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En las trincheras de Somosierra
Cuando las camionetas llegaron a Buitrago, nada indicaba que estuvieran en el frente. Sólo el bullicio de la gente rompía la calma límpida de una mañana soleada. La vista en lontananza permitía entrever el puerto de Somosierra, y entre este y Buitrago, el cerro Piñuécar, posición estratégica desde la que los fascistas preparaban el asalto a Madrid.
—¡Todos a tierra y en fila!
Descendieron del vehículo y se colocaron uno tras otro mientras un oficial les gritaba las primeras órdenes en un tono marcial al que ninguno estaba acostumbrado. Dos hombres uniformados comenzaron a repartir entre los recién llegados el que sería su equipamiento: un mono azul marino —que terminaría por convertirse en el uniforme de los milicianos—, correaje, una cartuchera, unas botas, una cantimplora, un plato de campaña, un cubierto plegable, una manta y, por supuesto, un arma. La mayoría eran mosquetones, unos fusiles cortos de siete kilos de peso que aquellos muchachos barbilampiños agarraban como si fuera un fardo. Parecían perdidos en aquel marasmo de gente que se movía con la seguridad de quien lleva largo tiempo en un mismo lugar; y sin embargo, la mayoría había llegado la jornada anterior. Había soldados por todas partes, recostados en las paredes, a ambos lados de la calle principal, que devoraban el frugal desayuno de pan y queso repartido entre la tropa.
Víctor Rodrigo, el alcalde, había cedido para que pernoctaran casas vacías, desprovistas de cualquier mobiliario y con el suelo por colchón. Rodrigo era carnicero y concejal por el Partido Socialista, pero al declararse el alzamiento fue el único que quedó en el consistorio y no tuvo más remedio que hacerse cargo del gobierno de la localidad. La tarde del 19 de julio le había llamado el ministro de Guerra para alertarle de la gravedad de la situación y del valor estratégico que tenía el pueblo, la llave del agua de Madrid. Requisó las armas a los serenos y con un guardia de asalto y dos paisanos de su confianza se hizo con el control del Ayuntamiento mientras llegaban las primeras columnas de milicianos desde Madrid.
Unos tres mil hombres, la mayoría de ellos milicianos, pero también carabineros, guardias civiles y militares leales, estaban allí como integrantes de la columna de Francisco Galán Rodríguez, comunista y capitán excedente de la Guardia Civil, a la que quedaron adscritos. Había pertenecido al Ejército y luchado en la guerra de África, lo que le otorgaba una experiencia y unos conocimientos tácticos de lucha de los que carecían muchos hombres. Su hermano José María, teniente del Cuerpo de Carabineros y militante del Partido Comunista, luchaba también en la sierra al frente de otra columna. Un tercer hermano, Fermín, había sido fusilado en 1930, tras sublevarse en Jaca contra la monarquía.
Paco y José María habían participado la misma tarde del día 19 en la fundación del 5.º Regimiento de Milicias Populares en el convento que los salesianos tenían en el número 5 de la calle de Francos Rodríguez de Madrid. Al acto acudieron el secretario general del PCE, José Díaz Ramos, y otros dirigentes como Enrique Líster, Dolores Ibárruri la Pasionaria y Juan Modesto Guilloto. Este y Daniel Ortega, miembro del Comité Central del PCE, quedaron al frente de aquel centro de movilización. Se trataba de un banderín de enganche organizado por el partido para alistar a militantes y simpatizantes; una especie de ejército del pueblo para hacer frente al ejército profesional alzado en armas, bajo el mando de militares profesionales del propio partido o de sus cuadros más significados. Una semana después de su creación, el 26 de julio, Madrid era inundada por el primer número de Milicia Popular, el diario de la nueva unidad, que recogía una llamada al alistamiento:
Ciudadanos: republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas, hombres libres, trabajadores en general. Hoy más que nunca es necesario aplastar definitivamente al fascismo. Demos a nuestra lucha todo cuanto somos y podemos poniéndonos de manera incondicional al servicio de las MILICIAS POPULARES, que serán las únicas que, por estar compuestas por lo más sano de la clase trabajadora y de las masas populares, logren de una manera clara y concreta el definitivo aplastamiento de esta canalla. Contamos con el suficiente armamento para que estas milicias puedan lograr estos objetivos. ¡Hombres! ¡Mujeres! ¡Jóvenes! Alistaos a las Milicias Populares acudiendo a su cuartel general de Cuatro Caminos, sito en Francos Rodríguez número 5, antiguo convento de los salesianos. Sin perder un minuto.
A los centenares de voluntarios que acudieron desde los primeros momentos se les tomaba la filiación y el lugar de procedencia. Muchos acudían armados con tercerolas, carabinas, rifles, escopetas, fusiles y revólveres, que debían entregar antes de partir al frente, pues, de lo contrario, era imposible el aprovisionamiento de tal diversidad de armas y calibres. Buena parte de los que acudían a enrolarse en aquellos primeros días había intervenido activamente en el asalto al Cuartel de la Montaña, y de allí partieron hacia el frente de la sierra, no sin antes proferir el solemne juramento exigido a sus miembros: «Yo, hijo del pueblo, ciudadano de la República española, me comprometo ante el pueblo español y el Gobierno de la República a defender con mi vida las libertades democráticas, la causa del progreso y de la paz, abstenerme de actos deshonrosos e impedir que sean cometidos por mis camaradas, con el pensamiento colocado en el alto ideal de la República democrática».
En sus cinco meses de existencia, hasta integrarse en el que sería nuevo Ejército Popular, el 5.º Regimiento envió al combate a cerca de setenta mil hombres y llevó a cabo una ingente tarea en la retaguardia, donde organizó hospitales, dispensarios, hogares del soldado, guarderías, orfanatos y bibliotecas, además de editar y distribuir periódicos y realizar una labor de alfabetización y difusión cultural. Se esforzó por fortalecer la moral de la población, que, lejos del frente, vivía pendiente del desarrollo del cerco al que era sometida la capital, y fue la cuna del Comisariado de Guerra, encargado de formar y mantener la moral de la tropa.
Rosario había llegado hasta Buitrago para luchar, aunque desconocía el enorme contingente humano que se cernía sobre ella y sus compañeros. El Gobierno de Giral había decretado sin éxito el licenciamiento de cuantos cumplían el servicio militar en unidades facciosas, en un intento de que abandonaran las filas rebeldes y se reintegraran a sus casas. Las guarniciones de Valladolid, Segovia, Salamanca, Zamora, Logroño, Burgos y Palencia estaban con el enemigo y parte de sus efectivos se dirigían hacia la capital. La misma tarde del domingo 19 fuerzas militarizadas del Requeté y Falange enteramente voluntarias habían salido de Pamplona a las órdenes del coronel Francisco García Escámez, que seguía instrucciones del general Mola.
Fracasada en primera instancia la asonada en Madrid, el jefe de la comandancia militar de Navarra quería tomar la capital a toda costa, y sabía que para ello era necesario aprovechar los primeros momentos de desconcierto y descoordinación, cuando el enemigo no ha tenido tiempo de organizarse. Mola era uno de los muchos militares agraviados por la República, que lo había expulsado del Ejército por sus veleidades golpistas. Amnistiado en 1934 y destinado a Marruecos en 1935, hacía sólo unos meses que había sido trasladado a Pamplona, una guarnición secundaria, donde se había dedicado a conspirar. Sus tropas estaban a las puertas de la capital, en las montañas de la sierra del Guadarrama, dispuestas para avanzar hacia Madrid.
Los puertos de Somosierra y del León habían caído en poder de sus hombres, que estaban retenidos en ellos. Habían intentado avanzar hacia El Escorial por Navalperal y Peguerinos, pero los milicianos se lo impidieron. Fracasado este primer intento, su objetivo era avanzar por la izquierda del puerto de Somosierra para tomar las presas que abastecían de agua a Madrid. Sin agua, la capital estaba perdida. Una ciudad de un millón de personas no podría resistir sin suministro. Tomar las presas era asegurarse su rendición en una semana.
—¡Muchachos, la República os necesita! ¡No os importe tener miedo, porque también los fascistas lo tienen, pero habréis de saber dominarlo si no queréis perder la vida! ¡Y si la habéis de perder, que sea con orgullo y la mirada al frente! ¡El enemigo no pasará!
El hombre robusto, mediana estatura y barba cerrada y negra, que les hablaba era Valentín González, más conocido como el Campesino. Tenía veintiséis años y había trabajado en las minas de Peñarroya-Pueblonuevo, en Córdoba, antes de alistarse en el 5.º Regimiento. Mandaba una de las unidades de choque que se batían en primera línea con el enemigo, adscrita a la columna de Paco Galán. La cabeza recorrida por una venda y la pernera derecha de su pantalón rota hasta la rodilla le otorgaban el aspecto de un hombre que hubiese librado ya mil batallas y a todas hubiese sobrevivido. No hizo falta que nadie dijera nada, pero la manera en que se dirigía a ellos fue suficiente para saber que aquel hombre era desde ese momento su jefe.
A Rosario la integraron en uno de los grupos de veinte muchachos en que fueron divididos los recién llegados. Los días siguientes los pasó aprendiendo a usar el fusil, a montarlo y desmontarlo, y haciendo instrucción al ritmo de «hip, aro, hip, aro». Algunos habían cumplido el servicio militar como soldados y tenían las nociones adquiridas, pero otros, demasiado jóvenes, empuñaban un arma de fuego por primera vez, y no sólo desconocían la disciplina castrense, sino que llevaban muy mal aquel marchar de arriba abajo con el arma al hombro. No estaban allí para desfilar, sino para entrar en combate. Tuvo que ser Valeriano Marquina, un vasco grande y bondadoso, comisario del Campesino, quien les arengara.
—La falta de disciplina no es libertad, sino el camino más corto hacia la muerte. Compañeros, sé que la sangre joven corre por vuestras venas, pero no serviréis a la República si perdéis la vida nada más entrar en combate. Os necesitamos a todos, y el primer paso para que seáis útiles a la causa que defendemos es que aceptéis las órdenes de quienes aquí son vuestros superiores. En la guerra no hay veteranos ni aprendices. Todos los milicianos son iguales, y lo único que les distingue es su mayor o menor empeño en asimilar la disciplina.
Nadie rechistó.
Llevaban ya cinco días en Buitrago cuando les anunciaron que había llegado el momento de marchar a primera línea de fuego. Montaron en los camiones que aproximaban a las tropas hasta las inmediaciones del frente, echaron pie a tierra cuando llegaron allí y se pusieron en marcha tras el veterano que hacía las veces de jefe de la unidad.
—Uno detrás de otro, sin hacer acordeón ni na’deso —ordenó para que se pusieran en fila manteniendo la línea recta y así no ofrecer un blanco fácil.
Lo que no hubieran aprendido en las jornadas previas lo harían ahora en la trinchera con la ayuda de los que allí se encontraban. Caminaron asiendo el arma con las dos manos, doblados hacia delante, con la espalda encogida para reducir su altura, en un gesto espontáneo de supervivencia.
A medida que caminaban por aquellos campos de escobas y piornos, la quietud de Buitrago dio paso a un silencio de muerte roto por el martilleo de la fusilería y las ametralladoras, que atestiguaban, ahora sí, que estaban en guerra. Respiraba por la boca, como si el cansancio de una larga carrera le obligara a tomar más aire para continuar la marcha. El corazón le bombeaba acelerado, pero no era miedo. Era una sensación mucho más extraña e indefinible que no había sentido nunca. Era presa de un estado de ansiedad que le aguzaba los sentidos hasta hacerla capaz de discernir incluso los más leves sonidos, desde el aleteo del pájaro que levantaba el vuelo ante su proximidad a la respiración de sus compañeros. Sudaba, atravesada por el calor de julio, pese a la brisa serrana. Nadie hablaba, y el hombre al mando se limitaba a hacer gestos con uno de sus brazos, sin volver la mirada atrás, para indicarles que continuaran avanzando. Imposible medir durante cuánto tiempo caminaron, pero fue lo suficiente para perder a su espalda el contorno de las viviendas de Buitrago, convertido en el centro de mando desde el que se desplegaban las fuerzas que iban llegando de Madrid a la consigna de «¡a la sierra!».
El gesto de la mano izquierda, de arriba abajo, les hizo plantar la rodilla en suelo. Habían llegado a su destino. Pero ¿dónde estaba el enemigo? ¿Hacia dónde debería disparar? Sin tiempo para cavar trincheras, la mayoría de las defensas eran los muros de piedra de las fincas, que hacían las veces de parapetos. En algunos tramos se había levantado su altura medio metro, dejando unos pequeños agujeros, a modo de troneras, por las que sacar el cañón del fusil para disparar. Se efectuaba un disparo y su autor se sentaba en el suelo, la espalda contra la pared, para dar paso a otro compañero que realizaba un nuevo disparo y repetía la misma operación.
—Tenéis que apoyar el arma con fuerza en el hombro y aproximar la cara. Después cargáis con el cerrojo, colocáis el alza en el número correspondiente a la distancia aproximada a que vayáis a tirar, y fijáis la mirada en el punto de mira, haciéndolo coincidir con la punta del cañón. Allí colocáis el objetivo si lo tenéis a la vista, apretáis el gatillo y un fascista menos. Después maniobráis de nuevo el cerrojo para extraer la vaina vacía y repetís la operación para cargar el fusil de nuevo.
Con estas escuetas indicaciones, Rosario y sus compañeros de armas efectuaron sus primeros disparos, que llevaron al suelo a más de uno por la fuerza de retroceso de los mosquetones.
—Si dudáis de vuestras fuerzas, plantad una rodilla en el suelo y la otra doblada formando un ángulo de noventa grados. Veréis como así aguantáis la fuerza de la culata al disparar.
Los más veteranos, que en aquellas circunstancias significaba ser militar profesional o llevar allí unos días, les explicaron que la lucha en el frente estaba organizada como si se tratara de un trabajo. Había turnos de ocho horas, dos de día y uno de noche, transcurridos los cuales la primera línea era sustituida por otra, que era la encargada de abrir fuego. En la mayoría de las ocasiones se disparaba al vacío, contra un enemigo que se sabía a escasa distancia pero al que no se veía. Las armas tenían un alcance máximo de mil metros, y la altura de piornos y retamas hacía muy difícil ver a los soldados. Tan sólo los fogonazos de los disparos daban cuenta de su posición. Y las bajas. Rosario vio caer a algunos de aquellos muchachos que habían viajado con ella desde Madrid huyendo de sus casas, a las que ya no volverían.
Atravesar las medianías por algunos puntos era un ejercicio de osadía. En muchas zonas las paredes de piedra tenían menos de medio metro de altura, y cualquier movimiento en falso otorgaba al enemigo un blanco sencillo. ¿Cómo era posible que les alcanzaran cuando ellos ni siquiera los veían? El impacto en la cabeza tenía el sonido metálico del martillo al golpear contra el yunque. La víctima caía fulminada y al instante la cara y el suelo se llenaban de sangre, que se hacía espesa, casi sólida, en cuestión de instantes.
Al llegar la noche se establecían guardias de dos horas de duración, y mientras unos dormían, otros escrutaban en la negrura cualquier escaramuza del enemigo. El oficial al mando recorría entonces los parapetos alertando del riesgo que suponía encender un cigarrillo, y comprobando que los hombres de servicio tuvieran el correaje puesto. El contraste entre el día y la noche era de muchos grados en aquella zona premontañosa y, pese a la manta, el gélido ambiente hacía castañetear los dientes en pleno verano. El ruido de las retamas, movidas por el aire fresco de la sierra, obligaba a extremar las precauciones y a escrutar con la mirada cualquier sombra. El miedo dibujaba falsas imágenes de enemigos arrastrándose por el suelo, que se desvanecían tan pronto como el vigía apuntaba con el arma en su dirección. Era tanta la atención, y el miedo, que el cansancio hacía mella en los hombres de guardia hasta llevarles al sopor previo al sueño. Se frotaban entonces los ojos con los puños, y tras unos instantes en los que brillaba toda una constelación de estrellas, la vista recuperaba la nitidez.
Rosario sentía mucho miedo cuando el compañero acudía en su busca y le decía «Chacha, tu turno». Entonces, sin decir palabra, se encaminaba hacia la posición de vigilancia, y con el dedo en el gatillo repasaba una y otra vez la línea del horizonte intentando descubrir algo extraño, algún bulto que momentos antes no estuviera allí, cualquier movimiento que rompiera el negro espeso de la noche. Las noches de luna llena eran aún peores, porque la luz blanca proyectaba sombras de complicadas formas que su imaginación convertía en figuras humanas. Tenía miedo, pero no por ella. Su desasosiego se debía a la responsabilidad que contraía con sus compañeros, que le confiaban su sueño y su seguridad. En esas dos horas interminables Rosario imaginaba al enemigo infiltrándose en sus líneas para asesinar en silenció y regresar de nuevo a su posición. Ya había ocurrido, y ella temía que pudiera repetirse en aquella franja que quedaba bajo su responsabilidad. Pensaba y repasaba las vidas de aquellos muchachos, sus desvelos y deseos compartidos en horas de charla y espera en la trinchera.
Juan, de dieciocho años, aprendiz de albañil en huelga cuando se produjo el levantamiento, le había confiado su intención de casarse con una muchacha dos años más joven que él, a la que rondaba en el baile que cada domingo organizaba el círculo comunista de su barrio. Jesús, casado y padre de una niña de corta edad, se extasiaba cada vez que explicaba las gracias de su pequeña, y después adoptaba un tono militante para ensalzar el mundo más justo que iban a construir para todos sus hijos, un mundo sin ricos ni fascistas, un mundo de hombres iguales. O Luis, que desde sus ojos saltones proclamaba el amor libre y provocaba las risas de todos sus compañeros, que para ponerle a prueba le pedían que les presentara a la novia que no tenía. Para ellos, Rosario no era una mujer, sino un compañero más con el que compartían miedos y esperanzas.
Cuando el día por fin clareaba, Rosario sentía alivio. La tensión acumulada durante la noche desaparecía, los hombros volvían a su posición y sentía como si todo su cuerpo se hundiera para sumirla en una molicie que, unida a la vigilia, le producía una intensa sensación de sueño.
Sólo dos cosas rompían aquella rutina de días iguales, que a fuerza de repetirse habían eliminado el miedo de las primeras jornadas. Una, cuando desde la retaguardia subían los encargados de llevar el rancho, que invariablemente se limitaba a un chusco, una lata de sardinas y un poco de café caliente. Sólo muy excepcionalmente les daban una especie de guiso de patatas que llegaba plagado de moscas ahogadas en su curiosidad. La otra circunstancia excepcional era la hora del peculio, que el ministro de la Guerra, el teniente coronel Hernández Saravia, había acordado para los voluntarios que permanecían en las trincheras, tras el regreso a sus casas de otros muchos que acudieron llevados por la pasión de los primeros momentos. Los pagos se devengaban desde el 5 de agosto y era condición inexcusable para cobrar formar parte de unidades controladas por las autoridades militares. El haber en metálico era de diez pesetas diarias, además del percibo en especie de una ración de comida. El salario les era abonado por el correo del frente cada mes, y los milicianos, según cobraban, reembolsaban el dinero en el acto a su familia. Allí no les hacía falta y, además, podían perderlo si caían en un enfrentamiento con el enemigo.
En aquella línea de frente, que se prolongaba a través de kilómetros, Rosario conoció a otra compañera que, como ella, luchaba con las armas en la mano. Hasta ese momento las únicas mujeres que había visto estaban en la retaguardia, encargadas de la comida, el aseo de la ropa y la atención a los heridos, pero no en el frente. La muchacha pertenecía a la columna de José María Galán, que defendía aquella posición hombro con hombro con los hombres de su hermano Paco, con quien combatía Rosario. Un disparo aislado había alcanzado en el pecho a un miliciano que, herido, había quedado expuesto al fuego de los fascistas. Entonces apareció ella arrastrándose por el suelo para aproximarse a él, hasta que pudo asirlo por uno de sus pies y arrastrarlo hasta un desnivel que les colocaba a ambos a salvo. Después lo cargó a su espalda y se encaminó en busca de ayuda. Era una mujer fornida, de una tremenda fortaleza, que contrastaba con la imagen de Rosario, frágil y quebradiza. La apodaban la Chata.
No eran las únicas mujeres en armas, como se encargaban de difundir las noticias que llegaban al frente. Dolores Ibárruri la Pasionaria, responsable de la comisión femenina del Comité Central del Partido Comunista desde su incorporación en 1932, había promovido la creación de compañías enteramente femeninas, que no tardarían en disolverse por la oposición de algunos compañeros de militancia. Eran cientos las mujeres que se batían en primera línea. Entre ellas estaba Pilar Lafuente, hermana de Aída Lafuente, que daba su nombre al centro cultural en el que Rosario había tomado contacto con la JSU. Otra muchacha, Francisca Solano, había participado en la toma de El Espinar, donde fue hecha prisionera por los rebeldes cuando auxiliaba a un compañero herido, sin que desde entonces se tuviera noticia de ella. Dos hermanas, Teresa y Rosita Conde, de veinte y dieciséis años, cubanas, eran también muchachas soldado y se habían destacado por su valentía. Julia Sanz se batía con el 14.º Batallón de Voluntarios, y Jacinta Pérez había fallecido en los primeros días de combate. Y aunque Rosario no lo supiera entonces, entre quienes empuñaban las armas estaba también Lina Odena, su profesora de corte y confección, que luchaba en Granada.
Había perdido la noción del tiempo cuando otro grupo de compañeros recién llegado desde Madrid acudió a su posición para relevarles. De vuelta a Buitrago tuvo una sensación de alivio. Todos la tuvieron, y cuando llevaban irnos minutos andando, camino de las camionetas y a una distancia considerable de los parapetos, uno de ellos comenzó a cantar, al tiempo que el resto se sumaba como un río de voz:
Si me quieres escribir,
ya sabes mi paradero:
en el frente de Madrid,
primera línea de fuego,
que repetían y volvían a repetir cada vez más alto.
De regreso al pueblo, lo más importante para quienes llegaban de la primera línea era enterarse de la marcha de los combates en otros frentes, porque para ellos la guerra se limitaba a una pequeña franja de terreno por defender. Los chismes corrían también de boca en boca, y fue así como Rosario y sus compañeros se enteraron de que un conocido torero, Saturio Torón, que peleaba en la zona con la compañía que mandaba otro matador, Litri, había sido detenido al trascender que era militante de la Falange. Él lo había reconocido y justificado diciendo que se había afiliado hacía más de un año y bajo presión, sin que entonces sospechara los derroteros que iba a tomar dicha organización. Pero ahora era un hombre desengañado y un luchador por la República. Así lo habían atestiguado sus mandos, que dieron cuenta de su valor, y gracias a eso salvó su vida.
Enterados de todos los dimes y diretes, los días en la retaguardia transcurrían tranquilos, con el solo sobresalto de algún avión enemigo sobrevolando sus posiciones. Eran jornadas dedicadas a recibir algo de formación e instrucción militar en las afueras del pueblo, al pie del viejo castillo del marqués de Santillana y el recinto amurallado del siglo XIV. El terreno hacía allí una contrapendiente que lo ocultaba del enemigo. A escasa distancia se extendía el embalse de Puentes Viejas, que con tanto denuedo defendían. Mirar sus aguas calmas le hacía sentir un orgullo espontáneo que la dejaba abstraída. Eran días de descanso que se aprovechaban para comer caliente, recuperar fuerzas mientras llegaba el momento de volver al frente y escribir a la familia: «Esté usté tranquila, madre. Dentro de dos días volveré, después de no dejar un fascista ni pa contarlo. No llore por mí, que aquí se veranea muy ricamente». También para leer las publicaciones que daban cuentan de la marcha de la guerra y de la situación en la capital.
«Este es Madrid. ¡Ah! Este es Madrid, muy distinto al que presentan las informaciones falsas, según las cuales Madrid está sitiado, sufriendo la angustia y la tortura de una falta de víveres», se leía en el ABC republicano el discurso que el dirigente socialista y exministro Indalecio Prieto había leído ante el micrófono instalado en el Ministerio de la Gobernación. «¡En Madrid hay de todo! Y asedio no sufre ninguno. No hay más angustia que la de este calor del estío madrileño, verdaderamente abrasador. Por lo demás, Madrid yo no os diré que es el Madrid normal, porque el Madrid normal es un Madrid relativamente silencioso en esta época de la canícula, en que le abandonan una gran parte de sus habitantes; Madrid es en estos días un Madrid ruidoso, de júbilo, de algazara y de entusiasmo: este es Madrid». En el frente de Somosierra se editaba No pasarán, pero también llegaba hasta allí Milicia Popular, el diario del 5.º Regimiento. Ambos loaban el valor de los combatientes republicanos y anunciaban todo tipo de desgracias para los fascistas, que, por lo que podía leerse, debían de estar a punto de perder la guerra. Hasta aquella zona se desplazaban también los corresponsales de la prensa madrileña, que luego relataban en las páginas de sus diarios las impresiones obtenidas. Juan Soldado, seudónimo del periodista de ABC, escribía: «Día de calma, de reposo este de hoy. En cuantas posiciones ocupan nuestras tropas, dominando por completo las del enemigo, ha sido jornada de reposo total. Bien ganado, por cierto. El empuje de los defensores de la Libertad ha conseguido algo mucho más importante que inmovilizar a los traidores en sus guaridas. Ha logrado quebrantar de forma tal la moral de los facciosos que el convencimiento íntimo de su propia impotencia es la causa principal de que no encuentren ni energías para tratar de recuperar el terreno que tienen perdido irremisiblemente (…). Hemos recorrido los corrillos que forman soldados y milicias. Parecen auténticas tertulias veraniegas a las puertas de esas casas asainetadas de nuestros barrios bajos. Como en ellas, buscando la sombra reconfortadota, chiquillos y hombres charlan, discuten, bromean».
Milicia Popular, periódico del 5.º Regimiento.
Habían transcurrido dos semanas de enfrentamientos y el enemigo apenas había sido capaz de pequeños avances. La guerra en la sierra había dejado de ser una batalla abierta para convertirse en una batalla de posiciones. Los fascistas se limitaban a hostigar a los republicanos con artillería y morteros, acompañado de tiroteos e incursiones que eran rechazados por los defensores, que habían logrado establecer un sistema continuo de fortificaciones y defensas para mantener sus dominios. Rosario aprovechó para pedir un permiso. Necesitaba ir a Villarejo para ver a su padre, darle noticias de su paradero y recoger algo de ropa. Había llegado con lo puesto y una muda de ropa interior pensando que sería cuestión de días, que ahora sabía se prolongaría por tiempo indefinido.
Desde otras zonas llegaban noticias muy poco tranquilizadoras sobre el avance de las tropas rebeldes. Ellos no podían hacer otra cosa que no fuera contener al enemigo en la sierra de Guadarrama. Intentar avanzar hacia el norte era ridículo por imposible. Toda Castilla la Vieja estaba en poder de los fascistas, y no había fuerzas capaces de hacer frente al contingente humano que, procedente de esa zona, se había agrupado en la sierra para intentar el asalto a la capital. Y no era el único frente que se cernía sobre Madrid. Todos los días aviones Junker alemanes y Savoia italianos transportaban a la Península tropas africanas con su armamento, equipo y municiones. Los soldados marroquíes y del Tercio extranjero que habían desembarcado en Andalucía se habían hecho con Algeciras, Cádiz, Huelva y Sevilla, y avanzaban desde el sur. Al oeste, Cáceres y Salamanca eran fascistas también. Sólo Levante y Cataluña, al este, eran republicanas, aunque Alcalá, Guadalajara y Toledo cerraban el paso por esta zona y rodeaban Madrid. Había que romper el cerco o el esfuerzo de la sierra sería inútil. ¿Qué más daba contener al enemigo por el norte si penetraba por el oeste o el sur? Recuperar esas tres localidades era el objetivo. Había que descargar en ellas todas las fuerzas leales para levantar el cerco sobre la ciudad y abrir un corredor con el Mediterráneo que garantizase el suministro de la capital. La toma de Guadalajara permitía además dejar expedito el camino hacia Zaragoza.
Con el permiso en el bolsillo, tomó uno de los camiones que partían rumbo a la carretera de Valencia con la intención de regresar tan pronto como le permitieran las escasas comunicaciones de la zona. Su llegada a Villarejo, vestida con el mono de miliciana y el fusil al hombro, se convirtió en la comidilla del pueblo. Al llegar a casa se fundió en un abrazo con su padre, que tras unos instantes la separó de sí asiéndola por los hombros y la miró a la cara desde unos ojos acuosos que se esforzaban por no derramar ni una lágrima. No hubo ni un solo reproche, tampoco ninguna justificación. Rosario se limitó a explicar a su padre lo aprendido en Buitrago, a hablarle de la gente que había conocido y a glosarle la gran moral que tenían todos los que allí luchaban.
Su padre le contó que Carmen, Fermín y los niños estaban bien, que no habían querido desplazarse al pueblo porque estaban tranquilos en Madrid, y que le habían pedido que si sabía algo de ella les hiciera llegar recado. En Villarejo tampoco había sido fácil. Los fascistas se habían levantado alentados por las noticias que llegaban sobre la inminente caída de Madrid, y se habían producido algunos tiroteos hasta que consiguieron someterlos. Él era el presidente local de Izquierda Republicana y la victoria de los rebeldes le habría condenado a muerte. Natural de Estremera, se había criado en Tarancón, aunque de joven marchó a Villarejo a aprender los oficios de carpintero, herrero y cerrajero. Primero trabajó para un patrón, un señor al que apodaban Cortapollas, que había contraído segundas nupcias con Francisca Gutiérrez. Él había aportado al matrimonio dos hijas y Francisca, una sobrina huérfana de madre, Francisca Mora, de quien Andrés se enamoró y con quien tuvo a Rosario. Con el tiempo se estableció por su cuenta, e incluso llegó a tener dos empleados en casa. Hacía entero el carro de labranza y también el coche de recreo de los señoritos, tirado por un caballo, con el que viajaban a Madrid para atender sus negocios.
Aquella noche padre e hija repasaron su vida. Los tiempos felices y el duro golpe que supuso la muerte de su madre y esposa. Después rieron recordando la cabra que había comprado para criarla. Cada noche le daba la mano y juntos iban a la cuadra, donde campaban a sus anchas un cerdo, algunas gallinas y la cabra. Andrés se sentaba en un poyete de madera, aproximaba a las ubres una jarra de cristal y comenzaba a ordeñarla. Cuando le parecía que había suficiente leche se la ofrecía a Rosario, que invariablemente daba un paso hacia atrás ante aquel líquido blanco al que había ido a parar algún pedazo de paja o, en el peor de los casos, alguna bolita de excremento. Su padre metía entonces la mano, la sacaba y se lo volvía a ofrecer. «Bebe, que la tengo que llenar más». Hablaron y rieron para conjurar los miedos y las preocupaciones. Aquella niña criada con una cabra era ahora una mujer.
Pasados aquellos años de aprietos, Andrés se volvió a casar con una muchacha algo más joven que él, con la que tuvo otros cinco hijos y con la que ahora vivía feliz. Encontrarla fue una suerte. Las maledicencias de los pueblos impedían que a los viudos les atendiera ninguna mujer, por no dar que hablar, y ninguna quería poner en duda su honorabilidad y buena fama, necesarias para lograr un marido. Fueron dos años y medio difíciles, en los que Rosario tuvo por única compañía a su padre y a los dos obreros que trabajaban para él. Eran de un pueblo cercano y dormían en casa durante toda la semana. Los domingos regresaban con su familia y él les daba las sábanas a lavar. Aún recordaba con nitidez el fogón de la cocina y los montones de latas y cáscaras de huevo acumuladas a ambos lados. Aquello era un desastre del que Rosario lograba escapar gracias a los cuidados de Carmen, que se portó con ella como una auténtica madre.
Una viuda con un hijo y edad suficiente para sortear las habladurías de la gente fue la única mujer que se atrevió a atender a su padre, en agradecimiento a lo que él había hecho años antes por su vástago. Andrés hizo el servicio militar en la capital y, como tenía a la novia en el pueblo y carecía de medios para desplazarse a él, empleaba las tardes de los domingos en sacar a pasear al hijo de Candelas, que por entonces vivía interno en un colegio de la capital. Aquel niño era ahora el sastre, con establecimiento abierto en la misma plaza del pueblo y una bien surtida clientela de las localidades circundantes. La ayuda de Candelas les permitió salir de aquel marasmo en que se había convertido su vida, hasta que Andrés se comprometió con Josefa Nieto, una vecina más joven que él, aunque ya treintañera, que parecía condenada a no conocer varón. Se casaron y tuvieron cinco hijos, al mayor de los cuales Rosario sacaba seis años.
Rosario con su hermano Agapito en brazos.
Cuando a la mañana siguiente Rosario apuraba las últimas horas antes de regresar al frente, muchas jóvenes se concentraron a las puertas de su casa, como quien espera la salida de una celebridad a la que se aspira a tocar o, al menos, a que te dirija una mirada. Salió con su mono y el fusil al hombro.
—Rosario, queremos ir contigo —le dijo la más atrevida.
—Si queréis venir conmigo, tenéis que pedir antes permiso a vuestros padres. Si os lo dan, no hay problemas.
En apenas unas semanas había cambiado. Se sentía mayor que todas aquellas muchachas que reclamaban su aprobación para convertirse en milicianas, pese a que algunas tenían más edad. Ella, que sin decir nada a nadie se había marchado al frente, reclamaba ahora la autorización paterna para que otras la acompañaran. Sólo dos la consiguieron: una prima hermana dos años mayor que ella, y una amiga de Villaconejos, un pueblo próximo, al que Rosario había ido con su padre a ver a unos familiares de su madre. Y juntas se marcharon, aunque sus dos acompañantes habrían de regresar al día siguiente, tras ser rechazadas en el batallón, en el que ya no se admitían mujeres.
Las órdenes del Gobierno eran tajantes: los hombres al frente y las mujeres a la retaguardia. Transcurridas las primeras semanas de la guerra, cuando todas las manos eran pocas para defender la República, tan sólo las mujeres que habían acudido a las trincheras en las primeras jornadas podían continuar en ellas. Otras trabajaban en los talleres en los que se confeccionaba ropa para los soldados, camisas y calzoncillos, porque los pantalones y las chaquetas eran cosa de los sastres, y los gorros de plato y los de los milicianos corrían a cargo de los sombrereros. La industria de la guerra había organizado en Nuevos Ministerios un servicio de recuperación de la ropa de los heridos y de los muertos. Allí se lavaba, se repasaba y se le cosían los botones que faltaban para ser repartidos entre los nuevos soldados. La mayoría de los talleres estaban organizados por los sindicatos, que pagaban a las trabajadoras con el dinero que les entregaba el Ministerio de la Guerra. Cinco pesetas diarias para las aprendizas, diez para las ayudantas y veinticinco para las oficialas.
De regreso a la primera línea, Rosario y su grupo fueron enviados a defender una loma elevada desde la que se divisaba al enemigo y cualquier escaramuza que intentara contra las posiciones republicanas. Era una posición avanzada que los fascistas habían señalado como un objetivo prioritario para continuar su avance. Día y noche era batida por el fuego de morteros y artillería, que ocasionaba cuantiosas víctimas entre quienes la defendían, lo que obligaba a desplazar a ella nuevos efectivos cada jornada. Hombres valerosos, aunque desconocidos, dieron allí su vida: Dimas Olla, Juan Gutiérrez, Saturnino López o Héctor Mora fueron algunos de ellos. También Lolita Máiquez, una miliciana de diecisiete años, alcanzada por un disparo que le partió la aorta mientras custodiaba un parapeto junto a cinco compañeros.
Aquella posición era conocida entre quienes la defendían como «la Peña del Alemán». Se alzaba majestuosa en medio del triángulo que formaban las localidades de Gandullas, Gascones y Buitrago, y se había convertido en el símbolo del sector de Buitrago y de todo el frente de Somosierra. Tomaba su nombre en honor del antifascista alemán Max Salomón, que había caído gravemente herido en su defensa. La importancia de aquella posición era tal que si en un mes se habían duplicado los efectivos republicanos en la zona, hasta sobrepasar los cinco mil hombres, un tercio la guarnecía, mientras el resto se repartía entre la línea principal de resistencia y la retaguardia.
La Peña del Alemán era el punto más próximo entre las posiciones de uno y otro ejército, distantes entre trescientos cincuenta y quinientos metros. Los fascistas llamaban a su avanzadilla «el Parapeto de la Muerte», y al caer la noche los soldados de uno y otro bando entablaban un diálogo a voces que por unos minutos ahogaba el sonido de las armas.
—¡Rojillos! ¿Habéis comido hoy? ¿Habéis fumado?
—Sí, fascistas, nos sobró pollo. Venid a por él. Y por si no lo sabéis, ahora dormimos en casas de vuestros duques y condes.
—¡Hijos de la Pasionaria! Sólo queríais eso. Sois unos vagos y no trabajadores como decís, pero os queda poco, porque pronto tomaremos Madrid.
La discusión subía de tono hasta que era interrumpida por una lluvia de disparos e imprecaciones, «¡hijos de puta!», que daban por terminado el debate. A Rosario le gustaban las pláticas largas, en las que algún comisario de la cultura intercambiaba requiebros verbales con un oficial fascista que llevaba la voz cantante en las trincheras de enfrente.
—Oye, fascista, ¿cuánto pagáis a los italianos y a los alemanes que bombardean Madrid? ¿Qué os han hecho las mujeres y los niños?
—Nosotros luchamos por una España nueva, y si vienen italianos y alemanes, es porque tenemos el apoyo del mundo entero.
—Eso es mentira, el mundo entero está contra ustedes. Los obreros del comité antifascista de Nueva York hacen colectas para la República, al igual que en Francia y en Bélgica; desde Canadá nos envían ambulancias y material sanitario, y desde México nos mandan rifles y millones de cartuchos con los que ahora os disparamos. Con vosotros están italianos y alemanes mercenarios, enviados por Hitler y Mussolini, pero no sus pueblos. Y esta misma peña que nunca tomaréis lleva el nombre de un compañero alemán. No tenéis esperanza, somos más y mejores. Vamos a ganar la guerra porque España no quiere seguir siendo esclava.
—Has dicho una sarta de mentiras. Además, ¿cómo es que nos acusáis de emplear aviones italianos y alemanas si vosotros os jactáis de dispararnos con balas mexicanas?
—Porque una bala mexicana nunca ha significado una conquista y el atropello de un pueblo, sino lucha por la libertad. Son balas para liberar a un pueblo, no para oprimirlo.
—¡Traidores hijos de puta!
Ese era el final indefectible de todos aquellos intercambios de argumentos entre contendientes. Los insultos y la salva de disparos daban por zanjada la charla hasta el día siguiente.
—Chacha, agáchate, que cuando les jode mucho lo que les decimos nos barren con las ametralladoras —le alertaba a la recién llegada a aquella peña inexpugnable cualquiera de sus compañeros.
Otras noches, cuando tan sólo se escuchaba el sonido de los grillos, el silencio se interrumpía por las voces de quienes intentaban pasarse a sus filas. Habían corrido el riesgo de huir sin ser descubiertos, e instantes después se exponían al fuego del que hasta ese momento había sido su enemigo.
—No disparéis, camaradas, nos pasamos a vosotros; no somos fascistas —se escuchaba una voz ahogada por la prudencia y el miedo.
El oficial ordenaba a todo el mundo ponerse en guardia y preparar las granadas de mano en previsión de que se tratara de una trampa.
—A la menor duda, hacemos fuego.
Eran unos minutos que se hacían interminables, mientras se comprobaba si eran realmente fugitivos. Superada la tensión, el paso de soldados desde las filas enemigas se consideraba una victoria, por la que se agasajaba con bebida y comida a los recién llegados.
—¿De dónde sois, compañeros?
—Yo soy minero de Asturias, de Oviedo, y tengo dos hermanos también mineros peleando allí, por eso estaba muy vigilado por los oficiales fascistas.
—Yo soy de Salamanca y creo que han matado a toda mi familia.
—¿Y dónde os cogió la sublevación, camaradas?
—Estábamos de guarnición en Logroño y fuimos acuartelados. Nos dijeron que se había dado un golpe contra la República y que teníamos que defenderla, pero nos olimos que algo raro pasaba cuando comenzaron a llegar falangistas al cuartel.
El vino y la comida disolvían la desconfianza inicial, y los desertores se lanzaban a narrar las atrocidades que habían visto en el otro bando. A la mujer de un dirigente sindical al que habían fusilado delante de ella la hicieron tomar una botella de aceite de ricino, le raparon la cabeza y la pasearon por el pueblo mientras se defecaba encima. Al alcalde socialista de un pequeño pueblo le obligaron a sacar a su hija desnuda a la calle y pasearla por el pueblo montada en un burro. También habían presenciado decenas de fusilamientos y cómo el oficial al cargo del pelotón desenfundaba con parsimonia su pistola y descargaba el tiro de gracia sobre las víctimas. El impacto levantaba sus cabezas como si rebotaran contra el suelo, el eco del disparo se desvanecía y se hacía el silencio. Después enfundaba el arma y pedía que le dieran un vaso de agua porque se le había quedado la lengua de trapo de matar comunistas. ¡Tanta miseria!
El mes de agosto tocaba a su fin cuando el padre de Rosario se presentó en Buitrago con dos vecinos y un camión repleto de arroz, patatas, verduras, frutas y pollos recogidos entre los vecinos para aprovisionar a los soldados. La intendencia en el frente había mejorado con el paso de las semanas, y los guisos simples de patatas habían dado paso a otros de garbanzos, muchos garbanzos, que junto con arroz y algunas legumbres componían la dieta de los milicianos a mediodía y por la noche. También había algo de carne fresca, fruta y vino, e incluso embutidos y conservas soviéticas.
—Tienes que enseñarnos la trinchera en la que estás luchando —le pidió a su hija.
—Tú no puedes subir, padre.
—¿Por qué?
—Porque tienes cinco hijos más que criar.
Rosario cedió a la insistencia de los dos acompañantes de su progenitor, que a mitad de camino decidieron regresar sobre sus pasos después de que a cada tramo andado la joven miliciana les advirtiera del blanco fácil que eran con sus camisas blancas. No pensaba dejarles llegar hasta las trincheras, pero no hubo necesidad de forzarles a dar la vuelta. Ellos solos lo hicieron.
Caía la noche cuando Rosario y su padre se fundieron en un abrazo de despedida. Fue el abrazo de un hombre orgulloso y preocupado con una muchacha feliz por sentirse querida.