UN minuto más tarde ambos estaban fumando dentro del coche. Wade miraba de reojo a la muchacha, fascinado por el perfil de su rostro y su busto; la línea de la garganta era deliciosa. Ella olía a algo que él no sabía definir. Era un perfume suave como con esencias de piel. De piel joven, fresca limpia y cálida.
—¿A qué se dedica su marido? —murmuró Wade.
—Mire, señor Rittman, no me gusta que me traten como a una tonta o como a una muñeca. Usted hizo algo esta mañana, y parecía muy convencido y dispuesto a todo. Y yo, si usted lo recuerda y quiera admitirlo, me puse de parte de usted, ¿cierto?
—Sí, cierto, pero…
—Ahora viene usted, me dice que lo olvide todo, y ya está. O sea, que yo no merezco una explicación. ¿Es eso?
—No, no es eso —rechazó Wade, volviéndose para mirarla a sus anchas—. Si no le digo nada más es para evitarle molestias, créame. Le aseguro que saber lo que ocurre le causará como mínimo, perturbaciones… desagradables. Sobre todo, después de cenar.
Ella también se había vuelto hacia él, y le miraba fijamente. Por fin dijo, secamente:
—Gracias por el cigarrillo, señor Rittman.
Hizo un gesto para volverse y salir del coche. La mano de Wade fue veloz como la cabeza de una cobra, y asió a la muchacha por un brazo. Bajo la fina tela percibió la densidad de la carne tibia.
—Espere… Si quiere se lo digo, pero… allá usted.
—Dígamelo.
—Es que encontré hace un rato el cuerpo de la rata. Estaba en un bolsillo de mi chaqueta… No de esta; de otra chaqueta. Y no creo que debamos culpar de eso a la empresa envasadora o a la fabricante de productos lácteos. En fin, no podemos culpar a nadie.
Ella le miraba cada vez con más atención en la penumbra del coche. Su mirada parecía saltar de uno a otro ojo de Wade. No parecía haberse impresionado demasiado.
—De modo que encontró el cuerpo —susurró.
—Sí.
—Pues alguien debió ponerlo en su bolsillo, señor Rittman.
—Desde luego; la misma persona que puso la cabeza en la botella de leche —farfulló Wade—. O sea, yo.
—¿Y por qué hizo semejante cosa?
—No la hice. Quiero decir… Bien, no recuerdo haberla hecho.
—Quizá no la hizo usted.
—¿Cómo qué no? A ver si se cree usted, que mi apartamento es la avenida del Lago, por la que pasa todo el mundo, y que cualquiera puede dejar una cabeza de rata en la botella de leche y el cuerpo en mi chaqueta.
—Sí, claro… Pero si hizo eso debería recordarlo, ¿no le parece?
—Debería, sí…, pero no lo recuerdo.
—En cualquier caso —murmuró ella— jamás se me habría ocurrido que usted fuese aficionado a esas cosas.
—¿Qué cosas? —respingó Wade.
—Bueno, eso de andar matando ratas y…
—¡Yo no soy aficionado a nada de eso! —saltó Wade—. ¡Maldita sea mi estampa!, ¿con qué clase de loco cree que está tratando?
—Ha sido usted quien ha dicho que lo ha hecho, no yo —recordó ella.
—Sí… Es verdad. Bueno, mire, no sé… En fin, vamos a dejarlo.
—Me parece que no le gusta mucho mi compañía, señor Rittman.
—Por el contrario: me gusta demasiado. Así que será mejor que nos despidamos ya, señora Pitts.
—Entiendo. ¿No va a decirme que él es demasiado mayor para mí…, y que usted podría… consolarme de ciertas… deficiencias en mi vida… física?
—Supongo que eso es lo que le han dicho muchas veces.
—Tal vez.
—Pues yo no pienso cometer semejante bajeza, señora Pitts.
Ella sonrió, y miró la mano de él, que seguía aferrando su brazo. Wade la soltó entonces, lentamente. En la palma le quedaba el calor delicioso y una sensación de ternura.
—Llámeme Melissa —susurró ella—. Buenas noches, señor Rittman.
Le besó en los labios, lenta y levemente; fue un contacto que se prolongó, como una brasa, durante quince o veinte segundos. Luego, ella se irguió, le sonrió de nuevo, y salió del coche. Wade estaba paralizado. Ella metió la cabeza por la Ventanilla.
—Tal vez le gustaría entrar a tomar un café —propuso.
—Me parece que no —la miró él.
—¿Whisky?
—No, gracias…, señora Pitts.
Ella abrió la boca, y entonces, en el asiento de atrás vio algo que le llamó la atención. Lo miró abiertamente y lo señaló:
—¿Qué es eso?
—Una caja. Un paquete que me dejaron en lo de Percy…, en el bar al que suelo ir a tomar unos tragos.
—¿Y qué contiene el paquete?
—No lo sé. Ni siento gran interés por ello, la verdad. ¿Usted sí?
—Francamente, sí. Es un paquete del tamaño de una rata, más o menos.
Wade respingó, y se volvió a mirar el paquete. Lo alcanzó, lo colocó ante sus ojos, y se quedó mirándolo. Lo movió. Dentro sonó lo que fuese: cloc, cloc, cloc. Era un sonido blando. La pelirroja volvió a entrar en el coche, y Wade la miró. Luego, ambos miraron el paquete. Era absurdo, claro. No tendría sentido que dentro del paquete hubiera una rata.
El paquete estaba envuelto con papel grueso y sujeto por fino cordel fortísimo, que Wade no parecía capaz de romper. Se lastimó los dedos en intento. Melissa dijo:
—Voy a buscar unas tijeras. Por favor, no se vaya, Wade.
No contestó. Ella corrió hacia la casa. En un lado del paquete estaba escrito su nombre y dirección. Pero el paquete lo había encontrado Percy en el mostrador de su bar.
Melissa regresó con unas tijeras, y, él le ofreció el paquete para que cortase el fortísimo hilo. Conseguido esto retiraron el grueso papel. Debajo, el paquete estaba envuelto con otro en el que, repetidamente y en diferentes posiciones, estaba impreso el nombre de una tienda llamada Jesting Aside[1], sita en el centro, en Rockwell Avenue. Retirado este papel, quedó visible la caja. Wade alzó la tapa.
Se quedaron mirando el contenido sin que, de momento, ninguno de los dos lo identificara. De repente, Melissa lanzó una exclamación y se llevó las manos a la boca, mientras sus ojos se abrían mucho. Wade solo pudo hacer que pasarse la lengua por los labios. Luego, despacio; asió por los cabellos la cabeza humana que había dentro de la caja, y la alzó.
Primero, la cabeza giró un poco a derecha e izquierda; finalmente, quedó de frente a ellos. Los ojos estaban abiertos. Los dientes eran grandes y muy blancos; increíblemente grandes, como si fuesen a soltar una dentellada de un momento a otro. La nariz era ancha; muy dilatada. Las orejas eran enormes. Los cabellos eran largos, negros, y parecían grasientos.
—Dios mío… —gimió por fin Melissa—. ¡Es una cabeza humana reducida!
Wade no dijo nada. Seguía mirando aquella horripilante cabeza; más horripilante por el hecho de aquellos ojos tan abiertos, relucientes como cristal, y aquellos dientes amenazadores.
—No es humana… —susurró por fin—. Creo que es de plástico…
Chop, sonó la gota de sangre cayendo dentro de la caja de cartón.
Melissa respingó fuertemente. Wade alzó más la cabeza, y miró la base, es decir, la parte baja del cuello, por donde podía suponerse que había estado unida al tronco de una persona. Pero… ¿cómo podía una cabeza de plástico estar o haber estado unida a un cuerpo humano?
Chop, sonó la siguiente gota de sangre junto a la primera.
Melissa y Wade vieron en la base como otra gota de sangre comenzaba a formarse. Se quedaron mirándola fascinados. Iba creciendo, creciendo, creciendo. Se hizo adulta, el peso fue demasiado, y se desprendió.
Chop.
—Por el amor de Dios… —jadeó la pelirroja—. ¡Guarde eso! ¡O mejor tírelo bien lejos!
Wade miró a la muchacha. No estaba aterrorizada, pero sí impresionada; incluso asustada. Era natural. Metió la cabeza dentro de la caja y tapó esta.
—No pienso tirarla —dijo—. ¡Alguien va a tener que responder de esta broma!
—¿Le dijo Percy quién se la había entregado?
—No… —reflexionó Wade—. No. Dijo que la había encontrado encima del mostrador.
—Si él no vio quién la dejó usted no va a tener a quien pedirle explicaciones. ¿No le parece un poco extraño todo esto?
—¿Todo esto? ¿A qué se refiere?
—Pues a lo de la rata, y ahora esto… ¡Es evidente que una cosa guarda relación con la otra!
—¿Usted cree?
—Bueno…, No sé. Francamente, yo he pensado enseguida, que sí, que ambas cosas están relacionadas. Pero puede ser una casualidad. Además, claro, si la rata la tenía usted, y el paquete estaba en el bar…
—Espere, espere —murmuró Wade—. Creo que tiene usted razón: está pasando algo raro y ahora que pienso sí tiene sentido que una cosa esté relacionada con la otra. Además, esto de Bromas Aparte… ¡Seguramente alguien me está gastando una broma!
—Pues es una broma un poco complicada. Entre otras cosas, tuvo que capturar una rata, cortarle la cabeza, y ponerla dentro de una botella de leche en casa de usted, y luego el cuerpo en un bolsillo de su chaqueta… ¿Cómo entró en su casa?
—Caramba, no es un paseo público —refunfuñó Wade—, pero tampoco es una fortaleza inexpugnable: cualquier caco de medio pelo puede entrar en mi apartamento, como en tantos otros.
—¿Y para qué iba un caco a dejarle una rata en su apartamento y una cabeza de plástico en el bar? Además, eso de que es de plástico… Cae sangre de ella, ¿no?
—Seguro que es tinta. O quizá sea la… Bueno, nada.
—¿La sangre de la rata?
—¡Caray con usted! —aulló Wade.
—Tal vez Percy vio quien dejó el paquete. O quizá lo viese cualquier otra persona, y lo recuerde.
—Sí, quizá. Es una posibilidad. Y creo que ha llegado el momento de ir a tomar un par de tragos, como tantas noches. Adiós, señora Pitts… Siento haberla molestado.
—¿Va ahora al bar?
—Claro.
—Le acompaño.
—¡Claro que no!
—Claro que sí. Espere un momento, voy a decirle a mi marido que no me espere levantado.
—¿Se va a atrever a eso?
—¿Por qué no? —se sorprendió ella.
—Si yo fuera su marido, y me dijera que no la esperase levantado, o sea que yo podía irme a la camita porque usted se iba con otro tipo de paseo, pues…
—¿Qué?
—Demonios, creo que le rompería la crisma, señora Pitts.
—Usted es de lo que no hay… —se echó a reír la encantadora pelirroja—. Vuelvo enseguida.
Salió del coche, entró corriendo en la casa, y salió antes de transcurrido medio minuto, poniéndose un jersey. Cuando se sentó de nuevo junto a Wade este pensó que daba lo mismo que ahora llevase jersey. Todo seguía igual de hermosísimo.
—No vuelva a hacerlo —murmuró Wade.
—¿El qué?
—Besarme. No quiero dármelas de troglodita, pero a mí no me gusta jugar con estas cosas, ¿comprende? Dicho de otro modo: a usted quizá esto le parezca un juego divertido, pero yo, simplemente, no soy de piedra. Y usted está de muerte. ¿Alguna duda?
—No —rio una vez más la pelirroja.
* * *
—¿Y ella quién es? —preguntó Percy.
—La señora Pitts.
—La señora Pitts. ¿Viuda?
—No.
—Ah.
—Escucha, Percy…
—Escúchame tú —gruñó Percy—: ya te he dicho claramente que no tengo ni remota idea de quién pudo dejar el paquete. A media tarde esto se pone de locura, y tú lo sabes, así que quien fue vino aquí, quizá quiso entregármelo personalmente, ¡qué sé yo!, y como seguramente no le hacía caso o no le oía dejó el paquete y se largó. ¡Demonios, Wade, que no lo sé!
—Pero quizá alguien lo vio. ¿Recuerdas quién había en el bar?
Percy le dirigió una mirada asesina.
—Hombre, sí —asintió—. Precisamente, iba anotando para la pequeña historia de mi negocio. Veamos, estaba Jane Fonda, el presidente de los Estados Unidos, Papá Noel, el Ratón Mickey…
—¡Oye, menos guasa…!
—¡Tú sí que estás de guasa! —explotó Percy—. ¿Cómo quieres que sepa quién estaba aquí si no sé a qué hora dejaron ese maldito paquete?
—Está bien, está bien, cálmate. Pero irás preguntando a tus clientes si alguien vio al que lo dejaba, ¿eh, Percy?
—Iré preguntando… —se resignó este, suspirando—. ¿Qué vais a tomar?
—Nada.
—¡Como nada…! ¿Para qué estoy yo aquí entonces?
—Yo, champán —rio Melissa—. Wade paga.
—Nada de champán —negó Wade—. Soy un dibujante, no un editor.
—¿Dibujante? —se maravilló Melissa—. ¿De verdad?
—¿Qué pasa? —la miró agresivamente Wade—. ¿Tengo cara de mentiroso?
—De mentiroso, no, pero… quizás seas un poco fantástico.
—¿Fantástico yo? ¿En qué?
—¿Quieres que hables de ratas? —propuso ella.
—¿De ratas? —respingó Percy, que iba mirando a uno y a otra como fascinado—. ¡Coño, qué asco!
—¿Qué es lo que te da asco? —lo miró atónito Wade.
—¡Las ratas! ¡Las ratas, he querido decir las ratas! ¿Os vais a poner a hablar de ratas?
—Podríamos hablar de dibujo —dijo Melissa—. ¡A mí me encantan los artistas!
—¿En serio? —comenzó a babear Wade—. ¿Qué opinas de los dibujantes, así, a palo seco?
—Oh, son maravillosos. ¿Qué clase de dibujos haces?
—Todos. Bueno, más que nada hago ilustraciones interiores de revistas, y portadas… ¿Qué estás mirando tú?
Percy parpadeó y pareció despertar.
—Me encanta escucharos… —suspiró—. ¿Champán para dos?
—Champán para dos —asintió Wade—. ¿Acaso eres sordo? ¿No habías oído a la señora Pitts?
—La señora Pitts —respingó de nuevo Percy, moviendo la cabeza—. Es un placer conocerla, señora Pitts.
—Lo mismo digo —se echó a reír Melissa—. ¡Seguramente nos iremos viendo con frecuencia a partir de ahora, Percy!
—Oh, qué sorpresa —puso los ojos en blanco Percy—. Champán para dos. Mmm… ¿Divorciada?
—No, qué barbaridad.
—Cierto. Champán para dos.
—Si no le molesta —contuvo ahora la risa Melissa.
—Lo único que me molestaría es que llegase el tercero. Es que no tengo más bar que este, ¿sabe?
—Tranquilo. Mi marido ya debe estar durmiendo.
—Sí —dijo Wade—, es un buen muchacho.
—Ya. Champán para dos.
—¡Como vuelvas a decir eso de champán para dos…!
Eran casi las once y media cuando la señora Pitts y el señor Rittman salían del bar Percy. Se habían bebido dos botellas de champán, la segunda con ayuda de Percy y otro amigo de Wade. Este conservaba todo su juicio, pero Melissa estaba alegre como la mismísima risa, y le relucían los ojos. Salió abrazada a la cintura de Wade, que habría dado cualquier cosa para que lo tragara la tierra.
—Me parece que a tu marido no le va a gustar verte llegar así —dijo no poco preocupado.
—¿Así? ¡No estarás sugiriendo que estoy borracha!
—No, eso no, pero alegre ya lo creo que lo estás.
—Yo siempre estoy alegre. Y hoy más que nunca. ¿Sabes por qué?
—No, no lo sé. Ahí tengo el coche. Te llevaré.
—¿No quieres saber por qué estoy alegre?
—Sí, mujer, pero dímelo en el coche, camino de tu casa.
—¡Que te crees tú eso! Esta noche no vuelvo a mi casa. Quiero pasar la noche contigo.
—Ni hablar de eso.
—Ya lo creo que sí. O me llevas a tu apartamento o empiezo a gritar como una loca diciendo que has querido violarme en la calle.
—Bueno, Melissa, ya está bien.
—Este hombre es tonto —se plantó la pelirroja ante Wade—. ¿Es que no te has dado cuenta de cuánto, cuantísimo me gustaste en cuanto te vi?
—No, no me había dado cuenta. Mira, Melissa, el champán…
—¡Pero qué champán ni que nada! Estoy alegre porque me gustas un horror, y tú y yo vamos a ser felices de muerte. ¿A que sí, pichoncito mío?
—Ay, Dios —se llevó Wade las manos a la cabeza—, ¿qué hago yo ahora?
—Acabo de encontrar al hombre de mi vida… —dijo Melissa; y dio una vuelta sobre sí misma en la solitaria acera—. ¡Viva el hombre de mi vida! ¿Verdad que eres el hombre de mi vida? ¡Di que sí, pichoncito mío!
—Sí, mujer, sí, soy el pichoncito de tu vida… Anda, vamos al coche.
—¡No quiero hacerlo en el coche, quiero hacerlo en la cama!
—¡Ssst!
—Nada de «¡Ssst!», so pelmazo. ¡Quiero subir a tu apartamento! ¡Y no me hagas gritar!
—No, no —casi sudaba Wade—. No grites, ya te oigo, mujer, ya te oigo. Vamos a subir a mi apartamento, de acuerdo. Está aquí mismo. Tranquila, ¿eh? No grites.
—No grito… —Melissa se llevó un dedo a los labios—. ¡Ssst!
—Santo cielo —gimió Wade.
Ella se abrazó de nuevo a su cintura. Entraron en el portal. Ascensor. Puerta de apartamento. Apartamento. Dormitorio de apartamento. Melissa, que iba riendo y haciéndole gracias y manolas a Wade, lanzó un gritito de auténtico entusiasmo que fue una filigrana.
—¡Pero qué cama tan hermosa! —exclamó—. ¡Voy a probarla!
—Espera, espera…
—¡Que no!
Melissa saltó encima de la cama, rebotó varias veces riendo, y por fin se dejó caer en brazos de Wade, que iba de un lado a otro para recogerla cuando cayese, cosa que no sucedió. Se la encontró una vez más en los brazos, pero ella se desasió y a toda prisa se desnudó. Visto y no visto. En un periquete la señora Pitts quedó en cueros vivos…, y Wade Rittman quedó que si le pinchan no le sacan sangre. Solo pudo balbucear:
—Dios bendito.
—¿Te gusto? —se puso en plan perverso Melissa.
Wade tragó saliva. Era el cuerpo de mujer más espléndido que había tenido jamás a su alcance. Cuerpos como el de la señora Pitts solo se veían, y de cuando en cuando, en las revistas especializadas de más alta calidad.
Y lo que le estaba pasando a él seguro que no le había pasado a nadie más. Bueno, si acaso a muy pocas personas.
La cosa alcanzó su grado máximo de riesgo cuando, ya desnuda, la señora Pitts se colgó del cuello de Wade y pidió, con voz cachonda superlanzada.
—Y ahora, tío bueno, ¡muérdeme la boca!
Le obligó a bajar la cabeza, y le besó en la boca, fuertemente. Wade no sabía qué hacer con los brazos, así que rodeó con ellos a la muchacha. Quizá fue una adivinación por su parte. Y muy oportuna, porque de repente, Melissa se relajó, la cabeza le colgó hacia un lado, y Wade Rittman se la encontró dormida colgando de sus brazos.
—¡La madre que te parió! —aulló—. ¿Qué hago yo ahora?