LA rubia y encantadora Priscille le llevó directamente al despacho de Orson Copley por el pasillo normal, es decir, por el de las visitas que no se colaban. No hacía falta utilizar el otro, porque no había paciente alguno esperando.
—¿Va mal el negocio? —preguntó festivamente Wade.
Priscille le miró, y no contestó. Le miró de un modo que a Wade le pareció raro, pero no tuvo tiempo de interesarse por la actitud de la muchacha, porque llegaron al despacho de Copley y ella abrió la puerta. Esperó a que Wade entrase y cerró, quedándose afuera. Orson Copley estaba sentado a su mesa, mirando seriamente a Wade, que señaló con el pulgar por encima del hombro.
—¿Le ocurre algo a tu preciosidad? Parece que haya pasado mala noche.
—Siéntate, Wade. ¿Cómo ha ido todo?
—Bien. Tengo mucho sueño, pues me he pasado la noche trabajando, pero todo ha ido bien… —Wade se sentó en un sillón confortabilísimo—. Te traigo los apuntes de lo que he hecho cada hora, aunque no creo que sirva de nada, pues no hay nada digno de especial interés.
Deslizó por encima de la mesa los apuntes. Copley los tomó, los leyó, y en determinado momento alzó su mirada de lechuza hacia el dibujante.
—Dices que no hay nada de interés y en cambio te visitó tu amiga, la señora Pitts.
—Bueno, pero ya habrás leído que no pasó nada.
—¿Realmente ella fue a proponerte que hicierais el amor?
—Con toda claridad.
—Comprobaremos también eso. Mientras sigo leyendo, ¿quieres apuntarme la dirección y el teléfono de la señora Pitts?
—¿Qué es lo que tienes que comprobar? —se pasmó Wade—, ¿que ella vino a hacerme esa proposición, o que me visitó?
Copley no contestó, y continuó leyendo el informe de veinticuatro horas. Wade soltó un refunfuño. Consiguió papel y bolígrafo de sobre la mesa de su amigo, y anotó la dirección y teléfono de la «mala pécora» de la señora Pitts.
No había gran cosa que leer en el informe, así que Copley terminó pronto. Wade le tendió el papel, el psiquiatra lo miró, asintió, y volvió a mirar a Wade.
—No mencionas la salida de anoche —dijo.
—¿Qué?
—La salida de anoche no está anotada aquí. Y además, quedamos en que te pasarías veinticuatro horas sin salir de tu apartamento.
Wade Rittman creía estar soñando.
—He estado veinticuatro horas sin salir —dijo.
Copley se quedó mirándolo. Movió la cabeza, tomó un sobre de encima de la mesa, y lo tendió a Wade. Este lo tomó, lo abrió, y sacó varias fotografías. Eran todas de él, saliendo de su apartamento, por supuesto vestido de calle. Miró a Copley todavía sin comprender.
—¿Qué significa esto? —musitó.
—Anoche, poco después de la diez de la noche, saliste de tu apartamento.
—¿Estás loco? ¡Te he dicho que no he salido en veinticuatro horas!
Copley pulsó una tecla del intercomunicador, y a los pocos segundos entró Priscille en el despacho. El psiquiatra preguntó:
—¿Nos hemos divertido usted y yo mucho esta noche, Priscille?
—Pues yo diría que no —negó la muchacha.
—Pues a lo mejor a mi amigo Wade encontraría divertido lo que hemos estado haciendo. ¿Quiere explicárselo, por favor?
—Bueno, hemos estado vigilando su apartamento. Primero los dos juntos, hasta que él salió y le tomamos las fotografías. Luego, cuando él regresó, usted dijo que no hacía falta que yo me quedara, pues no creía que el señor Rittman volviera a salir esta noche, y yo me fui a casa y usted se quedó. Debían ser las dos de la madrugada.
Wade Rittman la escuchaba como si aquella preciosidad fuera un bicho raro afectado, además de locura. Desorbitados los ojos, miró acto seguido a Copley, que le contemplaba con insólita fijeza. Sus ojos parecían dos enormes huevos fritos tras los cristales de las gafas.
—Eso no puede ser… —susurró Wade—. ¡No salí!
—Saliste. Y estuviste fuera unas tres horas y media, aproximadamente. Priscille y yo no pudimos seguirte, porque saliste a pie, y nosotros cometimos el error de ir con el coche. Cuando nos dimos cuenta de que si no queríamos perderte debíamos continuar a pie detrás de ti, ya no había modo de alcanzarte. Así que volvimos, nos instalamos frente a tu apartamento, y esperamos tu regreso. Entonces, ella se fue a descansar, y yo he permanecido allí hasta hace media hora. He tenido el tiempo justo de cambiarme de ropa, afeitarme y… esperar tu informe…
—Orson…, Orson, ¡te juro que no salí!
Copley torció el gesto.
—Y yo te juro que sí —dijo, como cansado—. Wade, ¿crees que habría hecho lo mismo por cualquier otro paciente? Muchacho, me he pasado la noche en vela por ti, te he puesto en las manos unas fotografías tuyas saliendo del edificio donde vives, Priscille estuvo conmigo… ¿Debo entender que crees que nosotros nos hemos inventado todo esto?
—Pe… pero, yo… yo no salí… —jadeó Wade—. ¡No salí, Orson, te lo juro!
Copley no contestó. Su aspecto era entre inquieto y resignado. Wade miró a Priscille, que desvió la mirada.
—Pero… ¿cómo salí, qué., qué hice…? ¡No es posible! Escucha, lo tengo todo anotado ahí, hora por hora… ¡No he podido inventarme todo eso, y además recuerdo perfectamente que cada hora me decía a mí mismo que todo iba bien, que no había problema alguno…!
—Wade: todas las personas afectadas del lapsus del tiempo muerto dicen lo mismo. ¿Quieres que te preste un par de volúmenes que explican varios casos y todo lo relacionado con el tiempo muerto? Los puedes leer siempre que quieras, cualquiera los puede entender. Puedes llevártelos a casa si quieres, los lees, y esta tarde nos vemos.
Wade movió negativamente la cabeza. Sabía que no valía la pena molestarse. Orson nunca había sido embustero, y todavía menos, tonto.
—No recuerdo nada de eso —susurró—. En cambio, recuerdo perfectamente lo que sí creo que estuve haciendo en casa. No recuerdo haber salido, y sí haber estado en casa. ¿Cómo se explica eso?
—Lo normal es que pretendas engañarte incluso a ti mismo.
Wade volvió a mirar las fotografías. Allá estaba él, saliendo del edificio. No había la menor duda. Luego se le veía de perfil, alejándose en dirección opuesta al bar de Percy. Luego cerca de la esquina. Finalmente, en la cuarta fotografía, doblando la esquina.
—Dios mío… ¿Qué podemos hacer, Orson?
Copley hizo un gesto ambiguo, y apretó los labios un instante.
—Bueno, vamos a intentar vencer eso, Wade, naturalmente.
—Pero… ¿cómo? Y… ¿qué puede ocurrir mientras tanto, qué puedo hacer…, qué estuve haciendo anoche por ahí, no sé por dónde, durante tres horas y media?
Melissa Pitts entró en el garaje anexo a su casa ya sin cuidado alguno. Por la mañana, su madre había encontrado forzada la puerta de atrás, la que daba al jardín directamente, y eso les había alarmado a todos en el sentido de que un ladrón había estado haciendo de las suyas durante la noche.
Sin embargo, no habían echado a faltar nada. Al menos, nada que fuese importante. Estaban allí los tres coches, las herramientas en su sitio, todo en orden. La conclusión a que llegaron todos fue que el ladrón se había asustado por algo y había huido sin haber tenido tiempo a nada. Ni siquiera habían avisado a la policía, no valía la pena.
Así que, ya no solo tranquila, sino incluso olvidada del pequeño incidente, Melissa Pitts sorteó el coche grande, llegó junto al suyo, abrió la portezuela, y se sentó ante el volante, absorta, con movimientos mecánicos. Iba pensando en visitar a Wade Rittman de nuevo para decirle…
Todo el salpicadero del coche estaba lleno de manchas.
Grandes manchas oscuras, como enormes gotas caídas de gran altura, reventadas por el fuerte impacto. Lo cual era absurdo, por supuesto. Pero esa fue la impresión que le produjeron aquellas enormes gotas.
Grandes, enormes gotas, manchurrones de algo oscuro.
Todavía como ausente, extendió una mano y tocó las manchas.
Algunas de ellas todavía tenían un tacto líquido, las más grandes y abundantes. Las más pequeñas parecieron como tierra seca o algo así. Pero las más grandes todavía conservaban una cierta fluidez, una cierta liquidez.
Y el color oscuro parecía rojo. Sí, rojo. Un rojo denso, oscuro, pero rojo…
Como de sangre.
Se frotó la yema de un dedo contra la del otro. El contacto era viscoso.
Todavía desconcertada, alzó la mirada, que fue a parar casualmente al espejo retrovisor. Entonces vio que había algo en el asiento de atrás. Y, al mismo tiempo, se daba cuenta, ya plenamente consciente de ella y de sus actos, de que se había sentado encima de algo.
Metió la mano bajo ella. Agarró lo que había en el asiento y lo retiró. Lo miró.
Era una cabeza de gato con los ojos reventados.
Ella, Melissa Pitts, estaba sosteniendo ante sus ojos una cabeza de gato con los ojos reventados, convertidos en dos horrendos cráteres diminutos por donde había brotado la sangre y quedaba ahora algo parecido a lava seca y amarillenta.
Una gruesa y densa gota de sangre se desprendió lentamente de la base, del cuello del gato, y cayó, sobre la falda de Melissa, que la miró. Como si estuviera siendo presa de una parálisis progresiva, Melissa apartó el brazo hacia el otro asiento, y dejó caer en este la cabeza del gato, que rebotó sobre un montón de vísceras.
El grito parecía haberse convertido en un enorme nudo tangible en la garganta de Melissa Pitts. Un nudo brutal, que se había estancado allí, que no podía deshacerse, ni subir, ni bajar. Contemplaba con los ojos desorbitados las vísceras del gato, esparcidas por el asiento contiguo al suyo. Las largas tripas, el corazón, el hígado.
Estaba paralizada por el asco, las náuseas y el espanto, pero al mismo tiempo escalofriantemente consciente ahora de lo qué estaba haciendo. Incluso recordó que había visto algo en el asiento de atrás, algo que no debía estar allí, algo que le había llamado la atención.
Sintiendo como si cada articulación fuese de hielo y se hubiera de romper al moverse ella, fue girando, hasta poder ver lo que había en el asiento de atrás. Era el cuerpo del gato, a medio despellejar, y como aplastado, como si desde lo alto le hubiera caído en la columna vertebral, una tonelada de acero.
El techo del automóvil, bellamente tapizado de blanco, estaba lleno de manchurrones de sangre. Se veían señales de unas manos que habían dejado alargadas estrías de los dedos e incluso de la palma completa, como si hubieran querido componer un cuadro extraordinario. Pavorosamente extraordinario. Y lo habían conseguido.
El grito estaba ya en los labios de Melissa cuando su madre se asomó al interior del coche tras abrir la portezuela del otro lado.
—¿No me oyes? —protestó—. ¡Te llaman al tel…! ¡Dios mío!
El grito comenzó a brotar de los labios de Melissa Pitts. Pero ya no gritó sola: su madre la acompañó, en una escala musical tremolante, aguda, plena de palpitantes vibraciones…
* * *
A otro lado del teléfono, Orson Copley se impacientaba. Sentado frente a él, Wade Rittman le contemplaba sobriamente, alternando la visión de su amigo con la contemplación de las fotografías que este le había tomado la noche anterior.
¿Adónde había ido, qué había hecho? Había estado fuera de su apartamento tres horas y media… Pero ¿dónde, con quién, qué había estado haciendo?
—Algo está, pasando… —dijo Copley, al límite de la paciencia—. Me han dicho que iban a buscar a Melissa Pitts, pero por el tiempo que llevo esperando deben haber ido a buscarla al Polo Sur. Lo mejor será que vaya personalmente a hablar con ella.
Colgó el auricular del teléfono y se puso en pie. Wade le imitó rápidamente, guardándose las fotografías en un bolsillo de la chaqueta, y diciendo:
—Yo voy contigo.
—Tal vez sería mejor que no, Wade.
—¿Por qué? Te aseguro que no te he mentido en nada referente a la señora Pitts.
—No he querido decir eso. Sé que no me has mentido…, al menos, conscientemente. Pero dadas las circunstancias, Wade…, ¿te sorprenderías mucho que hubieras ido a verla a ella durante el tiempo muerto de esta noche?
—No —tragó saliva—, no me sorprendería nada. Estoy loco por ella, Orson.
—No me parece una expresión muy afortunada, francamente, Wade… —gruñó Copley—. ¡Maldita sea, debiste acostarte con ella por la tarde cuando te visitó, y así yo estaría ahora más tranquilo! Bueno no perdamos más tiempo conversando. ¡Vamos allá!
Llegaron en poco más de diez minutos, y, todavía a más de cien yardas, divisaron los dos coches de policía y la multitud de curiosos, frente a una de las casa; todo mucho más insólito considerando que aquella zona de la ciudad era de las más tranquilas.
—¡Oh, no! —gimió Wade.
—¿Es en la casa de ella? —murmuró Copley.
—Sí… Algo ha ocurrido.
—Pues lo que sea que haya ocurrido ha tenido que ser después de que yo llamara por teléfono, así que no te preocupes. Cuando yo he llamado me han dicho que creían que sí estaba en la casa, que esperase un momento…
—Y han encontrado algo que les ha hecho olvidarse de que tú esperabas al teléfono.
—Sí… Eso parece. Tranquilízate.
Copley detuvo el coche lo más cerca posible de la casa de Melissa, se apearon ambos, y se dirigieron hacia la casa. Uno de los policías de uniforme les impidió la entrada, moviendo negativamente la cabeza cuando Wade dijo que era amigo de la señora Pitts, haciendo lo mismo cuando Wade preguntó qué ocurría, y titubeando cuando Copley le dijo que era médico psiquiatra y que si precisaban sus servicios para cualquier cosa los prestaría con muchísimo gusto.
—Esperen un momento, por favor.
El policía entró en la casa. Salió un par de minutos más tarde, acompañado de un hombre de paisano que se le acercó a ellos contemplándolos atentamente, en especial a Copley.
—Soy el teniente Carroll —se presentó—. Estamos esperando personal adecuado para atender esto, pero no vemos inconveniente en aceptar por el momento su amable ofrecimiento, doctor…
—Copley: Orson Copley. Mi amigo, el señor Rittman, me acompaña.
—Sí, entiendo —sonrió Carroll—. Vengan conmigo, por favor.