7. La derrota de la República

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La derrota de la República

Hacía tiempo que habían dejado de llegar cartas. La derrota en el Ebro había cortado definitivamente la comunicación con Francisco, a quien Rosario suponía ahora en Barcelona. Hacia allí habían marchado los derrotados para sumarse a su defensa. Lo deseaba con todas sus fuerzas, porque ni siquiera sabía si estaba vivo.

La vida en Madrid transcurría con relativa calma, a la espera de que el invierno fuese menos riguroso que el anterior. Apenas había carbón y leña para cocinar y calentar las casas, aunque el Gobierno aseguraba que iban a empezar a llegar cien toneladas diarias desde Cuenca. Eran tantas las promesas incumplidas que estos anuncios apenas tenían ya efecto entre los madrileños, que marchaban en oleadas hasta El Pardo para talar árboles.

«El frío quita el hambre», le decía Rosario a su madre para sobrellevar tanta escasez. Sólo le preocupaba su pequeña Elena, a la que cada día tenía menos que ofrecer. Sus pechos apenas daban leche, y una de tantas notas oficiales que intentaban regular la vida de los madrileños aconsejaba que a los mayores de dieciséis meses se les alimentara con papillas de harina. Tampoco los adultos tenían mucho que llevarse a la boca, y eso que la ración diaria de pan había pasado de cien a ciento cincuenta gramos por persona.

Conscientes de la escasez que soportaba la capital, el enemigo había protagonizado algunas incursiones aéreas para arrojar pan y convencer a sus moradores de que sus penurias se acabarían tan pronto como ellos entraran en la ciudad. En los días claros se apreciaba desde la distancia el vuelo tranquilo de los aviones aproximándose a la ciudad. La capital no tenía defensas antiaéreas, y hacía meses que los aparatos enemigos se enseñoreaban desde las alturas mientras en tierra la gente corría en busca de un refugio para ponerse a salvo. La escuadrilla sobrevolaba Madrid y se perdía en el horizonte sin descargar ni una sola bomba, para regresar al cabo de unos minutos en perfecta formación y a baja altura. Su silueta se iba agrandando a medida que se acercaban, y el sonido de sus motores se hacía perfectamente audible. Los transeúntes aceleraban el paso buscando cobijo en las defensas de sacos terreros colocados en los portales de muchos edificios, para escuchar a resguardo el silbido de los proyectiles al caer. Pero no eran bombas lo que arrojaban, sino una lluvia de chuscos que golpeaba en los adoquines como un maná caído del cielo.

«¡Nos bombardean con pan!», gritaban algunos antes de echar a correr en busca de cuantas piezas fueran capaces de guardar entre sus ropas. Las autoridades sabían que el enemigo buscaba quebrar definitivamente la depauperada moral de los ciudadanos, y se esforzaban por hacer frente a aquella guerra sin armas recurriendo al miedo con emisiones radiofónicas que llamaban a rechazar aquel regalo envenenado.

«¡Madrileños! Esta tarde aviones extranjeros han volado sobre Madrid arrojando paquetes de pan en un intento de demostraros que están en la abundancia. No probéis ninguna clase de víveres que os arrojen esos traidores, que pueden estar llenos de microbios capaces de produciros graves trastornos y poner en peligro vuestras vidas. Desconfiad de la tardía demostración de humanidad de esos salvajes con sentimientos de fiera. Seguid las reglas que la Junta ha marcado, e id con la seguridad de que en breve, cuando pretendan haberos inculcado confianza, cambiarán ese pan por bombas, pues de todo son capaces esos traidores».

La sensación de caos se había apoderado de los madrileños. Muchos diarios habían dejado de editarse por falta de papel, y los escasos periódicos que sobrevivían lo hacían con no más de seis páginas, lo que provocaba una sensación de desinformación sobre la marcha de la contienda. Las restricciones de gasolina habían paralizado gran parte de los transportes urbanos, salvo el metro, y desplazarse de un lado a otro suponía una odisea que pocos se atrevían a enfrentar. Incluso las cerillas eran ya un artículo racionado, y las piedras de mechero se habían convertido en un artículo de lujo que se vendía a diez pesetas cada una.

Madrid se desangraba abandonada a su suerte, con el Gobierno instalado en Barcelona, que sufría ahora la ira del enemigo al haberse convertido en su siguiente objetivo. La ciudad era bombardeada a diario, al igual que las localidades próximas de Badalona, Mataró, Manresa, Vic, Pueblo Nuevo y Prat de Llobregat. Franco tenía previsto iniciar la campaña de Cataluña el 10 de diciembre, aunque decidió posponerla hasta el 23, víspera de Nochebuena. Aquel retraso hizo creer al mando republicano que la ofensiva se demoraría hasta la primavera, como consecuencia del gran desgaste sufrido por ambos bandos en la batalla del Ebro. Se equivocaba.

El día previsto, las tropas fascistas iniciaron el avance sobre su objetivo, provocando el rápido derrumbe de las líneas de defensa. Fieles a la estrategia desplegada a lo largo de los más de dos años de guerra, las autoridades gubernamentales lanzaron tres ofensivas casi simultáneas en otros tantos frentes alejados para intentar salvar Cataluña. Una de ellas se localizaba en Córdoba, otra en Extremadura, y una tercera de nuevo en Brunete. Ninguna logró su objetivo, y los primeros días de enero de 1939 fueron la constatación del desplome. El día 15 cayó Tarragona y las tropas fascistas avanzaron imparables hacia Barcelona pese a la resistencia tenaz del 5.º Cuerpo del Ejército Republicano al mando de Enrique Líster, entre cuyas unidades se encontraba la 46.ª División.

«¡Catalanes! ¡En Cataluña nos lo jugamos todo! Debemos impedir con nuestros esfuerzos que el invasor extranjero avance ni un solo paso más de terreno. Todos nuestros esfuerzos humanos y sobrehumanos deben ponerse en juego, cerrando el paso al invasor, demostrando nuestra sana conciencia y amor a Cataluña, luchando en defensa de la República Española. ¡Viva Cataluña! ¡Viva la República!», proclamaba el presidente Companys.

Como antes en Madrid, las calles de la capital catalana se llenaron de manifestantes al grito de «¡no pasarán!». La realidad, sin embargo, era más esquiva que aquellos gestos de voluntarismo, y los centros administrativos que quedaban en la ciudad fueron trasladados hacia Gerona para ponerlos a resguardo del avance enemigo, que el día 26 entró victorioso en Barcelona y llenó la ciudad de proclamas.

«Barcelona se estremece de júbilo porque vuelve a ser de España, porque torna, liberada por los soldados de Franco, a sentirse dentro de la madre Patria, de esta grande y eterna madre Patria que reconquista con la espada en la mano el genio guerrero del Caudillo, el elegido por Dios para elevar a España hacia su alto destino histórico, el amado por todos los españoles. ¡Atrás, inmunda ralea internacional masónico-marxista! ¡Arriba España!».

La ofensiva de las tropas nacionales continuó hacia la frontera francesa para estrangular cualquier atisbo de resistencia. Ya no era suficiente la victoria: había que aniquilar al vencido. El éxodo republicano fue total en dirección a los pasos fronterizos del Pirineo. Familias enteras llevando en carros sus pertenencias y restos de unidades militares se fundían formando una marea humana que se arrastraba camino de la frontera soportando el frío y las batidas de la aviación.

Lo que quedaba de las Cortes republicanas (sesenta y dos diputados de una Cámara de quinientos) celebró en la madrugada del 31 de enero al 1 de febrero su última reunión antes de cruzar a Francia, con el compromiso unánime de que, cualquiera que fuesen las vicisitudes de la guerra, la legitimidad del Gobierno se mantendría firme en la defensa de la República. El 4 de febrero las tropas nacionales tomaban Gerona y el 10 llegaban hasta la frontera, que quedó cerrada. El frente de Cataluña había quedado liquidado en apenas mes y medio. La zona centro, y sobre todo Madrid y Valencia, eran ya los únicos focos del poder republicano.

Muchos de quienes defendían la capital llegaron a la conclusión de que, ahora sí, la guerra estaba perdida. Resistir a cualquier precio, como defendían los comunistas y el presidente Negrín, que tras pasar a Francia huyendo del avance de los fascistas había regresado a la capital, era un sacrificio inútil que no conducía más que a la inmolación de más vidas. Era necesario negociar una paz sin represalias con los vencedores a cambio de entregar Madrid, y con ella la República.

Para quienes apostaban por mantenerse en las trincheras, ganar varios meses era imprescindible a la vista de la inestable situación internacional. Si se declaraba una guerra mundial, decían, Francia e Inglaterra ya no podrían mantener su neutralidad y se verían obligadas a defender al Gobierno legítimo para evitar el eje Madrid-Berlín-Roma y la amenaza que suponía para Europa. Había que hacer un último esfuerzo.

La fractura entre unos y otros fue creciendo con el paso de los días. La dimisión del presidente Azaña a finales de febrero, y su marcha al exilio en Francia, fue el detonante para que los rebeldes, encabezados por el coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, el propio José Miaja, el socialista Julián Besteiro y los anarquistas asestaran el 5 de marzo el golpe definitivo a la República con la creación del Consejo Nacional de Defensa, que sustituía al Gobierno legítimo. Lo hicieron a sangre y fuego, deteniendo a los líderes comunistas más significados y fusilando a quienes se opusieron a sus órdenes. Entre los prisioneros estaba el coronel Francisco Galán, héroe de la sierra madrileña, que había sido designado responsable de la base naval de Cartagena, en la que estaba fondeada la mayor parte de la flota republicana. Al día siguiente, el presidente Negrín y la mayoría de sus ministros abandonaron definitivamente España rumbo a Dakar, primero, y a Francia después. Tras ellos marcharían después los principales cuadros del Partido Comunista, decididos a continuar la lucha desde la clandestinidad.

La lucha entre republicanos en Madrid se prolongó durante varias jornadas, hasta que los focos de resistencia comunista fueron derrotados. La traición se había consumado y los rebeldes podían negociar ya sin intromisiones su paz sin represalias con el otro bando. Los intentos por llegar a un acuerdo con Franco que garantizara la salida del país de todos cuantos quisieran marchar al exilio chocó con la intransigencia del Caudillo. La rendición era sin condiciones. Conscientes de la represión que se avecinaba, muchos optaron por huir de la ciudad en dirección a Valencia, último bastión leal y única vía de escape tras el control por los nacionales de la frontera catalana.

Rosario no sabía qué hacer. Desconocía la suerte de su marido, del que no tenía noticias desde hacía meses. Podía estar muerto, prisionero de los fascistas o, en el mejor de los casos, podía haber logrado pasar a Francia. Su padre estaba en Valencia y suponía que intentaría salir de España. Continuar en la capital era un riesgo demasiado grande: ella había combatido en el frente, era militante comunista y había trabajado para la Pasionaria. Decidió huir dejando a su hija Elena con su madre. Era una persona mayor y no tendría problemas para regresar al pueblo y reanudar allí su vida hasta que su marido y sus hijos pudiesen reencontrarse con ella. Mientras, podía criar a su nieta hasta que ella se reuniera con Francisco, a quien soñaba con localizar al otro lado de la frontera. Tenía que huir a Valencia, buscar a su padre y escapar con él.

El 28 de marzo la capital se llenó de soldados nacionales, que desfilaron por sus calles entre los aplausos, vítores y brazos en alto de quienes hasta hacía sólo unos días se habían enfrentado a ellos con denuedo. «¿Cómo era posible que una ciudad se transformara con tanta rapidez?», se preguntaba Rosario sin respuesta. Las oficinas del PCE en las que había trabajado durante los últimos meses habían sido desmanteladas fechas antes y sus archivos quemados para evitar que cayeran en manos del enemigo. Sin saber muy bien por qué, acudió a la que fue la comandancia de la 46.ª. División en la calle de O’Donnell, con la esperanza de encontrar a algún compañero.

El edificio permanecía intacto. De los árboles del jardín comenzaban a despuntar los primeros brotes de la primavera. Pasó junto al chiscón de la centralita y no pudo evitar asomarse a él en busca de recuerdos. Recorrió los pasillos vacíos como un fantasma abriendo las puertas a derecha e izquierda. Los papeles estaban desperdigados por el suelo, como si sus últimos ocupantes hubieran intentado borrar las pruebas de su lealtad a toda prisa. Le alertó el rumor de una voz que se escapaba de una de las estancias. Pronto la reconoció. Era Dora, la esposa de Perico, el último chófer del Campesino, que con la ayuda de un joven vestido aún de miliciano se afanaba por hacer una montaña con los papeles que iba encontrando. Se sobresaltaron al ver a Rosario entrar de improviso. El temor de haber sido descubiertos dio paso a la alegría.

Rosario sentada con un grupo de compañeros en el Estado Mayor de la 46.ª División. De pie Felisa Moreno, secretaria del Campesino.

—¿Qué hacéis?

—Ayúdanos, Chacha. Han detenido a muchos de nuestros hombres y los que han conseguido escapar no pueden acercarse hasta aquí por miedo a ser detenidos.

—Y tú, ¿cómo es que aún vas vestido así? ¿Qué quieres, que te fusilen? —levantó la voz con una mirada retadora que quería fulminar a aquel inconsciente.

El muchacho la miró sorprendido, como quien escucha a un superior, y no supo qué responder.

—Es Andrés, Chacha. No le asustes más de lo que ya está.

Cuando hubieron amontonado todo lo que encontraron a mano, prendieron fuego a su pasado y cavaron un pequeño agujero en el patio para esconder el fusil de Andrés, dos revólveres que alguien dejó abandonados en su atropellada fuga y la pistola del calibre 6,35 que Rosario guardaba de su etapa como cartera del frente.

—¿Qué vas a hacer, Chacha?

—No sé. Supongo que marchar a Valencia.

—¿Quieres venir conmigo? Tengo unos amigos que disponen de un camión y mañana marchan para allá. Tal vez allí sepan algo de nuestros maridos y seguro que nos ayudarán a salir de España.

Dudó unos instantes antes de contestar que sí.

—Es mejor que esta noche durmamos en un hotel como medida de seguridad —le dijo Dora con la firmeza de quien prepara una fuga largamente planeada.

—Yo no tengo dinero.

—No te preocupes, que yo te lo pago.

Se alojaron en una pensión, y a la mañana siguiente se citaron para unas horas después en las proximidades de la salida de Madrid por la carretera de Valencia. Era el tiempo justo para ir a casa a recoger algo de ropa y despedirse de los suyos. Los vencedores paseaban su arrogancia por la capital y aún no se habían establecido controles, de manera que no sería complicado huir.

Rosario regresó a su domicilio y entregó a su madre el carné del partido y las cartas que Francisco le había escrito desde el frente, y que ella guardaba atadas con una cinta azul de raso en una caja de zapatos.

—Madre, no se preocupe de mí y cuide de Elena. Ya verá como todo se arregla y muy pronto estoy de vuelta. Voy a intentar localizar a padre en Valencia y tan pronto como lo haga, le enviaré noticias. Todo saldrá bien —le insistió—. Usted marche tranquila al pueblo tan pronto como pueda, que ya encontraré la manera de que sepa de mí.

Su madre la miraba sin decir palabra, con los ojos acuosos y abrazada a su nieta, el único asidero que le quedaba. Rosario hacía esfuerzos por aparentar normalidad, por no romper a llorar como hubiese deseado. Guardó algo de ropa en una maleta de cartón y le hizo una última súplica.

—No se deshaga de mi carné del partido salvo que crea que le puede comprometer. Si es así, no lo dude. Le dejo también las cartas de mi marido, que le ruego también que guarde —dijo esquivando su mirada para evitar que el nudo que sentía en la garganta le hiciera temblar la voz.

Terminó de doblar la ropa y, entonces sí, no pudo impedir por más tiempo encontrarse con una mirada triste que le taladró los ojos. Besó a su madre y a Elena y salió escaleras abajo con una lágrima resbalando por su mejilla.

Dora la esperaba nerviosa en el punto convenido. Ya había tenido que saludar brazo en alto a algunas comitivas de falangistas, y el camión en el que iban a escapar permanecía estacionado con el motor en marcha. La maleta la delataba como fugitiva, pero el desbarajuste en la calle era tal que nadie reparó, o no quiso hacerlo, en ello. Minutos después, dejaban a sus espaldas la capital de la gloria por una carretera repleta de personas, que a falta de otro medio de transporte acarreaban sus enseres con el paso cansino de la derrota. La libertad les esperaba a cuatrocientos kilómetros, pero ¿qué era esa distancia para quienes habían soportado todo tipo de penurias durante los últimos veintinueve meses?

Ese mismo día, el Cuartel General del Generalísimo hizo público el parte que ponía final a la batalla de Madrid: «En el día de hoy, las tropas nacionales han liberado la capital de España de la barbarie roja. El número de prisioneros pasa de cuarenta mil, habiéndose ocupado por nuestras fuerzas el embalse de Lozoya y los pueblos de Buitrago, Moralzarzal, Collado Villalba, Los Molinos, El Escorial, Aranjuez, Tarancón, Santa Cruz de la Zarza, Millo, Tembleque, Merjaliza, Ventas con Peña Aguilera y Navahermosa». La sierra de Madrid y sus presas, por las que tantos hombres habían perdido la vida en los primeros días de la rebelión, eran ya territorio conquistado.

Valencia presentaba un aspecto muy diferente del que había ofrecido durante toda la guerra a cuantos viajaron a ella para alejarse por unos días del frente de batalla. La ciudad alegre que había permanecido ajena a los avatares de la contienda durante la mayor parte de la misma estaba tomada por los restos del Ejército que se batía en retirada y por miles de ciudadanos que huían de los últimos bastiones republicanos en Cuenca, Ciudad Real, Jaén, Almería y Murcia. Dora y Rosario se fundieron en un abrazo antes de separarse deseándose suerte.

Rosario recorrió las calles arremolinadas de gente preguntando a cuantos soldados se cruzaban con ella por el acuartelamiento de la 6.ª División, en cuya carpintería trabajaba su padre y uno de cuyos mandos era Valeriano Marquina, comisario político del Campesino en los primeros meses de la contienda en Somosierra. No le costó localizarlo. Ahora era ella quien acudía en su búsqueda y no él, como en los lejanos días en que decidió alistarse y fue herida en el frente. Con un cúmulo de sentimientos pujando por salir de su pecho, cruzó la mirada con la de un hombre enjuto, de pelo blanquecino, cuyo rostro denotaba abatimiento. Era su padre. Se fundieron en un abrazo sin decir palabra. Nunca les habían hecho falta. Después intercambiaron noticias sobre la familia y sobre los avatares de aquellos turbulentos días, de la traición a la República y de sus responsables, de la ya segura derrota.

Andrés disponía de pasaporte y podía haber salido de España sin problemas al conocerse las primeras noticias del golpe de Casado, pero quería regresar a Madrid en busca de su mujer y de sus hijos. Necesitaba reunirse con ellos para recomponer su vida. Rosario le convenció de que era una locura. Las tropas nacionales avanzaban hacia Valencia e intentar el recorrido inverso era una imprudencia. Ella misma había visto asesinar en las cunetas a muchos hombres que no habían tenido la precaución de desprenderse de sus uniformes de milicianos. Tampoco podía volver al pueblo. Allí conocían sus inclinaciones políticas y eran muchos los que estarían esperándole para hacérselo pagar con la vida. No tenía más remedio que escapar con ella y esperar a que la situación se normalizase.

—Padre, también yo dejo aquí a mi hija, y hace meses que no sé nada de mi marido. Tenemos que marchar si queremos volver a reunirnos con ellos.

Le convenció.

Escapar por el puerto de Valencia era una misión imposible. El día anterior había partido rumbo a Marsella el vapor Lezardieux cargado de refugiados, y en el puerto de Alicante se esperaba la llegada de varios buques enviados por la Sociedad de Naciones para evacuar a quienes pugnaban por abandonar el país rumbo a Francia y a sus territorios en el sur de África. Hacia allí se dirigieron con la esperanza de poder tomar uno de ellos, aunque pronto se percataron de que no sería una tarea fácil.

El puerto se había convertido en el improvisado refugio de quince mil personas que pretendían huir. Los partidos habían organizado distintas columnas con sus militantes y la intención de que los más significados de cada organización fueran los primeros en embarcar para evitar su detención por el enemigo tan pronto como entrara en la ciudad. Padre e hija estaban obligados a separarse. Andrés pertenecía a Izquierda Republicana y ella, al Partido Comunista, aunque tras algunos forcejeos Rosario logró que su padre la acompañara con el argumento de que había servido con los comunistas de la 46.ª División en Alcalá de Henares, y con la sexta en Valencia. ¡Qué más podían pedirle!

En días sucesivos los más afortunados consiguieron subir al Stanbrook y al Maritime, mientras el resto aguardaba en vano la llegada de nuevos barcos. Fueron cuatro jornadas sin moverse del puerto y sin apenas comida. En los muelles se amontonaban numerosos sacos de lentejas, pero no había con qué cocerlas. La lluvia hizo aún más penosa la espera. Sin nada con que cubrirse, algunos cogieron lonas de un barco carbonero que estaba fondeado y se taparon con ellas. El hollín y el agua que se filtraba por sus agujeros dibujaron en los rostros churretes negros que resaltaban sus rasgos famélicos. El desánimo se fue apoderando de todos ante las contradictorias noticias que tan pronto daban por seguro la inminente llegada de nuevas embarcaciones, como anunciaban que no arribarían más barcos, o que se estaba negociando la declaración del puerto como zona internacional para que los fascistas no pudieran entrar en él.

La certeza de que no todos lograrían salir de allí decidió a alguno de los líderes que organizaban la vida en los embarcaderos a proponer que las mujeres y los niños fueran los primeros en marchar en caso de que llegaran los ansiados buques. Los comunistas se opusieron. Si los hombres se quedaban solos, no tenían ninguna duda de que serían pasados por las armas de inmediato. Rosario y otro grupo de compañeros fueron encargados de disuadir a quienes dudaban de que lo mejor fuera permanecer todos juntos.

La espera tocó a su fin cuando las tropas del general Gaetano Gambara, jefe de la División Littorio italiana, entraron en el puerto y tomaron prisioneros a cuantos permanecían en él, mientras el crucero Canarias y el minador Vulcano les cercaban desde el mar. La desesperación hizo que muchos se pegaran un tiro allí mismo y que otros, deseosos también de morir, pero sin valor para descerrajarse un disparo en la cabeza, se encararan con sus captores con la esperanza de que hicieran fuego contra ellos.

Rosario no sintió miedo, como tampoco lo había sentido en la trinchera, pero sí un intenso asco por aquellos hombres que se mofaban de los derrotados hasta hacerles bajar la mirada al suelo si no querían recibir un culatazo de fusil. Las horas que permanecieron aún en aquel lugar fueron aprovechadas por las tropas para saquearlos. Relojes, cadenas, pendientes…, cualquier objeto de valor les era arrebatado por aquella jauría humana que no dudaba en disparar contra quienes se oponían a su voracidad. Salieron del puerto en fila, evitando cruzar la mirada con la de sus verdugos, que habían formado dos hileras por las que forzosamente debían discurrir hacia un destino desconocido. Los hombres armados arrojaban sus armas al mar, o las entregaban a medida que abandonaban el lugar, formando enormes montones que eran retirados por la Guardia Civil.

Les condujeron con varios miles de prisioneros más hasta un improvisado campo de concentración situado a dos kilómetros del puerto, conocido como Campo de los Almendros por la gran cantidad de ellos que había en aquella extensa superficie. La distancia se le hizo eterna, arrastrando una maleta sin más valor que el de los recuerdos que contenía, y que terminó por abandonar a mitad de camino, como quien se desprende del peso de la memoria para aguantar el sufrimiento.

El campo disponía de un pozo incapaz de saciar la sed de tantas personas, que recibieron por todo alimento un poco de pan y una lata de sardinas. Las sardinas que tan bien le habían sabido en las primeras jornadas de combate tenían ahora el sabor de la hiel. Aquel sol de primavera presagiaba un verano caluroso, y mujeres, ancianos y niños se arremolinaban bajo los árboles en busca del cobijo de su escueta sombra. Cualquier cosa era buena para saciar el hambre, y pronto las ramas aparecieron limpias de hojas y brotes, con el aspecto desnudo del otoño. La situación era desesperada para las madres con niños pequeños, a los que enganchaban a sus pechos exangües con la esperanza de que mamaran algo de leche.

—Señor, por favor, un poco de leche para mi hijo —imploraban algunas a sus guardianes.

—¡Ordéñate, perra! —respondían con una sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro.

Las tropas italianas cedieron la custodia de los prisioneros a unidades nacionales. ¿Durante cuánto tiempo les iban a tener allí? ¿Qué sería de ellos? Rosario permanecía atenta a su padre, que se consumía con el paso de los días. Los más jóvenes fueron obligados a cavar zanjas en los extremos del campo, en las que muchos buscaban el refugio del sol durante el día. Durante la noche, las tropas fusilaban a decenas de hombres sin más acusación que su edad o el uniforme que les delataba como soldados de la República. Las descargas de fusilería daban cuenta de los crímenes, que a la mañana siguiente amanecían sepultados bajo un manto de arena.

Una noche se llevaron a Andrés con la excusa de tomarle la filiación. Rosario tuvo la certeza de que él era uno de los que aquella noche serían asesinados sobre los bordes de una zanja. A la mañana siguiente no regresó, y nadie pudo darle cuenta de su suerte. Hubiese preferido saberle muerto y haber llorado su cadáver en lugar de su ausencia. Una maleta de cartón cerrada con un candado fue todo lo que le quedó de él.