6
De Teruel al Ebro
—Tenemos que buscar piso en Madrid.
Francisco no hacía más que repetirle a Rosario que aquello no era manera de vivir para unos recién casados que esperaban su primer hijo. Apenas se veían y la casa de Alcalá permanecía la mayor parte del tiempo vacía. Ella se pasaba toda la semana en la escuela de cuadros del partido y él, en el cuartel de muleros de Canillas. Los dos en la capital, sin tiempo para verse y esperando el reencuentro de sábado y domingo.
Felisa Moreno, secretaria del Campesino, tenía las llaves de una vivienda confiscada en el número 36 de la calle de Francisco Giner que se resistía a ocupar. Se trataba de un edificio cuyas obras, como todas las construcciones de Madrid, se habían abandonado al poco de estallar la guerra y los veinticinco mil obreros empleados en ellas se dedicaron a rodear la capital de un cinturón de trincheras y parapetos. Ahora, aquel bloque lo ocupaban familias de la División.
Enriqueta Otero, a la que conoció en la casa de reposo para oficiales de Fresno de Torote y quien en aquel momento dirigía el hospital de Carabanchel, había logrado que adjudicaran la vivienda a su hermano Juan, que cortejaba a Felisa, para terminar de convencerla de que se casara con él. Ella se resistía. Antes de la guerra había tenido un novio que ahora luchaba en el bando nacional, pero al que no lograba quitarse de la cabeza. Por eso daba largas a Juan, y por esa misma razón vio el cielo abierto cuando Rosario le habló de la insistencia de su marido por encontrar una vivienda en la capital.
Rosario, a la derecha con Felisa Montero, secretaria del Campesino.
—Yo tengo la solución de vuestros problemas —le dijo extendiéndole por sorpresa la llave de su nueva casa.
Rosario aceptó el ofrecimiento. Conocía a Enriqueta y sabía que, más allá de su enfado inicial por lo que podía interpretarse como el rechazo de Felisa a su hermano, no le importaría que fuera ella quien ocupara la casa. Sentía hacia ella una callada admiración, la misma que le causaban quienes habían tenido oportunidad de estudiar, y más si eran mujeres. Enriqueta era natural de la parroquia lucense de Santiago de Miranda, y su familia, aunque de labradores, tenía terrenos y una cabaña de ganado. Ella se vino a la capital a estudiar Magisterio, y tras diplomarse se especializó en la enseñanza a sordomudos, a los que decía que era más fácil enseñar que a la caterva de analfabetos con los que coincidió en el frente. Cuidaba de su acento gallego hasta forzarlo, porque decía que no convenía perder las raíces, las señas de identidad de donde uno había nacido. Tenía una habilidad especial para dar solución a los problemas más complicados.
Miró las llaves como quien escruta un misterio y, tras unos instantes de silencio, cerró con fuerza la palma de su mano como si lo hubiera resuelto. Tercero interior izquierda. Ese sería su nuevo hogar. Francisco no cabía en sí de alegría cuando le dijo que había conseguido una casa en Madrid y que ya no tendrían que separarse durante largas jornadas. La vivienda carecía de puertas interiores y hasta de inodoro, y la ausencia de marcos y ventanas generaba una corriente interior que cortaba como un cuchillo. Con la ayuda de algunos vecinos hicieron los arreglos imprescindibles para poder meterse a vivir, y desde Villarejo trasladaron los pocos enseres que poseían: un cabecero niquelado, un colchón de lana y una cómoda para su habitación, una mesa camilla con brasero, otra de mármol blanco, varias sillas para la cocina y algunas más de enea que utilizaban en el pueblo para tomar el fresco a la puerta de casa, además de cortinas para tamizar la luz que se colaba por los ventanales. Simples objetos de los que se habían rodeado durante años sin prestarles atención, pero que en las habitaciones desnudas parecían recuperar su presencia para convertir aquellas estancias en un lugar cálido para vivir. Acordaron que la señora Pepa (como Francisco llamaba a su suegra) se fuese a vivir con ellos. Había envejecido de manera alarmante. Caminaba arrastrando los pies y pasaba las horas en silencio, afanada en alguna labor para matar el tiempo mientras rumiaba en silencio la ausencia de su marido, que había marchado a Valencia para trabajar en una carpintería del Ejército.
La Navidad llegó a Madrid acompañada de un frío gélido. El tono gris del cielo y los edificios en ruinas conferían a la ciudad un aire deprimido que se reflejaba en sus moradores, que deambulaban con un aire de pesimismo dibujado en sus rostros. Las calles eran recorridas por un silencio de muerte, roto sólo por las sirenas que alertaban de un inminente bombardeo; sonidos premonitorios de los fogonazos de las explosiones y del fuego, que teñían de color rojizo una existencia en blanco y negro. Aquella realidad de edificios humeantes, avenidas de adoquines desventradas, sacos terreros y hambre se había apoderado de la capital, irreconocible a los ojos de quienes vivían en ella. Madrid era una ciudad triste, en la que cada día se veían menos niños, que no habían dejado de ser evacuados en sucesivas expediciones a zonas más tranquilas como Barcelona, Valencia y Alicante, y también por toda Europa.
El último día del año las tropas que sitiaban la capital dispararon doce cañonazos para dar la bienvenida a 1938, tercer año de la guerra, convencidos de que, este sí, sería el de la victoria. Doce cañonazos del quince y medio dirigidos contra el edificio de Telefónica, augurio de un martilleo incesante en el resto de la ciudad, recorrida en la madrugada del año nuevo por el ulular de las ambulancias recogiendo muertos y heridos.
Iba a ser su primera noche en la nueva casa cuando Francisco recibió la orden de marchar con su unidad. Era el 21 de enero y las tropas del Campesino partían hacia Teruel para relevar a la 11.ª División, que había participado en la toma de la ciudad, en poder de los rebeldes desde el inicio de la guerra, sin que dos ofensivas republicanas previas hubieran servido de nada. La orden del mando no podía ser más escueta: «Trasladarse a Teruel por carretera. Allí recibirán nuevas órdenes».
Conquistado el norte por el Ejército Nacional, Franco se planteaba una nueva ofensiva sobre Madrid a través de Guadalajara para intentar su rendición definitiva. Para evitarlo, el mando republicano había diseñado una escaramuza en un escenario alejado con la esperanza de arrumbar los planes fascistas sobre la capital.
Ahora era Francisco quien se veía obligado a separarse de su mujer.
—Te escribiré todos los días. Tú cuídate. Ya verás como en dos meses estoy de vuelta. ¡Qué bien que nos vayamos ahora, así cuando des a luz estoy yo aquí! —se escuchó decir con tono de justificación, como antes había oído él de boca de su mujer.
Rosario no dijo nada. Se limitó a sonreír, le dio un beso y le dejó marchar. Dos meses. Ese solía ser el tiempo que la División permanecía en los frentes a los que era enviada. Su misión como unidad de choque estaba siempre en primera línea para contener el avance del enemigo o, como en esta ocasión, para atacarlo. Madre e hija quedaron solas en aquella vivienda, que de la noche a la mañana adquirió para ellas unas dimensiones desproporcionadas. La vida se convirtió en una angustiosa espera. Sólo la visita del cartero sacaba a las familias del inmueble del tedio en que se había convertido su existencia. Rosario escuchaba crujir los peldaños de madera cuando subía y su voz grave en el descansillo de cada piso leyendo los nombres de los destinatarios de sus misivas. Cuando callaba, cerraba los ojos, esperaba que los sonidos se fueran haciendo más próximos y descansaba sus manos abiertas sobre el vientre. «¡Rosario Sánchez Mora!», gritaba, y entonces ella corría hacia la puerta.
Francisco le escribía todos los días, pero no era sencillo trasladar las cartas desde el frente, y en ocasiones se demoraban. La angustia por la falta de noticias se desvanecía con una, dos, tres, cuatro y hasta cinco cartas a un tiempo, que ordenaba por fechas antes de entregarse a su lectura. Francisco escribía a máquina. Lo hacía siempre, aunque a ella le hubiese gustado más seguir los trazos de su escritura; su letra redonda y elegante, inclinada hacia la derecha. Eran misivas muy largas en las que las noticias sobre los hechos del frente, que relataba con rigor de notario, se mezclaban con frases de cariño y preocupación.
Las tropas de la División habían llegado a su destino, el Valle de Alfambra, al nordeste de Teruel, tres días después de su partida. Centenar y medio de camiones les trasladaron hasta los desolados páramos del Bajo Aragón, que les recibieron con una violenta ventisca. Su misión consistía en mejorar las defensas más alejadas de Teruel atacando las posiciones enemigas en los Altos de Celadas, para prevenir así la esperada contraofensiva de los nacionales.
La ciudad había sido tomada el 7 de enero, tras vencer la férrea resistencia de sus defensores, al mando del teniente coronel Domingo Rey D’Harcourt, a quien el generalísimo Franco había ordenado aguantar mientras llegaban las tropas de refuerzo que había enviado. El frío polar, con intensísimas nevadas y temperaturas que rondaban los veinte grados bajo cero, había causado estragos entre sitiadores y sitiados. Muchos de aquellos andaban por los caminos nevados en alpargatas hasta que llegó una remesa de botas para evitar que se les helasen los pies. Uno de ellos era el poeta Miguel Hernández, al que estando allí le llegó la noticia del nacimiento de su primer hijo. Su voz sorda y cristalina era requerida en las trincheras para que recitara a los soldados poesías de combate dirigidas al corazón que arrancaban las lágrimas de hombres de barba cerrada y aspecto feroz.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
Tomada la capital, los vencedores se convirtieron en sitiados, intercambiando con el enemigo los papeles que hasta ese momento habían desempeñado. Las tropas nacionales no habían llegado a tiempo de salvar el enclave, que ahora asediaban con numerosas unidades desplazadas desde otros frentes. Día a día iban recuperando el terreno perdido y tomando pueblos, cotas y posiciones de valor estratégico antes de lanzar el ataque definitivo contra la ciudad.
Francisco le hablaba en larguísimas cartas de la moral de los compañeros, pese a la dureza extrema en que vivían. Habían entrado en combate dos días después de su llegada a la zona, con el asalto a Celadas, en el que había muerto su querido amigo Policarpo Candón, jefe de la 10.ª Brigada Mixta, que fue inmediatamente sustituido por el compañero Domiciano Leal Sargentes. El amigo cubano regaba con su sangre la tierra española en la que meses antes también había perdido la vida su compatriota Pablo de la Torriente.
Rosario respondía con cartas aún más largas, como si compitieran en sus afectos, escritas a mano en papel de barba. Le relataba la resistencia de la ciudad, la vida anodina sin él, sostenida sólo por la esperanza de un vientre que crecía. La leche, que tan bien le vendría para su embarazo, había desaparecido de las tiendas. Ya no alcanzaba para las mujeres en estado ni para los enfermos, a los que hasta fechas antes se les suministraba tras justificar con todo tipo de certificados la necesidad de su ingesta. Ni siquiera había ya suficiente leche en polvo, remitida desde Inglaterra por algunas organizaciones amigas, y la poca que quedaba tan sólo se dispensaba a las embarazadas que estuvieran en su noveno mes de gestación.
La penuria era tal que el Ayuntamiento había ordenado en varias ocasiones que se procediera a la evacuación de los enfermos más graves a otras zonas donde el suministro de alimentos gozara de mayores garantías. No había tabaco, ni vino, ni cerillas, ni leña, y muchas personas acudían por la noche a los descampados a cortar ramas, e incluso árboles, para conseguir algo con que calentarse, pese al riesgo de ser detenidos y puestos a disposición de los tribunales si eran descubiertos. Los periódicos se editaban con apenas dos o cuatro páginas y tinta de muy mala calidad que en ocasiones los hacía ilegibles. Sólo los espectáculos mantenían el pulso habitual de la urbe. ¡Qué paradoja!
La falta de abastecimientos había obligado a la Junta de Defensa y al Ayuntamiento a reclamar a la población que no luchaba que se trasladara a otras localidades, pero los madrileños se negaban a abandonar sus viviendas. En casa pasaban hambre, pero ella prefería no decirle nada. ¡Cómo no iban a pasar hambre si un bote de trescientos gramos de carne congelada se vendía en el mercado negro por seiscientas pesetas y por un huevo se pedían cincuenta! Para algunos desaprensivos tanta penuria era el mejor momento para hacer dinero, y no faltaban los negociantes que mezclaban azúcar quemado con vino corriente para venderlo luego como generoso, o almacenistas que acaparaban género para darle salida con mayor margen de beneficios. ¿Pero de qué serviría contarle todas estas cosas a un hombre cuya vida dependía del disparo certero del enemigo?
Las tropas del Campesino fueron relevadas de las posiciones más avanzadas a medida que el enemigo iba ganando terreno, y retiradas a Teruel para participar en su defensa. Francisco tuvo ocasión de caminar por aquella ciudad sacada de un cuento de terror. Sus cartas eran un pormenorizado inventario de calles con todas sus viviendas destrozadas, muebles que se mantenían en pie apoyados en los escombros, y ropas de sus antiguos moradores desperdigadas entre la desolación. Calles angostas, medievales, que confluían en la plaza del Torico. Los mayores daños los habían sufrido los edificios del Seminario, el Banco de España y la Comandancia Militar, donde hubo la resistencia más enconada.
Los primeros días transcurrieron entre fortificaciones, tiroteos y escarceos continuos del enemigo, que pronto logró aproximarse hasta la ciudad y sitiarla a la espera de su asalto. Este se inició el 17 de febrero con una acción masiva de artillería y aviación, que arrojó bombas de doscientos cincuenta y quinientos kilos. La desproporción de fuerzas con los nacionales era tal que tras cuatro días de encarnizados combates el objetivo no fue mantener lo conseguido a sangre y fuego, sino abrir un pasillo entre las posiciones enemigas para escapar y salvar el mayor número posible de vidas. Lo hicieron cruzando el Turia en una zona en la que la profundidad del río no superaba el metro y medio; con el agua helada hasta el cuello, las manos en alto para mantener secas las armas y la escasa munición, y manteniendo el equilibrio en medio de una rápida corriente y el fuego del enemigo. Los heridos más graves tuvieron que ser abandonados en el hospital que habían montado en la ciudad; sólo los que podían valerse por sí mismos fueron evacuados, aunque muchos de ellos perdieron la vida mientras intentaban cruzar el río, arrastrados aguas abajo entre quejidos y gritos de auxilio que sonaban como un eco en la oscuridad de la noche, ahogados por el rumor del agua al correr.
Quienes lograban atravesar el cauce subían su margen y echaban a correr hacia posiciones guarnecidas para evitar que el amanecer les sorprendiera en campo abierto. La ropa empapada y el aire cortante de la madrugada hacían castañear los dientes e impedían moverse con agilidad. Miles de hombres murieron en el asedio y la huida antes de que los fascistas recuperaran la ciudad el 22 de febrero. Como antes en Brunete, la euforia por la victoria inicial dio paso al desaliento de la derrota. Territorios ganados a costa de miles de bajas se perdían después en cuestión de semanas. La República caminaba de fracaso en fracaso, dilapidando numerosas fuerzas en ofensivas que no le reportaban más allá del dominio de un puñado de kilómetros de terreno.
«La evacuación de Teruel tiene militarmente un valor secundario y no consigue hacer desaparecer los efectos y ventajas conseguidos con su toma por el Ejército Republicano», decía la nota oficial redactada por el Gobierno para minimizar la pérdida de la ciudad conquistada. «Merced a ellos se frustró la ofensiva que los rebeldes preparaban contra Madrid, obligándoles a renunciar a su iniciativa para atemperar la nuestra».
Contra lo esperado, Franco no retomó la aplazada ofensiva sobre la capital, y en su lugar envió las tropas hacia Levante con la intención de llegar al mar y cortar en dos el territorio dominado por las fuerzas republicanas, aislando al norte Barcelona, sede del Gobierno, y al sur todo el frente del centro y las provincias mediterráneas hasta Almería. La capital podía permanecer momentáneamente tranquila. Hasta los bombardeos bajaron en intensidad por la marcha de los aviones italianos y alemanes rumbo a Barcelona, que se convirtió en su objetivo prioritario. Rosario conoció la pérdida de Teruel por los periódicos, y la amargura de la derrota dio paso a la alegría por el próximo regreso de Francisco, de quien sabía por sus cartas que había conseguido escapar con las diezmadas unidades del Campesino.
Las tropas regresaron a Alcalá de Henares en los primeros días de marzo. Venían agotadas y maltrechas. En un mes de lucha habían perdido a centenares de hombres. Algunas compañías habían desaparecido y muchos batallones retornaban con la mitad de sus integrantes. Cuando tuvo a Francisco frente a ella, la emoción le impidió decir nada. Corrió hacia él y se fundieron en un abrazo interminable. Venía sucio y de su guerrera emanaba un olor pestilente. Le miró a la cara y le costó reconocerlo. Tenía los ojos hundidos, enmarcados en unas profundas ojeras, y barba de varios días. Los pómulos sobresalían en irnos carrillos exangües que daban a su rostro un aspecto cadavérico. Había perdido muchos kilos y su aspecto era el de un hombre enfermo y derrotado. Le pasó la mano por su abultado vientre, que ella sostuvo unos instantes para que percibiera la vida que latía dentro. Lloraron por la alegría del reencuentro y regresaron a la casa que no habían llegado a compartir. Tenía tres días de permiso.
Fueron jornadas tranquilas, mientras la División se reorganizaba con nuevos hombres que sustituían a los caídos en combate: reservistas de 1929 y reclutas de 1940. En Madrid ya no resonaban las voces de victoria, sino las que llamaban a la resistencia. Resistir era el lema que el presidente Negrín había lanzado a los cuatro vientos: «Una sola orden en toda conciencia: resistir. Hablo por igual a los que combaten en el frente y a los que trabajan en la retaguardia: resistir. Con mucho o con poco material, con mucho o con poco pan: resistir. El soldado en el frente, el obrero en el taller, la mujer en el hogar, el niño en la escuela: resistir. Resistir, resistir y resistir. Crear, crear y crear. Por cada jornada de resistencia y trabajo conseguiremos una nueva posibilidad de victoria».
Habían transcurrido dos semanas desde su regreso cuando la 46.ª División recibió de nuevo la orden de partir. Lo hizo el 13 de marzo camino de Aragón para contener la nueva ofensiva fascista en la zona para dividir en dos el territorio en poder de la República. Días antes los rebeldes habían tomado Belchite, que, como Brunete y Teruel, reconquistaron tras haberla perdido. Le siguieron Quinto, La Zaida, Vástago y numerosos pueblos más de una línea de frente que avanzaba imparable hacia el mar.
No hubo llantos, ni siquiera palabras, en su despedida. Se miraron en lo profundo de los ojos y en esa mirada se contenían todos sus sentimientos: la certeza de que se querían y la certidumbre de que en esta ocasión era imposible saber durante cuánto tiempo estarían separados. Después lo vio perderse en el horizonte, confundido entre centenares de hombres que llenaban los camiones que debían trasladarlos a quinientos kilómetros de distancia, en una agotadora marcha sin más paradas que las imprescindibles para repostar carburante.
A su paso por Tarancón, Valencia, Castellón y la localidad tarraconense de Tortosa presenciaron con desolación la marcha hacia ninguna parte de cientos de soldados en retirada. Acamparon en Borjas Blancas y días después se trasladaron a Lérida, centro principal del valle del Segre, cuya defensa les fue encomendada por el mando.
La 101.ª Brigada, junto a la 13.ª Internacional, se posicionó en los accesos de la ciudad, mientras los flancos eran guarnecidos por las Brigadas 10.ª y 37.ª, recién incorporada a la 46.ª División, que contaba ya con doce mil hombres. El Campesino estableció su puesto de mando en la sucursal del Banco de España, en el centro de la ciudad. Lérida había sido abandonada por sus habitantes tras varios días de bombardeos aéreos, aunque habían dejado tras de sí numerosas vituallas y ropa, producto de una ciudad con una importante producción agrícola y textil, lo que sin duda iba a facilitar su defensa.
En Madrid, Rosario vivía angustiada por meses de espera sin nada que hacer, limitándose a ver pasar los días desde su estado de gravidez. Necesitaba sumarse a los esfuerzos de quienes luchaban para no sentirse inútil. Lo hizo en la oficina que Dolores Ibárruri la Pasionaria había organizado para reclutar mujeres que cubrieran los puestos de trabajo que los hombres dejaban libres cuando marchaban al frente. La había conocido meses atrás en la sede del Comité Central del partido, en Serrano 6, a la que Rosario acudía para recoger el diario Mundo Obrero en la época en que estaba destinada en el Aparato de Agitación y Propaganda de la División. Vestida siempre de negro, con el pelo recogido en un moño, la Pasionaria irradiaba fortaleza y determinación. Su sola presencia reconfortaba a quienes la trataban.
La oficina estaba instalada en el número 5 de la calle de Zurbano, en el chalé requisado a una marquesa. En la terraza del primer piso se había puesto un altavoz desde el que se llamaba a las mujeres a alistarse. Rosario se instaló en una amplia habitación con dos enormes ventanales por los que se colaban los primeros rayos del sol de primavera. ¡Qué distinto del chiscón de O’Donnell! Una mesa de madera protegida por un cristal, una máquina de escribir y un archivador de metro y medio de alto por setenta centímetros de ancho eran todo su material de trabajo. Una a una, muchachas jóvenes y no tanto, solteras, casadas y viudas se sometían a sus preguntas: «¿Cómo te llamas?», «¿cuántos años tienes?», «¿dónde vives?», «¿qué te gustaría hacer?». Anotaba sus respuestas en un formulario que archivaba después en espera de que los distintos servicios bajo la supervisión de la Junta de Defensa de Madrid o del Ayuntamiento reclamaran mano de obra. Las voluntarias marchaban entonces a trabajar en los tranvías, en el metro, en las fábricas de cemento o a limpiar hangares.
Las cartas volvieron a ser el vehículo imprescindible para saber el uno del otro.
Mi queridísima mujer: qué puedo decirte de un día que sea distinto de otro, si parecemos vivir una sucesión de jornadas iguales. Tableteo de metralletas, tiroteos, explosiones y muerte. He visto tanta a mi alrededor que me he acostumbrado a ella. Ya no siento apenas nada al ver caer a un compañero con quien horas antes he compartido un cigarrillo. Ni siquiera siento hambre. Puedo pasarme hasta dos días sin comer y sin necesidad de ello. He perdido el apetito y también el miedo a morir. Sólo pensar en ti y en nuestro hijito que está en camino me estremece y me hace ponerme en guardia. Pienso entonces que tengo que volver. Te quiero, os quiero, tanto…
Las siguientes jornadas fueron de incesante asedio del enemigo. Había que defender Lérida, el camino más corto a Barcelona. Era imprescindible mantener la línea del Segre para que el Gobierno de la República tuviera la absoluta certeza de que el enemigo no lograría cruzar la ciudad. Se luchaba durante el día y se aprovechaban las noches para atrincherarse y crear fortificaciones en medio de un tiempo endemoniado e intensísimas borrascas. Las noches de viento y llovizna eran también el momento del municionamiento y suministro de víveres a las posiciones más avanzadas, que habrían de soportar las embestidas de los atacantes a la mañana siguiente. Invariablemente, estas iban siempre precedidas de un intenso fuego de artillería, que se prolongaba por espacio de treinta o cuarenta minutos antes de dar paso a la infantería.
El Campesino tuvo que ser evacuado por razones de salud unas jornadas después de iniciados los combates. El intenso frío sufrido en el paso del Turia le había afectado los pulmones y quebrantado su fortaleza de hierro hasta convertirlo en una persona quebradiza. Pedro Mateo Merino, el responsable de su 101.ª Brigada, fue el encargado de sustituirle de manera accidental al mando de la División mientras se recuperaba en la retaguardia. Durante días los fascistas intentaron cruzar el río sin conseguirlo pese a su abrumadora superioridad en fuerzas y armamento. Era un enemigo que venía de una marcha triunfal, sin apenas resistencia, y que se veía obligado a suspender su avance.
Fueron necesarios treinta y ocho días de encarnizados enfrentamientos para tomar Lérida; hasta el 3 de abril. La primera de las cuatro capitales catalanas estaba ya en poder de Franco, que aprovechó la ocasión para declarar abolido el Estatuto de Cataluña. El día 12 de abril sus tropas tomaban el pueblo de Chert, y tras él Cervera y San Mateo, para alcanzar el día 15 Vinaroz y con ello el mar Mediterráneo. El territorio republicano quedaba dividido en dos, y Francisco y Rosario, definitivamente separados. El al norte del Ebro y ella en Madrid, sin que ninguno de los dos fuera capaz de adivinar cuándo volverían a verse. Las cartas se fueron distanciando. Cataluña y Madrid se comunicaban por mar y por aire, aunque en condiciones muy difíciles debido al bloqueo marítimo y la clara superioridad de la aviación enemiga. En el otro bando, el presidente Azaña constituía un nuevo Gobierno de unión nacional bajo la presidencia de Juan Negrín, al que se incorporaron representantes de todos los partidos del Frente Popular y de los sindicatos UGT y CNT. Su primera decisión fue movilizar a los reemplazos de 1928, 1929 y 1941. La marcha de la guerra necesitaba de nuevos sacrificios.
El trabajo en la oficina del partido llenó desde ese momento la existencia de Rosario, que ocupaba sus horas de sol a sol afanada en su tarea, que la mantenía ocupada y evitaba que se apoderara de ella el abatimiento por la ausencia de noticias de su marido y el nerviosismo por la cada vez más próxima fecha del parto. El 22 de julio dio a luz en el hospital de Santa Cristina, en la calle de O’Donnell, una preciosa niña a la que puso por nombre Elena: Elena Burcet Sánchez, aunque para entonces Franco había declarados nulos los matrimonios civiles recogidos en la Ley dictada por la República el 28 de junio de 1932 para regular las uniones que no eran dispensadas canónicamente. Rosario era, para la legalidad de los nacionales, una madre soltera. Ella, en cambio, no sabía si era viuda.
Tan pronto como su estado de salud se lo permitió, regresó a la oficina, hasta donde se acercaba su madre con la niña para que le diera de mamar. La pequeña les había devuelto la ilusión de vivir pese a la angustia que les generaba la falta de noticias del frente y la marcha, cada día peor, de la guerra. Elena era su única alegría.
Barcelona quedaba ya a tan sólo ciento treinta kilómetros de la primera línea de fuego. Pese a ello, el ataque franquista se encaminó a la conquista de Valencia, por un lado, y Almadén (Extremadura) por otro. De nuevo, haciendo de la necesidad virtud, el mando republicano planeó una ofensiva contra las fuerzas nacionales que atacaban Valencia. La operación requería cruzar el río Ebro, en cuya orilla derecha se hallaba atrincherado el Ejército Nacional, para ganar su posición y caer sobre su retaguardia en la capital del Turia, al tiempo que desde esta se iniciaba también un ataque para atrapar a las tropas entre dos fuegos. La victoria permitiría también reestablecer la continuidad del frente republicano en el Mediterráneo, que permanecía dividido en dos. La ofensiva venía siendo preparada concienzudamente desde junio por el general Vicente Rojo.
La madrugada del 25 de julio las tropas republicanas cruzaban el Ebro en barcas y a través de pasarelas por doce puntos diferentes, entre Cherta y Fayón. Las tres brigadas de la 46.ª División lo hacían por Benifallet. Cuando el enemigo quiso darse cuenta del ataque, buena parte de las tropas republicanas habían alcanzado sus objetivos. La sorpresa fue el factor fundamental de esta primera victoria, que trajo consigo la conquista de algunos pueblos. Primero cayó Aseó, después Miravet, y Corbera, y Fatarella, y Camposines, y Pinell, y muchos más hasta llegar a Gandesa, el nudo de comunicaciones más importante del enemigo, hacia el que este comenzó a enviar los primeros refuerzos para detener la ofensiva republicana. El avance era imparable y en días sucesivos cayeron en poder del Ejército Popular las posiciones fascistas en las sierras de Caballs y Pandols, dos observatorios privilegiados que aseguraban el dominio de la zona. Las tropas de Franco, que se encontraban ya en Sagunto, a menos de treinta kilómetros de Valencia, tuvieron que ser trasladadas al nuevo frente, evitando con ello el asalto de la ciudad.
El Ejército del Ebro,
rumba la rumba la rumba la.
El Ejército del Ebro,
rumba la rumba la rumba la,
una noche el río pasó,
¡ay, Carmela! ¡Ay, Carmela!,
una noche el río pasó,
¡ay Carmela! ¡Ay, Carmela!
Y a las tropas invasoras,
rumba la rumba la rumba la.
Y las tropas invasoras,
rumba la rumba la rumba la,
buena paliza les dio,
¡ay, Carmela! ¡Ay, Carmela!,
buena paliza les dio,
¡ay, Carmela! ¡Ay, Carmela!
(…)
cantaban los soldados republicanos tomando la letra de una canción popular del siglo XIX que ya recitaban los guerrilleros españoles que lucharon contra las tropas de Napoleón en 1808 y cuya letra se había adaptado a las circunstancias del momento, con distintas versiones según las unidades que la entonaban.
Las noticias llegaron a Madrid, como siempre alcanzan las buenas noticias sus objetivos, creando en la ciudad un renovado espíritu de lucha y desatando el entusiasmo de sus habitantes. Se organizaron manifestaciones y algunos desfiles, y las tropas destinadas en la primera línea se sintieron llamadas a un ataque general para completar lo que se interpretaba como una señal inequívoca de la futura victoria de la República. El frente en torno a la capital recuperó aquellos días la actividad que no tenía desde hacía semanas. También los fusilamientos de cuantos eran juzgados como traidores y miembros de la Quinta Columna franquista que luchaba desde dentro de la ciudad. Sólo al atardecer los tiroteos cedían como si cumplieran un horario. También para Rosario aquella victoria era motivo de alegría. Su marido, Francisco, formaba parte de aquel enorme ejército de cien mil hombres que el Gobierno había lanzado contra los rebeldes en un intento por cambiar el curso de la guerra.
El 2 de agosto, sin embargo, la ofensiva se detuvo y el frente quedó estabilizado, con el avance republicano en unos veinticinco kilómetros sobre territorio enemigo y en un frente de sesenta kilómetros. Daba comienzo una guerra de desgaste en la que quedó depositado el futuro de la contienda. Ambos bandos concentraron allí lo mejor de sus tropas y hasta las posiciones de unos y otros se desplazaron observadores de todo el mundo para dar cuenta de la que se consideraba la batalla decisiva. Francia había cerrado en junio su frontera con España, donde había quedado atrapado parte del material soviético enviado a la República, que quedó aislada del mundo exterior.
Fueron semanas de encarnizados enfrentamientos, con todo el material de guerra disponible, en las que Franco bombardeó los puentes construidos por los republicanos y provocó crecidas del Ebro a través de los embalses pirenaicos para cortar el paso de refuerzos y material. Jornadas de avances y retrocesos, de derrotas parciales y victorias pírricas que concluyeron tres meses y medio más tarde, cuando las tropas republicanas cruzaron de nuevo el Ebro, en esta ocasión en dirección contraria a como lo hicieran en la madrugada del 25 de julio.
El Campesino fue relevado del mando de su unidad por Líster, su jefe como responsable del 5.º Cuerpo del Ejército, que llevaba meses enfrentado con él por lo que consideraba una gestión irresponsable de las fuerzas a sus órdenes, a las que abocaba a enfrentamientos directos con el enemigo que sólo servían para demostrar su arrojo y valor, pero que causaban estragos en sus filas. La imagen de guerrillero invencible que se había ganado en Somosierra se había ido socavando poco a poco. Su autoridad había quedado en entredicho en Brunete, y en Teruel y Lérida terminó por desplomarse. Incluso había perdido el respeto de muchos de sus hombres, cansados de sus métodos brutales y de los castigos que infligía a quienes consideraba cobardes o «turistas de la revolución», como llamaba a quienes le pedían un permiso para ir a ver a sus familias tras meses de ausencia. Sus arranques de furia se habían hecho famosos y cualquier debilidad, por justificada que estuviera, era recriminada con severidad. Bastaba con que presenciara que un herido era cargado por más de dos hombres para que montara en cólera y amenazara con fusilar a los cobardes, que, según él, aprovechaban cualquier excusa para retroceder.
En aquellos combates por el dominio de las dos orillas del Ebro sus hombres habían perdido en un día más terreno que la 35.ª División en dos semanas, mientras él se encontraba lejos del frente con el pretexto de que estaba enfermo, pese a que todos sospechaban que era una justificación para no combatir a las órdenes de Líster. Fue la gota que colmó el vaso de los desencuentros entre ambos mandos, que se odiaban públicamente desde hacía tiempo. El Campesino detestaba lo que él llamaba la «táctica militar burguesa» y Líster despreciaba su condición de hombre primario y su falta de disciplina. «Al principio no tenía mucha fe en mí, pero cuando he visto lo que estos me han enseñado, después de tantos años de estudio, me río de la táctica burguesa», se jactaba ante sus hombres.
«No sólo merecía ser destituido, sino que realmente era merecedor de una sanción mucho más grave. A esa mezcla de bestia y de loco no le cabía en la cabeza no ya una División, sino ni siquiera un compañía», dijo de él Líster, que remitió su cese con el parte correspondiente al Estado Mayor del Ejército. El Campesino no volvió a mandar un solo hombre.
La guerra había entrado en una fase decisiva en la que ya no bastaba el valor sin sentido de los primeros combates. Ahora era necesario planificar sobre el terreno cada ataque, estudiando las posiciones del enemigo y previendo sus movimientos. Había que organizar la coordinación entre las tropas, asegurar el suministro regular de todo lo necesario, desde alimentos a municiones; prevenir los ataques del enemigo cubriendo los flancos y, sobre todo, saber mandar y convertir en fe en el mando el miedo de los hombres antes de entrar en combate. Sólo así era posible vencer a un ejército profesional y mucho más cualificado que el propio. Domiciano Leal Sargentes fue el elegido para sustituir al mítico guerrillero al frente de la División, aunque lo haría por un corto espacio de tiempo, al perder la vida en el campo de batalla. El Campesino había sido condenado definitivamente al ostracismo.
El 15 de noviembre las tropas de Franco daban por reconquistadas las posiciones que ocupaban en verano, y con ello por rechazada la operación militar republicana más importante desde que se había iniciado la guerra. La batalla del Ebro había costado miles de vidas a unos y otros y se saldaba con un nuevo revés para el Gobierno del doctor Negrín, que veía cada vez más cerca la derrota.