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Cartera del frente
Había transcurrido un año de guerra, el tiempo suficiente para que los dos bandos tuvieran la certidumbre de que estaban ante una contienda larga. Los fascistas no habían sabido prever la resistencia de la población, alzada en armas para defender la República, y el Gobierno había calculado mal las fuerzas de los rebeldes. El golpe de Estado había fracasado, pero el poder legítimo había sido incapaz de aplastar la asonada y restituir la legalidad republicana. Tras un año de combates, la única certeza era que el ejército autodenominado nacional ganaba la guerra. Doce meses después del alzamiento controlaba ya Extremadura y parte de Andalucía, había conquistado Vizcaya y se aprestaba a tomar Santander. Las tropas leales habían perdido el norte, el oeste y parte del sur de la Península, y estaban arrinconadas hacia el Mediterráneo. Madrid seguía siendo la pieza clave que podía decidir el fin de la contienda. Lo sabían quienes la sitiaban, y también quienes la defendían.
El Cuartel General Republicano llevaba tiempo discutiendo dos ambiciosos planes para modificar la situación. Hasta ese momento el Ejército Popular se había limitado a defender sus posiciones; ahora atacaría. Uno de los proyectos consistía en avanzar hacia Extremadura para partir en dos el territorio en poder del ejército de Franco, y el otro tenía por objetivo aliviar el asedio sobre la capital. Los partidarios de este último impusieron sus tesis y comenzó a prepararse un ataque en punta hacia Brunete, que había caído en manos de los fascistas en el mes de noviembre anterior. Se trataba de una pequeña localidad de mil quinientos habitantes, a treinta y tres kilómetros de la capital, de escasa importancia para el cerco que los nacionales mantenían sobre esta.
La ofensiva republicana consistía en avanzar desde sus posiciones entre El Pardo y El Escorial, por un lado, y Aranjuez, por otro, para atrapar en una bolsa a las fuerzas nacionales que sitiaban la ciudad desde el suroeste. La operación iba a ser respaldada por cerca de ochenta mil hombres de seis divisiones. Una de ellas era la del Campesino. Este había cedido el mando de la 10.ª Brigada a Policarpo Candón, y a esta se había sumado la 101.ª Brigada de Pedro Mateo Merino para crear la 46.ª División, de la que se hizo cargo el propio Valentín González. Junto a sus hombres estaban los de la 11.ª División de Enrique Lister y la 35.ª Internacional de Walter, integradas en el 5.º Cuerpo del Ejército Republicano al mando de Juan Modesto Guilloto. Su misión era conquistar Quijorna, Brunete y la carretera de esta localidad a la vecina Sevilla la Nueva. Las divisiones 3.ª, 10.ª y 45.ª del 18.º Cuerpo del Ejército, a las órdenes de Enrique Jurado, debían hacerse con Villanueva de la Cañada y Villanueva del Pardillo. Logrados los objetivos, se trataba de alcanzar la retaguardia de las fuerzas nacionales que acosaban Madrid.
La noche del 5 de julio las tropas del Campesino embarcaron en los camiones que habían de conducirles desde su cuartel en Alcalá de Henares hasta las inmediaciones de El Escorial. Allí, acampados en una dehesa arbolada situada a varios kilómetros de la localidad, esperaron la hora señalada para salir en busca del enemigo: la madrugada del 6 de julio.
—Hoy no se puede retroceder —arengó Campesino a sus hombres—. Al capitán que no sepa conducir su compañía adelante, lo fusilo. Si el comandante de un batallón no logra el objetivo que se le ha señalado, lo fusilo también. Que se pegue un tiro el que no quiera darme el disgusto de tenerlo que matar.
Atravesaron los ondulados páramos cargados con bombas de mano, fusiles-ametralladoras y morteros, dando inicio al mayor intento del Ejército Popular de romper el cerco de Madrid. En el horizonte se dibujaban el perfil de las cumbres de la sierra de Guadarrama.
El despliegue, apoyado por carros de combate y la aviación, pilló por sorpresa a las escasas tropas nacionales que defendían el lugar: una división de falangistas y un millar de soldados marroquíes, que vieron desbordados sus emplazamientos en numerosos puntos pese a disponer de una malla de trincheras y fortines. El ataque republicano fue de tal magnitud que Brunete claudicó en apenas unas horas al empuje de los hombres de Lister y algunas patrullas avanzaron por la carretera a Sevilla la Nueva sin encontrar resistencia. Sin embargo, las pequeñas guarniciones de Quijorna y Villanueva del Pardillo resistieron la acometida y durante días fueron castigadas por la aviación y la artillería republicana. El terreno ganado a fuego y sangre era fortificado para facilitar su defensa.
Rosario acompañada de Francisco Galán, primero por la derecha, el Campesino, con barba, y Pedro Mateo Merino.
Rosario, que había vivido los últimos meses de la guerra desde el chiscón de la calle de O’Donnell, iba a tener ocasión de volver al frente e incorporarse a la batalla más importante que se libraba en torno a la capital. Cuando se lo propusieron no lo dudó. El oficial sabía a quién elegía.
—Tú que no eres miedosa, ¿te gustaría ser cartero del frente? —le preguntó convencido de la respuesta.
Su nuevo cometido, habitualmente encomendado a un sargento, consistía en ser el cordón umbilical que unía a los soldados que se batían en el frente con sus familias a través de la correspondencia. Su antecesor había desaparecido sin dejar rastro, y nadie sabía si había muerto o desertado. Tenía que cubrir a diario la línea Brunete-Quijorna, que guarnecían las tropas del Campesino. Le dieron un pase y una pistola, le asignaron un enorme coche negro de siete plazas y pusieron a dos hombres a sus órdenes: Valentín y Fita.
Valentín era el conductor, una tarea para la que tenía oficio. Antes de la guerra se dedicaba al transporte de pasajeros en Morata de Tajuña, de donde era natural. Allí tenía a la mujer y a sus dos hijos. Sus cuarenta años y una barriga prominente le otorgaban un aspecto apacible, el de un hombre conforme consigo mismo. Fita era gallego, rondaba la treintena y se le daban bien las matemáticas, por eso era el encargado del pago de los salarios a los soldados y de la recogida de los giros que estos enviaban a sus familias en la retaguardia.
Las cartas para el frente se recibían en una dependencia situada en el número 18 del paseo del Prado. Un grupo de muchachas las ordenaban por brigadas, batallones y compañías, y las introducían en sacas debidamente identificadas. A las ocho de la mañana, Rosario y sus compañeros acudían puntuales a recoger la correspondencia, y sin demora se dirigían al frente dando un rodeo para evitar las zonas próximas a las posiciones enemigas. Su itinerario pasaba por Fuencarral, las tapias de El Pardo, Majadahonda y desde allí a su destino final por sinuosas carreteras y caminos en los que era fácil adentrarse en las posiciones enemigas si no se andaba atento.
La entrega de las sacas se efectuaba en un punto previamente acordado. Rosario decidió que fuera un puente a refugio de una arboleda, a escasa distancia de la línea de fuego. Siempre a la misma hora. Allí las recogían los carteros de las distintas unidades, que tenían habilitados en las trincheras unos puntos para su reparto, en tomo a los cuales se agolpaban los soldados a la espera de noticias de sus familias. Recibir una carta suponía un ritual que se repetía casi sin excepción. El afortunado la olía intentando percibir el perfume de la piel querida antes de buscar un lugar tranquilo para abrirla con parsimonia y leer y releer su contenido. Palabras mil veces repetidas: «Nosotros estamos bien», «no te preocupes de nada», «cuídate mucho», «te queremos»… Cuando concluía, volvía a buscar el olor de casa y guardaban el papel arrugado en el bolsillo de pecho, junto al corazón.
Rosario sabía lo mucho que significaban aquellas misivas para la moral de los combatientes, y por eso advertía a los carteros de la obligación de entregar todas y cada una de ellas a sus destinatarios, allí donde estuvieran. En algunos casos estos se encontraban en las líneas más avanzadas y no tenían ocasión de recogerlas. El cartero debía entonces adentrarse hasta su posición, con riesgo de ser alcanzado por una bala, y para evitarlo optaba por deshacerse del envío.
—Si encuentro algún sobre tirado y sin abrir, el responsable irá de cabeza a primera línea —les advertía Rosario con la autoridad que le otorgaba el cargo.
Ella se encargaba de llevar personalmente la prensa, los telegramas y las órdenes dirigidas al Estado Mayor de cada brigada. Al acercarse el mediodía, Valentín y Fita preguntaban invariablemente: «¿Hoy dónde comemos, Chacha?». Lo hacían donde les pillaba. En la 101.ª Brigada, en la 209.ª o en la 10.ª Firmaba un vale por tres raciones para el coche del frente y tomaban el rancho del día, invariablemente patatas guisadas o arroz cocido, arreglado con distintos condimentos para cambiarle el sabor. Los hombres tomaban vino, y ella pedía un bote de leche condensada que luego regalaba a Valentín para que lo hiciera llegar a su familia. Después continuaban su tarea hasta que caía la tarde, y a las ocho regresaban de nuevo a Madrid.
Unos días después de la toma de Brunete, Rosario quiso recorrer las calles del pueblo cuya conquista había costado la sangre de muchos compañeros. Cuando lo hizo no vio más que casas destrozadas y el suelo agujereado por las bombas de la artillería y de la aviación. Tenía el aspecto de un pueblo fantasma, si podía siquiera considerarse como tal. Sólo las placas de cerámica azul y letras blancas con el nombre de la localidad, que permanecían en la pared aún erguida de uno de los inmuebles, daban testimonio de que aquello fue un lugar habitado.
La que había sido su plaza mayor era un solar, en uno de cuyos laterales aún se apreciaban restos de una escalinata que subía hasta la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, del siglo XVI, que sólo mantenía en pie su campanario. La imagen del Santo Cristo del Patrocinio, patrón del pueblo, había sido reducida a cenizas. La mirada se perdía en el horizonte en lomas de rastrojos quemados, en los que sólo el verdor de algunos olivos vestía la llanura desnuda. Resultada difícil imaginar que tiempo atrás aquellos campos de Brunete estuvieron cubiertos de grandes bosques de encinas y pinares.
Los cadáveres habían sido retirados de las calles y enterrados en fosas comunes, lo que no evitaba un intenso olor a muerte procedente del cementerio, que había sido alcanzado por numerosos impactos que habían removido los cadáveres de sus tumbas. El calor asfixiante y los problemas de abastecimiento de agua, pese a la proximidad de la sierra de Guadarrama, añadían un elemento dramático a aquel erial en ruinas.
La ofensiva republicana se mantuvo sobre Villanueva del Pardillo y Quijorna, que finalmente capitularon con combates a bayoneta calada. El 13 de julio las tropas habían alcanzado todos sus objetivos, capturado cientos de prisioneros —entre ellos las marquesas de Larios, que serían canjeadas con el enemigo— e incautado decenas de cañones y morteros, además de varios centenares de fusiles y ametralladoras. El terreno conquistado se extendía en doce kilómetros al sur de Brunete. La operación fue un éxito, aunque la alegría por la victoria no duraría mucho.
Consciente de la importancia de la derrota sufrida, el generalísimo Franco decidió posponer la inminente toma de Santander y enviar a parte de las fuerzas que operaban en el norte a este nuevo frente para recuperar el terreno perdido en torno a la capital. Varias divisiones navarras, fuerzas de regulares y legionarios se trasladaron a la zona. También la Legión Cóndor alemana, que tres meses antes había bombardeado Guernica. Sus modernos cazas Messerschmitt, además de los Heinkel y Junker, fueron desplazados al lugar en una demostración de poder desproporcionada dada la insignificancia de Brunete. Unos aparatos muy superiores a los Polikarpov I-15 y I-16 Chatos y Moscas soviéticos que habían cubierto la ofensiva.
Las tropas republicanas cavaron trincheras y construyeron nuevas defensas a la espera de la segura contraofensiva de los fascistas, que no tardó en producirse. Tras cinco jornadas de relativa calma, el día 18, al cumplirse un año justo del alzamiento, las tropas nacionales atacaron las posiciones perdidas, que bombardearon con proyectiles incendiarios que devastaban amplias superficies. Fueron días de intensísimos combates, en los que la muerte se enseñoreó de aquellos campos, donde cada día perdían la vida cientos de soldados de uno y otro bando.
El coche correo se convirtió en uno de los objetivos de las tropas nacionales, que desde sus trincheras se empeñaban en alcanzarlo a tiros cada vez que atravesaba algún claro y quedaba expuesto como blanco, sin más defensa que la pericia del conductor y la velocidad que fuera capaz de imprimir al vehículo. Algunos compañeros les advirtieron de que no era conveniente que continuaran con el reparto en coche porque corrían peligro. Aviones enemigos efectuaban batidas de reconocimiento y ellos eran un objetivo sencillo: un enorme coche negro reluciendo al sol aplastante del verano.
Rosario no hizo caso, y en una de aquellas jornadas el vehículo se vio envuelto por el fuego de morteros, al haberse adentrado por error en la tierra de nadie que separaba las posiciones de unos y otros.
—¡Bajad del coche y venid aquí! —les gritaron los soldados que asistían el fuego graneado.
—Valentín, no hagas caso y písale todo lo que puedas, porque si nos paramos para bajarnos seguro que nos vuelan.
Valentín pisó el acelerador a fondo y al cabo de unos minutos dejaba caer el coche por una pendiente tras salvar los últimos metros con los neumáticos destrozados. Quedaron fuera de la vista del enemigo, que desistió de continuar disparando. Pasaron unos instantes en silencio, se miraron y, con el rostro aún lívido, se echaron a reír para ahuyentar el miedo.
El incidente hizo que Rosario adoptara mayores precauciones. Desde entonces dejaban el coche a resguardo en una zona arbolada mientras ella se dirigiría andando hasta el lugar de la entrega. Valentín tan sólo tenía que esperar y Fita la acompañaba cuando tenía que efectuar pagos.
La cautela no evitó el peligro. La División estaba a punto de ser relevada tras dos meses en la zona y era una de sus últimas incursiones en la zona antes de regresar a Alcalá de Henares con sus compañeros. Un avión enemigo, un caza alemán Heinkel, la descubrió cuando caminaba a toda prisa tras haber entregado la correspondencia. Efectuó una pasada de reconocimiento y describió un semicírculo sobre su trayectoria para encarar su objetivo de frente. Abrió fuego de metralleta, que recorrió el camino describiendo dos líneas paralelas. Rosario corrió en busca de un refugio alejado de su alcance.
—¡Chacha, tírate al suelo! —le gritaron Valentín y Fita, que asistían a la escena a cubierto.
Ella corría sin hacer caso. «Si me tiro, seré un blanco mucho más sencillo que de pie», pensaba, mientras el avión repetía la maniobra para volver sobre su pieza. Atisbo una manta y corrió hacia ella. Se arrojó al suelo y se cubrió con aquel trapo andrajoso cuyo color pardo la mimetizaba con el terreno. Escuchó el ruido de las hélices acercarse hasta pasar por encima y alejarse después hasta desaparecer por completo. Sólo en ese instante se percató de que junto a ella había otra persona.
—Compañero, ya podemos salir, el peligro ha pasado.
No contestó.
Echó la manta hacia atrás y descubrió el motivo de su silencio: estaba muerto. Su cadáver yacía cubierto a la espera de ser recogido. Volvió sobre sus pasos y, junto a Valentín y Fita, regresó a Madrid sin decir palabra.
Brunete pasó en aquellas jornadas de unas manos a otras, hasta que el 25 de julio, festividad de Santiago, patrón de España, los nacionales se hicieron definitivamente con ella. Una casualidad que Franco no desaprovechó para asegurar: «El Apóstol me ha dado la victoria el día de su fiesta». Una versión moderna de la Reconquista, aunque los moros estuvieran ahora de su lado, y una prueba más de que la lucha contra la España roja, contra las hordas ateas de Moscú, reunía las características de ama cruzada. Tras casi un mes de intensa batalla el frente quedó estabilizado, con Brunete en poder de los nacionales y Quijorna, Villanueva de la Cañada y Villanueva del Pardillo en manos de los republicanos. La ofensiva costó veinte mil bajas a las tropas gubernamentales, entre las que se contaban algunas unidades al completo, como el Batallón Lincoln, integrado por internacionalistas norteamericanos, y diez mil más a las rebeldes.
La batalla fue un fiasco para los planes del Gobierno Negrín, que tan sólo logró aplazar durante cuatro semanas la ofensiva de Franco sobre Santander, que terminó claudicando el 25 de agosto, después de unas jornadas en las que el Generalísimo dudó en avanzar de nuevo sobre Madrid o continuar la conquista del norte, como finalmente decidió. Sin Mola, fallecido, los fascistas prosiguieron su imparable avance en la cornisa cantábrica, ahora en dirección a Asturias, bajo el mando del general Fidel Dávila Arrondo.
Las tropas del Campesino volvieron a Alcalá de Henares para descansar y recuperar fuerzas a finales de agosto. Había que hacer recuento de las bajas y reclamar refuerzos al 5.º Regimiento. Rosario regresó con ellas sin saber si volvería al Estado Mayor en O’Donnell o permanecería con sus compañeros a la espera de un nuevo destino en el frente. El Gobierno, consciente de que el Norte estaba a punto de caer en manos del enemigo, había decidido lanzar una nueva ofensiva en el frente de Aragón con la intención última de conquistar Zaragoza. Se trataba de ganar tiempo para la defensa de Asturias, sobre la que avanzaban los fascistas. En esta ocasión, sin embargo, Franco no cayó en el anzuelo y, en lugar de desviar sus tropas, como había hecho en Brunete, apostó por mantener el objetivo marcado.
Para Rosario, los sucesos de la guerra se mezclaban con los personales. Su regreso a Alcalá suponía retomar la cita que había prometido a Francisco con sus padres dos meses atrás, antes de decidir si se casarían. El día concertado, los cuatro se encontraron en las proximidades de la Puerta de Alcalá. Tras las presentaciones de rigor, y sin saber muy bien qué hacer, las dos parejas echaron a andar. Rosario se situó junto a su madre, mientras Francisco charlaba con quien esperaba se convirtiese en su suegro. Hablaba por los codos, intentando convencer a su interlocutor de lo que no había convencido a su novia: que si se querían lo mejor era casarse. Tenía unos ahorros, y con las pagas de ambos en el Ejército podrían vivir, sin lujos pero sin estrecheces. Rosario acababa de cumplir dieciocho años en abril y era ya una mujer —de eso no había ninguna duda—, y él cuidaría de ella a costa incluso de su propia vida.
Ella escuchaba en silencio, ruborizada por aquella confesión pública de amor ante terceros, mientras caminaban calle de Alcalá abajo, en dirección a la plaza de la Cibeles. Hubiese preferido que se sentaran en algún café para tratar un tema tan personal, en lugar de ir en procesión: los hombres por delante y su madre y ella dos pasos por detrás. De vez en cuando aceleraba el paso y se colocaba a la altura de su padre, al que golpeaba con la mano en una pierna o le tiraba de la chaqueta hacia abajo, en un intento de que persuadiera a aquel muchacho impetuoso de que lo mejor era esperar hasta que acabara la guerra. Tal vez a él le hiciera caso.
Cuando concluyó su exposición, Francisco calló y esperó una respuesta. Andrés guardó silencio unos instantes y, mirándoles a la cara, les dijo: «Haced lo que vosotros queráis». Rosario no pudo negarse, ¡si hasta su padre había sucumbido a aquella perorata vehemente! Pero antes de aceptar puso una última condición a su prometido: que se arreglase con su madre.
El 6 de septiembre, mientras ultimaban los preparativos de la boda, las noticias del frente de Aragón anunciaron la toma de Belchite por las tropas republicanas que, sin embargo, no pudieron continuar su ofensiva sobre Zaragoza por la gran cantidad de bajas sufridas, que hacía imposible conquistar una ciudad cuya guarnición había sido reforzada para contener el avance del Ejército Popular. Franco, tal y como había planeado, iniciaba el asalto de Asturias. No le importó ceder terreno de poco valor estratégico, que ya tendría tiempo de recuperar. Para la marcha de la guerra era más importante liquidar el frente del norte antes de que llegase el invierno.
El enlace por lo civil se celebró el 12 de septiembre en el Manicomio, donde la pareja reunió a sus padres y a algunos amigos. Rosario vestía un traje estampado, chaquetilla y un cuello blanco plisado atado con un lazo de terciopelo negro que le cubría la garganta y otorgaba a su vestimenta un aire festivo. Francisco ni siquiera se desprendió de su camisa de campaña y la cruz roja del Ejército Popular que colgaba del botón del bolsillo de pecho. Su acicalado se reducía a un afeitado apurado y al pelo peinado hacia atrás con raya a la izquierda. Con sus pantalones caquis y botas de campaña lustradas podría haber pasado por un invitado más, si no fuera porque la novia se agarraba de su brazo.
Fue un día de alegría que compartieron con compañeros y mandos de la unidad y unos pocos familiares llegados desde Villarejo de Salvanés. Felisa Moreno, la secretaria del Campesino, y el capitán médico Luis Varela oficiaron de padrinos. También estaban el capitán Eloy Castellanos; Juana, la mujer de Valentín González; y Lauckanen, el asesor ruso de la División. Se hicieron fotografías, comieron paella y bebieron vino y café acompañado de un poco de aguardiente. Después todos volvieron sobre sus pasos y Francisco y Rosario se quedaron a solas. Esa noche hicieron el amor por primera vez.
Se instalaron en una modesta vivienda alquilada en la misma Alcalá, donde vivieron su pasión durante unas semanas intensas, hasta que Rosario fue llamada para incorporarse a la escuela de cuadros del partido, situada justo enfrente de la sede del Comité Provincial, en la que se formaban los que estaban llamados a ocupar puestos de responsabilidad. A Francisco no le gustó porque suponía separarse de nuevo. Todos los lunes Rosario cogía cualquiera de los coches de la División que bajaban a la capital y se dirigía a las dependencias del PCE en Chamartín de la Rosa en las que tenían lugar las clases. Cada jornada, un responsable del partido les daba una charla sobre el capital o la explotación de los trabajadores y les explicaba lo que era un monopolio y un trust, términos nuevos para aquellos jóvenes que atendían las explicaciones con el interés del neófito.
Rosario hizo amistad con una de las compañeras de formación, Dionisia Manzanero Salas, también de dieciocho años, que trabajaba como mecanógrafa para el partido. Era la tercera de los seis hijos de un obrero ugetista y, como ella, había aprendido corte y confección en los locales de la JSU. No era la única coincidencia. También había empuñado un rifle como miliciana en el batallón Octubre y cuando se retiró del frente ayudó como enfermera en el hospital de las Brigadas Internacionales. El trato las hizo intercambiar confidencias. Rosario le contó que acababa de casarse con un muchacho muy guapo que la había perseguido durante meses, y Dionisia le confesó que tenía un novio del partido, Bautista Almarza, que luchaba en una unidad de tanques.
Los sábados llamaba a Francisco a Alcalá para anunciarle su vuelta a casa. Los reencuentros borraban los enfados y se dedicaban esas cuarenta y ocho horas como si no existiera nada a su alrededor. Nunca les importó menos la guerra. Los lunes se repetía la misma escena. Francisco se obcecaba por la obligada separación y se tomaba un hombre mohíno que en ocasiones llegaba a fingirse enfermo para impedir la marcha de su mujer.
—Tres meses, Francisco, serán sólo tres meses y después ya no nos separaremos —le repetía Rosario sin demasiado éxito.
Habían transcurrido dos cuando le anunció la noticia: estaba embarazada y, si todo transcurría sin problemas, serían padres en julio de 1938. Rosario supo que ya no regresaría al frente.
La guerra, pese a todo, seguía su marcha inexorable.
Rosario con su marido, Paco Burcet, el día de su boda, celebrada el domingo 12 de septiembre de 1937.