Capítulo V

—¿ESO es todo? —preguntó Copley cuando Wade dejó de hablar.

—Sí, todo. ¿Qué crees que puede ser todo esto, Orson?

Copley quedó silencioso, con la mirada perdida, como si los gruesos cristales de sus gafas la difuminaba. Eran unos ojos pavorosos, unos ojos enormes y fotográficos.

—¿Tienes enemigos? —preguntó de pronto el psiquiatra.

—¿Enemigos? ¿Yo? ¡Claro que no! Es decir, creo que no. Vaya, Orson, me conoces, nunca he hecho mal a nadie.

—Premeditadamente estoy seguro de que no —asintió Copley—. Pero a veces se hacen cosas malas sin querer, Wade.

—Que yo sepa no he hecho mal alguno a nadie. Pero claro, si te pones en ese plan tengo que admitir que haya podido pisarle a alguien el pie o le haya empujado en la cola para comprar el chicle.

—Tus bromas no van a ayudarnos para nada, ¿sabes?

—Bueno, de acuerdo, pero si esperas que yo recuerde haberle hecho algún mal a alguien estás perdiendo el tiempo. Ahora, si se trata de que sin querer he lastimado u ofendido a alguien, pues podría ser, supongo. Pero ni idea, vamos. De todos modos, ¿qué es lo que quieres decir? ¿Que para vengarse de mí alguien ha hecho todo eso, para asustarme o descentrarme?

—En todos estos años que no nos hemos visto me he dedicado a estudiar cosas que, como mínimo, te sorprenderían mucho, Wade. Digamos que me he interesado por ellas como… ampliación de mis estudios científicos. Te estoy hablando de magia, brujería, hechizos…, cosas de esas. Y no te rías, ¿de acuerdo?

—No me río —encogió los hombros Wade.

—Bien. Como ya veo que no recuerdas haber hecho mal a nadie, cosa que no me sorprende de ti, intentémoslo por otro lado: ¿cómo te va el trabajo, qué rivales o compañeros o colegas tienes? Y respecto a la vida privada, o amorosa, ¿qué me dices de ella? ¿Algún hombre se ha quedado plantado porque le has quitado a su novia, te has acostado con la mujer de alguien que físicamente no tenga la menor oportunidad de vengarse de ti? Ya me entiendes.

—Pues no sé… Que yo sepa no hay nada de eso, pero quizá si me detengo a reflexionar sobre ello encuentre… alguna cosa. ¡Maldita sea, Orson, no me vengas con eso de que me han echado maldiciones o hechizos! ¡Ya somos mayorcitos! Estoy seguro de que tiene que haber otra explicación, mucho más razonable.

—Precisamente, yo preferiría que fuese lo otro, lo de las maldiciones y hechizos.

—¿Qué quieres decir?

—Contra hechizos de cualquier clase se pueden buscar antídotos, y te aseguro que actualmente sé bastante de esas cosas. Pero contra lo otro…

Movió la cabeza. Ahora era Wade quien miraba a su amigo con los ojos muy abiertos.

—¿Qué es lo otro? —murmuró.

—¿Estás seguro de no recordar nada sobre la decapitación de la rata? ¿No quieres tomarte unos días para esforzarte en recuperar algún recuerdo?

—Creo que aunque me amenazaran de muerte no recordaría haber cazado una rata, haberle cortado la cabeza, y haber metido esta en una botella de leche. Tampoco el cuerpo en un bolsillo de mi chaqueta.

—Y naturalmente, insistes en que no fuiste tú quien llamaste a esa tienda de artículos de broma pidiendo que enviaran a tu nombre al bar de Percy esa cabeza de plástico.

—No, no fui yo. Al menos, no lo recuerdo, de ninguna manera. Además, el señor Kenshaw no estaba muy seguro de que la voz que hizo el pedido y la mía eran la misma.

—Las voces cambian un poco por teléfono. Hagamos una cosa: ¿por qué no llamas a esa tienda desde aquí, hablas con ese hombre, y le preguntas si ahora reconoce tu voz como la que hizo el pedido de la cabeza?

—Orson, yo no llamé.

—Escucha, si soy tu psiquiatra harás lo que yo te diga. Si no, me alegro de haberte visto y hasta otra. ¿De acuerdo?

—Está bien —farfulló Wade—, llamaré al señor Kenshaw.

Cuatro minutos más tarde, Wade Rittman colgaba lentamente el auricular del teléfono sobre la mesa de Copley, permanecía unos segundos como ausente del mundo, y, por fin, miró a su amigo. Este no le dio tiempo a decir nada.

—Ya he entendido que el señor Kenshaw ha reconocido tu voz.

—Alguien pudo… imitarla.

—Cierto —parpadeó lentamente Copley—, en cuyo caso estamos metiéndonos de lleno en algún caso retorcido de magia y brujería. Pero si partimos de la base que no tienes enemigos… ¿quieres que te diga la verdad, Wade?

—Naturalmente.

—Bien, podría tratarse de un caso de… tiempo muerto. Lo explicaré brevemente: tiempo muerto es aquel en la vida de una persona que no puede ser recordado por esa persona. ¿Nunca habías tenido alguna pequeña experiencia en ese sentido? ¿Nunca te había ocurrido que hacías algo sin darte cuenta?

—Claro que no.

—No tan claro —movió la calva cabezota el psiquiatra—. Eso puede ocurrirnos a todos, en mayor o menor escala. A veces se hacen cosas por inercia, por costumbre, y uno ni siquiera se da cuenta… Por ejemplo, si tú vas al lavabo a hacer tus deposiciones, es lógico que al terminar aprietes el botón del agua. Esto lo haces ya tan maquinalmente que si alguien te preguntase si lo habías hecho te sorprenderías, y dirías que sí; sin embargo, uno se olvida a veces de hacerlo y las más de las veces lo hace sin poner en ello una atención consciente. ¿Me comprendes?

—Claro. Pero una cosa es apretar un botón y otra cosa es cazar ratas para, cortarles el cuello. De eso me acordaría. Y además, ¿qué me dices de la cabeza goteante? ¿Para qué demonios me envié eso a mí mismo?

—No lo sé… todavía.

—¿Pero estás dispuesto a tratarme como si yo hubiera hecho todo esto?

—Mira, Wade, el tiempo muerto existe. Estas cosas pueden ocurrirle a una o dos personas entre un millón, pero ocurre. Si vas a tomar esto como algo personalmente contra mí, dejémoslo.

—¿Qué sugieres que haga?

—No te va a gustar, aunque se trate solamente de una prueba.

—Tú dilo, y ya veremos.

—Tienes que quedarte en tu apartamento durante veinticuatro horas seguidas, sin salir para nada, y cada hora ir apuntando lo que estés haciendo. Sin chistes: ya sé que si estás durmiendo no podrás apuntar eso. Pero mientras estés despierto cada hora apuntas lo que haces o has estado haciendo. Todo, Wade, absolutamente todo.

—¿Si voy al retrete también? —intentó bromear Wade.

—Ya veo que te lo tomas a broma.

—Todo eso del tiempo muerto me parece una tontería. Siempre he sabido lo que me hacía y cómo y cuándo lo hacía.

—Bueno, en ese caso no necesitas mis servicios. Me alegro por ti. Adiós, Wade, ha sido un plac…

—¡Coño, ya! —se enfadó Wade Rittman—… ¡Maldita sea, reconoce que es una tontería eso de que yo tenga tiempos muertos y me dedique a ir matando y decapitando ratas por ahí!

—A mí, el hecho de que vayas matando ratas me tiene completamente sin cuidado. Hay muchas ratas.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que se pueden hacer otras cosas, aparte de matar ratas, durante los tiempos muertos.

Wade parpadeó. Se pasó la lengua por los labios. Se sentía obsesionado por los ojos de lechuza de su viejo amigo. Los tiempos muertos… ¿Qué otras cosas se podían hacer? Lógicamente, se podían hacer cualquier, cosa. Por ejemplo, abusar de una mujer dormida. Pero él no lo había hecho, estaba seguro; había querido gastarle una broma a Melissa, claro está. Sin embargo, ella lo había aceptado. ¿No era una tontería? Una mujer tiene que saber cuándo eso ha ocurrido realmente. Siempre hay indicios. Y Melissa Pitts lo había aceptado. Entonces… ¿él lo había hecho? ¿Había cometido tan abominable acto con una durmiente?

¿Y qué otras cosas podría hacer?

—De acuerdo —murmuró—. ¿Cuando empiezo?

—Ahora —dijo Orson Cople, mirando su reloj.

* * *

Hacia las seis de la tarde sonó la llamada a la puerta del apartamento, y, tras titubear, Wade se acercó, y preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo, Wade, abre —reconoció en el acto la voz de ella.

—¿Y quién es yo? —gruñó.

—¡Haz el favor de abrir la puerta! —sonó enfadada la voz de Melissa.

—¿Vienes sola?

—¡Wade, abre!

Abrió. Melissa parecía realmente enfadada. Estaba más encantadora que nunca. Entró, cerró la puerta, y dijo:

—¿Se puede saber por qué no contestas al teléfono? ¡Creía que no estabas en casa!

—Pues si creías que no estaba en casa no entiendo por qué has venido —gruñó él.

—¡He venido porque se me ocurrió que podía haberte ocurrido algo!

—¿A mí? ¿Por qué? ¿Qué podía haberme ocurrido?

—Pues no lo sé… —se turbó ella—. ¡Cualquier cosa!

—Pues no me pasa nada. Adiós, señora Pitts.

—¿Estás solo?

—Sí, estoy solo y muy ocupado.

Ella se quedó mirándolo largamente. Luego, sorprendiéndolo, se coló hacia el interior del apartamento. Wade salió a su persecución, pero ella llegó antes que él al dormitorio, al que echó un vistazo. La tormenta que se había gestado en su rostro desapareció.

—¡Pero bueno…! —bufó Wade—, ¿se puede saber qué significa esto?

—Significa que al verte en batín me pareció que estabas mintiendo.

—Bueno, ¿y qué, si te hubiera mentido? No tengo que darte cuenta de mi vida, ¿sabes? En primer lugar, yo soy soltero, así que puedo hacer lo que me dé la gana. Y en segundo lugar tú estás casada, así que aquí no tienes nada que hacer.

—Bu… bueno, yo… yo pensé… pensé que puesto que anoche… Me pareció que puesto que anoche ocurrieron las cosas de un modo… absurdo, tal vez podríamos… realizar la experiencia de un modo… adecuado.

—Realizar la experiencia. ¿Quieres, decir acostarnos juntos sin intervención del champán?

—Se me había ocurrido —sonrió Melissa.

—¿Se ha muerto tu marido?

—¡Claro que no! —respingó ella.

—¿Vas a divorciarte de él, entonces?

—¿Quieres tú que me divorcie? A mí me parecería una tontería, porque él tiene bastante dinero… No sé si me comprendes.

La tormenta apareció ahora en el rostro de Wade Rittman. De repente, asió a Melissa por un brazo, tiró de ella, la llevó al vestíbulo, abrió la puerta del apartamento, y la sacó de este de un último tirón.

—Adiós, mala pécora —gruñó.

—¡Wade! —exclamó ella sofocadísima—. ¡Creí que te gustaba!

—Me gustas a morir —masculló el dibujante—. A lo mejor hasta sería capaz de matar por ti, pero ¿sabes?, ¡nunca me gustaron las cerdadas!

Retrocedió y cerró la puerta, dejando a Melissa Pitts con la boca y los ojos muy abiertos, en el centro del pasillo. Wade estuvo escuchando tras la puerta hasta oír las pisadas de ella alejándose por el pasillo, primero despacio, como vacilante, y luego caminando con decisión.

«Esto debo haberlo hecho en un tiempo muerto —reflexionó Wade—, porque es imposible que lo haya hecho en un tiempo vivo. ¡No soy tan idiota!».

Regresó, al estudio, contempló el trabajo que estaba realizando, y luego el bloc que tenía al lado, y en cual, cada hora desde que había regresado del consultorio de Orson Copley iba anotando lo que hacía. Miró, su reloj, asintió, y se puso a escribir en el bloc:

«Son las seis y diez de la tarde. Melissa Pitts ha venido a proponerme que hagamos el amor, y la he echado del apartamento. Voy empeorando: ahora soy el tonto más gilipollas del universo. Paciencia».

Poco después, con un esfuerzo de voluntad, se aplicaba de nuevo al trabajo… Había decidido pasarse la noche despierto, trabajando. Esto le iría bien por dos motivos. Uno: se quitaría de encima el trabajo atrasado. Dos: podría anotar cada hora lo que hacía, estaría seguro de que hallaba despierto y haciendo lo que creía hacer. Y ello porque había llegado a preguntarse si era sonámbulo.

Pronto lo sabría.