Epílogo

Suth estaba echado en su hamaca, disfrutando del lujo de tres días consecutivos de inactividad relativa, aparte de reparar su equipo y el habitual supuesto trabajo de limpiar el navío. Estaba a bordo del Velenth, un barco mercante rooliano requisado para el transporte. La fuerza expedicionaria malazana reunida regresaba a Quon Tali, y el mando todavía tenía que asignarle un nuevo destino a Tela, a Keri, a Wess y a él. Allí tirado, un brazo sobre los ojos, intentaba dormir mientras la gran flota se abría camino poco a poco por el estrecho de Aguanegra.

Ya casi lo había conseguido cuando oyó el tono profundo de la voz del sargento Tela.

—Se requiere tu presencia arriba. —Y el tipo le tiró de la pierna.

Suth cambió de postura para poder mirar a su sargento: el hombre volvía a estar en pie después de que los pocos sanadores que tenían al fin pudieran acceder a sus sendas.

—¿Qué? No más puñetero fregoteo, por favor.

Pero el sargento tenía un aspecto más serio de lo que lo había tenido en días.

—La maga suprema está aquí. Tiene algunas preguntas para ti.

Suth se quedó quieto, presa del nerviosismo instintivo que siente todo soldado cuando los peces gordos se interesan por ti.

—¿Sobre qué?

—No puedo hablar.

—¿Lo interrogó a usted?

—Sí.

—¿Y?

El hombre negó con la cabeza.

—No creas que soy lo bastante estúpido como para hacer el gilipollas con la investigación de una maga suprema. Y ahora, vamos.

Suth se puso las botas y, encorvado en el estrecho alojamiento, se abrió camino entre el laberinto de hamacas hasta la escalera. Arriba seguía haciendo frío, pero el aire no tenía el matiz despiadado de antes. Era el viento lo que lo hacía temblar a uno. La poblada capa de nubes seguía siendo densa, pero empezaban a aparecer claros que se iban ensanchando a medida que avanzaban hacia el sur. Tela acompañó a Suth hasta donde la maga suprema esperaba junto al costado del barco. Con ella estaba la figura inconfundible de la alta y ancha capitán Peles, sin armadura, con su jubón largo acolchado y los pantalones de cuero.

Las dos estaban a plena vista, puesto que todos los soldados que atestaban aquel navío demasiado pequeño mantenían una respetuosa distancia, al igual que todos los marineros que pasaban de un lado a otro para manejar el barco. Suth estaba tenso; todo el mundo hablaba de los logros de la maga suprema: había acabado ella sola con las defensas de la costa durante el desembarco, y había salvado a la flota de la titánica ola marina. Parecía que el Imperio por fin había encontrado una vez más una maga digna del título.

Suth hizo un saludo militar a las dos mujeres.

—Maga suprema. Capitán.

—Descansa —dijo la maga suprema. Lo invitó a colocarse a su lado, junto al costado del barco, y se giró para mirar al agua—. El único sitio privado en cualquier barco lleno de gente —le dijo con un guiño.

—Sí, señora.

—Bien, en primer lugar, relájate, esta no es una investigación oficial… no se está haciendo ningún esfuerzo por echar culpas ni censurar a nadie. ¿Queda claro?

Por alguna razón, el comentario no consiguió tranquilizarlo.

—Sí, señora.

—Yo solo quiero una imagen más nítida de lo ocurrido en Thol. Es comprensible, ¿no?

—Sí, señora.

La mujer dejó escapar un suspiro largo y exasperado. Se apartó de la cara los rizos parduscos y desgreñados que comenzaban a encanecer.

—Relájate, marine. Es una orden.

—Sí, señora.

Una mirada dura de un solo ojo de la mujer.

—Bien, he interrogado a tu compañera de pelotón, Keri; se está recuperando bastante bien, por cierto…

—Me alegro de oírlo, señora.

—¿Y, que tú recuerdes, nadie tocó ese cofre después de que la niña lo dejara caer?

—Nadie, señora. Ipshank insistió mucho.

—¿Ni siquiera Manask cuando lo arrojó al mar interior?

—No, señora. Utilizó una lanza.

—Entiendo. ¿Y estás seguro de que lo viste caer al mar?

—Sí, señora. Bastante seguro. Lo vi cuando lo arrojaban y lo vi salir volando, y después el mar se llenó de espuma como la sopa al hervir. ¿Por qué?, ¿la percibe?

La maga suprema decidió no ofenderse por la pregunta y sacudió la cabeza.

—No. Es solo que Manask… el hombre es célebre por…

—Ipshank estaba vigilando.

La maga se volvió para darle la espalda al costado del barco y asintió.

—Sí, bueno, gracias a los dioses. Parece ser el único que puede ejercer algún control sobre ese hombre… Y por último, Kyle, el adjunto. ¿Le oíste decir algo antes de que se fuese?

Suth recordó la confusión y la agitación del regreso a la ciudad aterrada por la riada. Wess y él retornaron a la guarnición, él nunca volvió a ver al adjunto. Pero antes de separarse, sí que lo había oído hablar con Ipshank.

—Creo que dijo algo sobre regresar a casa.

—Entiendo. Gracias, soldado. Bueno, tú acompañaste al puño Rillish en varias misiones, ¿no es así?

—Sí, señora.

—Bien, antes de que te marches, y ya le he dicho esto aquí a la capitán Peles… Pero yo fui la última en ver a Melena Gris y solo quiero que sepas que habló bien del puño antes de irse. Puesto que serviste a sus órdenes, quería que lo supieras.

—Gracias, maga suprema.

—Eso es todo.

Suth saludó y regresó con Tela.

El resto de la tarde se pasó volviendo a ordenar el almacén. Durante todo ese tiempo, la maga suprema y la capitán Peles tuvieron el costado del barco para ellas solas. Y permanecieron allí hasta bien entrada la noche.

Abajo en la bodega, mientras Wess dormía, como siempre, Tela y Suth observaban la multitud reunida alrededor de un cuadrado de madera en el que habían grabado un círculo y donde unas cucarachas que habían soltado de un cuenco en el centro salían disparadas hacia los bordes. La multitud de soldados lanzaba inmensos rugidos con cada carrera, pero se pasaban la mayor parte del tiempo intentando recuperar a las fugitivas.

Tela descruzó los brazos, hizo una mueca y relajó los hombros.

—Seguro que te ascienden a sargento.

—No es que me interese demasiado.

Tela dejó escapar un bufido de irritación.

—¿Es que no has aprendido nada todavía, hombre? Al ejército le da igual lo que tú pienses. Lo que tú piensas no importa. Cogerás lo que te den, aunque sea un perro muerto y dirás, ¡sí, señor, gracias, señor!

Suth no pudo evitar que una sonrisa triste le levantara los labios.

—¡Sí, señor, gracias, señor! —dijo.

Tela aprobó el gesto con un gruñido.

—Eso es. Ya empiezas a aprender.

La monstruosa ola que invadió los muelles de la ciudad de Anillo había aplastado los barcos en sus amarres, demolido los embarcaderos y continuado hasta inundar las manzanas del puerto. El peor daño fue la pérdida de incontables almas que arrastró al mar cuando se retiró llevándose todo con ella. Sin embargo, solo unos días más tarde, el primer bote se atrevió a acercarse a Anillo otra vez. Encontraron la gran cadena marina destrozada y sumergida. Con mucho cuidado, avanzaron remando con su pequeño barco pesquero y pasaron por encima del propio Agujero, los primeros en hacerlo desde que alguien se preocupara de dejar constancia.

Allí el agua era tan transparente, tan tranquila, que era como si flotaran a cientos de metros sobre la nada. Ernen, que era el dueño del barco, guiñó los ojos y observó las paredes de roca que los rodeaban.

—¿Dónde está su torre, su alojamiento? —les preguntó a los tres jóvenes estibadores que habían aceptado acompañarlo—. ¿Veis algo?

—No.

Había sido idea del viejo Ernen.

—Esos guardias de la tormenta se fueron, ¿no? —había argumentado—. Seguro que se largaron a Korel. Así que deben de haber dejado equipo allí, ¿no? Todas esas incrustaciones de plata. Todas esas magníficas espadas, armaduras y demás. Un sustancioso botín que solo espera al primero que se atreva…

Así que se escabulleron de noche, cruzaron y entraron. Al llegar, Ernen les indicó con gestos un lado y les señaló la oscuridad. Los jóvenes se miraron unos a otros, horrorizados bajo el fulgor tenue del farol cubierto que llevaban.

Uno manoseó su remo y después dejó escapar un chillido aterrado, se apartó con estremecimiento y el movimiento los hizo saltar a todos.

—¡Jinetes!

—¡Silencio! —ordenó Ernen, sentado muy quieto, a la escucha. Se quedaron todos inmóviles, esforzándose por escuchar. Pero solo regresó el murmullo de las olas, ecos huecos en la oscuridad. Ernen le dio una colleja al chaval—. ¡Aquí no hay jinetes, hombre!

—Ahí abajo hay algo —susurró con voz ronca el muchacho.

Ernen resopló, estiró el cuello y se asomó. Se quedó mirando con los ojos guiñados, después los abrió mucho y dejó escapar un remo para hacer la señal de la bendición. Los muchachos se reunieron con él.

Allí abajo, a una distancia imposible de calcular, sumida en las profundidades negras del Agujero, resplandecía una figura. La claridad antinatural del agua permitía distinguir detalles extraordinarios. Un tipo gigantesco, con armadura y yelmo completo, que sostenía sobre el pecho y con la punta hacia abajo una gran espada gris.

Ernen sabía que yacía a una distancia imposible, muy abajo, pero era como si pudiera estirar el brazo y tocarlo.

—¿Quién, qué, es? —dijo sin aliento uno de los chicos.

—Un guardián —dijo otro—. ¡Debe de ser un guardián listo por si volviera la Señora!

—Es solo un cuerpo… —empezó a decir Ernen, pero los jóvenes no le hicieron caso, todos hablando muy emocionados sobre lo gran guerrero que debió de ser, así que el anciano desechó el tema con un ademán y cogió los remos.

—¿Adónde vas? —preguntó uno.

—Al acantilado. Tiene que haber un muelle en alguna parte…

Los muchachos estaban horrorizados.

—¡No puedes! ¡Lo molestarás!

Ernen se los quedó mirando.

—¿Qué? ¿Molestar a quién?

—¡Al guardián!

—¡Es un cuerpo! ¡Hundido en el fondo del Agujero!

Los chicos le quitaron los remos de las manos.

—No vamos a molestarlo. Nadie debería entrar aquí.

Ernen miró el cielo nocturno.

—Oh, por el amor de todos los puñeteros dioses extranjeros…

—No faltes al respeto —le advirtió otro de ellos con gesto estirado.

Ernen murmuró algo, se recostó contra la proa puntiaguda y se cruzó de brazos. ¡Puñeteros beatos, serán idiotas! Un mes antes me habrían denunciado por maldecir a la Señora y ahora están todos contra ella. Sacudió la cabeza. Maldita juventud… tan seguros de todo. ¡Eran capaces de tirar a todo dios por un acantilado!

En su tribunal de la Corte Suprema del Recién Reino Soberano de Rool, el examinador supremo Bakune escuchaba al abogado de la defensa detallando las complejidades del retorcido linaje que gobernaba las conflictivas reclamaciones familiares sobre el condado de la provincia de Homdo. Parpadeó para obligarse a abrir más los ojos y apoyó la barbilla en las manos. Miró por una ventana, donde la capa primaveral de nubes que empezaba a diluirse le permitía vislumbrar trozos de cielo azul.

Suspiró.

Unas tropas roolianas del barón, convertido en general, Karien’el alcanzaron al antiguo lord alcalde de Banith cerca de la frontera con Mare. En un lado del camino oriental de mercaderes encontraron su gran carruaje abandonado y vacío. En la pista embarrada, no mucho más allá, en una lúgubre posada, se toparon con el hombre, encorvado junto al fuego, su magnífico manto de pieles lleno de suciedad y despojado de las cadenas de plata que eran el símbolo de su cargo.

El sargento del destacamento arrastró hasta allí una silla, le dio la vuelta y se sentó a la misma mesa que su hombre. El antiguo lord alcalde ni siquiera levantó los ojos de las llamas que estudiaba en el hogar hecho con adoquines y argamasa.

El sargento se aclaró la garganta.

—Así que… ¿dónde está todo?

El hombre pareció despejarse un poco, se frotó el rastrojo de barba que tenía en las mejillas chupadas, parpadeó con los ojos inyectados en sangre y levantó la jarra que tenía delante, solo para fruncir el ceño y asomarse al interior.

—¡Tabernero! —exclamó—. ¡Otra!

El sargento le quitó de un tirón la jarra de la mano y la posó de golpe en la mesa.

—¿Dónde está?

El antiguo lord alcalde Estiel Gorlings parpadeó y miró al sargento.

—¿Dónde está qué?

—¡El contenido entero del tesoro de Banith, maldito traidor!

El labio inferior del hombre empezó a temblar. Le brotaron lágrimas de los ojos. Se limpió la cara con un trapo arrugado.

—Desapareció —gimió—. ¡No está!

El sargento hizo una mueca.

—Haga el favor de calmarse, hombre. ¿Qué quiere decir con que no está? No se lo habrá gastado todo ya, ¿verdad?

—¡No! —Estiel se inclinó hacia delante y bajó la voz—. Lo robaron. ¡Me lo quitaron!

—¿Robado?

—¡Sí! Salió de un salto y nos cayó encima, en el bosque…

—¿Salió? ¿Uno solo? ¿Usted, con todos sus guardias?

—¡Sí!

El sargento se cruzó de brazos y miró al hombre como si lo decepcionara.

—Va a tener que hacerlo un poco mejor.

El que fuera lord alcalde estiró una mano con gesto suplicante.

—¡De verdad! Venció a los guardias, cogió el cofre y se metió andando en el bosque… —Se le fue apagando la voz y se sumió en un silencio asombrado, como si no pudiera creer todavía lo que había visto.

El sargento lanzó un bufido de desdén.

—Un solo hombre no podría vencer a todos sus guardias y luego largarse al monte con uno de esos enormes cofres, ¡están hechos de hierro!

—¡Pues le digo que él sí! —Furioso, Estiel intentó levantarse, pero solo consiguió derrumbarse otra vez en la silla, a punto de echarse a llorar—. Los guardias cogieron lo que quedaba y me abandonaron, ¡esos cabrones desagradecidos! Y aquí estoy. Plantado. Sin un penique.

—Ya no está tan plantado. —El sargento hizo un gesto para que sus hombres se adelantaran. Dos sujetaron los hombros de densa piel del manto y levantaron al tipo—. Averiguaremos dónde enterró todos esos dineros. ¡No se engañe!

Mientras lo arrastraban, el tipejo no dejaba de despotricar contra el sargento.

—¡No! ¡Se lo estoy diciendo! El que robó el cofre fue él. ¡Él es el ladrón! ¡Yo no! Y era un tipo imponente. ¡Un gigante!

En medio de una ladera alfombrada de hierba, bajo la reluciente cordillera de Yermo Helado cubierta de nieve, Ivanr dejó de caminar. Se frotó con gesto perezoso el pecho y se volvió hacia la reata de seguidores que lo acompañaban detrás, los últimos que se habían aferrado a él y que no se podía quitar de encima. Se ocupaban de los dos carros que contenían a sus mártires sagradas: la sacerdotisa y la Reina Negra.

—Aquí —le dijo a la chica que tenía más cerca.

—¿Aquí? —repitió ella, insegura, mirando a su alrededor—. ¡Pero aquí no hay nada!

—Erigiremos un edificio modesto… un monasterio, supongo, que es lo que tendrá que ser.

—¿Vivirías aquí, tan lejos de la capital? Por favor, regresa con nosotros, libertador. Debes gobernar.

Ivanr rezongó algo en lo más hondo de la garganta. ¿No habían acabado ya con eso?

—No. Todo el mundo debería conocer sus limitaciones. Yo no soy gobernante. Soy un simple… jardinero.

—¡Construiremos el monasterio más poderoso del mundo! ¡Eclipsará incluso a Banith!

Ivanr agitó las manos.

—¡No! No… solo un edificio pequeño. Con un jardín.

—Y terrenos de adiestramiento para practicar con las armas. —Y la chica levantó el bastón que todavía llevaba.

Ivanr sintió que se le hundían los hombros, pero hizo un esfuerzo y esbozó una sonrisa alentadora.

—Bueno, piensa en ello más como una especie de meditación…

Kiska despertó echada en una playa de arena. Parpadeó y se quedó mirando un cielo nocturno vacío. Totalmente vacío. Ni encapotado ni oculto por las nubes, sino despejado y abierto, pero negro como boca de lobo. Un cielo nocturno desprovisto por completo de estrellas.

Qué raro. ¿Estaba en Kurald Galain, la senda de la Noche Ancestral?

Se incorporó. Su bastón yacía cerca, en la arena. Y qué arena más rara… también era negra, pero más fina que cualquier otra arena que hubiera tocado. Se levantó. Las olas rompían con suavidad contra la orilla de color carbón. Kiska se quedó mirando, asombrada: un mar de luz blanca. Brillo líquido que rielaba y lamía la orilla, no muy diferente de cualquier otro mar. Se extendía hasta un extraño horizonte que parecía continuar hasta un límite vertiginoso.

Me he vuelto loca.

En un lado, un cabo de roca se extendía hacia el mar de luz. Por suerte lucía un tono gris verdoso que contrastaba con el negro absoluto y el blanco que reinaba alrededor. Una figura se acercaba procedente de ese cabo, los brazos extendidos, una sonrisa bajo el bigote: Leoman.

Kiska se puso las manos en las caderas.

—Por el reino del Embozado, ¿se puede saber dónde estamos?

El hombre se encogió de hombros en un gesto enloquecedoramente despreocupado.

—En ese reino no, te lo aseguro.

—Entonces ¿dónde?

El otro levantó los brazos y dibujó un círculo completo.

—Bienvenida a lo que yo llamo… las Orillas de la Creación.

Algo le dijo a Kiska que ese hombre podría tener razón.

—¿Y qué vamos a hacer aquí? ¿Cómo salimos?

Leoman levantó un dedo.

—¡Ah! Le iba a preguntar a un tipo… pero me está costando bastante captar su atención. —Y señaló al cielo.

Kiska se quedó mirando con los ojos guiñados.

—¿A quién?

Entonces hubo un movimiento, algo enorme que se movía con pesadez arriba. Un gigante. Y no un toblakai o un thelomenio. Un ser titánico del tamaño de una montaña que abarcaba la costa. Kiska sabía que si estuviera junto a su pie, ni siquiera sería capaz de ver por encima de un dedo. Y el hombre, o la criatura, estaba haciendo algo: movía o transportaba un enorme peñasco del tamaño de una fortaleza…

Kiska se encontró sentada una vez más en las arenas.

Leoman estaba sentado junto a ella. Asintió.

—Sí. Eso lo hice yo también.

Kiska hundió la cabeza en las manos. ¡Dioses! ¡Estaba perdida! ¡Perdida por completo! ¡Su misión de salvar a Tayschrenn, un fracaso! ¿Acaso la reina de los Sueños no había previsto aquello? ¿Por qué la había enviado? ¡Estaba… dioses… se había quedado allí varada!

Para su gran horror sintió que las lágrimas le quemaban los ojos y se las limpió, furiosa. A su lado, Leoman suspiró de placer, se tumbó y dobló los brazos bajo la cabeza.

Kiska lo miró, furiosa, y estalló.

—¿Qué es lo que te complace tanto?

El hombre aspiró una profunda y tranquilizadora bocanada de aire.

—Kiska, he hecho muchos enemigos en el curso de mi vida…

—De eso estoy segura —murmuró ella.

—… y temí que nunca me libraría de todos ellos. Sin embargo —señaló a su alrededor—, ¡aquí estoy! Por fin capaz de dormir con absoluta tranquilidad. ¡Libre por completo de miedo! ¡Qué bendición! —Y cerró los ojos.

Kiska se lo quedó mirando sin poder creérselo. Ya sabía que había algo peor. No era que estuviese allí varada. Era que no estaba sola. Estaba con él. Ese cacho de carne inútil, vago y sin motivación alguna.

Se levantó de un tirón.

—Bueno, pues yo no me conformo con no hacer nada aquí. Pienso encontrar una salida.

Su compañero hizo un ruido evasivo sin abrir los ojos.

Kiska se alejó con paso furioso. ¡Inepto de mierda! ¿Por qué tengo que hacerlo yo todo?

Tras ella, echado en la arena, una sonrisa se coló en los labios de Leoman.

El sacerdote de Sombra, Warran, se encontraba solo en una modesta ladera observando al ejército liosan, magullado pero victorioso, que regresaba tambaleándose a su campamento. Vio a su líder, la feroz mujer tiste liosan, otra hija del ascendente Osserc, que regresaba cojeando y sosteniendo a su hermano L’oric, cuya nariz, boca y pechera estaban manchadas de sangre.

Ahí están. Bueno, ¡al menos una cosa solucionada!

Estiró la mano y apareció un pequeño bastón de paseo. Se apoyó en él. Su expresión era de contemplación satisfecha.

—¿Todavía no has terminado aquí? —le preguntó alguien a su lado.

Warran miró el cielo vacío y después miró a un lado. Era un hombre delgado con pantalones y una camisa suelta oscura, le colgaba del cuello una cuerda que sostenía con ambas manos.

—Pues resulta que sí, ya he terminado.

—Gracias sean dadas a los ancestrales, ya has desperdiciado atención suficiente.

—La pérdida progresiva de Emurlahn no puede pasarse por alto. —Levantó un dedo—. A mí nadie me roba. Ni siquiera un pez.

El otro frunció las cejas finas, abrió la boca para hacer un comentario y después se lo replanteó.

—Bueno, esto nunca fue una amenaza.

—Estás demasiado seguro de ti mismo.

—Mi seguridad nos ha traído adonde estamos.

—¡Al igual que mi cautela y paranoia!

Ambos se miraron furiosos hasta que la mirada entrecerrada de Warran se deslizó a un lado.

—Al menos eso creo… —dijo.

El otro empezó a desvanecerse.

—Estamos demasiado ocupados para esto…

Warran exhaló un suspiro cansado y empezó a hacerse transparente, como si se deshiciera en jirones de sombra.

—Pero estaba disfrutando viendo desenmarañarse la espiral, el paisaje desolado, los liosan agitándose de forma inútil…

En unos momentos habían desaparecido los dos.

Kyle se sentó sobre la carga apilada en el centro del mercante katakano que había contratado. La isla del Vigía Oriental pasó como una joroba dentada y oscura por el sur. El sol lo calentaba; un alivio que agradecía tras los meses de invierno glacial, sobrenaturalmente intenso. Se protegió los ojos con la mano y volvió la vista al cuerno de Kevil, la punta meridional de Puño.

Si no volvía jamás no lo echaría de menos. Estaba harto de esas tierras y sus inútiles guerras intestinas. Un desperdicio, eso era… un triste desperdicio. Volvería a casa, si podía encontrarla. No estaba demasiado seguro de dónde estaba. Al este de Genabackis, creía. Habían pasado años y, ¿qué era lo que le quedaba después de tantas molestias? Un arma que atraía más atención de la deseada, nuevas cicatrices y recuerdos dolorosos.

Quizá buscase a sus viejos amigos de la Guardia: Acecho y sus primos, Malas Tierras y Fochas. A ver qué estaban tramando. Lo que fuera menos quedarse allí, en esas tierras.

Se habían llevado a su amigo. ¡Que duermas bien, Melena Gris! Hiciste lo apropiado al no contarme nada ni llevarme contigo. Me habría quedado hasta el final… claro que, se me ocurren muertes peores que caer al lado de un amigo. Algo, me parece a mí, que estos korelrianos entienden.

Se llevó la mano al cuello y sacó un cordón de cuero raído y un ámbar pequeño que frotó entre el pulgar y el índice. Las palabras de ese último sacerdote de Puño regresaron a su cabeza: ¿Quién te protege? ¡Es de la tierra!

¿Podría ser verdad? ¿Otro viejo amigo caído que continuaba con él? El ámbar se lo había dado Ereko, un gigante como los toblakai y los tarthenos; de hecho, había afirmado que pertenecía a la raza de los ancestros de estos. Y había afirmado que la propia tierra era su madre. Quizá continuaba con él en algo más que sus recuerdos…

Soltó la piedra y se palpó con cuidado los estragos del cráneo. No tenía forma de saberlo, pero le gustaría pensar que era así. En cualquier caso, ya se había librado de todos ellos: libre de esos korelrianos, de la Guardia y, sobre todo, se había librado de esos malditos malazanos. Se iría a casa, donde solo había llanuras, animales y caza. Sería un placer regresar a esa vida honesta y sin complicaciones.

Se había hartado de guerra, muerte y los grandes poderes que machacaban a la gente para buscar provecho y ventajas, lo ponía enfermo. No sentía más que desdén por todo ello y se sentía casi ingrávido una vez que se había librado de sus garras.

Sí, buscaría a sus amigos, Acecho y sus primos. Ellos procedían de las tierras que había al norte de sus llanuras natales. Una tierra de montañas y bosques. Una tierra que los ancianos de su clan llamaban… Assail.

La tripulación de un barco pesquero, que desafiaba las ricas aguas al sur de la isla de Malaz, se quedó asombrada cuando algo pesado tiró de la caña de uno de los hombres. Un tripulante que estaba en un costado juró que había visto algo brillante destellar bajo el barco, pero cuando no ocurrió nada más, regresaron a la pesca. Tenían miedo, pero ya no era la época de los jinetes, así que tiraron con cuidado y vieron el cuerpo de un hombre enredado en la tripa. Lo auparon al bote y se quedaron todavía más asombrados cuando, de repente, el hombre aspiró una bocanada de aire estremecida y se aferró a ellos.

—Llevadme a Unta —jadeó.

Talia estaba barriendo el patio de la basura dejada por las tormentas de viento de primavera. El pequeño Halgin corría de un lado a otro del patio derrotando hordas enteras con su espada de madera bajo los ojos vigilantes de la niñera. Talia estaba preocupada: esperaban varios potrillos nuevos y se preguntaba si tenían espacio. Y la cosecha del año anterior… no lo que habían esperado. Sería todo un reto salir adelante. Siguió barriendo durante un rato mientras se planteaba las opciones: vender unos cuantos caballos, quizá, aunque eso era algo que jamás habría imaginado menos de un año antes.

Son muchas cosas las que no me habría imaginado hace menos de un año.

Entonces le extrañó el silencio. Alzó los ojos. El pequeño Halgin estaba muy quieto, mirando el camino por donde llegaba un anciano que avanzaba cojeando y con cuidado, ayudado por un largo bastón.

Dentro, los gemelos se echaron a llorar con chillidos que reclamaban su toma.

Pero ella también se quedó mirando, observando. Algo. Había algo conocido en los hombros, la cabeza…

Halgin tiró su palo y subió corriendo el camino. Talia dio un paso para seguirlo, pero se detuvo. Halgin chillaba algo, una palabra que no podía oír por el zumbido que tenía en los oídos. Y entonces tenía a la niñera allí, sosteniéndola, y los gemelos estaban llorando. Talia se irguió y se obligó a respirar pausadamente. Envió a la niñera adentro para calmar a los gemelos.

Camino abajo, el hombre había tirado su bastón, Halgin se le había echado a los brazos y el hombre lo llevaba caminando con más brío. Talia quiso arreglarse el pelo, pero en su lugar se limpió la cara. Y entonces lo tuvo allí, delante de ella, y ella creyó que iba a estallar. Oh, dioses… mis plegarias. ¡Habéis respondido a mis plegarias!

—Mira, mamá —dijo Halgin con una sonrisa entusiasmada.

Su mamá asintió, muy seria.

—Sí, Halgin. Ya lo veo. —Le cogió la cara entre las manos… ¡tan arrugada y delgada! Dioses, lo habéis atormentado. ¡Tiene la barba mucho más gris! Apretó sus manos entre las suyas—. Rillish Jal Keth. Estás en casa.

—Sí, Talia —dijo él, la voz tomada por la emoción—. Estoy por fin en casa.