Capítulo primero

WADE Rittman se miró al espejo del cuarto de baño con cierto detenimiento. Aparentemente, lo que veía en el espejo era normal: un hombre de unos veintiocho años, con pelo en la cabeza, dos brazos; dos ojos, dos piernas y un ombligo…

Pues eso: un hombre normal y corriente. Perol Wade Rittman tenía su propia opinión al respecto, y, tras mirarse y remirarse al espejo, en el que se veía desnudo y recién duchado, se gritó, admiradísimo:

—¡Estás más bueno que Robert Redford, el Harrison Ford, el Dustin Hoffman y el Richard Gere, juntos! ¡Cachondo!

Luego, feliz como nadie, se peinó, se afeitó, se puso un albornoz de chico guapo contento de la vida, y pasó a la cocina, donde procedió a desayunar, con un apetito excelente, fruto de su buena salud, su juventud, sus deudas que además eran razonables y normales, y, en fin, las pocas complicaciones que tenía en la vida.

¿Qué complicaciones puede tener un hombre de esa edad, soltero, y que se gana bastante bien la vida y del cual las chicas piensan que «está como un tren de lujo»?

Así estaban las cosas cuando, para rematar el desayuno, Wade recurrió a la nefasta costumbre infantiloide de tomarse su vaso de leche. Abrió el frigorífico, sacó la botella de leche de boca grande, y, como quedaba apenas media botella, se dijo que lo mejor era terminarla. No iba a dejar un dedo de leche para la noche o para el día siguiente.

Escanció la leche directamente a su estómago desde la botella. La nuez de Adán subía y bajaba enérgicamente a cada trago. Era como una pequeña catarata láctea cayendo en un pozo sin fondo. Y finalmente, la leche se terminó.

Fue entonces cuando Wade Rittman la vio.

Aquella cosa dentro de la botella. Era una cosa que, indudablemente, había estado allí todo el tiempo, es decir, desde que la leche fue envasada. En cadena, claro. Ya se sabe cómo se hacen estas cosas: se ponen las botellas en una cinta transportadora sin fin o algo así, van pasando por un sitio donde se van llenando y luego por otro sitio donde las van tapando, otro donde las etiquetan…

Pero… ¿dónde, en qué parte de la cadena ponían aquellas cosas dentro de las botellas de leche?

Wade sentía la mente en blanco. Estaba viendo pero no asimilaba.

Estaba viendo, pero no comprendía. Simplemente, su cerebro rechazaba el mensaje, los impulsos de la imagen que estaba recibiendo. Y es que el cerebro es muy suyo: si una cosa no resulta creíble, razonable o admisible, la rechaza. Al menos, de momento. Pero, finalmente, si la cosa está ahí, pues está ahí, y punto.

Todavía, el cerebro envió una sutil orden que fue obedecida al instante: Wade Rittman colocó la botella boca abajo sobre un plato, en el cual hizo caer aquella cosa que había estado dentro desde que la botella pasó por la cadena etcétera.

Y el cerebro no tuvo más remedio, que recibir, analizar, y admitir la imagen de una vez por todas: era una cabeza de rata.

Una cabeza de rata.

De rata.

Dentro de la botella de leche que Wade Rittman se había bebido entre la noche anterior y la mañana de autos había la cabeza de rata decapitada.

Se ignora si lo que ocurrió a continuación tuvo algo que ver con el cerebro: Wade Rittman salió corriendo de la cocina, entró en el cuarto de baño, alzó la tapa del inodoro, y, justo a tiempo, comenzó a vomitar con una violencia que casi le desorbitó los ojos. Fue talmente, como si dentro de su cuerpo hubiera, estallado un volcán que lo trastocó todo.

Finalmente, jadeante, llenos de lágrimas los ojos, demudado el rostro, se sentó en el blanco taburete de baño, y se quedó respirando como si ya no quedase mucho aire en el planeta Tierra.

Una cabeza de rata.

¡De rata!

La imaginación, o por mejor decir, la facultad de recuerdo de la mente, que es sencillamente prodigiosa, le trajo la imagen de la cabeza de rata, y todo el cuerpo de Wade se estremeció. Ya no se trataba de que había desperdiciado un estupendo desayuno, sino que sentía un espantoso y repugnante amargor en la boca, y, además se encontraba mal. Se encontraba francamente mal. Porque, vamos, no es que Wade fuese de esas personas aprensivas que protestan por una simple mosca en la sopa, pero… ¡demonios, una cabeza de rata dentro de la botella de leche que él se había bebido!

Un cuarto de hora más tarde se encontraba mejor. Se había lavado la cara, limpiado y enjuagado la boca, el estómago se le había tranquilizado… Se sentía mejor, menos mal.

Muy bien, señores, una cabeza de rata. ¿Qué hacía una cabeza de rata dentro de la botella de leche? Porque bien debía hacer algo allí, ¿no? Y además, si estaba allí era porque alguien la había puesto, ¿no? Y si alguien la había puesto merecía que le partieran la cara, ¿no? Así que… ¿quién había metido la cabeza de rata dentro de una botella de leche?

Wade se miró de nuevo al espejo del cuarto de baño. Aunque ya vestido, se adivinaban en él suficientes músculos para partirle la cara a casi cualquiera. Sabía que podía partirle la cara a mucha gente, menos la que tuviese algún parecido con Cassius Clay y gente así. Sin embargo, lo de la cabeza de rata dentro de la botella de leche no podía quedar así. No debía quedar así.

«Me voy a cargar al jodido fabricante o envasante de esa leche… —se dijo Wade—. ¡Me voy a encargar de que le cierren el negocio!».

Inteligente decisión, de la que, una vez tomada, era muy, muy difícil que alguien apease a un tipo como Wade Rittman, Este regresó a la cocina, metió la cabeza de rata dentro de la botella de leche, tapó esta con un rollo de papel periódico, la envolvió con más papel de periódico, y salió de su apartamento, sito en un moderno edificio ubicado en la casi bucólica Euclid Avenue, relativamente cerca del centro de Cleveland, Ohio. Descendió en el ascensor hasta el sótano parking, se metió en su coche, y enfiló este hacia la rampa de salida.

¿Qué se habían creído?

Empezaría por el supermercado donde había comprado la botella, y seguiría hasta llegar al puerco que tenía la culpa directa de que la cabeza de rata hubiera estado en la botella, cargándose a todos los que hubiera entre uno y otro.

Pero sobre todo, al puerco manazas que había metido o dejado que cayese dentro de la botella la cabeza de rata. Porque vamos a ver: cuando uno trabaja tiene que estar atento al trabajo, ¿no es cierto? Lo mismo da que sea saltimbanqui y se la esté jugando o que sea un marica que trabaje pintando flores. ¡Hay que estar atento, amiguitos!

—Nada, que le parto la cara… —no se calmaba del todo Wade—. Al culpable directo, al manazas ese, al cabrito de todos los demonios ese, ¡le voy a dejar la cara como un bistec mordido por un perro!

O sea, en primer lugar, el supermercado. Recordaba perfectamente en qué supermercado había hecho la última compra de provisiones. Estaba cerca de Timberlake, pequeña localidad a la orilla del lago Erie, a la que accedería por el simple procedimiento de alcanzar Bayshore Boulevard y seguirlo luego ya convertido en carretera.

Por cierto: ¿qué demonios había ido a hacer él a Timberlake? Ah, sí, había ido a ver aquellos yates, para tomar apuntes para uno de sus trabajos. Bueno, la verdad era que había aprovechado el pretexto de los yates para darse un paseo en coche, pues no eran yates lo que faltaban en Cleveland. Y es que uno no va a pasarse todo el día trabajando, dale que dale, ¿verdad? Hay que distraerse de cuando en cuando, tomarse un café, charlar con alguien. No es humano estar con la cabeza siempre llena de trabajo. No es razonable ni siquiera cuando, como era el caso de Wade Rittman, el trabajo le gusta a uno. Es decir, no el trabajo, sino su trabajo. Porque si a Wade le hubieran dicho que se trataba de ir a apretar tornillos, valga como ejemplo, habría hecho un sensacional corte de mangas, pero su trabajo le gustaba…

Cuando vino a darse cuenta estaba en la explanada de estacionamiento del supermercado próximo a Timberlake.

Perfecto, amiguitos: ¡os vais a enterar!

Estacionó el coche, cargó con el envoltorio que contenía la botella de leche, y entró en el supermercado. Se fue directo a la cajera de una de las salidas, que estaba dándole a la máquina de sumar. La chica terminó, cobró, y miró aburridamente a Wade. Pero el aburrimiento desapareció enseguida. Sonrió muy gentilmente.

—¿Se acuerda de mí? —preguntó Wade.

—Sí, señor. Estuvo usted aquí ayer por la mañana.

—Exacto. Vengo a hacer una reclamación.

—¿Qué reclamación?

—¿La digo en voz alta o se lo digo al oído?

La muchacha comenzó a sentirse un poco incómoda. Pero no era tonta, así que sin decir nada hizo un gesto que fue bien interpretado por Wade. Este se inclinó, y casi tocando sus labios la sonrosada orejita, susurró:

—He encontrado una cabeza de rata dentro de una botella de leche.

—¡No! —se irguió la cajera.

—Sí —aseguró Wade, irguiéndose.

—Oh, cielos… Mire, lo mejor será que vaya a hablar con la señora Pitts, la directora del supermercado. Las oficinas están allí —señaló a su derecha—, y ella está en el despacho del fondo. La avisaré por teléfono de que va usted allá, señor…, señor…

—No le diga nada —gruñó Wade.

Se dirigió resueltamente hacia las oficinas, que estaban en un semialtillo. Subió los escalones de dos en dos, llegó a las oficinas, desde las cuales se veía todo el supermercado, pues todo era cristal, y se zambulló hacia el fondo, ante la desconcertada y también impasible mirada de los pocos empleados oficinescos.

En el fondo, en aquel momento Wade estaba pensando en la cajera. Recordó que la noche anterior, cuando después de cenar salió al bar de Percy para charlar un rato con los amigos y tomarse un par de whiskys, había pensado que era una tontería someterse a las mismas charlas siempre con los amigos de siempre en lugar de salir con una chica como la cajera. Claro que no le había visto las piernas a la muchacha, pero… O sea, a juzgar por la zona alta de su figura, debía tener también muy convincente la zona baja. Y encima, era rubia.

Nada, decidido cuando se fuese iba a hacer un intento con la cajera.

Se detuvo ante la puerta del despacho, cerró los ojos, y volvió a la realidad. ¿Qué hacía allí? Pues, estaba allí para hablar con la señora Pitts, la directora del supermercado. Se imaginó a la señora Pitt: una dama de unos cincuenta años, sobria, más bien atractiva, bien vestida, delicada, con don de gentes… Tranquilo, Wade, nada de quedar como un palurdo maleducado. Aspiró hondo y llamó a la puerta. Al otro lado oyó la voz femenina. No entendió lo que dijo, pero lógicamente debía autorizarle la entrada. Así que entró.

Al fondo del despacho, al otro lado de una gran mesa llena de papeles y teléfonos, dos enormes faros verdes se posaron en Wade Rittman. Dos enormes, fantásticos, hermosísimos faros verdes rodeados de una espesa jungla de vegetación roja como el fuego. Debajo de los faros, una hermosísima y altiva nariz, y, debajo de esta, la boca más fresca, tierna, turgente y tentadora que Wade Rittman había visto en su vida. Más abajo, ceñido por un fino jersey negro, un busto de infarto. Sobre la mesa, delante de este busto —la última maravilla del mundo—, dos hermosas manos con laca rosada en las uñas sostenían un papelote.

Wade Rittman quedó sumido en una fracción de tiempo muerto.

Nada existía. Ni siquiera él.

Era como si todo se hubiera detenido.

—¿Sí? —preguntó la joven y hermosísima pelirroja.

—¿Qué? —alentó apenas Wade.

—¿Desea usted algo? —frunció el ceño ella.

Wade suspiró, cerró la puerta, y se acercó a la mesa.

—Me han dicho —susurró— que este es el despacho de la señora Pitts.

—En efecto —asintió la divinidad de ojos verdes.

—Bien… Bien. Bien, bien, bien.

—Celebro que le parezca bien, señor —sonrió la espléndida criatura de la boca suculenta.

La sonrisa fue talmente como un cañonazo que Wade recibió en pleno estómago. Era terrible. Con aquella sonrisa se podía fundir un portaaviones y enviarlo al fondo del mar. ¡Aquella mujer era un arma peligrosa, era un tremendo riesgo para la Humanidad entera, mirar sus ojos y quedar ciego y enamorado era todo uno…!

—Supongo —dijo Wade tras carraspear— que no será usted viuda.

Ella ladeó la cabeza, volvió a fruncir el ceño, y por fin negó de viva voz y con el gesto.

—No, no soy viuda, afortunadamente.

—Son puntos de vista.

—Dicen que hay tantos puntos de vista como personas —asintió la divinidad angelical de los senos deliciosos—, pero no creo que usted haya venido a un supermercado a filosofar sobre esto, señor.

—Wade —dijo este—. Wade Rittman, señora Pitts.

—Encantada, señor Rittman. ¿En qué puedo servirle?

—He encontrado una cabeza de rata dentro de una botella de leche que compré aquí ayer por la mañana.

La muchacha respingó, y se quedó mirando a Wade con los ojos muy abiertos. Se había alterado visiblemente. ¿Y quién no? Su turbación era tan visible e intensa que Wade no pudo por menos de intentar ayudarla.

—No es que la culpe a usted de ellos, señora Pitts —murmuró—; es solo que creo que se debe hacer algo.

Ella se recuperó. Suspiró, miró sobre la mesa, y no encontró la que buscaba. La vio en otra mesita auxiliar, junto a la cual estaba la máquina de escribir. Se puso en pie y fue allá, tomó uno de los cigarrillos, y lo encendió. Wade Rittman se estaba muriendo de amor. Ella era, con tacones altos, casi tan alta como él, y su figura espléndida era como una llamada de la selva. Esto es lo que Wade pensó, y él se entendía.

Ciertamente, no tenía cincuenta años —ni siquiera debía tener la mitad—, pero sí era elegante, sobria, tenía estilo… Con un poco de suerte, el marido quizá era buzo y algún pez espada le cortaba el tubo del aire. Bueno, algo así, pensó perversamente Wade. ¡Y él que siempre se había reído de los que se casaban con viudas!

—Siento mucho que haya ocurrido eso, señor Rittman —dijo de pronto la muchacha—. Y por supuesto, estoy de su parte. Es intolerable que ocurran cosas como esta.

—Lo… lo mismo pienso yo, claro.

—Espero que sea una broma de mal gusto.

—¿Una qué?

—Una broma.

—¡Claro que no! ¿Tengo yo cara de bromista?

—Pues… un poco, si he de serle sincera. En cualquier caso espero que comprenda que si tiramos esto adelante nos vamos a complicar un poco la vida. La empresa láctea bien podría decir que ese… objeto ha sido puesto en la botella posteriormente a su envasado y por personas ajenas a la misma. ¿Me comprende usted?

—Desde luego. Pero eso es absurdo. ¿Para qué demonios iba yo a hacer una cosa así?

—Bueno, siempre se puede hacer una reclamación y conseguir algo de dinero.

—Escuche, yo no soy de esos —frunció el ceño.

—Le creo. Pero… Mire, sería diferente si presentáramos la botella con la… cosa esa dentro, pero todavía precintada.

—Ya. Pero, señora Pitts, sin duda usted sabe que la leche no es transparente, de modo que ni yo ni nadie podía ver la cabeza de rata dentro de la botella. Ha sido al terminar de vaciarla cuando la cabeza de rata ha salido. ¿Me comprende usted a mí?

—Por supuesto. ¿Puedo ver… el objeto de su reclamación?

—A su gusto.

Wade deshizo el envoltorio. Un instante después la cabeza de rata, empapada, en leche, caía sobre los periódicos. Tenía los ojos abiertos. Era repugnante. La pelirroja desvió rápidamente la mirada, y Wade captó la leve decoloración de su rostro.

—Usted ha querido verla —murmuró.

—Sí. Es que… me parecía increíble. No le supongo a usted capaz de hacer una cosa así, señor Rittman.

—Hacer… ¿qué?

—Cortarle la cabeza a una rata para organizar esta farsa.

—Maldita sea mi estampa… ¡Desde luego que no soy capaz de hacer una cosa así! Ni siquiera por el maldito dinero. Escuche, señora Pitts, soy un hombre normal, de mente sana, me gusta el whisky, las chicas, el sol, y los chistes verdes. Tengo un trabajo que me da a ganar más dinero del que necesito. No haría una porquería así ni por un millón de dólares. En realidad, creo que subconscientemente pensé en los niños. Imagínese, que esto lo encuentra no un hombre casi de treinta años, sino un niño de siete u ocho. ¡Demonios, hasta se podría poner enfermo de asco puro y simple!

—Por favor, no se enfade conmigo: yo no tengo la culpa.

—Ni yo he dicho semejante cosa —farfulló Wade—. Bien, ¿qué hacemos?

—Yo le sugeriría que dejara el asunto en mis manos, de momento. Si me dice dónde vive, o su número de teléfono, espero decirle algo dentro de un par de días.

—Usted ha dicho que está de mi parte, señora Pitts.

—Lo estoy.

—Muy bien.

Wade tomó un papel, escribió su nombre, dirección y número de teléfono, y entregó el papel a la pelirroja.

—Me pregunto si su marido no será un explorador de tierras salvajes donde los aborígenes sean caníbales.

—No —rio ella—, ¡ciertamente que no!

—Bueno, qué le vamos a hacer. ¿Me llamará usted?

—Ya le he dicho que lo haré.

—Estoy seguro de que lo hará. Bien… pues… hasta entonces —le tendió Wade la mano—. Ha sido un placer conocerla.

—Lo mismo digo, señor Rittman.

—Ya. Muy amable. En fin… hasta otra.

—Hasta otra.

—Esto… Bien, ya nos veremos, ¿eh?

—Espero que sí —casi rio ella.

—¿Tiene usted niños?

—¿Niños? ¡Vaya pregunta inesperada! Pero no, no tengo niños… todavía.

—Claro. Eso quiere decir que, espera tenerlos, ¿no?

—Bueno, sería lo normal en una mujer, ¿no le parece?

—Si no hace vida marital, no.

—¿A usted le parece razonable que una mujer casada no haga vida marital? —se pasmó la pelirroja.

—¡Maldita sea mí estampa! —aulló Wade Rittman.

Y salió del despacho considerando que su vida afectiva estaba arruinada para siempre. Jamás encontraría una mujer como la señora Pitts, jamás. Era imposible. No podía haber otra como ella, en modo alguno: aquellos ojos, aquella boca y su sonrisa, aquel cuerpo… la mirada, los gestos, el tono de voz, los cabellos que parecían de fuego tierno… ¡Qué tontería: fuego tierno! En fin, ¿qué más daba? Lo cierto y seguro era que jamás encontraría, por muchos años o siglos que viviera, otra mujer como la señora Pitts.

En cambio, lo que si encontró Wade Rittman aquella misma noche fue el cuerpo de la rata decapitada.