A modo de epílogo
Los vencidos intentaron rehacer sus vidas, unos en España, tras años de prisión, y otros lejos de ella, en el exilio. Algunos lo consiguieron, la mayoría no.
Rosario vendió tabaco durante seis años en la plaza de Cibeles, hasta que los dueños del estanco en el que compraba los cartones le alquilaron otro establecimiento que tenían en la calle Peñaprieta número 20. La muchacha que hasta entonces se ocupaba del negocio se casó con el dueño de una taberna y se marchó con su marido. Rosario se hizo cargo de él durante veintidós años, hasta que se jubiló. No regresó a Villarejo de Salvanés hasta pasados más de treinta años desde el final de la guerra, para visitar la tumba de su madre. La anterior vez que lo hizo fue como miliciana, con dos días de permiso, para ver a sus padres y recoger algo de ropa antes de regresar al frente de Somosierra.
El estanco le permitió salir adelante en los duros años de la posguerra y sacar adelante a sus dos hijas. La mayor, Elena, se casó con un joven norteamericano y se marchó a vivir a Estados Unidos. Allí trabajó en una fábrica de pantalones vaqueros que llegó a dirigir. Desde entonces vive con su marido en Texas, aunque periódicamente viaja a Madrid. Rosario, la pequeña, inició la carrera de Derecho, que dejó al casarse. Vive en la capital y se encarga de atender a su madre cuando lo necesita.
Cuando escribo estas líneas, Rosario tiene 86 años y una memoria prodigiosa que le permite recordar con detalle acontecimientos ocurridos hace setenta años. Vive sola en la casa que compró en las proximidades de la plaza del Conde de Casal, rodeada de cuadros que ella misma pinta y de recuerdos que se afana en conservar escribiéndolos en grandes cuadernos de anillas. Desde la fragilidad de su edad, sigue siendo una mujer de carácter, obstinada y rebelde, convencida de que aquello por lo que luchó merecía la pena. Su testimonio, recogido en largas entrevistas durante más de año y medio, ha sido la principal fuente de información en la elaboración de este libro. Sin su paciencia y su ayuda no hubiera podido escribir estas páginas.
Francisco Burcet, su marido, desengañado por el rechazo de Rosario tras quince años de separación, se casó en terceras nupcias y tuvo otros dos hijos. Murió en Tarragona en septiembre de 1982, a los 65 años de edad.
Los hermanos de Rosario abandonaron poco a poco el pueblo para trasladarse a Madrid en busca de trabajo, las chicas para servir en casas y Agapito, el único varón, para trabajar de camarero en una taberna. Sólo Rianxares ha fallecido. Josefa, la madre, permaneció durante años en Villarejo, hasta que los hijos consiguieron que se mudara con ellos a la capital, donde murió.
Los setenta años transcurridos desde el inicio de la guerra civil no la han borrado de la memoria de quienes la sufrieron. El testimonio de los vencidos ha sido silenciado durante todo este tiempo, sepultado bajo el oprobio de los vencedores y el relato de las hazañas de sus generales. Ahora reclaman justicia, no venganza. La justicia de los tribunales, para borrar de los archivos oficiales tanta mentira acumulada que justificó condenas a muerte o largos años de prisión, y la de la memoria, que obliga a la imprescindible recuperación de lo vivido. Necesitan contar y que se les escuche; compartir con los demás la pesada carga que durante décadas han soportado en silencio. Ellos no iniciaron la guerra, se limitaron a defender la legalidad republicana que habían ganado en las urnas.
CARLOS FONSECA
Diciembre de 2005 en Madrid