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Madrid en armas
La despertó un estampido. El ruido fuerte y seco de una explosión, seguido de un murmullo ininteligible, se coló por el alféizar entreabierto de la ventana que daba al patio interior del inmueble. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba en la cama, la mirada clavada en el techo, mientras su mente se desperezaba de un sueño espeso ganado tras horas de vigilia. Los ruidos fueron adquiriendo identidad propia, perfectamente distinguibles irnos de otros. Un silbido agudo anticipaba una explosión, y entre ambos se alzaba poderoso el bullicio de gente a la carrera. Se incorporó asustada, al tiempo que Carmen entraba en el dormitorio gritando su nombre, «¡Rosario!», como si con ello conjurase el peligro.
El rellano de la escalera era un patio de vecindad en el que unos y otros cruzaban miradas asustadas y se preguntaban por lo que ocurría. Los más atrevidos bajaron en procesión hasta el portal y entreabrieron la puerta de la calle con temor, como quien se dispone a adentrarse en un mundo desconocido. Una muchedumbre corría calle abajo en dirección a la plaza de España al grito de «¡viva la República! ¡Muera el fascismo!», mientras camionetas repletas de hombres que portaban banderas de partidos y sindicatos se abrían paso haciendo sonar sus bocinas. Sobre el cielo aún difuminado de la madrugada se proyectaban fogonazos de luz que situaban el origen de aquel arrebato: no muy lejos del número 8 de la calle del Noviciado.
—¿Qué pasa? —atinó a preguntar Carmen al primer hombre con quien cruzó la mirada cuando se batía en retirada.
—¡Se ha sublevado el Cuartel de la Montaña!
Carmen se abrazó a Fermín y a Rosario, y los tres corrieron escaleras arriba en busca de sus hijos pequeños, que dormían ajenos a aquel ajetreo. Lo que tanto temían se había confirmado fatalmente.
—Yo me voy al círculo a ver qué pasa —dijo Rosario.
—¡Tú no te mueves de aquí! —ordenó Carmen.
Rosario era como su hija. Tenía diecisiete años y llevaba uno viviendo con ellos en Madrid. Ya había cuidado de ella cuando su madre murió en el parto de una segunda hija que no sobrevivió. Entonces tenía un año y medio y se quedó sola con su padre, Andrés Sánchez López, carpintero y herrero, que con el trabajo del taller apenas si tenía tiempo de ocuparse de aquella cría inquieta. Entonces vivían todos en el pueblo, en Villarejo de Salvanés, puerta con puerta: Carmen, con su hermana Luisa, la rosquillera, y Rosario y su padre, en la casa contigua. No eran familia, pero se trataban como si lo fueran.
Carmen se enamoró de Fermín, uno de los conductores de la empresa de autobuses Ruiz que paraba en la plaza del pueblo en su ruta Madrid-Valencia. Y así, entre viaje y viaje, aquel buen mozo comenzó a cortejarla. La costumbre obligaba a que un miembro de la familia de la novia vigilase las citas con el pretendiente, de manera que la rosquillería se convirtió en el escenario de aquel amorío contenido. Hasta que finalmente se casaron y marcharon a vivir a Madrid. Carmen alumbró tres hijos —dos hembras y un varón—, y con el tiempo regresó al pueblo en busca de una chica de confianza para que la ayudara en las faenas de la casa. Rosario le pidió que la llevara con ella. Su padre no quería que se marchara a la ciudad, pero entre las dos le convencieron con la excusa de que aprendería corte y confección. Y con esa condición accedió, aunque él hubiese preferido que estudiara para comadrona o maestra. Sin dinero para pagar los estudios, un oficio era lo más que podía ofrecerle. Andrés se había vuelto a casar y tenía otros cinco hijos de su segundo matrimonio, de modo que no le pareció mal que su hija mayor se marchara a la capital para labrarse un futuro.
Todas las tardes, Carmen y Rosario sacaban a pasear a los niños. Bajaban por la calle del Noviciado, tomaban la de Amaniel hasta la plaza del Conde de Toreno y desembocaban en la de España por la calle de los Reyes. Desde allí entraban en el parque del Oeste y bordeaban los imponentes muros de ladrillo rojo del Cuartel de la Montaña. No muy lejos de él se organizaban timbas cada día más numerosas. A Carmen le encantaba jugar al bingo, y en más de una ocasión le había pedido a Rosario que le empeñara una colcha o un abrigo para tener algo de dinero que apostar mientras ella cuidaba de los chiquillos.
—Se lo voy a decir a Fermín —le amenazaba con escaso éxito.
—Anda, tonta, que mañana te dejo mi blusa de flores. Verás qué guapa estás.
Y así, entre zalamerías, se pasaban los días sin que nunca llegara a consumar sus advertencias.
En aquellos paseos, Rosario conoció a unas muchachas de la Juventud Socialista Unificada (JSU) que le explicaron que en un centro cultural próximo, el Círculo Aída Lafuente, se impartían clases de corte y confección gratis.
—¿Por qué no te apuntas a la JSU? —le preguntaron.
—¿Y qué es eso?
—Pues, mujer, es la juventud comunista y la juventud socialista, que están unidas.
Ella les explicó que su padre era republicano.
—Pues entonces no le importará —le dijeron.
Se afilió y cada tarde acudía a clase, donde coincidía con otros jóvenes que querían aprender un oficio o estudiaban las asignaturas suspendidas en junio para presentarse a los exámenes de septiembre.
«¡El Cuartel de la Montaña se ha sublevado!». No sabía exactamente lo que pasaba, pero sí que algo grave estaba ocurriendo y que su mundo de rutinas y certezas se venía abajo.
La capital vivía ese mes de julio de 1936 en un sobresalto permanente. La República se sentía asediada desde la toma del poder por el Frente Popular en febrero, y aunque los rumores de golpe eran cada día más frecuentes, el Gobierno no les otorgaba demasiado crédito. Primero fue el asesinato del teniente de la Guardia de Asalto, José Castillo, y luego el del diputado y líder del Bloque Nacional, José Calvo Sotelo, que obligaron al Ejecutivo a decretar el estado de alerta. El viernes 17 saltaron todas las alarmas al trascender las primeras noticias sobre una sublevación militar en el protectorado español de Marruecos.
«¿Así que me dicen que los militares se han levantado? ¡Pues yo me voy a acostar!», había contestado el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, a los periodistas que le reclamaban noticias sobre el alzamiento militar tras concluir la reunión del Consejo de Ministros celebrada ese día. Unas horas después, a las ocho de la mañana del sábado 18, el Gobierno confirmaba los rumores, convertidos ya en hechos, con una nota remitida a las emisoras de radio en la que justificaba su silencio del día anterior: «Se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República. El Gobierno no ha querido dirigirse al país hasta conseguir conocimiento exacto de lo sucedido y poner en ejecución las medidas urgentes e inexorables para conseguirlo. Una parte del Ejército que representa a España en Marruecos se ha levantado en armas contra la República, sublevándose contra la patria propia y realizando un acto vergonzoso y criminal de rebelión contra el poder legítimamente constituido. El Gobierno declara que el movimiento está exclusivamente circunscrito a determinadas ciudades de la zona del Protectorado y que nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a este empeño absurdo».
Lejos de confirmarse tan optimistas previsiones, esa misma tarde se conoció que el general Francisco Franco, comandante general de Canarias, había declarado el estado de guerra en el archipiélago, y que la sublevación se extendía ya a la Península, donde fuerzas leales se batían con los rebeldes en Sevilla, Cádiz y Córdoba. Las calles de Madrid eran para entonces un hervidero de obreros que habían declarado la huelga general como respuesta y que recorrían la ciudad al grito de «¡armas!, ¡armas!». El presidente Casares Quiroga, que en mayo había sustituido a Manuel Azaña al frente del Gobierno al convertirse este en presidente de la República, se negaba a ello: «¡Yo no doy un solo fusil al pueblo, eso es la revolución!», había comentado a algunos de sus colaboradores en aquellas horas trágicas.
Los acontecimientos se habían sucedido a una velocidad de vértigo. Casares Quiroga, sobrepasado por unos sucesos que no supo prever, dimitió el mismo día 18 y el presidente Azaña confió al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, la responsabilidad de configurar un nuevo gabinete de republicanos moderados que pactara un acuerdo con los sublevados para evitar una guerra civil. «Buscamos un punto de coincidencia para terminar con la grave situación actual», decía la declaración gubernamental que desató la ira de la muchedumbre.
La propuesta fue rechazada de plano por el general Emilio Mola, gobernador militar de Navarra y uno de los cabecillas de la revuelta, con quien Martínez Barrio mantuvo una conversación telefónica en la madrugada del domingo 19:
—Saludo a usted, general. Soy Martínez Barrio.
—Le escucho respetuosamente.
—General, he sido encargado de formar Gobierno, y he aceptado. Al hacerlo me mueve una sola consideración: la de evitar los horrores de la guerra civil que ha empezado a desencadenarse. Usted, por su historia y su posición, puede contribuir a esta tarea. Desconozco las ideas políticas de los generales que están al frente del Ejército, pero supongo que por encima de todo colocan su amor a España y el cumplimiento de su deber militar. En esta confianza me dirijo a usted, para pedirle que la tropa a sus órdenes se sostenga dentro de la más estricta disciplina y bajo la obediencia de mi Gobierno.
—Con la misma cortesía y nobleza con que usted me habla voy a contestarle. El Gobierno que usted tiene el encargo de formar no pasará de intento; si llega a constituirse, durará poco, y antes que de remedio, habrá servido para empeorar la situación. No es posible lo que me pide.
—¿Mide usted bien la responsabilidad que contrae?
—Sí, pero ya no puedo volver atrás. Estoy a las órdenes de mi general, don Francisco Franco, y me debo a los bravos navarros que se han colocado a mi servicio. Si quisiera hacer otra cosa, me matarían. Claro, que no es la muerte lo que me arredra, sino la ineficacia del nuevo gesto y mi convicción. Es tarde, muy tarde.
—No insisto más. Lamento su conducta, que tantos males ha de acarrear a la patria y tan pocos laureles a su fama.
—¡Qué le hemos de hacer! Es tarde, muy tarde.
Una manifestación gigantesca recorrió la ciudad reclamando armas y un Gobierno dispuesto a plantar cara a los rebeldes. La plaza de Oriente, la calle del Arenal, la Puerta del Sol, la Carrera de San Jerónimo, la calle de Alcalá y el paseo de la Castellana fueron tomados por una multitud exaltada, que como en las estaciones de un via crucis se detenían en el recorrido ante los edificios oficiales: el Palacio Nacional (que hasta el 14 de abril de 1931 había sido Real), Gobernación, el Ministerio de Estado, la Presidencia del Gobierno y el Ministerio de la Guerra. «¡Armas, armas, armas!». El clamor era tal que el Ejecutivo de Martínez Barrio no llegó siquiera a constituirse, y el mismo día 19 Azaña nombró jefe de Gobierno a su compañero de Izquierda Republicana, José Giral y Pereyra, que como primera medida autorizó el reparto de armas entre los civiles. Para entonces, la rebelión ya había triunfado en Burgos, Zaragoza, Vitoria, Pamplona y Mallorca.
Carmen y Fermín no salieron ese día a la calle. Se limitaron a intuir lo que ocurría asomados a la ventana de su dormitorio. Desde su pequeño observatorio vieron la calle recorrida por patrullas de hombres armados que controlaban el tráfico y requerían la documentación a los transeúntes. Hombres que llevaban el pañuelo rojinegro de la CNT al cuello, alzaban sus rifles y gritaban consignas contra los fascistas como saludo cada vez que se cruzaban con otros compañeros. No tenían radio, pero estaban convencidos de que aquel mundo en miniatura que era la calle del Noviciado representaba por sí solo los acontecimientos que se estaban viviendo en toda la ciudad.
Aquel domingo no tuvo el aire festivo de otros fines de semana. Los cultos religiosos habían sido prohibidos, y en varios puntos de la ciudad se alzaban humaredas por la quema de iglesias. Los sindicatos y los partidos del Frente Popular se habían hecho con el control de la capital y desplazado en gran medida a la autoridad gubernativa. Madrid se había vuelto una ciudad grave que presentía lo que iba a ocurrir y se preparaba para ello. La sublevación se había extendido como el aceite y alcanzado a Barcelona, aunque allí el pueblo había logrado derrotar a los rebeldes. Nadie dudaba que la capital sería el siguiente objetivo.
Las guarniciones de los cuarteles permanecían acantonadas y su posicionamiento en el movimiento sedicioso era una incógnita, aunque aquel silencio no presagiaba nada bueno. Millares de obreros vigilaban los acuartelamientos de la Montaña, del Pacífico, de Conde Duque, de María Cristina, de la Batalla del Salado, e incluso los cuartelillos de la Guardia Civil en muchos barrios. Y también los acantonamientos de Carabanchel, Vicálvaro y Getafe, que permanecían cerrados a cal y canto. Algunos voluntarios habían levantado parapetos de sacos terreros en las inmediaciones en previsión de que las tropas se echasen a la calle para tomar la ciudad.
«¡Se ha sublevado el Cuartel de la Montaña!». Era lo esperado pero, pese a ello, les sobrecogió el corazón descubrir que lo que tanto temían se había cumplido. Tras unos momentos de duda, Fermín se echó a la calle para conocer de primera mano lo que ocurría, y en un instante se perdió entre la multitud que se encaminaba hacia la plaza de España. Carmen no tuvo tiempo de decirle que no lo hiciera. Se limitó a llevarse la mano a la boca para ahogar el miedo que por ella se le escapaba. Una marea humana desembocaba en la plaza desde las calles de la Princesa y la Gran Vía. Muchos llevaban horas allí, pues se habían incorporado a aquel asedio espontáneo la noche anterior, tras asistir en el cercano Palacio de la Prensa a la proyección de El ángel de las tinieblas, con Frederich March y Merle Oberon, que llevaba días contando con el fervor del público.
Cuatro mil hombres, entre militares y falangistas, se habían hecho fuertes en aquel edificio fortificado que dominaba orgulloso los alrededores. Estaban al completo el Regimiento de Infantería número 31 y el de Zapadores número 1, a las órdenes del general Joaquín Fanjul Goñi. Nadie sabía lo que ocurría dentro. Tan sólo podía darse fe de lo que se veía: hombres armados apostados en los ventanales que daban al paseo de Rosales, a la calle de Ferraz y al terraplén que conducía hasta la estación del Norte. Frente a ellos, varios miles de hombres más cercaban el cuartel. La mayoría no tenía armas, pero poco importaba. Había militares leales, metalúrgicos, albañiles, tranviarios, peones de la construcción y dependientes con corbata que esperaban impacientes una señal.
Hasta las inmediaciones se habían trasladado dos cañones del calibre 10, que eran los responsables de los estampidos que Carmen, Fermín y Rosario habían escuchado desde casa como presagio de la tragedia. El teniente de artillería Urbano Orad de la Torre estaba al mando.
—Segunda pieza: ¡fuego!
Tras unos disparos espaciados, cada cañón realizaba dos disparos más a toda velocidad para dar la sensación de que los sitiadores disponían de una batería completa. A cada rato, las dos piezas eran cambiadas de emplazamiento. De su ubicación en la plaza de España, junto a la estatua de Cervantes, a la calle del Reloj, y de allí a la de Luisa Fernanda, para que los sediciosos creyeran que les disparaban desde numerosas posiciones. «¡Carguen! ¡Fuego!». Un carro blindado, detenido frente al número 2 de la calle de Ferraz, barría al mismo tiempo las ventanas del cuartel con ráfagas de ametralladora. El teniente Urbano aún no lo sabía, pero su hermano Manuel, ingeniero del Canal de Isabel II, y su sobrino, de quince años, habían muerto ya a esa hora en el asedio al acuartelamiento de Carabanchel, que como el de la Montaña se había sumado a los sublevados.
El muro del cuartel resistía las embestidas, que eran aclamadas por la multitud como si se tratara de fuegos artificiales. Cada zambombazo era respondido desde el interior con una salva de disparos que, a su vez, eran repelidos por los sitiadores. Dos aviones Breguet de reconocimiento y pequeño bombardeo, procedentes del aeródromo de Cuatro Vientos, se habían sumado al cerco tras unos instantes de alarma y angustia entre los sitiadores, que no sabían si venían a bombardearles a ellos o a los sublevados. Y aunque en un primer momento lanzaron millares de octavillas conminando a los rebeldes a rendirse, después efectuaron varias pasadas sobre el cuartel soltando su mortífera carga, que al impactar contra su objetivo hacía temblar todo a su alrededor. Unos altavoces situados estratégicamente en las inmediaciones del cuartel conminaban a sus defensores a rendirse.
«Soldados del Cuartel de la Montaña: os engañan los que os mandan, porque no quieren salvar a la República, sino hundirla. Basta con que abandonéis a los jefes y oficiales y salgáis a la calle en busca de nosotros, del pueblo que viene a libertaros, de vuestros hermanos, los trabajadores de España. Salid del cuartel sin armas, sin deseos de matanza, sin miedo a nosotros, que somos como vosotros, pueblo. Y hoy mismo podéis marchar a vuestras casas para abrazar a vuestras madres, a vuestras hermanas, a vuestras novias. Vosotros, soldados, sois carne y sangre del pueblo. De él venís y a él será preciso que volváis. Ayudadnos en estas horas decisivas y sumad vuestros esfuerzos a los del Frente Popular, a los de la República, a los de España».
Tras varias horas de asedio, un trapo blanco asomó de una de las ventanas. «¡Los fascistas se rinden!», voceó alguien. Fue un grito de guerra que lanzó a un nutrido grupo contra el cuartel, pese a las advertencias de los oficiales que parecían estar al mando, pero que no podían contener aquella furia desatada. Aquello no era un ejército, ni el asalto una operación militar estratégicamente calculada; era, sencillamente, el pueblo en armas. De improviso, los fogonazos de decenas de fusiles iluminaron la negrura que emanaba desde el interior del edificio a través de sus ventanas, y los hombres y mujeres que corrían hacia ellos cayeron abatidos. El general Fanjul, que había resultado herido, arengaba a sus tropas y las conminaba a resistir hasta que acudiera en su ayuda la columna del general Mola, que en ese momento había llegado a la sierra y avanzaba hacia Madrid. Resistir o morir.
La fachada del edificio mostraba ya los efectos del machaqueo incesante de los cañones cuando una segunda marea humana corrió hacia los muros derribados para entrar. Algunos defensores comenzaron a batirse en retirada, conscientes de su derrota. La lucha era ya cuerpo a cuerpo. Gritos y voces se mezclaban con el sonido de los disparos en un marasmo de muerte. Pasaron diez, veinte, treinta minutos hasta que un muchacho se asomó a uno de los balcones enarbolando una bandera republicana para gritar «¡muera el fascismo!» a quienes esperaban noticias en el exterior. El Cuartel de la Montaña había caído.
Los muertos formaban una suerte de reguero humano hasta el interior del acuartelamiento. En sus dos patios interiores se amontonaban los cadáveres de los defensores. Presentaban posturas imposibles, dislocados los cuerpos por la muerte, mientras los que habían logrado sobrevivir alzaban sus brazos en señal de rendición; y algunos, los que podían, enseñaban su carné del sindicato para demostrar que ellos no debían haber estado allí, que habían sido obligados por los oficiales. Olía a pólvora y a sangre. Hombres y mujeres repartían las armas incautadas y, lo que era más importante, en manos de los asaltantes estaban ya los más de cinco mil cerrojos de fusil que había depositados en el cuartel y que sus mandos se habían negado a entregar al Gobierno cuando este los reclamó. Cinco mil cerrojos que permitían hacer útiles otras tantas armas.
Debía de ser cerca del mediodía cuando Fermín regresó a casa con el rostro demudado por lo que acababa de presenciar. Lo había hecho a distancia, sin querer implicarse en los acontecimientos, como quien asiste a un espectáculo en directo. El sol del verano había devuelto a la calle su aspecto bullanguero, y las detonaciones que unas horas atrás habían sobresaltado a todos se antojaban ahora lejanas, producto de un mal sueño. Rosario acababa de marcharse al Círculo. Había insistido durante toda la mañana y Carmen no pudo negarse por más tiempo. Le dejó ir. A fin de cuentas era lo que hacía todos los días a esa misma hora. Dejarle marchar era un síntoma de normalidad; de que, pese a lo ocurrido, nada malo podía pasarles; de que todo aquello, como decía el Gobierno, no era más que una algarada de cuatro militares africanistas, que sería sofocada en unas jornadas y les permitiría a todos recuperar la rutina, esa cadencia de hechos seguros que poblaban sus días.
El centro cultural estaba en el número 10 de la calle de San Bernardino, a unas manzanas de su domicilio. Tenía el nombre de Aída Lafuente en memoria de una joven asturiana de diecisiete años, conocida como la Libertaria, que había fallecido en la revolución de Asturias de 1934. Cuando Rosario llegó al local, los jóvenes formaban corrillos en los que el mejor informado explicaba al resto lo ocurrido, ante la atenta mirada y el gesto asustado de quienes escuchaban. Lina Odena, una de las profesoras, contaba a un grupo de alumnas las últimas noticias del levantamiento militar cuando irrumpió en el local un grupo de jóvenes armados que parecía, por el aire urgente y resuelto que mostraban en sus movimientos, ir a apagar un fuego. Uno de ellos se encaramó a lo alto de una mesa y requirió la atención de los presentes.
—¡Compañeros! —gritó con el tono de quien está acostumbrado a arengar a las masas—. ¡Compañeros! —repitió alzando aún más la voz—. Los fascistas han sido derrotados en Barcelona y en Madrid gracias al arrojo de los trabajadores, pero la batalla no está ganada. Columnas de enemigos de la República se dirigen hacia aquí y es necesario el sacrificio de todos para detenerlas. Necesitamos voluntarios, y yo os pido vuestra ayuda: el apoyo de la Juventud Socialista Unificada.
Algunos dieron un paso al frente mientras alzaban el dedo índice de su mano derecha, como quien se dispone a responder al profesor que acaba de hacer una pregunta. Luego daban su nombre, que uno de los acompañantes del que llevaba la voz cantante anotaba en un folio en blanco.
—¿Pueden apuntarse las chicas? —A Rosario le salió la voz firme, aunque el corazón le latía atropellado.
—Por supuesto, compañera: todos podemos ser útiles a la República.
—Pues apúntame a mí.
—¿Cómo te llamas?
—Rosario Sánchez Mora.
Fue la única mujer que se alistó, sin que sus compañeras se atrevieran a apoyar o reprobar lo que acababa de hacer. Concluida la asamblea, todos los voluntarios quedaron convocados a las ocho de la mañana del día siguiente en el local que la JSU tenía en la vecina plaza de las Comendadoras.
De regreso a casa iba como en una nube. No diría nada a Carmen ni a Fermín. Si lo hacía, estaba convencida de que no le dejarían marchar. ¡Si hasta había tenido problemas para ir al Círculo! Además, así no se preocuparían. Cuando llegó a casa y Carmen se abrazó a ella llorando, no dijo nada.
—¿Dónde has estado toda la tarde?
—En el Círculo, como te dije.
—Ha venido tu padre. Estaba preocupado por lo que pudiera haberte ocurrido. Le he dicho que estás bien, pero está esperándote en el salón.
Rosario temió que sus planes se vinieran abajo. Tendría que engañar también a su padre si quería cumplir con la palabra dada. Se abrazaron y al momento Rosario le explicó que no tenía que preocuparse por nada, que ella estaba bien y que él debía regresar al pueblo para atender a su mujer y a sus otros cinco hijos, el mayor de los cuales, Aurelia, tenía diez años. Sólo cuando le vio más tranquilo se atrevió a decirle que había estado a punto de ponerse en una cola para apuntarse como enfermera. Esperaba haberle oído un recriminatorio «¡que yo no me entere!», pero como no dijo nada, pensó para sí: «Bueno, casi tengo su permiso». Y allí lo dejaron.
Apenas probaron bocado en la cena. Tampoco hablaron. Lo justo para que Andrés reiterara las gracias a Carmen y a Fermín por los desvelos que se tomaban con Rosario, y para pedir a su hija que fuera prudente e hiciera caso de todo cuanto sus amigos le dijeran. Él regresaría al pueblo una vez apaciguada la preocupación que le trajo a Madrid.
Rosario durmió mal aquella noche, y cuando vio clarear el día por su ventana se levantó sin hacer ruido, se vistió con una blusa y una falda, recogió algo de ropa interior y un jersey para el relente de la mañana, y se marchó como una fugitiva. Tenía la certeza de que iba a ser cosa de unos días, que estaría de vuelta antes de que tuvieran tiempo de mandar recado a su padre para contarle que no sabían nada de ella, que había desaparecido sin dejar ninguna nota, pero que sospechaban que se habría alistado, tal vez como enfermera, en alguna de las oficinas de reclutamiento que partidos y sindicatos habían comenzado a instalar en sus oficinas.
Cuando llegó a la sede de la JSU, la plaza era un hervidero de muchachos que rodeaban los cinco camiones y los dos autobuses estacionados a la puerta para llevarles al frente. Aun frente indefinido. Los más exigían marchar ya, no fuera que les echaran en falta en casa y sus padres acudieran en su busca. Cuando el tumulto era ya considerable, leyeron en voz alta los nombres tomados la jornada anterior y fueron montando en aquellas viejas y destartaladas camionetas, que habían sido requisadas a sus propietarios para ponerlas al servicio de la defensa de Madrid, como demostraban los costados y las puertas pintados en blanco con las siglas de la JSU y del PCE. Pasaban unos minutos de las ocho de la mañana cuando se pusieron en camino con rumbo desconocido.
Transcurrió un buen rato de marcha hasta que alguien preguntó:
—¿Sabéis dónde nos llevan?
Nadie supo responder. Se limitaron a arquear las cejas y fruncir los labios en señal de ignorancia. Fue el acompañante del conductor quien les sacó de dudas. Les dijo que iban camino de Buitrago para defender los embalses de Lozoya que abastecían de agua a la ciudad. Si caían en manos de los fascistas, Madrid no podría resistir. El embalse de El Villar había entrado en servicio en 1911 y había completado sus instalaciones dos años más tarde con una central hidroeléctrica. Siete kilómetros arriba estaba la presa de Puentes Adejas, que había comenzado a funcionar ese mismo año, aunque el inicio de las obras databa de 1907. Ambas eran el principal depósito de agua de los madrileños.
—¿Cómo te llamas? —inquirió el joven que viajaba junto a ella, llevado por la curiosidad de aquella muchacha espigada y flacucha que les escrutaba a todos con sus enormes ojos.
—Rosario.
Tras un momento de duda, volvió a preguntar:
—¿Te molesta si te llamo Chacha?
—Como quieras.
La JSU editaba un periódico para las jóvenes que se llamaba Muchachas, y los chicos tenían la costumbre de llamar a las chicas «chachas» en tono cariñoso.
Atrás fueron quedando Fuencarral, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes, San Agustín de Guadalix, El Molar, Venturada, Cabanillas de la Sierra, La Cabrera y Lozoyuela. En el horizonte se dibujaban los picos de la sierra, sobre el fondo de un cielo intensamente azul, cuando comenzaron a cantar. Quien no supiera lo ocurrido podría haber pensado al ver la escena que aquellos muchachos iban de excursión; y sin embargo se disponían a luchar contra un ejército bien entrenado y mejor equipado. El pueblo de Buitrago estaba a tan sólo unos kilómetros, empotrado en el arco que describía el río Lozoya. A su izquierda se erigía imponente la Peña Alta; a su derecha, un cerro poblado de encinas conocido como El Bosque y aún más allá Gandullas, la línea del frente. Ninguno de los que viajaban en aquellos camiones pensaba que la guerra pudiera durar más de ocho o diez días.