Capítulo VII

LA mujer que estaba sentada en el sofá de la sala junto a Melissa se parecía tanto a esta, salvando la diferencia de edad, que Wade y Orson comprendieron en el acto que era su madre. Había con ellas un par de vecinas y dos policías más, vestidos de paisano, pero Wade no vio por parte alguna al abuelo fumador de pipa, lo que le tranquilizó en parte. Algo era algo.

Melissa le vio, y no hubo nadie de los presentes que dejara de darse cuenta del respingo de la muchacha al fijar su mirada en Wade Rittman, por lo que todos le miraron también, incluido, naturalmente, el teniente Carroll.

Hubo un instante de tensión y desconcierto. Parecía como si el aire hubiese quedado congelado. Por fin, Carroll dijo:

—El doctor Copley se ha ofrecido por si necesitan sus servicios, señora Pitts. En cuanto al señor Rittman —miró ahora a Wade— asegura ser amigo de usted.

Melissa se puso repentinamente de pie. Estaba pálida y evidentemente todavía asustada; incluso parecía que había llorado. Pero su recuperación saltaba a la vista.

—El señor Rittman es amigo mío, en efecto, teniente. Precisamente, teníamos que vernos hoy.

—Ah. De acuerdo. En ese caso es el doctor Copley quien puede calificarse de acompañante… —Carroll sonrió—. Un acompañante que nos viene como anillo al dedo.

—Bueno —sonrió con gesto de lechuza simpática Orson—, me ayudaría mucho saber qué ha ocurrido, francamente.

—Mamá y yo hemos tenido… un ataque de histeria, o algo así —dijo Melissa—. Pero ya estamos bien las dos.

—Lo celebro mucho —dijo un poco pasmado Orson—. Pero… ¿avisaron a la policía porque tenían un ataque de histeria?

—Usted también lo habría tenido —saltó la madre de Melissa—. ¡Y también habría llamado a la policía si hubiera visto lo que hemos visto nosotras!

—No lo dudo, señora —admitió Orson—, pero… ¿qué vieron?

—Vengan conmigo —dijo Carroll.

Salieron de la, casa, cruzaron el vestíbulo, y el policía señaló una puerta a la derecha de este. Traspuesta la cual se encontraron en el garaje anexo a la casa. Carroll señaló uno de los coches, y los tres se encaminaron hacia él. Tras ellos apareció en el garaje Melissa, que se quedó mirando fijamente a Wade. Este y Copley, a un gesto de Carroll, miraron en el interior del coche. Copley sacó la cabeza casi enseguida, con una incontenible expresión de sobresalto en su redondo rostro. Wade tardó bastante más. Estaba lívido. Su mirada fue hacia Melissa, que seguía mirándole fijamente.

Y Wade comprendió: la muchacha creía que aquello lo había hecho él.

Y quizá sí lo había hecho. Quizá había dedicado a aquello las tres horas y media de tiempo perdido en la noche anterior; vamos, sin quizá: lo había hecho. ¡Dios!

Melissa seguía mirándole. ¿Por qué no le denunciaba? ¿Qué estaba esperando para decirle a la policía que él se dedicaba a cortarles la cabeza a las ratas… y ahora a los gatos…, y que le gustaba comprarse juguetes «de broma» tan simpáticos como una cabeza humana reducida y que goteaban sangre?

Como de muy lejos había oído la voz del teniente Carroll preguntándole a Copley qué opinaba de aquello. Miró de pronto a Copley, sobresaltado. Según lo que dijera Orson él iba a ver complicada su vida de un modo que jamás habría imaginado.

Pero Orson Copley, que había bajado su cabezota, no decía nada. Pensaba. Meditaba. Reflexionaba. Por fin, murmuró, sin mirar a nadie:

—Bueno, evidentemente esto lo ha hecho una persona que precisa de ayuda psiquiátrica, teniente.

—Ya, ya. Un loco.

—No diría yo tanto —se inquietó Copley—. Vamos a dejarlo en lo de que necesita ayuda psiquiátrica. En mi opinión hacer una cosa así refleja un estado mental digamos… un poco desordenado. Son cosas que pueden hacerse en pequeños lapsus de conciencia.

—Usted lo ha dicho de otra manera —sonrió Carroll ceñudamente—, pero ha dicho lo mismo que yo: el tipo que ha hecho esto está majareta. ¡Como una cabra, qué demonios!

—Digamos —definió escrupulosamente Copley— que ha pasado por un estado mental transitorio de confusión o quizá de pérdida de conciencia, de… control. No debemos preocuparnos.

—¿Que no debemos preocuparnos? —exclamó Carroll—. ¡Oiga, un tipo así puede cometer cualquier barbaridad en cualquier momento! Si pierde la conciencia o el control puede hasta cortarle la cabeza a un bebé, ¿no es cierto?

—No hay que exagerar —murmuró Copley.

Melissa Pitts se echó a llorar de pronto. Wade la miró con los ojos casi fuera de las órbitas, y pálido como un muerto. El teniente Carroll miró a Copley y señaló a Melissa con la barbilla. Copley asintió, se acercó a la muchacha, y la sacó de allí. Carroll miró a Wade, que parecía totalmente una estatua de yeso.

—¿Se encuentra mal, señor Rittman?

—Pues, francamente, creo que… que sí, un… un poco…

—Lo comprendo. Lo extraño sería que una persona no se sintiera impresionado viendo esto y lo que puede, significar. Será mejor que volvamos con los demás… Quizá tengan un poco de whisky para usted.

—No… No quiero beber nada.

—A su gusto. ¿Vamos?

Regresaron a la sala. Melissa estaba de nuevo sentada junto a su madre, y Copley estaba hablando con las dos. Al ver a Carroll se acercó a él rápidamente.

—Como comprenderá, a mí me da lo mismo, teniente, pero no me parece necesario esperar a que llegue el médico de ustedes. Creo que debería autorizar que esas mujeres fueran inyectadas bajo mi prescripción. De otro modo, no respondo de otro ataque de histeria o de algo peor.

—No veo inconveniente alguno —se sorprendió Carroll—. Es más, le agradecemos mucho su interés y su intervención. Si extiende la receta, uno de mis hombres irá inmediatamente a buscar lo que sea.

—Lo que sea, no —gruñó Copley—. Un calmante, un sedante, eso es todo.

Diez minutos más tarde, cuando el agente que había ido en busca del medicamento recetado por Copley estaba de regreso, llegaba también el médico de la policía, quien, tras una brevísima conferencia con Carroll y Orson Copley, y tras interesarse por el sedante, lo autorizó sin renuncia alguna. El propio Copley inyectó a las dos mujeres, mientras el médico de la Policía extendía su conversación con el teniente Carroll.

Copley terminó, sonrió afectuosamente a Melissa y su madre, y regresó junto al otro médico y Carroll. Una breve conversación y Copley se plantó ante Wade Rittman.

—Creo que deberíamos marcharnos, Wade. Ellas se relajarán ahora, descansarán, y la policía sabe todo lo que tiene que saber para emprender sus investigaciones. No tenemos nada que hacer aquí.

—Tal vez deberíamos esperar el regreso del señor Pitts…

Orson le dirigió una encubierta mirada colérica, y masculló por lo bajo:

—Maldita sea, ¡larguémonos! ¿Es que no lo entiendes?

—Pero… ¿Adónde vamos? ¿Qué podemos hacer?

—Despidámonos —insistió Copley, impaciente—. Luego ya veremos qué podemos hacer.

—Si a Melissa le da por decir lo de la rata y…

—No lo ha dicho, ¿verdad? Aprovechémonos de ello, salgamos de aquí, y déjame buscar con tranquilidad una solución a todo esto.

Poco después salían de la casa, llevando Wade como clavada la extraña mirada que le había dirigido Melissa Pitts en la despedida…, y la no menos extraña y reflexiva que le había dirigido el teniente Carroll.

Ya en el coche de Orson, este arrancó, y durante unos minutos condujo en silencio, como abstraído, reaccionando maquinalmente ante las situaciones del tráfico. Wade también iba pensativo. Estaba asustado, y era lógico. Habría tenido una cierta lógica que en el tiempo muerto de la noche anterior hubiera ido a casa de Melissa Pitts dispuesto a hacer el amor con ella, ya que la muchacha bien claramente había estado provocando esto. ¡Demonios, incluso había ido a su apartamento para pedirle que lo hicieran…!

¿O esto lo había soñado él, del mismo modo que había soñado que había permanecido en su apartamento trabajando toda la noche, cuando la realidad era que había salido en busca de un gato para hacerlo trizas…? Cielos, ¿cómo había podido hacerle eso a un gato? El problema se planteaba tan solo al pensar en cómo atrapar a un gato. A menos que fuese un gato al que tuviera fácil acceso, el gato de algún amigo, que le conociera. ¿Podía haber estrangulado a un minino que confiara en él?

Aunque no es tan fácil estrangular un gato. ¡Seguro que no es nada fácil! Un gato al que estén estrangulando se defendería de tal modo que arrancaría pedazos de carne de su asesino…

Miró de pronto a Copley, esperanzado.

—¿Cómo demonios pude matar un gato? —susurró.

—¿Recuerdas haberlo hecho? —respingó Copley.

—Claro que no. Pero, evidentemente, lo hice, ¿no? Y me pregunto cómo. No es nada fácil, me parece a mí.

—Depende. Se le puede envenenar, sin riesgo alguno.

—¡Maldita sea!

—Tranquilízate, lo mejor sería que te retirases de la circulación por unos días mientras yo intentaba encontrar alguna explicación o solución a todo esto. No sé, pero me pareció que la señora Pitts te miraba de un modo raro… ¿Estás seguro de que la conociste en el supermercado cuando fuiste a protestar por lo de la cabeza de rata en la botella de leche?

—Claro. Es decir, estaba seguro hasta ahora… ¿Qué estás tratando de decir?

—Es que te miró de un modo raro, no sé… Y esa insistencia en estar cerca de ti me sorprende bastante. Lo mejor sería que te estuvieses en tu apartamento quietecito mientras yo me hago un poco el tonto visitando de nuevo la casa de la señora Pitts y hago preguntas. ¿Dónde tienes tu coche?

—Cerca de tu consultorio. Fui allá en él antes, claro.

—Iremos a por él y volverás a tu apartamento…, pero esta vez no quiero qué te quedes solo. Y yo tengo cosas que hacer. Se lo pediremos a Priscille. Bueno, vamos a ir al consultorio, almorzamos algo allí, tomamos un trago y decidimos. ¿De acuerdo?

—Sí, sí, de acuerdo, pero… ¿qué significa todo eso de la señora Pitts?

—No me hagas demasiado caso —encogió los hombros Copley—. A veces me guío por corazonadas, y esa mirada… Tú déjame hacer a mí, Wade. Lo peor que puede ocurrirte es pasar unas horas en compañía de Priscille, lo que dudo mucho te resulte un castigo, ¿eh?

—No tengo ganas de bromas, Orson —masculló Wade.

—Yo tampoco —aseguró el psiquiatra—, pero no vamos a echarnos a llorar, ¿verdad? Bien, vamos a ver qué dice Priscille.

* * *

—Por mí no hay problema —dijo la encantadora Priscille, puesta en antecedentes de los deseos de Copley—, salvo el de dormir: no soy persona que resista muy bien el sueño, francamente.

—No habrá necesidad de sacrificios en ese sentido —dijo Copley—. Yo estaré en el apartamento de Wade para la hora de la cena, y seré yo quien se quedará a pasar la noche con él y usted podrá marcharse. Pero necesito estas horas de seguridad, de saber que Wade no se va a mover de verdad de su apartamento.

—Está bien. ¡Uf, me parece que he almorzado demasiado!

—No —sonrió divertido Copley—. Ese sopor que nota, querida, es más debido al martini y luego al vino que al almuerzo, que ha sido bien frugal… Creo que deberíamos tomar un café. ¿Será tan amable de prepararlo?

—Con mucho gusto.

Priscille se puso en pie, y Wade la miró, recreándose inconscientemente cuando ella caminó: tenía unas piernas y unas caderas sensacionales. Bueno, del mal el menos. A fin de cuentas, tampoco había cometido un asesinato, solo había matado un gato. Y una rata antes, claro. ¿Y por qué demonios había comprado aquella cabeza reducida que goteaba sangre…?

* * *

Despertó de pronto, y enseguida tuvo la primera sensación, que fue la de gusto de café. Ah, sí, el café.

Se movió un poco, y se dio cuenta de que tenía un peso encima, y de que estaba tendido. Abrió los ojos, y al hacerlo se dio cuenta de que había despertado pero que no había abierto los ojos. Ahora sí los tenía abiertos, seguro. Seguro. Segurísimo. Tenía los ojos abiertos. Estaba viendo el techo.

Había tomado café, desde luego. Pero… ¿y después?

Estaba viendo el techo. Tenía un peso encima.

Forzó un poco el cuello para ver lo que tenía encima que le pesaba sobre el pecho. Tardó un poco en distinguir lo que estaba viendo. No era fácil de asimilar la imagen, porque era completamente inédita en su vida. Ya se sabe, a fuerza de ver una determinada cosa con frecuencia basta un solo y veloz vistazo para identificarla; pero, cuando algo se ve por primera vez hay que mirar muy atentamente, prestar mucha atención, fijar la imagen, identificarla.

Veamos: lo cierto era que estaba viendo mucho color rojo, y, entre tanto color rojo, estaba viendo un hermoso y blanco culo de mujer. Claro, esto no podía ser, ¡qué absurdo! ¿Qué podía hacer allí un culo de mujer? Era muy hermoso, de redondas nalgas, eso sí, pero claro, debía ser una ilusión óptica.

Sin embargo, todavía un poco más cerca que el trasero femenino, vio la lisa espalda, igualmente blanca, perfecta, bonita. O sea, aclarémonos se dijo: Allá abajo, el culo; más arriba, la espalda, preciosa, tersa. Muy bien, okay: resulta ahora que el peso que sentía sobre su cuerpo era el de una hermosa mujer que se había quedado sin duda dormida abrazada a él; desnuda, claro. Y en la cama. Estaba en su cama, en su apartamento, tendido boca arriba en su cama con una mujer desnuda abrazada a él.

¡Caray, estupendo! Debía haber estado haciendo el amor con ella, eso era lógico. ¡A ver…! No se iba uno a meter en la cama con una mujer que tenía una espalda tan recta y sugestiva y un culo tan precioso, para ponerse a hablar, por ejemplo, de la inconsciencia del tiempo; de este tiempo que puede morir, estar muerto. Si se había acostado con ella sería para lo normal entre un hombre y una mujer. Normalísimo. ¿Acaso ella no estaba desnuda? Pues eso.

Pregunta: ¿quién era la agraciada de turno, quién era la belleza con la que había intercambiado placer?

Respuesta: solo había que mirarle la cara para saberlo.

Pero ocurría que la chica no tenía cara.

Es más, no tenía cabeza.

Allá donde debía haber tenido la cabeza, sobre el pecho de Wade, había solamente un horrendo muñón increíble que ya había dejado de ser rojo para tomar una tonalidad siniestramente negra matizada de morada. Se veía el extraño tono de una vértebra cervical.

Ah, claro. Era una chica decapitada.

Igual que la rata. Y que el gato.

O sea: él, Wade Rittman, estaba en su cama, abrazando al frío cadáver de una chica de culo precioso y sin cabeza. Y las cosas rojas que había visto, claro, eran manchas de sangre…

¡Por el amor de Dios!

Dio de pronto un brinco en la cama, apartando de sí el decapitado cadáver femenino, y vio toda la cama llena de enormes manchas de sangre oscura y casi seca. También las paredes del dormitorio estaban salpicadas de grandes manchurrones de sangre. Todo estaba lleno de sangre, Todo, menos el culo y la espalda de la chica. ¿Quién era ella?

Wade giró, y quedó sentado en el lado de la cama. Y entonces supo quién era la chica. Lo supo con toda seguridad: era la secretaria y tal de su viejo amigo Orson Copley. Segurísimo que era ella, porque antes de acostarse con él se había dejado la cabeza sobre la mesita de noche. Sí, allá, sobre la mesita de noche, estaba la cabeza de Priscille Penfield. La simpática y amable Priscille. Allá estaba su cabeza.

Tenía los ojos abiertos, y parecían mirarlo a él, a Wade Rittman. La cabeza estaba apoyada cobre la base del cuello, de la cual se deslizaba todavía, lentamente, como engrudo, la sangre. Engrudo rojo. Toda la superficie de la mesita de noche estaba llena de engrudo rojo que se deslizaba por los lados.

Y allá estaba Priscille, mirándole. Chocante. El cuerpo en la cama, la cabeza sobre la mesita de noche. Como quien se quita el reloj o la dentadura postiza, vamos. Cariño, ¿vamos a echar un polvo? Bueno, pero espera, que tengo que quitarme la cabeza, así estaremos más cómodos…

Súbitamente, como un cañonazo disparado a traición dentro de su cuerpo, Wade Rittman sintió el estallido de las náuseas. Fue algo espantoso, que le hizo ponerse en pie de un salto estremecido. Salió disparado hacia el cuarto de baño, donde comenzó a vomitar con tal violencia que estuvo seguro de que se iba a morir.

Tardó más de quince minutos en recuperarse lo suficiente para poder caminar, tras contemplarse, horrorizado en el espejo del cuarto de baño: parecía un cadáver. Era como si él, Wade Rittman, fuese a la vez un hombre vivo y un hombre muerto. Como si tuviera dos rostros, uno vivo y el otro muerto, y ahora llevase puesto el rostro del hombre muerto.

Desde el umbral del dormitorio, ya incapaz de reacciones fisiológicas, pues las había agotado, se quedó mirando el espectáculo siniestro que representaba su dormitorio. Era como un cubil de fiera que había ensangrentado brutalmente a su víctima a dentelladas, lanzando chorros de sangre a todos los lados.

La cabeza de Priscille seguía allí, claro.

Desvió rápidamente la mirada, y con paso todavía no muy firme se dirigió hacia el armario. Porque resultaba que él también estaba completamente desnudo, así que tenía que vestirse si quería marcharse. ¡Y vaya si quería marcharse de allí! Pero vestido, porque de otro modo no tardaría en ser detenido, y la cosa se complicaría. Claro que podía bajar directamente al estacionamiento subterráneo del edificio, meterse en su coche, y escapar a toda prisa. Nadie le vería, seguro. Pero… ¿adónde podía ir vestido?

Orson Copley. Lo recordó de pronto. ¡El viejo y querido Orson…! Se abalanzó hacia el teléfono de la salita de estar, y llamó al consultorio de Orson, pero no obtuvo respuesta. Localizó en la guía el apartamento de Orson, pero allá tampoco obtuvo respuesta. Y entonces recordó que Orson se había propuesto ir a ver a Melissa Pitts, porque había observado algo extraño en la mirada de la muchacha.

¿Qué podía haber visto Orson en la mirada de Melissa Pitts?

Bien, solo tenía que llamarlo a casa de ella, y… No, ni hablar. ¿Y si la policía estaba todavía allí? Nada de llamar a Orson a la casa de la señora Pitts. Recordó otra cosa: Orson tenía que venir a su apartamento. Así habían quedado: Orson realizaría sus gestiones y luego volvería a relevar, a Priscille para que él no estuviese solo en ningún momento.

No recordaba nada, por supuesto. Evidentemente, él y Priscille, conforme a lo acordado, habían llegado a su apartamento, la cosa se había liado y habían terminado en la cama. Normal. Pero no recordaba esto, ni, mucho menos, lo demás, o sea, la… decapitación de Priscille.

—Dios mío… —gimió Wade—. ¡Dios bendito!

Se miró las manos y el cuerpo para asegurarse que se había limpiado las manchas de sangre. Regresó al dormitorio, abrió el armario, eligió ropa, y se vistió, siempre vuelto de espaldas al cuadro escénico aterrador que era su dormitorio. En la boca persistía el sabor amargo del café: un amargor intenso como nunca lo había experimentado. Se le había revuelto el estómago de un modo horrible.

«Tengo que dejar de pensar en esto o voy a, vomitar mi hígado…».

En aquel momento sonó la llamada a la puerta de su apartamento.