11

Cuando no reconoces los errores del pasado, el futuro se venga.

Autor olvidado

La mañana siguiente trajo nuevos nobles jourilanos. Parecían impacientes por poner en evidencia a sus hermanos del día anterior con una carga asesina que barrería por fin a esa chusma hereje del campo de batalla. Ivanr, agotado y dolorido de las luchas de la noche, se preguntó si quizá tanta confianza no iba desencaminada.

Lo observaba todo desde el muro. A esas alturas ya se había dado cuenta de que su lugar no estaba en las filas. Eran demasiados los que miraban hacia él en busca de consuelo y unos consejos que, por más que lo intentaba, sentía que no podía ofrecer. Pero ellos seguían mirando, así que debía estar allí, aunque se sentía un fraude y temía fallarles de algún modo y traicionarlos a todos.

Una vez más, a la impresionada infantería imperial y las compañías de mercenarios contratados se les dejó que buscasen su camino. Quien estuviera al mando parecía no tener ni idea de qué hacer con ellos, aunque a esas alturas esa persona parecía comprender que, de algún modo, eran necesarios. La caballería noble hacía caso omiso de los soldados de a pie y ya había demostrado que estaban dispuestos a pisotearlos si se los encontraban en medio.

Los piqueros de la Reforma marchaban una vez más a enfrentarse al desafío. Ivanr sabía que les iría mejor quedándose detrás de las murallas alzadas de su fortaleza instantánea, por muy frágiles que pudieran ser sus maderas, pero no salir equivaldría a una rendición. Eran ellos los que tenían que demostrar su valía.

Examinó las filas con los ojos en busca de la enseña de algún comandante. El estandarte de Carr estaba allí junto con los colores de la brigada. Pero ¿qué había de Martal? ¿Qué iban a hacer? Todo el mundo debía de estar buscándola. De momento, la versión oficial era que estaba demasiado herida para montar, Ivanr se preguntaba cuánto tiempo duraría eso.

En cualquier caso, los nobles formados no le dieron a nadie la oportunidad de especular. Casi de inmediato, las primeras filas azuzaron sus monturas. Las formaciones de picas ocuparon largos rectángulos de menos de veinte hombres de profundidad que cubrían una amplia extensión del campo, bastante cerca de los muros de la fortaleza. Ivanr se preguntó si Carr era el que estaba detrás de esa nueva estrategia. La caballería pesada se acercó a paso firme; la infantería imperial se arremolinaba, perdida, en la retaguardia, al parecer mucho menos impaciente por entrar en acción.

Esa mañana se percibía cierta falta de confianza y vigor en las maniobras de las picas. La ausencia de Martal se dejaba sentir. La caballería que se acercaba también parecía sentirlo: resonó la señal para empezar la carga y cogieron velocidad. Varios cuernos respondieron entre las brigadas de la Reforma y empezaron a moverse las filas de picas, pero estaban confusas e iban lentas. Ivanr se las quedó mirando, se estaba poniendo enfermo al presentir que esa maniobra, un esfuerzo por abrir otro pasillo despejado, no se completaría a tiempo. La peor de las pesadillas se convirtió en realidad cuando la carga de la caballería descendió demasiado rápido como para que todas las filas se enfrentaran a ella de modo uniforme, para que todas las cabezas de picas se presentaran en paralelo y todos los miembros se prepararan.

Un estallido de carne y hierro cuando toneladas palpitantes de músculo arremetieron hasta la retaguardia para irrumpir por el otro lado, las picas apartándose, hombres y mujeres pisoteados. La cuña de nobles, envalentonados, continuó galopando hasta los muros de la fortaleza. Viraron a lo largo de las paredes y lanzaron tajos a los tablones. Un caballo se encabritó y dobló una sección a coces. Ivanr se aferró a un tronco mientras el muro se estremecía por donde él se encontraba. Los arqueros dispararon a bocajarro desde las pasarelas y las plataformas de los carros.

Esa caballería pesada parecía haber venido preparada para esa eventualidad, puesto que sacaron cuerdas que terminaban en nudos corredizos y pequeños garfios. Instrumentos que tiraron por encima del muro. Los defensores lanzaron tajos contra las cuerdas, pero los nobles espolearon sus monturas y esa sección se combó hacia fuera y vaciló. Un desgarro y un estallido enfermizo de la madera anunciaron su caída. Los arqueros saltaron y cayeron dando vueltas. Un gran rugido se alzó a modo de vítor en el campamento imperial.

Sin embargo, un rugido de respuesta se hinchó entre el Ejército de la Reforma, Ivanr se volvió para buscar su fuente: allí, en la plataforma de un carro, con su armadura negra, Martal dirigía la defensa. Pero no era Martal. Alguien con su armadura. Se alzó el cántico: «¡La Reina Negra! ¡La Reina Negra!». La mujer estaba dando órdenes a los responsables de las señales y resonaron los cuernos.

La caballería se volvió y se encontró rodeada. Se dio la señal de acercarse y las cabezas afiladas de las picas y los podones empezaron a avanzar. Los nobles espolearon sus monturas para escapar, pero no tenían espacio para ganar impulso. Solo podían lanzar tajos contra las cabezas de picas que los atacaban. En unos momentos se masacró hasta al último hombre.

Al otro lado del campo de batalla, otra concentración de caballería se estaba formando a toda prisa. Los imperiales habían experimentado el éxito y parecía que tenían intención de terminar las cosas. Se estaba recurriendo a todos los caballos y jinetes que quedaban en esa carga decisiva. Una gran masa oscura de hombres y caballos emprendió la marcha hacia ellos. Hasta las maderas que tenía Ivanr bajo las manos se estremecieron con el temblor del suelo.

Aunque sabía que la mujer que llevaba la armadura de Martal era una simple oficial, Ivanr no pudo evitar dirigir los ojos hacia esa figura oscura que daba órdenes subida a la plataforma del carro que había junto a la brecha; como todo el mundo que comprobaba de forma constante para asegurarse de que estaba allí su amuleto, su talismán contra la derrota. Tenía razón, tenían que verla. Tenía que estar aquí.

Esa última carga total se les echó encima en una marea oscura que se extendió hasta cubrir todo el centro del campo de batalla. Los gruesos rectángulos de piqueros encorvados se prepararon, las picas estáticas, conservando la equidistancia entre las puntas afiladas que les habían inculcado en los ejercicios de adiestramiento día tras día, mes tras mes.

Las piezas de hierro sueltas y las maderas vibraban con el avance. Tanto encima del muro como dentro, los arqueros que llenaban el interior del campamento, apuntaron al cielo con las flechas preparadas. Todos los ojos se dirigieron a Martal, el brazo listo, a la espera. El brazo bajó de golpe. Un gran siseo ahogó por un momento el trueno de los cascos de los caballos. La andanada dibujó un arco en el cielo, más denso y oscuro que la constante capa de nubes, y descendió abriendo una ringlera por el centro y las filas traseras de la caballería. Pero las filas frontales se salvaron y siguieron cargando con las lanzas en ristre.

El cheurón frontal arremetió contra el denso rectángulo de hombres y mujeres. Ivanr presenció la desaparición de las primeras dos o tres filas, en algunos lugares hasta cuatro; desaparecieron bajo el hierro, el hueso y el impulso despiadado, pero la formación absorbió todo aquel aterrador castigo y resistió. Una segunda oleada se estrelló entonces contra ellos, pero con menos energía, puesto que la carnicería y los restos de caballos y defensores caídos los obstaculizaba. Un sinfín de monturas se derrumbó, tropezando y dando vueltas entre la sangre y las entrañas derramadas.

Los vítores se alzaron en el campamento de la Reforma, pero no duró mucho, los flechazos empezaron a barrerlos: las compañías mercenarias de arqueros y ballesteros habían avanzado para apoyar la carga. Esa vez la caballería no giró en redondo para volver a formar, se quedaron, dejaron caer lanzas y garrochas y desenvainaron las espadas. Estalló una refriega e Ivanr tuvo que contenerse para no saltar el muro y unirse a ella. Era intolerable. Piqueros y piqueras estaban en clamorosa desventaja. Muchos no llevaban ningún tipo de armadura.

Pero un nuevo elemento había entrado en el campo. Una especie de horda de infantería irregular, armada de cualquier manera con lanzas, podones, guadañas y maderos, había tomado el flanco izquierdo y avanzaba cruzando el centro. Asaltaban a la caballería que se interponía en su camino. Ivanr había cogido un escudo y lo había levantado por el aire para alzarse lo más alto posible, ¡la ciudad! ¡Los puñeteros civiles se habían echado al campo de batalla por miles! Mientras él miraba, la indisciplinada masa se abalanzó sobre la caballería desde la retaguardia para vengarse de un modo sangriento y concienzudo. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, tiraban de sus monturas a los nobles con sus armaduras de bandas y les clavaban dagas en articulaciones y visores. Esa sed de sangre despiadada le recordó a Ivanr la aldea por la que había pasado, y tuvo que apartar la vista. A su alrededor, el Ejército de la Reforma vitoreó a sus imprevistos aliados. Incluso los nobles que se rendían, los que arrojaban sus armas (y con toda probabilidad esperaban que los retuvieran para cobrar un rescate), fueron arrancados de sus cabalgaduras y hechos pedazos. A esas alturas, la turba comenzaba a volverse hacia el distante campamento imperial y cundió el pánico entre los estandartes brillantes y las tiendas decoradas con alegres colores.

Descendió la muralla para unirse a los seguidores del campamento y arqueros de la Reforma que se derramaban por el campo. Los guardias que le quedaban lo siguieron. Estrechó un sinfín de manos, apretó un sinfín de hombros y perdió toda vacilación a la hora de bendecir a todos los que se lo pedían. La figura de la armadura negra de Martal había permanecido sobre el muro, pero cuando Ivanr miró atrás, había desaparecido. Se preguntó cuál sería la historia. ¿Sucumbiría a sus heridas esa noche? ¿Un empeoramiento repentino?

La carnicería del campo de batalla no dejó prisioneros. Se arrodilló junto a una chica herida, una piquera, una de muchas en las brigadas; en su experiencia, la fuerza bruta que pudiera faltarles a las mujeres lo compensaban con creces con espíritu, valentía y dedicación a la unidad. La chica tenía la pierna destrozada por el muslo, pisoteado por un caballo. Estaba pálida por la conmoción y la pérdida de sangre. Lo único que Ivanr pudo hacer fue cogerle la mano embarrada mientras se le iba escapando la vida. Le quitó el pelo húmedo de la cara.

—Ganamos —le dijo—. Ganaste. Se acabó. Se terminó.

Entre la niebla de conmoción que la aturdía, la chica esbozó una sonrisa soñadora y asintió. Después articuló algo y él se arrodilló para intentar escucharla.

—Matadlos a todos…

El hombre se encogió por un instante y, al alzar la vista, vio una figura conocida. Era el viejo peregrino, Orman, apoyado en su bastón retorcido. Sin embargo no estaba solo, lo rodeaba una multitud de civiles y era obvio que el que estaba al mando era él. Orman se inclinó ante él.

—Saludos, libertador.

—Tú pareces ser el libertador en este día.

Un modesto asentimiento de la calva sudorosa.

—La ciudad de Anillo es nuestra. Tu ejemplo volvió las tornas.

—Ya veo. —Empezaba a entender las palabras de la hermana Gosh. Ese día la lucha había sido para ganar algo mucho más importante que una simple batalla. ¿La confianza de un pueblo? ¿Cuándo se convierte el movimiento en institución? ¿El rebelde en gobernante? ¿Cuándo llega ese punto en el que todo cambia? Al parecer podía ocurrir sin que uno se diera cuenta siquiera. La mueca cínica de los labios de Ivanr desapareció y bajó la voz.

—En cuanto a Martal…

Orman asintió.

—Lo sé. He estado en contacto todo este tiempo. Ahora es cosa tuya, Ivanr. Tú portas nuestro estandarte.

—No. —Bajó los ojos: la chica estaba muerta. Le dejó la cabeza en el suelo con suavidad y después se levantó. Pero el anciano no se dejó amilanar. Su mirada se había endurecido y lo ponía nervioso.

—Sí. Ya no tienes alternativa.

—No te gustará.

El anciano se inclinó

—No soy quien para juzgar. Tú eres el libertador.

—Entonces detén las muertes. Ya ha habido más que suficientes.

Orman se inclinó otra vez.

—Daré la orden. Pero hay riesgos. El pueblo quiere venganza. Hay entusiastas que piden la limpieza de todos los seguidores de la Señora…

—No. ¡Nada de eso!

La lengua del viejo surgió para humedecer los labios. Cogió bien la empuñadura del bastón, incómodo.

—Haré todo lo que pueda para hacer cumplir tus deseos, libertador.

—Hazlo. —Ivanr lo despidió y se dirigió a la tienda de Martal. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Ya se había desatado el último rumor? Rodeado por miles de jubilosos veteranos del Ejército de la Reforma que vitoreaban, Ivanr se sintió de repente total y completamente solo.

La muy disminuida flota de dromones azules moranthianos y la mezcla de buques de guerra falari y talianos avanzaban a buen ritmo hacia el oeste, cruzando el estrecho de Caída y subiendo por los Estrechos, o estrecho de la Grieta. Los fuertes vientos constantes del mar de las Tormentas les permitieron hacer el viaje en dos días y dos noches. Nok y Torbellino estudiaron durante horas los antiguos mapas de la región y abogaron por desembarcar más al oeste, hacia Elri, pero Melena Gris se mostró inflexible: el desembarco tenía que ser al sur de Kor, pegados a las montañas de la Barrera. Los almirantes al final apelaron a Devaleth, pero esta no pudo ayudarlos.

—La verdad es que no conozco esta costa —tuvo que admitir—. Aunque he oído que es escarpada.

Nok se apartó de la mesa baja de su camarote.

—Ahí lo tienen. Inadecuada para un desembarco, estoy seguro.

—Sobre todo cuando puede ser reñido —añadió Torbellino.

Pero Melena Gris no cedió.

—Tiene que ser aquí. Nos estamos acercando. El desembarco debe seguir adelante. —Miró al último miembro del mando presente: el puño Khemet Shul—. Diríjase al interior, tome control de las tierras altas. Utilícelas como base. Retírese a Katakan si es necesario.

El hombre achaparrado asintió. La luz de la lámpara sacaba reflejos dorados de su calva despuntada.

—Entiendo.

Devaleth fue mirando de un rostro a otro: los dos almirantes reticentes, el puño rotundo, sin inflexiones, y el puño supremo gruñón y enroscado. Le apeteció chillar «¿Cómo podéis hacer esto?», pero sabía que la despacharían sin más. Era mejor tragarse el pavor, seguir el juego y hacer todo lo que pudiera para mitigar el desastre inminente.

—Eso es todo, pues —dijo Melena Gris, cruzado de brazos—. Un asalto al amanecer.

El puño Shul hizo un saludo militar.

—Señor. —Se inclinó y fue a ocuparse de los preparativos.

Devaleth también se inclinó.

—Intentaré descansar un poco, entonces.

Los tres le desearon que durmiera bien. Cuando cerró la puerta del camarote, el almirante Nok estaba haciendo té.

Una vez fuera, Devaleth se apoyó en la barandilla de una regala. Ya era más de medianoche y estaban pasando junto a los últimos picos de la cordillera de la Barrera, que se alzaba al norte de ellos en la noche como una serie distante de dientes desiguales. El mar estaba en calma, aunque los vientos soplaban con fuerza. Y esos vientos la helaban, procedían del mar de las Tormentas y portaban una insinuación de los propios jinetes.

De la forma más retraída posible, Devaleth se abrió para buscar pasivamente su senda Ruse. La respuesta casi la aplastó. Poder puro y revuelto, tenso de anticipación. Algo viene. Ruse lo percibe, o lo transmite, como la hinchazón grávida de poder antes de su liberación. ¿Qué es? ¿Nuestra destrucción? Sea lo que sea, es inmenso; hay poder aquí para quien apetezca de él, más de lo que me atrevería a acumular jamás, o de lo que sospecharía siquiera que fluía para quien lo quisiera tomar.

Se retiró. Lo que más la asustaba era el temor de que, antes de que concluyera el día de mañana, quizá la empujaran a estirar el brazo y cogerlo.

El día amaneció con la flota acercándose a la costa por un frente amplio. Por el lado del buque insignia del almirante Nok, el Estrella de Unta, a Devaleth le parecía que esos malazanos y moranthianos habían agotado todos sus trucos y estratagemas cuando habían dejado atrás a las fuerzas skolati y mare, y lo único que les quedaba ya era un asalto puro y duro.

Entraron al socaire de la cordillera de la Barrera y muchos navíos tuvieron que sacar los remos para continuar hacia la orilla. Estaba claro que la costa rocosa era demasiado escarpada como para que los barcos anclaran cerca, así que las tripulaciones prepararon lanchas. En tierra ardían hogueras y Devaleth distinguió barreras de maderos y concentración de tropas. Los roolianos. Era obvio que Yeull también había llegado a la conclusión de que ese tramo de costa era el lugar crucial para el desembarco.

Los navíos se arrimaron a la orilla todo lo posible. Los cúteres y las balandras más pequeñas comenzaron a transportar a cuantos soldados podían aglomerarse a bordo. El agua seguía siendo demasiado profunda para que los hombres y las mujeres saltaran a ella. Y entonces una cortina de flechas los recibió, dibujando un arco que salía de la concentración de arqueros. El estómago de Devaleth se encogió al ver que las tropas se retrasaban mientras se preparaban lanchas y todo tipo de botes de remos. ¡Eran blancos tan fáciles!

La costa era extremadamente rocosa y peligrosa por allí y solo los botes más pequeños se atrevían a acercarse, así que solo un puñado escaso de soldados podía desembarcar en un momento dado. Las partidas se dirigían trabajosamente a tierra en grupos de cinco y diez, con el agua que les llegaba a la cintura y, ante los ojos de Devaleth, un número arrollador de defensores salió de un salto de detrás de troncos caídos y rocas y se lanzó a la carga. La bruja vio barcazas enteras de infantería derribadas de una en una antes de poder escapar del empuje de las olas.

¡Qué catástrofe! Y todavía no se han metido los korelrianos en faena.

Y entonces, justo cuando la maga no podía imaginarse un desastre mayor, surgieron en la orilla baterías de mangonelos, catapultas y onagros. Un aluvión de proyectiles bajó en picado de las armas ocultas. Devaleth dio un salto, estremecida ante la visión de aquella andanada. Observó paralizada, sumida en una especie de fascinación suspendida, las piedras que descendían con un rugido entre la flota anclada. La mayor parte golpeó solo agua, aunque levantó inmensos chorros de espuma. Pero unas cuantas encontraron objetivos y perforaron cubiertas y cascos. ¡Esto es una locura! ¿Dónde estaba Melena Gris? ¡El muy idiota! ¡Yeull los estaba esperando!

Pero una vez más Devaleth había olvidado a los moranthianos. Comenzaron a responder las máquinas que habían arrojado tanta muerte y destrucción entre la flota mare. El color del amanecer se transformó en un rojo anaranjado cuando una gran cortina de proyectiles en llamas salió, trazando un arco, de los navíos azules. La bruja observó, igual de fascinada, esa andanada que pasaba por encima de la orilla inmediata y aterrizaba a sus buenos cien pasos del borde de los acantilados de arena que enmascaraban la costa.

Brotó una tormenta de fuego que rodó con grandes llamas ondeantes y humo negro. Se extendió en grandes curvas de incendiarios que se estiraban como garras, y los estallidos secundarios esparcían el infierno todavía más lejos. La explosión alcanzó a Devaleth como un corrimiento de tierras distante o una catarata titánica. La arrancó del embrujo de esa erupción los soldados que la empujaron: el Estrella de Unta estaba descargando su cuerpo de infantería, de alrededor de cuatrocientos soldados, en botes y chinchorros.

El humo había empezado a velar la orilla. Oleada tras oleada de infantería de los ejércitos Cuarto y Octavo se aupaban por los lados de los botes y vadeaban la zona de muerte donde rompían las olas entre rocas y bolsas de playa de grava. Devaleth no terminaba de distinguir si se había conseguido afianzar alguna posición. Los cuerpos que no se habían hundido flotaban en el agua y atestaban la rompiente como madera de desecho.

Troquelaba el humo un aluvión continuado de las máquinas de defensa, solo que habían empezado a apuntar más alto para caer a más corta distancia, entre los botes atestados y los grupos de hombres. Grandes chorros salían disparados hacia el cielo con cada impacto, arrojando soldados por el aire como si fueran trapos. Unos pocos alcanzaban botes y los hacían estallar en una gran erupción de astillas de madera y cuerpos desintegrados.

Una mano cogió a Devaleth por la parte superior del brazo y ella dio un salto, jadeando. Era Melena Gris.

—La estaba llamando —le dijo.

La mujer tragó saliva, con el corazón disparado.

—Lo… lo siento. Es que… ¿Las cosas están tan mal como parecen?

El hombretón hizo una mueca de comprensión.

—No pinta nada bien… no hay forma de evitarlo. ¿Atacar una costa hostil? Solo se puede presionar y seguir presionando. Ahora es cosa de las tropas, no pueden retroceder. —Miró la orilla, los ojos pálidos del color del cielo—. Pero tienen toda mi confianza. —Su mirada volvió a posarse en la mujer—. Ahora tengo que pedirle algo, maga suprema.

—¿A mí?

—Un viaje por su senda. Se me necesita en otra parte.

—¿Qué? —La bruja señaló la orilla—. ¿Pero qué hay de esto? ¡Se le necesita aquí!

El puño supremo negó con la cabeza.

—No. Esto ya no es cosa mía. Solo puedo mirar. Nok y Shul tienen sus órdenes y se ocuparán de todo. Debo irme… Créame.

—Pero la Señora…

Los labios se crisparon en una sonrisa.

—Estamos en el agua, maga.

Ella suspiró como si reconociera la derrota.

—Muy bien. ¿Adónde?

—Al oeste. Ya lo avisaré. De hecho, puede que lo perciba usted misma.

—De acuerdo. Al oeste. Si no queda más remedio. —Lo cogió por el antebrazo—. Dioses, hace siglos que no hago esto. —Se estiró en busca de Ruse… y entró.

Se encontró en una llanura inundada, de pie, con el agua por las pantorrillas. El cielo estaba despejado, de un color azul profundo. Melena Gris estaba con ella, vestido con su pesada armadura de bandas de hierro, el yelmo subido y las manos embutidas en guanteletes enganchadas en el cinturón.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé. —Devaleth dibujó un círculo completo: una llanura desolada en todas direcciones. El agua era fétida, espesa por los sedimentos y la suciedad. El hedor era nauseabundo.

—¿Por dónde? —preguntó Melena Gris, que hizo una mueca al notar el olor.

—Por aquí. —La bruja echó a andar con esfuerzo entre la inundación. Tenía que arrastrar las túnicas empapadas.

Llegaron a una colina larga y baja, como una morrena, y allí, empujada contra su costado, yacía una gran fila de cosas pálidas, como una marca de la marea. Al principio le parecieron criaturas marinas varadas, focas o marsopas, pero cuando se acercaron la horrible verdad le clavó las garras y las arcadas la hicieron doblarse. Melena Gris la sostuvo.

—Que el dios del Mar nos proteja —consiguió decir mientras escupía y jadeaba—. ¿Qué ha sucedido?

—Soy yo —dijo entre dientes Melena Gris, tenía la voz tomada por la emoción contenida—. Una advertencia, o una lección, de Mael.

—¿Una lección? —La mujer lo estudió de nuevo—. ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí?

El hombre intentó hablar, apartó los ojos, parpadeó para espantar las lágrimas y volvió a intentarlo.

—Voy a hacer algo, Devaleth. Algo de lo que llevo décadas huyendo. Algo que me aterra.

La bruja retrocedió, chapoteando entre aquellos bajíos contaminados.

—¡No! —Una sospecha vertiginosa se había apoderado de su pecho, incapaz de respirar—. ¡Empuñapiedras! ¡No! ¡No lo haga!

—Hay que hacerlo. Siempre lo he sabido. Yo… era incapaz de reunir el valor, la determinación. Pero ahora me doy cuenta de que no hay elección.

Devaleth señaló los cadáveres hinchados, putrefactos, hombres, mujeres, niños, apilados como escombros.

—¿Y qué es esto? ¡Quiere provocar esto!

Él inclinó la cabeza y después la alzó para mirar al cielo con un parpadeo.

—Hace décadas pusieron ante mí dos espantosas alternativas, Devaleth. Asesinato en masa por un lado, y una atrocidad interminable de sangre y muerte por el otro. ¿Cuál elegiría usted?

—¡Yo buscaría un tercer camino!

—Lo intenté. Créame, lo intenté. —Señaló a lo lejos con un gesto—. Pero no lo ha detenido, ¿verdad? —Y añadió, en voz más baja—. ¿Y de verdad cree que lo detendrá?

Ella tuvo que negar con la cabeza.

—No. No lo detendrá. Pero… el precio…

—Es el único modo de ponerle fin. Todo el mundo está demasiado metido. Hay que pagar un precio.

Devaleth se abrazó como si quisiera contener el dolor que le hinchaba el pecho.

—Yo… lo comprendo. Ya se nos ha pasado el momento de las opciones fáciles. Y ahora, nuestro retraso nos ha acarreado esto.

—Sí.

La bruja inclinó la cabeza. Dioses, no sois más una panda despiadada, ¿eh? Claro que, ¿cómo podéis ser mejores que vuestros devotos? Devaleth echó a andar otra vez.

—Por aquí. Lo percibo. Es inconfundible.

Encontró el punto, una gran corriente que atravesaba la riada donde el poder casi hacía vibrar el agua. Allí los sacó de la senda y aparecieron en los bajíos de una playa larga y ancha que llevaba a una costa boscosa.

Melena Gris se volvió hacia ella.

—Se lo agradezco. No tenía que…

Ella desechó el comentario con un gesto.

—Lo entiendo. Es hora de tomar decisiones difíciles. Y ahora me hago cargo de por qué apartó a todo el mundo. A su amigo Kyle. A nosotros. Todos nosotros.

El comandante hizo una mueca.

—Hable con él por mí, ¿quiere? Yo… no podía decírselo.

—Sí.

—Y preséntele mis disculpas a Rillish. Ha demostrado su valía. Se merecía algo mejor.

—Lo haré.

—Bien. Se lo agradezco. —Echó a andar playa arriba, se giró—. Mañana. Tendrán hasta mañana. Suba a todo el mundo a las colinas, y ocúpese de Nok. Está en sus manos.

—Sí. Le desearía buena suerte, pero no soy capaz. Lo siento.

El puño supremo asintió.

—Adiós. Que tenga mucha suerte. —E inclinó la cabeza en una especie de saludo.

Devaleth se quedó observando hasta que el hombre desapareció en el bosque de ese trozo de costa anodina. Un bosque que pronto quedará barrido por completo si ese hombre tiene éxito, cosa que tampoco está garantizada.

Invocó a Ruse y regresó a su senda.

El viaje de vuelta transcurrió sin incidentes. La estela baja permanecía, ya fueran los restos de una riada, una inundación procedente de un temblor de tierra o algo parecido. No lo sabía. Evitó la morrena, pero tropezó con cadáveres encharcados, hundidos en el agua. Aunque se les estaba desintegrando la carne en una nube alrededor de los huesos, esos cuerpos parecían inusuales: muy gráciles, los huesos curvados de un modo extraño, el cráneo estrecho, los miembros alargados. Muy pálidos, por supuesto, producto del blanqueamiento del agua. Pero, aun así, de una palidez extrema.

Inquieta, la bruja se apresuró. Cuando su percepción de la senda le dijo que había encontrado el lugar de entrada, extendió los sentidos una vez más.

Y accedió a un torbellino de ruido, humo y gritos. Los muertos malazanos alfombraban la zona intermedia de piedras y charcos, rodeados de algas. Los soldados se encogían en busca de refugio entre las rocas. Las flechas y los cuadrillos de ballesta pasaban como rayos junto a ella, que se apresuró a alzar un escudo de Ruse para desviarlos. Las lanchas y los chinchorros asfixiaban la orilla, abandonados o medio hundidos.

¿Qué está pasando? ¿Por qué seguían allí?

Furiosa, chapoteó hasta la multitud más cercana de soldados.

—¿Qué estáis haciendo? —exigió saber.

La tropa se la quedó mirando con la boca abierta. Uno, un sargento a juzgar por la banda del brazo, le dedicó un apresurado saludo militar.

—Disculpe, maga suprema, señora. Son esos acantilados de la orilla. Sus arqueros hacen retroceder todas las cargas.

Devaleth estudió los acantilados: unas tres brazas de suelo margoso, sin asideros ni brechas.

—Muy bien. Parece que no os vendría mal algo de ayuda.

El sargento dio unos codazos a los soldados que tenía cerca.

—Sí, señora. Un intercambio equitativo, siempre.

—Preparaos…

Ruse la llamaba. Prácticamente le cantaba. Sí, sí, respondió ella. Así sea. Extendió los brazos para abarcar un frente lo más ancho posible. Ven. Cruza corriendo. Álzate. Tiró de las aguas que tenía detrás, instándolas a hincharse, una gran ola o frente que se elevara por los aires. Percibió los enormes dromones azules y los buques de guerra anclados detrás en la bahía como juguetes diminutos rebotando muy por encima de su conciencia. Y empujó.

Chillidos de alarma resonaron a su alrededor, pero no se giró.

Una inmensidad se inclinaba tras ella ascendiendo de modo inexorable. El peso era imposible, pero permitió que fluyera a través de ella, que avanzara, prometiendo la liberación justo delante. Una ola la cogió por detrás, trepó por su cuerpo y siguió subiendo cada vez más. Percibió los botes y chinchorros levantándose por el cielo, hombres y mujeres suspendidos por un instante, su volumen hacía de contrapeso, y después impelidos como con una patada.

La ola golpeó el acantilado como un maremoto y el impulso la llevó hacia arriba, hinchada, alzándose. Bañó el borde y se llevó con ella a todo el mundo, en ese tramo del desembarco, para estallar de repente en una gran liberación de la presión que lo inundó todo antes de retirarse sin prisas.

La ola se hundió a su alrededor, la dejó empapada, agotada, y se dejó caer sobre una roca. El agua se precipitó alrededor de sus rodillas y volvió a cargar hacia el mar arrastrando el suelo margoso con ella; al alzar la vista vio el acantilado erosionado y convertido en tiros de chimenea por los que corría el agua como pequeñas cataratas. Una enorme lancha, de unas dos brazas de longitud, se balanceó en el borde del acantilado antes de deslizarse hacia atrás, vacía.

Las tropas del Cuarto y el Octavo llegaron chapoteando por ambos lados, cargando, vitoreando, animándose unos a otros a continuar. La carga se hizo más densa, un raudal constante de soldados cuando el desembarco entero convergió en esa brecha para trepar con uñas y dientes por la ladera. Al levantar de nuevo la cabeza, una guardia de soldados la tenía cubierta por una barrera de escudos superpuestos. Se frotó una humedad pegajosa que tenía sobre la boca y sacó la mano llena de sangre. Le sangraba la nariz, por supuesto.

Un rato después, los que se habían convertido en su guardia de honor se irguieron, hicieron un saludo militar y, tras inclinarse ante ella, se alejaron a la carrera. Devaleth se volvió y vio al almirante azul, Torbellino. El moranthiano le envolvió los hombros con una manta.

—Maga suprema —empezó a decir, había asombro en su voz—. Estoy maravillado. Si lo hubiera sabido… nos habríamos limitado a apartarnos mientras usted despejaba el camino.

La bruja negó con la cabeza.

—No fui yo. Yo me limité a aprovechar algo que mora en el interior de Ruse. Algo tan inmenso que la mera posibilidad permitió esto.

El almirante azul ladeó el yelmo.

—Confieso que no entiendo. ¿Tiene que ver con las últimas órdenes del puño supremo?

—¿Cuáles eran?

—El puño Shul debe dirigirse al interior, tomar el terreno alto. La flota debe retirarse de la costa.

Devaleth se levantó de un salto y se bamboleó aferrada a la manta.

—¡Sí! Eso es. Debemos retirarnos al centro del estrecho. Shul se llevará las tropas. Él, todos nosotros, tenemos hasta mañana.

El almirante se inclinó.

—Terminaremos de descargar lo antes posible, entonces. ¿No quiere regresar al buque insignia?

La bruja asintió con alivio. Dioses, sí. Puedo sentirla empujándome. Rabiosa. Llena de odio y veneno. Mejor salir de aquí lo antes posible.

Dio un paso y se habría derrumbando si no la hubiera cogido el almirante por el brazo. Mareada, le dio las gracias. El moranthiano llamó a unos guardias con la mano y les ordenó que la trasladaran al buque insignia. A pesar de lo mucho que le desagradaba mostrar debilidad, Devaleth les permitió acompañarla al bote más cercano.

—¿Qué quieres decir con que no está aquí? —El jefe supremo Yeull se quedó mirando a Ussü como si fuera de algún modo responsable—. ¡Este es su desembarco! ¡Su momento! ¿Por qué no iba a estar aquí? —La mirada del hombre salió disparada por la tienda, enfebrecida, salvaje—. ¿Dónde está? ¡Hay que encontrarlo! —Los ojos, muy blancos alrededor, encontraron a Ussü—. ¡Tú! ¡Encuéntralo tú! ¡Te lo ordeno! ¡Encuéntralo y destrúyelo!

Ussü tomó aliento para disentir, pero una sola mirada al hombre encorvado sobre el brasero, las mantas y un manto de piel envolviéndole los hombros, las manos casi crepitando sobre las brasas, lo convenció de que no debía discutir. Se inclinó.

—A su servicio.

El otro lo miró como si lo sorprendiera su presencia.

—¿Qué? ¡Sí! ¡Vete! —Y echó a Ussü con un ademán.

Fuera de la oscura tienda de mando, Ussü se colocó bien las túnicas y pensó en el estado cada vez más deteriorado del jefe supremo. Siempre fue inestable… pero ahora, ¿quién sabe qué capricho podría apoderarse de él? La situación no promete mucho. Aun así, están ahí, en Korelri. Si esos malazanos consiguieran siquiera un mísero asidero, romperían contra el muro como una ola poco profunda. Cruzó hasta su tienda y se metió dentro. Sus ayudantes, soldados roolianos, seguían limpiando la sangre de sus anteriores esfuerzos. Uno estaba echando serrín en el suelo desnudo. El cadáver ya había sido envuelto y se lo habían llevado de allí. Cómo se burlaba de él la Señora por aferrarse a esas muletas. Pese a todo, seguía siendo reticente a arrojarse por completo en sus manos.

—¿Otro prisionero, mago? —preguntó un ayudante.

—No. Eso es todo por ahora. —No había necesidad de hacer una nueva adivinación. Melena Gris no estaba allí, eso era seguro. Entonces, ¿dónde estaba aquel hombre? A él también lo inquietaba no poder encontrarlo. ¿Qué estaba tramando? Si tuviera suficiente poder a su disposición, podría localizar al tipo, pero no poder sacado de la Señora, todavía no. Aún no estaba tan desesperado. Pero quizá de otra fuente…

—Necesito un caballo —le dijo a un ayudante—. ¿Tenemos alguno?

—Cruzamos con unos pocos, señor. Para mensajes.

—Muy bien. Prepara uno.

El hombre se inclinó y se fue. Ussü empezó a guardar un juego de cestos. Si los malazanos conseguían un asidero, entonces sería una batalla para la infantería, saltos entre setos y escaramuzas puerta a puerta. No su campaña. Parecía que el jefe supremo le había dado su misión y, si lo pensaba, era importante. Ese hombre, Melena Gris, Empuñapiedras, debía de estar planeando algo, y él, Ussü, otrora mago supremo de la Señora, era el único que tenía alguna mínima posibilidad de localizarlo.

Salió, le acercaron el caballo y montó. Deseó a los hombres buena suerte y se precipitó hacia el interior. Estaba a unas cuantas leguas de distancia, trepando por la suave pendiente de la colina, cuando algo tiró de él desde el estrecho. Algo se acumula. Frenó y se volvió. Se protegió los ojos con las manos, podía distinguir apenas los lejanos buques de guerra azules y talianos anclados en la bahía. ¿Qué están tramando? Entonces lo sintió: la pujanza literalmente lo echó hacia atrás. Oh, dioses, ¿qué era aquello? ¿Ruse despertándose? ¿Un ascendiente había acudido al campo de batalla?

Una gran ola se hinchaba en la bahía y se precipitaba hacia la costa. ¡Esa renegada maga mare! ¡Estaba despejando la orilla! ¿Dónde había obtenido semejante poder? Mucho. Demasiado para que él pudiera disputárselo. Esa era una batalla que debía dar por perdida. La costa era suya, pero era la primera y última jugada de aquella mujer. Él todavía tenía muchas más. Giró las riendas con un tirón y se dirigió al interior todo lo rápido que pudo azuzar al caballo.

Warran llevó a Kiska a través de Sombra; cómo lo hizo, la chica no estaba segura. Se limitó a invitarla a caminar hasta la parte posterior de la tienda, sumida en la oscuridad, y de repente ella se encontró internándose en sus dimensiones. La penumbra se iluminó entonces con la bruma conocida de la región de Caos y Kiska se volvió hacia su compañero.

—¿Dónde estamos?

—En el umbral de la propia espiral. —El bajito entrelazó las manos al frente—. En cuanto a mí, no tengo deseo alguno de seguir adelante.

—Pero estaba oscuro…

—Para los que miran desde fuera, sí. Al parecer, los del interior crean sus propias condiciones locales.

Kiska miró a su alrededor, insegura.

—Me parece que no te entiendo…

El anciano sacerdote ladeó la cabeza.

—Algunos dicen que cada conciencia es como una semilla. Quizá sea cierto. Sé de pequeños reinos de bolsillo que actúan de ese modo. Quizá creamos los nuestros… durante un tiempo. Ahora comprendo por qué los liosan quisieron venir en tal número. Sus condiciones locales serían mucho más fuertes, y más perdurables.

—¿Perdurables?

Warran asintió, muy serio.

—¿No creerás de verdad que puedes prevenir los efectos de la erosión para siempre, no? Al final te consumirá. —Se llevó un dedo a los labios—. O quizá flotarás en la nada, soñando eternamente… Hmm. Un problema interesante…

Kiska se quedó mirando a aquel tipo desaliñado.

—¿Se supone que eso me tiene que tranquilizar?

Warran parpadeó.

—¿Te tranquiliza? Desde luego a mí no me tranquilizaría.

Exasperada, Kiska alzó los brazos y dibujó un círculo completo.

—Bueno, ¿en qué dirección debería ir?

—La verdad es que no creo que importe mucho. Aquí, todas las direcciones llevan al centro.

—Todas las direcciones llevan… ¡eso no tiene ningún sentido!

El sacerdote frunció los labios y ladeó la cabeza.

—Podrías decir que tiene su propia lógica… solo tienes que aprender a pensar de forma diferente.

—Da la sensación de que ya has hecho esto antes.

Las enmarañadas cejas canosas se alzaron con gesto sorprendido.

—Estamos perdiendo el tiempo. Será mejor que empieces a buscar. —Alzó un dedo—. ¡Ah! Me tomé la libertad… —Metió la mano en sus túnicas sucias y desgarradas y sacó el bastón de Kiska.

Muda de asombro, la chica lo aceptó, después se quedó mirando el bastón y luego al sacerdote: el objeto era más alto que él.

—Cómo…

El hombrecito le dijo adiós con la mano y echó a andar.

—Cuídate —le gritó por encima del hombro—. ¡Recuerda la lógica! —Solo había dado unos pasos cuando desapareció.

Kiska se lo quedó mirando con los ojos guiñados. ¿Era ese el borde de su propio espacio personal? La idea la inquietó. Apretó el bastón en las manos y sintió que su familiaridad le daba valor, después echó a andar en dirección contraria a la que había tomado el sacerdote.

No tuvo sensación alguna del paso del tiempo, por supuesto. Podría haber sido un momento, o un día, pero al final el cielo se oscureció, pareció cerrarse hasta que se encontró avanzando a la carrera bajo un cielo nocturno en el que ardían estrellas que no mostraban constelación alguna que ella conociera. A ambos lados el terreno descendía en pronunciadas pendientes que bajaban a un abismo igual de oscuro, dejando solo una estrecha pasarela, y allí había alguien esperándola.

Era Jheval-Leoman, de brazos cruzados, una mirada casi avergonzada en el rostro curtido por el viento. Kiska observó que una vez más lucía sus manguales en el cinturón… ¡Ese maldito sacerdote! Bajó el bastón.

—No te acerques.

Él alzó las manos abiertas.

—Kiska. Por mi parte te aseguro que no busco venganza. Créeme. Mi única motivación es que los malditos malazanos me dejéis en paz.

Le hizo un gesto para que echara a andar por delante de ella.

—Eso dices tú. Pero no puedo confiar en eso, ¿no?

El guerrero dejó escapar un largo suspiro y los brazos cayeron poco a poco.

—No. Supongo que no. —Caminó antecediéndola—. He estado pensando en lo que me contaste sobre esta manifestación, y estoy preocupado. Dijiste que Tayschrenn no creó esto…

—¡Agayla no me engañaría! ¡Confío plenamente en ella!

Él se volvió y siguió caminando de espaldas.

—Kiska. No puso objeciones a mi presencia…

La joven se detuvo. Las objeciones atestaban su garganta, pero ninguna podía escapar. ¿Habían engañado a Agayla? Ni hablar. ¿No lo sabía? ¿La reina de los Sueños, ignorante? Incluso menos probable. Y sin embargo… ¿cómo pudo aceptar a ese criminal? ¿Nada menos que un asesino de masas?

Una forma oscura captó su atención algo más adelante. Una figura echada en el suelo, una figura que vestía túnicas oscuras y desgarradas. ¡Tayschrenn! Se precipitó hacia allí.

—¡Kiska! ¡Espera!

Cayó de rodillas junto a la figura, un hombre mayor echado de espaldas, delgado, con largo cabello gris.

—¡Tayschrenn! —Le tocó un hombro—. Soy yo…

La figura se giró. Y le atenazó la muñeca. Kiska se lo quedó mirando, aturdida. No era Tayschrenn. El hombre se levantó, la mano que encerraba la muñeca femenina era de una fuerza inhumana. Estaba moreno por el sol, con una gran nariz ganchuda y unos brillantes ojos negros.

—¿Y tú eres? —dijo entre dientes en un taliano con marcado acento.

Kiska no podía hablar, no podía pensar. Imposible. Todo esto… imposible…

Los ojos ávidos se desviaron y entrecerraron.

—¿Y quién es este?

Kiska siguió la mirada hasta Leoman, que se había arrodillado y se inclinaba.

—Levántate —rezongó el hombre.

Leoman se incorporó y dobló la cerviz en señal de obediencia.

—Saludos, Yathengar. Falah’dano, sacerdote de Ehrlitan. Los siete nos bendicen.

El hombre, Yathengar, apartó a Kiska de un empujón. Dio un paso inseguro con el ceño fruncido.

—¿Leoman? ¿De verdad? Leoman… ¿el paladín de Sha’ik? —Cogió los hombros de Leoman y se echó a reír—. No es tan fácil deshacerse de los siete dioses, ¿eh? ¡Cómo deben de haber intrigado para reunirnos! Regresaremos, tú y yo. ¡Las Siete Ciudades se alzarán en llamas! Serás mi general. Los destruiremos.

Leoman se inclinó otra vez.

—Soy suyo para lo que ordene.

A un lado, un potente brillo alteró la uniformidad de la isla, un núcleo de calma en el centro de la espiral. Yathengar miró con el ceño fruncido.

—¿Qué es esto?

Leoman le lanzó a Kiska una mirada de advertencia.

—Tiste liosan, mi señor. Este lugar roza su reino y están aquí para destruirlo.

—Idiotas, mira que desafiarme aquí. Los barreré del lugar como simple escoria.

Leoman había retrocedido un paso.

—Sin duda, mi señor.

Kiska lo miró, ¿qué estaba tramando el muy cabrón? ¿Ha engañado a todos? Ha traicionado a cada amigo, cada lealtad que ha establecido alguna vez, ¿y ahora quería azotar a los liosan con ese chiflado? ¿No había límites para su corrupción? ¿Para él todo no era más que un alegre nihilismo?

Leoman alzó los ojos y miró al cielo. Poco dispuesta a cooperar, Kiska de todos modos alzó la mirada, aunque de mala gana. Y lo vio. Un puntito diminuto con pinta de murciélago que aleteaba encima de ellos.

La mirada de Kiska se volvió de golpe con el corazón en un puño. Su compañero retrocedió otro paso, cauteloso, para apartarse de Yathengar. Ella lo imitó.

—Cuidado, Leoman —le advirtió el sacerdote—. Mira cómo he crecido aquí en poder.

Leoman volvió a encorvarse.

—Sí, mi señor.

Kiska lanzaba rápidas miradas furtivas a su pequeño guía. La criatura descendió tras ellos, donde el terreno caía hacia el abismo oscuro que parecía rodearlos. Desapareció, dibujando un arco que bajó a la sima, y los ojos de Kiska se posaron en Leoman, horrorizados.

Él asintió, la mirada firme, insistente.

Y ella, apenas capaz de respirar, aterrada, asintió a su vez.

Leoman dio una patada y tiró el bastón de la chica por el borde. Yathengar se volvió.

—¿Qué?

Kiska saltó al vacío negro. Un rugido sorprendente estalló a su espalda. Y luego, un bramido de rabia pura.

—¡Leoman!

Al parecer, Leoman no podía evitar seguir fiel a su carácter.

Bakune tenía la sensación de que era el preso más mimado en la historia de las dependencias carcelarias de Banith. Los guardias le pasaban de contrabando comida y vino; las esposas de los guardias le susurraban noticias del campo por la rejilla de la puerta. Hasta el comandante de las dependencias, Ibarth, un hombre que una vez había despreciado abiertamente las sentencias que dictaba en el tribunal, apareció en su puerta para expresarle su horror ante el modo en que lo estaban tratando los malazanos.

—Imagínese —había resoplado el hombre, ofendido—, después de todos los esfuerzos que ha hecho para ser cortés. ¡Estos malazanos son unos bárbaros! —Y le aseguró a Bakune que, si por él fuera, ya lo habría sacado de allí, pero esos malazanos lo habían atado de pies y manos.

El presidiario afirmó comprenderlo y el hombre casi se desmayó de alivio; se limpió la cara sudorosa y arrebolada y se inclinó con gratitud. Poco más tarde llegó la noticia, a través de la mujer de un guardia, de que la resistencia rooliana había nombrado a Bakune patriota de la lucha por la libertad, un título que, por lo menos él, no le encontraba ningún sentido.

A la noche siguiente lo despertó con un sobresalto un traqueteo en su puerta. Un guardia que sostenía un farol la abrió con suavidad para guiñarle un ojo y tocarse un lado de la nariz en una especie de pantomima cómica. Bakune se lo quedó mirando, medio adormilado. ¿Se podía saber qué estaba tramando?

Otro tipo se deslizó dentro, iba envuelto en un manto y llevaba la capucha puesta; una montaña corpulenta de personaje que se sentó a los pies de su jergón. El guardia metió el farol en un gancho y retrocedió.

Bakune miró a la figura.

—¿Y quién es usted?

El hombre se quitó la capucha.

—En serio, examinador, ¿ya no reconoce a los viejos amigos?

Era Karien’el, tan gordo como siempre, la nariz igual de hinchada, si acaso un poco más bronceado.

—Pero ¿qué está haciendo aquí? ¡Es usted un hombre buscado!

—Estaba en la ciudad y pensé que podía sacarlo de este agujero.

Eso silenció a Bakune por un momento. Flexionó el brazo, se lo masajeó e hizo una mueca.

—¿Aquí? ¿En la ciudad? ¿Por qué? Le dije a Hyuke que nada de problemas por aquí.

Karien’el lanzó una risita y alzó las manos.

—Concedido. Los malazanos pueden quedarse con este rincón. —Señaló a Bakune—. Es a usted al que quiero.

—¿A mí?

Karien’el volvió a lanzar otra risita y sacudió la cabeza.

—En cualquier otro lo tomaría como falsa modestia, pero no en usted. Lo conozco. Por eso lo quiero a usted. Necesito un administrador. Uno en el que pueda confiar.

—¿Un administrador? ¿Para qué?

Karien’el perdió la sonrisa.

—¡Dioses, mire que es usted corto, hombre! ¡Para el puñetero reino, para eso!

Bakune se sentó con gesto pesado.

—Hay otros mucho más cualificados…

Karien’el hizo una pedorreta.

—Que la Señora lo perdone, pero está llevando todo esto de la justicia demasiado lejos, coño. ¿Por qué ellos? ¿Por qué no usted? No, en este punto, de lo que se trata aquí es de relaciones. Lo conozco. Por ejemplo, sé que no va a desperdiciar el tiempo de los dos intrigando contra mí. Ni va a intentar socavar mi poder para aumentar el suyo. —El hombre alzó los ojos al techo y suspiró—. No tiene ni idea del alivio que sería eso.

Bakune no terminaba de creer lo que estaba oyendo.

—Pero los malazanos…

—Ni los nuevos malazanos ni los antiguos malazanos tiene los hombres para conservar el reino. Y los dos bandos lo saben. Entre tanto, es nuestro, y ya estamos luchando por él. Oh, pueden intentar volver a tomarlo. Pero hasta entonces, alguien tiene que imponer el orden.

Bakune lo miró de arriba abajo.

—¿Y ese alguien sería usted?

Si el hombre se ofendió, no se le notó.

—O el siguiente cabrón con suerte de la fila. —Se inclinó hacia delante y dio unos golpes en la puerta con los nudillos.

Cuatro soldados con armadura atestaban el pasillo. Karien’el les hizo un gesto con la cabeza y se levantó, dejando escapar una larga exhalación de cansancio.

—Bienvenido a la lucha, canciller, y lord examinador supremo de Rool.

Los guardias se inclinaron. Uno señaló pasillo arriba.

—Por aquí, si tiene la bondad, mi señor.

Fuera, la noche era oscura y nublada. La nieve se acumulaba contra los muros, medio derretida, y las calles resplandecían por el agua. Lo metieron a toda prisa en un carruaje entoldado. Dos de los guardias se sentaron con él. Karien’el se excusó diciendo que todavía tenía otros asuntos que atender. A Bakune no le gustó cómo sonó eso, pero tampoco podía mostrar semejante ingratitud después de que el hombre lo sacara de prisión.

Mientras traqueteaban por las calles, Bakune se asomó a las ventanas iluminadas. La ciudad parecía igual que siempre, si acaso un poco más silenciosa, un poco más nerviosa. Observó que la guarnición estaba sin luz, sin centinelas ni hogueras de guardia.

—La guarnición está a oscuras —le dijo a un guardia.

—Se largaron. Están construyendo un fuerte fuera de la ciudad.

—Ah. ¿Y nosotros? ¿Adónde nos dirigimos?

—A Paliss, mi señor.

¿Paliss? ¿La capital? Se recostó en el asiento, asombrado. ¿Karien’el controlaba la capital? ¡Que todos los dioses lo sostuviesen! ¡Él se había imaginado un campamento de tiendas cerca de algún frente, no la propia Corte Suprema! Y encima sin ninguna interferencia de Karien’el. Igual que Karien’el había dicho que lo conocía, él también conocía a Karien’el. Igual que él no tenía interés alguno en gobernar, tampoco Karien’el tenía interés alguno en la ley en sí.

Pero no debía adelantarse a los acontecimientos. Encontró una manta de caballo bajo el asiento y se tapó las piernas con ella. Dobló la mano, todavía un poco entumecida. Karien’el tendría que imponerse, después de todo. Y si se imponía… entonces él tendría su oportunidad para poner su sello en las leyes de la tierra.

Y desde luego eso tenía intención de hacer.

Por alguna razón la ciudad de Anillo ponía nervioso a Ivanr. Prefería quedarse fuera, en el campo, ocupando su tienda en la fortaleza de Martal, a la vista de las murallas de la ciudad. Él y los cuerpos envueltos de Martal y la sacerdotisa. Muchos acudían a su presencia rogándole que los bendijese, acosándolo. Dentro de la ciudad sería diez veces peor.

Era el heredero de un movimiento politeísta alimentado y preparado por Beneth, inflamado por la sacerdotisa, dirigido por Martal y que en ese momento controlaba más de la mitad de Jourilan, y eso lo aterraba. No tenía ni idea de qué hacer o cómo proceder. ¿Y luego? ¿Marchar sobre la capital, Jour? Orman ya lo estaba hostigando con información de la frontera dourkana: noticias de las negociaciones de los lealistas imperiales para crear una alianza contra el movimiento reformista. ¡Él no era político! Orman podía ocuparse de eso, parecía disfrutar con ello.

Posó una mano en el cadáver amortajado de la sacerdotisa, la cabeza y el cuerpo reunidos con toda reverencia, metidos en sal y envueltos con cariño. ¡Un cuerpo tan pequeño para haber provocado un cambio tan enorme! Sin embargo, como dijo el cirujano, no pasó nada. ¿Por qué lo permitiste? ¿Viste, al final, que nada salvo tu sacrificio absoluto a la causa podía garantizar también su devoción absoluta?

—¡Libertador! —lo llamó la voz de una niña desde el exterior. Ivanr abandonó lo que quizá fuera lo más cercano que había estado de rezar en muchos años. ¡Dioses! ¡Otra no!

Apartó de un manotazo la solapa y vio a una niña pequeña echada boca abajo, las manos estiradas.

—¡Levántate! —le dijo entre dientes, con mucha más ferocidad de lo que pretendía. La niña se levantó, temblando de miedo—. No pasa nada. No tengas miedo. Venera como desees. Ya no existen las proscripciones. Los senderos hacia lo divino son infinitos.

La niña asintió y tragó saliva.

—Sí, libertador. Me ha enviado mi padre. Él es demasiado viejo para venir. Él cree en su mensaje de perdón. —Fue visible el esfuerzo que hizo la niña para meterse en materia—. Mi señor, con la muerte de la Reina Negra hay tanta rabia entre las tropas… Ansían venganza… Mi señor, en la ciudad están reuniendo a la gente. A personas acusadas de venerar a la Señora. Los están matando a todos.

—¿Qué?

La chica se encogió y se postró una vez más.

—¡No! ¡Tú no! —Miró por la tienda y encontró su bastón—. Muéstramelo.

Las calles estaban desiertas salvo por bandas errantes de tropas reformistas, borrachas, que entraban a la fuerza en las tiendas para desvalijarlas. Por las calles estrechas de las tiendas y casas de dos plantas había muchas abiertas de par en par, saqueadas en los disturbios. El producto de los robos, muebles rotos y pertenencias privadas, sembraba la calle junto con los restos quemados de hogueras y barricadas callejeras.

Tras unas cuantas manzanas con la chica por delante, no costó mucho encontrar la fuente de los disturbios cuando el eco del rugido de gritos y vítores llegó a sus oídos. Entraron en la plaza de un mercado. Una multitud de tropas reformistas mezcladas con ciudadanos de Anillo, vencedores obvios en los sangrientos choques que se habían producido calle por calle, asfixiaba la plaza. Algunos incluso habían trepado a estatuas y fuentes rotas para ver mejor, y todo el mundo miraba al otro de la calle, donde se había instalado un campo informal de tiro con arco. Los arqueros reformistas disparaban por los estrechos pasillos despejados entre las multitudes contra dianas de maderos cruzados de los que colgaban inertes hombres y mujeres tachonados de flechas. Cada descarga recibía una gran ovación.

Encolerizado, Ivanr se abrió paso como un toro furioso. Quitó de su camino a hombres y mujeres a empujones y salió adonde estaban las mesas sobre las que habían depositado los arcos y los carcajs con las flechas. Los arqueros se lo quedaron mirando con la boca abierta, asombrados, y la mayor parte bajó los arcos. Todos salvo uno, un muchacho que, de forma deliberada, hizo caso omiso de él y se tomó su tiempo en disparar una última saeta contra una mujer que colgaba sujeta solo por los brazos. El disparo dio en el blanco, aunque el cuerpo de la mujer no se estremeció siquiera, ya sostenía un bosque entero de flechas.

Dos rápidas zancadas llevaron a Ivanr hasta el chico, al que quitó el arco de las manos de un manotazo.

—¡Cómo te atreves, cabrón maligno! —bramó. El arquero giró en redondo e Ivanr se encontró con los ojos clavados en el rostro joven y lleno de cicatrices del niño al que había rescatado.

Para Ivanr todo se detuvo.

El ruido de la multitud se desvaneció en la nada. Incluso su visión se oscureció por los bordes. Se tambaleó hacia atrás, el corazón le dio un vuelco como si se lo hubieran empalado. ¡Dioses, perdonadme! ¡No! La cara del chico era diferente, una especie de crueldad habitual la crispaba. El joven recuperó su arco de un tirón y con gesto desafiante colocó otra flecha. ¡No! Por favor… Ivanr echó a andar con el brazo estirado. Por favor, no lo hagas, lo siento. No quería…

El joven giró en redondo y disparó a quemarropa contra el pecho de Ivanr.

El rugido de respuesta de la multitud lo deslumbró. Se quedó allí de pie, confuso. Las hordas se abalanzaron. Cientos de manos arremetieron contra el joven y le desgarraron la ropa, le tiraron del pelo. El chico pareció desintegrarse ante sus ojos. Lo único en lo que Ivanr podía pensar era que había algo que tenía que hacer, pero no conseguía recordar lo que era. Alguien le estaba hablando, la boca del hombre se movía, pero Ivanr no comprendía sus palabras entre el rugido reinante. Bajó los ojos y vio en la palma de su mano el trozo de asta y las plumas de la flecha que le sobresalía del pecho. ¡Hay que hacer algo!

Le preguntó al hombre si podía ayudarlo, o creyó preguntárselo, pero no oía su propia voz. Unas manos lo guiaron hasta una habitación y lo sentaron en un jergón de paja. Le costaba respirar, la flecha había afectado un pulmón. Pero él era de raza toblakai, y resistente. Permaneció consciente, incluso cuando un sajahuesos lo hizo inclinarse hacia delante para partir el asta de la espalda y, tras mirarlo para pedirle permiso, le sacó la flecha del pecho de un tirón. Ivanr sufrió una convulsión y escupió un gran chorro de sangre. El sajahuesos le vendó el torso con muselina. Al final apareció Orman, acompañado de Hegil.

—Lo siento mucho —le dijo Orman, tenía lágrimas en los ojos.

—Dicen que fue un asesino enviado por la Señora —dijo Hegil.

Ivanr negó con la cabeza.

—Detenedlos —dijo, tenía la voz seca como el papel.

—¿Detener? —preguntó Hegil—. ¿Detener qué?

—Las muertes. Ninguna más.

Los dos intercambiaron miradas.

—Sí —le dijo Orman—. Sí, Ivanr. No te preocupes. Descansa tranquilo.

Se inclinaron y se fueron. Ivanr oyó que hablaban fuera, pero no terminó de distinguir las palabras. Estaba solo, luchando por respirar. Orman quizá hubiese dado su palabra de detener los asesinatos, pero fuera, en las calles, el ruido estaba aumentando si acaso más. Ivanr temió que el ataque contra él hubiera hecho pedazos toda moderación. Intentó ponerse en pie, pero al tensar el pecho se quedó sin aliento y estuvo a punto de desmayarse.

Se abrió la puerta y entró una niña silenciosa como un ratón. Un ratón que arrastraba un palo enorme. La niña levantó la vista, lo vio con los ojos clavados en ella y ahogó un grito. Era la niña que lo había llamado para que fuera a la ciudad.

—¡Están diciendo que está muerto!

Ivanr, que se había llevado una mano al pecho, lo dejó caer.

—¿Quién lo dice?

—¡Todo el mundo! En las calles. Están vaciando barrios enteros. Sacan a rastras a las familias a la calle. No tiene ningún sentido. Es un baño de sangre, nada más que sed de sangre.

Ivanr señaló su bastón.

—¡Dame eso!

Con el apoyo del bastón y de la niña, consiguió ponerse en pie.

—Mi camisa… ahí.

La niña lo vistió y, con una mano en el hombro de la niña y la otra en el bastón, salió cojeando. Los guardias se volvieron, asombrados. Dos eran sus guardaespaldas jurados. Esos dos lo miraron con el remordimiento en los ojos.

Ivanr examinó a los soldados reunidos.

—Acompañadme —se limitó a ordenar, y los hombres cayeron de rodillas.

Mientras avanzaba cojeando en medio de su círculo de guardias, Ivanr iba conteniendo el dolor.

—¿Dónde debería ir, el centro de todo? —preguntó sin aliento.

—La Catedral de Nuestra Señora. Los leales están huyendo allí. Ha desembarcado la guarnición de la Guardia de la Tormenta de Anillo y nadie se atreve a atacarlos.

¿Guardia de la Tormenta? Sí, sacar a viejos a la calle a rastras es una cosa, enfrentarse a los guerreros más feroces de la región otra muy diferente.

Una amplia plaza abierta rodeaba la catedral. La encontraron convertida en un mar revuelto de ciudadanos y soldados de la Reforma. El cordón de guardias de Ivanr abrió camino hacia las anchas escaleras frontales. Ivanr oyó cánticos que pedían quemar la estructura entera hasta los cimientos. Las puertas altas de roble estaban abiertas de par en par, protegidas por cuatro guardias de la tormenta. Cuando se acercó, vio que ciudadanos de Anillo, incluidas familias enteras, subían disparados las escaleras bajo una lluvia de rocas y comida podrida para refugiarse dentro. En el interior vislumbró una masa sólida de rostros pálidos y aterrados que miraban a la calle.

El silencio se extendió en ondas por la multitud que rodeaba su avance. La gente señalaba, gritaba de sorpresa, incluso con fervor. Ivanr alzó los brazos, el bastón en una mano, aunque el gesto le provocó punzadas agónicas por el pecho. Les indicó a sus guardias que se apartaran y subió solo las escaleras sembradas de basura.

—¡Ciudadanos de Jourilan! ¡Oídme! El tiempo de matar ha pasado. ¡No se derramará más sangre!

Siguió una calma momentánea en el ruido de la multitud, solo para que la llenaran nuevos gritos. Los más cercanos señalaron tras él. Ivanr se volvió y vio a un guardia de la tormenta que descendía las amplias escaleras, el grueso manto azul lo envolvía, la lanza sujeta en la mano. La guardia de Ivanr se abalanzó, pero él los detuvo con un ademán.

—¿Lideras esta chusma? —exclamó el korelriano, en su voz un tono seguro y perezoso.

—Eso parecen pensar ellos —respondió él, luchando contra el dolor y mareado.

—Bien. —El hombre golpeó un escalón con el cabo de la lanza y lo estudió a través de la celada del yelmo redondo—. Dentro permanecemos fieles a nuestra fe. No tememos morir.

Ivanr tenía miedo de que, si tosía, se derrumbaría, pero se acunó el pecho.

—Pero teméis algo —dijo.

El korelriano hizo un ademán.

—No tenemos a nada.

—Os aterroriza el cambio. Os asusta tanto que preferís morir antes que enfrentaros a él.

El hombre retrocedió. Abrió mucho los ojos dentro del yelmo y después volvió a agitar la mano.

—¡Bah! Utiliza tus juegos de retórica y tus argumentos en otra parte, apóstata. Aquí estamos comprometidos con la Señora, en carne y hueso, toda nuestra sangre, solo esperamos a que nos recoja.

Toda su sangre. Ivanr se lo quedó mirando. ¡Dioses! ¿Podría ser… deliberado? ¿Cuántos apiñados en el interior? ¿Quizá mil almas? ¡Qué enorme sacrificio de sangre! ¡Y todo en el nombre de la Señora! ¡No! No debo permitirlo.

El korelriano le había dado la espalda a la multitud con gesto deliberado y burlón, y había regresado a las puertas con grandes zancadas. Ivanr examinó la masa donde comenzaban a llamear tizones de las hogueras que se quemaban en la plaza. Madera y basura dibujaban un arco por el aire para golpear los muros de la catedral.

—¡Venid y morid! —bramó el guardia de la tormenta desde las puertas.

Ivanr alzó los brazos bien abiertos con el bastón en una mano.

—¡No! ¡Lo prohíbo! Lo que hace la Señora es venerar la muerte. ¡Os pido que veneréis la vida!

Muchos atendieron a su llamada, pero demasiados quedaban fuera del alcance de su voz y continuaron arrojando yesca y muebles hechos pedazos. ¡Solo haría falta una chispa para desatar una conflagración! A Ivanr le dio un vuelco el corazón. No podía respirar, su visión se oscureció.

Hizo acopio de toda la fuerza que le quedaba y sujetó el bastón con las dos manos ante él.

—¡No! —bramó—. ¡Ha pasado el tiempo de las venganzas! ¡Se acabó el castigo! ¡Lo prohíbo! —Y estrelló el bastón contra la escalera de piedra.

La multitud se calló con el eco del gran crujido de la madera contra la piedra. Todo quedó en silencio durante un breve instante. Después, Ivanr se derrumbó.

Quizá fuera su consciencia delirante que se iba apagando, pero mientras yacía allí tirado le pareció que un rugido se imponía a todo el ruido. La tierra se movió bajo él. Palpitó, se meció, acompañado todo del rumor sordo de un gran corrimiento de tierra. Chillidos agudos de pánico perforaron hasta el escaso oído que le quedaba. Unas manos lo alzaron. Se desmayó y creyó flotar en aquel suave apresamiento.

Era un hormiguero de túneles y cuevas que parecía extenderse hasta el infinito, siempre profundizando en las entrañas de las montañas que bordeaban el lago interior, el mar Puño. Iban de dos en dos, el adjunto y Rillish en cabeza. El anciano nativo drenn, Gheven, que los había llevado por una senda, caminaba en el centro de la columna. Lo único con lo que se habían topado hasta el momento era con ascetas demacrados que los miraban con la boca abierta, o sacerdotes de la Señora que, desarmados, se abalanzaban sobre ellos farfullando e intentando arañarlos con las manos desnudas. Sin hacer excepciones, Rillish ordenó que los atasen y los dejasen allí.

Con el brazo dolorido, Suth se echó el escudo a la espalda. No sabía si estaban haciendo algún progreso. Cada cueva y cada tramo de túnel de techos bajos se parecían a todos los demás. Todo estaba mal iluminado, lleno de polvo y resultaba tan estrecho que muchos de ellos no podían ni siquiera estirarse. Tenía la pierna casi entumecida. Aquello era ridículo, allí no había nada. Pyke estaba rezongando lo mismo a Manteca. Sin embargo, ahí delante, la cabeza de proyectil del sacerdote calvo, Ipshank, estaba sudando y tenía la frente arrugada en un profundo ceño. Quizá sí que había algo… pero ¿dónde estaba?

La disciplina se mantenía, no obstante; las quejas eran pocas y por lo bajo. Tela y Dospies se ocupaban de ello. Llegaron a un tramo de túnel que podía alardear de varias aberturas. La columna se detuvo, algún obstáculo por delante.

—¿A qué viene el atasco? —refunfuñó Pyke, encorvado—. ¡Estos tíos no tienen ni idea!

—Cierra el pico —gruñó Manteca—, o te lo cierro yo.

—Tú y quién… —estaba empezando a decir Pyke cuando salió una figura blindada de la abertura más cercana y atravesó a Manteca con una lanza cuya punta le salió por la espalda. La sangre salpicó a Pyke—. ¡Por los huevos del Embozado! —aulló Pyke cayendo hacia atrás.

Por toda la fila surgieron hombres con armadura oscura que salían de las aberturas y atacaban la columna. Suth manoseó el escudo en un intento de echárselo al frente. El enemigo vestía corazas y yelmos completos esmaltados de color azul profundo con grabados plateados.

—¡La Guardia de la Tormenta korelriana! —chilló Gheven, asombrado.

Suth abandonó el escudo y se batió por su vida. Las puntas de lanzas afiladas y anchas lanzaban estocadas expertas; Suth era incapaz de traspasarlas para combatir a los que las empuñaban. Los soldados caían por toda la fila, atravesados como cerdos.

—¡Despejad la cubierta! —chilló una mujer, Pito.

Suth se arrojó al suelo y tiró a Gheven con él.

El estallido (en un confín tan estrecho) lo dejó sordo y sin aire. Quedó tirado, aturdido, en una oscuridad de polvo arremolinado mientras la tierra caía sobre él. ¿Se había derrumbado el techo? No veía nada y se ahogaba con la tierra. El terror amenazó con estrangularlo. Y entonces unas manos lo levantaron de un tirón. Se resistió al principio, pero las manos no le rodeaban la garganta, así que se puso en pie como pudo, tambaleándose y tropezando con objetos y personas que no podía ver en la oscuridad. Un rugido llenó sus oídos; a duras penas pudo distinguir que tenía un soldado delante, así que colocó una mano en el hombro del tipo. Alguien se aferró a su cinturón por detrás. De este modo, como una tropa de hombres y mujeres ciegos, fueron atravesando a tientas el túnel en busca de aire limpio.

Se derrumbaron en una cueva, tosiendo y jadeando. Dos soldados vigilaban la entrada, los escudos listos. Suth miró a su alrededor y se limpió los ojos. Vio a Pito, Pyke, Faro, el anciano Gheven, unos cuantos de la tropa de Dospies y el gigante Manask, que estaba de rodillas, el asta rota de una lanza le sobresalía del amplio estómago. Estaba intentando arrancársela a tirones.

Suth se acercó a Pito.

—¿Qué pasó?

—Un derrumbamiento parcial. Estamos aislados.

—¡Mierda! ¿Y ahora qué?

—¡Tenemos que salir de aquí! —chilló Pyke—. ¡Son korelrianos!

—¡Cierra el pico del Embozado!

Manask se arrancó la lanza de las capas de armadura y la levantó por el aire.

—¡Yo os guiaré por este laberinto!

—¿Sabes el camino? —le preguntó Suth.

El hombre pareció ofenderse.

—¿Con mis sentidos refinados? ¡Por supuesto!

Suth asintió con un gruñido y después se acercó a los soldados del sexto. El choque de los combates de algún otro túnel llegó a ellos y todo el mundo se quedó quieto. Chillidos aterrados y luego una explosión amortiguada volvió a sacudirlos a todos. El polvo y la tierra cayeron tamizados del tosco techo irregular. ¡Van a derribar el complejo entero sobre ellos! Saludó con la cabeza a los tres soldados, reconoció a Pescas.

—Suth —dijo.

—Corbin —contestó el bajo fornido.

—Lane —dijo el otro, tenía un corte en el brazo que estaba sangrando.

—Al parecer estamos aislados —explicó Suth.

—A mí me pasa cada noche —dijo Pescas con malhumor.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Corbin.

—El grandullón, Manask, dice que nos saca él.

—Pues parece un plan —comentó Lane.

Suth asintió a esa aceptación tácita de su oferta.

—Quiero a la saboteadora, Pito, en el medio, por si se calientan las cosas. Yo iré detrás de Manask. Tú, Pescas, vas detrás de mí.

—Ni siquiera me puedo estirar en esta puñetera ratonera —rezongó Pescas.

—Lane, ponte al final con Pyke.

—¡Ya, claro! —chilló Pyke—. ¡Al final! ¿Quién te puso a ti al mando?

—Métete algo en la boca, anda —gruñó con desdén Pito.

Suth se dirigió al anciano drenn.

—Usted va con aquí Pito.

Pero los ojos del anciano se convirtieron en ranuras entrecerradas.

—No. Lo siento, soldado. Pero tenemos a los korelrianos aquí. Eso lo cambia todo. Me voy en busca de ayuda.

Suth lo estudió, inseguro.

—¿Se refiere a su senda? ¿Aquí?

El anciano se limpió la suciedad y el sudor de la cara, después se encogió de hombros con gesto de disculpa.

—Bueno… no creo que ahora vayamos a fingir que nos estamos escondiendo, ¿no?

—Cierto. ¿Quién… adónde irá?

El anciano parecía afligido.

—Solo se me ocurre un lugar… pero lo siento, no puedo prometer nada.

—Entiendo. Que los dioses apresuren su camino.

Pyke se abrió paso hasta ellos.

—¡Puede llevarnos a todos con él! ¡Podemos escapar!

Suth tuvo que contenerse para no arrearle.

—Nosotros seguimos con la misión.

—Además, a mí no me gusta esa senda —le dijo Pescas a Lane—. Parecía peligrosa.

Lane asintió, estaba totalmente de acuerdo.

Pyke miró a su alrededor, a todos.

—Pero ¿qué os pasa a todos? ¡Nos van a matar! Estáis todos locos, ¡me iría mejor solo!

—Haz tu trabajo o el que te mate seré yo —dijo Suth sin alterarse.

Pyke se irguió y asintió poco a poco.

—Bien. De acuerdo. Total, ya estamos jodidos. —Y levantó las manos.

Suth se volvió a Faro y alzó la barbilla.

—Estás muy callado.

El hombrecito alzó y bajó los hombros.

—Solo fingid que no estoy aquí —dijo, y esbozó esa sonrisa llena de dientes afilados.

Eso es mucho más fácil de decir que de hacer, coño. Alzó la vista y miró a Gheven.

—¿Qué necesita?

El hombre estudió la tosca cueva tallada en la roca sedimentaria rota.

—Esto servirá. Puedo ir desde aquí.

Los soldados retrocedieron para dejarle espacio. El anciano cruzó hasta el fondo de la cueva y apretó la roca con las manos. Se concentró con la cabeza inclinada, se metió en el muro y desapareció.

Suth se volvió hacia Manask.

—Parece que te toca a ti.

El gigante le lanzó a todo el mundo una enorme sonrisa.

—¡No temáis! ¡Desentrañaré los secretos de este laberinto en nada de tiempo! ¡Venid! —Salió al túnel con paso pesado y andares de pato desgarbado. Suth lo siguió con el escudo y la espada larga en la mano.

Avanzaban a ritmo lento. El corpachón de Manask bloqueaba por completo la visión de Suth de lo que quedaba por delante. En cada abertura de la cueva, el hombre se detenía para meter el asta rota de su lanza y hurgar. Después agitaba un brazo. Al fin daba un salto y gritaba: «¡Ajá!».

La tercera vez que lo hizo se tambaleó hacia atrás, acompañado por el golpe seco de objetos pesados chocando con algo. El gigante trastabilló sobre Suth. Dos lanzas le sobresalían de la gruesa armadura como plumas orgullosas.

—¡Ves! —resopló Manask sin aliento—. ¡Solo hay que desarmarlos!

Suth se escurrió junto a él y entró en la cámara. Los guardias de la tormenta korelrianos ya se habían descolgado los escudos y estaban preparados. Suth se enfrentó a uno, Pescas a otro. Suth combatió con extrema cautela; sondeó las defensas del hombre, lo mantuvo ocupado. Llegaban oportunidades, pero Suth reconoció en ellas trampas destinadas a sacarlo de su rincón. Al enfrentarse al guardia de la tormenta, Suth comprendió enseguida el miedo de todo el mundo, el hombre era sin duda el mejor espadachín con el que había luchado jamás: audaz, agresivo y rápido, un auténtico combatiente profesional. Pero la infantería malazana estaba adiestrada para los enfrentamientos con escudo y espada con poco espacio de maniobra. Era el pan de cada día. Esos korelrianos parecían luchar como individuos. Suth pensó que sus compañeros de pelotón y él quizá pudieran pelear con ventaja en esas circunstancias.

Una lanza arremetió por encima del hombro de Suth. El korelriano la bloqueó, pero la punta continuó su camino, atravesó el escudo, se le clavó en el pecho y lo empujó contra el muro, donde quedó colgado del astil como un insecto.

—¡Dos pueden jugar con palos puntiagudos! —se regocijó Manask, y después se frotó las manos.

Solo, enfrentado a unas probabilidades ínfimas, el segundo guardia de la tormenta no insinuó siquiera que fuera a pedir cuartel. Retrocedió contra un muro de tierra con el escudo listo.

—¡Tira las armas! —le ordenó Suth. El yelmo completo se limitó a deslizarse de un lado a otro. Los ojos encendidos por la batalla miraban con furia por el estrecho visor.

Maldito fanático. No tenían tiempo para eso. Pescas, Corbin, Pyke y él se repartieron en un arco ante el hombre. ¡Inútil! ¿Para demostrar qué? Suth sujetó mejor la empuñadura de su espada larga y respiró con más calma.

El guardia de la tormenta miró tras todos ellos y se quedó con la boca abierta.

—¡No!

Una ballesta disparada justo detrás de Suth lo hizo estremecerse. El cuadrillo se clavó en la garganta del guardia de la tormenta, que se deslizó por el muro boqueando. Suth se volvió y vio a Faro volviendo a guardarse con calma la fina arma bajo el manto.

—Pongámonos en marcha, ¿os parece? —dijo Faro alzando las cejas.

Suth asintió y tragó saliva. ¡Dioses! ¿Olvidar que ese hombre está con nosotros? ¿Cómo, por el Embozado?

Manask los siguió guiando, pero no avanzaron más deprisa. Les llegaban gritos lejanos, el choque de los enfrentamientos y, de vez en cuando, el estallido de municiones. Se encontraron con escenarios de batallas: guardias de la tormenta caídos y soldados muertos; cuevas reventadas por municiones, túneles derrumbados en parte. Suth sufrió una conmoción al encontrar a Len muerto, atravesado por una lanza. ¿Len? ¿Tú también? No sé por qué creía que a ti no te podía pasar. Lo siento tanto. Eras un buen amigo. Parece que al final Pyke acertó en algo.

Pito se arrodilló sobre el cuerpo durante un rato mientras todo el mundo vigilaba con aire nervioso. Su último gesto fue cerrarle los ojos, las alforjas del hombre ya las había saqueado.

Poco después la tierra tembló y los mandó a todos al suelo de tierra batida, acurrucados en busca de refugio. La mugre cayó en una oleada de polvo que cegaba y asfixiaba. Una vez pasado el temblor, Suth se fue levantando con mucho cuidado y se limpió la cara entre toses. Cuando se incorporaron todos, sacudiéndose los mantos y aclarándose la garganta, miraron con furia a Pito. Esta les devolvió la mirada con la misma furia y levantó las manos.

—¡Eh! A mí no me miréis. Imposible que hayamos traído tantas municiones.

Siguieron andando por los túneles medio derrumbados. Suth no sabía si estaban progresando, pero tampoco le llevó la contraria a Manask porque no sabía si él lo haría mejor a la hora de elegir izquierda o derecha, o en qué cámara tallada entrar. Para él era una madriguera de túneles revueltos que no tenía ningún sentido. Al final dio la sensación de que llevaban demasiado tiempo caminando, encorvados, subidos al filo de la navaja de adrenalina del miedo, así que Suth ordenó un alto. Escogieron la cueva más defendible que pudieron encontrar, establecieron turnos de guardia y se echaron para intentar dormir un poco.

Suth hizo su guardia con Lane y después les tocó acostarse, aunque estaba tan agotado que ya todo le daba igual, el sueño no llegaba. No podía quitarse de encima las palabras de Pyke. ¿Cuántos quedaban? ¿Qué había de Tela, Wess y Keri? ¿Seguían vivos? ¡Estos guardias de la tormenta nos están masacrando! Es obvio que esto no era lo que Rillish y ese sacerdote tenían en mente. Le dio la impresión de que acababa de cerrar los ojos cuando un bramido lo arrancó del sopor. Una espada se estrelló contra el suelo donde acababa de estar echado. Un guardia de la tormenta se alzaba sobre él, levantando la hoja para otra estocada; Suth alzó una pierna y lo derribó. Saltó sobre el hombre, encontró la vaina de una daga de parada en el costado, sacó el arma con la izquierda y se la clavó al otro en una axila. El guardia de la tormenta se estremeció, pero se lo quitó de encima de un tirón y se levantó de un salto. Suth y él se enfrentaron, agazapados, dibujando un círculo. Una forma cayó sobre el guardia de la tormenta, Faro saltando, dos dagas largas que destellaron y los dos hombres se derrumbaron en una maraña. Suth lanzó una mirada furiosa, enfebrecida, por la oscura cueva. Metidos hombro contra hombro, los soldados luchaban cuerpo a cuerpo con los korelrianos. Un guardia de la tormenta que libraba un duelo con Lane retrocedió hacia Suth, que lo apuñaló en los riñones y después sacó su propia espada. Vio caer a Pescas, que arrastró a un korelriano con él. Manask estaba sujetando el cadáver de uno por delante, utilizándolo como escudo con el que aporrear a otro y hacerlo retroceder hasta que Corbin atacó al guardia de la tormenta por un flanco.

En un instante de adrenalina enfebrecida todo terminó, aunque a Suth le pareció que había ocurrido en una especie de bruma lenta a medio iluminar. El polvo flotaba en el aire muerto y él se quedó quieto, jadeando. Manask, Faro, Corbin y él eran los únicos que continuaban en pie. De los atacantes korelrianos, que parecían estar por todas partes, Suth contó solo a cinco. ¡Cinco! ¡Dioses del inframundo! Aun así, tenían suerte de seguir con vida.

Miró a su alrededor y vio a Pito tirada contra un muro. La habían apuñalado en las tripas. Suth se arrodilló a su lado, seguía viva pero había perdido mucha sangre. Su respiración era superficial y rápida, como la de un niño.

—Se las llevó —le dijo la saboteadora.

—Calla.

—No. Se las llevó. Ese capullo, Pyke.

—¿Qué? —Se irguió y echó una rápida mirada por la cueva: Pyke no estaba por ninguna parte, ni vivo ni muerto—. ¿Dónde está?

—¿Quién? —preguntó Faro.

—Pyke, el muy cabrón. ¿Quién estaba de guardia con él?

—Estaba conmigo —dijo Pescas desde el suelo, respirando entre los dientes apretados.

Suth se arrodilló junto a Corbin, que estaba restañando la herida que tenía el hombre en el costado.

—¿Qué pasó?

El otro se encogió de hombros con gesto débil.

—Se puso en un lado. Yo me puse en el otro. Más tarde miré y se había ido. Huyó. Esos korelrianos entraron a la carga.

Suth se echó hacia atrás, anonadado. ¡Desertó! Coge las municiones y sale corriendo. Los deja indefensos. Una furia cegadora le provocó un mareo. ¿Por qué no lo maté? Todas esas oportunidades. ¡Y ahora esto! Fue hasta su petate; había estado durmiendo con el camisote puesto y se puso el resto del equipo.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Corbin.

—Voy a ir a buscar y matar a ese mamón.

Corbin escupió a un lado y asintió.

—Parece un plan.

—No es la misión —advirtió Faro desde donde estaba agachado, limpiando sus cuchillos.

—¡Al Embozado con la misión! ¡Esto es personal!

El explorador (que el Embozado lo lleve, una garra) se levantó y se cepilló el polvo de una manga.

—No se puede dejar que sea personal. No funciona así. Yo no puedo ir por ahí.

—Bien. ¿Manask?

El gigante recogió una lanza.

—No puede haber llegado lejos.

—¿Corbin?

El soldado apretó el hombro de Pescas.

—Déjame equiparme.

—Bien. —Se dirigió a Pito—. Tú tranquila. Volveremos. Solo… —La mujer tenía la mirada fija, la cabeza hundida. Suth le pasó una mano por los ojos para cerrárselos. Se levantó—. Vamos.

En el pasillo, Suth se despidió con la cabeza de Faro, que respondió al gesto (apenas) y después se alejó sin ruido y desapareció en la oscuridad. Suth lo observó irse pensando que, de todos ellos, ese cabrón sería el que saldría bien.

No había mucho rastro que seguir. La oscuridad era absoluta. Corbin llevaba la lámpara. Los korelrianos habían pisoteado todo el túnel, pero Suth iba por delante para poder buscar la pista; por alguna razón había perdido la fe en las habilidades del gigantón. Le parecía que el día anterior no habían hecho más que vagar sin rumbo. Algunos túneles tenían una clara pendiente y calculó que Pyke seguiría la pendiente hacia abajo con la esperanza de llegar a una salida. Así que volvieron sobre sus pasos parte del camino, quedándose en los túneles y siempre bajando.

A lo lejos, los estallidos de las luchas renovadas llegaban a ellos como reverberaciones y rugidos apagados que despertaban ecos por los túneles, entonces se quedaban inmóviles y escuchaban. Pero era muy a lo lejos. Algo más adelante, por un túnel lateral, un fulgor dorado brillante se derramó por una abertura. Suth se acercó con lentitud para echar una rápida mirada. Retrocedió de inmediato. Lo que había vislumbrado dentro le hundió los hombros.

—¡Venid! —exclamó una voz invitadora—. Estáis buscando a alguien, ¿no?

Suth apoyó la cabeza en la pared curva del muro, respiró hondo para cobrar fuerzas y entró. Corbin y Manask lo siguieron. Era la más grande de las cámaras que habían visto de momento. Una especie de templo tosco con columnas de piedra viva. Velas y lámparas iluminaban la habitación. Al fondo, en dos filas, esperaban diez guardias korelrianos de la tormenta. El del centro de la primera fila sujetaba a Pyke por el cogote.

—¿Esto es vuestro, quizá?

—Ya no es uno de los nuestros —dijo Suth con furia, entre dientes.

—¿No? ¿Entonces no os importará que haga esto? —El hombre puso un cuchillo en la garganta de Pyke. Este se debatió con furia, pero estaba amordazado y atado.

Suth frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Adelante. Ahórranos la molestia.

El guardia de la tormenta asintió.

—Sí. No os culpo. ¿Sabes que cuando lo atrapamos se ofreció a venderos?

Suth estudió al tipo que se retorcía. Así que más oportunidades como lobo solitario, ¿eh, estúpido? Mira en lo que se han quedado. Pero al mirar más allá, Suth vislumbró la luz limpia y blanca del día brillando por una abertura lateral. ¡Maldita sea! Así que Pyke encontró una salida, pero los korelrianos la tenían cubierta. No se les escapa ni una a estos cabrones.

Suth observó que Manask iba retrocediendo muy poco a poco hacia la abertura. Buena idea.

—Haz lo que quieras —le dijo al korelriano.

El hombre rebanó la garganta de Pyke con la hoja curva y provocó un gran chorro de sangre que le cayó por la pechera hasta el suelo de tierra que tenían delante. Las piernas sufrieron un espasmo y el korelriano lo dejó caer como el cuerpo de un animal en el matadero.

—Corred, amigos míos —les dijo Manask, y Suth y Corbin salieron disparados de la cámara con el gigante tras ellos. Lo último que vio Suth fue al korelriano llamando a sus compañeros con la mano.

Se lanzaron precipitadamente por los túneles mal iluminados. La escasa visión de Suth hizo que se chocara de frente con algunas esquinas. Se levantó y vio que Manask se había quedado muy atrás, el gigante apenas si podía correr medio agachado.

¡Puñetero Embozado! Llamó a Corbin con la mano para que volviera atrás y señaló la abertura de una cueva estrecha, la celda de un asceta.

—Tendrá que servir. —Esperaron al gigante y después se metieron. El corpachón de Manask tapó por completo el portal.

Suth no pudo evitar echarse a reír, estaba mirando el gigantesco trasero acolchado del tipo.

—¡Manask, esta debe de ser tu peor pesadilla!

—Caballeros —contestó el otro con voz profunda—. ¡Seré el obstáculo que no se puede derribar!

—Estoy emocionado —dijo Corbin con una carcajada.

Pero Suth perdió la sonrisa cuando oyó gruñir al hombretón y notó los tirones que sufría la gruesa armadura de capas, eso eran impactos. ¡Que la tropa de Brithan se lo lleve! ¡No había nada que pudieran hacer salvo esperar a que el tipo muriese y los otros lo hicieran pedazos!

—¡Manask! ¡Métete más!

—No, amigos míos —jadeó el otro mientras luchaba—. ¡Me parece que estoy atascado de verdad!

Si no atrás, ¡entonces adelante! Suth señaló con un gesto el amplio trasero acolchado del tipo. En la oscuridad casi absoluta, la resplandeciente cara sudorosa de Corbin le hizo un gesto de comprensión. Los dos se apretaron contra el fondo de la celdita.

—Un, dos…

Un estallido lo dejó sin aliento de golpe y algo enorme le cayó encima y lo clavó al suelo. ¡Un derrumbe! ¡Enterrado vivo! El polvo giraba, cegándolo y llenándole los pulmones. Se oyeron unos gruñidos de alguien más atrapado con él, Corbin quizá.

El polvo fue aclarándose poco a poco, Suth parpadeó y vio que la masa considerable de Manask estaba echada sobre él. Luchó por mover los brazos para liberarse. Después alguien más estaba allí, una forma flaca que tosía por el polvo mientras tiraba del hombretón. Con la ayuda de la mujer, Suth al final consiguió salir deslizándose, se puso en pie y se quitó el polvo con las manos. La mujer era Keri, la bolsa de municiones cruzada en el pecho.

—¿Qué estáis haciendo, tíos? —preguntó la saboteadora, lo miraba furiosa, como si a él se le hubiera ocurrido salir por ahí de borrachera.

—Turismo —rezongó Suth. Bajó los ojos y miró a Manask: la extraordinaria armadura del tipo estaba destrozada, hecha jirones, y revelaba un pecho escuálido y antinatural. Se arrodilló para tomarle el pulso en la garganta; vivo, al menos. Solo estaba aturdido. ¿Y Corbin? Lo sacó tirando por una pierna y le dio unas bofetadas en la cara. El hombre recuperó el sentido, tosiendo y escupiendo. Suth lo ayudó a levantarse.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Corbin.

—Dejadlo —dijo Keri—. Por aquí no hay nadie. Vamos. Los korelrianos se están reagrupando. —Les señaló el túnel con un ademán—. ¡Venga!

Suth aceptó de mala gana. Recogió una lanza, se sujetó bien el escudo a la espalda y dio un golpecito al hombro de Colbin. Después siguieron a Keri túnel arriba.

Corlo yacía en el saliente cubierto de paja, que era su cama, en su celda de las profundidades de la torre de Hielo. Los barrotes que daban al camino de ronda traquetearon cuando alguien dejó una fuente de madera, la cena.

—Corlo —susurró ese alguien.

Abrió solo un ojo: era Jemain. Se fue de un salto a los barrotes.

—¿Qué estás haciendo aquí? —miró de un lado a otro del pasillo vacío—. ¿Cuándo llegaste?

Pero el flaco genabackeño no parecía contento de verlo. Se encogió de hombros con gesto triste.

—Se ha corrido la voz sobre la torre de Hielo. No quiere venir nadie. Entonces recibí un mensaje, y ellos encantados de que hubiera un voluntario. ¿Cómo estás?

—¡Estoy bien! ¿Qué tal tú…?, ¿qué se sabe? ¿A quién has encontrado?

El hombre se encogió a ojos vista: parecía enfermo. El frío le había provocado una erupción rojiza de piel abierta y cicatrices agrietadas que sangraban. Echó la vista por la pasarela y se cogió a los barrotes con las dos manos.

—Corlo… cuando te vi en la enfermería tenías tan mal aspecto… Creí que ya lo sabías.

Algo instó a Corlo a retroceder, a hacer callar al hombre. Un miedo desgarrador le cerró la garganta.

—¿Qué estás diciendo? —consiguió articular.

—Y luego, cuando descubrí que no lo sabías… bueno, lo siento. No tuve valor de decírtelo.

—¿Decirme qué? ¡Dímelo, maldito seas! ¡Suéltalo ya!

Jemain retrocedió como si tuviera miedo. Se llevó las manos al pecho y se abrazó.

—Lo siento, Corlo. Pero… solo estamos nosotros. Nosotros dos. Somos los únicos que quedamos.

—¡No! ¡Estás mintiendo! Hay otros. ¡Tiene que haberlos! ¡Vi a Mediopico!

Jemain asentía.

—Sí, aguantó un tiempo. Pero murió también en la muralla.

¿Él también? ¡Que todos los dioses maldigan a estos guardias de la tormenta! ¡Malditos sean! Entonces cayó en la cuenta de lo que le había prometido a Barras y estuvo a punto de desmayarse. Que la Reina lo perdonara, ¡le había dicho a Barras que había otros!

—Lo siento —dijo Jemain—. No tenía valor para decírtelo.

Corlo cayó de rodillas. Se aferró a los barrotes como si fueran lo único que lo mantenía con vida. Después se echó a reír. ¡Dioses, reíd a gusto! Se ha hecho justicia, Corlo. ¿A qué sabe? Sabe… justa. Sí. Sabe justa. Alzó la cabeza para mirar a Jemain, que lo observaba con lágrimas en las mejillas.

—Gracias, Jemain. Por decírmelo. Parece que hemos llegado al fin de nuestras mentiras. Ya no podemos seguir.

—¿Verás a Barras?

—Sí. Ahora está en el muro. Lo veré más tarde.

—Qué… —El hombre se humedeció los labios—. ¿Qué le dirás?

—La verdad. Lo que merecía hace mucho tiempo. La verdad.

—¿Y luego…?

Corlo se encogió de hombros, no lo sabía.

—Luego nos iremos del muro. —De un modo u otro.

—¿Cómo se lo tomará?

Muy mal, me imagino.

—No importa, Jemain. Tú no te acerques hasta que pueda hablar con él, ¿de acuerdo?

El otro asintió, bastante aliviado.

—Bien. Y gracias. Es mejor saberlo por fin… lo que sea.

—Lo siento mucho.

Corlo lo instó a irse.

—Sí, lo sé. Será mejor que te vayas.

Un ademán de despedida y Jemain retrocedió por el pasillo de celdas. Corlo lo observó marcharse y después apoyó la frente en los barrotes gélidos.

—Yo digo que no le cuentes nada —dijo alguien desde el otro lado del pasillo.

Corlo se sobresaltó, una maldición abrasadora en los labios, pero hubo algo en la cabeza barbuda y desgreñada de la jaula de enfrente que lo detuvo. Y el hombre hablaba taliano.

—¿Eres malazano?

—Sí. Mi nombre, Tollen. Escucha, hay unos cuatro o cinco juramentados aquí, en esta torre. Suficientes para tomar esta sección entera de la muralla. Y yo quiero sacar a mis compañeros veteranos. Necesitamos a tu chico, a Barras. Así que no le digas una puta palabra.

¿Otros cuatro juramentados? ¡Así que Barras estaba en lo cierto! Shell no había llegado sola. Corlo se quedó callado un tiempo mientras asimilaba la evidencia. Después lanzó un bufido.

—Se merece la verdad, en cualquier caso. Y yo no acepto órdenes de un cabrón malazano.

—¡Estoy intentando salvarte la puñetera vida, guardia, no seas idiota!

Corlo se apartó de la puerta. ¡Salvar una vida! Eso es justo lo que me decía a mí mismo cada vez que hablaba con Barras. Estaba intentando salvarle la vida. Bueno, pues eso no se hace mintiendo. Mejor que crean que los traicionas, que eres un renegado, que eso.

En la cima de la torre de Hielo, llegó un guardia de la tormenta korelriano y se inclinó ante el mariscal de sección Learthol, que estaba conversando con el mariscal del muro Quint.

—Han entregado al cautivo.

Learthol aceptó el mensaje. Quint hizo un ademán brusco.

—Bien. Esperemos poder sacarle lo último de la temporada a este campeón.

Otro elegido salió de las sombras de la cámara y se adelantó; el guardia korelriano se puso rígido y se inclinó otra vez.

—Lord protector.

El lord protector Hiam respondió a la inclinación. Después se dirigió a Learthol.

—Tengo entendido que hay otros aquí igual de prometedores…

—Sí. Un número sorprendente de prisioneros muy cualificados en los últimos tiempos. Tenemos que vigilarlos con atención.

El lord protector estudió la llama de aceite del mecanismo de comunicación de esa cámara superior.

—Sí, mariscal de sección. Y hay que vigilar bien esta llama. Si se produce una calamidad, tendremos que recabar ayuda rápido.

—Sí, mi señor. Debo decir que nos honra su presencia.

El lord protector desechó el cumplido con un ademán.

—¿Dónde iba a estar, Learthol? Pronto tendrá más respaldo. Los roolianos llenarán las brechas menos importantes. Nos facilitarán un poco el trabajo. Pronto contará con los números que debería haber tenido desde el principio.

—Se lo agradezco. Pero habríamos resistido pese a todo.

—Por supuesto. —El lord protector se quedó mirando la llama durante un rato, después posó los ojos en Learthol como si no lo viera—. Eso será todo. Gracias.

Tras una inclinación, el guardia y el mariscal de sección abandonaron la estancia y cerraron la puerta tras ellos.

En la relativa quietud regresaron los aullidos del viento para castigar las contraventanas, que estaban tomadas por el hielo por los cuatro costados. El rostro lleno de cicatrices de Quint se crispó mientras estudiaba al lord protector.

—¿Tienes noticias?

Un lento asentimiento de Hiam.

—Sí. A ese jefe supremo y a sus tropas roolianas los han repelido de la costa. Los malazanos han ido tierra adentro, hacia la cordillera de la Barrera.

Quint golpeó las losas con el cabo de la lanza.

—¡Quieren tomar Kor!

Hiam apretó con una mano una contraventana helada.

—Quizá…

—¿Quizá? ¿Qué otra intención podrían tener?

—Podrían… —Hiam abrió de un tirón las contraventanas que daban al oeste. Unos vientos cortantes azotaron la cámara, hicieron chasquear sus mantos y despejaron la mesa de desorden y páginas de vitela. La llama de aceite de la baliza de comunicación se apagó. Hiam se quedó mirando la muralla incrustada de hielo, donde bajo la densa capa de nubes y la nieve torrencial las olas furiosas rompían casi a la misma altura que las almenas exteriores de la muralla. Todo es gris, gris como el hierro, tanto el mar como la piedra.

—Podrían lanzar un ataque contra la muralla —admitió.

Quint cerró de un portazo la hoja de madera.

—¡Bien! ¡Los aplastaremos!

Hiam esbozó la sombra de una sonrisa.

—Por supuesto, Quint.

—¡Sí! —El mariscal del muro volvió a encender la gruesa mecha de la enorme lámpara—. Quizá la Señora los ha atraído hasta aquí para destruirlos. —Estudió a su comandante con los ojos entrecerrados—. ¿No se te había ocurrido eso, Hiam?

El lord protector se sobresaltó. De hecho, no. No me lo había planteado… ¡Señora, perdóname! Mi fe es más superficial de lo que sospechaba. Debo rezar largo tiempo esta noche. Respondió a la mirada firme de Quint. Lanza viva de la muralla. Tú no conoces la duda, Quint. La lanza no reflexiona… ¡golpea!

Hiam se frotó la frente y lo reconoció.

—No, Quint. No se me había ocurrido. Te agradezco que me recuerdes que las formas de hacer las cosas de la Señora están por encima de nuestro conocimiento. —Apretó el hombro del más maduro—. Contigo como nuestro pilar, no fracasaremos. —Pasó a su lado y bajó la estrecha escalera de caracol, dejando a Quint solo bajo la luz de la llama medio consumida.

Esa noche Hiam estaba cenando un guiso caliente con el comandante de sección Learthol. Alguien llamó a la puerta y un elegido korelriano se inclinó.

—Lord protector, ha llegado el asesor del jefe supremo. ¿Lo hago entrar?

Hiam tomó un sorbo de té.

—Sí. Que lo acompañen aquí arriba.

El hombre se inclinó.

—Lord protector.

—He oído historias sobre él —dijo Learthol cuando se fue el elegido—. Dicen que la Señora le permite la práctica de su brujería.

Hiam asintió.

—Sí. Hay precedentes en la historia.

Learthol se acarició la larga barbilla.

—Cierto. Hay historias de un par de hechiceros ambulantes. A ellos no los destruyó.

Hiam agitó una mano.

—Tengo entendido que solo iban de paso. Carecían de importancia.

Se oyó una llamada a la puerta y Hiam contestó.

—Adelante.

El guardia acompañó al hombre dentro y después, a una señal de Hiam, se fue. El hombre, Ussü, se inclinó. Lucía unas túnicas manchadas a causa del viaje y mojadas por la lluvia y la nieve. Su largo cabello gris lo tenía pegado al cráneo y estaba temblando. Hiam se levantó y le señaló una silla.

—Por favor, siéntese. ¿Acaba de llegar? ¿Qué noticias hay del jefe supremo?

El anciano se sentó y estiró las manos hacia la pequeña estufa que había en medio del aposento.

—Gracias por recibirme, lord protector.

—No hay de qué.

—Sin duda ya se han enterado de las noticias del sur.

—Sí. Esos malazanos han logrado establecerse. —El hombre hizo una mueca de dolor, ya fuera por la franqueza de sus términos o por el uso de la palabra «malazanos», Hiam no estaba seguro.

—Sí, lord protector. Se han adentrado en tierra y han puesto rumbo a las colinas y a la cordillera de la Barrera.

—¿Y el jefe supremo?

—Está reuniendo sus tropas para ir en su persecución, según tengo entendido.

Hiam le ofreció al hombre un poco de té.

—Excelente. Si osan trasladarse al norte, los tendremos atrapados entre los dos, ¿no? —¿Y si osaran acercarse? ¿De qué podríamos prescindir para ir a su encuentro? Sangre y hierro, por supuesto. Como ofrecemos a todos los que pretenden desafiar a la Señora.

Ussü aceptó la tacita.

—Sí, lord protector.

—¿Y el jefe supremo lo envió a tranquilizarnos, quizá?

—Lo cierto, lord protector, es que he venido por otro asunto. Deseo interrogar a su campeón. Si me lo permiten.

Hiam lanzó una carcajada.

—El momento que ha elegido es impecable, asesor. Puede quedarse con él. Esta misma tarde perdió la cabeza. Se desquició por completo. Intentó asesinar a su compañero de celda, un camarada de muchos años. La locura es algo terrible. Puede empujarnos a traicionar a todos los que nos rodean. A veces por los desaires más insignificantes, o imaginados. ¿Quién puede saber las razones que se ocultan tras una mente que se rompe? —Y se encogió de hombros.

—Es una pena, mi señor. Siento que haya perdido un luchador tan capaz. Aun así, quizá a mí me sea útil.

Hiam cogió otra cucharada de su guiso.

—¿Qué es lo que requiere usted?

El rooliano (malazano, se corrigió Hiam, y encima un puñetero mago) resopló un instante.

—Oh, un aposento privado, grilletes, unos ayudantes fuertes. Y cadenas, señor. Las cadenas más resistentes que utilicen aquí para arrastrar bloques de piedra.

A Hiam lo desconcertaron bastante esas peticiones. No obstante, podía concederlas. Y, ¿quién sabe? Quizá salga algo de todo esto. Asintió.

—Muy bien. Creo que podemos improvisar algo. —Se volvió hacia el mariscal de sección Learthol—. ¿Quiere ocuparse de ello?

Learthol se limpió la boca y se puso en pie.

—Por aquí, asesor, si tiene la bondad.

Ussü se levantó, se estiró las pesadas túnicas empapadas y se inclinó ante Hiam.

—Se lo agradezco, lord protector.

Hiam observó irse al hombre; Learthol se inclinó al cerrar la puerta. El lord protector se preguntó si acababa de cometer un error. Pese a todo, la Señora le permitía a aquel brujo sus infracciones… y ella debería ser el árbitro final, no él.

Ussü trabajó en sus preparativos hasta bien entrada la noche antes de caer dormido, agotado, sobre el escritorio de trabajo de los aposentos que le habían proporcionado. A la mañana siguiente despertó con las manos y los pies entumecidos por el frío y una densa escarcha en las esquinas de la cámara de piedra. El viento azotaba la única ventana, cerrada con contraventanas. Llegó un sirviente con un brasero de hierro alimentado por carbón y una modesta comida de pan, queso de cabra y té frío.

Dos peones de Robo llegaron más tarde, con órdenes de servirlo. A estos los puso a trabajar clavando unos pernos de hierro en las junturas de las paredes y acoplando unas cadenas. Cuando todo estuvo listo, les dio a los dos instrucciones detalladas sobre cómo proceder y después dejó la sala para solicitar que se trasladara al campeón a su cámara. Decidió no dejarse ver hasta que el hombre estuviera sujeto: quedaba la pequeña posibilidad de que pudiera reconocerlo como malazano y comenzara a sospechar.

Desde el extremo del pasillo observó mientras le llevaban al cautivo, esposado y bajo vigilancia, hasta la sala. Cuando posó los ojos sobre el tipo se quedó espantado: ¿ese pobre diablo demacrado, ojeroso y raído era el campeón? Aun así, cualquiera que sufriera semejantes heridas a medio curar, congelaciones y lesiones por la exposición a los elementos ya estaría muerto. Que al parecer fuera capaz de hacer caso omiso de todas esas mutilaciones daba muchas esperanzas al experimento inminente. Esperó para que sus carceleros tuviesen tiempo a que quedase bien encadenado y después entró.

El sujeto estaba echado sobre una gruesa mesa de roble en el centro del aposento, amordazado. Tenía las piernas juntas y estiradas, envueltas en cadenas clavadas a unos pernos sujetos a los dos muros. También tenía los brazos juntos, estirados por encima de la cabeza y extendiéndose hacia el suelo, envueltos en cadenas sujetas a un perno incrustado en las losas. Ussü se inclinó sobre aquel tipo sucio y maloliente y se asomó a sus ojos.

Nada. Ninguna conciencia aparente. Solo una mirada apagada clavada en el techo. ¿Catatónico? Casi mejor. Mucho más fácil para sus propósitos. Y sin embargo… la falta de voluntad para vivir no serviría de mucho… Empezó a cortar los harapos que cubrían el torso del hombre.

—No me conoces —le dijo—, pero creo que yo te conozco a ti.

Rasgó los trapos y fue a una mesa donde tenía dispuestos sus instrumentos.

—Debo admitir que cuando oí que el campeón korelriano era un malazano que negaba ser malazano… y que se llamaba Barras, bueno, me intrigó. —Echó un vistazo atrás, y allí, alrededor de los ojos del tipo… ¿una ligera tensión?—. Yo, como habrás visto, soy malazano. Sexto Ejército, para ser exactos. Mago del cuadro Ussü, a tu servicio. —Cuchillo en mano, hizo una inclinación.

Apretó con una mano el arco de las costillas desnudas del tipo, probando, sondeando.

—Y tú, por otro lado, eres Barras, Barras de Hierro, juramentado de la Guardia Carmesí.

Ussü dio un paso atrás y volvió a pensarlo. ¿Quizá la cavidad del estómago? Menos riesgo de dañar un pulmón, pero claro, menuda hemorragia. Acaba con la fuerza vital. Los ojos del hombre se giraron por un instante para mirarlo; las mandíbulas cambiaron de posición como si se prepararan para hablar.

—Sí. Imagínate cuánto pagaría el Imperio por poder estudiar un juramentado vivo. Una buena cantidad, sin duda. —La asombrosa capacidad pectoral del hombre decidió las cosas por Ussü. Más espacio del que le habían ofrecido jamás. Sería por el frente. Les hizo un gesto a sus ayudantes para que sujetaran piernas y brazos y después se inclinó sobre el hombre—. Pero no es eso por lo que estamos aquí. Dicen que al juramentado no se le puede matar. —Sostuvo el afilado escalpelo con hoja de obsidiana delante de los ojos del hombre—. Estamos aquí para ver si es verdad.

Las cadenas chasquearon con estrépito y resonaron, casi cantando con el esfuerzo cuando el sujeto sufrió una convulsión.

Ussü se estremeció y posó una mano en el costado del hombre como haría alguien para calmar a un caballo espantado. Pero las ataduras resistieron… de momento. Se remangó. Trazó la línea del corte entre las costillas, hizo un gesto con la cabeza a sus ayudantes y partió la carne hasta el músculo.

Amordazado, el sujeto aulló incoherencias mientras se retorcía y se arqueaba. Ussü fue hasta sus instrumentos y eligió el separador de costillas más grande y sólido. Regresó con el sujeto.

—Me han dicho —dijo en tono familiar— que esta es una agonía peor que la que puedan infligir hasta torturadores adiestrados en el oficio. —Metió los afilados bordes dentados en el corte y después los clavó bien con un impulso del cuerpo entero. Brotó espuma por los bordes de la mordaza y los ojos ardieron con una furia abrasadora, al rojo vivo. ¡Bien! La rabia alimentará la voluntad de vivir.

Ussü empezó a girar los tornillos separadores.

—No es que esté insinuando ningún tipo de paralelismo entre mi persona y uno de esos brutos que torturan. Porque la analogía se acaba ahí, ¿sabes? El torturador necesita algo de su víctima y está intentando sacárselo, a él… o a ella. Sin embargo, yo no necesito nada de ti.

Lo que solo es una verdad a medias. Yo necesito que vivas.

—A mí, sin embargo, me motiva la pura curiosidad y la persecución del conocimiento. —Ussü hizo una pausa en los giros. ¿No nos convierte a los dos, al torturador y a mí, en buscadores del conocimiento? Ladeó la cabeza para pensarlo. El conocimiento que yo busco no lo tiene nadie más… esa es una distinción fundamental. Asintió y continuó ensanchando la brecha entre las costillas.

Algo lo sacudió entonces, no el sujeto, y no las olas que se estrellaban con una regularidad mareante contra las toneladas de piedra que tenía debajo, sino algo nuevo, un temblor terrestre. Fuera de los muros, el hielo crepitó cuando la estructura entera se meció, como si un gigante inmenso hubiera posado una mano suave contra la torre. Los ayudantes intercambiaron miradas aterradas. Ussü se limitó a intentar medir el alcance del desplazamiento. Interesante… este tipo de temblores son comunes en Puño, pero tengo entendido que no suelen darse aquí, en las islas Korel.

Los movimientos se atenuaron y se fue apagando el rugido del corrimiento de tierras que lo acompañaba. Ussü devolvió la atención al sujeto, sin hacer caso del acontecimiento. Había entrado por la parte superior del torso, puesto que había decidido meterse por arriba, entre los pulmones. El sujeto había dejado de moverse porque hasta el movimiento más ligero provocaba oleadas de intenso dolor, o eso intuía Ussü. Una vez que la brecha fue lo bastante grande, se limpió la mano en un lado de sus túnicas y después, manteniéndola plana como el borde de un cuchillo, la fue introduciendo en la cavidad llena de sangre.

El sujeto sufrió una convulsión como si lo hubiera golpeado un hacha, bramaba de furia y angustia en una tormenta de gritos articulados y rugidos. Ussü capeó la convulsión con la mano metida hasta el segundo nudillo en el pecho del hombre. Cuando pasaron las oleadas de contracciones, Ussü empezó poco a poco a apartar órganos y a atravesar capas de tejido para llegar al corazón, acunado como estaba en su bolsa protectora de grasa y músculo.

Por increíble que fuera, el sujeto continuaba consciente. A solo medio brazo de distancia, los ojos lo miraban ardientes como promesas de la venganza del propio Embozado. Ussü apartó los ojos: había rozado el corazón. Era el momento de invocar su senda. Extendió las manos mentalmente y se abrió al flujo de energías; en ese momento se apoderó de él un torrente que casi lo arrojó del cuerpo. ¡Dioses! ¿Qué había detrás de semejante poder? Había algo ahí… un misterio que iba más allá de esa Guardia Carmesí. Habían tocado algo. Algo latente, u oculto, con ese juramento que tenían.

Da igual. Eso queda para investigaciones futuras. De momento, la tarea que tenemos entre manos. ¡Ja! ¡Entre manos! En la mano, quizá. ¿Dónde está Melena Gris, el Traidor, Empuñapiedras?

Extendió los sentidos y lo buscó. El extraordinario poder disponible empujó la conciencia de Ussü hacia el oeste, y allí encontró a su hombre. Un aura brillaba sobre él, como una columna que excavara el cielo, y de la hoja de piedra gris que llevaba en las manos chorreaba una potencia fundida que la senda de Ussü interpretó como una cegadora llamarada del sol. La tierra rodó alrededor del hombre como una tela agitada, y el simple eco de esa emisión arrojó a Ussü lejos del cuerpo, como si lo hubieran golpeado. Chocó contra el muro y se deslizó al suelo, aturdido.

Sus ayudantes lo despertaron con unas cuantas sacudidas. Al recuperar el sentido, agitó los brazos, mareado. Después se levantó y procuró recuperar el aliento. Cogió a uno por la camisa.

—¡El lord protector! ¿Dónde está? ¡He de hablar con él!

Los ayudantes, peones de Robo, se limitaron a mirarse el uno al otro, desconcertados. Con un gruñido, Ussü los apartó de un empujón y se tambaleó hasta las escaleras.

—¡Quedaos aquí! ¡Vigiladlo!

Hiam estaba con el maestro ingeniero Stimins debatiendo el posible daño que podría haber provocado el temblor cuando el asesor del jefe supremo, Ussü, irrumpió entre ellos. Tenía manchas de sangre en túnicas, manos y brazos, como si hubiese tenido que abrirse camino a tientas por un matadero. Dos elegidos cercanos sacaron espadas para detenerlo. Hiam le echó un vistazo a la mirada acongojada del hombre y apartó a los hombres con un ademán.

—La Señora nos proteja, mago, ¿qué es esto? ¿Qué ha pasado?

—¿Quién lo llamó Empuñapiedras? —exigió el malazano, casi frenético.

Hiam sintió que la tensión le atenazaba las mandíbulas.

—No es algo que comentemos —dijo entre dientes.

—¿Quién? Maldita sea, tengo que saberlo.

El maestro ingeniero Stimins captó la mirada de Hiam y alzó una ceja. Hiam le ofreció un asentimiento brusco.

—Hay originarios de estas islas. Nativos indígenas que sobreviven por acá y acullá, como en la cordillera Gritos. Fueron los primeros en llamarlo Empuñapiedras. Hay antiguas predicciones de la destrucción de la muralla. Tan antiguas como la propia muralla. Afirmaban que él encajaba con ellas. La venganza de la piedra contra el muro, esa clase de tonterías.

El mago malazano había estado asintiendo, como si eso lo confirmara.

—Sí. Aquí, en Korel, ustedes desprecian las sendas, pero son reales. Una se llama D’riss. La senda de la Tierra. El suelo mismo que pisamos. Esa… arma… que muchos afirmaban que lleva Melena Gris. Acabo de encontrarlos, a él y su arma. Canaliza D’riss directamente, lord protector. El poder de la tierra. Y acaba de ser desenvainada contra el muro. Lo sentí. A lo lejos, al oeste, la muralla de las Tormentas está siendo sacudida hasta los cimientos. Han sentido el temblor, ¿verdad? En cualquier momento los habrá peores.

Hiam buscó la mirada de Stimins. Pobre hombre. La Señora lo ha vuelto loco. Y sin embargo… las antiguas predicciones. La tierra librándose de la muralla, y la visión del viejo lord protector Ruel: el muro derrumbándose en un gran estremecimiento del mundo, los jinetes atravesándolo en tromba para cubrir la tierra…

—Cálmese, asesor… —empezó a decir.

—¿Calmarme? —El hombre estuvo a punto de asfixiarse—. Se avecina el final. Yo voy a prepararme. Y sugiero que ustedes hagan lo mismo. —Y se fue con una sacudida.

Los guardias elegidos miraron a Hiam a la espera de órdenes para ir tras el asesor, pero el lord protector negó con la cabeza.

—No me gusta esa mención del oeste —dijo sin aliento Stimins, en voz muy baja—. Hubiera preferido que hubiera afirmado que era aquí, por arriba. Pero no allí fuera, al oeste. No una socavación… Envía un mensaje —sugirió—. Informe de situación.

Hiam asintió con gesto pensativo.

—Sí. Ha habido un temblor, después de todo. —Su asentimiento se hizo más convencido—. Sí, estaré arriba. Ocúpate de las reparaciones.

Stimins lanzó un bufido.

—No iba a estar en ninguna otra parte, ¿no?