Capítulo II

ACABABA de ponerse los zapatos, y tenía la camisa en la mano, cuando sonó la llamada a la puerta del apartamento.

«Apuesto a que no es la señora Pitts», pensó.

Y como suele ocurrirle a cualquier mortal normal, a continuación pensó eso de «hombre, precisamente al pensar que no puede ser la señora Pitts quizá si sea la señora Pitts».

Pero no, no era la señora Pitts. Ni siquiera era Brooke Shields o la Bo Derek, por mencionar personal femenino. Era el feo pero simpático Percy, el dueño del bar-tertulia de Wade y amigotes. Wade se quedó atónito al verlo.

—¡Atiza! —exclamó tras recuperarse rápidamente—. ¡No me digas que vienes a tomar un trago, Percy! ¡Te lo cobraría, como tú a mí!

—Claro que no. Ya me dijiste antes, cuando estuviste a tomar café, que hoy ibas a salir, que no vendrías, que no estarías, que te ibas de vuelo. Toma esto y hasta la vista.

La entregó un paquetito del tamaño de media caja de zapatos, aproximadamente. Wade lo tomó maquinalmente, preguntando:

—¿Qué es?

—Ni idea. Va dirigido a tu nombre, y yo no abro la correspondencia y demás mensajes dirigidos a otros. Lo he encontrado encima del mostrador y como sabía que esta noche no ibas a venir y se me ha ocurrido que era algo urgente te lo he traído. Amable que es uno.

—Te has ganado un beso en la boca —sonrió Wade.

—Bueno, estupendo —dijo Percy.

Cerró los ojos, adelantó la cabeza, y le ofreció el morrito. Wade rio, le dio un beso en la frente, y acto seguido un simulado rodillazo en la zona genital. Se echaron a reír los dos, y Percy se dirigió hacia la escalera.

—Hasta mañana, Wade.

—Hasta mañana. Y gracias, Percy.

—¿Qué tal es la chica de esta noche?

—No está mal.

Percy, se detuvo un poco sorprendido.

—¡Cómo que no está mal! —exclamó—. ¡Siempre dices que sales con las tías más buenas del universo!

—Eso se acabó —suspiró Wade—; la tía más buena del universo resulta que ya está casada. ¡Y no me hables de eso que me entran ganas de llorar! Poned flores en mi tumba, Percy.

—¿Es que piensas morirte?

—Me estoy muriendo a toda prisa. De amor.

—¡Anda ya! —bromeó Percy.

Wade cerró la puerta, y regresó al dormitorio con la camisa en una mano y la caja en la otra. Es claro que lo había dicho de broma, pero a lo peor se convertía en realidad: se estaba muriendo de amor por la señora Pitts, y en cambio iba a salir con la cajera. Era como cambiar oro por carbón. Pero tampoco se trataba de suicidarse porque ella se hubiera casado. A buen seguro que pronto la olvidaría. Sí, seguro, dentro de cien o doscientos años la habría olvidado.

Recordó que no debía perder el tiempo recordando, miró su reloj de pulsera, y lanzó una exclamación. ¡Iba a llegar tarde a la cita con la cajera…! ¿Cómo se llamaba? Ah, sí: Dulce. La verdad es que era muy simpática y que estaba muy bien. No era la señora Pitts, pero…

Miró la caja y la camisa. Sacudió la caja. Dentro había algo, claro; algo que sonaba blandamente, cloc, cloc, cloc. En efecto, estaba dirigida a su nombre. Volvió a mirar el reloj, dejó la caja sobre la cama, y se puso rápidamente la camisa y, acto seguido la corbata. Se llevaría la caja, y la abriría en el coche, mientras esperaba a Dulce: ¡Porque era seguro que después de tanto correr él, ella llegaría con retraso!

Ya puesta la corbata se fue al cuarto de baño, se miró, se repeinó un poco, se tiró un beso de admiración, volvió al dormitorio, sacó del armario la chaqueta de salir en plan formal, y se la puso con rápido y hábil gesto.

Notó el desusado peso en el lado derecho de la chaqueta. Palpó, y localizó el bulto en el bolsillo derecho inferior y exterior. Bajó la mirada, metió la mano en el bolsillo, agarro con decisión lo que había allí, y lo sacó.

Se quedó mirando inexpresivamente el cuerpo de la rata.

Así es la vida: hay quien saca conejos de una chistera, ¿no? Pues él, Wade Rittman, sacaba ratas decapitadas de los bolsillos de su chaqueta. No iba a ser igual que los demás, ¿verdad? ¡Él siempre más original!

O sea, que tenía en la mano derecha la rata decapitada.

Tuvo la sensación de que algo se desconectaba en su mente.

Cuando la noción de realidad y vigencia regresó se encontró sentado en el borde de la cama, todavía con la rata decapitada en la mano. O sea, que por la mañana había encontrado la cabeza y ahora encontraba el cuerpo. Pero no dentro de otra botella de leche, sino dentro de un bolsillo de su chaqueta.

Separó mucho los dedos, colocó la mano palma abajo, y la rata cayó sobre la alfombra, sin producir ruido alguno. Al menos él no oyó nada. Fue como dejar caer una bola de algodón. Una bola de algodón sucia, grisácea, húmeda y rígida. Casi se podía pensar que era de cartón, pero claro que no era de cartón. Qué demonios, ¡era el cuerpo de la cabeza! O sea… Él se entendía.

¿Realmente se entendía?

Porque lo de encontrar una cabeza de rata, un ratoncillo, un escarabajo o un diplodocus si lo apuraban, dentro de una botella de leche, pase. Cosas de la industria del envasado mecanizado. Pero… ¿un cuerpo de rata en su bolsillo? ¿Quién lo había puesto allí?

La pregunta tenía su gracia. A ver: ¿quién utilizaba su chaqueta en todos los sentidos, es decir, se la ponía, la llevaba, la colgaba y la descolgaba del armario? Pues él, y nadie más que él, Wade Rittman. Otra pregunta: ¿quién podía poner cosas en los bolsillos de su chaqueta? No hacía falta ser genial para dar una respuesta.

Pero… ¿por qué se había guardado él una rata decapitada en un bolsillo?

Se puso en pie, fue a la salida, agarró la botella de whisky del mueble-bar, y bebió un trago directamente. Y es que el cuerpo le había producido menos asco súbito que la cabeza con los negros ojos redondos empapados en leche…

El whisky pareció explotar dentro de su estómago como si fuese nitroglicerina, y ni siquiera tuvo tiempo de correr al cuarto de baño. Dos minutos más tarde, jadeante, se vio a sí mismo sentado en un sillón, inclinado hacia adelante y oliendo a demonios. Le dolía el estómago y la cabeza, y tenía la sensación de que por sus conductos nasales habían pasado antorchas de fuego.

Veamos: ¿qué hace una persona normal cuando quiera exterminar una o varias ratas que le están molestando? Pues, generalmente, utiliza un insecticida… Desparrama insecticida en abundancia, se retira del lugar de la trampa, y al día siguiente recoge los cadáveres con mucho asco y los tira a la basura. Pero él no: él tenía una cabeza dentro de la leche y el cuerpo dentro de un bolsillo. Y ni siquiera tenía la disculpa de que hubiera ratas en su apartamento. En realidad, no había ratas en ningún sitio que él conociera o visitara. Hacía años y años que no veía ratas.

Así que… ¿de dónde había sacado aquella rata?

«Esto no lo he hecho yo», pensó sosegadamente.

Y enseguida llegó a la pregunta lógica: ¿quién lo ha hecho, entonces?

Fue a la cocina, regresó con útiles de limpieza, y adecentó la salita. Luego, con un periódico en las manos, regresó al dormitorio. El cuerpo decapitado, tétrico, trágico, patético, seguía allí, naturalmente. Lo envolvió con el periódico, y se quedó mirando la caja que le había subido Percy. ¡Para cajas estaba él!

Mientras tanto iba pasando el tiempo, y Dulce llegaría antes que él a la cita. Bueno, la chica había sido muy simpática, así que no se merecía un plantón. Se quitó los pantalones y la camisa, se puso otro atuendo deportivo, y se dirigió hacia la puerta. Se volvió, miró la caja, y finalmente regresó a por ella.

La cita era en el cruce de Ontario y Saint Clair, en el centro de la ciudad, y cuando Wade llegó allá la simpática cajera ya estaba esperando, y con un gesto entre decepcionado y furioso que casi le hizo sonreír a Wade, ya sereno y tranquilo. Detuvo el coche ante ella, se apeó, y la muchacha se quedó mirándolo fijamente al verlo apearse.

—Lo siento, encanto —se disculpó Wade—. Sube, ya te explicaré.

Le abrió la portezuela, y ella se sentó con revuelo de falda y visión de preciosas piernas. Wade regresó ante el volante y arrancó. Ella le miró y dijo:

—Creí que no vendrías.

—Lo siento —repitió él—. Y siento mucho que esta noche no podamos divertirnos, como habíamos planeado. ¿Sabes si la señora Pitts vive en Cleveland y dónde?

—¿La señora Pitts? —exclamó Dulce—. ¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de la directora del supermercado: tú misma me dijiste que era la señora Pitts, yo fui a su despacho…

—¡Lo que te pregunto es qué tiene que ver la señora Pitts con nosotros!

—Ah. Bueno, nada en absoluto, claro. Pero tengo que hablar con ella.

—¿Ahora? ¿Esta noche?

—Cuanto antes mejor.

—¿De qué tenéis que hablar? ¿De la cabeza de rata?

—Si quieres te lo digo —la miró Wade—, pero te aconsejo que no quieras. De verdad, Dulce.

—Está bien —titubeó ella—. Sé dónde vive la señora Pitts, aquí, en Cleveland, desde luego. Te guiaré hasta allí y luego iremos…

—No podría —movió la cabeza Wade—. Mira, preciosa, si hay un tipo en el mundo al que le gusten las chicas simpáticas y encantadoras como tú, ese soy yo, pero esta noche no podría ni enviarte un beso desde lejos. Vas a tener que disculparme, Dulce.

—¿Te ha ocurrido algo malo? —abrió mucho los ojos la muchacha.

Wade Rittman abrió la boca, dispuesto a decir que no, pero se quedó silencioso y con la boca abierta. Por fin, murmuró:

—No lo sé. ¿Tú querrías hacerme un favor, Dulce?

—Me gustaría —sonrió ella.

—Entonces dime dónde vive la señora Pitts, dónde quieres que te deje, y… ya nos veremos en mejor ocasión ¿De acuerdo?

La señora Pitts vivía en el 2014 de Brookpark Road, número que correspondía a una hermosa casa con amplio jardín delantero y garaje anexo. Naturalmente, había césped bien cuidado en el jardín, arbustos de flores, y tres hermosísimos e imponentes pinos que debían tener a lo mejor cien años o más. O sea, que a Wade ni siquiera le quedaba el consuelo de que el señor Pitts fuese un muerto de hambre y la señora Pitts tuviese que trabajar debido a ello. Tener una casa como aquella implicaba que el señor Pitts era un hombre amable que no tenía inconveniente en que su esposa se distrajera dirigiendo un supermercado.

Wade dejó de contemplar la casa en la bien iluminada avenida, movió, la cabeza, y se apeó. Había luz en varias ventanas. Se veía una casa feliz, confortable.

«La próxima vez que me enamore —reflexionó Wade— lo haré de una esquimal; así, por lo menos, el marido no tendrá inconveniente en compartirla conmigo».

La idea no era mala del todo, pero surgió la pregunta: ¿querría compartirla él con el marido?

«Soy un egoísta».

Recorrió el sendero de losas con césped entremedio. De alguna parte llegaba música. En fin, mala suerte. Resignación, Wade.

Le abrió la puerta un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto, de muy buena facha aunque ligeramente obeso y casi tan calvo como un melón. Llevaba lentes, una pipa colgada de sus labios, y estaba en zapatillas. Era la clásica estampa del abuelo simpático y bonachón.

—¿Qué desea? —preguntó el abuelo bonachón.

—Estoy buscando a la señora Pitts: Me han dado esta dirección.

—Sí, vive aquí. Yo soy el señor Pitts. ¿En qué podemos servirle?

—¿Usted es el señor Pitts? —alentó apenas Wade.

—Sí, claro. ¿Para qué busca usted a mi esposa, señor…?

Wade tragó saliva.

—Soy Wade Rittman, señor Pitts. Verá, esta mañana estuve… ¡Ah, señora Pitts…!

La espléndida llamarada con los dos faros verdes había aparecido por un lado del vestíbulo mirando hacia la puerta con sorpresa e interés evidentes. Llevaba unos viejos tejanos y una blusa negra mortal de necesidad; los senos de la pelirroja parecían ir gritando que no los apretaba ningún sujetador y que se encontraban estupendamente así, haciendo demostraciones de turgencia, juventud y belleza de formas. El escote era discreto, pero despampanante. El cuello estaba para morderlo. La señora Pitts era el no va más.

—Me pareció oír su voz, señor Rittman —llegó diciendo ella, con la mano tendida—, pero no podía creerlo.

—Yo… tampoco —tartamudeó Wade, desviando la mirada.

—De modo que usted es el de la cabeza de rata —dijo el señor Pitts—. Mel nos ha hablado antes de usted y todo eso.

—¿Quién es Mel? —preguntó Wade.

—¡Soy yo! —rio la pelirroja—. Señor Rittman, ¡no me diga que ha encontrado otra cabeza de rata!

—Bueno… No. No exactamente.

—¿No exactamente? ¿Qué quiere decir?

—Pues…

—Oiga, ¿no sería mejor que entrase? —propuso el señor Pitts—. ¿Quiere tomar algo?

El gesto de Wade se nubló. La muchacha, que le miraba muy atentamente, parpadeó como si a cada parpadeo acudiera a su mente una nueva idea.

—¿Tal vez prefiere que demos un paseo por la avenida, señor Rittman? —sugirió suavemente.

—Bueno, yo… La verdad, sí, lo preferiría, si a su marido no le importa…

—Claro que no le importa —la muchacha besó al señor Pitts rápidamente en una mejilla—. Enseguida vuelvo, cariño.

—Pero…

Ella salió, casi empujando a Wade, y cerró la puerta. Estuvieron unos segundos mirándose. Luego, ella señaló el sendero, lo recorrieron y salieron a la avenida.

—Usted dirá, señor Rittman.

—¿Ha… ha cenado usted ya?

—Sí, claro. Estábamos tomando café y charlando. ¿Por qué?

—Será mejor que no le diga nada. Bueno, solo una cosa: no siga adelante con mi reclamación, ¿de acuerdo? Pensaba ir mañana al supermercado, pero se me ocurrió que cuanto antes se lo dijera sería mejor, no sea que a primera hora realizara gestiones…

—Sí, sí, entiendo, Y es muy considerado por su parte, sin duda.

—No habría sido justo que usted se molestara.

—Si no había necesidad, no. ¿Por qué quiere retirar su reclamación?

—Es mejor que lo acepte así y lo dejemos estar, señora Pitts. No deseo en modo, alguno estropear su cena. Créame, dejémoslo correr. Por mi parte, me conformo con que usted dé por cancelado el asunto. ¿Le parece bien?

—Si es lo que usted quiere, por mi parte está bien. Pero me gustaría saber por qué ha cambiado usted de actitud, y además, creo que esa reclamación no debería anularse, de ninguna manera. Cuando una empresa se dedica al envasado de productos alimenticios hay que tener mucho cuidado.

—Sí, sí… Y lo tienen.

—No deben tenerlo tanto en cuanto usted encontró una cabeza de rata en una botella de leche… —la señora Pitts se detuvo y se quedó mirando fijamente a Wade—. ¿O no fue así? ¿Mintió usted esta mañana, señor Rittman?

—Le juro que no; la cabeza estaba dentro de la botella de leche.

—Menos mal… Me habría decepcionado usted. No es frecuente encontrar un hombre simpático.

—Atiza… ¿le parezco simpático?

—Bastante —rio la pelirroja—. La mayoría de los tipos la mitad de guapos que usted cree que les basta mirar a una para matarla de admiración, deseo y amor. Usted no hace el payaso.

—No sabía que hubiera formado buena opinión de mí.

—No había motivo para lo contrario.

—Caramba… Bueno, pues gracias.

—¿Tiene un cigarrillo?

Wade se papó los bolsillos, y movió negativamente la cabeza.

—Aquí, no: en el coche.

—Pues vamos al coche. Me apetece fumarme, un cigarrillo aquí fuera…, si a usted no le importa, claro.

—¡Por mí…! A quien quizá no le haga mucha gracia es a su marido.

—No se preocupe por él.

Le sonrió, y Wade sintió un calambre de fuego desde la nuca a los talones. Dieron la vuelta regresando hacia la casa, y ella se tomó de su brazo. Wade casi respingó cuando la turgencia de un seno espléndido se aplastó contra su brazo.