3. Dinamiteros

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Dinamiteros

El implacable paso de las semanas apenas si suponía cambios en la guerra de escaramuzas que se libraba en la sierra. Invariablemente, las tropas fascistas iniciaban su avance sobre las posiciones republicanas, que estas repelían una y otra vez a costa de un elevado número de bajas. Quienes, como Rosario, llevaban mes y medio en Buitrago eran auténticos veteranos para las tropas que cada jornada llegaban para reforzar las defensas. Los compañeros que arribaron a primeros de septiembre lo hicieron alarmados por la marcha de la contienda. En la sierra todo parecía controlado, pero en Madrid la situación había cambiado: desde finales de agosto la aviación fascista bombardeaba la capital con proyectiles de hasta quinientos kilos de peso que sembraban la devastación y el pánico en las calles. El ruido de las sirenas anunciaba la presencia de aviones enemigos y los viandantes corrían a las bocas del metro o a los sótanos habilitados como refugios hasta que pasaba el peligro.

El mes y medio de contienda transcurrido había traído también cambios en el Gobierno de la República. José Giral y Pereyra, el hombre que armó al pueblo de Madrid para hacer frente al levantamiento, había dimitido como presidente el 4 de septiembre.

«El jefe del Gobierno estima que ha llegado el momento de entregar a S. E. el Presidente de la República los poderes que recibió de él, y con ellos la dimisión de todos los ministros», decía la nota que daba cuenta de su renuncia. «Las circunstancias graves por que atraviesa la nación y la duración, que se prevé larga, de la guerra civil que todos padecemos inducen al actual Gobierno a desear y aconsejar una sustitución del mismo por otro que represente a todos y cada uno de los partidos políticos y organizaciones sindicales y obreras de reconocido influjo en la masa del pueblo español, de donde nacen siempre todos los poderes».

El presidente Azaña encargó la configuración de un nuevo Gobierno al dirigente socialista y secretario general de la UGT Francisco Largo Caballero, de sesenta y siete años de edad, de oficio encuadernador, que asumió también el Ministerio de la Guerra y configuró un gabinete de coalición integrado por socialistas, republicanos, nacionalistas vascos y catalanes, y dos comunistas, al que semanas después se incorporaron los representantes de la CNT. Fue un Gobierno del Frente Popular que se marcó como objetivo la militarización definitiva de las milicias con la creación de un Ejército Popular regular. Como parte importante del mismo, se creó el Comisariado de Guerra, de larga tradición en los ejércitos revolucionarios, con la misión de asegurar el control político de las operaciones militares y dar moral a las tropas. También se puso en marcha el Cuerpo de Milicias de Vigilancia en la Retaguardia para intentar acabar con la orgía de sangre de los «paseos», protagonizados por grupos sin control que desde el inicio de la guerra asesinaban a los que consideraban fascistas emboscados.

Mientras todo esto ocurría, Rosario fue destinada con otros compañeros a la sección de dinamiteros, que mandaba el capitán Emilio González González, minero barrenista de Sama de Langreo (Asturias), especialista en el manejo de los fulminantes y la dinamita. Entre los integrantes de la unidad estaba un vecino de su pueblo, Cirilo García, de veintiún años, que se había incorporado al frente de Somosierra en los últimos días del mes de julio y se había ganado los galones de sargento por el valor demostrado en el combate. El grupo tenía su base en una casa abandonada entre Buitrago y Gascones, a unos cinco kilómetros de la línea de fuego, donde disponían de un pequeño polvorín en el que almacenaban los explosivos y se confeccionaban unas rudimentarias bombas, de efecto más disuasorio que efectivo. Los artefactos en cuestión eran botes de leche condensada, procedente del desayuno de la tropa, que se reciclaban hasta convertirse en granadas de mano. El proceso era simple: se llenaba la lata con clavos, tornillos y cristales, y sobre ellos se vertía la dinamita. Después se cerraba el bote con su propia tapa y se ataba con una cuerda y trapos para que no se derramase el contenido.

La tarea más peligrosa era colocar la mecha con el fulminante para que aquello estallara. De eso se encargaba personalmente el capitán González. Introducía en el explosivo la mitad de un tubo hueco relleno con fulminante en su parte inferior, y en la superior colocaba la mecha, que apretaba con sus dientes. La bomba estaba ya lista para ser utilizada. Bastaba con asirla con fuerza en la palma de la mano, prender el extremo de la mecha y colocar el pulgar a una distancia prudente entre esta y el fulminante. Cuando la mecha consumida quemaba el dedo, había que arrojar la lata lo más lejos posible y echarse cuerpo a tierra para que no te alcanzara algún trozo de metralla. Aquellas bombas caseras, cuyo alcance dependía de la fuerza de quien las lanzara, estallaban más próximas a las posiciones propias que a las del enemigo, de manera que se utilizaban sólo como un arma defensiva, para detener el avance de los fascistas, o para provocar un ruido atronador que obligara a los sitiadores a hacer cábalas sobre el armamento del que disponían. Nada que ver con la bomba de mano conocida como «pifia» que utilizaban los rebeldes, o la más grande y sofisticada a la que llamaban Lafite. Con una carga de doscientos gramos de mitradita, producía una gran explosión y mucho humo. Su radio de acción era de ocho metros y se utilizaba en los momentos previos al asalto de las posiciones enemigas.

La mañana del 15 de septiembre Rosario y sus compañeros iban a aprender a efectuar una descarga cerrada. El entrenamiento de la tropa se realizaba con cartuchos de dinamita, mucho más fáciles de manejar que las bombas lata, y en esta ocasión consistía en lanzar varios al mismo tiempo para provocar una detonación simultánea, y de una en una, a intervalos de segundos, para que las explosiones se sucediesen de forma sincopada y, como un efecto dominó, imitaran a una batería que barriese las posiciones enemigas. Eran diez compañeros y Rosario estaba situada la última a la izquierda. Cuando prendió su mecha, la oyó silbar. La noche anterior había llovido y estaba húmeda. Se quemaba por dentro, pero no por fuera, y no sintió el calor incandescente de la llama en la uña de su dedo pulgar. «¡Tírala! ¡Tírala!», le gritaron. Confundida, no tuvo tiempo de reaccionar, y cuando había armado el brazo para lanzarla, le estalló en la mano.

No sintió dolor y tampoco perdió el conocimiento. Sólo un intenso calor. Se miró la mano y vio que la explosión la había arrancado de cuajo. Tenía el radio a la vista y el muñón le chorreaba sangre. Se sintió desfallecer y se sentó en el suelo para no caerse. Después apoyó la cabeza en la tierra y se dejó ir. Los jóvenes que la acompañaban gritaban pidiendo ayuda. Sólo una chica se acercó hasta ella. Arrimó su cara a la de Rosario y le quitó el pendiente de su oreja izquierda mientras susurraba «para recuerdo», en el convencimiento de que estaba muerta o de que no tardaría en estarlo.

Salió de su sopor cuando un hombre fuerte y grueso, al que todos llamaban Toquero y que ella sólo conocía de vista, le hizo un torniquete con las cintas de sus alpargatas y la tomó en brazos como quien levanta una pluma. Corrió hasta la carretera y paró uno de los vehículos militares que pasaban por la zona para que les llevara al hospital de campaña instalado en Buitrago. En el trayecto se sintió morir. Una muerte dulce, como nunca la había imaginado, sin dolor, atrapada en una modorra que le obligaba a cerrar los párpados, mientras su acompañante le hablaba y le decía que no se preocupara, que se pondría bien, al tiempo que apremiaba al conductor para que hiciera correr aquel cacharro.

«En Buitrago no había medios para atender aquella herida más allá de una primera cura. La mano había saltado hecha añicos más arriba de la muñeca y destrozado todo a su paso. Era necesario trasladarla al hospital de sangre de la Cruz Roja en La Cabrera, y así lo hicieron tras ponerle una vacuna contra el tétanos y otra contra la gangrena. La distancia era corta y el trayecto podía hacerse en poco tiempo. Allí había médicos acostumbrados a tratar heridos graves, a los que estabilizaban antes de enviarlos a Madrid, o les administraban calmantes para procurarles una muerte tranquila en el peor de los casos».

El hospital estaba repleto y ella era sólo una más. La colocaron sobre una camilla a la espera de que alguno de los médicos examinara la herida. Seguía consciente. Un muchacho de su edad, vestido con una bata blanca de enfermero, se acercó hasta ella.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—¿De dónde eres?

—De Villarejo de Salvanés.

—¡Anda, yo también soy de allí!

—Por favor, tráeme un vaso de agua, me muero de sed.

—No creo que debas beber agua tal y como estás.

Pese a las reticencias se lo llevó y la ayudó a levantar la cabeza para que pudiera beber. Lo hizo de un trago y pidió otro vaso.

Habían pasado varias horas desde que Rosario ingresó en el hospital sin que nadie se hubiese preocupado por su estado, con la hemorragia detenida por el torniquete efectuado a primera hora de la mañana, cuando llegó un motorista para interesarse por su estado de parte de Francisco Galán. Nada más y nada menos que Francisco Galán, el jefe de operaciones en la zona, se interesaba por aquella muchacha. Debió de impresionar a los médicos, que desde ese momento mostraron hacia ella un interés que antes no habían tenido y que tal vez le salvó la vida. Le hicieron vomitar el agua que había ingerido e instantes después ingresaba en el quirófano para ser intervenida. Rosario no iba a morir.

Cuando despertó, se encontraba en una nave en la que convalecían cincuenta personas. Miró a ambos lados de su cama y descubrió a dos hombres mayores. El de su izquierda parecía perdido en otro mundo, ajeno a su alrededor, pero el de la derecha le escrutaba con curiosidad. «¡Hija, qué valiente eres!», repetía una y otra vez, y pidió a un enfermero que le ayudara a incorporarse de la cama para besarla en la frente.

Llevaba ya dos días cuando pasó por el hospital el filósofo y catedrático de la Universidad Central de Madrid José Ortega y Gasset, que visitaba el frente camino de Valencia, y que no tardaría mucho en marchar al exilio en Francia, desde donde acabó apoyando a Franco y sus hijos alistándose voluntarios en el Ejército Nacional. Le habían hablado de una muchacha muy joven que había perdido una mano en el frente y, acompañado por su ayudante, fue hasta los pies de su cama para interesarse por ella. Como antes había hecho el enfermero que la cuidaba, le preguntó cómo se llamaba, los años que tenía y de dónde era.

—¿Saben tus padres lo que te ha ocurrido? Yo les puedo avisar, voy camino de Valencia y me puedo detener en Villarejo.

—No se lo diga, por favor, se van a preocupar.

—Mujer, pero eso no es razón para que no conozcan lo que te ha ocurrido. Además, tarde o temprano se tendrán que enterar. Se lo diré esta misma tarde y mañana volveré a verte y te traeré un frasco de colonia y unos bombones para que te mejores.

—No se moleste.

—¿Prefieres alguna otra cosa?

Rosario le contestó que lo que ella quería era la pulsera que llevaba su ayudante, de la que colgaban unas balas diminutas del calibre 6,35.

—¡Acabas de perder una mano y quieres una pulsera de balas!

Sus padres se presentaron de madrugada. Les acompañaba un vecino que les trasladó en su coche y otro amigo de la familia. Los médicos que les recibieron intentaron tranquilizarles antes de que pasaran a la nave en la que Rosario dormía. Su padre les cortó en seco.

—Miren ustedes, lo siento mucho, siento muchísimo que mi hija mayor haya perdido una mano, pero les aseguro que si mis otros cinco hijos perdieran la suya por la misma causa, estaría orgulloso de ellos. No tienen de qué preocuparse.

Volvieron a abrazarse en la cama y, como había ocurrido la última vez que se vieron en Villarejo, su padre no le recriminó nada.

—¿Cómo es que no me avisaste de que estabas aquí?

—Padre, llevo tan sólo un día.

Andrés y su mujer, Josefa, permanecieron tres días al pie de la cama viendo cómo Rosario recuperaba el color de sus mejillas y esbozaba sus primeras sonrisas. También regresó Ortega y Gasset, que, tal y como le había prometido, le llevó un frasco de colonia y una caja de bombones, que ella regaló a las enfermeras.

La herida cicatrizaba bien y era necesario dejar libre su cama para los heridos que cada día llegaban del frente. Los médicos les propusieron trasladarla al hospital que la Cruz Roja tenía en la calle de la Reina Victoria, donde podría terminar su recuperación. Aceptaron, y aquel mismo día ingresó en el nuevo centro médico. Rosario pasó en él quince días, quince interminables días sin más compañía que una enfermera que se empeñó en que si no comía tardaría semanas en abandonar su encierro en aquel lugar. Había perdido el apetito, y ni siquiera el pollo asado que le ofrecía, todo un privilegio en aquellos tiempos de penuria y necesidades, conseguía que la bola que sentía en el estómago desapareciera y le permitiese ingerir algo sólido. Como si de una niña pequeña se tratara, la enfermera se enredaba con ella en largas disquisiciones que aprovechaba para darle de comer sin que se percatara de ello.

Al cabo de dos semanas, se vistió y salió por su propio pie sin dar cuenta a nadie ni pedir el alta. Sus padres habían regresado al pueblo tras lograr que se comprometiera a avisarles cuando estuviera repuesta del todo para llevarla con ellos a casa. Después ya verían. Cuando pisó la calle las hojas de los árboles amarilleaban anunciando la llegada del otoño. Habían trascurrido dos meses y medio desde que marchó al frente, y, sin embargo, tuvo la sensación de que llevaba años fuera. Las calles seguían teniendo el aspecto animado de cuando nada ocurría. Las terrazas de los bares se veían llenas y las carteleras de los cines anunciaban nuevos estrenos.

La ciudad, sin embargo, no era la misma. Las mujeres cosían al sol, junto a las fortificaciones de adoquines levantadas en muchas calles, mientras los niños correteaban a su alrededor. Los escombros formaban parte del paisaje de la capital. Los bombardeos habían hecho mella en algunos barrios, donde los edificios mostraban su estructura desnuda. En otros, enormes torres de sacos terreros protegían sus accesos. Las patrullas de vigilancia recorrían la ciudad en busca de «pacos», francotiradores fascistas que, apostados desde lugares ocultos, hostigaban a los madrileños para menoscabar su moral. Formaban parte de lo que el enemigo llamaba la «Quinta Columna», los rebeldes que no habían podido abandonar la capital y vivían apostados en ella a la espera de la entrada victoriosa de las tropas fascistas. El sonido de un disparo, «pac-pac», retumbaba en el aire y precedía al desplome de su víctima. Podía ser un soldado de permiso o un ciudadano cualquiera que guardaba cola para adquirir alimentos. Un solo disparo, ni uno más.

Madrid era también una ciudad llena de desplazados. Miles de refugiados habían llegado huyendo del avance de las tropas franquistas por Extremadura y Toledo y eran alojados en edificios requisados que gestionaba la Junta de Fincas Incautadas. El asedio había obligado también a desalojar barrios enteros por la proximidad del frente y a trasladar a sus inquilinos a otras zonas alejadas de él. Toledo, uno de los bastiones más importantes de la defensa de la capital, había caído en manos de los fascistas el 27 de septiembre, después de que su alcázar, al mando del general José Moscardó, hubiese aguantado el asedio republicano. Madrid estaba en guerra, y el enemigo, a tan sólo setenta kilómetros de aquel bullicio. Para recordárselo a todos, el Radio 6 del Partido Comunista había colocado en la calle de Toledo, cerca de la plaza Mayor, una enorme pancarta con el lema: «¡No pasarán! El fascismo quiere conquistar Madrid. Madrid será la tumba del fascismo».

A trescientos kilómetros de allí, en Burgos, el general Franco tomaba posesión como jefe del Estado. Durante la segunda mitad de septiembre de 1936, cuando los rebeldes preparaban la última fase de su marcha sobre la capital, la Junta de Defensa Nacional, que hasta ese momento había dirigido a los sublevados, eligió a Franco como general en jefe y jefe del nuevo Gobierno, resolviendo así la controversia sobre la necesidad de un mando único que pusiera fin a las diferencias entre los generales. Una parte de ellos defendía la necesidad de que la guerra fuese dirigida por un generalísimo, frente a los que opinaban que dicha tarea fuese ejercida por un directorio o junta militar. Su mandato no tenía limitación temporal y se prolongaría al menos mientras durase la guerra.

«En cumplimiento del acuerdo adoptado por la Junta de Defensa Nacional», decía el decreto, «se nombra Jefe del Gobierno del Estado Español al Excelentísimo Señor General don Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá todos los poderes del nuevo Estado. Se le nombra, asimismo, Generalísimo de las fuerzas nacionales de Tierra, Mar y Aire, y se le confiere el cargo de general jefe de los ejércitos de operaciones».

Una de sus primeras decisiones como jefe supremo fue que el general José Enrique Varela, uno de los más jóvenes del Ejército español, sustituyera al coronel Juan Yagüe en el mando de las tropas que avanzaban hacia la capital.

Rosario enfiló la calle del Noviciado y al llegar al número 8 giró a su derecha y subió decidida las escaleras hasta el primer piso. Llamó a la puerta. Abrió Carmen, que sin decir palabra se llevó las manos a la cara, en un gesto de sorpresa y alegría, y se abalanzó sobre ella para fundirse en un abrazo.

—¡Bendito sea el Señor, qué alegría volver a verte! —dijo a voces mientras la palpaba para comprobar que no se trataba de un fantasma—. ¡Pero qué delgada estás, mi niña! Anda y pasa, que te preparo algo mientras me cuentas, aunque ya sabíamos de ti por tu padre.

Ya más calmadas, Rosario le pidió perdón por no haberles dicho nada, pero había sido mejor así, y le contó lo que había vivido en la sierra. Ellos estaban bien, aunque los alimentos habían comenzado a escasear y en muchas tiendas las colas eran habituales. Escaseaban los huevos, las patatas y el azúcar, y la carne sólo se despachaba ya con receta médica. Una junta popular de abastos controlaba los alimentos que llegaban a Madrid y pagaba a los comerciantes los vales de 0,50 pesetas que les entregaban los milicianos y sus familias a cambio de comida y combustible. Se fijaron precios máximos para los artículos de primera necesidad, y los almacenistas debían presentar diariamente al Gobierno Civil una declaración jurada de existencias para evitar el acaparamiento. Desde finales de agosto, todas las fábricas de pan y las tahonas estaban intervenidas por el Estado para garantizar su distribución entre la población.

Los niños eran muy pequeños para enterarse de nada y, aunque sabían de la gravedad de la situación, los ciudadanos se resistían a asumir que vivían en guerra. Sólo el rugir de los aviones y el silbido de las bombas al caer arrancaba a la gente de su rutina. Entonces sí: el rictus del terror se formaba en los rostros de todos con los que coincidían en los refugios. Fermín seguía trabajando, aunque de forma intermitente. Las comunicaciones con Levante estaban abiertas y quienes tenían familia allí aprovechaban para huir de la capital.

Andrés viajó a Madrid tan pronto como supo que su hija había regresado a casa de Carmen y Fermín. De nuevo le había ocultado la verdad al no avisarle de que abandonaba el hospital, y tampoco en esta ocasión le censuró nada. Ella estaba muy delgada y las mejillas habían perdido su color sonrosado. No estaba recuperada y necesitaba de cuidados que en aquella casa no podían ofrecerle. Andrés decidió utilizar su condición de presidente de Izquierda Republicana en Villarejo de Salvanés y entró en contacto con el partido en la capital. Además, también su hija era republicana, y si no que se lo dijeran a él, que siendo chica le colocaba en el pelo un vistoso lazo con la bandera tricolor para ir al colegio. A la maestra le llevaban los demonios y le mandaba recado de que la niña no podría asistir a clase con ese lazo. Aquellas reprimendas a Andrés le sonaban a amenaza y se le subía la sangre a la cabeza. El rostro se le enrojecía de ira, y a la mañana siguiente se encargaba de colocar de nuevo el lazo tricolor. Josefa, su mujer, acompañaba a la niña y antes de entrar en clase, se lo cambiaba por otro blanco. «No se lo digas a tu padre». Cuando iba a recogerla aprovechaba de nuevo para ponerle el lazo tricolor, y cuando Rosario contestaba a su padre que ese día la señorita no le había dicho nada, Andrés se sentía orgulloso de haber vencido a la reacción. ¡Cómo podía entenderse que alguien se opusiera a que su hija llevara la bandera de la República que tanto había costado conquistar! Luego, cuando fue mayor, le tocó a Agapito, su único hijo varón, quien, descartado el lazo, llevaba puesto a todos los sitios el gorro frigio, que se tomó por emblema de la libertad.

Los compañeros de Izquierda Republicana le informaron de que tenían instalado un hospital de convalecientes en la Facultad de Filosofía y Letras de la Ciudad Universitaria al que podía llevar a su hija. Antes de ingresar en él, Rosario acudió al mitin que el Comité Provincial del Partido Comunista celebró en el Monumental Cinema. En el escenario se habían colocado la bandera del partido y en las barandillas de todos los pisos, más banderas y carteles. Le emocionó aquella iconografía y el optimismo que irradiaba la gente que abarrotaba el local. Tomaron la palabra Luis Cabo Giorla, presidente del partido; Francisco Antón, secretario general del Comité Provincial de Madrid, y los miembros del mismo Isidoro Diéguez y Encamación Sierra. Las palabras de esta le borraron la sonrisa e hicieron asomar las lágrimas.

«No puede pasar inadvertido recordar a las mujeres el nombre de una compañera caída: la gloriosa Lina Odena ha muerto. Lina Odena luchó hasta que no le quedaba ningún proyectil. Lina Odena, una mujer comunista, con un ideal glorioso, se quitó ella misma la vida con el último cartucho que le quedaba antes de entregarse a la reacción y al fascismo. Lina Odena, gloriosa mujer que figurará en los anales de la Historia. ¡Salud, Lina Odena!».

Lina Odena, su maestra de corte y confección, había muerto en combate.

Los días en la Ciudad Universitaria pasaban volando. Cada jornada se encontraba mejor. Las aulas, convertidas en habitaciones, disponían de encerados en los que se afanaba en escribir con su mano izquierda toda suerte de eslóganes contra el fascismo, que sus compañeros celebraban puño en alto. Se respiraba el aire tranquilo del campo, y el tenue sol que se colaba por los ventanales otorgaba un blanco virginal a las sábanas de las camas y las batas de médicos y enfermeras. La guerra parecía haberse detenido mientras los que allí estaban ingresados se recuperaban. El rumor de explosiones y el sonido de disparos aislados eran los únicos vestigios de la contienda. Y, sin embargo, el cerco sobre Madrid se estrechaba.

Las tropas fascistas habían iniciado la marcha hacia Madrid por la línea del Tajo tras la toma del alcázar de Toledo a finales de septiembre. En la primera quincena de octubre conquistaron Chapinería, Aldea del Fresno, Méntrida y Valmojado; días después Illescas, Villamanta, Navalcarnero y Brunete, y el 4 de noviembre vencían la resistencia de la línea Alcorcón-Leganés-Getafe y se situaban a cinco kilómetros de la capital. Si el frente en el norte continuaba contenido en la sierra del Guadarrama, no ocurría lo mismo por el oeste y el sur. La caída de Madrid parecía inminente, y con ella el fin de la guerra. Así lo creía hasta el propio Gobierno de Largo Caballero, que abandonó la capital rumbo a Valencia. Una marcha que el Ejecutivo explicó a la población con una nota de prensa: «Llegado el momento en que su permanencia en Madrid podía restarle libertad de movimiento para articular los esfuerzos de toda la España antifascista, al servicio de la victoria final y de la propia liberación de Madrid, el Gobierno de la República se traslada a Valencia. Lo hace sacrificando todo a la eficacia y pasando por el trance amargo de alejarse en los momentos decisivos de la heroica población madrileña». El 18 de octubre había sido el presidente Azaña quien había marchado a Benicarló primero y a Barcelona después.

El presidente dejó el mando de la capital en manos de una junta delegada, conocida como Junta de Defensa de Madrid, presidida por el general José Miaja, que procedió a la movilización de todos los hombres con edades comprendidas entre los veinte y los cuarenta y cinco años y ordenó la evacuación de mujeres y niños. El coronel Vicente Rojo y el comandante Manuel Matallana se encargaron de organizar la defensa de la capital, y los ateneos libertarios, los radios del PCE y las casas del pueblo socialistas comenzaron a levantar una red de parapetos y barricadas. Desde el frente de la sierra llegó la columna de Francisco Galán para sumarse a la defensa. Madrid se preparaba para convertirse en campo de batalla.

Dos días más tarde, el 6, Rosario y todos sus compañeros de convalecencia fueron evacuados del hospital ante la proximidad de los fascistas, que avanzaban por la Casa de Campo con la intención de tomar el cerro Garabitas, desde el que se dominaba toda la ciudad, y estaban a punto de lanzar su mayor ofensiva por la Ciudad Universitaria. Aviones alemanes Junker 52, pilotados por aviadores de la Legión Cóndor, y Fiat CR-32 italianos eran los encargados de preparar el terreno y de iniciar un bombardeo masivo y continuado que se prolongaría durante días. El 15 de noviembre, el III Tabor de Regulares de Tetuán cruzaba el Puente de los Franceses y llegaba hasta el Hospital Clínico. Algunas tropas nacionales conseguían penetrar en la plaza de la Moncloa y avanzar por la calle de la Princesa, mientras otros lo hacían por el paseo de Rosales para desembocar en la plaza de España, donde fueron rechazados y obligados a volver sobre sus posiciones. El propio general Miaja se desplazó a las trincheras para exigir a sus hombres que permanecieran en sus puestos, al conocer que en algunas zonas muchos habían huido presos de pánico. «Cobardes, mueran en las trincheras, mueran con su general». Dotado de un humor negro, a la pregunta de unos soldados sobre el lugar al que debían retirarse si los fascistas rompían la línea de defensa, les contestó: «Al cementerio».

Sólo el cerro Garabitas cayó en su poder, convirtiéndose en una posición inexpugnable y el punto desde el que los rebeldes martillearían la capital con sus bombas. Los disparos llegaban hasta el paseo de la Castellana, lo que aconsejó cubrir la Cibeles de arena y adoquines, convirtiéndola durante el resto de la guerra en «la linda tapada».

La gravedad de la situación hizo que la población levantara barricadas, refugios y parapetos, organizara comedores populares y enfermerías, y excavara cientos de kilómetros de trincheras que fueron ocupadas por miles de hombres con una única misión: resistir. Entre ellos había cerca de tres mil extranjeros, componentes de las primeras unidades de las Brigadas Internacionales, muchos de ellos veteranos de la Primera Guerra Mundial. Se habían alistado en París, convocados por la Internacional Comunista para luchar por la República, y de allí habían sido trasladados a Albacete, convertido en centro de instrucción. Los primeros voluntarios habían llegado en octubre y el 8 de noviembre la XI Brigada Internacional desfiló por las calles de Madrid antes de sumarse a su defensa. La ciudad era un fervor al grito de «¡no pasarán!». Tras tres semanas de asedio y miles de muertos, el 23 de noviembre, el general Franco, reunido en Leganés con sus generales Mola y Varela, decidió desistir del ataque frontal a Madrid para centrar su atención en el frente del norte, mientras desplegaba una operación de envolvimiento de la capital. Un millón de almas se aprestaba para sostener un asedio ininterrumpido que se prolongaría durante toda la guerra.

Rosario, aún débil, fue ingresada en el hospital de San José y Santa Adela, en la calle de Eloy Gonzalo, que también abandonó fechas después porque los heridos iban a ser evacuados a Levante. De nuevo en la calle, marchó a casa de unos primos que vivían por Tetuán de las Victorias, una zona considerada segura, mientras intentaba contactar con el Campesino para reintegrase en su batallón, aunque fuera con una sola mano.