíos.
—Muy bien, Ladeado. Te portaste —dice Rogelio.
Saca tres brevas de debajo del colchón de hojas verdes y reparte una para cada uno. Comienzan a pelarlas.
—No tire las cáscaras al suelo —le dice Rogelio al Ladeado.
—No las tiro —dice el Ladeado.
—Se ha portado —dice Wenceslao.
—Ahora hay que agarrarlo al padre y darle una paliza si no lo quiere mandar el año que viene —dice Rogelio.
—Vamos a meterlo en una bolsa y vamos a tirarlo al agua si no quiere —dice Wenceslao.
El Ladeado los mira, incrédulo. Va de un rostro al otro a medida que los oye hablar, y fija en ellos su mirada trabajosa, su larga mirada ahora sin guiños ni parpadeos agrandada por la presión de la mente.
—Ahora vas a decirle a tu mamá que se vengan todos a casa desde el mediodía —dice Rogelio.
El Ladeado no se mueve ni dice nada.
—¿Y Rosa? ¿Y los viejos? —dice Wenceslao.
—Han de estar adelante —dice Rogelio. Después se dirige otra vez al Ladeado—: ¿Vas a ir? —le dice.
El Ladeado gira y se aleja, desapareciendo en dirección a la parte delantera de la casa.
—Pobrecito —dice Rogelio.
Se da vuelta y agarra otra vez el cuchillo y sigue golpeando al pescado para descabezarlo. Es un surubí enorme. Wenceslao lo contempla y ve caer una y otra vez el brazo de Rogelio hacia el pescado y golpear el filo del cuchillo produciendo un sonido seco y una miríada de astillas de carne triturada que salpican la mesa. Cuando Rogelio introduce de punta el cuchillo en la carne y presiona con el borde sin filo de la hoja contra el hueso para quebrarlo, Wenceslao comienza a seguir con sus propios gestos de esfuerzo —los dientes apretados y la boca entreabierta y un ligero movimiento de la cabeza hacia un costado y hacia arriba— los largos movimientos de fuerza y tensión de Rogelio, hasta que el hueso cede y se quiebra y Rogelio retira el cuchillo jadeando, dándose vuelta hacia Wenceslao.
—Cuesta —dice.
Deja el cuchillo y separa de un tirón la cabeza del resto del cuerpo. La mesa está manchada de sangre y llena de esquirlas de carne adheridas a la superficie de madera. Rogelio se seca la frente con el dorso de la mano, recoge otra vez el cuchillo y comienza a dividir el pescado en postas; cada vez que el cuchillo atraviesa la carne y llega al espinazo, el rostro de Rogelio adopta la misma expresión tensa, y desde el interior del cuerpo despedazado suena la quebradura seca del hueso. Wenceslao ha cruzado los brazos sobre el pecho y contempla el trabajo con los ojos muy abiertos, abstraído, como si estuviera mirando no un pescado muerto y un brazo cayendo sobre él con un cuchillo y despedazándolo, sino el fuego de una hoguera. Como no sopla ningún viento y está parado inmóvil a un costado de la mesa la luz que perfora la parra cae sobre su cuerpo del mismo modo que sobre el corredor trasero del rancho y de todas las cosas que están en él: el banco y la mesa, el cuerpo alto de Rogelio inclinado hacia el cuerpo del pescado que ya no es más que una tajada demasiado ancha que Rogelio divide en dos y arroja a la fuente de loza blanca llena de cachaduras en la que están los otros pedazos.
—Esto ya está —dice Rogelio, dejando otra vez el cuchillo sobre la mesa.
—¿Vas a freírlo? —dice Wenceslao.
—Rosa —dice Rogelio—. ¿Así que no quiso venir tampoco este año?
—No —dice Wenceslao—. No quiso.
—Está mal de la cabeza —dice Rogelio—. ¿Hasta cuándo va a llevar luto?
Habla rápido y bajo, aunque su voz es chillona; a pesar de la gravedad de su tono, en medio de las frases se le escapan unos matices agudos que vuelven por un momento pueriles las cosas que dice, hasta que recupera otra vez la gravedad. Wenceslao no contesta; sacude la cabeza sin querer significar nada con eso y palpa el bolsillo de su camisa en busca de cigarrillos; saca el paquete de «Colmena» y le ofrece uno a Rogelio, que lo rechaza moviendo la cabeza; Wenceslao saca un cigarrillo, lo cuelga de sus labios y después vuelve a guardar el paquete en el bolsillo de la camisa, sacando la caja de fósforos. Enciende el fósforo y arrima la llama a la punta del cigarrillo que se enciende con una crepitación minúscula, y después sopla la llama del fósforo hasta apagarla, devolviendo al mismo tiempo un gran chorro de humo gris que atraviesa las perforaciones de luz y va disgregándose lento y visible, en capas, niveles, columnas y volutas retorcidas entre los rayos solares. En las zonas de sombra es menos visible, flotando en el espacio que separa a Wenceslao de Rogelio. Detrás de Rogelio están la mesa y la pared trasera del rancho, de adobe blanqueado, lisa y ciega, sin una sola abertura, y sobre la mesa la carne muerta y despedazada.
—Vamos adelante —dice Rogelio. Wenceslao lo sigue. Todo el espacio rectangular que rodea al rancho está bordeado de paraísos; dan la vuelta y comienzan a caminar a lo largo de la pared lateral blanqueada, hacia la parte delantera, pasando junto a un horno de barro, también blanqueado, y Rogelio se detiene junto a la bomba de agua antes de llegar al frente de la casa. Wenceslao sigue caminando y llega a la parte delantera. Allí hay dos paraísos enormes y una mesa larguísima. A la mesa están sentados el viejo y la vieja, uno frente a otro, en sillas de paja. Justo en el momento en que llega al patio delantero y los ve, Wenceslao comienza a oír el ruido de la bomba y el chorro de agua.
—Buen día —dice Wenceslao.
—Layo, hijo —dice la vieja.
—Buen día —dice el viejo.
—Hijo —dice la vieja.
Hay una pava y una yerbera de madera sobre la mesa. El viejo tiene un mate en la mano y chupa de él: la bombilla se sumerge entre los espesos bigotes blancos que le cubren el labio superior. Termina el mate y lo llena de nuevo, ofreciéndoselo a Wenceslao. Wenceslao lo agarra y comienza a chuparlo. Como ninguno de los tres dice palabra, se oye todavía con más claridad el chorro de agua y el golpeteo de la bomba, a la vuelta, cerca de la pared lateral. La vieja permanece sentada con las manos cruzadas en la falda, la cara llena de arrugas y los dientes comidos, rígida y derecha como una estatua, mirando algo por encima de la cabeza blanca de su marido, que es menos corpulento que ella y sacude lento y constante la cabeza como si estuviese discutiendo algo consigo mismo, en silencio y por dentro. El viejo sostiene la pava con una mano flaca y huesuda, cuya piel áspera está llena de estrías y manchas, demasiado abundante para la carne y los huesos que tiene que proteger, de modo que se llena de frunces por todos lados.
—¿Cómo está tu mujer, Wenceslao? —dice por fin.
—Bien —dice Wenceslao.
La mesa se extiende entre los dos paraísos que son tan amplios y altos que sus ramas protegen del sol, además del lugar en el que se halla la mesa, gran parte del techo y el frente del rancho más grande (hay otro, chico, también blanqueado, al costado del grande, del lado opuesto al que Rogelio y Wenceslao recorrieron viniendo desde el fondo), y por el otro lado, sobre el sendero de arena que sale, amarillo y tortuoso, desde la puerta de tejido y se pierde en el campo. Los paraísos están a cinco o seis metros uno del otro, alzados paralelos a la casa, de modo que la mesa es perpendicular al frente del rancho. La mesa, los viejos, Wenceslao, parte del rancho y de la tierra, están en el interior de una esfera de sombra que los envuelve y los protege como un limbo de la luz solar, manteniéndolos tranquilos en una zona en la que parece no haber más que silencio, aunque se oigan voces y ruidos, como si no se oyese más que el sentido de las voces y de los ruidos, pero no los sonidos propiamente dichos, y los sonidos del exterior de la esfera (el chorro de agua, el golpeteo de la bomba) resonaran fuera y pudieran oírse, nítidos y compactos.
La voz del viejo es aguda, rápida.
—Hace mal en quedarse siempre en las casas, siempre en las casas —dice—. Tenés que convencerla y hacerla salir.
—Sí, hijo, sí, tiene que salir y ver a la gente —dice la vieja.
—Siempre se lo digo —dice Wenceslao—. Pero no me hace caso. Dice que está de luto.
Ahora es la vieja la que sacude la cabeza, abriendo la boca y mostrando sus dientes comidos; el viejo permanece inmóvil. Parecen ignorarse, uno al otro, pero sin furia ni irritación: más bien como si la larga convivencia los hubiese ido cerrando tanto a cada uno en sí mismo que ponen al otro en completo olvido y si casi siempre dicen los dos lo mismo no es porque se influyan mutuamente sino porque reflexionan los dos por separado a partir del mismo estímulo y llegan a la misma conclusión. Wenceslao le devuelve el mate al viejo y observa cómo el viejo comienza a cebarlo de nuevo, con pulso firme pero con gran lentitud. En ese momento —el chorro de agua y la bomba han dejado de oírse hace un momento pero eso se advierte con la aparición de Rogelio— aparece Rogelio peinándose mientras camina hacia la mesa. Rosa sale también por la puerta del rancho más grande. Tiene un vestido de algodón estampado en unas diminutas flores amarillas y azules contra un fondo blanco. Wenceslao se ha vuelto apenas hacia ambos al oír el ruido de la puerta al abrirse y el de los pasos, así que ahora da la espalda a los viejos y encara al hombre y a la mujer que se acercan sonriendo; Rosa lo saluda.
—Traje unos limones y unas brevas que te manda —dice Wenceslao—. Ella no va venir.
—¿Este año tampoco? —la piel oscura de la cara de Rosa se arruga, en especial en la frente y alrededor de la boca—. ¿Va seguir de luto todavía? Mi hermana está loca.
Rogelio termina de peinarse, con movimientos rápidos, y deja el peine sobre la mesa. Wenceslao se da vuelta otra vez, cuando Rosa y Rogelio llegan a la mesa, y ve cómo el viejo hunde la punta de la bombilla entre los bigotes blancos y espesos y chupa. La cara reconcentrada y blanca del viejo enflaquece y se reconcentra más a cada chupada. La vieja está inmóvil otra vez.
Les agarra la locura y son caprichosas —dice el viejo, suspendiendo la succión durante un momento, alzando apenas la cabeza y sin mirar a nadie en particular—. Se les pone una cosa en la cabeza y nadie se la puede sacar. Son cabeza dura.
Hace silencio y sigue chupando la bombilla.
—Deme un mate después, papá —dice Rogelio.
—¿Cortaste el pescado? —dice Rosa.
—Sí —dice Rogelio.
—Hay que ir hasta el almacén y traer algunas cosas —dice Rosa.
—¿Dónde está Rogelio? —dice Rogelio.
—Salió —dice Rosa.
Wenceslao se recuesta contra el tronco de uno de los dos paraísos. Apoya el hombro en él y siente la corteza áspera y llena de hendiduras y resquebrajaduras contra la parte superior de su brazo, encima de la camisa. El viejo ceba otro mate y se lo entrega a Rogelio.
—Si Teresa no viene ayudarme con la comida no voy a terminar para el mediodía —dice Rosa.
—Yo te ayudo, hija —dice la vieja.
—Usted descanse —dice Rosa. Se da vuelta hacia Rogelio—. Pasá por lo de Agustín y decile a Teresa que venga o que me mande la Teresita por lo menos.
—Son caprichosas. No hay forma de hacerles ver la razón —dice el viejo.
Rogelio mira rápido a Wenceslao y emite una sonrisa fugaz a la que Wenceslao responde con un guiño; después Rogelio termina el mate y se lo devuelve al viejo. El viejo empieza a llenarlo otra vez.
—Ahora pasamos con Wenceslao por lo de Agustín y después vamos al almacén.
—Para el Layo —dice el viejo, extendiendo el brazo con el mate. Wenceslao se acerca y lo agarra y después vuelve a apoyar el hombro contra el tronco del árbol. Están todos en el interior de la esfera de sombra pero rodeados por una esfera todavía más grande de luz matinal, cuya caída en declive lento está empezando a recalentar la tierra que no ha tenido tiempo durante la noche de enfriarse del todo después de la resolana del día anterior. El sol subirá y subirá hasta el mediodía para caer vertical buscando el centro de las cosas, borrando durante una fracción de segundo las sombras, y después empezará a declinar no sin antes llevar por el aire la imagen turbia y ondulante de ríos y esteros y creando en el camino de asfalto que lleva a la ciudad espejismos de agua. Wenceslao chupa el mate en silencio, mirando a sus parientes y sintiendo de un modo cada vez más vago la presión de la superficie áspera del árbol contra el hombro, por encima de la camisa. Si gira un poco la cabeza hacia la izquierda, desde donde está parado puede ver el camino: es una franja irregular y amarilla, ancha y bordeada de verde que se pierde en línea recta en un horizonte de árboles. En este momento está vacía. Al volver la cabeza en dirección opuesta, hacia la casa, Wenceslao vislumbra ya los primeros destellos cegadores del sol contra el adobe blanqueado de las paredes.
—Va hacer calor —dice.
Se saca el sombrero de paja y se lo vuelve a poner, sacándoselo despacio y con cuidado. Acaba con el mate y se lo entrega al viejo.
—Gracias, viejo —dice.
El viejo recibe el mate pero no lo vuelve a llenar; lo conserva vacío en la mano y mantiene la cabeza erguida y los ojos entrecerrados, en actitud pensativa. También la vieja, sentada enfrente de él, ha quedado inmóvil otra vez con las manos sobre la superficie gris de la mesa, las manos que emergen de las mangas azules de su viejo vestido descolorido. Wenceslao los abarca con la mirada y percibe sin advertirlo el contraste de su rígida inmovilidad con los movimientos rápidos de Rogelio secándose las manos en su pantalón y el giro brusco de Rosa en dirección a la casa, de avanzar hacia la casa, Rosa pasa por un hueco circular de luz —el único— que se cuela por entre la fronda de los árboles y choca contra ella produciendo un rápido reflejo para recuperar después su inmovilidad sobre el suelo cuando Rosa termina de pasar y entra en la casa.
—Ya vengo —dice Rogelio, y sigue a Rosa hacia la casa, desapareciendo en ella. La puerta de madera queda entreabierta y sobre la pared blanca se ve la franja lisa y vertical de oscuridad que sale del interior. Rogelio emergerá de allí y vendrá en dirección a la mesa y le dirá «Vamos» y abrirán la puerta de tejido, caminarán un trecho por el camino de arena y después tomarán el sendero que corta el campo en diagonal en dirección al rancho de Agustín y después al almacén. Pasarán por el montecito, por el claro cuadrangular sin un solo árbol, siempre por el sendero que es tan estrecho que los obligará a ir en fila india hasta la casa de Agustín. Le dirán a Teresa que venga o que mande a la Teresita si es que ella no puede venir, y seguirán después hacia el almacén pasando por la larga hilera horizontal de ranchos construidos en el claro, donde no hay un solo árbol que dé sombra. Entrarán en el almacén y tomarán un amargo o una cerveza y Rogelio hará compras. Al entrar en el almacén, percibirán el cambio, después de haber caminado más de media hora bajo el sol: de la luz a la sombra, del calor a la frescura, del olor a luz solar y a pasto y arena al olor de la creolina con que han regado el piso de ladrillos, y a yerba y a queso fuerte.
—Sale Rosa y lo llama.
—Layo —dice.
Wenceslao va hacia ella y entra en el rancho. Rogelio espera en el interior, con el sombrero puesto.
—Voy a buscarla —dice Rosa.
—Igual no va venir —dice Wenceslao.
—Podemos agarrar la canoa y cuando venga Teresa ir los cuatro y buscarla —dice Rogelio.
—Vayan si quieren, pero no va venir —dice Wenceslao.
—¿No va venir si van sus hermanas a buscarla, el año nuevo? —dice Rosa.
—Ustedes vayan si quieren —dice Wenceslao—, pero yo la conozco y no va venir.
—Que no venga entonces si no quiere —dice Rosa.
—Ella sabrá —dice Rogelio.
Rosa sale.
—Vamos a lo de Teresa —dice Rogelio.
Salen; primero Rogelio y detrás de él Wenceslao. El viejo y la vieja siguen sentados inmóviles, en la esfera de sombra, uno frente al otro con la larguísima mesa gris entremedio, y Wenceslao ve cómo Rogelio turba al pasar el hueco de luz y lo llena por un momento con su cuerpo y después con su sombra y después siente el calor fugaz de la luz al pasar él mismo a través del hueco.
—Hasta luego, papá. Hasta luego, mamá —dice Rogelio.
—Hasta luego —dice Wenceslao.
—Son así, todas son así —dice el viejo.
La vieja ni saluda. Salen de la esfera de sombra y entran en la del sol, amplísima, que la abarca. Sus sombras los preceden, la de Wenceslao rozando los talones de Rogelio y la de Rogelio adelante, sola, estrecha, en reducción lenta. Junto a la puerta de alambre se detienen y Rogelio la abre y salen y después que la vuelve a cerrar siguen caminando a la par con pasos largos pero lentos debido a que sus pies se hunden en la arena dejando huellas profundas. Al sol el calor castiga mucho más. Van caminando sin hablar, separados uno del otro pero a la par, con ritmo análogo, mientras las sombras se quiebran y se rehacen locas pero rígidas sobre la superficie arenosa llena de pozos y de turgencias que se deshacen bajo la presión de los cuerpos. A cien metros de la casa doblan a la derecha, hacia un montecito de espinillos atravesado por un sendero angosto, blanco, flanqueado por pastos verdes y unos yuyos de un verde agrisado y terroso que crecen en matorrales entre los árboles. El montecito está lleno de pájaros. Wenceslao queda otra vez atrás pero ahora su sombra no roza los talones de Rogelio porque las sombras van a los costados de los cuerpos, sobre el pasto y los yuyos polvorientos, paralelas, ágiles. Wenceslao ve la espalda firme de Rogelio y el sombrero de paja que se mantiene en equilibrio rígido sobre su cabeza y cómo la nuca de Rogelio comienza a enrojecer y a brillar húmeda en las proximidades del cuello. Aparte del canto de los pájaros no se oyen más que los chasquidos de las alpargatas contra la tierra dura y un tintineo de monedas en el bolsillo del pantalón de Rogelio. Wenceslao siente que su frente comienza a sudar y se pasa el dorso de la mano por ella: ahora estará sentada bajo el paraíso, sentada bajo el paraíso, cosiendo todavía, o habrá entrado al rancho o a la cocina, o estará parada cerca de la mesa, sola, con su vestido negro descolorido, o sentada bajo el paraíso, tranquila y sola, ensimismada en la memoria de un muerto. En el montecito de espinillos los pájaros cantan y vuelan de árbol en árbol o alrededor de un mismo árbol, saliendo bruscos de entre las ramas al aire y volviendo a sumergirse en ellas con la misma rapidez. Después de casi trescientos metros el montecito termina y desembocan en un gran claro cuadrangular de pasto verde sobre el que cae el sol a pique y en el que no se ve un solo árbol: lo único que rompe la monotonía verde del claro es el senderito que lo cruza en diagonal y desaparece entre el pasto y los matorrales. Comienzan a atravesar el claro en diagonal, por el sendero ahora recto que no les permite avanzar más que en fila india y ahora sus sombras se han corrido ligeramente hacia atrás, dado el pequeño viraje hacia la izquierda que han hecho para cruzar el campo. El sendero, que desde lejos parecía borrarse y desaparecer, no hace más que internarse con firmeza frágil por entre matorrales y yuyos y emerger una y otra vez blanco y duro bajo los pies de Rogelio y Wenceslao, que ya buscan por hábito los trechos menos accidentados. El sol sube: ahora Wenceslao siente un ardor atenuado y difuso que cambia de intensidad en cada una de las partes de su cuerpo: es más violento en la cara que en las partes cubiertas por la camisa o el pantalón. No han cruzado una sola palabra en todo el trayecto; de un modo gradual, Rogelio comienza a jadear. Su cuerpo enorme se bambolea a cada paso. En este momento, la porción de sendero por la que ellos han pasado, a través del montecito, está vacía; y el sendero en diagonal que cruza el claro cuadrangular va quedando vacío también a medida que ellos avanzan. Después lo recorrerán en sentido inverso y lo irán llenando otra vez y lo irán dejando vacío otra vez hasta que lleguen por fin a la casa y esté completamente vacío; pero antes lo llenarán Teresa o la Teresita: lo irán llenando a medida que avancen por el sendero y lo irán dejando vacío hasta que esté por fin completamente vacío.
Dejan atrás el claro y desembocan en un ancho arenal rodeado de árboles y maleza que cercan y casi cubren un rancho precario hecho de lata y madera y paja y barro, las paredes apuntaladas por unos troncos vastos. No se ve a nadie. Se aproximan a la construcción.
—Agustín —llama Rogelio.
El Ladeado aparece de golpe, desde detrás del rancho.
—Mi papá fue al almacén, tío —dice.
—¿Y Teresa? —dice Rogelio.
Una mujer rotosa y sucia sale del rancho. Es flaquísima y está descalza.
—Buen día —dice.
—Qué decís, Teresa —dice Rogelio—. Manda decir tu hermana si no podes ir ayudarla con la comida para ahora el mediodía. Y si no que mandes a la Teresita.
—Voy, cómo no —dice.
—¿Y Agustín? —dice Wenceslao.
—Ha de estar en el boliche —dice Teresa—. Recién salió.
Una chica de unos doce años, flaca como su madre e idéntica a ella, tan rotosa, sucia, flaca, negra y seria como ella, sale del interior del rancho y se para junto a su madre, sin decir palabra. La mujer la mira.
—Salude a los tíos —dice.
—Buen día —dice la chica.
—Cómo te va, Teresita —dice Wenceslao.
Rogelio le pasa la mano por la cara. El Ladeado mira al grupo desde lejos, con atención intensa y cuidadosa.
—¿Los muchachos están en el criadero? —pregunta Rogelio.
—Sí —dice Teresa.
—Hay que avisarles que vayan a comer a casa también —dice Rogelio.
Aunque hablan con la mujer y sonríen a las criaturas, Rogelio y Wenceslao parecen mantenerse a distancia. La construcción precaria del rancho está casi ahogada de maleza y rodeada de suciedad. Un perro de policía, enorme, flaco, sucio y serio como la mujer y la nena, los mira de entre los matorrales. A dos metros de la entrada del rancho hay un montón de basura. El perro sale de entre la maleza y empieza a escarbar la basura, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia el grupo con aprensión y resentimiento.
—Nosotros le avisamos a Agustín porque ahora vamos para el almacén —dice Rogelio—. Manda al chico al criadero para que le diga a los muchachos.
—Bueno —dice la mujer.
—Han de ser ya las diez —dice Rogelio.
—Enseguida voy —dice la mujer—. Enseguidita.
Dejan atrás también el rancho y ahora caminan a la par por el arenal rodeado de árboles; hay algarrobos y espinillos y curupíes y también paraísos. La luz del sol atraviesa sus copas. Wenceslao mira el cielo y ve el sol, pero desvía rápido la mirada porque el disco incandescente destella arduo y amarillo. A mediodía estará en lo alto del cielo, porque sube despacio, sometiendo a las sombras a una reducción lenta; por un momento permanecerá inmóvil en lo alto, el disco al rojo blanco y lleno de destellos paralelo a la tierra y sus rayos verticales chocando contra las cosas, penetrando con incisión sorda la materia que cambia en reposo aparente; la luz llevará por el aire el reflejo de los ríos y de los esteros y lo proyectará sobre el camino de asfalto que corre liso hacia la ciudad creando ante los ojos de los viajeros espejismos de agua.
Entre silencios intermitentes las voces resonaban agudas y rápidas, pueriles, elevándose por encima de las cabezas ensombreradas o desnudas, enredándose y repercutiendo en la fronda fría de los paraísos y de los algarrobos plantados en semicírculo en el patio delantero del almacén. Los caballos atados a los árboles permanecían quietos, bajo la sombra, sin una mata de pasto para tascar, sacudiendo de vez en cuando la cabeza para espantar las moscas monótonas que les zumbaban alrededor.
Salas el músico levantó el vaso de cerveza y se mandó un trago.
—No ha sido la peor —dijo.
—La peor ha sido la del sesenta te digo —dijo el otro Salas.
No eran ni parientes lejanos, pero se parecían tanto uno al otro que eso en el fondo los irritaba y siempre los hacía discutir. Tenían el mismo bigote negro, el mismo pelo oscuro, la misma nariz afilada, los mismos pómulos salientes por encima de las mejillas hundidas y la misma piel tostada y endurecida por años de intemperie. Los otros tres los contemplaban.
—Qué va ser —dijo Salas el músico—. La peor fue la del cinco, que no la vio ni vos ni ninguno de los que están aquí presentes. El finado mi abuelo me sabía contar que una noche se acostó con el agua a una cuadra y que amaneció inundado.
—¿Y la del sesenta, que se llevó terraplén y todo? —dijo el otro Salas, mirando a los tres oyentes con los ojos muy abiertos, para ganárselos a su favor.
—Todo esto que se ve ahora, en la del cinco era agua —dijo Salas el músico, abarcando con un ademán vago todo lo que los rodeaba. Pareció dotar de vaguedad a su ademán de un modo deliberado, como si esa vaguedad diese un aire más preciso de inconmensurabilidad a lo que estaba señalando.
—Yo he visto con mis propios ojos las lanchas que iban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén —dijo el otro Salas.
—Qué lo parió —dijo con admiración reflexiva el más joven de los tres que escuchaban. Tenía una camisa colorada y una cara seria y angulosa y era el dueño de la motocicleta cuyas partes niqueladas refulgían al sol.
—Sí —reconoció Salas el músico—. Fue muy brava. Pero la del cinco fue peor. Cómo habrá sido, que cuando mi abuelo murió el último pensamiento que tuvo fue para la inundación.
El otro Salas se echó a reír. Sus dientes brillaban, limpios, blancos y regulares. Salas el músico lo contempló, entrecerrando los ojos. Sus labios cerrados y apretados bajo el bigote negro impedían ver lo idénticos que eran sus dientes a los del otro. El otro Salas tomó cerveza y el de camisa roja lo imitó, encendiendo después un cigarrillo. No convidó. Se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y a encender un fósforo con la uña, aplicando después la llama al cigarrillo que colgaba de sus labios oscuros y estriados. Excepción hecha del otro Salas, ninguno más se rió. Se quedaron callados, serios y retraídos, tomando de vez en cuando un trago de cerveza.
—No es para reírse —dijo Salas el músico después de un momento, mirando con los ojos entrecerrados al otro Salas—. El último pensamiento que tuvo fue para la inundación del cinco. Dijo que había tenido miedo, y recién después se murió.
—Porque tu abuelo no vio la del sesenta —dijo el otro Salas.
—No, no la vio, pobrecito —dijo uno de los que escuchaban.
Salas el músico miró al que había hablado, un hombre gordo con una blusa azul descolorida. El hombre gordo tenía barba de tres días y se rascaba la cabeza echándose hacia atrás el sombrero. Gotas de un sudor sucio le corrían por entre la barba.
—Chin lo conoció bien —dijo Salas el músico, señalando al hombre gordo con un movimiento de cabeza—. Chino mi abuelo, ¿era hombre de decir mentira por verdad?
Chin sacudió despacio la cabeza, pasándose la lengua por el labio superior para sorber el sudor.
—Nunca —dijo.
Los ojos de Salas el músico, tan parecidos a los del otro Salas, emitieron chispazos de satisfacción. Alzó la cabeza, dirigiéndola apenas hacia la puerta del almacén.
—¡Berini! —gritó.
—¡Bueno! —respondió de inmediato una voz desde el interior del almacén.
—¡Pese un poco de queso y corte un salamín! —ordenó Salas el músico, siempre con la cabeza vuelta apenas hacia la puerta del almacén y chispazos de satisfacción en los ojos.
El otro Salas no lo miraba.
—Hasta se llevó una locomotora con los vagones y todo —dijo Salas el músico, dirigiéndose otra vez a los de la mesa—. No quedó un solo rancho. Y por diez años no se vio ni un ratón ni una comadreja en toda la zona. En la ciudad el agua llegó hasta el centro. Hay fotos que lo atestiguan.
El otro Salas escupió. El de la camisa roja se levantó y corrió la motocicleta para que no le diera el sol, apoyándola contra el fragmento de pared sobre el que caía la sombra de los árboles.
—¿Me vas a decir ahora que en la del sesenta los vapores no pasaban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén? —dijo el otro Salas.
—¿Cómo te lo voy a decir si yo mismo lo vi? —dijo Salas el músico—. Pero la del cinco fue peor.
Chin tomó su vaso de cerveza y volvió a llenarlo. Había cuatro botellas vacías sobre la mesa.
—Enseguida sudo lo que tomo —dijo, arrugando la cara.
—El que todavía no había hablado le dio un golpecito en el brazo.
—Entonces sudas todo el día —dijo, y se rió solo.
—¿Y por casa? ¿Cómo andamos? —dijo Chin.
—Si no hay una gota —dijo el otro, sacudiendo la botella que Chin acababa de vaciar.
—Ya viene —dijo Chin.
—¡Berini! —gritó Salas el músico.
—¡Va! —respondió la voz de Berini.
—¡Una cerveza blanca! —gritó Salas el músico—. ¡La paga Chin!
Todos se echaron a reír a carcajadas. Los caballos se agitaron un poco y enseguida volvieron a tranquilizarse. Como no corría el más mínimo aire, las voces rápidas y las risas chillonas persistían como inmóviles engendrando su propia refracción y resonando. Entre las risas exclamaron como para sí mismos «¡Está bien!» o «¡Hay que joderse!» o «¡Qué desgraciado!» y los ojos de Salas el músico chispeaban de satisfacción, hasta que de un modo gradual hicieron silencio otra vez y entonces pudo oírse una abeja que entró en el patio zumbando por encima de sus cabezas, entre la fronda fría de los árboles. Después incluso la abeja dejó de oírse y Berini apareció haciendo chasquear sus alpargatas sobre el piso de tierra y dejando la botella de cerveza fría sobre la mesa de metal. Estaba limpio, bien peinado, y tenía puesto un saco pijama blanco que parecía recién planchado. Salas el músico distribuyó la cerveza en los cinco vasos mientras Berini retiraba las cuatro botellas vacías y se las llevaba para adentro, dos en cada mano, haciéndolas tintinear. La cerveza dorada se llenaba de luz y emitía reflejos por debajo del cuello de espuma blanca y opaca. Los cinco hombres bebieron casi al mismo tiempo.
Hubo invasión de lampalaguas —dijo el otro Salas, pasándose la lengua por el bigote—. Se comían a los perros.
—En la del cinco también —dijo Salas el músico—. Y a más, yaguaretés que bajaban en camalotes desde el Brasil. Echaban cría por estos lados y tuvo que venir el ejército para matarlos. Una vez mi abuelo llegó de noche al rancho y vio un animal que salía a recibirlo y se creyó que era uno de los perros, pero cuando entró con él en el rancho y prendió el farol, vio que era un yaguareté. El cinco, las vacas volaban. —Salas el músico se rió y todos lo acompañaron con risas lentas y suspicaces. Únicamente el otro Salas permaneció serio mirándolo.
—La creciente fue tan grande —dijo Salas el músico— que casi tapaba los árboles. Y las vacas se metían entre las ramas para que no se las llevara la correntada. Cuando el agua empezó a retirarse las vacas quedaron arriba y hubo que subir a bajarlas. Mi abuelo dice que cinco años después, andando por la isla, vio un montón de osamentas de vaca arriba de los árboles.
—El abuelo de éste —dijo el otro Salas, sin dirigirse a nadie en particular— poco más y pesca un tiburón en el Ubajay.
Ahora se rieron todos, incluso Salas el músico. Del interior del almacén llegaba un olor suave de creolina y unos ruidos imprecisos de objetos que chocaban contra el piso y contra el mostrador de madera. Los tres caballos atados a los árboles permanecían inmóviles: debían haber andado un buen rato bajo el sol, porque a pesar de su larga inmovilidad, el sudor hacía restallar sus pelambres oscuras. El de la motocicleta se pasaba sin cesar el dorso de la mano por la tela colorada de la camisa, despacio, sobre el brazo derecho, como si le gustara la sensación que producía sobre su piel la tela lisa. Chin sacudió la botella de cerveza y después la inclinó sobre su vaso, pero apenas si cayó, por el pico un chorro débil de espuma que dejó en el fondo del vaso un sedimento amarillo. Chin se dio vuelta y llamó a Berini.
—¡Una cerveza blanca! —gritó—. ¡La paga Salas!
Las risas crecieron. Sonaban y resonaban dispersándole lentas y subían para perderse por fin hacia el aire soleado por encima de las hojas verdes. El parecido de los dos Salas creció con la risa, al echar los dos la cabeza hacia atrás y apretar el cuerpo contra el respaldo de la silla, emitiendo al mismo tiempo un ruido áspero y largo por la boca abierta que mostraba una doble hilera de dientes parejos y blancos; se parecían incluso por la vestimenta, porque los dos llevaban camisas grises descoloridas y unos pantalones sin ningún color preciso, y como estaban sentados uno enfrente del otro, con la mesa de por medio, los dos pares de pies enfundados en parecidos pares de alpargatas flamantes se apoyaban contra los travesaños opuestos de la mesa y los oprimían rígidos echando en tensión el cuerpo hacia atrás y haciendo balancear las sillas sobre las patas traseras. Las risas fueron apagándose sin orden, por contraste con la explosión unánime con que habían comenzado, decreciendo lentas, cada una a su turno reiniciándose alguna por un momento después de haberse desvanecido, hasta que no se oyó nada, excepción hecha del eco resonando en la memoria y Berini salió del almacén al patio trayendo la botella de cerveza y dejándola sobre la mesa al mismo tiempo que con la mano libre retiraba la vacía. Chin recogió la botella y llenó los vasos. Berini quedó parado cerca de la mesa, mirando en dirección al camino.
—Gente —dijo.
Las otras cinco cabezas giraron en el sentido en que Berini estaba mirando. Salas el músico debió incorporarse algo para ver: el camino arenoso se extendía recto hacia la costa flanqueando las construcciones de paja y adobe esparcidas en el borde del campo. Un hombre avanzaba por el camino, viniendo desde la costa. Caminaba despacio y parecía renguear. Se lo divisaba reducido por la distancia —unos doscientos metros— y dos o tres perros lo seguían, deteniéndose detrás de él para husmear el camino, juguetear entre ellos o ponerse a escarbar la tierra.
—Culo contra la pared —dijo el otro Salas.
Berini se dio vuelta y entró en el almacén. Los otros volvieron la cabeza y se acomodaron otra vez en sus sillas, tomando cerveza.
—Hay que ponerse culo contra la pared —dijo el otro Salas.
El que había hablado una sola vez se pasó la mano por la mejilla y terminó rascándose la mandíbula. Tenía puesto un sombrero de paja. Hizo un ademán.
—Vaya saber —dijo.
—Le pongo la firma —dijo el otro Salas.
—No se hubieran ido si no —dijo Salas el músico.
—Se fueron y se perdieron —dijo el otro Salas.
Berini salió otra vez del almacén, trayendo un montón de queso y salamín cortados sobre una hoja de papel de estraza. El de camisa colorada hizo a un lado la botella y Berini dejó el alimento sobre la mesa. Dijo que faltaba el pan y volvió a entrar en el almacén. Los cinco hombres se inclinaron al unísono sobre los pequeños cubos amarillos de queso y los redondeles rojos de salamín y comenzaron a llevárselos a la boca. Masticaban y tragaban y volvían a inclinarse para recoger con los dedos pedazos de queso o de salamín y volvían a llevárselos a la boca y a masticarlos y tragarlos. Berini trajo el pan cortado en rebanadas, sobre otra hoja gris de papel de estraza. Entrecerraban los ojos para masticar y de golpe los abrían de un modo desmesurado para tragar. Sus caras estaban sudadas. Chin agarró una rebanada de pan, la cubrió de rodajas de salamín y de pedazos de queso y después tapó todo con otra rebanada y empezó a comerlo. Podía oírse el ruido de la masticación.
—Trabajan las dos en un quilombo de la ciudad —dijo Salas el músico—. Yo las he visto.
—Se ganan la vida, pobrecitas —dijo Chin.
—Hacen bien —dijo el otro Salas.
—No han tenido suerte —dijo Salas el músico.
El de la camisa colorada dirigía la mirada de una cara a otra, a medida que sus compañeros hablaban.
—Siempre van estar mejor que aquí —dijo Chin.
El que había hablado una sola vez se tomó todo el vaso de cerveza de un solo trago y después dejó el vaso vacío sobre la mesa.
—Ojo. Ahí llega —dijo.
Era muy delgado y tenía una camisa rotosa y los pantalones sostenidos con un hilo grueso. Sonreía. Estaba descalzo. Los perros se dispersaron fuera del recinto del almacén, en el camino y en el campo.
—Buen día, muchachos —dijo.
Se paró a distancia y contempló la mesa. Los otros contestaron rápido a su saludo.
—Agustín viejo y peludo —dijo Salas el músico.
—Loco viejo —dijo Chin.
—¿Vas a salir de serenata esta noche? —dijo Agustín, dirigiéndose a Salas el músico.
—Seguro que sí —dijo Salas el músico.