No podemos aprender sin dolor. |
Sabiduría de los antiguos Kreshen Reel, recopilador |
La primera señal que tuvo Pesebre de que había problemas fue que los miembros de la cuadrilla de trabajo dejaron de dar martillazos, se incorporaron y se quedaron mirando al sur. Pesebre se apartó de la roca en la que se había apoyado, cogió su lanza y se ciñó mejor el manto. Evessa también se irguió y le lanzó una mirada interrogante. Él señaló el campo de rocas, allí abajo, donde una figura solitaria trepaba por la accidentada ladera que se extendía por la parte posterior de la muralla de las Tormentas. Evessa cogió también su lanza, le hizo una seña a Pesebre y los dos se tomaron su tiempo para llegar hasta el hombre.
Al acercarse más, Pesebre vio que era un hombre grande como un toro, parecía desarmado y llevaba un yelmo completo bajo un brazo. Para defenderse del frío vestía un manto sencillo y varias capas de gruesas túnicas encima de la armadura. Evessa y él se separaron y se colocaron delante del tipo, a ambos lados.
Pesebre plantó la lanza en el suelo.
—¿Quién es usted? —exclamó—. ¡Identifíquese!
El hombre no respondió de inmediato. Miró hacia arriba, por detrás de ellos, a la ladera donde la parte posterior de esa sección de la contramuralla curva se elevaba como una fortaleza. La cuadrilla se asomaba entre las rocas, donde trabajaban en los refuerzos ordenados por el maestro ingeniero Stimins.
El desconocido asintió para sí, respiró hondo y se puso el yelmo.
—Sugiero que os vayáis ahora —les dijo en korelriano con mucho acento.
Pesebre bajó la lanza.
—Tendrá que venir con nosotros para interrogarlo…
El hombre se arrodilló y apretó con un guantelete el suelo desnudo de piedra. Pesebre y Evessa intercambiaron una mirada, ¿estaba ido?
—No nos dé… —empezó a decir Pesebre.
El suelo tembló. Las rocas cayeron con un estruendo. Entre chirridos y rugidos, los peñascos más grandes cambiaron de posición. Evessa lanzó un grito y tuvo que saltar cuando las enormes rocas sobre las que se encontraba chocaron entre sí. La reverberación se fue extendiendo a su alrededor y se alejó hasta que los ecos de arañazos y movimientos regresaron cada vez más débiles. Los trabajadores gritaron y se escabulleron trepando entre las rocas.
Pesebre volvió a mirar al desconocido y vio que llevaba una espada: una especie de gran mandoble de un color gris apagado. Los ojos del hombre lo miraban furiosos, un azul pálido que brillaba en la oscuridad del yelmo.
—¡Corred, ahora! —ordenó—. ¡Advertid a todos que huyan!
Pesebre se quedó mirando a Evessa y alzó una ceja. La mujer jourilana inclinó la cabeza; Pesebre asintió. Los dos empezaron a retroceder. El hombre estaba quitando piedras del suelo que tenía delante. Pesebre y Evessa aceleraron y mandaron alejarse con gestos a los trabajadores que quedaban y que los miraban sin saber qué hacer.
—¡Corred, malditos idiotas! —chilló Pesebre.
Bueno, ¿qué voy a ser?, se preguntó Melena Gris mientras esperaba un rato para darle tiempo a todo el mundo a poner más tierra entre ellos y él. ¿El gran asesino de masas de la región? ¿O un libertador cuasimítico?
Las dos cosas, imagino. Era inevitable. Morirían muchos. Y para bien o para mal, le echarían la culpa a él. ¿Pero acaso no era él más que un eslabón en una cadena ininterrumpida de causalidad que se remontaba quién sabía hasta cuándo? Aunque él fuera el último eslabón.
El argumento de Devaleth regresó para perseguirlo, y no es que a él no lo invadieran las mismas dudas: ¿qué garantía tenía de que los jinetes no fueran a invadir todas las tierras? Objetivamente hablando, no existía tanta agua en el mundo. Subjetivamente, cada observación, acción y relato apoyaba la conclusión a la que había llegado.
Irían a por la Señora.
Como él debería haber hecho cuando tuvo la oportunidad. Los remordimientos lo asfixiaban. Esperaba que Kyle no estuviese demasiado enfadado con él, había tenido que mantener a todo el mundo a distancia. ¡El muy idiota seguro que habría intentado seguirlo!
¿Y se habían alejado las tropas de la costa? Desde luego a esas alturas ya deberían estar lejos, sobre todo con Devaleth prevenida. Y la bruja debería alcanzar Banith también, a través de Ruse. ¿Pero qué había de todos los demás asentamientos costeros de la región? ¿No estaban todos bajo amenaza? Sí, muchos morirían. Pero al menos después se habría acabado. No seguiría de forma eterna, año tras año, como había ocurrido durante siglos.
O eso se dijo a sí mismo.
¡Basta! Basta de flagelarte tú solo. Ya era demasiado tarde entonces y ahora es más tarde todavía. Aún debo hacer lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo. Hora de actuar.
Una pequeña estocada primero. Para advertir a todos de lo que está por venir.
Se arrodilló y levantó la espada de piedra con la punta hacia abajo. Ascua, acepta esta ofrenda y responde. Bendice mi pretensión. Endereza este antiguo entuerto. Sana esta herida del mundo.
Clavó de un golpe la hoja en la tierra.
Al principio no pasó nada. La hoja se deslizó con facilidad por la piedra expuesta. Una especie de silencio creció a su alrededor. Entonces llegó una vibración, el suelo inquieto, estremecido. Ladera arriba se deslizaron peñascos, que descendieron. Rodaron rocas por ambos lados. Mucho más arriba, donde el muro con sus troneras, casetones y alojamientos se encontraba con el cielo encapotado, bandadas de pájaros saltaron de donde se habían encaramado y echaron a volar en oscuras ringleras. Enormes acumulaciones colgantes de hielo, algunas más grandes que un hombre, se partieron y se precipitaron por la parte de atrás hasta estrellarse en las rocas del fondo. Figuras diminutas corrían como locas de un lado a otro.
Corred mientras podáis. Melena Gris liberó de un tirón la hoja. Echó el pie izquierdo hacia atrás y lo plantó con firmeza, después alzó la espada por encima de la cabeza todo lo que le dio el brazo. Tensó el cuerpo y clavó la espada en el suelo como si quisiera sacar una rodaja de piedra de la superficie. La tosca hoja de piedra golpeó el granito en un estallido de fuerza que liberó un estremecimiento que la recorrió hasta la empuñadura. Una grieta partió el lecho redondeado de roca, salió disparado y desapareció bajo el pedregal inclinado y revuelto. Melena Gris se arrodilló sin aflojar la presa de hierro con la que sujetaba el trozo de piedra tallada. Apareció agua entre el revoltijo de rocas. Se le disparó sobre las rodillas con un lustre gélido.
Oh, mierda. Estoy debajo de la muralla.
Bueno, se riñó, no pensarías de verdad que ibas a sobrevivir a esto, ¿no?
Resonó un estruendo, como un campanazo, en la imponente muralla. Dos casetas construidas sobre la parte posterior cayeron en un desorden de piedra fracturada y dieron vueltas como casas de muñecas por la superficie curva antes de estallar en fragmentos de madera y piedra en la base. Bloques tallados de la contramuralla, cada uno quizá del tamaño de un hombre, se movieron, tierra y musgo se precipitaron en una cascada. El agua salió disparada de la parte inferior en un chorro de espuma que oscureció las rocas de la ladera.
Melena Gris liberó la hoja de un tirón. ¿Basta con esto? Bueno, mejor asegurarse.
Volvió a levantar la espada. Uno más. Y después a correr como un loco.
Esa vez bajó la espada como si estuviera hundiéndola en el agua. El lecho desnudo de roca consumido por el tiempo se partió en una brecha que llegó a llevarse la empuñadura. A su alrededor, el propio suelo pareció hundirse y luego rebotar como un tambor golpeado. Peñascos del tamaño de casas se desprendieron para estrellarse y rodar como piedras de catapulta. Un chirrido agudo, como un chillido de muerte, resonó a lo lejos, allí donde la contramuralla que estaban erigiendo vaciló como si la hubiera golpeado el ariete de un gigante. Después se abultó por la base, las piedras cambiaron de sitio y el mar la atravesó de golpe con un chorro de agua que palpitaba.
Hora de irse. Melena Gris dio un tirón, pero las manos, hundidas más allá de las muñecas, no cedieron.
Volvió a dar otro tirón ayudándose con las piernas, pero tenía las manos y las muñecas aprisionadas en el lecho expuesto de granito.
Lanzó una mirada rápida a la riada que se precipitaba por el terreno de contención. A lo lejos, en la curva de la contramuralla, una torre de vigilancia de unos cinco pisos de altura se vino abajo con una lentitud dolorosa; desde aquella distancia parecía el juguete de un niño. Los tramos superiores de la contramuralla, socavados, empezaron a ceder en una serie de piezas de rompecabezas. Cayeron, una avalancha de piedras de proporciones colosales, en la brecha expuesta de abajo. Melena Gris pudo vislumbrar por un instante la arquitectura interior de la muralla de las Tormentas cuando los muros caídos revelaron el trabajo exterior de bloques de piedra revestidos a ambos lados de un relleno de escombros.
El muro estaba abierto al fin, hasta la bahía.
Melena Gris volvió a dar otro tirón, frenético, pero sus miembros no cedían. Se quedó mirándose las manos, atrapadas en la piedra pura, y solo entonces cayó en la cuenta de la hermosa poesía de todo ello y lanzó la cabeza hacia atrás para soltar una gran carcajada. ¡Oh, dioses, os habéis superado! Podéis reíros del idiota del mortal, pues solo ahora lo entiendo. ¡Empuñapiedras, desde luego! Sí. ¡Qué intrigantes sois, cabrones y zorras todos!
—¡Malditos seáis, ojalá acabéis en los pozos más profundos del Embozado!
La riada de espuma lo golpeó. El agua lo tiró y quedó atrapado bajo el torrente furioso. Ramas y basura impulsada se estrellaron contra él y ya no pudo seguir aguantando la respiración. El aire estalló de sus pulmones abrasados en una espuma de burbujas.
Nunca volvió a aspirar otra bocanada.
A medida que perdía la conciencia, creyó sentir unas manos que lo cogían bajo la superficie. No sabía si era un delirio suyo, ni lo que podría significar, pues todo quedó a oscuras y él se permitió soltarse sin remordimientos, sin ira, sin expectativas de nada.
Las aguas del océano de las Tormentas, elevadas muy por encima de los antiguos niveles, hinchadas por las mareas, empujadas por las hechicerías de los jinetes de la tormenta, entrarían por la brecha en un fluir creciente. El curso se abrió paso hacia el sur, siempre buscando el terreno bajo. Tramos enteros de bosque quedaron barridos cuando la riada se precipitó colina abajo, ganando cada vez más fuerza a medida que avanzaba. Granjas, campos, caminos, muros de piedra, todo desapareció cuando este nuevo río repentino abrió a la fuerza un canal cada vez más ancho por el lecho de roca de la isla.
Una sutil elevación casual en el paisaje salvó la ciudad fortaleza de Tormenta. Sus ciudadanos acababan de recuperarse de un temblor de tierra poco común. Muchos se habían adentrado en las calles para observar las nuevas grietas en los caminos adoquinados y en los muros arqueados. Oyeron el rugido distante y fueron a las murallas para contemplar, asombrados, que por el este un nuevo canal pasaba como un trueno, convertido en una auténtica catarata. Y, durante un tiempo, la ciudad quedó aislada del resto de Korel. Esos ciudadanos más tarde juraron que habían vislumbrado entre la corriente destellos brillantes de color zafiro y siniestras formas oscuras que se deslizaban.
A una velocidad mucho mayor que la que pudiera alcanzar el corcel más rápido, las aguas revueltas atravesaron con un choque el último tramo de tierra arbolado para derramarse, y después machacar por completo, las playas de la costa y los acantilados de arena hasta el mismísimo estrecho Retorcido. Allí las aguas se fundieron en el angosto estrecho, sin dejar de crecer, formando de orilla a orilla una gran giba hinchada de líquido que atravesaba el terreno de este a oeste. El frente de agua fue subiendo cada vez más, hasta ser más alto que el juanete del navío más alto. Desaparecieron aldeas enteras de pescadores sin una sola onda bajo ese pico palpitante de más de cinco brazas de profundidad. Se precipitó más rápido que cualquier barco o mensajero. Rebasó navíos que huían, sumergió islas bajas llenas de árboles. A su paso quedaba una costa totalmente nueva, vuelta a esculpir y limpiada por el mar.
Sumido en sus pensamientos, Hiam trepó la estrecha escalera de caracol de la torre de Hielo. Los elegidos subían y bajaban a toda prisa, haciendo pausas para hacer saludos militares, a los que él respondía con aire distraído. Este temblor, ¿podría ser de verdad tan grave como parece pensar el malazano? Todo mago o maga que practica su brujería al final se vuelve loco, esa es la explicación más obvia. Todo el mundo, imaginó, debía de estar pensando en esas profecías místicas: la tierra agrietándose para tragarse la muralla. Pero aquel no era ningún acontecimiento sobrenatural; era un simple temblor terrestre, bastante común en muchas regiones del mundo. Sí, era cierto que se estaban sucediendo acontecimientos sin precedentes, pero no era razón para dejarse llevar por el pánico.
Llegó a la cámara de comunicación y ajustó la llama para que fuese lo más alta posible, después abrió de un golpe las contraventanas del oeste. El viento gélido azotó la cámara otra vez, pero en esa ocasión no apagó la llama. Hiam bajó la lámina de metal, sacó una cucharada de polvo de encendido y lo echó a la llama. El polvo estalló y se convirtió en un fulgor blanco que siseó y que lo hizo encogerse y cubrirse la cara. Encorvado, volvió la cabeza y empezó a bajar y subir la lámina para hacerle señales a la torre que había sobre el paso occidental.
Torre del Viento: informen.
La torre del Viento era la más occidental de las fortalezas principales.
Esperó. La solicitud tenía que recorrer la muralla entera y después regresar. La respuesta llegó mucho más rápido de lo que había anticipado: parecía que el temblor había puesto a todos alerta.
Torre del Viento no responde.
Era la torre de las Lágrimas de Ruel, su vecina del este.
Tras echar más polvo en la llama, Hiam hizo más señales: ¿Situación?
Tras un rato llegó la respuesta: Lágrimas de Ruel no responde.
Era la Gran Torre, al norte de Elri, su principal fortaleza en la muralla de las Tormentas.
Sin poder creérselo, Hiam lanzó más polvo a la llama y volvió a hacer señales: ¡Situación! ¡Situación!
Un largo silencio durante el cual el viento gimió y sopló racheado, como queriendo burlarse de él. Y entonces, de un modo desconcertante, de la torre vecina, la torre de las Estrellas: ¡Rezad!
Hiam se lanzó hacia la ventana del oeste y se quedó mirando entre la eterna nieve torrencial el alto paso, donde el fulgor de la torre de la guardia brillaba como una baliza en la oscuridad encapotada. Mientras miraba, esa luz se apagó y algo ondeó a su alrededor: algo como una ventisca que cayera como una cascada por el paso, a lo largo de la muralla, empujando en busca de ese último tramo de la muralla y la torre de Hielo. Hiam se aferró a la ventana. Señora, ¿qué es eso? ¿Una auténtica catástrofe como la que golpeó hace eras? ¿Es en verdad el final? Señora, ¿qué hemos hecho para que nos des la espalda de este modo?
Señora, perdónanos…
La avalancha penetró como un muro blanco. El impacto arrojó a Hiam al suelo, que corcoveó y se desplomó. Un crujido enorme le golpeó el oído y comprendió que los colosales estantes de hielo negro azulado que recubrían la torre se estaban desprendiendo de los lados. Más golpes mecieron e hicieron estremecer la torre cuando esos fragmentos, del tamaño de carros, bajaron como truenos para estrellarse con un estallido sobre la cima de la muralla.
El terremoto pasó rápido, las últimas sacudidas reverberaron a lo lejos como una tormenta pasajera o una caída de rocas. No muy convencido de que se había acabado de verdad, Hiam se levantó con mucho cuidado. Fue a la ventana y se asomó, medio esperando un paisaje de ruinas, pero lo que vio lo llenó de admiración y asombro.
¡Resistiremos! ¡La muralla está intacta!
¡Magníficos ancestros, no os habéis esforzado en vano! ¡Señora, hemos sufrido lo peor y hemos aguantado! ¿Es este tu mensaje? Si es así, me avergüenzo. Qué patética es mi fe.
Desde luego el daño era horrendo. Peor que todo lo imaginado por él… pero nada parecido a una fractura o un derrumbamiento. Los matacanes exteriores se habían desprendido; había edificios traseros que se habían desmoronado, algunos trabajos de los tramos superiores parecían desalineados; las grietas bajaban por todo el muro de la torre. Pero eso era todo cosmético: la curva estructural básica de la contramuralla parecía sólida. Más allá de esa curva, sin embargo, las aguas de la bahía parecían inusualmente alteradas: grandes contra-olas machacaban la costa de un lado a otro, y el burbujeo y la espuma salían disparados al cielo en un choque de fuerzas en medio de la bahía.
Tendré que inspeccionar los daños. Corrió a las escaleras, pero antes de poder bajar dos tramos completos se encontró el camino atestado de escombros caídos. Se quedó mirando la barrera, casi sin comprender. ¡No! ¡Ahora no! ¡No cuando más me necesitan! Se arrojó contra los grandes bloques de piedra y empezó a tirar de ellos y a retirarlos.
¡Señora, no! ¡Por favor! ¡Te ruego que me perdones!
En lo más profundo de la torre de Hielo, en las celdas de retención, Shell se había pegado a un muro glacial. Ese primer temblor la había aterrado. ¡Allí estaba, muy por debajo de una torre de piedra, sobre un antiguo muro medio deshecho encaramado a un acantilado que se asomaba al mar! Y aunque no se atrevía a alzar su senda, la sentía crispada, tirando de ella. Estaba pasando algo. Algo aplastante.
Un contingente bajó en fila india tras defender el muro. Shell vio a Penas entre ellos. El hombre se llevaba una mano a la frente y hacía una mueca de dolor. Un guardia regular lo instó a seguir con un empujón de la espada. Sin aparente esfuerzo, Penas le quitó la espada de un tirón y luego lo golpeó con ella en un lado de la cabeza; el guardia cayó sin sentido. La fila de prisioneros detuvo su arrastre de pies sin tener ni idea de qué hacer. Penas se apoyó en un muro, parpadeando y sacudiendo la greñuda cabeza.
—¿Lo notas? —exclamó Shell.
—¡Notarlo! —gimió el hombre—. ¡Dioses! Me va a explotar la cabeza. No he sentido esto desde Genabackis, cuando nos enfrentamos al caudillo… De hecho, hubiera jurado que era imposible…
—¿Qué?
El hombre miró a su alrededor, aterrado de repente.
—¡Todo el mundo a cubierto! ¡Meteos en las puertas!
—¿Qué pasa?
—¡Calla! ¡Escucha! —El hombre retrocedió, se metió bajo el marco de una puerta y se aferró a los bordes.
Shell intentó tranquilizarse. Sentía que su senda crujía con la energía que notaba en las yemas de los dedos… ¡Igual que durante los peores combates de magia! ¡Se ha desatado un poder enorme!
Entonces lo oyó: un rumor sordo que parecía surgir bajo sus pies. La pared la golpeó y la lanzó al otro lado de la celda, contra el saliente que usaban de cama. La piedra chilló, machacando y batiendo el espacio. Llovió polvo y suciedad que la asfixiaron y cegaron mientras el suelo le daba una paliza. ¡Iba a morir aplastada como un escarabajo!
Al final, aunque pareció durar una eternidad, el estruendo y las sacudidas pasaron. Gemidos, crujidos siniestros y los gritos de los heridos llenaron el silencio. La puerta de su celda estalló en el aposento con un traqueteo de los barrotes de hierro.
—¡Shell! —Unas manos la levantaron: era Penas, con un lado de la cabeza convertido en una mancha de sangre cubierta de polvo—. ¿Te encuentras bien?
Ella se limpió la roca pulverizada que le salpicaba la ropa.
—¡Sí… sí! Eso creo. ¿Quién más está aquí? ¿Lazar?
—Estaba arriba la última vez que lo vi. ¿Qué hay de Barras? ¿Corlo?
—Se lo llevaron a la torre. Corlo… no sé decir.
Penas la ayudó a salir.
—Veamos quién anda por aquí.
Juntos desenterraron a todos los que podían ponerse en pie. Encontraron un buen número de veteranos malazanos, incluyendo a Tollen. Pero no había rastro de Jemain ni Corlo. Por el bien de Barras, Shell esperaba que no hubieran quedado enterrados bajo toneladas de piedra.
Los malazanos formaron una partida encabezada por Tollen. Recuperaron todas las armas que pudieron encontrar.
—¡Nos vamos arriba! —le dijo Tollen a Shell a gritos.
—Deberíamos ir todos juntos —dijo Penas.
Tollen escupió.
—Esta torre no seguirá en pie para siempre. Hay que largarse.
—Buena suerte —exclamó Shell.
Tollen levantó una mano en lo que podría tomarse como una versión abreviada del saludo de la Guardia, después dirigió con una seña a su partida hacia las escaleras.
—Una ojeada rápida es todo lo que haría falta para asegurarnos de que no queda nadie —le dijo Shell a Penas.
Él frunció el ceño y rechazó la idea.
—Demasiado pronto. ¿No hay niveles inferiores?
—Sí, pero no hay prisioneros ahí abajo.
—La enfermería, entonces… ¿dónde está?
Shell asintió, segura de repente.
—¡Sí! ¡La enfermería! Seguro que Jemain está allí.
—De acuerdo. —Penas buscó a su alrededor y apareció con dos palos, cada uno más o menos de la longitud de su antebrazo. Con esos se fue escaleras arriba. Shell lo siguió, desarmada todavía.
Pronto se oyeron combates arriba. Pasaron tres pisos y se encontraron el camino bloqueado por los malazanos. Tollen se abrió paso hasta ellos y volvió a escupir.
—La puñetera Guardia de la Tormenta está bloqueando la salida.
—Pues imponeos —dijo Penas—. Pero ¿qué os pasa a los marines?
Tollen lanzó un bufido y después contestó arrastrando las palabras.
—Solo hay uno.
—¿Uno? —Penas apartó al hombretón—. Anda, déjame pasar.
Tollen le guiñó un ojo a Shell.
—Esto tengo que verlo. La gracia de la Señora está con ese… No hay forma de derribarlo.
—¿La gracia de la Señora? ¿Qué es eso?
Tollen la miró de soslayo.
—Ya lo verás.
Shell lo siguió. Tuvo que pasar por encima de cuatro malazanos muertos, cada uno con heridas feroces provocadas por empalamiento. Habían llegado a la sala de guardia principal que daba acceso a la superficie. Un único guardia de la tormenta korelriano bloqueaba el paso entre los escombros, la lanza sujeta recta, en posición de descanso, los brazos metidos bajo el manto. Era un hombre mayor, el cabello corto salpicado de canas, el rostro con cicatrices salvajes. Pero lo más extraño de todo era el aura de un leve color azul que jugueteaba como una llama alrededor del hombre y su lanza. Han elevado energías sobre él, y tan fuertes que son visibles incluso sin una senda, pensó Shell.
—¡A formar para defender el muro, prisionero! —le dijo el guardia a Penas.
—¡Mierda! —murmuró Tollen tras ella—. Ahora sé quién es. El mariscal del muro Quint. El único elegido que no queríamos encontrarnos.
Penas se metió en la sala. Sostenía los dos palos apuntados hacia abajo, en un ángulo que los apartaba un poco del cuerpo.
—Déjanos pasar y no crearemos problemas.
El rostro lleno de cicatrices de Quint se crispó con una mueca de desdén casi sobrenatural.
—¿Pasar? Pues claro que puedes pasar. Se te necesita para defender el muro. Los jinetes se están agitando. Ahora es tu oportunidad de servir a la Señora.
Así era, las olas estaban machacando el muro, pero incluso Shell, novata como era en aquel sitio, notaba la diferencia: la arritmia del golpeteo y la relativa debilidad. Era como si se estuvieran retirando, pero era demasiado pronto para eso.
—Declinamos el honor de morir por tu Señora —dijo Penas.
El hombre levantó la lanza.
—¿Por qué? Vais a morir de todos modos. —Y lanzó una estocada. Penas bloqueó la lanza con los palos cruzados y atacó con una patada que hizo retroceder al hombre. Este gruñó, se recuperó al instante y empujó a Penas hacia atrás con una serie de estocadas cortas. Shell se sobresaltó: Penas era el maestro de armas de su compañía mercenaria; nadie podía enfrentarse a él. Sí, los había que podían aguantar más tiempo, o incluso imponerse a él, como Barras, Lazar o Despellejador, pero en técnica y habilidad con cualquier arma, el hombre no tenía rival.
Libraron un duelo de ese modo durante un rato, ninguno era capaz de atravesar la defensa del otro. Shell observaba, su asombro iba creciendo por momentos. ¿Quiénes eran esos guardias de la tormenta? Era obvio que no habían exagerado con su reputación.
Con un gruñido de enojo, el elegido, Quint dio un paso atrás y apuntó con la lanza.
—Tienes talento, he de admitirlo. Una pena que te niegues a darle el uso adecuado. Pero se acabó. Veamos qué te parece un toque de la ira de la Señora.
El aura que jugueteaba alrededor del hombre se intensificó en sus manos y cobró vida con un fulgor brillante. Shell no tuvo tiempo de gritar una advertencia antes de que saliese disparado de la punta de la lanza y golpease a Penas en pleno pecho. El guardia carmesí se tambaleó hacia atrás, el aura bailoteó a su alrededor con un chisporroteo. Chocó de espaldas con una pared con un crujido nauseabundo que hizo caer otra lluvia de polvo del techo, pero no se derrumbó.
Quint lo miró, asombrado.
—¿Cómo es posible? ¿Vives?
Penas se limpió la sangre de la mejilla y la boca y se sacudió como un perro.
—No es la primera vez que siento algo parecido, mariscal del muro. En otro continente y de otro supuesto dios. Parece que he desarrollado cierta tolerancia.
Quint se puso entonces en posición de guardia.
—Entonces tendremos que resolver esto como en los viejos tiempos.
Penas suspiró y sacudió la cabeza.
—No. No tengo tiempo. —Levantó los brazos y Shell vio que su senda D’riss acudía a él, la senda de la Tierra y la Piedra. Estiró los brazos de golpe y respondió con un estallido de poder que golpeó al mariscal del muro y lo mandó volando de espaldas hasta derribar la pesada puerta de varios paneles y caer dando vueltas en el muro repleto de escombros y salpicado de hielo.
Tollen dejó escapar un lento silbido que Shell secundó. Sí, es fácil olvidar que este hombre es también uno de los magos más fuertes de la Guardia. Shell atravesó lo restos hasta llegar junto a Penas.
—Has decidido tantear el ambiente, ¿no?
Penas le dedicó un encogimiento de hombros, avergonzado.
—Supongo que ahora mismo la Señora está demasiado ocupada para que le importe mucho.
Los malazanos y otros prisioneros avanzaban ya.
—Vamos —exclamó Tollen.
Fuera, fragmentos enormes de hielo hecho pedazos asfixiaban el camino de ronda. Se habían abierto brechas en los lados y edificios enteros habían desaparecido, se habían deslizado por la parte posterior o se habían derrumbado. Una gran grieta recorría el costado de la torre, los bloques de piedra revestida hechos pedazos. El viento aullaba, desbocado entre los escombros, empujando el hielo pulverizado contra la cara de Shell. Mientras estaban allí, buscando con los ojos un modo de atravesar aquella carnicería, una figura se irguió entre los restos destrozados, una figura que se desprendía de astillas de hielo roto: el mariscal del muro Quint.
—¿Es que ese tío es incapaz de quedarse en el suelo? —rezongó Penas.
—Ahora ya sabes lo que se siente —se quejó Tollen.
Penas miró a los ojos a Shell.
—Veamos si sabe nadar…
El mago estaba haciendo un gesto para alzar su senda de nuevo cuando un estallido de poder explotó entre él y Shell y los arrojó a un lado. Shell vislumbró por un instante las aguas que se encabritaban y azotaban el muro antes de chocar contra la piedra con un impacto capaz de quebrar varios huesos.
Cuando Ussü regresó a sus aposentos se encontró la puerta abierta y sus dos ayudantes huidos. Muy bien. Ya no quedan criados como los de antes… El juramentado de la Guardia Carmesí, Barras, no se había movido. Ussü comprobó los pernos y las cadenas, dándole a cada una un tirón. Seguían resistiendo.
El verdadero estallido estaba de camino. ¿Dónde capearlo? La cámara presumía de un sólido escritorio construido con gruesos maderos. ¿Bajo esto? Muy poco digno. Fue a la entrada, bloqueó la puerta para que no se cerrara y se apretó contra el marco. Tendría que servir.
Lo oyó justo antes de que golpeara. Qué apropiado, decidió, que llegara con un rumor sordo, como la avalancha y el corrimiento de tierra que era. Después, una sacudida lo sacó de la puerta y lo mandó dando vueltas por el pasillo como un muñeco. Unas fracturas provocadas por la vibración anunciaron el parto de enormes fragmentos, alumbrados por la funda de hielo de la torre. Un crujido se disparó por el techo, las vigas explotaron y lo cubrió la roca pulverizada que se diseminó como una lluvia.
Cuando los temblores se aquietaron, se movió con un gemido y se sacudió el polvo del pelo. Se tambaleó como un borracho hasta su sala entre los escombros caídos en el pasillo. Dentro, lo recibió un viento gélido que atravesaba la cámara; los impactos del caído habían arrancado las contraventanas. Su presa yacía estirada sobre la gruesa mesa como antes, brazos y piernas sujetos. Ussü apoyó la oreja en el pecho desnudo del hombre sin hacer caso de la fea herida abierta de la que rezumaba sangre.
¡Un latido firme! Tan fuerte como antes. ¡Como si nada hubiera pasado! Gracias, mi Señora. ¡Con semejante fuerza aparentemente inagotable de la que hacer uso, imagina lo que puedo lograr!
Limpió el polvo y la suciedad que cubría al hombre. Apartó de la herida las piedras más grandes y la grava. ¿Se molestarían los jinetes en atacar allí? Por alguna razón le parecía que no. Tenían su brecha en otra parte. No, serían los malazanos. Esa era su oportunidad de acabar con ciertos asuntos. Hacer añicos una sección del muro era una cosa, la piedra y la madera podían repararse. Aplastar a los korelrianos sería otra muy diferente.
Era difícil pensar con fuerzas tan enormes presionando sobre él. El poder creciente era como una montaña suspendida sobre su cabeza. Un desplazamiento inmenso se abalanzaba sobre el Estrecho. Y él, incluso desde esa distancia, lo sentía como la bota de un gigante aplastándolo.
¿Y qué había del jefe supremo? Alzó su senda y arrojó su visión hacia el sur. Lo que vio le provocó una sacudida que casi lo puso enfermo. ¡No! ¡Idiota! ¡El hombre tenía su ejército todavía en formación a plena vista de la costa! ¿Por qué no estaba en las tierras altas? No tenía ni idea… pero no, por supuesto que no. ¡Dioses! ¡Debo advertirlo!
Ussü se arrojó sobre Barras. Metió la mano en la herida con un empujón salvaje, apartó la glutinosa costra de sangre y fluidos y rebuscó entre los órganos. Sus dedos se deslizaron alrededor de un pulmón y atravesaron los desgarros de grasa y fibra muscular que rodeaban el corazón palpitante. Bajó la cabeza hasta casi apoyarla en el pecho del sujeto, cerró los ojos y extendió los sentidos para tomar la energía adicional necesaria para un envío. Se apoderó de ella y proyectó su conciencia hacia el sur.
Encontró a Yeull envuelto en capas de mantas y pieles, de pie, fuera, observando cómo ardía su tienda. Lo rodeaba el caos, soldados corriendo por todas partes.
—¡Jefe supremo! —exclamó en tono imperioso para que lo oyera por encima del tumulto. Los ojos del hombre se dispararon a su alrededor, en su busca. La mueca de la boca bajó y frunció el ceño todavía más.
—¿Qué brujería es esta? —murmuró con los ojos convertidos en meras ranuras.
Ussü sabía que Yeull estaba viendo su imagen, leve y vacilante, perfilada por las energías de su aura.
—¡Tengo noticias! ¡Una advertencia!
—¿Una advertencia? —El jefe supremo extendió los brazos—. Un poco tarde, me parece a mí.
—¡No! Peor… ¿Por qué siguen aquí? ¿Por qué no se han dirigido al interior?
La mirada de Yeull se recubrió de una especie de astucia satisfecha y su boca se crispó en una pequeña sonrisa.
—Mejor darles a los korelrianos un buen susto, ¿no? Nos apreciarán mucho más una vez que los hayamos rescatado de estos invasores…
Ussü no pudo contenerse más. Todo lo que había soportado con aquel hombre lo invadió de repente y lo asfixió como vómito que hubiera tragado.
—¡Cretino aborrecible! Por culpa de tus maquinaciones infantiles…
—¿Eh? ¿A qué viene eso? ¿Te ha vuelto loco la Señora, hombre?
—¡Escúchame de una vez y huye! ¡Corre! ¡Ordena a todo el mundo que suba a terreno alto! ¡Abandonadlo todo!
Yeull frunció el ceño con expresión confundida.
—¿Qué pasa? ¿Correr? ¿Para qué?
—¡Una ola devastadora! Una riada… —Ussü se interrumpió cuando fuera de la torre de Hielo, justo bajo sus pies, otro mago anunció de repente su presencia alzando su senda—. ¡Tú solo ordena a todo el mundo que corra a tierras altas! ¡Estás advertido! —Y se apartó de Yeull cuando el hombre abría la boca para pedir más explicaciones, o para objetar.
Ussü utilizó su poder y el de la Señora, además de la energía vital de su sujeto, y sondeó de forma pasiva torre abajo hasta encontrar al mago. Un practicante de D’riss… y fuerte. Muy bien. Tendré que dar un buen golpe, asegurarme de inmediato. Empezó a sacar y enroscar poder, a reunirlo en un estallido almacenado que desatar con un solo gesto. Cuando todo aquel potencial estaba casi desbordando su control, la proyectó torre abajo y la liberó.
La descarga lo sacudió en su alta cámara. La torre entera gimió y se movió. Llovió más polvo y, en algún lugar, una viga se hizo pedazos en una explosión de respuesta.
Dedos decidió que ya estaba harto de la vida sin acceso a una senda. Esos puñeteros guardias de la tormenta le habían plantado la torques de muñeca de otataralita y, desde entonces, la vida no había sido más que una larga indignidad. Lo obligaban a salir al frío gélido para echar a esos puñeteros jinetes del muro, ¡y casi lo atravesaban en el proceso! Y encima estaba enfermo como un perro y deseando morir… ¡si pudiese!
Entonces alguien desata la mismísima furia de Ascua contra la muralla de las Tormentas y él, con la torques puesta, lo único que puede hacer es mirar mientras el temblor golpea y derriba la torre a su alrededor. Sabía que habría muerto si no fuera por el juramento. Al parecer, la otataralita no remediaba su eficacia. Había trepado por piedras rotas, había subido escaleras repletas de escombros, se había arrastrado por encima de cuerpos tendidos que habían estallado como granadas y en ese momento estaba tirado en el muro, fuera, manchado de mierda, en algún sitio de esa condenada muralla, los dioses sabrían dónde, ¡tirado como un perro! Las dos piernas rotas y ni una puta forma de curarse a sí mismo.
Jadeando, casi delirante de dolor, alzó la cabeza y estudió la navaja que le había quitado a uno de los cadáveres. Lo único que queda… Apretó la mano derecha, con la palma hacia arriba, contra las losas congeladas y apoyó el filo del cuchillo en la muñeca. ¡Adiós, mano! Se acabó trepar con cuerdas.
—La verdad es que deberías estar muerto —dijo alguien con voz profunda sobre él.
Dedos miró arriba, parpadeando, a punto de desmayarse.
—¿Qué? —Quienquiera que fuera, el tipo era un gigante que ocultaba la mayor parte del cielo.
—Eres mago, ¿no?
Dedos tragó saliva y consiguió articular una débil afirmación. Después dejó escapar un chillido y se le oscureció la visión cuando el hombretón le dio un tirón a la mano derecha.
—Quieres quitarte esto, ¿eh?
Dedos solo pudo sisear que sí.
—Muy bien. Todos los demás están muertos, que yo vea. Solo hemos sobrevivido nosotros dos. Yo me voy. Pero antes de irme, recuerda que yo, Hagen de los toblakai, te rescató.
Dedos asintió. Sí, desde luego, Hagen, sí. Quien sea.
El gigante retorció la torques y Dedos volvió a chillar cuando el tipo estuvo a punto de romperle la muñeca. Pero entonces quedó libre y sintió que se le abría la senda una vez más. Suspiró, casi en éxtasis, y le apeteció abrazar a aquel gran simio desgreñado. Pero el tipo, Hagen, se había limitado a echar a correr hacia la parte trasera de la muralla. Dedos se lo quedó mirando sin comprender cuando el hombretón aceleró el paso, cada vez más, hasta que un salto enorme lo alzó, lo pasó por encima de la muralla y lo hizo desaparecer.
Dedos se quedó observando durante un rato la sección vacía de piedra por donde había saltado el gigante y pensó, ¿de verdad era un toblakai?
Luego, parpadeando y sacudiendo la cabeza como si se despertara de un trance, se puso a curarse las piernas para poder, por lo menos, ponerse en pie; y no era que a él se le diese muy bien esa complicada senda Denul.
En el atestado suelo de piedra de la enfermería, entre las camas volcadas, los instrumentos caídos y los fragmentos de piedra, Corlo yacía con los ojos clavados en una titánica viga de madera de treinta centímetros de anchura y otros treinta de grosor, pero partida por la mitad y colgando justo encima de él.
Había alguien a su lado, hablando, pero él no le hizo caso. Cae, la instó. ¡Cae, cabrona! ¡Párteme por la mitad!
El tipo estaba diciendo algo de una sierra y cortar, Corlo solo pensaba que ojalá se fuera de una buena vez.
Por todos los dioses del cielo y del inframundo, ¿por qué sigo vivo? ¿Qué he hecho que fuera tan terrible para merecer semejante castigo? ¿Por qué me han elegido para esto? ¿No has acabado ya conmigo? ¿Qué más podrías sacarme?
Algo le mordió la pierna y bajó la vista. El tipo (¡Jemain!) le estaba cortando la pierna por la rodilla. ¡Jemain me está cortando la pierna!
Corlo se le tiró al cuello. Enganchó los dedos alrededor de la garganta de Jemain, pero este se deshizo de él con facilidad… ¡estaba tan débil! ¿Por qué estaba tan débil? Con un brazo apretando el pecho de Corlo, Jemain volvió a serrar a la altura de la rodilla.
Cuando los dientes de hierro se deslizaron bajo su rótula, Corlo se desmayó.
Shell despertó tirada de costado. Tenía el brazo derecho entumecido y era una agonía aspirar más aire del que permitía el más superficial de los jadeos. Costillas rotas. Solo el alzamiento instantáneo de la senda de Penas le había salvado la vida en aquel ataque. En cualquier caso, no había salido muy bien parada. Desde donde estaba podía ver a Lazar, cerca de las almenas hechas pedazos, entablando combate con dos guardias de la tormenta, y ambos lucían el aura de llamas de lo que ellos llamaban la Gracia de la Señora.
«Posesión» sería como lo llamaría ella.
Al otro lado de la muralla, los prisioneros fugados, malazanos en su mayoría, se enfrentaban a los korelrianos que dominaban las escaleras, el mariscal del muro Quint entre ellos.
Pero en el centro del camino de ronda, Penas estaba sufriendo un castigo terrible a manos de ese mago que se había anunciado de repente. ¿Un mago? Ella creía que los korelrianos esos no tenían magos. ¡Y encima de un poder aterrador!
Las energías azotadoras estaban haciendo retroceder a Penas hacia el saliente medio deshecho del muro. Más allá, los mares estaban embravecidos, llenos de espuma y revueltos, el temblor debía de haber golpeado también el fondo marino. En cuanto a los jinetes, parecían demasiado preocupados para aprovechar el caos reinante. Las olas seguían golpeando, sin embargo, inundándolos con riadas de aguas gélidas que llegaban con cada embestida.
Alrededor de Penas, el hielo crepitaba y se fundía en el oleaje de energías desatadas por ese mago. Poco a poco, con firmeza, Penas se veía empujado al borde del muro.
Era obvio que la intención de ese korelriano era tirarlo por el borde. ¡Dioses! ¡Y ella no podía ayudar! Solo con tensar el pecho ya sentía que la atravesaban unas saetas que le producían un dolor insufrible; hizo una mueca de dolor, apretó los ojos y sintió que las lágrimas se congelaban en sus mejillas. Entonces sintió una mano en el pecho y el alivio… bendito bálsamo. Aspiró una bocanada estremecida de aire que llevó a lo más profundo de los pulmones y abrió a los ojos para ver a Dedos arrodillado a su lado. Su compañero le dedicaba una gran sonrisa de aliento.
—Parece que Penas por fin ha desenterrado una verdadera amenaza.
Shell aspiró una maravillosa bocanada de aire más, asintió mirando a su amigo y juntos arrojaron todo lo que pudieron reunir contra el mago.
¡Más de esos magos enemigos! Ussü se sorprendió, pero con los recursos que tenía a su disposición, estaba más que preparado para recibirlos. El manantial de poder que sostenía a ese juramentado parecía no tener límite; mientras que la bendición de la Señora, aunque menguante, continuaba. En ese flujo de energías percibió una conciencia, la propia Señora quizá, distraída, agitada, dirigiendo hacia donde él estaba una orden rápida y despiadada: ¡Asesínalos a todos!
Desde luego, mi señora. Ussü se les echó encima para machacar a ese mago de D’riss, ¿por qué no se caía aquel hombre? Parecía tener una resistencia imposible al poder que le estaba vertiendo encima. ¡Muere, maldito seas! ¿Cómo es posible que sigas vivo? ¿Quién es este prisionero? ¿Otro mago del cuadro malazano?
El cuerpo que tenía bajo él sufrió una convulsión y el temblor a punto estuvo de desprenderlo. Ussü abrió de golpe los ojos y vio a solo un aliento de distancia al sujeto, el juramentado, despierto y furioso, invadido por una rabia abrasadora. Ussü se quedó mirando al hombre.
—¿Estás consciente? —dijo sin aliento, maravillado.
La boca amordazada se estiró en una sonrisa espeluznante. Los músculos de los brazos y el pecho se tensaron, incluso alrededor de la muñeca de Ussü se tensaron, y el hombre forzó las cadenas que lo retenían. El rostro acalorado, las venas sobresaliendo y retorciéndose. Ussü no podía creer lo que estaba presenciando. ¿Qué creía ese hombre que podía…? Y entonces se le ocurrió: ¡el terremoto! ¡Dioses, no! Lanzó una mirada rápida al suelo. Los bloques de piedra se habían movido, el temblor los había empujado. El perno de hierro estaba vibrando, se estremecía, machacaba la losa.
Oh, no. Dioses, no. Por favor, no juguéis conmigo así. Apretó la mano, lo que provocó otra convulsión y más golpes del hombre.
—¡Tengo tu corazón! ¡Para! ¡O lo aplastaré!
Aquella sonrisa espeluznante, casi perturbada, permanecía fija en la boca amordazada.
¡No! ¡Para! No lo…
El perno resonó y se soltó de un tirón. Los brazos aplastaron a Ussü contra el pecho del hombre.
Pero Ussü mantuvo su presa y consiguió conjurar los ataques combinados de los tres magos. Las cadenas cayeron con un estrépito. El juramentado se bajó la mordaza.
—Ahora te tengo yo a ti —dijo entre dientes.
Ussü retorció el puño: el órgano se esforzó, exprimido en la mano del mago. Los ojos del hombre se vidriaron de pura agonía, parpadearon, los brazos se debilitaron.
—¿Quién morirá primero, me pregunto? —inquirió.
Barras se sacudió las cadenas de los brazos. Llevó de golpe una mano a la garganta de Ussü.
—Se te olvida —jadeó, ronco por la inimaginable tortura que había soportado—, que yo no puedo morir.
—Sí que puedes. —Y Ussü apretó con todo su poder, con la intención de convertir en pulpa la bola de músculos estremecidos que tenía en el puño. Pero la mano de Barras apretó también y aplastó la garganta de Ussü, cortándole la respiración, la fuerza vital de los pulmones. Cuando a Ussü empezó a escapársele la vida, de repente vio en lo más profundo el manantial de poder inagotable que sostenía al juramentado y comprendió su fuente. Observó el rostro crispado, acalorado, del hombre, a menos de un palmo de distancia del suyo, horrorizado por la magnitud del descubrimiento. Abrió la boca para decirle «Tienes idea…».
Barras siguió estrujando hasta que sufrió un calambre en los dedos que apretaban, sacudió el cuerpo una última vez para asegurarse y después relajó la mano con la que sostenía el cadáver. Con la otra y con toda suavidad, oh, con mucha maldita suavidad, cogió la muñeca que entraba en su pecho y con lentitud, y tanto cuidado como pudo, tiró.
El dolor volvió, una tortura como no había experimentado jamás. Un fuego abrasador, cegador, brotó de nuevo en su mente. Todos sus deseos de morir no eran nada comparados con su deseo de liberarse de esa agonía. ¡Lo que fuera! La muerte sería como el bálsamo más relajante. Infinitamente preferible.
La mano se liberó con un ruido de ventosa enfermizo. Asqueado, Barras arrojó el cuerpo a un lado solo para hacer una mueca, jadear y acunarse el pecho. Se quedó así un buen rato: sentado, acurrucado alrededor de la herida, envolviéndose el torso con los brazos. El menor movimiento era una ordalía que no soportaba plantearse siquiera.
Tras un rato había alguien en la puerta. Barras abrió un ojo para ver quién era. Se trataba de Penas. El hombre entró con precaución, tan silencioso como pudo, pasando por encima de la basura. Barras levantó un dedo para detenerlo.
—Ni se te ocurra tocarme, joder.
Penas le echó un vistazo al mago caído y asintió con gesto solemne. Barras se señaló las piernas encadenadas. Su camarada agitó una mano y la cadena cayó. Barras apretó los dientes y fue bajando una pierna al suelo, después la otra. Penas se acercó a ayudarlo, pero su compañero lo alejó con un ademán.
—Salgamos de este puto agujero del Embozado.
Penas se hizo a un lado en la puerta.
—Y que lo digas, joder.
Estaban en las escaleras, Penas por delante, echándole miradas rápidas y preocupadas a Barras, cuando alguien los llamó desde una sala bloqueada.
—¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Hola!
Barras se irguió sin dejar de acunarse el pecho, los ojos muy abiertos.
—¿Jemain? ¿Eres tú?
—Sí. ¿Barras?
Barras señaló la entrada bloqueada. Penas hizo un movimiento y las piedras empezaron a apartarse. El rostro nervioso de Jemain apareció en la brecha.
—¡Barras! Corlo está aquí… está herido.
En el muro, Dedos intentó levantar a Shell, que, entre muecas y siseos, se liberó las manos.
—¡Espera! ¡Escucha!
—¿Qué?
—¡Agárrate a algo, ya!
Dedos miró la bahía y gruñó.
—Ah… mierda…
Una ola se estrelló contra las maltratadas almenas, las superó con facilidad y siguió avanzando hacia ellos. Apartó bloques sueltos, los golpeó y sumergió a Shell. La bruja resistió, esforzándose por no verse fuera del muro y arrojada por la parte posterior para estrellarse contra las rocas del fondo. A través del lodo de aquella agua fría y letal, vio rielar la armadura de un jinete de la tormenta que se alzaba ante ella.
Shell arrojó la cabeza hacia atrás, aspiró, jadeante, bocanadas de agua, los miembros temblando de un modo casi incontrolable. La entidad bajó la cabeza para mirarla. Su espada permanecía envainada en el costado y no había señal de ninguna lanza. El yelmo cambió de posición y observó a su alrededor. Después alzó un brazo, la armadura de escamas destelló iridiscente, pareció hacerle un saludo militar, y luego retrocedió.
Dedos apareció al lado de Shell y la sostuvo. Juntos observaron a la entidad, que llegaba a las destrozadas almenas exteriores, retrocedía y desaparecía.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Dedos con un tartamudeo.
—Creo que aquí ya han terminado.
—Y nosotros también —rezongó Dedos—. Vamos.
En una de las direcciones advirtieron que la Guardia de la Tormenta se incorporaba allí donde bloqueaban el único acceso que salía de la muralla. De los malazanos, Shell no vio señal alguna. Dedos apuntó hacia el otro lado; Lazar luchaba chapoteando entre las aguas cada vez más escasas, librando un duelo con dos guardias de la tormenta que todavía brillaban con el aura de la Señora. Los dos, Shell y Dedos, alzaron sus sendas.
Su ataque combinado machacó a ambos elegidos y los arrojó del muro, cayeron dando vueltas en las olas coronadas de espuma, donde desaparecieron. Shell se sujetó el lado entumecido y se unió a Lazar para asomarse al borde roto de la muralla y observar las aguas que levantaban espuma allí abajo.
—Gracias a los dos —dijo Lazar; le costaba respirar—. No había forma de derribar a esos tipos.
—Y a ti tampoco —comentó Dedos cuando llegó cojeando por detrás.
Lazar se quitó el yelmo completo y el vapor levantó jirones en el aire gélido con el sudor que le empapaba el pelo y le bajaba por la cara. Cogía el aire a grandes bocanadas, resoplando y jadeando; entonces se asomó a la ensenada y se quedó inmóvil.
—Maldito Embozado…
Shell miró y se le puso la carne de gallina de auténtico terror. Una ola iba subiendo por la estrecha bahía, una ola que no se parecía a nada que ella hubiera visto antes. Más bien una montaña de agua, entretejida de aguanieve y coronada por espuma blanca, que ya se cernía mucho más alta que la muralla en sí.
—Por la tirada de Oponn —dijo Dedos sin aliento.
Lazar dio un golpe en el brazo de Shell, que esbozó una mueca de dolor.
—¡Vámonos!
Se encontraron con Penas y Barras en la entrada de la torre. Jemain iba detrás con un inconsciente Corlo en brazos, una de cuyas piernas terminaba en un muñón vendado.
—Tenemos que irnos —le dijo Dedos a Penas—. Ahora.
—¿Qué hay de los malazanos? —preguntó Shell. Miró adonde continuaban los cuatro guardias de la tormenta korelrianos, Quint incluido, defendiendo las escaleras. Solo eran visibles unos cuantos cuerpos malazanos caídos.
—Salieron corriendo hacia el paso alto —dijo Penas.
—Que tengan buena suerte —añadió Dedos.
—Penas… llévanos —advirtió Shell. Quint les había hecho un gesto a sus hermanos de la Guardia de la Tormenta y se estaban acercando.
—¡Está bien, está bien! —respondió Penas—. Nos vamos. No os separéis.
Quint rodeó el lado de la torre y se encontró el muro… vacío. Los extranjeros habían huido; habían utilizado su extraña brujería de sendas para escapar. Un movimiento en la ensenada captó su atención y se quedó mirando. Al principio no podía creer lo que estaba viendo, la magnitud era imposible. Ninguna ola podía ser tan alta, tan inmensa. Una vocecita le susurró en el fondo de la mente: Es el final profetizado de la muralla de las Tormentas, después de todo. Primero la tierra tiembla y después las aguas llegan a reclamar la tierra… ¿no era esa la antigua advertencia sobre el fin del mundo?
Quint miró su lanza, la hoja maltratada y llena de marcas, la gracia de la Señora menguando, tan leve, y después miró aquel risco titánico de agua que se acercaba, más grande de lo que había visto él en más de cincuenta años, alzándose en esos instantes a una altura de más de seis brazas.
Malditos seáis…
Alzó la lanza y la sacudió en la abrasadora extremidad de su rabia.
¡Maldito sea todo el mundo! ¡Maldito sea todo! Maldito…
La montaña de agua se estrelló contra el muro y dio vueltas, sin freno, rebosando como una catarata, lavando, restregando, imparable. Cuando fue menguando y el agua se drenó por ambos lados del curso de la muralla, el núcleo de piedra permaneció, irregular, castigado, liberado de todo, vacío de todo movimiento.
A medida que avanzaba la tarde, empezó a caer una nueva capa de nieve: sobre las aguas grises y tranquilas de la ensenada, sobre las piedras desnudas de la muralla, donde ninguna pisada la estropeó. Durante la noche se heló, convertida en una capa limpia de escarcha y hielo.
Durante toda la lucha que se libraba abajo, Hiam permaneció arrodillado, rezando. Rezaba para pedir perdón. Para hacer penitencia. Y para pedir consejo. Hizo caso omiso de los gritos, los estallidos y la agitación. Las manos juntas, los ojos cerrados con fuerza, suplicando, rogando. ¡Señora! ¡Por favor, responde! ¿Cómo te hemos desagradado? ¿Dónde hemos pecado? ¡Por favor! En el nombre de nuestra devoción, ¿no querrás honrarnos con tu consejo?
En un momento determinado algo enorme se abalanzó contra la torre con el rugido de una avalancha que pareció el fin del mundo. El impacto empujó a Hiam contra un muro y dejó la torre inclinada, amenazando con desmoronarse en cualquier instante, pero él no cejó en su obstinada plegaria. Su celo tendría que recibir recompensa en ese lance tan duro.
Tras un tiempo que él no supo cuánto duró (y tampoco le importaba), llegó una respuesta. La voz de la Señora le susurró como si le hablara al oído: ¡Me habéis fallado, lord protector!
Él se inclinó hasta el suelo, abyecto en su piedad.
—¡Mi Señora! ¿Cómo? ¿Cómo fallamos? ¿Cuál fue nuestro pecado? Permítenos arreglarlo.
¿Arreglarlo? ¡Fracasasteis! ¡Los tengo encima! ¡Los dejasteis pasar! ¡Jurasteis protegerme!
—Mi Señora, nuestro acuerdo sagrado continúa en pie. Protegeremos las tierras como juramos…
¿Las tierras? ¡Las tierras! ¡Me protegéis a mí! ¡A mí! Y habéis fracasado incluso en esa sencilla tarea, miserable idiota.
Hiam se incorporó, confuso.
—Juramos proteger todas las tierras, bajo tu bendición y consejo, por supuesto.
¿Las tierras? ¡Serás idiota! ¡Vuestra sangre me protegía de mis antiguos enemigos! ¡Y ahora ahí vienen!
—¿Nuestra sangre te protegía… a ti?
¡Sí, imbécil! El sacrificio de sangre los detiene. ¡Pero ahora están pasando! ¿Qué me queda a mí? ¿Quién…? ¡Espera! Los noto cerca. El antiguo enemigo. Me han seguido incluso hasta aquí. ¿Cómo me ocultaré? ¡Tú! ¿Por qué no has muerto por mí? Hazlo… ¡ahora!
Y la presencia de la Señora desapareció de golpe, dejando a Hiam tambaleándose. Su mente era incapaz de reaccionar. Se llevó las manos al cuello. Todo ese tiempo… entonces todo ese tiempo… No. Era demasiado terrible planteárselo. Demasiado horrendo. Un crimen monstruoso.
Se levantó del suelo y retrocedió hasta una pared como si se apartara de un enemigo invisible. Era mentira. Un engaño. De algún modo. Pero no. Esa había sido la Señora. Conocía su presencia.
Al fin había llegado a los verdaderos cimientos de su fe y ojalá nunca lo hubiera hecho.
Sus pensamientos abrasados se volvieron hacia todos los hermanos que lo habían precedido, todos ellos buenos hombres y mujeres. Tantos. A lo largo de las eras. Su corazón se elevó hacia ellos con un dolor insoportable. ¡Incontables! Todos confiando en la verdad de su causa… Sí, confiados y… utilizados.
Cruzó el espacio que lo separaba de una ventana abierta y se quedó mirando sin verla la noche moteada de nieve. Sabía lo que tenía que hacer. ¿Qué era una muerte más? Moriría… pero no por ella.
No. Desde luego que no por ella.
Hiam trepó al alféizar de la ventana, se arrojó de la torre y cayó dando vueltas en las aguas coronadas de espuma que palpitaban en el fondo.
Los estibadores del laberinto de muelles del puerto que servía a la capital korelriana de Elri seguían debatiendo el temblor de esa mañana (cómo los altos pilotes oscilaban como los mástiles de los barcos) cuando, ante sus ojos, la marea se retiró de repente hasta un alcance nunca visto ni oído en ningún relato. Los peces yacían saltando y jadeando en el barro abandonado por las aguas. Los tocones podridos de antiguos amarraderos se alzaban como dientes irregulares en medio de las marismas de la bahía. Los ciudadanos, todavía aturdidos por el terremoto, se reunieron en el puerto para contemplar aquel espeluznante fenómeno.
Una extraña sombra verdosa creció en el cielo, al oeste. Comenzó a oírse un sonido como el de una tormenta lejana. La gente dejó de hablar para escuchar y mirar, silenciosa. Algo se acercaba por la bahía, un ancho estandarte verde, o un muro que se precipitaba sobre ellos como un corrimiento de tierras. El ruido fue creciendo hasta convertirse en el silbido furioso de un viento tempestuoso que se llevaba mantos y estandartes. Los ciudadanos empezaron a gritar y a señalar, o se giraron para echar a correr, algunos se limitaron a mirar, como en trance, cuando el muro se hinchó, transformado en una ola gigantesca que comenzaba a romper a unas siete brazas de altura. Se estrelló contra la costa sin perder velocidad ni vacilar, y arrasó tierra adentro, llevándose pueblos, senderos y campos en su camino a las fortificaciones meridionales de Elri, contra las que se estrelló de golpe, demoliendo esas murallas, tirando torres de guardia de piedra y abriendo una brecha de tres bloques a través de casas y tiendas aglomeradas.
Cuando el agua se fue retirando poco a poco, dejó a su paso una masa revuelta y glutinosa de ladrillo, barro, madera hecha pedazos y piedra de construcción. Lo absorbió todo y lo soltó ladera abajo, devolviéndolo a la bahía, donde no se volvería a ver. Y dejó tras ella una orilla de barro vacía una vara entera más allá de su contorno original.
En pleno laberinto de canales de la marisma salada del este de Elri, Orzu se quitó la pipa de la boca, olisqueó el aire y le echó un ojo al extraño color del cielo occidental. Se puso en pie de un salto, tiró la pipa y se llevó las manos a la boca.
—¡Todo el mundo a bordo! —bramó—. ¡Ahora! ¡Rápido! —El pueblo del mar se lo quedó mirando, inmóvil donde se habían agachado junto a las hogueras o donde se habían sentado a atar juncos—. ¡Ahora! —ordenó Orzu—. ¡Abandonadlo todo! ¡Cortad las cuerdas!
Acunando a su bebé junto al pecho, Ena trepó a bordo.
—¿Qué pasa, pa?
—La venganza del mar, muchacha. Y ahora, átate. —Aparte, a otro bote, les rugió—: ¡Tira toda esa madera por la borda, Laza! Aligera la carga.
Ena se envolvió un brazo en una cuerda e intentó asomarse por encima de los grandes campos de juncos azotados por el viento que se mecían más altos que cualquier hombre. Una tormenta se abatía a toda prisa sobre ellos. Arrojaba una luz como ninguna que ella hubiera visto antes. Era como si el mundo entero se hubiera sumergido bajo el agua.
Se acercaba algo. Podía oírlo, un gruñido que iba aumentando en intensidad.
—¿Es otro estremecimiento de la gran diosa de la tierra? —exclamó.
—El viejo dios del mar se ha despertado. Y está enfadado. —Orzu empezó a gesticular con aire urgente—. ¡Madre! ¡Suelta esas bolsas y salta a bordo de una vez!
El bote dio una sacudida. Ena se asomó al costado: las aguas habían subido. Volvió la vista al oeste a tiempo de ver un muro oscuro que avanzaba como la noche, consumiendo las leguas de hierbas que se balanceaban.
—¡Aquí viene! —bramó Orzu.
El velero se estrelló de lado, girando como una peonza. Ena se golpeó la cabeza contra un lado y luchó por proteger al bebé apretado contra su seno. Cuando volvió a levantar la vista, se precipitaban al norte, arrastrados por las aguas, meciéndose entre una tormenta de restos: árboles arrancados, techos de chozas, troncos a merced de la corriente, todo en un mantillo revuelto de detritos mezclados con una corriente de barro. Ena vio que el bote de un primo quedaba encajado entre los troncos de dos enormes leños y se hacía pedazos. Sus familiares saltaron al techo de una choza que pasaba dando vueltas cerca.
La ola los llevó por encima de los acantilados de arena que bordeaban las marismas y los arrastró tierra adentro, cada vez más despacio, las aguas disminuyendo, mermando. Hasta que al fin, con un último jadeo de la bajamar, los alzó para posarlos ladeados sobre la ladera de una colina muy alejada de la vista de la costa. Ena se quedó sentada, observando con un asombro mudo las aguas que se retiraban, como si una ventosa las absorbiese, y dejaban a su paso un rastro de feo barro revuelto, tierra y rarezas varadas, como la pared de una choza de juncos, o su propio bote: un ornamento curioso para el campo de un granjero.
Orzu se dejó caer de golpe junto a ella y le echó un vistazo a la cabeza.
—¿Entonces te encuentras bien, niña?
—Sí.
—¿Y el bebé?
—Sí.
—¿Y tú, madre? —chilló Orzu.
—¡Bien, no gracias a ti! —rezongó la mujer.
—¿Crees que nuestros amigos tuvieron algo que ver con esto? —preguntó Ena, todavía bastante aturdida.
Orzu dio una palmada en el costado del barco.
—Bueno… eso no lo sé. Pero ahora supongo que tendré que hacer lo que llevo amenazando con hacer todo este tiempo.
—¿Y que es? —No estaba segura de a cuál de las amenazas podría referirse su padre.
—Dedicarme al campo.
Ena lanzó un bufido. Eso podría durarle un día.
—Vamos a por los demás —dijo Orzu al tiempo que se palpaba los bolsillos en busca de su pipa.
Los ejércitos roolianos reunidos aguardaban mientras sus comandantes, encabezados por el propio jefe supremo, debatían la estrategia a seguir. Habían limpiado el campamento tras los fuegos y el pánico provocado por la serie de temblores. Por suerte, aunque había habido algunos daños materiales y se habían perdido algunos caballos que habían huido, aterrados, no había habido una gran pérdida de vidas.
En una tienda nueva, acurrucado junto a un brasero, aunque por alguna razón sentía calor suficiente por primera vez en una década, el jefe supremo Yeull era de la opinión de que a esos invasores malazanos, elementos de los ejércitos Cuarto y Octavo, debía de haberles ido muchísimo peor en las escarpadas tierras altas, donde los corrimientos de tierras y las caídas de rocas eran tan comunes.
Varios oficiales permanecían agrupados, mirando con bastante nerviosismo al jefe supremo, que se había repantigado en un sillón y cuyo rostro permanecía sumido en su hosquedad habitual.
—¿Tienen previsto caer sobre Kor desde las montañas? —se preguntó en voz alta un joven capitán.
Yeull lanzó un bufido.
—Son idiotas. No conocen el país. La cordillera de la Barrera es un laberinto de desfiladeros y riscos afilados como cuchillas. Se morirán de hambre.
Los oficiales, ninguno de los cuales había puesto el pie jamás en Korel, asintieron con aire entendido.
Entró un mensajero y se inclinó junto al jefe supremo para susurrarle algo. Este frunció el ceño todavía más.
—¿Qué?
El mensajero señaló el exterior con un gesto. Enfadado, Yeull se levantó de un tirón, se estiró el grueso manto de oso (aunque tuvo la tentación de quitarse de encima aquella prenda asfixiante) y se dirigió a la entrada.
—Echemos un vistazo.
Los oficiales lo siguieron. Fuera, Yeull se protegió los ojos con la mano y miró al sudoeste, donde la costa se curvaba en una bahía que daba paso a un cabo. La marea parecía haberse retirado a una distancia significativa cuando, en realidad, debería haber subido. Las marismas yacían expuestas en una fea ringlera marrón y gris. Yeull apretó los dientes. ¿Más supercherías ruse de esa bruja traidora? ¿Qué podría tener en mente?
Recordó la advertencia de Ussü, pero la desechó. Ese hombre había dejado de serle útil. La Señora parecía haberlo arrastrado al fin a la senilidad. En cualquier caso, ellos estaban a salvo allí, lejos de la orilla, él se había asegurado de eso. Nada que… Entrecerró los ojos y miró al fondo de la bahía, donde el estrecho parecía estar experimentando unas condiciones inusualmente encrespadas. Estaba entrando algo en la bahía. Un alto abultamiento de agua, como un maremoto, pero rápido, más rápido que cualquier ola de la que él hubiera oído hablar.
A su alrededor resonaron gritos asombrados; los soldados señalaban.
Esa era mucha agua y la bahía no tenía apenas profundidad. La mirada de Yeull trazó la larga y suave elevación que se alzaba desde los acantilados de la orilla hasta su campamento.
Señora, no… Es imposible. No. Me niego a creerlo.
El gran abultamiento rodante no era solo de una altura desmesurada, sino también de una anchura desproporcionada: se extendía por toda la bahía, quizá incluso atravesaba el propio estrecho.
Aturdía su imaginación intentar siquiera concebir ese volumen de agua, y esa cantidad de potencial destructivo que se cernía sobre él.
El puñetero fin del mundo, ese del que esos chiflados de korelrianos siempre estaban hablando.
La ola, más que golpear la costa, lo que hizo fue absorberla, y después continuó su camino sin vacilación. Los soldados echaron a correr sumidos en un pánico generalizado.
Yeull permaneció donde estaba. Los oficiales gritaban rogándole instrucciones, pero él no les hizo el menor caso. No. Imposible. No ocurrirá.
El frente revuelto de barro, sedimentos, restos caídos de costa, incluso cascos de barcos en suspensión del asalto a la orilla, todo hecho pedazos y dando vueltas, llegaron subiendo la pendiente por los aires, hacia ellos. Su rugido era como el estallido de una avalancha. Los hombros de Yeull se hundieron. Que los dioses te maldigan, Melena Gris. Has sido tú, ¿verdad? Por eso te odiaban tanto los elegidos. Esos fanáticos korelrianos por fin se han topado con alguien tan chiflado como ellos. ¿No sabes que tu nombre pasará a la historia como el del mayor villano que ha conocido jamás esta región? Los malazanos no podrán entrar aquí en varias generaciones, has perdido estas tierras para siempre, para todos…
Inexorable, tras hacer pedazos dos granjas de piedra que quedaron reducidas a escombros y astillas, el frente de agua se abrió camino por el campamento. Barrió tiendas, pertrechos reunidos, masas de hombres. Lo último que vio Yeull fue un buche de troncos destrozados que se precipitaba directamente hacia él.
A bordo del buque insignia malazano, el Estrella de Unta, Devaleth esperó toda la noche y el amanecer del día siguiente. A instancias suyas, la flota combinada malazana y azul se había retirado al estrecho de la Grieta. Allí habían esperado mientras, que ella viera, no pasaba nada. Tenía que reconocerles a Nok y al almirante azul Torbellino que no se hubieran acercado a darle la lata con preguntas o exigencias de explicaciones. Le habían otorgado el título de maga suprema y también parecían dispuestos a concederle la debida credibilidad.
Todo eso cambió a primeras horas de la mañana, cuando un rumor sordo como el de una tormenta rodó sobre la flota concentrada. Devaleth miró al oeste. Un estallido mucho mayor de lo que ella esperaba. Para haberlos alcanzado desde tanta distancia y con tanto ruido…
Y luego, muy lejos, a través de la senda de Ruse, sintió la sacudida del mar. ¡Que el Mar Padre los perdonase! Era como los temblores submarinos de los que hablaban en la Academia de Ruse. Volúmenes inmensos de agua desplazada que creaban… Devaleth se apartó del costado del navío. Nok se encontraba cerca, había preocupación en su estrecho rostro arrugado.
—¿Qué ocurre, maga suprema? —preguntó.
Devaleth recuperó el habla y se apartó la mano de la garganta.
—Una ola, almirante. Mucho más devastadora de lo que había anticipado. Una gran riada. Debemos adelantarnos a ella. Ordene a la flota que se disperse, que se dirija al este… ya. Yo haré todo lo que pueda para facilitar nuestro paso.
Nok se inclinó y fue a dar las órdenes. Tras su marcha, Devaleth se aferró al costado para impedir que sus debilitadas piernas cedieran. ¡Facilitar nuestro paso! ¡Ríete, oh gran Mar Padre! También podría intentar contener un temblor de tierra con las manos desnudas. Hay que advertir a todo el mundo.
El capitán Fullen, al mando temporal de la guarnición de Banith, se estaba afeitando cuando de repente vio una aparición que parpadeaba en su tienda y estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón. Oyó una voz hueca, distorsionada, dirigiéndose a él, y la sacudida de sorpresa le produjo un corte que podría haber sido fatal.
—Comandante…
El hombre giró en redondo apretándose un trapo contra la cara y vio una imagen que rielaba, era la maga mare, la nueva maga suprema.
—Se acerca una gran ola —continuó la mujer—. Puede que tenga hasta el mediodía. Debe evacuar Banith de inmediato. Tome todas las medidas necesarias. Es una orden del almirante Nok.
La imagen vaciló y después desapareció. Fullen se quedó mirando el lugar en el que había surgido y se limpió la sangre y el jabón de la cara. Que Togg lo protegiese… como en las viejas historias sobre cómo solían hacerse las cosas en el Imperio. ¡Y él que había creído que jamás vería cosa parecida!
Salió corriendo de la tienda bramando órdenes.
Una aparición similar se presentó en muchas ciudades costeras: Balik y Molz en Katakan, Danig y Filk en Robo.
En Estigio, en las profundidades del palacio de recreo de Ebon, su gobernante se quedó boquiabierto mirando la imagen, escuchando su advertencia, y luego actuó a toda prisa: reunió a los veinte supuestos hechiceros, magos y brujas a los que pagaba para protegerlo de ese tipo de cosas e hizo que los ejecutaran de forma inmediata.
Solo en Mare, en Ciudad Negra y en Rivdo se dio algún crédito a las advertencias, aunque su origen estuviera en una maldita traidora.
Devaleth también intentó llegar al oeste, a Dour y Wolt en Dourkan, pero se topó en Ruse con alteraciones aplastantes que la hicieron retroceder y no pudo alcanzarlas.
Después de enviar las pocas advertencias que pudo, se sentó para acumular fuerzas. Acudió a Ruse, extendió sus invocaciones más lejos de lo que lo había hecho jamás, la potencia creciente que se acercaba por el oeste la llamaba, pero ella se alejó, sabía que la consumiría en un instante. En su lugar, optó por un viejo truco de las brujas del agua que utilizaba en su juventud: calmar el mar. Como aceite sobre agua, el aislamiento localizado de las aguas picadas. Era sencillo, fácil de sostener y eso la liberaría para concentrarse en menguar la quejumbrosa catarata de poder que atravesaba Ruse, potencia que la convertiría en cenizas en un solo instante de desconcentración.
Se alzaron gritos horrorizados, pero ella no abrió los ojos. Unas cuerdas la ciñeron de repente y la ataron a la pared de un camarote, pero para entonces se había alejado demasiado de su carne, montaba la onda de choque que recorría Ruse por completo. Por encima de un rugido hinchado resonó la voz de Nok, ordenando que izaran más velas. Devaleth procuró reunir un estanque de calma: una superficie lisa como una balsa de aceite que cabalgaría por encima de la espuma revuelta que se cernía sobre ellos. Tras lograrlo, empezó a trabajar para extenderla y proteger a tantos miembros de la flota como pudiera alcanzar.
El rugido se intensificó hasta un punto insoportable: nada podía penetrar en sus continuos truenos ensordecedores. El Estrella de Unta se precipitó de repente con una sacudida y cobró velocidad como el juguete de un niño. Se adelantó en una postura imposible. Una cuerda se partió con una explosión que atravesó el rugido; las tablas gimieron. El equipo bajó dando vueltas por la cubierta, rodando y estrellándose contra la proa. Las cuerdas que constreñían a Devaleth la sujetaron. Alguien gritó, cayó y rodó por la cubierta. La bruja luchó con todas sus fuerzas, casi al límite, no para mantener la obra de la senda, sino para contener las inmensas fuerzas que se esforzaban por atravesar su contramedida como un oso enfurecido atacando la más fina de las telas. Si consiguiera colarse aunque solo fuera la más pequeña fracción de aquello, la aniquilaría a ella y al navío.
El Estrella de Unta remontaba la ladera de una catarata, su ángulo lo inclinaba casi en picado. ¡La cresta! ¡Estamos sobre la cresta! Devaleth presionó con todo su poder para mantener los contornos mentales del hechizo que calmaba el mar. Cómo agradecía su simplicidad, su elegancia perfeccionada por el tiempo. ¡Y en Mare despreciamos a las brujas del agua! ¡Saben lo que funciona y no se les ocurre interferir!
Con otro siniestro coro de gemidos, el navío se aupó hasta ponerse más horizontal y cayó por la popa. La cima de un mástil se partió y se desmoronó con un estrépito que hizo estremecerse la cubierta. Devaleth mantuvo su concentración, se movía con la ola, facilitando el paso de todos los navíos que podía alcanzar.
Alguien estaba arrodillado con ella y le ponía un paño húmedo en la frente. La frescura y la amabilidad de aquel gesto la revivieron de una forma inmensa. Se atrevió a abrir un poco un solo ojo: era el viejo almirante, Nok.
—¿Cómo sabía que eso ayudaría? —consiguió decir con los dientes apretados.
—Me lo dijo una maga llamada Velajada… hace mucho.
Devaleth gruñó; por supuesto, ese hombre los había visto a todos.
—Bien hecho, maga suprema —dijo él—. Creo que ya hemos pasado lo peor. Y es lo peor que he visto jamás. El fin del mundo.
—No. No es el fin del mundo, almirante. El fin de su mundo.
Nok asintió, le apretó el hombro y se levantó; comprendió por instinto que ya la había distraído suficiente y se retiró.
Una vez que la titánica ola hubo barrido extensión suficiente, aventajando con mucho el progreso pesado de los navíos, Devaleth se relajó. Intentó levantarse, pero volvió a caer, atada. Agotada por completo, se aclaró la garganta.
—¿Quiere alguien quitarme estas cuerdas? —graznó.
Unos marineros la desataron y después el almirante azul, Torbellino, intentó levantarla con suavidad, pero la bruja no podía moverse. Su visión se sumió de repente en un remolino rosa y todos los sonidos desaparecieron. Un dolor terrible se apoderó de sus articulaciones. ¡No! ¡La enfermedad de las profundidades! ¡La tenía! ¡Con el pánico había descuidado sus protecciones!
Gritos de alarma se alzaron a su alrededor cuando, de repente, con una explosión, empezó a vomitar grandes bocanadas de bilis y agua.
Ivanr había vuelto a su tarea de desherbar. Era un trabajo pesado, había estado fuera mucho tiempo. Era un trabajo exigente y él ya no estaba en forma. ¡Cómo le dolía el pecho al doblarse!
Alguien lo seguía, pero él no hizo caso.
—Ivanr —lo llamó—. Tu trabajo no ha terminado todavía.
¡Como si no lo supiera, mira qué desastre de jardín!
—Tu jardín se encuentra en otro lugar…
Ivanr se volvió hacia la molesta voz y se encontró contemplando la forma pequeña y esbelta de la sacerdotisa. Estás muerta.
—Y tú también lo estarás si sigues apartándote de tu obligación.
¿Obligación? ¿No he hecho suficiente?
—No. Una vida entera no sería suficiente. La lucha es interminable.
Lo sé. Señaló a su alrededor. ¿Lo ves?
—Exacto. Te necesitan. Piensa en ello como… la administración de la que alguien ha de encargarse.
Que se ocupe otro. Se inclinó para seguir desherbando, hizo una mueca y se sujetó el pecho.
—No. Ha recaído sobre ti, no porque seas especial o porque te haya elegido el destino. Es solo que te toca a ti. Como me tocó a mí.
Ivanr se irguió y se estudió las manos embarradas. Lo entiendo, supongo. Nada de esa estupidez de ser el elegido, singular y único, y demás tonterías.
—Sí. Te toca a ti, como le toca a todo el mundo en algún momento. Nos ponemos a prueba al responder.
Él asintió poco a poco y alzó los ojos al cielo. Sí. La prueba es cómo respondes. Sí. Se frotó las manos. Supongo…
—¿Ivanr? —lo llamó otra voz, la de una anciana—. ¿Ivanr?
Parpadeó y abrió los ojos a las pieles sin curar de su tienda a las afueras de la ciudad, en su cama. Era de día. La vieja maga, la hermana Gosh, se inclinaba sobre él, los largos rizos sucios de su cabello pendían sobre él.
—¿Ivanr?
—¿Sí?
La mujer dejó caer los hombros de puro alivio.
—Gracias a los dioses extranjeros. Estás vivo.
—Creí que habías dicho que no volveríamos a encontrarnos…
Ella agitó las manos.
—Eso da igual. Me equivoqué. Ahora escucha, ordena que evacuen la ciudad de Anillo. ¡Tienes que hacerlo! ¡Es vital! Salvarás un sinfín de vidas. ¡Hazlo ya!
—¿Evacuar la ciudad?
—Sí. Se acerca una gran riada. Llámalo la ira de la Señora, o lo que sea. ¡Pero da la orden!
Él frunció el ceño.
—No puedo ordenar eso…
—¡Tú hazlo! —chilló la bruja.
Ivanr parpadeó, sorprendido, la mujer se había ido. Varios guardias entraron volando en la tienda y miraron furiosos a su alrededor. Y luego, al verlo despierto, cayeron de rodillas.
Ivanr se aclaró la garganta.
—Evacuad la ciudad —graznó con voz ronca.
Los guardias se miraron unos a otros.
—Libertador…
—¡Evacuad la ciudad! —Se apretó el pecho—. Es… está condenada. Vaciadla ya.
Con los ojos muy abiertos por el miedo y el asombro supersticioso, los guardias retrocedieron. Después se inclinaron con actitud reverente.
—¡Sí, libertador! —Y huyeron.
Ivanr volvió a recostarse en su cama. Se masajeó el pecho. ¡Dioses, cómo dolía dar órdenes!
La hermana Gosh se irguió donde se había refugiado de las ráfagas de viento gélido junto a las ciclópeas piedras que anclaban un inmenso tramo de cadena cuyos eslabones eran tan gruesos como su muslo. La enorme cadena se extendía a través de una ancha brecha de agua entre las puntas de dos acantilados, los extremos de un risco de roca que rodeaba un pozo profundo que se suponía que no tenía fondo. El Anillo. Una malla de metal colgaba de la cadena, una barrera para cualquier cosa más grande que un pez.
La maga estudió el metal carcomido y oxidado de la cadena, se sacó una petaca de plata de entre los chales y echó una serie de tragos largos y reposados, después la sacudió, la encontró vacía, se encogió de hombros y la tiró. Colocó las dos manos en el último eslabón, bajó la cabeza hacia él y se concentró. Unos jirones de humo se desprendieron del hierro y un fulgor rojo brotó bajo sus manos.
—Ya solo quedamos tú y yo, hermana Gosh —dijo alguien tras ella.
La mujer suspiró, se dio la vuelta y vio al hermano Totsin, el viento le agitaba el cabello canoso y los harapos del chaleco raído, la camisa y los pantalones.
—Me imaginé que aparecerías.
—La Señora está conmigo, Gosh. Te sugiero que te unas tú también.
La hermana Gosh volvió a suspirar.
—La Señora te está utilizando, idiota. Y, en cualquier caso, está acabada.
—No si tú fracasas aquí.
—No fracasaré.
Totsin frunció el ceño, decepcionado, como si estuviera tratando con una niña obstinada.
—No puedes ganar. La Señora me ha concedido acceso absoluto a sus poderes.
—Lo que quiere decir que es tu dueña.
La perilla canosa del hombre se agitó cuando frunció el ceño con gesto irritado.
—Sé una idiota tozuda, si quieres. Nunca me has caído bien.
—Qué alivio.
El hombre se abalanzó sobre ella. Los brazos de ambos se encontraron en una erupción de poder que azotó las piedras bajo sus pies. Las rocas cayeron rodando unas diez brazas a las aguas de color negro azulado del Agujero. La colosal cadena se sacudió y resonó con un ruido metálico hasta vibrar en una línea espumosa que cruzaba la brecha. La carne de las manos de la hermana Gosh se arrugó y agrietó, como si se desecara. La mujer lanzó una queja y presionó todavía más, su rostro se oscureció por el esfuerzo. Una sonrisa satisfecha se coló tras la perilla de Totsin.
Como una explosión, un crujido se disparó por la piedra cincelada que tenían al lado, anclando la cadena. Con un gruñido, Totsin se retorció para levantar a la hermana Gosh y arrojarla por el Agujero. Unos zarcillos negros como cintas rodearon de golpe al mago y tiraron de él; los dos brujos se soltaron, repelidos el uno del otro, con un gran trueno de energía.
Una nueva figura se alzaba sobre el estrecho saliente de piedra, una figura alta, demacrada, vestida toda de negro; su cabello, también negro, era una mata salvaje.
—¡He vuelto! —anunció.
Totsin se dio la vuelta poco a poco y saludó con la cabeza al recién llegado.
—Carfin. Me sorprende verte de nuevo.
—La verdad al fin, Totsin. La verdad al fin.
Un rumor sordo se hinchó a lo lejos, como una tormenta, aunque solo unas nubes altas oscurecían el cielo. La hermana Gosh y Carfin compartieron miradas alarmadas.
Totsin se echó a reír.
—¡Demasiado tarde!
—Todavía no —gruñó la hermana Gosh, y arrojó todo lo que tenía contra él.
El estallido de energías sorprendió a Totsin y lo hizo retroceder un paso. Carfin también lo apuntó con su senda. El poder que la atravesaba reveló mucha más potencia de lo que hasta la hermana Gosh sospechaba de él, parecía que su viaje por su senda le había dado bastante más confianza en sus propias habilidades. Totsin agitó los brazos bajo las cataratas que lo recorrían y después, con una mueca, se inclinó hacia delante y se metió en ellas. Carfin hizo otro gesto y una cogulla negra se cerró de golpe sobre la cabeza del otro brujo. Este se llevó las manos de golpe a la capucha, la sujetó y la hizo jirones. La hermana Gosh chilló y elaboró una gran espiral de poder que soltó de repente sobre Totsin. Este retrocedió con un estremecimiento, lanzó un grito y tropezó por el borde. La hermana Gosh mantuvo el castigo centrado en el mago hasta que cayó y, si bien no podía estar segura, le pareció que había chocado contra el agua, allí abajo.
—Gracias —le dijo a Carfin con un jadeo.
—No hay de qué.
La maga se volvió hacia la piedra que anclaba la cadena.
—Venga, rápido.
Los dos apretaron el último eslabón con las manos e hicieron fuerza, calentando, buscando los puntos débiles. Gosh observó que el agua había subido mucho por la cadena. El trueno creciente anunciaba que se acercaba algo enorme que surgía del Tajo del Tipejo.
—¿Cómo era? —preguntó la bruja mientras trabajaban.
—¿Cómo era qué?
—Tu senda. La Oscuridad. Rashan.
—No sé —respondió Carfin con la cara muy seria—. Estaba oscuro.
El metal resplandeció con un color amarillo bajo las manos de la hermana Gosh. Unas gotas de metal fundido corrían por los lados.
—¿Quieres decir como esa cueva viscosa en la que vives?
Carfin dio unas palmadas y el metal del eslabón de repente se oscureció hasta adquirir un color negro bajo una capa de escarcha. Estalló en una explosión de fragmentos de metal y la hermana Gosh apartó las manos de golpe. Entre chirridos y crujidos, el inmenso tramo de hierro se fue deslizando por el borde del acantilado hasta desaparecer de la vista con un latigazo. Al otro lado de la brecha, el agua hacía espuma y se acomodaba sobre el tramo a medida que este se hundía.
—No es una cueva —le dijo Carfin a Gosh—. Es un domicilio subterráneo.
El risco de roca sólida sobre el que se hallaban se estremeció entonces, rodó y palpitó. Un bulto titánico de agua llegó cruzando la bahía que se creaba allí donde el Tajo del Tipejo se encontraba con el estrecho Flujo. La ola, más bien un muro de agua, fluyó sobre el Agujero y con ella iban rápidos destellos resplandecientes de madreperla y zafiro brillante.
La hermana Gosh y Carfin se sentaron en el borde de piedra. Los brotes de luz se hundieron en las aguas casi negras del Agujero. Parecieron descender durante mucho tiempo. Después, unos estallidos llenaron de espuma la superficie, destellos ligeros de color verdoso que chispeaban en las profundidades. Sobre el Agujero, la superficie se abultó de una forma alarmante, como por las presiones de una inmensa explosión. Después sisearon, humearon y volvieron a provocar espuma. Una niebla oscureció el pozo del Anillo, suspendida como gruesos pañuelos en el aire.
La tarde fue tornándose en noche. La hermana Gosh observó las panzas de las nubes pintadas de un profundo malva y rosa. Más formas llegaron destellando por las aguas para descender al agujero. A la bruja le pareció ver las conchas de sus armaduras opalescentes en esmeralda y oro. ¿Refuerzos?
Hubiera lo que hubiera allí abajo, tardó mucho tiempo en morir. Las erupciones ampollaron de nuevo la superficie. Las luces parpadeaban como llamas submarinas. Parecía una guerra total en algún lugar incomprensible para la humanidad.
Poco a poco, por etapas, la ferocidad de la lucha de las profundidades pareció disminuir. La noche se oscureció con el crepúsculo. Carfin se entretenía haciendo que unas siluetas de oscuridad bailaran sobre las piedras. Al verlo, la hermana Gosh rezongó con un sonido gutural. Las creaciones se inclinaron ante ella y después se difuminaron en la nada. Carfin suspiró y cambió de posición las ancas flacas.
—¿Y ahora qué?
—Ahora todo bicho viviente será brujo del cerco o acallador del mar.
Carfin arrugó la nariz.
—Dioses. Será horrible. —Se levantó y se sacudió los pantalones—. Me quedaré en mi cueva… es decir, mi domicilio.
—Pues vete con viento fresco.
—Y tú. —El brujo se metió en la oscuridad y desapareció.
Bueno, eso ya es presumir por presumir.
Allí abajo, unas formas raudas pasaban bajo las suelas de sus zapatos raídos y cubiertos de barro y salían a la bahía. Muchas menos de las que habían entrado, eso era seguro. Así que se había terminado, al menos allí. ¿Y en otras partes? ¿A los jinetes les había ido tan bien contra sus otros objetivos? ¿Quién sabía? Estaba rendida. Tan cansada que se preguntó si habría un bote por alguna parte en aquella puñetera isla.
Suth y Corbin siguieron a Keri por los túneles. Intentaron no alejarse porque la mujer mostraba una tendencia alarmante a arrojar sus municiones moranthianas cada vez que le placía y a la menor señal de peligro.
—¿Te envió el viejo para ayudarnos? —le preguntó Suth, casi abrazado a su espalda.
Ella le lanzó una mirada irritada por encima del hombro.
—¿Qué viejo?
—Da igual. ¿Así que te enviaron para encontrarnos? ¿Tú sola?
La chica se detuvo en la penumbra de un túnel y se volvió hacia él, con una munición de metralla explosiva, un fullero, en el puño.
—Escucha, dalhonesio. Sola estoy mejor, ¿estamos? Así puedo arrojar esto sin tener que preocuparme por vuestros patéticos culos, ¿estamos?
Suth levantó las manos en un gesto de rendición.
—¡Sí, estamos! Lo que tú digas.
—Pues eso, coño ya.
Corbin levantó la lámpara.
—¿A qué viene el parón?
—Aquí, el bolas dormidas este —murmuró Keri. Corbin y Suth intercambiaron miradas de consuelo—. Por aquí —ordenó Keri, y echó a andar.
Suth esperaba que la Guardia de la Tormenta les saltara encima en cada esquina. Lo había conmocionado la despiadada eficacia de aquellos hombres. Eran oponentes feroces. De toda la partida que se había separado, solo él y Corbin continuaban en pie. Los dos pelotones habían sufrido estragos y, con franqueza, Suth dudaba que alguno de ellos sobreviviera para volver a ver la luz del día.
Keri los condujo por varias secciones de túneles medio derrumbados, escenarios de enfrentamientos en los que los muertos yacían donde habían caído, tanto guardias de la tormenta como malazanos. Suth reconoció el cuerpo del sargento Dospies, casi descuartizado. Un leve fulgor amarillento más adelante indicó una fuente de luz y Keri se detuvo. Dio unos pequeños golpecitos, una especie de señal. La respuesta fue diferente, pero al parecer correcta porque la chica se irguió y les hizo señas para que continuaran.
Entraron en una cámara protegida que contenía todo lo que quedaba del equipo: el puño Rillish, que había sufrido numerosos cortes, el adjunto Kyle, la capitán Peles, cuya armadura estaba llena de brechas y tenía el yelmo dentado, el sacerdote achaparrado, el sargento Tela, Wess y unos cuantos hombres del pelotón de Dospies.
Tela apretó el hombro de Suth.
—¿Los otros?
—Demasiado heridos.
El sacerdote, Ipshank, que estaba sentado, se irguió.
—Manask…
—Estaba herido, inconsciente la última vez que lo vimos.
El puño Rillish se adelantó.
—¿Y el anciano, Gheven?
—Se fue por una senda para traer ayuda.
Ipshank gruñó al oír eso.
—Bien. Pero no podemos contar con ello. Debemos continuar adelante.
El puño Rillish se volvió hacia el hombre.
—¿Por qué? Dígame por qué. Nos superan en número. No veo razón para perder a nadie más.
Ipshank asintió, comprensivo.
—Y sin embargo debemos hacerlo.
—¿Por qué?
El sacerdote miró a Kyle, que los observaba con los brazos cruzados, la empuñadura y el pomo de la espada que llevaba en el costado refulgían bajo la luz tenue.
—Porque creo que Melena Gris va a utilizar su espada, adjunto. Y cuando lo haga, debemos estar preparados para terminar lo que él ha empezado, o todo será en vano.
Quizá de forma inconsciente, la mano del joven adjunto se posó en su espada y se cerró con fuerza. Sacudió la cabeza en una especie de triste burla de sí mismo, como si se riera de un chiste que solo él conocía y a su propia costa.
—Lo entiendo, Ipshank. Iré yo. No hace falta que me acompañe nadie.
—Yo iré, por supuesto.
—Y yo —añadió el puño.
—Y yo —dijo la capitán Peles.
—Vamos todos —contestó con voz profunda Tela, y con una seña los animó a salir.
Avanzaron sin oposición alguna por varias secciones de los túneles. El adjunto y el puño iban en cabeza, seguidos por la capitán Peles y el sacerdote, después los soldados regulares, incluyendo a Suth, Corbin y Wess. El sargento Tela cerraba la marcha. A Suth le extrañaba esa falta de oposición, pero oyó al puño opinando que se habían retirado a proteger su objetivo. Ipshank era el que los guiaba, eligiendo esquinas, qué cámaras saltarse y en cuáles entrar.
Terminaron llegando a un ensanchamiento de la excavación que terminaba en roca sólida. Unas altas puertas dobles que se erigían en el acantilado desnudo lucían el sigilo de la Señora, la explosión blanca. Tras mirar a su alrededor, con cautela por si les tendían una emboscada, el adjunto se acercó, probó las puertas y las encontró cerradas y con el cerrojo pasado. Sacó su espada. En la penumbra relucía como un rayo puro de sol. Golpeó con las dos manos justo en el medio, donde las puertas se encontraban, y las atravesó con un tintineo de metal. Le dio una patada a una de las hojas, que se abrió con un movimiento pesado y se estrelló contra la piedra. Se adelantaron en tropel.
Era un templo dedicado a la Señora. Una larga sala con columnas daba paso a una cámara más ancha. La luz del día entraba a raudales de las alturas a través de unos portales tallados en la roca. Los aguardaban unos veinte guardias de la tormenta. Tras ellos, dos sacerdotes flanqueaban la figura diminuta de una niña pequeña que sostenía frente a ella un cofre de madera oscura que refulgía con una tracería plateada.
—Retroceded, herejes —exclamó uno de los sacerdotes barbudos— u os destruirá la ira sagrada de la Señora.
Se dispersaron, el adjunto y el puño Rillish ocuparon el centro de la fila. El adjunto se adelantó lentamente. No se molestó en responder. Un sacerdote dio un golpe con el bastón en las losas pulidas de piedra, los korelrianos se dispersaron y desenvainaron las espadas. Una llama de un leve tono verde azulado, un aura que a Suth le resultaba muy conocida, surgió alrededor de los dos sacerdotes. Tocaron con los bastones a los guardias de la tormenta que tenían delante y las llamas se extendieron de un hombre a otro por toda la fila.
—Mierda —rezongó el sacerdote Ipshank a la derecha de Suth. Después gritó—: ¡Ahora no harán caso de las heridas!
Suth ya lo sabía por experiencias previas. Los sacerdotes aullaron una especie de invocación a la Señora y apuntaron con los bastones. Las llamas saltaron por la cámara y golpearon al adjunto y a Ipshank, que se estremecieron, retrocedieron un paso con un gruñido de dolor y alzaron los brazos para protegerse la cara, pero ninguno cayó.
Los korelrianos cargaron contra ellos.
Suth luchó con espada y escudo. Los guardias de la tormenta atacaron primero con lanzas.
Keri levantó un fullero, pero el puño le chilló que parara. Con una maldición, la saboteadora se echó la bolsa a la espalda y sacó dos cuchillos largos. El adjunto dio un salto adelante y blandió su arma. Su filo golpeó a un guardia de la tormenta, pero lo desviaron entre una lluvia de chispas y chisporroteos de energía.
—¿Quién te protege? —le chilló un sacerdote al adjunto.
Ipshank cogió una lanza que le arrojaron y resistió con ella, aunque las manos le humeaban. El hedor a carne quemada flotó sobre Suth. Los soldados del pelotón de Dospies cayeron. Keri cubrió la brecha desviando los golpes. A Suth casi lo alcanzó una estocada cuando echó un vistazo, temiendo por ella. Una punta de lanza rozó la cara femenina, luego la alcanzó otra en el muslo y la chica cayó. Tela dio varios tajos a dos guardias de la tormenta, pero estos se negaban a morir y, sorprendido por un momento, al sargento le atravesaron el estómago. Wess y Corbin cubrieron la brecha, pero estaban a punto de que los arrollaran. Y entonces una figura enorme entró dando saltos en la sala y se unió a ellos: Manask, con la armadura colgándole en jirones del corpachón. Había encontrado en alguna parte una alabarda que blandió y con la que decapitó a un guardia de la tormenta. El cuerpo sin cabeza se tambaleó y se derrumbó.
El guardia de la tormenta que se enfrentaba a Ipshank liberó su lanza y se la clavó al sacerdote en el costado. Ipshank cayó de rodillas. El puño Rillish se metió en el hueco y el arco de llamas de color verde azulado cambió para envolverlo. El puño chilló envuelto en humo y se retorció de dolor. La capitán Peles dejó escapar un aullido y empezó a lanzar tajos a su alrededor con una rabia ciega.
Y entonces la tierra se movió. Tiró a todo el mundo al suelo, corcoveando y palpitando. Un gran chillido de roca dolorida atravesó la cámara. Cayeron escombros sobre ellos. Una piedra golpeó a Suth y lo derribó. El polvo y la piedra pulverizada llenaron la cámara, dibujando torbellinos entre los amplios haces de sol. Progresivamente, las vibraciones y los temblores se fueron suavizando hasta detenerse y todo quedó en silencio salvo la roca que se asentaba y el estrépito lejano de las olas.
Las últimas rocas trapalearon a lo lejos y Suth fue recuperando el sentido. Se quitó el polvo de la cara y el yelmo. La punzada de dolor agudo que tenía en el hombro no era nada comparada con el peso aplastante del bloque de piedra que le atrapaba el pie embutido en la sandalia. Empujó con las dos manos y consiguió liberarlo de un tirón de la pequeña brecha que impedía que el pedrusco se lo aplastara del todo. A su alrededor, entre los remolinos de polvo, los hombres y las mujeres gemían y empezaban a levantarse. El sol iluminaba el polvo y Suth parpadeó, intentando encontrarle sentido a lo que veía.
Parecía que el gigantesco temblor había provocado un corrimiento de tierras, o una falla, y el muro posterior de la cámara se había partido junto con una porción de la roca en la que se había tallado. Las ráfagas de viento atravesaban la cámara y azotaban el polvo, y Suth veía a vista de pájaro el amplio mar Puño y sus curvados límites montañosos. De pie en ese nuevo acantilado quedaba un sacerdote, la sangre que le caía de un costado relucía a través de las túnicas rasgadas, una mano posada en la niña, que todavía apretaba el cofre contra sí, los ojos muy abiertos. Quedaban también cuatro guardias de la tormenta que permanecían delante del sacerdote y la niña con las espadas en la mano.
Sobre ellos avanzaba Kyle, el yelmo desaparecido, el cabello negro una maraña de polvo y sangre húmeda. Suth encontró su espada entre las rocas rotas y se levantó para seguirlo. También salieron tambaleándose de entre los escombros el puño Rillish y la capitán Peles.
Antes de que Kyle pudiera enfrentarse a uno de los guardias de la tormenta que esperaba, el sacerdote hizo un gesto y una lanza de fuego azul verdoso salió disparada y lo golpeó en el pecho. El adjunto se tambaleó hacia atrás con un gruñido de dolor, pero no cayó.
—¿Quién te protege? —bramó de nuevo el sacerdote, colérico, con espuma en la boca—. ¡Es de la tierra! ¡Lo noto! ¿Quién se atreve?
Kyle dejó caer los brazos a los lados y se quedó mirando, conmocionado.
—¿La tierra…? —repitió, había un matiz de asombro en su voz.
En ese momento cargó la Guardia de la Tormenta. Suth recibió a uno con una estrategia dilatoria desesperada, dio paso, cedió terreno, esperando sin esperanza alguna que uno de sus compañeros acabara con su propio oponente y fuera en su ayuda. Junto a él, el puño Rillish luchaba con sus dos espadas, agotado, deteniendo solo los golpes, apenas capaz de levantar las puntas de las finas armas. La capitán Peles peleaba con tozudez, la única que había conservado un escudo, detrás del que se encogía y se negaba a ceder terreno.
Kyle se recuperó, derribó al guardia de la tormenta con unos tajos y avanzó sobre el sacerdote. Al ver la muerte que iba a por él, el sacerdote aulló de furia y estiró de golpe las dos manos con un estallido que levantó una nube de polvo, cegó a todo el mundo y derribó más rocas que sacudieron el inseguro saliente de la propia cueva. Suth parpadeó, se pasó un brazo por los ojos y tosió. El guardia de la tormenta juzgó la distancia con oído experto a partir de esa mera tos y lanzó una estocada que le hizo un corte a Suth en el pecho. El korelriano levantó la espada para asestar el golpe de gracia, pero en su lugar se abalanzó a un lado y cayó. Era el sacerdote, Ipshank. El hombre sujetó con sus anchas manos de luchador la cabeza embutida en el yelmo del guardia de la tormenta y la giró sin contemplaciones con un chasquido seco. El crujido de los cartílagos y las vértebras al partirse hizo estremecerse a Suth. Después ayudó a Ipshank a levantarse.
Tras el guardia de la tormenta, los azotes del viento despejaron el polvo y revelaron al adjunto en el suelo y al sacerdote de la Señora regocijado, riéndose, la niña todavía a su lado, paralizada de horror, paralizada de miedo. La sonrisa triunfante se desvaneció, sin embargo, cuando una nueva figura entró de un salto por un lado y se acercó rodando hasta el sacerdote: Faro. Antes de que el sacerdote pudiera reaccionar, la garra lo cosió a cuchilladas. Con un jadeo de incredulidad, el hombre se quedó mirando, inmóvil, hasta que Faro lo tiró por el borde de una patada. Después, la garra se volvió, bajó la cabeza, miró a la niña y levantó las hojas relucientes de sangre.
—¡No! —chilló el puño Rillish y se precipitó junto al guardia de la tormenta. El korelriano le hizo un corte en la espalda cuando pasó. El puño apartó a la niña de Faro de un tirón.
Suth se enfrentó al guardia de la tormenta, con Ipshank, cojeando, justo detrás.
—¡No toquéis el cofre! —chilló el sacerdote.
Faro se encogió de hombros y avanzó con aire perezoso sobre el guardia de la tormenta al que se enfrentaba Suth; el korelriano se volvió para dejar a los dos enfrente de él. Todo ese tiempo, la capitán Peles había estado intercambiando resonantes golpes con el único otro korelriano que continuaba en pie. Parecían haber hecho un pacto para ver quién podía aguantar más.
Cambiando de posición, jadeando, el pie dormido y casi inútil, Suth intentó hacer que el guardia de la tormenta le diera la espalda a Faro.
—¡Rillish! —chilló Ipshank entonces, junto a él.
Suth lanzó una mirada rápida al borde del acantilado. El puño, con las manos en los hombros de la niña, se iba inclinando poco a poco como si estuviera borracho. Se le quedaron los ojos en blanco y se tambaleó hacia atrás, las manos se le deslizaron de los hombros de la niña. Desapareció por el borde.
—¡No! —aulló Peles y machacó a su oponente korelriano con una tormenta borrosa de golpes que literalmente lo aplastaron en el suelo, después, la capitán se abalanzó hacia el borde. Ipshank también echó a correr.
—Ríndete —jadeó Suth, sin aliento, dirigiéndose al último guardia de la tormenta.
El elegido lanzó un bufido dentro de su yelmo.
—No seas idiota.
—El idiota eres tú —respondió Suth y le hizo un gesto a Faro.
El korelriano lanzó una mirada rápida a Faro, y en ese mismo momento la garra realizó un movimiento fugaz con una mano. El elegido se estremeció, los brazos le saltaron como los de una marioneta, se derrumbó de rodillas y cayó de lado. El mango de un cuchillo arrojadizo le sobresalía por la estrecha celada del yelmo.
Suth se acercó cojeando al borde del acantilado. Allí encontró a la capitán Peles, el yelmo tirado en el suelo, el cabello blanco convertido en una maraña apelmazada y sudorosa, jadeando, aspirando bocanadas angustiadas de aire. Sobre el abismo abierto, con los brazos estirados, sostenía a la niña por la camisa. El cofre yacía a un lado.
—No lo haga —decía Ipshank en voz baja y serena—. No ceda. No lo haga. Jamás se lo perdonará.
Las lágrimas corrían por el rostro sucio y sudoroso de la mujer. Enseñaba los dientes en una mueca salvaje.
Nadie se atrevía a moverse. Allí abajo, en el fondo, las olas machacaban la orilla con sus crestas blancas, insistentes. Las rocas caían rodando y resonaban por el acantilado recién expuesto.
—No se rinda —dijo Ipshank; no suplicaba ni ordenaba, era una simple afirmación.
La mujer aspiró tres grandes bocanadas estremecidas de aire, parecía a punto de echarse a llorar, después arrojó a la niña a Ipshank y se alejó con paso furioso, tapándose la cara con las manos.
El sacerdote abrazó a la niña.
—Levanta a todo el mundo —le dijo a Suth.
El chorro de una bota de agua despertó a Kyle, que gimió y se removió. Lo que fuera que se suponía que lo había estado protegiendo parecía haberlo aislado de la explosión, la única herida que tenía era la brecha que le partía el cuero cabelludo. Manask había escapado a la muerte una vez más en virtud de su extraordinaria armadura que, incluso hecha jirones, lo había protegido de una inmensa piedra con bordes afilados que lo tenía atrapado contra el suelo. Suth y Kyle consiguieron retirar la piedra y lo levantaron. Del tipo llovió roca pulverizada como si fuera harina. Despabilaron a Tela y después Kyle se puso a vendarle la herida. A Wess lo encontraron enterrado bajo grandes bloques, pero vivo. Corbin yacía de lado, inmóvil, cubierto de polvo de roca. Suth encontró a Keri inconsciente por la pérdida de sangre. Se puso a trabajar para vendarle la pierna.
Faro se limitó a limpiar sus filos. La capitán Peles se sentó a un lado con la cabeza hundida entre las manos. Ipshank los llamó desde el borde del acantilado, donde se había sentado con la niña en los brazos, dormida o inconsciente.
—Mirad el mar…
Tras terminar con la herida de Keri, Suth se acercó al borde. Una especie de alteración recorría como una línea la superficie del cuerpo interior de agua hasta donde él alcanzaba a ver. Y se estaba acercando a la base de los acantilados a una velocidad sobrenatural.
—Manask —lo llamó Ipshank. Señaló el cofre con un pie—. Quiero esto en pleno mar, a tanta distancia como sea posible… ¡pero no lo toques!
Manask tamborileó las yemas de los dedos entre sí como si se hubiera sumido en sus pensamientos.
—Sabes… podríamos conseguir una fortuna…
—¡Manask!
El otro alzó las manos a modo de rendición.
—¡Solo era una idea!
Ipshank señaló.
—El mar.
—Sí, sí. Si no queda más remedio. ¡Nada más simple! —respondió el gigante, aunque mucho menos gigantesco porque le faltaba la gran mata de cabello espeso, que revelaba la cabeza calva. Y había perdido o apartado a patadas las botas altas. Las capas de la armadura le colgaban en pliegues sueltos y rasgados.
El hombretón eligió una de las lanzas korelrianas. Metió el extremo romo por un asa del cofre y después lo estiró con cuidado tras él, de lado. Todo el mundo se alejó.
Con un papirotazo salvaje, arrojó la lanza como una especie de palo de lanzamiento y tiró el cofre muy lejos del acantilado. Suth siguió la caída. El cofre era tan pequeño y las distancias tan grandes que no lo vio chocar contra la superficie.
Casi de inmediato, sin embargo, surgió una espuma entre las olas. Destelló un fulgor, azulado e intenso, que cortó el aire como si golpeara algo. Unas formas brillantes atravesaron las olas y se acercaron desde todos lados. Dentro de ese trozo, el agua espumeaba como si hirviera.
Kyle se acercó al borde junto a Ipshank y permaneció allí, observando, con las manos en el cinturón. El achaparrado sacerdote miró al joven con expresión preocupada.
—No sabemos con seguridad… —empezó a decir, pero el nativo de las llanuras sacudió la cabeza y se volvió. Al alejarse, Suth lo vio limpiarse la cara.
Manask le dio un codazo a Ipshank.
—¿Se acabó la tontería esta? La misión de toda una vida cumplida, ¿no?
—Esperemos —dijo el sacerdote entre dientes.
Al fondo de la cueva, detrás de todos, la capitán Peles lanzó un grito.
—¡Atención!
Suth se volvió sobre el pie herido e hizo una mueca. Estaban entrando en fila, uno tras otro, moranthianos negros, hasta que tuvieron a unos veinte delante. Suth hubiera lanzado un gemido bien audible si no se le hubiera caído el alma a los pies. La capitán Peles se enfrentó a ellos con la espada lista. Kyle se reunió con ella y Wess se acercó tambaleándose.
—Podría utilizar mis habilidades sobrenaturales para escabullirme, pero permaneceré a tu lado —le dijo Manask a Ipshank.
—Qué consuelo.
Suth echó un vistazo a su alrededor en busca de Faro y descubrió que la garra no compartía el sentido del compañerismo del gigante. Sacó su espada y cojeó hasta colocarse junto a Wess.
Entonces un viejo se deslizó entre las filas de moranthianos: el anciano drenn, Gheven.
—Siento que hayamos llegado tan tarde, nos retrasaron los túneles derrumbados.
Suth se quedó mirando al hombre sin entender nada.
—Usted… ¿trajo a los moranthianos? ¿Para ayudar?
Uno de los negros se inclinó.
—Soy el comandante Borun. Hemos firmado un contrato con nuestros primos azules para prestar ayuda. Me disculpo por nuestra tardanza.
Kyle bajó la espada.
—¿Están con los azules?
—Sí. Nuestras obligaciones con el jefe supremo terminaron de forma… poco satisfactoria.
A Suth no se le ocurría nada que decir; intercambió una mirada insegura con Wess, que apenas parecía capaz de tenerse en pie, una brecha le recorría el costado entero y la sangre le iba empapando la pierna.
—Ocúpense de los heridos —le dijo el comandante a sus tropas, y los soldados se repartieron por toda la cueva.
Suth llevó a Gheven con Ipshank.
El anciano se asomó al acantilado, donde las luces destellaban como una erupción submarina bajo las aguas del mar Puño.
—No me atrevía a esperar nada bueno —dijo sin aliento.
—Confiemos en que lo hayan conseguido también en otros sitios.
—Me temo que no —dijo el anciano en voz baja.
Arrodillado junto a la niña inconsciente, Ipshank se puso rígido.
—¿A qué se refiere?
—Quiero decir que todavía la percibo. No la han destruido por completo.
—¿Dónde?
—La torre, creo. Si tuviera que adivinar.
Ipshank asintió con un gruñido.
—Cientos de korelrianos protegen ese lugar. Demasiados. —Se alzó y se pasó una mano por la testa afeitada—. No puedo pedirle más a nadie de aquí.
Gheven se apresuró a asentir.
—Sí. Lo entiendo. Solo podemos aguardar.
—Sí. —Ipshank alzó a la niña en brazos con una mueca de dolor por sus propias heridas—. Salgamos de aquí. —Luego se dirigió al otro lado de la cámara—. Deberíamos irnos, adjunto. Recoja a los otros.
Kyle hizo una seña de asentimiento al comandante moranthiano, que después les transmitió a sus tropas la señal manual malazana de «nos vamos».
Suth observó mientras los moranthianos fabricaban una camilla con lanzas korelrianas y un manto y ponían a Keri en ella. Dos cogieron a Corbin. Otro levantó a Tela; Manask desechó con un ademán numerosos ofrecimientos de ayuda. Salieron en fila detrás de Gheven. Suth se dio cuenta de que Kyle permanecía asomado al acantilado durante algún tiempo, en una vigilia larga y solitaria, y que fue el último en retirarse.
Shell salió de la senda D’riss de Penas a un yermo plano y embarrado compuesto por canales perezosos y montículos de arena barrida. Miró a su alrededor, enmudecida, al igual que el resto de la Guardia Carmesí.
—¿Es este el sitio? —le preguntó a Penas, que había sido el primero en salir.
El hombre estaba mirando, todavía perplejo.
—Es aquí. No lo entiendo… ¡espera! La ola. Aquí debe de haber habido también una ola inmensa. El agua ha barrido la marisma.
A lo lejos, un débil zarcillo de humo blanco trepaba por el cielo crepuscular. Se dirigieron trabajosamente hacia ese indicio. Lazar llevaba a Corlo. Jemain ayudaba a Barras a avanzar dando traspiés, el pecho ya vendado. Dedos los seguía, tosiendo, inclinándose de un lado a otro para apretarse de forma alterna los orificios de la nariz y soplar.
Entre las arenas húmedas encontraron un campamento inhóspito que consistía en Orzu y unos cuantos de sus numerosos hijos. El anciano se levantó con la pipa en la boca para saludarlos.
—Sabía que vendríais —dijo con una sonrisa mientras les tendía los brazos.
Penas dio unas palmadas al hombre en la espalda, después lo alejó un poco y frunció el ceño.
—La chica…
—Ena —dijo Shell.
—¡Ah! Está bien. Aquí fuera hace demasiado frío para ella y el bebé.
—¿Bebé? —repitió Shell.
El anciano esbozó una gran sonrisa con los dientes podridos y manchados.
—Sí, una nena. Shell, se llama. Un buen nombre siendo el pueblo del mar, ¿a que sí?
Shell asintió, algo aturdida.
—¿Todavía tenéis botes? —preguntó Penas.
El hombre meneó la cabeza.
—Bueno… unos pocos.
Penas desechó el asunto con un ademán.
—No te preocupes. Ya no nos hacen falta. Nos arreglaremos como podamos. Solo paramos para avisaros… —Se le fue apagando la voz cuando Dedos, a un lado, se dio la vuelta de repente y levantó una mano para pedir silencio.
Shell miró también. Algo…
Penas escudriñó el sur y entrecerró los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó Orzu tras sacarse la pipa de la boca.
Shell los notaba ya: Guardia Carmesí, pero no. Los expulsados. Los que siguieron a Despellejador en su jugada para tomar el poder de la Guardia Carmesí, exiliados por K’azz. La mirada de la mujer se posó en Barras. Y él también está aquí.
Barras se abrazó y se irguió poco a poco. La conciencia de algo bañó sus ojos.
—¡Está aquí! ¡Ese cabrón está aquí!
Orzu cerró los labios de golpe, su mirada se fue posando en cada uno, calculadora.
—¿Qué hay al sur de aquí? —preguntó Penas con la voz tensa.
Orzu se encogió de hombros, desconcertado.
—Bueno, no hay nada. Nada en absoluto. Solo isla Resto. Pero allí no hay nadie.
—¿Nada? ¿En la isla?
Orzu frunció los labios.
—Bueno… está el… —Se detuvo de golpe.
Penas se volvió para mirar al hombre cara a cara.
—Habla, viejo.
Orzu estudió la pipa y empezó a darle vueltas en las manos.
—Confiad en mí, forasteros. No queréis ir allí.
Barras dio un paso hacia Orzu, pero Penas levantó una mano y lo detuvo.
—Necesitamos saberlo. Dínoslo.
Los hijos de Orzu también se habían levantado y habían posado las manos en los cuchillos que llevaban en los cinturones y en los bastones. El anciano les hizo un gesto para que se sentaran.
—Una torre, extranjero, el santuario de la Guardia de la Tormenta, oculta en el fondo, tras la muralla. Pero no podéis ir allí. Son demasiados.
—Yo voy —dijo Barras entre dientes con voz ronca.
—No, no vas —respondió Penas.
El otro se tragó una objeción y abrió mucho los ojos, conmocionado.
—¿Qué?
Penas alzó una mano.
—Lo siento, no estás en condiciones.
Lazar posó a Corlo con suavidad junto al fuego.
—Vamos a necesitar a todo el mundo —dijo.
—Penas —interpuso Shell en voz muy baja—, tú, Dedos y yo ya no tenemos ningún tipo de restricción.
El bajo napaniano echó la cabeza hacia atrás y miró al cielo. Shell extendió una mano, unas cuantas gotas gruesas cayeron de las nubes cada vez más oscuras. Penas tiró los bastones que llevaba en el cinturón y señaló a los jóvenes del pueblo del mar.
—Dadme esos cuchillos.
Los dos miraron a Orzu, que les hizo un gesto para que obedecieran. Los chicos le entregaron las gruesas hojas curvas. Penas los sopesó para comprobar el peso y el equilibrio y después se los metió en el cinturón. Jemain le dio a Barras una espada que había sacado de la torre de Hielo.
—Lazar, Barras y yo lucharemos juntos. —Penas miró a Shell—. Tú y Dedos iréis entrando y saliendo de la senda para cubrirnos. Yo os pasaré a todos.
Barras se volvió hacia Jemain, que había ido con Corlo.
—Si no vuelvo… bueno, Corlo y tú podréis regresar desde aquí.
Jemain asintió.
—Sí. Y… gracias, capitán.
Barras tragó saliva y apartó la vista.
Shell captó la atención del anciano.
—Despídeme de Ena y del bebé.
Orzu se obligó a esbozar algo parecido a una sonrisa alentadora y se inclinó.
—Que os vaya bien.
—Acercaos —ordenó Penas.
Salieron a una playa rocosa que parecía haber sufrido una marea muy alta o el paso de una gran ola: algas recién arrancadas envolvían los peñascos y las manchas oscuras de agua subían hasta la base de una sencilla torre ancha que se erigía en el mismo centro de la pequeña isla.
Shell alzó su senda, la de Serc, la senda de Aire y Tormenta, y empezó a entrar y salir con un parpadeo para cubrir a Penas, Barras y Lazar, que iban trepando con cautela la pendiente. La bruja sabía que, en otra parte, oculto, Dedos estaba haciendo lo mismo.
Veía la escena en dos marcos diferentes. En uno, los tres hombres trepaban la anodina barrera de toscos peñascos, mientras que en otro persistían las reveladoras marcas y cicatrices que hablaban de enormes energías utilizadas y de un daño horrendo provocado y sufrido. Había cuerpos entre las rocas, jinetes de la tormenta asesinados sobre los que ella pasaba sin más. Su armadura parecía una mezcla de su hielo escamado con hechicerías encima de materiales más mundanos, como conchas, cobre forjado en frío y pieles exóticas. Eran rubios, con el cabello pálido. Los rasgos característicos que vio entre los cadáveres le recordaban a los tiste andii.
Llegaron los tres a la cima y Penas la llamó. Shell salió de su senda justo al lado de su compañero. Este le señaló algo. Había guardias de la tormenta korelrianos muertos y apilados ante la única puerta de acceso a la torre, y que en ese momento vieron que la había reventado una explosión.
—¿Alguien? —preguntó Penas, señalando la torre con la barbilla.
La bruja la estudió desde su senda.
—No. No queda nadie vivo dentro.
Apareció Dedos, que les hizo una reveladora señal. Nos han visto.
Se acercaron al muro de la torre y la rodearon. Allí, ladera abajo, junto a una entrada abierta con hechicería que llevaba a una senda grisácea agitada (¿Caos?), los expulsados. Shell reconoció a la maga dalhonesia Mara, con su montaña de rizos, y a Shijel, que prefería dos espadas y siempre se había creído capaz de rivalizar con Penas. Otros se metieron por el portal y desaparecieron ante sus ojos.
En último lugar, con su larga armadura negra resplandeciente que parecía una cota de malla, Despellejador, sosteniendo un cofre con adornos plateados.
Barras abandonó el refugio a la carga y bajó la ladera saltando a grandes zancadas de peñasco en peñasco como una especie de felino depredador.
—¡Despellejadorrrr! —rugió por el camino.
—¡Barras! —chilló Penas y luego—: ¡Mierda! —Y salió corriendo tras él. Todos los siguieron, bajando precipitadamente por las escarpadas rocas.
El yelmo de Despellejador se giró de golpe y después se echó hacia atrás cuando lanzó una carcajada.
—¡Barras! ¿Eres tú? ¡Tienes la misma pinta que la mierda del Embozado!
Mara y Shijel hicieron una pausa, pero Despellejador les indicó que entraran y desaparecieron. Él dio un paso atrás, justo al borde del destellante portal, mientras Barras se acercaba. El yelmo se ladeó, el hombre estaba calculando el momento preciso.
—Así que los perdiste a todos, ¿eh, Barras? —exclamó—. Siempre fuiste la muerte para tu gente… —Y, con una carcajada, retrocedió y desapareció justo cuando Barras se abalanzaba sobre él.
La entrada se esfumó con una ráfaga de aire. Barras yació retorciéndose al borde del agua, gruñendo, golpeando las piedras. Los otros se reunieron allí con él, con las armas en la mano. A Shell el corazón se le había disparado en el pecho. ¡Despellejador! Desde su senda, el aura del hombre le había parecido incluso más fuerte que la última vez. En cuanto al cofre… la imagen, apenas vislumbrada a toda prisa, de la asombrosa potencia que llevaba en el interior seguía dejándole luces brillantes en los ojos.
—¿Qué puñetera senda era esa? —gruñó Barras desde el suelo.
—La del dios Tullido —dijo Shell—. Despellejador se ha unido a su suerte. Los lectores de la baraja de los Dragones afirman que el dios Caído lo ha hecho rey de su nueva Casa, la Casa de Cadenas.
Barras se levantó de un tirón y se abrazó el pecho; la angustia le crispaba la cara.
—Así que es su chico de los recados.
—¿Y lo del cofre? —preguntó Lazar.
—Un fragmento de la entidad que se hace pasar por la Señora —dijo Shell.
—¿Un fragmento? —repitió Penas, alarmado—. ¿Como en el otro nombre del dios Tullido… el dios Fragmentado?
Dedos se sentó con gesto pesado en un peñasco.
—¡Mierda!
Shell se quedó mirando las aguas oscuras del pequeño lago que rodeaba la isla hasta la capa casi negra de nubes que oscurecía el cielo nocturno, pero sin ver nada de ello. Toda esa fuerza acumulada por el dios Tullido, ¡añadida a él! ¿Qué han permitido aquí? ¿Qué otras catástrofes podrían terminar a sus pies? Sacudió la cabeza en un rechazo mudo.
Lazar se aclaró la garganta.
—Deberíamos irnos.
Penas parpadeó y se zafó de sus pensamientos.
—Sí. Vamos a buscar a Corlo y a Jemain.
—Hay que contarle esto a K’azz —dijo Shell.
Pero Barras negó con un ademán.
—No es nuestra lucha. Nosotros solo queremos a Despellejador.
—K’azz decidirá —dijo Penas, dando por terminado el asunto, y les indicó a todos que se acercaran.
Momentos después, la isla quedó vacía salvo por los cientos de cadáveres, en silencio salvo por las olas confusas que cubrían las rocas. Después, los milanos y los cuervos se reunieron revoloteando por el cielo mientras un ejército de cangrejos blancos llegó revolviendo y trepando a tientas entre las rocas.