Capítulo IV

CUANDO detuvo el coche delante de la tienda llamada Jesting Aside, Wade Rittman estaba de un humor pésimo. Cualquiera que hubiera visto su cara en aquella hermosa mañana habría pensado que se proponía matar a alguien.

Y es que no había para menos. Se le había dormido en brazos la tía más buena del universo mundo, ¿y qué había hecho él? Pues, la había colocado en la cama como si fuese una niña y él se había ido a dormir al sofá. Para matarse a bofetadas, vamos. Y encima, aquella mañana, cuando la fue a ver antes de escaparse de su apartamento, ella estaba todavía más guapa que por la noche, retorcido el juvenil cuerpo con las sábanas, la cabellera convertida en una hoguera de locura, los pechos sonrosados y…

Sacudió la cabeza. Bueno, qué demonios, había hecho bien en largarse. Cuando ella despertase que se las arreglase como pudiera. Que fuese ella quien llamara a su casa, y que intentase convencer al abuelo de la pipa. Que no lo convencería, claro. O sea, que el abuelo de la pipa creería hasta la muerte que aquella noche él se había regalado con su esposa.

«Toma; y yo también lo creería. ¡Seré imbécil!», pensó.

Salió del coche y entró en la tienda llevando en una mano el envoltorio que contenía la caja con la cabeza goteante. Desde detrás del mostrador un sujeto menudo, melenudo y con cara de sátiro le contemplaba como si le estuviera viendo algo gracioso.

Wade colocó el paquete sobre el mostrador, y preguntó:

—¿Quiere que le parta la cara?

—No, señor —respingó el hombre.

—¡Pues escupa esa mierda de sonrisa que tiene en ella! ¿Okay?

—Solo… pretendía ser amable y desearle buenos días, señor.

—¿De veras?

—Se lo juro. ¡Oh, bueno, usted debe ser uno de los buenos bromistas de la ciudad…! ¿A que sí?

—¿A que no, so capullo? —gruñó Wade; desenvolvió el paquete y dejó abierta la caja y visible la cabeza dentro de ella—. Creo que esto fue vendido aquí.

—Sin duda, señor.

—¿A quién? ¿Podríamos saberlo?

El sujeto, que iba poniendo cara de preocupación ante el evidente mal talante de Wade, alzó la caja que contenía la cabeza, miró la base, vio la etiqueta en la que Wade no había reparado, y dijo:

—Sí, porque fue pedida por teléfono. Y además, la llevé yo mismo. La madre de mi ayudante hace unos días que está enferma, y tengo que hacerlo todo yo solo.

—Ya. ¿Adónde la llevó usted?

El nombre sacó una libreta de un estante de debajo del mostrador, la abrió, y leyó precisamente la última anotación:

—Al bar de un tal Percy; 885, Euclid Avenue, a nombre de un tal señor Wade Rittman.

—Muy bien. Pero… ¿por qué la llevó usted?

—Me la pidieron por teléfono. Me dijeron que me enviarían el cheque por correo, que se trataba de una broma urgente, para anoche mismo. Bueno, no es que yo sea un ingenuo, pero total, estropearle a unos muchachos la broma por no fiarme de ellos. Además, solo vale cuarenta y nueve noventa. No es ninguna fortuna, ¿verdad?

—No. ¿Quién la compró?

—Ya le digo: el señor Wade Rittman. ¿Es usted de la policía, pasó algo… chocante?

Wade miraba atónito al hombre de risa latente. Le parecía estar en un insólito mundo de fantasía rodeado de caretas, artículos de broma, globos, farolillos chinos, cometas, petardos, cohetes… La tienda era el sitio más curioso en que Wade había estado jamás, y normalmente se habría divertido mucho echando un vistazo. Pero ahora estaba embotado.

—¿El señor Rittman le compró esto por teléfono? —murmuró por fin.

—Así es.

—¿Y cómo sabe usted que era el señor Rittman?

—¡Toma, porque él me lo dijo!

—Claro. Le dijo que era Wade Rittman, ¿eh?

—Exacto.

—¿Qué voz tenía? ¿Como la mía?

—Pues no lo recuerdo muy bien… Bueno, más o menos. Oiga, ¿ha ocurrido algo que lamentar? Mire, yo fui allá, vi al camarero ocupado, y dejé el paquete. Es que me estaban esperando, ¿sabe? Normalmente no llevo recados pero me sabía mal aguarle la fiesta a nadie. Yo vivo de la gente que compra estas cosas, de la gente con sentido del humor… ¿Hice algo mal?

—No… —susurró Wade—. No, señor, al contrario, es usted una buena persona, señor…, señor…

—Kenshaw.

—Señor Kenshaw. Bien, ha dicho usted cuarenta y nueve noventa, ¿no es así? Cóbrese.

Colocó tres billetes de veinte dólares sobre el mostrador. El propietario de Bromas Aparte negó con la cabeza.

—No, no, el señor Rittman me enviará un cheque, seguro.

—No se lo enviará, créame. ¿A qué ahora le llamó el señor Rittman?

—Déjeme recordar… Serían más o menos las cuatro y media de la tarde… Sí, sobre las cuatro y media.

Wade reflexionó calmadamente. A las cuatro y media de la tarde él estaba en su apartamento, seguro. Segurísimo. Pero… ¿qué estaba haciendo? Hasta entonces, si le hubieran preguntado, habría dicho que había estado trabajando, más que nada para olvidar el incidente matutino de la rata y la señora Pitts. Sí, habría jurado que había pasado la tarde trabajando…

—¿Señor? ¡Señor!

Se sobresaltó. El hombrecillo estaba frente a él, tendiéndole el cambio, y le miraba visiblemente preocupado; casi asustado.

—¿Eh? —musitó Wade.

—Su cambio, señor. ¿Es usted amigo del señor Rittman?

—Sí… Sí, muy amigo. Gracias por todo, señor Kenshaw.

Se guardó el cambio, recompuso el paquete con la caja y la cabeza, y salió de la tienda. Se dio de manos a boca con Melissa, que llegaba corriendo, y que exclamó:

—¡No has debido hacerme esto!

—Oye, que no te hice nada —gruñó Wade—. Todo te lo hiciste tú, y luego te quedaste dormida como una marmota.

—Pero si no hablo de eso. ¡Me refiero a lo de marcharte sin despertarme! ¡Yo quería venir contigo aquí!

—Pues ya ves. Oye, ¿y cómo sabías que había venido aquí?

—Era de suponer. ¿Qué has podido saber?

—¿Has llamado a tu casa? —gruñó Wade, abriéndole la portezuela del coche.

—Sí, ya está todo arreglado.

Ella se metió en el coche. Wade se quedó de piedra. Cerró la portezuela, se sentó ante el asiento, y arrancó. Miró a Melissa.

—De modo que ya está todo arreglado, ¿eh?

—Sí, Llamé a mi marido en cuanto me desperté, y le dije lo que había ocurrido. Se hizo cargo. Me espera para almorzar juntos.

—Te espera para almorzar juntos… —nadaba en asombro Wade—. ¿Armado o desarmado?

—¡No seas tonto! —rio Melissa—. ¡Le he dicho que no había nada que debiera preocuparle, y ya está!

—Estabas trompa como un lagarto fumador —gruñó Wade—: ¿cómo sabías que no había pasado nada entré tú y yo?

—Acabas de decirme que no me hiciste nada.

—Puedo estar mintiendo.

—Claro que no.

—¿Estás segura? —sonrió perversamente Wade—. Puedo estar mintiéndote en esto y en alguna otra cosa.

—No lo creo… No. Claro que no. No lo hiciste, ¿verdad? No creo que lo hicieses. Claro que no. No, ¿verdad?

—Lo hice. Gocé como nunca de la vida. Ya te dije que estás de muerte. ¿Qué podías esperar? ¿Que me comportase como un tonto?

—¡Nunca creí que una persona como tú pudiera hacer una cosa semejante, aprovecharse de una pobre muchacha embriagada! —protestó casi a punto de llorar Melissa.

—Pues ya ves. Y ahora… ¿qué hacemos? Supongo que no querrás saber nada más de mí, después de que anoche te usé a mi gusto y antojo. ¡Y cómo te usé, caray…!

—¡Wade! ¡Para el coche! ¡Para o me tiro en marcha!

—Te dejaré en una parada de taxis. Aunque si quieres te dejo en tu casa. Supongo que tu marido no estará a estas horas, y podríamos… reanudar la sesión sexual de un modo más satisfactorio para ambos, no para mí solo.

—¡Eres repugnantemente abominable!

—Repugnantemente abominable —se pasmó Wade—. Y tú eres muy expresiva, cariño. Bueno, decídete: ¿te dejo en una parada de taxis, aquí mismo, o en tu casa?

—¡Aquí mismo…! Un momento… —Melissa pareció regresar a la realidad—. ¡Todavía no me has dicho qué ha pasado en la tienda!

—No he averiguado nada en absoluto. Bien, ya puedes apearte aquí mismo… —Wade había abierto la portezuela derecha casi echado encima del regazo de Melissa, que lo empujó enfadada al parecer—. Hasta la vista, señora Pitts. Y gracias por tus suculentas carnes.

Melissa Pitts se quedó mirándolo fijamente durante unos segundos, ya incorporado Wade. De pronto, sin decir una sola palabra más, salió del coche y se alejó en dirección opuesta a la de la marcha que llevaba Wade.

Media hora más tarde, este localizaba en un listín telefónico la dirección actual de su amigo Orson Copley. Es decir, confiaba en que Orson Copley continuara siendo amigo suyo, pese a todo. La verdad era que no se había portado muy bien con Orson, no solo en la universidad, donde lo había hecho objeto de su indiferencia, sino después, cuando al terminar ambos su permanencia en la universidad, él dijo que prefería dedicarse al dibujo, lo que hizo con plena dedicación…, mientras el sesudo y siempre formal de Orson se lanzaba a su carrera de médico psiquiatra con todo entusiasmo. Es decir, así lo suponía, porque la verdad era que en más de cinco años no había visto a Copley. Ni siquiera se había acordado de él, esa era la verdad.

Entonces… ¿por qué de pronto se había acordado de Orson Copley?

Eran casi las once de la mañana cuando Wade entraba en el consultorio profesional de Orson Copley, donde fue recibido por una enfermera alta, rubia, espléndida, joven, preciosa, qué le dejó atónito. Aunque no era propiamente una enfermera, sino la ayudante y secretaria del doctor Copley, como se presentó ella misma ante la insistencia de Wade por ver cuanto antes al viejo Orson.

—Ya le he dicho, señor, que el doctor Copley está muy ocupado —insistió al borde de la irritación la encantadora rubia—. Dudo que pueda recibirle a usted hoy, pero si me dice su nombre y teléfono le pondré en la lista para…

—Está bien —gruñó Wade—, quería darle una sorpresa a Orson, pero ya comprendo que usted quiere estropearla. Dígale que Wade Rittman está aquí y quiere verlo inmediatamente. ¡Vamos, dígaselo, o le doy a usted un beso en el hociquito que se le van a borrar las pecas!

—Yo no tengo pecas, señor.

—Pues entonces le saldrán pecas. Oiga, usted no entiende: Oscar y yo somos amigos, y si usted le dice que Wade está aquí me recibirá. Es así de simple, bellísima.

—Sea tan amable de esperar unos minutos.

—De acuerdo —suspiró Wade—, seré amable.

Se sentó. La muchacha desapareció. Reapareció casi cinco minutos más tarde, mirándolo de modo diferente, casi sonriente.

—Sea tan amable de seguirme, señor Rittman.

—Seré tan amable de seguirla —dijo Wade, cansadamente.

Se había convencido ya de que mientras él todavía no había conseguido el gran triunfo, Orson sí lo había conseguido. Así es la vida: en la universidad él había sido el brillante, el guapo, el listo, el triunfador, pero ahora, en la vida, él todavía no había pasado de ser «uno de los mejores dibujantes», y en cambio Orson tenía un consultorio que hablaba por sí solo. En fin…

—Le he hecho esperar —explicó la rubia— porque el doctor Copley estaba atendiendo una paciente, y no podía dejarla a medias. Pero me advirtió que le hiciera pasar, colándolo por este pasillo, en cuanto se fuera la clienta.

—Usted también es amable —dijo Wade—. ¿Cómo se llama?

—Priscille. Priscille Penfield. Es aquí.

Le abrió la puerta, Wade sonrió en agradecimiento a su mediación, y entró en el amplio y lujoso despacho. Era impresionante. Al fondo Orson Copley, con los brazos abiertos. Al verlo, Wade tuvo que hacer un esfuerzo para contener la sonrisa de guasa. ¿Qué se había dicho siempre de Orson en la universidad…? Ah, sí: que tenía menos gracia que un pez en una jaula. Medía poco más de metro sesenta, ahora todavía era más gordito, sonrosado, se estaba quedando calvo como un melón, y sus grandes ojos parecían más que nunca de lechuza fascinada.

—¡Wade! ¡No puedo creerlo, muchacho! —Orson Copley comenzó a abrazarlo y manosearlo—. ¡Cuándo Priscille me ha dado tu nombre he creído que me estaba gastando una broma!

—Pues ya ves que no… —correspondió aunque con escaso entusiasmo Wade a los abrazos y manoseos—. ¡Oye, se ve que te va divinamente!

—No puedo quejarme… —Copley le soltó, le miró y remiró frotándose las manos y riendo—. ¡Demonios, qué alegría verte, muchacho! ¡No pasa día que no te recuerde!

—¿De veras? —se sorprendió no poco Wade.

—Hombre, es un decir —rio Copley—, pero te recuerdo con muchísima frecuencia. Siempre fuimos buenos amigos, ¿no es cierto? Eso, que de cuando en cuando me hicieras alguna putada y no te hayas acordado de mí en mucho tiempo. Pero bueno, ya te has acordado, que es lo bueno. Sé que estás triunfando con tus dibujos.

—¿Triunfando? —rio Wade—. ¡Tú eres el más amable de todos en este lugar, Orson!

—¿Qué quieres decir? ¿No te va bien?

—Sí, sí, hombre, eso sí. Tranquilo, no vengo a darte un sablazo.

—No me importaría —parpadeó el renacuajo con los ojos de lechuza fascinada—, pero me alegra que todo te vaya bien. Escucha, hagamos una cosa: yo tengo todavía dos visitas más, pero si me esperas nos vamos por ahí a almorzar y cancelo las visitas de esta tarde para…

—Bueno…, la verdad es que me gustaría hablar contigo en el terreno profesional, Orson.

—¿Vienes a hablarme de dibujos? —se pasmó el menudo psiquiatra.

—No. Vengo a que tú me hables de psiquiatría.

Orson se quedó mirando fijamente a Wade. Por fin asintió, fue a sentarse tras su mesa, y se colocó unos lentes de gruesos cristales y enorme montura, que le hicieron parecer más que nunca una lechuza. El tamaño de los ojos parecía haber aumentado al doble, y permanecían fijos, hieráticos.

—De modo —susurró— que no te has acordado de mí como amigo; sino que andas en busca de un psiquiatra.

—Bueno, tampoco es así, caray —masculló Wade, sentándose frente a él al otro lado de la mesa—. Simplemente, de pronto, pensé en ti, te recordé no sé por qué, y pensé que quizá podrías ayudarme en una pequeña tontería que me está ocurriendo.

Orson miró su reloj de pulsera, efectuó cálculos mentales de tiempo, y dijo:

—Tengo dos visitas esperando que hace más de tres semanas pidieron hora. Luego había pensado salir a almorzar con Priscille, pero tratándose de ti te atenderé con esas dos visitas. Eso, si dispones de tiempo para esperar.

—Coño, no veo por qué tienes que enfadarte, Orson.

—No estoy enfadado. Solo decepcionado. Por el amigo habría hecho cualquier cosa, pero puesto que has venido en busca del profesional tendrás que esperar tu turno. Lo comprendes, ¿no es cierto?

—Desde luego —murmuró Wade—. Y esperaré. Gracias, Orson.