Amanece y ya está con los ojos abiertos.
Se ha levantado y se ha vestido y ha estado jugando un momento con los perros y ahora orina en el excusado, con la puerta abierta.
Ella viene desde el interior del rancho. Wenceslao oye cómo abre y cierra la puerta y el bisbiseo de sus chancletas arrastrándose por el piso duro de tierra va haciéndose cada vez más próximo y nítido. Cuando sale del excusado, abrochándose la bragueta, la ve doblar la esquina del rancho y dirigirse hacia él bajo la parra. Tiene puesto el batón negro descolorido y escotado que le llega hasta más abajo de las rodillas, y camina con lentitud sobrellevando ese aire peculiar de modorra y distracción que tienen las personas que han dormido demasiado bien o no han dormido en absoluto.
—Buen día —dice Wenceslao yendo para la bomba.
Su voz es rápida y algo aguda. La de ella, en cambio, al responder «Buen día» pasando junto a Wenceslao y dirigiéndose al excusado, es más bien grave y suena después de un momento.
Cuando ella entra en el excusado Wenceslao se lava la cara. Primero cierra la canilla y después bombea enérgico y rápido y después se inclina sobre la boca de la canilla abriéndola otra vez y recogiendo con el hueco de las manos juntas agua del chorro grueso que sale de la canilla. Se refriega la cara, el cabello, el cuello y la nuca. Tiene la piel tensa y quemada por el sol, y en lo alto de la frente una franja blanquecina que separa la frente del cabello y que es la huella dejada por el sombrero de paja. Wenceslao se moja una y otra vez la cara y después, con los ojos cerrados, cierra tanteando la canilla y se da vuelta, los brazos extendidos para no tocarse la ropa con las manos mojadas, aunque en el pantalón, a la altura del muslo derecho, ha quedado una gran mancha húmeda. Tanteando, con los ojos cerrados, Wenceslao se dirige hacia la pared del rancho y saca una toalla que cuelga de un clavo entre un espejito redondo con un marco rojo de plástico y una repisa de madera repleta de potes, frascos y peines. Wenceslao se seca la cara y la nuca y después se peina, mirándose en el espejo: tiene los ojos chicos, oscuros y brillantes, la piel áspera y reseca, llena de arruguitas, sobre todo alrededor de los ojos y en la frente; de la base de la nariz, parten dos líneas simétricas, curvas, hundidas, que llegan hasta la comisura de los labios y separan la boca de las mejillas rasuradas.
El Negro tumba por fin el tarro lleno de pescado podrido y se sobresalta, haciéndose a un lado. Wenceslao lo espanta simulando que va a correr hacia él pero limitándose a golpear el suelo con la planta del pie. El Negro desaparece detrás del rancho, adelante, rápido. Ella sale del excusado y se dirige a la bomba. Wenceslao va atrás de ella y cuando ella abre la canilla y se inclina al chorro débil de agua que sale por la boca, Wenceslao comienza a bombear.
El chorro de agua se hace más denso —es blanco, árido y opaco ahora— y las partículas transparentes en que se deshace al chocar contra sus manos brillan en los primeros rayos del sol que atraviesan el cielo horizontales y destellan en las hojas de los árboles y en las gotas que se deslizan por la piel flácida de su cuello.
—Voy ir a saludar a Rogelio esta mañana —dice Wenceslao sin dejar de bombear.
Ella se pasa la yema de los dedos mojados por los párpados y después toma un trago de agua. Se yergue, mirando a Wenceslao mientras hace un largo buche con el agua. Wenceslao deja de bombear y se queda mirándola. Ella se da vuelta y escupe el agua.
—Llevale unos limones —dice, yendo hacia la pared y recogiendo la toalla. Se seca despacio.
—Eso pensaba —dice Wenceslao.
—Y unas brevas —dice ella.
—Si le llevo brevas —dice Wenceslao— y tienen gente en la casa, no van alcanzar para nadie.
—Rosa me pidió brevas —dice ella.
—Pasadas las fiestas —dice Wenceslao—, cuando estén solos otra vez, les llevamos brevas, cosa que puedan probarlas.
—Pasadas las fiestas no hay más brevas —dice ella.
—Bueno —dice Wenceslao.
Mira la cara redonda, la piel oscura y llena de arrugas.
Los ojos han ido achicándose desde que él murió y ahora parecen dos heridas rectas y cortas a medio cicatrizar. Ahora parecen no destellar más que cuando por momentos la certidumbre y no el simple recuerdo de que él murió la arrasan provocándole una desesperación súbita análoga a la locura. Pero ahora parecen no sólo no destellar, parecen incluso ciegos y no existir.
—Es un lindo día —dice Wenceslao, mirándola inmóvil.
—Sí —dice ella.
Comienza a peinarse el cabello áspero y negro, sin una cana. Se ha dado vuelta para mirarse en el espejo. Wenceslao mira su espalda ancha y cómo la mano oscura sube y baja con el gran peine negro que hace chasquear el cabello. Antes de volverse y caminar en dirección a adelante, Wenceslao hace un gesto casi imperceptible en su cara arrugada y reseca.
Saca de la cocina a adelante un brasero de hierro negro, redondo y de tres patas, y lo deja cerca del paraíso. Trae ramas secas de la cocina que apila con lentitud y cuidado sobre unos papeles que hay en el interior del brasero y después enciende un fósforo y acerca el extremo de la llama a los papeles. Después que el papel comienza a arder deja caer el fósforo entre las llamas que vacilan y empiezan a despedir una columna débil de humo por el respiradero que Wenceslao ha dejado en la cima de la pila de leña. Cuando las llamas empiezan a crecer la columnita de humo disminuye y Wenceslao se vuelve y va a llenar con agua de la bomba una pava manchada de hollín y llena de abolladuras que saca de la cocina. Ella está todavía peinándose. El pilar de ladrillos revocados sobre el que se asienta la bomba está cubierto en la parte inferior por una capa de musgo y bajo la boca de la canilla la tierra es mucho más oscura que en el resto del patio. Ahora se ha formado un charquito que refleja la luz solar pero más tarde, si es que por un par de horas ni ella ni Wenceslao usan la bomba, la tierra lo absorberá dejando sin embargo el imborrable manchón húmedo. Wenceslao vuelve con la pava y espera parado junto al brasero, alrededor del cual el Negro y el Chiquito corretean en silencio, palpitantes. La leña seca crepita entre las llamas translúcidas y espesas que terminan en unos hilitos de humo negro. El paraíso proyecta una sombra inmóvil llena de perforaciones luminosas, y la sombra de Wenceslao detenido con la pava en la mano cerca del brasero se extiende paralela a la de éste, rematada en franjas negras y ondulantes que se angostan y se ensanchan, se retuercen, se extienden o se contraen y a veces se cortan y separándose de la sombra del brasero permanecen una fracción de segundo proyectadas sobre la tierra dura antes de desaparecer. Cuando las llamas disminuyen Wenceslao coloca la pava sobre los dos hierros negros que cruzan la boca redonda del brasero, y va a la cocina a preparar el mate. Ella viene de atrás: se ha recogido el pelo en un rodete trabajoso ceñido sobre la cima de la cabeza. Trae una caja de lata y unas camisas y unas medias y cuando Wenceslao sale de la cocina trayendo el mate y la bombilla y una silla de paja medio desfondada y la deja al lado de la mesa, ella deja la caja y la ropa sobre la mesa, junto al mate y la bombilla que Wenceslao ha depositado en la mesa antes de volverse en dirección a la cocina, y se sienta, abriendo la caja de lata y sacando una almohadilla de paño naranja llena de agujas de acero, unas madejas de hilo, un dedal y un mate reluciente que nunca ha sido usado más que para zurcir. Wenceslao vuelve de la cocina trayendo otra silla a la rastra, de modo que las patas dejan sobre la tierra una doble huella tortuosa, superficial. Wenceslao deja la silla al costado de ella, de frente al paraíso, y vuelve a buscar la pava, que ha comenzado a chillar y a lanzar un chorro de vapor grisáceo por el pico.
Wenceslao se sienta y prepara el mate. Ella está hilvanando una franja negra de cinco centímetros de largo en el borde superior del bolsillo de una camisa.
—Pierden el color y manchan la camisa —dice.
—Creo que el agua se me ha hervido —dice Wenceslao sin mirarla, inclinado hacia la boca del mate.
—No puedo andar cosiéndolas todo el día —dice ella.
Wenceslao le alcanza el mate.
—Después —dice ella—. Tenés que tener más cuidado con estas cintas.
Wenceslao empieza a tomar el mate que ella ha rechazado.
—Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto. Ha pasado el tiempo del luto. Ya te he dicho que ha pasado —dice.
Ella sigue hilvanando la cinta negra en el borde superior del bolsillo de la camisa.
—¿No querés venir conmigo a saludar a Rogelio y a tu hermana? —dice Wenceslao.
—Hoy no —dice ella.
—¿No vas a saludar a tu hermana el fin de año? —dice Wenceslao.
—No, hoy no —responde ella tranquila, y después arranca con los dientes un sobrante de hilo del hilván que acaba de hacer en el borde superior del bolsillo de la camisa. Deja la camisa sobre la mesa y comienza a meter el mate en una media negra llena de agujeros. Deja el mate enfundado en la media encima de la mesa. Comienza a enhebrar una aguja con hilo negro, humedeciendo la punta del hilo con los labios y tratando una y otra vez de ensartarla en el ojo de la aguja. Al concentrarse en la operación saca la punta de la lengua mordiéndosela con suavidad.
Wenceslao pasa despacio y con cuidado el dedo por el borde del mate que acaba de cebar, a fin de secar una gota que ha dejado una estela húmeda al deslizarse sobre la superficie amarillenta del mate. El Negro y el Chiquito se persiguen uno a otro, viniendo desde atrás, seguidos por sus sombras. Se alcanzan cerca del brasero y comienzan a revolcarse, gruñendo y ronroneando y moviendo la cola sin parar. Ella ensarta por fin el hilo en el ojo de la aguja y lo hace correr antes de agarrar el mate que le alcanza Wenceslao; mientras chupa la bombilla anuda los dos extremos del hilo negro valiéndose del índice y el pulgar de la mano izquierda.
—El año pasado tampoco fuiste —dice Wenceslao—. Va creer que tenés algo con ella.
—Ella sabe —dice ella—. No tengo nada con ella.
—¿Te vas a quedar siempre aquí, sin salir a ninguna parte? —dice Wenceslao.
—Estoy de luto —dice ella.
—Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto —dice Wenceslao.
—Para mí no —dice ella.
Le devuelve el mate y agarrando la media empieza a zurcir los agujeros. Wenceslao comienza a mordisquearse apenas el costado del labio inferior: arruga la frente y sus cejas veteadas de gris se reúnen en el arranque de la nariz.
—Hace seis años que murió. ¿Hasta cuándo te vas a quedar aquí encerrada? —dice después de un momento.
Ella no responde, vigilando el trabajo de sus manos.
Pasaba corriendo a través del patio, viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; pasaba cerca del paraíso, seguido por su sombra, y desaparecía por el senderito de arena hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas. Volvía media hora después, chorreando agua, la piel oscura quemada y vuelta a quemar por el sol, el pecho flaco listado por la presión de las costillas, y se quedaba parado, casi en el mismo lugar en el que ahora está el brasero, riéndose y mostrando una doble hilera de dientes blancos que brillaban y brillaban. Proyectaba una sombra el triple de larga que la del brasero. Se vestía y salía con Wenceslao a recorrer los espíneles tendidos la noche antes, y hasta media mañana iban de una orilla a la otra, remando despacio en la canoa verde que dejaba una estela débil en la superficie lisa del río, recogiendo los pescados todavía vivos que destellaban al sol y cargando en la canoa las redes y las líneas para ponerlas a secar. Justo tenía que venir a cumplir veinte años y tenía que venir a tocarle la conscripción y enviciarse con esa ciudad de porquería y quedarse en ella cuando terminó la conscripción. Y tenía que pasarle justo a él encontrar ese trabajo en la obra de construcción, y que hubiese puesto en el andamio ese balde de mezcla con el que tenía que tropezar y venirse abajo.
Después de un momento, ella dice:
—Ellos saben que yo no salgo.
Wenceslao no contesta. Vuelve a llenar el mate y empieza a chupar la bombilla, los ojos fijos en el vacío. Por la expresión de su cara pareciera estar pensando algo ya pensado muchas veces, tantas que la costumbre misma de ese pensamiento le da a su cara no sólo un aire de profunda meditación sino también de profunda certeza. El Chiquito llega corriendo y se para de golpe junto a Wenceslao, mirándolo fijo: sus ojos dorados giran en espirales doradas, imperceptibles, y la pelambre en tensión, manchada de puntos negros, está como erizada. El Negro llega enseguida, su pelo negro emitiendo destellos azulados, y empieza a jugar con las patas en la cabeza del Chiquito. Éste se sacude violento, dos o tres veces, y después corre hacia atrás, seguido por el Negro. Sus ladridos resuenan en el aire inmóvil que está comenzando a entibiarse. A mediodía el sol calcinará el aire, lo hará polvo; la arena de la costa se pondrá blanca, la tierra parecerá cocida y después como encalada, y cruzando el río y a una hora de a pie desde la otra orilla, el camino de asfalto que lleva a la ciudad se llenará de espejismos de agua.
Cuando termina su mate Wenceslao lo deja sobre la mesa y se levanta, dirigiéndose al interior del rancho. De un clavo en la pared del dormitorio descuelga un sombrero de paja y se lo cala sin ningún cuidado. Recoge un paquete de «Colmena» de encima de la mesa de luz, saca un cigarrillo y se guarda el paquete en el bolsillo del pantalón. Sale otra vez y su sombra se proyecta sobre la pared de adobe del rancho. El ala curva del sombrero de paja le hace sombra sobre la frente y los ojos. Ella no se ha movido de la silla; de espaldas a Wenceslao, continúa encorvada sobre su trabajo, los pies descalzos apoyados en los travesaños de la silla, entre cuyas patas se hallan las chancletas vacías, descoloridas. Wenceslao va hacia el brasero, se acuclilla, apoya un momento el extremo del cigarrillo contra una brasa, y después lo retira llevándoselo a los labios. Chupa con fuerza, la mano que ha sostenido el cigarrillo detenida abierta cerca de la cara, en el aire, y cuando echa la primera bocanada se incorpora y se dirige despacio hacia el patio de atrás. El humo queda detrás suyo, una nube grisácea en el aire inmóvil que nunca termina de disgregarse y desaparecer, tan evanescente que no proyecta ninguna sombra en el suelo.
La canoa se ha deslizado el último tramo sin necesidad de los remos, uno de los cuales yace en el fondo de madera. La canoa toca la costa. La niebla rodea todo, compacta, húmeda y blanca, y ellos dos y la canoa son lo único que se ve. No se ve ni el agua, como si la canoa y sus dos ocupantes, sentados uno frente al otro, constituyesen el único centro móvil y corpóreo flotando indeciso en la nada. Al tocar la costa y vararse la embarcación débil vibra y se estremece, y el hombre, sentado de espaldas a la dirección que han venido llevando, vuelve lento la cabeza cubierta por un sombrero gastado de fieltro negro. El chico mira siempre, ansioso pero en retardo, en la dirección que sigue la mirada del padre.
—Llegamos —dice Wenceslao.
—Parece que sí —dice el padre.
Sus ojos escrutan la masa blanca y espesa de la niebla, entrecerrándose. El aire líquido ha ido empapándolos, gradual. Wenceslao tiembla aunque en noviembre no hace frío, y mira con ansiedad la cara de su padre para encontrar en ella la explicación de esa niebla blanca que ha borrado lo que ellos conocían hasta media hora antes como «el río» y «la isla», pero el padre no ve la mirada de Wenceslao; se incorpora, con gran lentitud y cuidado, y recoge la cadena. La canoa varada apenas si se mueve. El cuerpo del padre se recorta nítido y lleno de relieves contra ese fondo de niebla que muerde los contornos de su figura. Cada vez que mueve los brazos haciendo correr la cadena que emerge rechinando del fondo de la canoa, parece fundar en medio de la nada núcleos corpóreos nuevos y fugaces, como si la niebla, en vez de retroceder, se abriera para después cerrarse, devorándolos. El padre aferra por fin el extremo de la cadena, del que cuelga una cuña de hierro, y se da vuelta, elevándose un momento al pararse sobre el vértice de la proa, y reduciéndose después al saltar al suelo (es el suelo, porque de haber caído en el agua Wenceslao hubiese oído el chapoteo). No sólo se ha reducido: se ha desvanecido también de golpe en la niebla y su corporeidad consiste ahora en unas manchas oscuras que relumbran húmedas y se mueven transformándose, incesantes. Parecen la figura de un hombre vista a través de un vidrio empañado. Después las manchas avanzan, adelantándose, moviéndose, atraviesan la envoltura húmeda y mordiente de la nada, y cuajan otra vez, después de metamorfosearse varias veces y vacilar, en la figura de su padre elevándose al pisar la proa de la canoa que se estremece un poco, y reduciéndose y volviéndose patente otra vez al sentarse frente a Wenceslao. Es la mirada de su padre, cuyos ojos sonríen de un modo vago, lo que le revela a Wenceslao que no ha respirado durante varios segundos y que tiene la boca abierta y las manos crispadas aferradas al borde del asiento de madera.
—¿Qué le pasa, mi amigo? —dice el padre.
—Nada —dice Wenceslao.
—No tenga miedo —dice el padre. Comienza a sacar las cosas del fondo de la canoa. Está sentado con las piernas abiertas, los pantalones rotosos empapados, y se inclina hacia adelante sacando la escopeta cubierta por una funda de lona.
—Tenga —dice, dándole la escopeta a Wenceslao, que agarra la escopeta con las dos manos y después la apoya sobre sus rodillas. El padre saca un bulto envuelto en un trapo sucio y se lo entrega.
—Tenga esto también —dice.
—¿Cuándo va irse esta niebla, papá? —dice Wenceslao.
—Cuando suba el sol —dice el padre.
—¿Estamos en la isla ya, papá? —dice Wenceslao.
—Sí —dice el padre.
—¿Hay siempre niebla a esta hora, papá? —dice Wenceslao.
—A veces —dice el padre.
—¿Viene mucha gente a la isla? —dice Wenceslao.
—A ésta casi nadie —dice el padre—. Si Dios quiere, en enero vamos a limpiar una parte y nos vamos a mudar aquí.
El padre saca las trampas para las nutrias y un palo recto. Va poblando el reducido universo corpóreo y errátil con otros objetos que saca de la nada y que van encontrando su lugar en el sistema cerrado que constituyen. Después agarra el palo y una bolsa de lona que cuelga de su hombro y tercia sobre el pecho. Guarda el bulto envuelto en el trapo sucio y otro paquete, hecho con papeles de diario, dentro de la bolsa, y se tercia también la escopeta en sentido contrario a la bolsa. Se para, enderezándose el sombrero, y recoge el palo. Todo está húmedo y el palo reluce sin destellar en medio de esa luz —o de esa ausencia de luz— líquida.
—Vení conmigo —dice el padre.
Wenceslao se para, sintiendo un ligero temblor en las piernas. El padre pisa la proa y salta a tierra. Wenceslao hace lo mismo. Ahora caminan con gran lentitud, y cuando Wenceslao mira para atrás la canoa ha desaparecido. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que ha devorado la masa roja de lo que ellos llamaban «la canoa». Un pequeño fragmento de tierra los acompaña, un manchón amarillento —ese amarillo sucio y oscuro del humo sucio de las hojas podridas quemándose al atardecer— sobre el que ellos parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies, bastante rápido como para estar siempre debajo e impedirles caer en el vacío. La espalda ancha del padre, cruzada por las cintas de lona, oscila flanqueada por la escopeta y la bolsa. El palo se balancea sostenido por su mano derecha. Hay tanto silencio —un silencio que devora rápido, como la niebla ha devorado la canoa colorada, el chasquido de sus alpargatas sobre la tierra— que en los oídos de Wenceslao resuenan todavía los chapoteos de los remos, únicos sonidos nítidos y persistentes, la caída regular en un río invisible de un par de remos rojos comidos hasta la mitad por la niebla. El padre se para y mira a su alrededor como si estuviera tratando de orientarse. Wenceslao también se para, mirando la cara de su padre, el bigote negro copioso, agolpado sobre el labio superior y cayendo achinado sobre las comisuras, la frente limitada por el sombrero negro. El padre observa la masa compacta de niebla que de vez en cuando despide destellos plateados, opacos, como tratando de conjurarla con la mirada y hacerla retroceder. No le responden más que la quietud y el silencio. Ahora no parece ni que se hubiesen levantado, hubiesen tomado el desayuno magro, dejando a la madre y a los chicos durmiendo en el rancho, y hubiesen atravesado lentos el río en la oscuridad, un río todavía visible aunque negro, y hubiesen penetrado en la niebla; y la más inescrutable oscuridad era toda la vida mejor que eso. Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado también el tiempo y su depósito, la memoria. El padre trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas blancas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido para venir a buscarlo.
—Un momento —dice el padre—. Un momentito.
Avanza unos pasos y la figura pierde primero todos sus relieves, antes de perder su nitidez. Otra vez son unos manchones oscuros, vagos y destellantes, que ondulan, se agrandan y se achican, como organismos vivos, envueltos en capas cada vez más densas de partículas húmedas que se arremolinan a su alrededor.
—Vení, Layo —dice el padre.
Wenceslao avanza y recupera otra vez el cuerpo nítido, la cabeza cubierta por el sombrero negro, el bigote negro sobre el labio superior y la mirada preocupada y escrutadora.
—Creo que es por aquí —dice el padre.
Ahora no ha hablado con Wenceslao sino consigo mismo, con alguien guardado cuidadoso y continuo dentro de sí mismo, haciéndolo emerger súbito para consulta, confesión y compañía en un momento de duda y peligro.
—Sí —dice—. Es por aquí. ¿Es por aquí? No. Sí, sí. No. Sí. Es por aquí.
Avanza un poco, con Wenceslao pegado a su espalda oscilante. Se para de nuevo. Vuelve apenas la cabeza como si, no habiendo podido descubrir nada escrito en la niebla, esperara escuchar ahora algún sonido proveniente de ella. Pero parece no escuchar nada y avanza un paso, estirando el brazo, como si hubiese quedado ciego de repente y tratara de palpar el aire.
—Me parece que es por aquí —dice.
Las rodillas de Wenceslao tiemblan, y ya ni siquiera escucha el hasta unos minutos antes obstinado y persistente susurro rítmico de los remos.
—Sí —dice el padre—. Debe ser por aquí.
Avanza más, y Wenceslao lo sigue. La plataforma amarillenta continúa debajo de ellos imprecisa, irregular. El padre se para de un modo brusco, echando la cabeza hacia atrás y alzando la mano hacia la cara.
—Una rama —dice.
Se da vuelta. Están de frente uno al otro y casi se tocan. En la sien derecha el padre tiene una mancha roja que brilla húmeda. Se toca la herida con los dedos.
—Algo me rozó —dice.
Se mira las yemas de los dedos, manchadas de rojo. Extiende el palo a Wenceslao, que lo agarra, mirándolo mudo y pálido, y sacando un pañuelo rotoso del bolsillo trasero del pantalón trata de secarse la sangre de la herida. El pañuelo se mancha de rojo y la herida se perla otra vez de gotitas rojas y brillantez. El padre se seca los dedos con el pañuelo y vuelve a guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón. Por un momento la mancha en la sien derecha refulge en medio de la opacidad pesada que produce en las cosas de ese universo limitado la filtración constante de la niebla, colándose por todo intersticio. Después su refulgencia se apaga, y la mancha rojiza se aviene a la opacidad vaga del resto.
—Es una rama —dice el padre—. Entonces no era por aquí.
Ahora que no se oye ni el chapoteo rítmico de los remos, cuyo susurro había persistido hasta un momento antes, como una cuña afilada penetrando en la masa espesa del silencio, Wenceslao siente que el temblor de las rodillas le sube hasta el estómago.
—Esperame aquí —dice de pronto el padre—. Es mejor que vaya solo. Cuando empiece a abrirse la niebla te vas para la canoa.
Wenceslao está por decir algo pero no lo dice. El padre lo mira un momento y después lo palmea en el brazo. «Linda manera de empezar», dice, riéndose. «Pórtese como un hombre», dice, dándose vuelta. Saca el palo de entre sus manos dóciles y se aleja. Wenceslao se mira el brazo en el que él lo ha palmeado y ve sobre la tela de la camisa dos manchas borrosas de sangre. La figura del padre pierde otra vez, de un modo gradual, los relieves, y la voz que viene desde los manchones oscuros que van borrándose repercute indiferente y remota. «No te muevas. No tengas miedo», dice. «No», dice Wenceslao, pero sabe que no lo han oído.
Ahora hasta los manchones oscuros han desaparecido, y la plataforma de tierra amarillenta que ha venido acompañándolos se ha reducido, como si al alejarse el padre se hubiese llevado una parte. También Wenceslao se siente como una cuña afilada, penetrando la masa espesa de la niebla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro. Está en un hueco tan reducido que hay lugar para él solo, parado, con las manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son elásticas, y aunque simulan docilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al cuerpo y ahogan. Wenceslao se queda inmóvil, tratando de escuchar otra vez el chapoteo de los remos, pero lo ha perdido del todo; los contornos de la niebla, mordientes y en movimiento, giran puliendo y apagando los sonidos en su memoria; y el yacaré y la serpiente de la isla salen del letargo ancestral, poniéndose en movimiento en una costa barrosa y desierta; prestando atención, puede oírse algo que no es ni un sonido ni una voz sino más bien un rumor, el de la piel acerada por el tiempo deslizándose y dejando su huella imborrable en el barro virgen; y después la inmersión lenta, susurrante, de los cuerpos cuyos ojos giran en espiral rezumando eternidad, en el río de aguas intactas tostadas por un sol joven. Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente larga de la isla repta tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro primigenio, y el dorso trabajado con infinita minucia en arabescos rojos y verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de anfractuosidades verdosas —un verde pétreo, insoportable, planetario— en el que la escritura se ha borrado, o en el que una nueva escritura sin significado, o con un significado que es imposible entender, se ha superpuesto al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. Se deslizan lentos sobre la costa, los ojos amodorrados por el letargo, y penetran en la zona de niebla, tan húmeda y adherente que el dorso del yacaré parece ahora cubierto por una pátina de moho, de musgo putrefacto, y los arabescos de la serpiente pierden su color, se deslavan y parecen un paciente tejido mineral de carbón y plata. La niebla envuelve la fronda de los árboles, una fronda de plata, mechada de flores blancas y negras, los árboles que nadie ha plantado nunca y cuyos troncos negros, resquebrajados, llenos de marcas rugosas, de cortes y de hendiduras, están mojados y rezuman goterones de un agua ciega, sin reflejos, surgiendo tétricos y fantasmales en medio de ese vapor envolvente que se ha comido su color.
Wenceslao permanece inmóvil, tratando de escuchar. Dentro de la niebla parece una larva en el interior de un capullo apretado, ocupando un hueco que apenas contiene el tamaño de su cuerpo. Ahora que no queda ni rastro de los manchones oscuros y sin contornos, y que no repercute tampoco la voz llena de ecos opacos que los acompañaba puede percibirse cómo el silencio se mezcla con la niebla, filtrándose entre las miríadas de partículas blancas que vistas desde un metro de distancia pierden toda cohesión, y formando un solo cuerpo con ella. Wenceslao mira la plataforma estrecha de tierra amarillenta y arrastra los pies sobre ella para oír el chasquido de las alpargatas arañar el silencio liso. Durante dos o tres minutos el silencio es tan completo que al oír los primeros tintineos Wenceslao supone que se trata de una ilusión sonora propia del silencio, como si sólo se hiciese posible percibirlo mediante algún contraste de sonido, hasta tal punto que primero duda si los ha oído o no y después está seguro de haberse equivocado. Es cuando el tintineo suena por segunda vez, largo y apagado, cuando Wenceslao se sobresalta y su corazón empieza a latir más ligero, cuando empieza a saber que esos manchones oscuros a los que llamaba su padre han desaparecido, borrándose junto con su voz opaca sin dejar rastro, y que está solo, como un gusano de seda dentro del capullo, en el interior de la niebla, mientras la serpiente de la isla y el yacaré gris se arrastran hacia él, sobre la arena cenicienta. Wenceslao trata de escuchar, inclinando apenas la cabeza en la dirección desde la que parece provenir el tintineo. Pero el tintineo no parece provenir de ninguna dirección, o bien ese fluido lechoso ha abolido toda dirección, o es Wenceslao el que ha perdido todo su sentido, o se trata de varias campanitas tintineando alternadas en distintas direcciones. Wenceslao vuelve varias veces la cabeza hacia distintos lados y desde todos ellos la masa húmeda y blanca le devuelve ese sonido intermitente, metálico, de la campanita. Retrocede hacia lo que él cree que es la dirección en que han dejado la canoa, sin contar los pasos que da, y recién se detiene cuando toca con la espalda el tronco de un árbol. Salta hacia adelante y se da vuelta, con los ojos abiertos, las manos separadas del cuerpo, y ve el monte de árboles negros, chorreando agua, las frondas pálidas y cada vez más evanescentes con sus flores blancas y negras a medida que se alejan de donde él está parado, envueltos en ese vapor húmedo que gira lento y constante. Cuando escucha los golpes secos y otra vez el tintineo todavía está callado. Recién cuando ve la mancha oscura, larga e imprecisa moverse en dirección a él, cierra los ojos y comienza a chillar. Chilla y chilla y su cuerpo se pone tenso y él, con los ojos cerrados, no trata ni siquiera de correr. No hace más que chillar, sin llorar siquiera, y ni cuando de pronto los brazos de su padre, acuclillado junto a él en medio de la niebla, jadeando todavía, lo rodean diciéndole: «Es el cencerro de una yegua», y su padre comienza a murmurar «Querido. No es nada. Es un cencerro. Querido. Querido», ni cuando abre los ojos y ve en efecto a la pesada yegua madrina emerger de la niebla desde esos árboles negros, deja de gritar. Se calla recién cuando su padre lo alza con dificultad entre la bolsa y el palo y la escopeta enfundada y comienza a buscar entre la niebla, equivocándose muchas veces, el camino hacia la costa. Después el padre lo pone en el suelo y Wenceslao comienza a caminar detrás de él, en silencio, con los ojos todavía demasiado abiertos por el terror contemplando la espalda oscilante de su padre mientras éste escruta el torbellino de partículas húmedas y blancas buscando, tratando de encontrar, sin lograrlo durante un rato, acompañados por el chasquido de las alpargatas sobre la tierra amarillenta y el tintineo cada vez más espaciado y lejano de la yegua madrina, el sitio donde el agua chapotea monótona contra el costado de la canoa colorada.
Aparece y desaparece y vuelve a aparecer entre los árboles, en el patio trasero. La mañana se levanta lenta y Wenceslao es seguido por el Negro y el Chiquito que producen unas nubes de polvo diminutas al detenerse de un modo brusco clavando las uñas en la tierra en medio de su carrera. De entre las ramas de los citrus que despiden un olor a azahar frío y liviano, los pasos chasqueantes de Wenceslao y el tumulto de los perros hacen salir volando a unos pájaros grises que parten en línea recta, sin aletear, compactos y veloces como proyectiles. El cigarrillo cuelga inclinado de los labios entreabiertos de Wenceslao, que lleva en la mano un bolso viejo de paja, y se para junto al limonero real. Está en el centro justo de la arboleda y el resto de los árboles parecen ir agrupándose en círculos concéntricos o en espiral a su alrededor: está tan cargado de flores blancas, cuyos pétalos más débiles han caído sobre la tierra alrededor del árbol formando un círculo blanco, que su fronda esférica resplandece concentrando la luz o irradiando una luz propia que hace brillar el verde nuevo de las hojas duras, como si estuviesen recubiertas de una película de laca, y los limones amarillos y verdes llenos de poros.
Wenceslao comienza a arrancar limones, cuidando de no sacudir de un modo demasiado violento las ramas; como el humo del cigarrillo le da en los ojos, los entrecierra y echa para atrás la cabeza. Cada vez que el tirón con que Wenceslao arranca un limón sacude las ramas, algunos pétalos blancos caen lentos al suelo. El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas si han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar, los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso. Wenceslao deposita con cuidado en el interior del bolso de paja los limones que va arrancando, hasta que lo llena. Con el último limón que arranca y guarda en el bolso, tira el cigarrillo —no lo ha retirado una vez sola de los labios entreabiertos— que ha estado haciéndole guiñar los ojos y echar atrás la cabeza. El árbol sobrepasa mucho en altura a Wenceslao y vivirá más que él. Acomoda los limones dentro del bolso y va a dejarlo bajo la parra, en el suelo; el Negro y el Chiquito ronronean y se muerden uno al otro, con suavidad, el cuello, el hocico y las orejas, rodando por el suelo. Wenceslao atraviesa otra vez la arboleda y se dirige a lo que ellos llaman «la higuera del fondo». Es un árbol tan grande que sus ramas deformes, cargadas de hojas ásperas y grises, van a caer más allá del tejido, en el campo inculto que rodea el terreno. Contra el tronco principal, grueso y gris, del que parten dos ramas gruesas y redondas como las piernas separadas de un contorsionista puesto cabeza abajo, se apoya una caña larga que remata en la punta en un gancho de alambre. Wenceslao recoge la pértiga, atraviesa con ella la fronda espesa de la higuera, y engancha una breva amarilla semioculta entre las hojas, sacudiéndola con suavidad hasta desprenderla de la rama y hacerla caer. La breva no llega al suelo porque Wenceslao la espera con la mano abierta, elevada, para reducir el trayecto de la caída y hacerla menos violenta. Recibe la breva en la mano y deja la pértiga apoyada contra el tronco gris del árbol. Pela la breva y se la come. Mientras tritura con los dientes la pasta dulce de la breva, sin mirar a ninguna parte, Wenceslao se acomoda una y otra vez el sombrero de paja en la cabeza. Después deja de masticar y con la boca abierta trata de escuchar, inclinando la cabeza hacia el patio delantero. Le parece oír voces, de un modo vago: la de ella y otra voz que no alcanza a distinguir todavía muy bien. Corta una hoja de la higuera y se limpia las manos con ella. Las voces van haciéndose cada vez más nítidas y suenan apacibles en el silencio soleado.
El Ladeado bufó, para sí mismo, resopló, frunciendo los labios y estirándolos otra vez al apretar los dientes podridos. Su sombra flaca y torcida se proyectaba sobre la canoa y se torcía más todavía al quebrarse sobre el borde de la canoa y continuar proyectándose en el río. Estaba parado en el centro de la canoa y hundía la pala del remo en el fondo del río para acabar de alcanzar la orilla. La superficie del río estaba tan quieta que, al deslizarse, la canoa amarilla dejaba una especie de huella, una estela de surcos paralelos que apenas si se ensanchaba y que no terminaba nunca de borrarse. Hasta la sombra ladeada del tripulante parecía dejar huella. El Ladeado parpadeaba de un modo continuo debido a los efectos del sol, parpadeaba con un ritmo furioso, se abandonaba al parpadeo para no distraerse de su controversia. Al hundir en el agua la pala del remo, presionar con ella en el lecho barroso del río y darle envión, sacando después el remo, el Ladeado efectuaba una serie de movimientos con el cuerpo, movimientos a los que la costumbre había terminado por otorgarles una armonía propia. En esa armonía, el esfuerzo constante por mantener el equilibrio no producía ninguna disonancia.
—Tío me va decir —dijo el Ladeado.
Cuando la fuerza de su pensamiento era demasiado violenta, el Ladeado recurría a la palabra para disminuir la presión: pensaba en voz alta y el pensamiento, aunque no dejaba de estar presente, se hacía invisible, oculto por la palabra que al mismo tiempo delataba su presencia, como esos vidrios tan limpios que no se hacen visibles más que por el reflejo de la luz sobre ellos.
—Tío sabe —dijo el Ladeado, sacudiendo la cabeza.
Entre las orillas, la franja estrecha del río era como una presencia espléndida, pero sin vida. Ni siquiera parecían tener vida la canoa y su estela, ni el chico de once años que la conducía, a pesar de los movimientos —armónicos en medio de su torpeza— que hacía al hundir y sacar los remos del agua. El Ladeado bufó y resopló, frunciendo los labios y parpadeando fuerte. Su parpadeo tenía vida, pero su vocecita hosca y dubitante tenía menos vida que el canto enloquecido de los pájaros repercutiendo en la orilla a la que se estaba acercando y resonando apagado en la orilla desde la que el Ladeado había salido con la canoa amarilla.
—Tío le va decir a él —dijo el Ladeado.
En la orilla el río tenía algo de vida. La rama del sauce bajo el cual permanecía la canoa verde del tío Layo tocaba la superficie del agua y producía unas arrugas fugaces en la superficie. La sombra del sauce oscurecía el agua; y al chocar contra el costado de la canoa verde del tío Layo la corriente imperceptible se podía percibir en las ondas crespas, delgadas, que se formaban contra la canoa y se iban alejando de ella como repetidas y haciéndose cada vez más lisas a medida que se alejaban. El Ladeado estuvo dando impulso a la canoa con el remo único hasta que la proa chocó contra la orilla y empezó a oscilar con suavidad, como un péndulo, con la proa fija contra la orilla. El Ladeado dejó el remo dentro de la canoa y se inclinó bufando y resoplando, en el punto más alto de su controversia, para recoger la cadena. Si el remo había tenido dos veces su estatura, la cadena tenía tres veces su longitud. El Ladeado saltó de la canoa a la orilla arenosa llevando la cadena y clavó la cuña de hierro cerca del tronco del sauce inclinado hacia el río. La canoa amarilla, a diferencia de la canoa verde que estaba cubierta por la fronda fina del sauce, apenas si aprovechaba una parte de la sombra. El Ladeado fruncía las cejas espesas y los labios oscuros para resoplar, sin oír el canto de los pájaros. Pegó un último tirón a la cadena trayendo la canoa más hacia la orilla y se incorporó, el cuerpito torcido hacia la derecha, la cabeza tiesa y medio inclinada hacia el hombro derecho. De esa manera, el brazo izquierdo parecía más corto. Comenzó a subir por la pendiente suave de la barranca, el costado derecho del cuerpo echado un poco hacia adelante, para mantener mejor el equilibrio. Su sombrita torcida lo precedía. El senderito de arena que se abría en la cima de la barranca, tortuoso y amarillento, conducía a la casa del tío Layo deslizándose entre unos espinillos raquíticos que se agolpaban a sus costados. Las alpargatas rotosas del Ladeado, agrisadas por la pérdida de color, dejaban unas huellas profundas sobre la arena. La controversia decrecía a medida que avanzaba por el sendero de arena y el Ladeado frunció mucho más las cejas negras ahora que la ausencia de la palabra había instalado otra vez el pensamiento en el centro de su mente, haciéndolo visible; cuando dobló la última curva suave del senderito de arena, estuvo por fin frente a la puerta de alambre. En el fondo podía verse el frente del rancho y, más chico, el de la cocina, unida al rancho por el techo angosto de troncos y paja; detrás del rancho asomaban inmóviles y compactas las copas de los árboles más altos que llenaban de sombra el patio trasero. Y por delante del rancho, en el centro del patio delantero, ella, cosiendo junto a la mesa, bajo la sombra del paraíso. El Ladeado abrió con trabajo la puerta de madera y tejido y cerrándola detrás suyo penetró en el patio. Se quedó parado junto a la puerta, mirándola. Permaneció así un momento, sin parpadear; verla sentada bajo el paraíso le había borrado de la mente todo pensamiento. Nada más que ella parecía ser visible: ni el paraíso, ni la mesa, ni el rancho, ni el pensamiento. El Ladeado parpadeó recién cuando ella alzó la cabeza y lo vio.
—Entrá, Agustín —dijo ella.
El Ladeado avanzó. Ella volvió a inclinar la cabeza sobre la costura, sonriendo con una dulzura distraída.
—Buen día —dijo.
—Buen día —dijo el Ladeado.
Ella hilvanaba una franja negra en el borde superior del bolsillo de una camisa del tío Layo. Ella le preguntó por su papá y su mamá.
—Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía —dice el Ladeado.
—Tu tío estaba por ir —dijo ella. Suspiró. El Ladeado parpadeó varias veces, mirándola, pero ella no parecía ahora saber que él estaba ahí, parecía no saber ella misma que estaba ahí, que estaba. Estaba en otra parte, no se sabía en dónde.
—¿El tío está? —dijo el Ladeado.
—Está atrás —dijo ella, sin siquiera mirarlo y sin sonreír.
El Ladeado se sentó, apocado. Su cuerpo torcido parecía mucho más torcido todavía en la silla. Ahora que sabía que el tío estaba atrás, y ahora que ella se había ido otra vez, el pensamiento había vuelto a instalarse de nuevo en su lugar, y no estaban más que él, el Ladeado, y el pensamiento. Después oyó los pasos del tío Layo que chasqueaban sobre el piso de tierra y se dio vuelta: el tío Layo venía limpiándose las manos con una hoja de higuera.
—¿Qué decís, Ladeado? —dijo el tío.
—Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía, tío. Que vayan con la tía —dijo el Ladeado.
—No le digas Ladeado, pobrecito —dijo ella, sin levantar la cabeza, volviendo de donde estaba—. Se llama Agustín, no Ladeado, pobrecito.
El tío Layo se volvió hacia ella.
—¿Querés que vamos a lo de Rogelio? —dijo.
Ella ni siquiera levantó la cabeza.
—No —dijo—. Hoy no.
El tío Layo suspiró.
—Vamos, Ladeado, vení, vamonos —dijo.
La canoa amarilla va dejando una estela suave detrás suyo, una estela que va ensanchándose a medida que se aleja de la canoa. El filo de la proa corta despacio el agua que parece estar formada por dos capas de materia y textura, y hasta dirección diferentes: una capa tensa, cristalina, una película rígida extendida sobre la superficie, inmóvil, y debajo una turbulenta e informe masa de agua marrón en movimiento espurio y perpetuo.
Los ojos del Ladeado parpadean durante un largo rato, bajo las cejas fruncidas, espesas, y después lo miran fijo y sin parpadear.
—Tío —dice.
Wenceslao sacude la cabeza pero los ojos fijos del Ladeado no lo ven.
—Tío —vuelve a decir—. ¿Le va decir que me mande?
—Seguro que sí —dice Wenceslao.
Están sentados uno frente al otro: Wenceslao, que rema, de espaldas a la dirección que lleva la canoa. Ve por lo tanto, por encima de la cabeza del Ladeado, cómo la orilla de la isla se aleja de ellos, gradual. Los árboles bajo cuya sombra había estado un rato antes recogiendo higos y limones se han convertido en una masa verde que se confunde con la gran mancha verde de la isla. Pero todavía no es una mancha verde sino una maraña intrincada de arbustos y pastos y árboles, con las barrancas de tierra clara yéndose a pique sobre el río y el descenso amarillo de la playa inclinándose hacia el agua.
—Mi papá dice que no —dice el Ladeado—. Dice que no voy a servir para eso ni para tampoco trabajar.
—Él dice nomás —dice Wenceslao—. ¿Acaso no te han mandado buscarme? Has cruzado solo el río con la canoa. Eso es un trabajo.
—Pero mi papá dice que traigo mala suerte —dice el Ladeado—. Dice que nací torcido, y que traigo mala suerte.
—Cosas del borracho de tu padre —se ríe Wenceslao—. ¿De dónde sacó eso?
—Me ve y sacude la cabeza, y se pone a quejarse —dice el Ladeado.
Wenceslao se ríe.
—Qué bruto —dice.
El Ladeado frunce más las cejas y resopla, parpadeando muchas veces al hablar.
El tío Rogelio dice que le va decir que tiene que mandarme. ¿Usted también le va decir, tío?
—Claro que sí —dice Wenceslao, riéndose.
—¿En serio, tío?
Wenceslao deja de reírse. Mira al Ladeado en la cara.
—Palabra de honor que le voy a decir —dice Wenceslao.
El Ladeado mira cómo uno de los remos amarillos entra y sale del agua. El pensamiento está en él, desnudo, complejo y trabajoso. Estira los labios y muestra los dientes podridos, y después habla sin dejar de mirar el remo amarillo que entra en el agua y sale de ella levantando un tumulto líquido de una transparencia verdosa.
—Tío —dice—. ¿Traigo mala suerte?
—No, querido —dice Wenceslao.
Dice mi papá que después que yo nací a él le empezó la mala suerte y se puso a tomar vino. Dice que de lástima nomás no me tiró al río.
—Tu viejo es un desgraciado —dice Wenceslao—. Qué te va tirar al río. Lo dice nomás por embromar.
—Dice que lo echaron de la arrocera cuando yo nací. Y que mis hermanas se fueron para la ciudad y se perdieron. Dice que gracias al Chacho y al Segundo la familia va progresar. Si mis hermanas se perdieron, si él me manda, después que yo termine puedo ir a la ciudad y buscarlas. Pero si traigo mala suerte, capaz que me pierdo yo también.
—Ya le vamos a decir a tu papá que te mande así después podes ir a buscar a tus hermanas —dice Wenceslao.
El Ladeado sigue mirando el remo amarillo y parpadea sin parar, con los labios fruncidos. Wenceslao hace avanzar la canoa amarilla que se desliza por la superficie del río sin ningún balanceo. El ruido espeso de los remos cayendo sobre el agua y barriéndola por debajo de la superficie acompaña los pensamientos de Wenceslao. Las manos permanecen agarradas a los puños redondos de los remos, amarillos; hacen presión hacia abajo y por la madera de los remos pasa una corriente de energía animal que hace surgir las paletas del agua; las manos van hacia atrás del cuerpo, agarradas a los puños amarillos, y los remos avanzan a ras del agua, sin tocarla, hasta que las manos ceden y la corriente de energía animal, suspendida, deja caer los remos al agua, hasta que las manos vuelven a su punto de partida haciendo que la corriente de fuerza animal que han transmitido a los remos amarillos luche bajo la superficie, concentrada en la punta de la paleta, contra la fuerza del agua. De esa manera, la canoa avanza dejando en el agua una estela fina que se ensancha y después desaparece, y alborotando con los remos el agua que forma un penacho verdoso y transparente en la superficie, salpicando el casco amarillo. No se detiene nunca, porque el impulso de la sangre vence por un momento la resistencia del agua y le da tiempo para prepararse de nuevo, mientras la canoa avanza, para dar el próximo envión. A veces pareciera que entre cada palada de los remos no pasa nada, y que la canoa queda inmóvil y suspendida sobre el agua, hasta que la corriente de la sangre la impulsa otra vez sacándola de su perfecta inmovilidad.
Como la llovizna cae desde hace por lo menos una semana el aire, el cielo y el agua son grises relumbrantes, y recortan nítidos en el borde de la playa unos árboles mutilados y negros. La canoa verde deja una estela en el agua gris y las islas que bordean el agua se sumergen como por estratos horizontales y graduales en la masa ondulante de la llovizna. La llovizna es tan leve que ni siquiera perturba la superficie plateada del agua, que vista de cerca revela una turbulencia parda por debajo de esa apariencia de argéntea impasibilidad. Wenceslao rema despacio, manteniendo un ritmo que parece descompuesto en fragmentos, y ella permanece inmóvil y silenciosa sentada enfrente suyo, con una arpillera en la cabeza para defenderse de la lluvia. Desde que dejaron el cajón en el cementerio y se despidieron de todos aquellos hombres que los esperaban respetuosos en la puerta con el sombrero en la mano, vestidos con la ropa más digna y severa que pudieron encontrar —unos pantalones de gambrona, unas zapatillas de goma azules y blancas, nuevas en vez de alpargatas, un saco negro y un pañuelo negro anudado al cuello— y de aquellas mujeres llorosas y graves que la abrazaban y le murmuraban cosas incomprensibles al oído, desde que dejaron atrás el murmullo de las voces en la casa de Rogelio Mesa, ella no ha dicho una sola palabra ni tampoco ha llorado. Se ha limitado a moverse con gestos mecánicos, ausentes, y a dejar que su vestido negro centellee en los contornos de su figura a la argéntea y húmeda luz de julio. Wenceslao, mientras rema, la mira de vez en cuando, preguntándose si alguna vez le perdonará el simple hecho de estar vivo. La canoa verde deja una estela que se ensancha despacio hasta desaparecer, fundiéndose con la pátina tersa y resplandeciente del agua. Inclinándose hacia adelante y echándose otra vez para atrás, hacia adelante y hacia atrás, siguiendo un ritmo preciso, con las piernas abiertas en el piso combo de la canoa, Wenceslao observa por momentos la cara oscura y grave preguntándose qué hará ella, cómo se comportará en la próxima hora, al día siguiente, el año próximo. Cuando él estaba, Wenceslao sabía que ella podía vivir sin pensar en nada, grave y tranquila, levantándose todas las mañanas con la misma naturalidad silenciosa con que se acostaba todas las noches, y que hubiese seguido sin duda haciendo lo mismo si Wenceslao y no él estuviese ahora reposando allá abajo, en el fondo de esa tierra removida penetrada por la llovizna impalpable que forma unos charcos viscosos y grises en los hoyos de la superficie. Ahora no sabe más quién es ella y mira la cara oscura sin alcanzar a reconocerla del todo, con extrañeza. Le parece que los dos han cambiado, de golpe, y que necesitarán mucho tiempo para volver a reconocerse. Wenceslao no sabe todavía que durante años se va a dejar vencer por el influjo de la muerte y que va a pasarse las horas del día sentado bajo el paraíso mirando fijo el vacío, mientras su campo se llena de plantas venenosas y de víboras y los travesaños del techo se pudren en tanto que ella se pasea silenciosa por la casa, dirigiéndole apenas la palabra, depositaría y estímulo de la muerte. Durante años la muerte va a reinar sobre él a partir de esa semana de llovizna ardua y helada, hasta que una mañana de octubre se levantará y verá la tierra que ha trabajado con sus manos durante toda su vida y sentirá que la costumbre del trabajo se apodera otra vez de su cuerpo ocioso y sucio, y empezará a limpiar el terreno, matando las víboras y cambiando las vigas del techo y curando los árboles de plagas y de enfermedades y arrancando las plantas venenosas. Pero ahora que la canoa verde atraviesa el río gris, el influjo de la muerte apenas si acaba de comenzar. Inclinándose hacia adelante, echándose para atrás, mira la cara de ella, aproximándose y alejándose y sabe que detrás, en la mente, la muerte es dueña y señora. La canoa verde es seguida por su reflejo: la imagen invertida y chata de su propia estructura alargada. Los bordes de la embarcación chorrean agua y la pintura verde brilla como si hubiese estado protegida por una pátina de laca. Los remos salen del agua tan silenciosos como han entrado. La canoa se mueve con una lentitud tan vacilante, que más pareciera que es el borde de la isla, carcomido por los embates continuos del agua y cruzado por los sauces evanescentes y negros que se inclinan sobre el río, lo que se desplaza acercándose mediante enviones sordos y parejos hacia la embarcación. Las dos orillas, compactas, ciñen la superficie del río, como un espejo que calzara justo en un marco verde para reflejar un cielo bajo, liso y gris, lleno de destellos húmedos. Por fin, canoa y costa se tocan, a la altura de los sauces inclinados sobre el agua, y Wenceslao, poniéndose de pie, hace unas maniobras finales con los remos y los deja caer dentro de la canoa. Salta a tierra y ata la canoa al tronco de uno de los sauces. Espera parado junto a la canoa, pisando el suelo arenoso apretado por el agua y ella se levanta y salta a tierra sin tocar el brazo que Wenceslao ha extendido para ayudarla a saltar.
Ella se dirige a la casa y Wenceslao la sigue despacio, viéndola a través del agua gris que cae con lentitud fría manchando la tierra y los árboles cuyos troncos negros y tortuosos chorrean agua. Aunque son apenas las cuatro de la tarde Wenceslao sabe que dentro de poco oscurecerá y que el interior de la casa ya debe estar oscuro y que va a ser necesario encender un farol. Su deseo es echarse a dormir, en seguida, sin siquiera secarse la ropa mojada, las botas de goma llenas de barro, sin siquiera secarse y calentarse las manos y la cara helada por el golpeteo continuo de la llovizna metálica. El paraíso mutilado, cuyos muñones negros acaban en lisos redondeles amarillentos, no protege la mesa mojada; el patio está lleno de las pisadas de la gente que ha estado en el velorio desde la tarde anterior. Ella pasa al lado del paraíso y la mesa dejando huellas nuevas con sus zapatos negros, sobre las deformes huellas entreveradas del patio. Los perros no salen ni a recibirlos. Deben estar vagando por la isla, junto con los caballos que Wenceslao ha soltado el día anterior. Tres días más tarde sabrá que uno de los caballos ha metido la pata en un pozo y se la ha quebrado, rodando por el suelo y quedando echado en la maleza, loco de dolor, mientras que por entre los dientes blancos le fluyen olas de espuma azul. Morirá solo y Wenceslao lo encontrará al tercer día, rodeado por los perros que lo han mirado agonizar sentados sobre sus cuartos traseros. Wenceslao ni lo lamentará. Durante semanas, el olor de la muerte llegará hasta el rancho en hálitos periódicos, y de noche se escuchará un rumor que es el de la muerte. Los perros despedazarán el cadáver con mordiscos secos y trabajosos y se irán volviendo cimarrones, día tras día, hasta que vagarán por la isla con el pelo enredado y sucio, los ojos amarillos y húmedos brillando feroces y una espuma de muerte fletándoles alrededor de la lengua rosada. Pero Wenceslao no percibirá nada de eso, en su extrañeza: durante semanas, meses, años, se estará sentado a la puerta del rancho, o al lado de la mesa bajo el paraíso, preguntándose a cada momento qué es esa isla, qué son los árboles, quién es esa mujer que vive silenciosa bajo su mismo techo y que no habla más que cuando está sola, envuelta en esos sempiternos batanes negros que a la vuelta de los días se ponen más y más descoloridos. La mirada rebotará como ciega por el lugar familiar, de golpe desconocido; se quedará horas sentado en una silla baja medio desfondada, el mate frío sobre la tapa invertida de la pava puesta en el suelo, entre los pies calzados con alpargatas rotosas, mirando fijo, con los ojos muy abiertos, sin pestañear, un punto del vacío, sacudiendo de vez en cuando la cabeza de un modo débil. Los perros se asomarán a veces entre la maleza que llenará los patios, mirando a Wenceslao con sus ojos torvos, amarillos, alimentados de muerte y regresión y acabarán comiéndose entre ellos en los pantanos de la isla.
Las botas embarradas de Wenceslao imprimen sus huellas sobre las que ella acaba de dejar, mientras atraviesa el patio hacia la puerta de madera del rancho. Ella está sacándose la arpillera de la cabeza cuando Wenceslao llega junto a la puerta del rancho y abre el candado, empujando la hoja que al abrirse deja ver la penumbra del interior. Wenceslao le da paso y el vestido negro relumbra por última vez a la luz metálica del día gris antes de volverse opaco, sumergiéndose en la penumbra fría del interior y desapareciendo en ella. Wenceslao entra a su vez y cierra la puerta, y en la penumbra busca el farol y lo enciende. La luz primero vacila, rojiza, echando un humo negro, pringoso, tiembla; después la llama crece de un modo desmedido, superfluo, y Wenceslao la regula con la llave redonda y niquelada hasta que la llama se pone sólida, firme y blanca, con destellos verdosos intermitentes, expandiendo, en el recinto sombrío, una esfera pálida de claridad manchada por la enorme sombra de Wenceslao que se proyecta sobre la pared y parte del techo. Cuando atraviesa la cortina de cretona en el extremo del tabique que separa el «comedor» del dormitorio, la cortina que queda sacudiéndose y temblando durante un momento, ve en la penumbra fría que ella se ha sentado en el borde de la cama, el dorso de una mano en la palma de la otra sobre la falda, el vestido negro evanescido en la creciente oscuridad.
—¿Vas acostarte? —dice Wenceslao.
—Sí —dice ella, sin mirarlo.
Por primera vez en años, Wenceslao no sabe cómo tratarla. Ya es demasiado viejo como para que pueda volver a aprenderlo alguna vez. La muerte ha servido para demostrar, primero de todo, que ellos, a pesar del conocimiento ocasional, y del afecto ocasional, y de las cópulas ocasionales mediante las cuales procrearon, no dejaron nunca de ser desconocidos. Wenceslao no sabe qué otra cosa decir y sale, atraviesa otra vez, después de atravesar otra vez la cortina de cretona descolorida que no ha dejado de sacudirse del todo y que al volver a pasar Wenceslao se sacude con un tumulto otra vez violento, la esfera de claridad pálida proyectando su sombra en la pared y en el techo, y se asoma a la puerta. El agua, fina y fría, lava incansable el tronco negro del paraíso, que destella. Los árboles de la isla, que nadie plantó nunca, más allá del alambrado, agolpados en los bordes del patio delantero limpio de pasto, espinillos y timbos, aromitos y sauces llorones y laureles, algarrobos, en distinto grado de desnudez y verdor, manchan el aire con sus ramas grises, casi transparentes, o sus frondas perennes de un verde pálido y terroso. El agua fina envuelve todo en una especie de paradójica claridad. El cielo casi que ni puede mirarse porque relumbra, argénteo, cóncavo. Wenceslao piensa en la tierra removida, mojada, y en él abajo, solo, apretado, como una cuña afilada que hubiese penetrado la masa compacta de la tierra y sobre la que la tierra se hubiese cerrado otra vez dejándolo adentro, en una caverna tan reducida que en ella no hay lugar más que para él solo. Se queda largo rato indeciso en el hueco de la puerta mirando el sendero de arena que baja hacia el río invisible. La lluvia endurece la arena, la vuelve férrea y llameante. Después se sienta a la mesa del comedor, en medio de la esfera de claridad, y apoya la mejilla en la palma de la mano, hasta que es noche cerrada y los perros, en los pantanos, echando espuma y husmeándose con ferocidad unos a otros, comienzan a aullar. La sombra de Wenceslao se sacude de vez en cuando, enorme, en la pared y en el techo. Amanece y ya está con los ojos abiertos.