10

Reside a las afueras de Thol una famosa anacoreta que vive enclaustrada en su hogar prisión, su única comunicación con el mundo exterior es una estrecha ranura por la que se puede pasar comida. Peregrinos de todas las islas visitan a esta mujer sagrada, que ha renunciado al mundo profano por su contemplación de lo sagrado. Puedes sentarte junto a la puerta de ladrillo con su estrecha ventana y participar de su sabiduría, obtenida a lo largo de cinco décadas de exilio autoimpuesto del mundo. Encerrada en su diminuta celda, nada escapa al alcance de su juicio.

Santos del subcontinente

La Abadía, Paliss

Cuando entró en Banith, Melena Gris instaló su cuartel general en el almacén que ocupaban los moranthianos azules. Devaleth se alegró de ver que cuando se encontraron, el puño supremo y el almirante Torbellino compartieron un largo apretón de manos. El almirante Nok, según había oído, no estaba presente, pues era famoso el juramento que había hecho de no volver a pisar tierra jamás. Los dos se sentaron de inmediato a debatir tácticas. Se enviaron órdenes a los puños, Rillish y Khemet Shul, que estaban en el campo, supervisando la disposición de las tropas.

Si bien la bruja estaba contenta con el buen ánimo del puño supremo, había comprendido con una claridad meridiana lo que pretendía y todavía no se había recuperado de la inmensidad, la audacia, del plan.

Kyle lo notó y la invitó a hacerse a un lado con él.

—¿Te encuentras mal?

El tono de la mujer era tembloroso cuando respondió en voz muy baja.

—¿Tienes idea de lo que este hombre va a llevar a cabo en realidad?

—Un desembarco en Korel, sí.

Devaleth se lo quedó mirando, sorprendida de que lo pudiera decir con tanta despreocupación.

—Es obvio que ninguno sois de aquí. Qué… —Se detuvo y buscó las palabras adecuadas—. ¿Qué pretende con respecto… con respecto a la muralla de las Tormentas?

El joven no parecía muy seguro de sí mismo. Fue tanteando a medida que hablaba.

—Creo que quiere acabar con el poder de los korelrianos en este subcontinente. Que lo ve como el único modo de ganar de verdad aquí. —Estaba asintiendo cuando terminó—. Y yo estoy de acuerdo —añadió medio para sí—. En cuanto a la muralla de las Tormentas… Los malazanos puede que tengan que ocupar el lugar de los korelrianos durante un tiempo.

Devaleth se retorció las manos en el estómago, donde se apretaban, unos nudillos ya blancos.

—Si hacéis eso, os quedaréis atrapados allí para siempre. —Y se alejó con la mirada gacha.

El puño Rillish entró y saludó.

—¿Solicitó mi presencia, puño supremo?

Melena Gris se apoyó de espaldas en la mesa, que estaba atestada de libros mayores y órdenes abarquilladas. Se echó hacia atrás el largo cabello gris como el hierro y durante un rato miró al hombre bajo las densas cejas, los ojos azules tormentosos.

—Sí, puño. Vamos a desembarcar en Korel de inmediato. Eso ya lo sabe. Sin embargo, la peor opción es que nos repelan. En cuyo caso necesitaremos un puerto seguro al que regresar. Banith, aquí en Rool, será ese puerto. Así pues, no podemos abandonar Rool por completo.

El estómago de Devaleth se encogió de miedo. Oh, no, Melena Gris; no le hagas esto…

El noble untan palideció y se tambaleó.

—Puño supremo —susurró, se le quebraba la voz—. Se lo ruego. No me separe del Cuarto.

—Dejaré cuatro mil con usted.

—El capitán Apuestas, o el capitán Perin, seguro que…

—Un capitán no puede ser la cabeza administrativa de un país, puño. Lo sabe.

—Melena Gris —murmuró Kyle—, quizá…

—Tú también te quedas.

Kyle se irguió con un estremecimiento.

—¿Qué? —Se lo quedó mirando con expresión de incredulidad—. ¡Me necesitarás para el desembarco!

Melena Gris lo miró a los ojos: parecía estar intentando decirle algo.

—Contigo aquí, Kyle, tengo la confianza de saber que al menos Rool permanecerá en manos malazanas.

—Con su permiso… —dijo entre dientes el puño Rillish, después se volvió de golpe y se fue. Kyle lanzó una mirada furiosa que expresó toda su confusión, pero Melena Gris apartó los ojos y bajó la cabeza con la boca apretada. Kyle murmuró una maldición por lo bajo y salió hecho un basilisco en busca del puño. Devaleth lo siguió tras una inclinación.

Los encontró en el muelle. El puño tenía los ojos clavados en el puerto, donde los navíos azules estaban preparando el desembarco. Ya había tropas saliendo en botes hacia los buques de guerra más grandes anclados en la bahía. Kyle se encontraba cerca, también sumido en sus pensamientos. Un viento gélido llegaba de la bahía y los arañaba a todos, las nubes pasaban por encima de sus cabezas, rumbo al interior.

—Debe de estar muy enfadado conmigo —dijo el puño, y le lanzó a Kyle una rápida mirada.

—¿Enfadado? ¿Con usted?

El otro se encogió de hombros, todavía con los ojos clavados en la bahía.

—Si no fuera por mí, usted lo acompañaría, ¿no?

—Creo que hace bien en mantenerlos aquí —dijo Devaleth—. Pero ojalá lo hubiera hecho de forma diferente…

Una sonrisa forzada de Rillish.

—La diplomacia no es el punto fuerte de Empuñapiedras.

—Necesitamos estar con él. El desembarco será una carnicería.

—No —soltó de repente Devaleth, fiera—. Podría con toda facilidad salir muy mal, los necesitarán aquí.

El puño aspiró una profunda bocanada del gélido aire de mar, después se volvió y los miró. Tenía el rostro pálido, las líneas de la boca salvajes. El viento le agitaba el cabello canoso, descuidado y sin peinar.

—El puño supremo ha tomado una decisión. No podemos más que obedecer. Incluso con Yeull huido a Korel con la mayor parte del Sexto, todavía queda la milicia rooliana, unidades dispersas, compañías renegadas y ese supuesto «barón» con el que hay que tratar. Estaremos muy ocupados.

—Esa no es razón suficiente para dejarnos atrás —dijo Kyle con los dientes apretados.

—No están considerando otra razón —dijo Devaleth, la mirada arqueada—. Creo que ese hombre les acaba de salvar la vida a los dos.

Kyle y Rillish intercambiaron una mirada arrepentida, después la bruja vio en los rostros de ambos que habían caído en la cuenta: como maga suprema, ella sí que acompañaría a Melena Gris.

Suth subió corriendo las escaleras de la posada que la cuarta compañía había ocupado al entrar en Banith, abrió de golpe la puerta de la habitación de su pelotón y empezó a reunir su equipo. Pyke estaba tirado en un catre y Wess en otro, al parecer dormido.

—Moveos —les dijo mientras hacía su petate a toda prisa—. Están formando para embarcar.

Pyke lo miró con un brazo bajo la cabeza, una sonrisa burlona en los labios. Levantó una botella y dio un trago.

—¿No te has enterado?

—¿Enterado de qué?

—Nosotros no vamos.

Suth levantó la mirada de su equipaje.

—¿Qué?

—Nos quedamos. —Pyke se apoyó la botella en el estómago—. Montamos la guarnición aquí, en Banith. Una perita en dulce, en mi opinión. Estaremos cobrando derechos de protección antes de darnos cuenta. Quizá haya alguna chica que necesite protección extra, si sabes a qué me refiero. —Le guiñó un ojo.

Suth se aferró a su espada, recién afilada y envuelta en el cinturón. ¿Va a buscar un afilador y pasa esto? La tiró en la cama.

—Y una mierda, Pyke.

Por una vez el hombre no se picó. Sonrió y tomó otro sorbo de vino.

—Vete a preguntar al culo gordo de Tela. Está abajo.

Suth le hizo un gesto con la mano y bajó las escaleras como un huracán. Encontró al sargento y a la mayor parte del pelotón en una mesa, en la parte de atrás.

—¿Qué es esto? —preguntó al llegar junto a ellos.

Tela se hundió en su asiento, una alta jarra de gres delante de él.

—Es verdad —rezongó, parecía derrotado. Yana asintió, la cabeza en las manos, los codos en la mesa.

—¡Que Imparala Ar se los lleve a todos! ¡Es una puta mierda!

Alguien le dio a Suth una colleja por detrás, un soldado que reconoció del décimo.

—Buena suerte con estas ancianas damas de Banith, ¡cuidado con los bastones! —La mesa de al lado estalló en carcajadas.

Suth se lo quitó de encima con un ademán y una carcajada enfermiza. Len apartó una silla de una patada y Suth se dejó caer.

—¿Quién más?

—El undécimo, el sexto, unos cuantos más —respondió Len.

—¿El vigésimo?

Len sacudió la cabeza.

—Ellos se van.

—¡Claro, ellos pueden ir! —gruñó Yana.

—Van a tener las cosas feas, joder —advirtió Tela, y dio un gran trago. Len frunció el ceño y miró la mesa. A Keri parecía que le dolía algo, Suth no sabía si era por sí misma o por los que se iban.

Manteca solo suspiró.

—Y nosotros nos lo vamos a perder. Y yo que estaba deseándolo.

Suth miró al hombretón. La verdad era que él no podía decir que estuviera deseándolo; él ya no necesitaba el choque de espadas para ver quién era más fuerte o más rápido. Si él quería ir era para estar allí para todos los demás, los iban a necesitar a cada uno de ellos en aquella bronca, tenía muy mala pinta.

—No me lo puedo creer, joder.

Tela asentía.

—Bienvenido al ejército.

Desde las ventanas de su despacho, Bakune observó al ejército malazano de ocupación que marchaba por las calles de Banith. Así que entran marchando y salen marchando; malazanos van y malazanos vienen. Nuestros antiguos jefes supremos eran malazanos, pero por alguna razón estos parecen diferentes. Claro que yo no estaba cuando entró el Sexto. Me imagino que ese es el aspecto que debían de tener también entonces: disciplinados, endurecidos, veteranos de invasiones en cinco continentes. Pero después de unas cuantas décadas de ocupación, míralos ahora…

Les dio la espalda y se volvió hacia su escritorio. Lo atestaba el papeleo. Demandas de la jerarquía religiosa para que Banith pagara las reparaciones del Claustro y el Asilo. Su negativa a dicha demanda: la iglesia puede pagarlas. Aunque, dada su desorganización, no había forma de saber cuándo ocurriría eso. Demandas de ciudadanos que buscaban recompensas por el alojamiento y la ocupación de habitaciones. Ingresos perdidos, daños. Bakune solo podía sacudir la cabeza. ¿Es que no entendían que aquellos eran sus conquistadores? Podían hacer lo que les placiese. De momento no había muerto nadie en ninguno de los dos bandos: eso era lo más importante.

Y su solicitud de una audiencia con ese nuevo puño supremo, aunque estaba lejos de disfrutar con la idea de conocer al mayor malvado de la época. El Traidor, Empuñapiedras, ¡el mismísimo Melena Gris! ¿Quién lo habría pensado? Una figura sacada de los viejos cuentos que las madres utilizaban para asustar a sus hijos.

Y allí estaba, para asustarlos de verdad.

De momento, para gran alivio suyo, su solicitud no había recibido respuesta. Hasta la fecha había tratado solo con suboficiales, capitanes y tenientes. Bruscos y rígidos todos, pero tranquilizadoramente profesionales en su actitud. Bastante alentador, con la debida cautela, por supuesto; claro que, no cabía duda de que el Sexto también había sido igual de profesional. Al comienzo.

¿E Ipshank? ¿Dónde estaba? ¿Escondido? Echaba de menos su consejo, sobre todo en esos momentos. Maldito fuera el tipo por desaparecer cuando más se le necesitaba.

Una llamada a la puerta.

—Adelante.

Entró el capitán Hyuke de la Guardia de la Ciudad y se derrumbó en una silla. Se cepilló con gesto pensativo el grueso bigote. Bakune lo miró.

—¿Y bien?

—Pues sí que se van. Zarpan hacia Korel. A la caza del jefe supremo. Le van a ajustar las cuentas. Está fuera de nuestras manos ahora… —Se encogió de hombros.

Como siempre lo estuvo.

—¿Y por tanto?

El tipo continuó acicalándose el largo bigote.

—Dejarán aquí un pequeño contingente, claro…

Bakune le lanzó una mirada furiosa e impaciente.

—¿Sí?

El otro alzó los hombros en un encorvamiento pesaroso.

—Bueno, habrá problemas. La gente empezará a tener ideas. Habrá emboscadas, muertes. Después empezarán los castigos, los arrestos, las ejecuciones. Las cosas van a ir a más y esto se va a poner feo.

Bakune se llevó las puntas de los dedos a las sienes. ¡Malditos sean todos los dioses! Una insurrección. Era lo último que le hacía falta en aquellos momentos. Justo cuando las cosas empezaban a asentarse. Miró a su capitán de la Guardia.

—Entonces tendrás que evitarlo, ¿no?

El hombre se rascó la cabeza y se examinó las puntas ennegrecidas de los dedos.

—Bueno, eso pondrá su nombre y el mío en los primeros lugares de la lista, ¿no?

Bakune parpadeó. ¿No estoy condenado ya como colaborador? ¿No ha habido ya atentados contra mi vida? ¿No ha intentado ya alguien allanar mi casa?

—Me temo que es inevitable. A menos que desees dimitir. ¿O estás sugiriendo que existe una alternativa?

El hombre pareció retorcerse de vergüenza y tosió en el puño.

—Bueno, está ese general rooliano, arriba, en las colinas… ya controla buena parte del sur. La mayoría de la milicia, los insurgentes y demás le juran lealtad. Se ha ofrecido a aplastar toda esa violencia. Mantener las cosas a raya…

Bakune se recostó en su sillón y entrecerró los ojos. No le gustaba la dirección que estaba tomando aquello.

—¿Y? —articuló, ya sabía la respuesta.

Una vez más, un encogimiento de hombros casi de disculpa de Hyuke.

—Lo único que tiene que hacer usted es hacer la vista gorda mientras él recluta y se reabastece y eso, nada más.

Bakune sintió que su mirada se endurecía en una expresión gélida. Jugar a dos bandas. Qué desagradable. ¿Iba a traicionar sus votos de defender las leyes de la tierra? ¿Pero las leyes de quién? ¿Las leyes de una élite militar extranjera de ocupación? ¿Qué lealtad le podían exigir? ¿O incluso esperar, si a eso iban?

Se aclaró la garganta.

—¿Y qué garantías puede ofrecer ese general de que no lanzará una operación aquí, en Banith? Los malazanos están aquí, después de todo. ¡No toleraré que esta ciudad se convierta en una zona de guerra!

Hyuke asintió, afligido.

—Oh, eso no ocurrirá. Le da su palabra jurada. Además, ahora mismo está muy ocupado consolidándose. Llevando el orden a más provincias.

—Eliminando a sus rivales, querrás decir.

Un encogimiento de hombros avergonzado.

—¿Y ese general rooliano tiene nombre?

—Ah, bueno, esa es su garantía, sabe…

Bakune suspiró, impaciente.

—¿Sí?

—El general se llama Karien’el.

El lord protector Hiam se encontró con el jefe supremo Yeull en un pabellón levantado al este de Elri. El mariscal del muro Quint lo acompañaba, así como su ayudante, Shool. El campamento de las tropas roolianas recién llegadas se extendía como una ciudad instantánea que bajaba por la costa hasta la misma playa. Los barcos estaban anclados junto a la orilla. Los informes de la guardia korelriana regular habían dejado claro que habían desembarcado muchos más de los acordados diez mil. Al llegar, Hiam vio que era verdad. Se le ocurrió que cualquier otro gobernante vería semejante desembarco como una invasión. Pero ningún otro gobernante tenía tras él la muralla de las Tormentas y la absoluta verdad de su indispensabilidad.

Unos guardias abrieron las pesadas solapas de tela, Hiam se agachó y entró. Dentro, un muro de calor lo golpeó como un puño que le atenazó el pecho. El jefe supremo Yeull estaba sentado junto a un gran montón reluciente de brasas que descansaban en un ancho cuenco de hierro. A su lado se encontraba un hombre alto y delgado, barba gris, vestido con túnicas pálidas de color crema sujetas por un fajín alrededor de la cintura. El jefe supremo se levantó, estiró una gruesa piel que llevaba sobre los hombros y se inclinó.

Hiam respondió a la inclinación.

—Bienvenido, jefe supremo, a Korel.

—Lord protector. Es usted muy amable al permitirnos desembarcar.

Quint y Shool entraron y Hiam los presentó. El jefe supremo Yeull señaló al hombre que estaba a su lado.

—Ussü, mi asesor jefe.

—Debo decir —comenzó Hiam— que me sorprendió mucho oír que acompañaría a sus tropas.

Yeull se sentó y sostuvo las manos sobre las brasas. El hombre actuaba como si estuviera muerto de frío a pesar del calor aplastante que había dentro de la tienda, las capas de ropa, el manto de piel y el sudor que le chorreaba por la frente cetrina. Asintió con la cabeza.

—No me andaré con rodeos, lord protector. Estoy aquí porque el Traidor, Empuñapiedras, viene hacia aquí.

Hiam miró a Quint, que no pudo ocultar el desprecio de su expresión.

—¿En serio, jefe supremo? Yo pensaba más bien que ha venido aquí porque el Traidor lo había derrotado y no tenía otro sitio al que ir.

El hombre saltó de su silla, la sangre le oscurecía la cara.

—¡Cómo se atreve! Aquí está, en apuros, con apenas el número necesario para defender el muro, yo vengo a ofrecerle ayuda… ¡y así me lo paga!

El asesor, Ussü, acompañó al jefe supremo a su silla para que volviera a sentarse. Después levantó las manos para hablar.

—Por favor, señores. No riñamos. A mí me parece que, como en cualquier acuerdo, ambas partes tienen algo que ganar y algo que ceder. Prometimos diez mil en defensa del muro, nuestra mitad de un pacto de defensa mutua. Seguro que nuestra presencia es una ayuda bienvenida, ¿no?

Hiam inclinó la cabeza en aquiescencia.

—Bien dicho, señor. Sea usted bienvenido, jefe supremo. Durante el tiempo que contribuyan a la defensa de la muralla de las Tormentas, pueden quedarse como invitados en nuestras tierras.

—Y si hubiera desembarcos malazanos aquí, en Korel, nosotros defenderemos las costas —dijo Yeull—. Seguro que, en tal caso, ustedes también volarían a defender sus tierras.

—Desde luego —respondió Hiam. Por poco probable que sea.

Ussü se inclinó.

—Muy bien. Entonces estamos de acuerdo. Nuestro agradecimiento, lord protector.

El jefe supremo Yeull inclinó la cabeza una fracción.

—De acuerdo.

—De acuerdo —aceptó Hiam—. Y ahora, han de disculparme, pero las obligaciones del muro exigen mi presencia. Debo regresar con urgencia.

—Comprendo —dijo Yeull con frialdad—. En otro momento, lord protector.

Hiam se inclinó.

—En otro momento.

Fuera de la tienda, el asesor, Ussü, se unió a su grupo cuando regresaron caminando a sus monturas: tres de los pocos caballos que tenía la Guardia de la Tormenta para mensajes vitales. Hiam lo saludó con la cabeza.

—Asesor Ussü, ¿cómo podemos ayudarlo?

El hombre caminaba con las manos entrelazadas a la espalda, la cabeza inclinada.

—Lord protector, una pequeña solicitud.

—¿Sí?

—Tengo noticias sobre su actual campeón del muro…

—¿Sí?

—Que habla malazano, es decir, quon, pero que no pertenece al Sexto Ejército…

—Sí. Así es. —Llegaron a sus caballos. Unos soldados roolianos los sujetaron mientras ellos se esforzaban por montar.

—Me pregunto si me darían permiso para verlo, para hablar con él.

Hiam tensó las riendas y se encogió de hombros.

—No veo por qué no. Si lo desea. Shool, encárguese de ello, ¿quiere?

—Desde luego —respondió Shool mientras se peleaba con el estribo para meter el pie.

Ussü ayudó al asistente a meter el pie, después se inclinó mientras los otros se alejaban a medio galope. Malos jinetes, estos korelrianos. Me pregunto con cuánto apoyo podremos contar cuando llegue Empuñapiedras. Muy poco, sin duda. No veo a este hombre sacando tropas del muro. Y ese campeón, malazano, pero no malazano. Barras. Un nombre poco común. ¿Podría ser ese Barras? ¿Juramentado de la Guardia Carmesí? Casi imposibles de matar, esos juramentados. Imagínate lo que podría lograr con uno de ellos…

Ussü regresó a la tienda de mando. Encontró a Yeull encorvado sobre el brasero.

—Que la Señora me libre —gimió el jefe supremo—. Este frío me está matando.

—Mi señor, ¿cuándo podemos esperar la llegada de Borun y los moranthianos? Pronto, diría yo. Melena Gris podría estar aquí cualquier día de estos.

Yeull se hundió en su sillón.

—¿Cómo dices? ¿Los moranthianos? Ussü, no se ha enviado ningún barco. Ni se enviarán jamás.

Ussü se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Se quedó mirando con la boca abierta. Estaba tan conmocionado que casi cogió al hombre por el cuello de la ropa y lo sacudió.

—¿Qué? No veo…

Yeull se levantó, furioso una vez más.

—¿Ver? ¿Ver? ¿No ves? ¿Quiénes son los aliados de los malazanos en esto, Ussü? ¿No viste los informes?

—Sí. Los moranthianos, pero…

—¡Sí! Los moranthianos. ¡Exacto! No se puede confiar en ellos. Son extranjeros. No se puede confiar en esos extranjeros.

¡Nosotros somos extranjeros, imbécil! ¡Aquel hombre acababa de tirar por la borda su mayor ventaja! ¿Cómo iba a salvar algo de todo aquello? ¿Cómo podía salvar algo? ¡Señora… dale fuerzas! Ussü se obligó a acercarse a una mesa donde reposaba el té. Se tomó su tiempo para prepararse un vaso. Al final se aclaró la garganta.

—¿Desembarcará aquí, al sur de Kor?

—Sí. De eso estoy seguro.

—¿Y cómo, si me permite preguntar?

El susurro del hombre adoptó un tono astuto, casi insinuante.

—La Señora me guía en estas cosas, Ussü. Ahora vete y prepárate. Los recibiremos en la costa y se ahogarán en las olas.

Ussü sabía que no debía disputar ese tono. Se inclinó.

—Muy bien, mi señor.

Mientras cabalgaban al norte, Hiam le hizo un gesto a Quint para que se acercara. El mariscal del muro azuzó a su montura con torpeza para que trotara más rápido.

—Bueno, ¿y qué piensas? —preguntó Hiam—. Y no me vengas con tu labia habitual.

Quint escupió, las manos aferradas con todas sus fuerzas a las riendas.

—Han llegado muchos más de diez mil, Hiam —señaló.

El lord protector se echó a reír.

—¿Es eso lo más parecido a una disculpa que te voy a sacar?

El hombre hizo una mueca que crispó sus cicatrices faciales.

—Es verdad que han venido —admitió—. Pero ha venido él con ellos.

Hiam sacudió la cabeza. Pobre Quint, el tipo lanza una disculpa y luego la retira con el siguiente aliento.

—Sí, ha venido. Y gracias a sus hombres ganaremos el tiempo que necesitamos hasta el final de la estación. Y luego, llegada la primavera y el verano, ayudaremos a restituirlo. Estará en su trono solo gracias a nosotros. Y nuestro precio será alto. Muy alto. Lo mantendremos ahí por diez mil hombres al año… durante los próximos diez años.

Las cejas de Quint se alzaron mientras se planteaba ese inmenso número. Asintió con gesto aprobador. Parece que Hiam va a tener a ese gobernante retorciéndose bajo el cabo de su lanza. Como debería ser. Todos los gobernantes desde Estigio a Jourilan deberían considerarse en deuda con nosotros. Es lo más lógico.

—Señor —dijo Shool alzando la voz—, ¿qué hay de esa afirmación de que el Traidor, Empuñapiedras, viene a atacarnos? Su flota está en Banith.

Hiam se limitó a sacudir la cabeza.

—Sería esperar demasiado, diría yo. Que mutile sus fuerzas en un intento desastroso por desembarcar. Y después, que los restos destrozados regresen cojeando a Rool. Así será mucho más fácil borrarlos del mapa llegada la primavera.

—Pero Empuñapiedras…

Hiam miró atrás. Ah, los rumores. Malditas sean las inclinaciones apocalípticas de esos místicos de la Señora. Yo también sentí su fascinación una vez. Por entonces reinaba la alarma y la incertidumbre… y yo cedí ante Cullel y le permití irse. ¡Cómo lo lamento ahora! Fue… una vergüenza. Se aclaró la garganta.

—Solo es un hombre, Shool. Un hombre no puede deshacer la muralla.

—Entonces solo tenemos que aguantar esta estación —rezongó Quint.

El joven Shool se quedó de piedra ante semejante franqueza. Hiam apretó los dientes, Quint siempre decía lo que pensaba y ojalá tuviera más cuidado. Esa vez, sin embargo, fue incapaz de desechar la lúgubre predicción. Sí, Quint. Solo tenemos que aguantar.

El Ejército de la Reforma al fin llegó a los campos embarrados y engalanados de nieve de las afueras de la ciudad amurallada de Anillo. Reunió la larga cola de seguidores del campamento, carros y pequeños mercaderes y levantó su propio y atestado pueblo informal. Las circunstancias le recordaron a Ivanr por fuerza a Plaga. Salvo que la ciudad de Anillo era unas cien veces más grande que Plaga y no se atrevieron a entrar por miedo a ahogarse en su mar de ciudadanos. En cualquier caso, el humo flotaba por encima de sus tejados y torres rojos y negros, donde las facciones reformistas se enfrentaban a los leales por el control de los distritos. Un alto campanario y capilla de la Señora ardía mientras Ivanr observaba desde la ladera que se asomaba a las murallas.

Hacia el interior, al norte, a orillas del río Blanco Menor, se encontraba el campamento del Ejército Imperial jourilano. O más bien, una ciudad de miles de tiendas de campaña que incluían la del hijo mayor del emperador, que se rumoreaba que había sido bendecido por la propia Señora. Él encabezaría la carga de la aristocracia jourilana, que barrería del campo a esa chusma de campesinos advenedizos, o eso se imaginaba él, sin duda. E Ivanr no podía por menos que estar hasta cierto punto de acuerdo. Esa vez no podrían contar con la lluvia o algún otro milagro que los librase, aunque el cielo estaba nublado y hacía frío, un frío de cojones. Las profundidades del invierno inducido por los jinetes de la tormenta que atormentaban a esa región.

Volvió a meterse en su tienda. Martal estaba supervisando la disposición de las tropas. Ivanr sabía que la mujer lo prohibiría, pero él tenía intención de estar allí, en primera línea. Alentaría a esos ciudadanos-soldados verlo allí. Hasta el momento, parecía como si la extranjera estuviera procediendo como antes, colocando formaciones de picas respaldadas por arqueros. Ivanr se ciñó mejor las túnicas y se paseó por la tienda, incapaz de comer. Los imperiales habían visto el truco y él había podido observar su respuesta: sus arqueros y su infantería se arremolinaban en un número enorme en su campamento.

Responderían andanada por andanada. ¿Y quién ganaría? A Ivanr le parecía que el tiempo no estaba de su parte. Y en algún lugar, en medio de esa extensa ciudad de tiendas, estaba la sacerdotisa. Los imperiales amenazaban con ejecutarla al día siguiente, al amanecer. ¿Cuál sería la respuesta del ejército? Ya habían perdido a Beneth. Él tendría que estar allí, en primera línea, para percibir su humor, para responder, y quizá… para intervenir.

Un suspiro a su espalda lo hizo girarse en redondo, su espada corta surgió entre sus túnicas. La hermana Gosh estaba sentada con las piernas cruzadas en una alfombra. La mujer arqueó una ceja al ver el arma que la apuntaba e Ivanr la envainó bajo las túnicas. La vieja bruja parecía agotada. Sus gruesas capas de faldas y chales estaban más sucias que nunca y ella se mostraba ojerosa, su cabello era un nido de ratas de nudos sucios y apelmazados.

—¿Dónde has estado? —rezongó Ivanr, aunque fue un alivio para él verla.

—Escondida.

—¿Qué? ¿Escondida? ¿Por qué?

La anciana sacó una petaca de plata de entre los chales, dio un rápido trago y suspiró de placer.

—Porque vienen a por mí, por eso.

—¿Quién?

—No lo sé. Algún traidor, estoy segura. Ya casi no quedamos ninguno. Si algún otro que no sea yo se acerca a ti, no confíes en él, ¿de acuerdo?

—Si tú lo dices.

La mujer se relajó, dejó escapar un largo suspiro y aflojó los hombros.

—Bien, bien.

—¿Qué está pasando?

La mirada de la mujer adoptó una expresión calculadora y pareció examinarlo.

—El final de todo, Ivanr.

—¿Qué? ¿El fin del mundo?

Ella hizo una mueca de enfado.

—¡No, no! Solo un cambio. El fin de un orden y el posible principio de otro. Aunque algunos prefieren verlo como el fin de todo, sí. Llegará en tres días. Lo único que puedo ver es que debes recordar tu juramento, Ivanr. Eso es lo único que me viene. Recuérdalo.

—Bueno, si tú lo dices. Lo intentaré.

—Muy bien. —Un espasmo se apoderó de la mujer, que hizo una mueca y contuvo el dolor—. Siento no poder ser de más ayuda, pero estaré librando mi propia batalla, puedes estar seguro de eso.

—Entiendo. ¿No te… veré?

La mujer intentó levantarse con un gruñido. Ivanr saltó a ayudarla.

—Gracias. ¿Quién sabe? Quizá nos volvamos a ver. No lo sé. Pero no lo creo. —La bruja cruzó hasta el frente de la tienda.

—¿Qué hay de la batalla?

La hermana Gosh hizo una pausa ante la solapa.

—Confía en Martal, Ivanr. Confía en ella, ¿sí? —Volvió a arquear una ceja.

Él inclinó la cabeza en un asentimiento y sonrió.

—Si tú lo dices.

La mujer no pareció muy convencida por su contrición, pero aceptó el gesto de todos modos.

—Adiós, Ivanr. Que todos los dioses te guíen.

—Adiós.

Cuando se fue la mujer, Ivanr se quedó sentado un rato, reflexionando. Sí, confiar en Martal. Confiar en esa malazana extranjera. Esa era la cuestión, ¿no?

Durante toda la noche lo despertó el ruido de construcción, de azadones golpeando y pesos pesados cayendo. Pero no saltaron alarmas y él volvió a dormirse, parecía que Martal estaba construyendo sus armas de asedio. Un poco pronto, pensó él.

Por la mañana desayunó té caliente y pan. Cuando abrió la solapa de la tienda se encontró con una ventisca de torbellinos de nieve y, más allá, los muros de una fortaleza. Se la quedó mirando y dibujó un círculo completo. Abarcando todo el campamento del Ejército de la Reforma se alzaban muros de tablones y vigas que se extendían entre los altos carruajes, que se alzaban como las torres en las almenas.

¡Por todos los dioses del cielo y del inframundo! ¡Una fortaleza! ¡Esa maldita mujer ha construido una fortaleza!

Ivanr atravesó el campamento intentando no quedarse con la boca abierta. ¿Cómo lo había hecho? Al llegar al muro más cercano, observó que habían desmontado los lados interiores y las partes delanteras y traseras de los carruajes. Se alzaban como plataformas para arqueros de dos pisos y fondo abierto. Los pisos de abajo estaban tomados casi en su totalidad por ballestas de aspecto despiadado que parecían capaces de disparar varios cuadrillos en un abanico. Aquella mujer estaba lista para su propio asedio. Saludó con la cabeza a las tropas cercanas y trepó por una escala hasta una pasarela estrecha que recorría el espacio tras el muro. Giró a la izquierda y la derecha y estudió toda la curva de la fortaleza.

Asombroso, pero no tendría intención de cederle el campo a los imperiales, ¿verdad? Se limitarían a retroceder y matarlos de hambre. Los soldados reunidos en la muralla no parecían muy contentos con su logro; casi todos estaban mirando en silencio los campos e Ivanr se giró. Allí, a medio camino entre los ejércitos, había una pira de leña apilada.

Los imperiales también habían estado muy ocupados la noche anterior.

Mientras Ivanr miraba, un destacamento de unos cincuenta jinetes se acercó con lentitud desde el lado imperial. Con ellos llegaba una carreta tirada por un buey y en la carreta una figura delgada envuelta en harapos. Detrás, la caballería pesada ya estaba formando, montados y armados, los estandartes colgando sin fuerzas. Para dar fe. Cada vez más hombres y mujeres del Ejército de la Reforma se estaban reuniendo en las murallas. Ivanr vio a Martal con su armadura negra mirando desde un carruaje cercano.

Dioses. ¿Qué va a ocurrir? ¿Se precipitarán fuera con una furia enloquecida? ¿No es eso lo que quieren estos imperiales? ¿Desorden, rabia ciega?

Pero no percibía rabia alguna a su alrededor. Solo una vigilancia callada, un aliento colectivo contenido.

El destacamento se reunió en un lado de la pira. Sacaron a rastras a la mujer (desde aquella distancia Ivanr solo pudo suponer que era la sacerdotisa). Un sacerdote de la Señora leyó los cargos, todo en silencio entre la tormenta de nieve. Una figura alta con una armadura de bandas que resplandecía como si estuviera ribeteada de oro encabezaba el destacamento, ¿el hijo mayor del emperador, Ranur III? Estaba derrumbado hacia delante, el yelmo bajo un brazo, al parecer aburrido.

Subieron a la mujer al alto montón y la ataron a un poste. Metieron tizones en la leña apilada, pero debido a la nieve y la cellisca, la pira era reticente a prenderse. Los soldados imperiales intentaron hacer cobrar vida al fuego, pero este solo ardió sin llama. La mujer permaneció erguida durante todo el proceso, sin moverse, sin intentar siquiera hablar. Ivanr sabía que con frecuencia a esas víctimas se les cortaba la lengua antes de la ejecución.

Las multitudes del Ejército de la Reforma se concentraban en las murallas y carruajes, y hubo que hacerlas retroceder cuando la construcción de tablones y columnas no pudo soportar tanto peso. Los soldados se mostraban hoscos, pero cooperaban. Ivanr empezaba a palpar la rabia, una furia lenta, hirviente, oscura, nacida de la ofensa ante la indignidad que se estaba desarrollando ante ellos.

La figura de la armadura dorada desmontó, agitando los brazos y dando órdenes. Sacaron a rastras a la mujer de la pira y la obligaron a ponerse de rodillas. El hombre sacó su espada. Primero, apuntó la hoja hacia la fortaleza improvisada en un gesto que no necesitaba palabras, después la levantó por encima de la cabeza con las dos manos y la bajó en un corte limpio y arrollador. La cabeza de la sacerdotisa cayó y los soldados soltaron su cuerpo, dejando que se derrumbase en el barro y la nieve derretida.

La muralla sobre la que se encontraba Ivanr pareció temblar cuando cientos se estremecieron como uno solo con la estocada del imperial.

Entre la tormenta de nieve, los imperiales desarmaron una pica y colocaron la cabeza en ella, después la dejaron clavada en el campo. Tras lo cual volvieron a montar y se alejaron a caballo con la carreta de bueyes cerrando la marcha.

Así terminó la sacerdotisa que llevó al subcontinente el mensaje de tolerancia y culto a todas las deidades. ¿Qué leyendas surgirían, se preguntó Ivanr, de ese día? ¿Que el fuego se negó a dañar su carne santa? ¿Que se enfrentó con valentía a su fin, despreciando a sus torturadores? ¿Que el mismo cielo lloró al verlo? Por su parte, Ivanr vio el final triste y trágico de una vida joven. Un cadáver en el barro y una cabeza en una pica. Vio un desperdicio, un gesto inútil e innecesario que no resolvía nada. ¿Por qué lo había acatado ella? ¿Qué lección podía extraerse de aquello?

Los cuernos resonando dentro del complejo sacaron a Ivanr de sus reflexiones. ¿La llamada a formar? ¿En qué estaba pensando Martal? Fue a buscarla. Se abrió camino entre la infantería arremolinada, llegó junto al gran semental negro de la mujer y la cogió por el estribo.

—¿Qué estás haciendo?

Ella lo miró desde el caballo y sujetó su montura.

—Lo que debo, Ivanr. Y lo siento… ella significaba algo para ti, lo sé.

—¿Construyes muros y luego sales a la carga al campo de batalla? ¡Estás haciendo lo que ellos quieren!

—Esperemos que sea lo que piensen. —La mujer azuzó su montura con la rodilla.

Pero quizá lo estés haciendo, Martal. Ivanr trepó al muro más cercano que ofrecía una vista de los campos occidentales. Las multitudes apartaron varios carruajes y, como una chusma rebelde, la horda de infantería con picas en ristre comenzó a manar de la fortaleza. Bajaron por la suave pendiente, las picas levantadas, un bosque repleto de crujidos que se movía. A lo lejos, en el campamento imperial, los cuernos respondieron al desafío. La caballería pesada avanzó a medio galope.

¡Formad, malditos seáis! ¿A qué estáis esperando? Resonaron más cuernos, una llamada fuerte, sonora y urgente. Las monturas ataviadas con armadura cobraron velocidad. Siete oleadas diferentes se organizaron entre los cientos de caballería. De momento las lanzas permanecían en alto, apoyadas en caderas, Ivanr sabía que no las bajarían hasta el último instante.

El pánico pareció apoderarse de piqueros y piqueras. Se arremolinaron en una masa sin forma, estremeciéndose y arrimándose a las murallas de la fortaleza. ¡Formad! ¿Es que lo habéis olvidado todo? Y entonces, un último estallido brillante en los cuernos imperiales y el paso medido se convirtió en una carga. Las lanzas se inclinaron en ángulo. Ivanr sintió la reverberación de toneladas de carne y hierro aporreando el suelo.

La infantería se estremeció con un movimiento de casi retirada hacia los muros, solo para aguantar en su sitio en el último momento y presentar una valla apretada de varias capas de hojas de hierro. Y entre todos, Martal, a caballo, bramando órdenes.

Ivanr apretó la madera en un espasmo cuando cayó sobre ellos la oleada férrea de hombre y caballo, con armadura ambos, cargando contra el muro de picas clavadas. La pugna envió ondas de choque por toda la masa de infantería. La madera se hizo pedazos, los caballos chillaron, los invasores heridos rodaron entre dos y tres filas. La carga penetró mucho más que ninguna que hubiera presenciado Ivanr hasta entonces. Hombres y mujeres se precipitaron sobre los jinetes caídos y derribaron a los atrapados en la multitud, los cuchillos se clavaban en brechas y visores.

Pero Ivanr observó con pavor que detrás, ladera abajo, la segunda oleada avanzaba a la carga, las lanzas descendiendo ya. Martal agitaba los brazos y daba órdenes. Resonaron los cuernos para volver a formar. La masa de infantería volvió a retroceder para organizar sus filas justo detrás de la carnicería de la primera oleada. Ivanr observó, asombrado, que la segunda se precipitó de todos modos, sin inmutarse, como si su propio ímpetu pudiera hacerlos atravesar la masa de carne para salir por el otro lado. Muchos saltaron por encima de los caballos y hombres caídos; algunos fracasaron, se engancharon con los cadáveres y los heridos y cayeron dando vueltas entre las filas como cantos rodados que hubieran arrojado. Y en esas brechas se metía más caballería, las lanzas hechas pedazos, las espadas en ristre.

El impacto penetró incluso en el muro, que se estremeció cuando los cuerpos equinos y el impulso chocaron contra el hierro inflexible. Resonó un nuevo cuerno entre las filas de la Reforma: retirada.

¡Retirada! ¿Entonces para qué hacer la salida ya en primer lugar? ¿Para esto? ¡Martal! ¿En qué estabas pensando?

Y la tercera oleada llegó como un trueno. Las picas firmes, la infantería de la Reforma se fue retirando paso a paso, las últimas filas fueron entrando otra vez en la fortaleza. Y más allá, al fondo del campo de batalla, los arqueros imperiales se quedaron muy atrás. ¡Habían dejado atrás a su apoyo! ¿Era eso…? Un ruido como el de un bosque de madera al plegarse llamó la atención de Ivanr, que se dio la vuelta.

El terreno encerrado en la fortaleza era una masa sólida de arqueros. Los arcos, alzados casi en vertical, se tensaron; las flechas, engastadas.

La tercera oleada de caballería se estrelló contra el muro triple de filos de hierro. El impacto lo atravesó todo y sacudió el muro al darse la infantería contra él. Un carruaje cercano se balanceó cuando la caballería imperial presionó sobre este. Una orden ladrada subió a los arqueros al muro, alzaron las flechas y dispararon a voluntad. Ivanr se percató de que no había necesidad de apuntar, lo único que hacía falta era un ritmo rápido de disparos. Golpes y estrépitos secundarios sacudieron el carruaje; Ivanr bajó la cabeza y vio que se abrían de golpe los postigos. Con un retroceso tembloroso, las ballestas dispararon y despejaron el campo de batalla en un estallido de cuadrillos de hierro de un metro veinte.

Tras él, una gran vibración sacudió el aire y un siseo como de granizo se alzó por el cielo. Los arqueros de los muros y los carruajes dispararon también, Ivanr se estremeció y se agachó. La salva bajó como una cortina, la mayor parte justo detrás del muro de picas, aunque algunas alcanzaron a los suyos. La descarga barrió el campo entero y dejó una carnicería a su paso. Una matanza absoluta. Los caballos cayeron dando coces, mutilados. Los hombres se derrumbaron dando vueltas, derribados como dianas. El suelo en sí estaba cubierto de rastrojos, como un campo tras la cosecha. Las siguientes oleadas de caballería viraron a derecha e izquierda, para desviarse y dar la vuelta sobre sí mismos. Una nueva andanada fue en su persecución y terminó de espantarlos. Los caballos blindados giraron y dibujaron un amplio círculo, sin querer acercarse.

La infantería de picas que quedaba se fue retirando poco a poco, brigada a brigada, todos en orden, y los carruajes se llevaron atrás para colocarlos en su lugar.

Contempló entonces el campo de batalla. La nieve ya flotaba, agitada por el viento, sobre los cuerpos. Los malheridos clamaban. Varias partidas se deslizaron por puertas estrechas para rescatar a los heridos de la Reforma y al mismo tiempo acabar con los imperiales que quedaban vivos. La caballería imperial regresó a medio galope a su campamento, los estandartes al viento y los penachos en alto. Él fue en busca de Martal.

La rodeaban sus ayudantes: estaba sentada en un taburete de campaña mientras un sajahuesos le quitaba la armadura. La sangre le salpicaba el costado izquierdo. Tenía la coraza al lado y el forro del camisote de cota de malla y cuero se lo quitaron por la cabeza, lo que reveló una brecha profunda, bastante alta, bajo el brazo izquierdo. Lo que fuera que Ivanr hubiera querido decir, lo dejó para otro momento. Cuando Martal lo vio, una sonrisa cansada acudió a su rostro brillante, bañado en sudor.

—No como lo habrías hecho tú, ¿eh, Ivanr? —dijo mientras el sajahuesos le vendaba el torso.

—No —admitió él—. Pero quizá era como había que hacerlo.

—No te estarás ablandando, ¿verdad? —Hizo una mueca cuando el sajador mandó que la auparan.

—Tiene que descansar —le dijo el hombre a Ivanr, que asintió. Dos ayudantes la ayudaron a alejarse.

El médico de cabello cano se llevó a Ivanr aparte.

—¿Era ella? —preguntó.

—¿Quién?

—Esta mañana. ¿Era la sacerdotisa?

Ivanr hizo una pausa y lo pensó un momento. ¿Cómo responder a eso? ¡Dioses, qué elección tan horrible! Al final asintió.

—Sí, creo que lo era.

—Pero no pasó nada —dijo el hombre mientras se limpiaba las manos de sangre.

—¿Disculpa?

—Cuando murió, no pasó nada.

Ivanr respiró hondo.

—No. Nada. Solo era una mujer que llevaba un mensaje. Y ese mensaje no ha muerto, ¿verdad?

El anciano asintió, comprendía lo que le querían decir.

—Quizá eso sea parte de su mensaje.

—Eso creo yo.

El otro se inclinó más y bajó la voz.

—Y esta mañana… —Señaló con la cabeza los campos del fondo—. ¿Tú qué calculas?

Una vez más Ivanr pensó su respuesta. Personalmente, a él le parecía un empate, pero sabía que no debía decir eso. Lo que dijo, lo dijo en voz alta, para que lo oyeran.

—Cada día que pasa sin quebrantarnos es una victoria para nosotros.

La respuesta del anciano fue una sonrisa cómplice. Envolvió los cuchillos ensangrentados en un trozo de cuero manchado.

—Ahora hablas como un líder.

Se quedó allí, reflexionando sobre eso. Dependiendo de lo grave que fuera la herida de Martal, el liderazgo bien podría recaer en él. Su juramento no decía nada contra dar órdenes. Era hora más que de sobra de hablar con el capitán Carr sobre las demás sorpresas que Martal podría haberles reservado.

Si el príncipe Ranur III estaba al mando de las fuerzas imperiales jourilanas reunidas, no les dio tiempo para recuperarse de la paliza de sus primeras cargas de caballería. Ivanr no llegó a encontrar al capitán Carr antes de que resonaran los cuernos de alarma en las murallas de la fortaleza. Los condes y barones de las tierras, con sus espléndidas armaduras, conducían su concentración de ballesteros y arqueros al campo de batalla. Ivanr reconoció los uniformes de mercenarios dourkanos y compañías libres jasstonesas entre las filas de campesinos y burgueses locales.

En circunstancias normales, una salida de la caballería desperdigaría esas fuerzas, pero la caballería del Ejército de la Reforma, tan superada en número durante tanto tiempo, había quedado reducida casi a la nada. Su comandante, Hegil Lesour’an’al, tenía que luchar a pie, al mando de una brigada. Antes de que se pudiera convencer a las filas palpitantes de los arqueros imperiales de que se pusieran a tiro para lanzar una andanada contra el fuerte, los cuernos volvieron a bramar y convocaron a las unidades de picas de la Reforma para que salieran. Ivanr corrió a un muro para ver cómo apartaban los carruajes y la infantería entraba en acción a la carrera. Un bosque de picas altas crujió y tintineó, sostenidas en vertical. Sonaron más cuernos y se formaron unas líneas anchas que luego avanzaron sobre las fuerzas imperiales de escaramuza, compuestas por ballesteros y arqueros.

A Ivanr aquello le pareció una locura. Los escaramuzadores podían moverse como quisieran alrededor de las formaciones de picas; ¿eran esas las órdenes de Martal? ¿Y quién estaba al mando? La herida de Martal era demasiado grave, seguro. Los piqueros iban a exponerse a contracargas de la caballería. Aquella salida era peor que una tontería. Pero Martal no puede entregarle el campo a esos arqueros, ¿verdad? Rodearían el fuerte y nos machacarían.

Cómo no: movimiento entre las banderas y estandartes de la caballería imperial. Responderían al reto. A lo lejos, al otro lado del campo de batalla, filas de caballería pesada se reunían ante tiendas y carros repletos de espectadores. ¡Espectadores! Habían traído cortesanos de Jour. Quizá también miembros de la familia imperial. Dioses. Tan seguros estaban de poder aplastar a esos insolentes campesinos.

Y antes de ese día, Ivanr casi habría estado de acuerdo con ellos. Pero la ejecución al alba de la sacerdotisa ante los ojos de todos esos hombres y esas mujeres que lo habían dejado todo, que habían arriesgado cuanto conocían en la vida para responder a su llamada, parecía haber cambiado las cosas. Ivanr percibía en ellos una determinación lúgubre, templada como el acero, que quizá llevaba con ellos todo ese tiempo, y que antes él no había observado, o podía admitir que quizá había despreciado.

Sin embargo, en el campo de batalla, el acoso de los ballesteros y arqueros mercenarios había sumido a las unidades de picas en el caos. Viendo su oportunidad, la caballería imperial hizo una señal y la reverberación lejana de los cascos alcanzó a Ivanr una vez más.

¡Formad!, los instó Ivanr desde la muralla; se aferraba con tal fuerza a las maderas que se cortó las palmas. Pero los mercenarios y los indisciplinados arqueros imperiales (quizá inconscientes por completo de la amenaza que se precipitaba sobre ellos por detrás) se mantuvieron en tozudo combate con aquellas unidades.

Resonaron los cuernos, se separó el grupo de guardias a caballo y mensajeros del mando y reveló la figura de armadura negra detrás del estandarte de la Reforma. ¡Martal! ¿Qué estaba haciendo? ¡Se iba a matar! La mujer no hacía ningún gesto, solo parecía aferrarse a muerte al pomo de la silla. En el campo de batalla, las unidades de picas se arremolinaban, las astas trapaleaban. De esa masa informe y desgarbada salieron las filas que, como por arte de magia, formaron y, una vez más, las capas de puntas serradas se enfrentaron a la caballería. Ivanr alzó un puño al reconocer movimientos que habían trabajado durante meses y que se habían perfeccionado en el campo de batalla.

Solo entonces los arqueros arremolinados y los ballesteros mercenarios comenzaron a ver el peligro. Estaban presos entre dos fuerzas. Los imperiales no vacilaron; resonaron más cuernos que anunciaron que la carga cobraba velocidad y las lanzas empezaron a bajar. Los escaramuzadores contratados sufrieron un ataque de pánico y se desperdigaron, y los corceles se lanzaron a la carga. Estandartes y banderas con heráldica se derrumbaron bajo los cascos revueltos. Unidades enteras desaparecieron, enterrados como forraje en el campo embarrado.

La carga se estrelló con un estremecimiento contra las capas de picas, y las reverberaciones del impacto se transmitieron por todo el sólido cuadrado. Ivanr se maravilló del adiestramiento y la disciplina que hacían falta para obligar a un caballo a empalarse contra un hierro afilado y una multitud impenetrable de humanos concentrados. La primera y segunda filas desaparecieron bajo los caballos derribados, los jinetes embutidos en armadura atrapados entre estribos y correas, aplastados y rotos. Yelmos y otras piezas inidentificables de armadura volaban por los aires. Pero el cuadrado se mantenía, compacto e inamovible. Las últimas filas de la caballería se desviaron y dibujaron un círculo para concentrarse y montar otra carga.

Lejos del centro, sin embargo, las cosas no iban tan bien. Los arqueros y los mercenarios jasstoneses que se habían retirado al extremo izquierdo estaban castigando la brigada de picas de ese flanco. Caían hombres y mujeres, impotentes bajo las andanadas que los fulminaban.

Una segunda oleada llegó cargando sobre el centro. Una señal (que Ivanr no reconoció) resonó entre los comunicadores de la Reforma, pero en un primer momento no pareció que fuera a pasar nada. Y entonces, justo antes de que la caballería pesada golpeara, se oyó un crujido de movimiento en el cuadrado principal y hombres y mujeres se apartaron a un lado, dejando despejados tres canales, dividiéndose a todos los efectos en cuatro unidades más pequeñas. Un movimiento extraordinariamente peligroso completado con precisión, en el momento del impacto. Muchos de los corceles asestaron el golpe que buscaban, destrozaron astas de picas y se metieron entre las filas, pero la mayor parte de los caballos giraron, a pesar de los rodillazos y las espuelas, prefiriendo esos pasillos abiertos.

Las filas rodearon entonces a la caballería, por ambos lados. La armadura pesada quizá evitaría que los empalasen, pero el impacto desensilló a muchos jinetes. Las monturas cayeron, partiendo astiles clavados en flancos y cuellos. Fue una matanza cuando ese número incontable de cabezas de picas, hechas con hierro afilado, se cerró sobre el enemigo como unas mandíbulas.

Al tiempo que la segunda carga quedaba destruida, el flanco izquierdo se derrumbó. La brigada echó a correr a la desbandada hacia la parte de atrás, abandonando el campo. Resonaron los cuernos cuando Martal, o Carr, o algún otro comandante, ordenó que el centro girara a la izquierda. Las compañías mercenarias de arqueros dourkanos y ballesteros jasstoneses avanzaron a la carrera, se metieron en la brecha y comenzaron a lanzar fuego de acoso, pero al ver que otro disciplinado cuadrado marchaba sobre ellos (uno que acababa de destrozar a esos superiores que vestían armaduras pesadas), optaron por esfumarse.

No apareció una tercera concentración de aristocracia jourilana. O bien ya habían tenido bastante por ese día, o, como Ivanr sospechaba, estaban tan seguros de su victoria que todos esos barones o duques interesados en lanzarse al campo de batalla ese primer día ya lo habían hecho. Los otros tendrían su oportunidad al día siguiente.

E Ivanr se preguntó cómo iba a soportar el Ejército de la Reforma otro día así. El grupo de mando de Martal dio la vuelta y regresó a caballo a la fortaleza. Ivanr observó lo cerca que estaban de ella los dos miembros de su guardia que la flanqueaban, la cubrían y a la vez guiaban el caballo que montaba la mujer, rígida e inmóvil dentro de su armadura. Ivanr abandonó la muralla para estar en la tienda de Martal cuando llegase.

Los hombres y las mujeres del campamento actuaban como si hubiesen obtenido una victoria aplastante. Lo vitoreaban y lo llamaban a gritos «libertador». El título lo sorprendió e irritó, pues tras él presentía la mano cínica de Martal. Dos mujeres de la infantería de picas, sucias y sudorosas del campo de batalla, se arrodillaron en su camino y le pidieron su bendición. El acto lo avergonzó, pero no se le notó. En su lugar, las levantó y les habló en voz lo bastante alta como para que todos lo oyeran.

—Vuestra valentía es nuestra bendición.

Las lágrimas que brotaron en los ojos de las mujeres lo quemaron por lo traidor e impostor que se sentía, así que siguió andando lo más deprisa que pudo, aclarándose la garganta y secándose él también los ojos. ¡Malditos sean por atormentarme! ¿No ven que no soy lo que piensan, que arrojan sobre mí el peso de sus propias esperanzas, sus propios sueños? A nadie debería pedírsele que llevara semejante carga. ¡Es imposible!

Encontró un círculo de guardias echando a todo el mundo de los alrededores de la tienda de Martal. La habían bajado del caballo y en ese momento estaba echada en el interior. El mismo sajahuesos le estaba quitando la armadura una vez más, maldiciéndola a ella y a sus ayudantes en el proceso. La cara de la mujer estaba blanca por el dolor y la pérdida de sangre, mojada de sudor, o quizá por la conmoción. Apenas estaba consciente, sus ojos miraban el techo sin verlo.

Los labios, apretados y pálidos, se separaron.

—Carr tiene el mando —siseó entre los dientes apretados.

—Tú sigues al mando —dijo Ivanr—. Siempre tendrás el mando.

—Ivanr… —dijo ella mirando a su alrededor con un esfuerzo.

Él se arrodilló a su lado.

—¿Sí?

—¡Han de verme mañana! Debo… ¡como sea! —Ivanr miró al sajahuesos, que sacudió la cabeza—. ¿Lo entiendes?

—Sí, Martal —dijo él, solo para que no siguiera hablando—. Lo entiendo.

Ella se recostó y dejó escapar un aliento tenso.

—Dile que lo intenté. Hice todo lo que pude. Me hubiera gustado tanto haberlo visto de nuevo.

—¿A quién?

—A mi antiguo comandante. Se lo dirás, ¿verdad?

Ivanr no pudo responder. ¡Su antiguo comandante! El malazano… ¡Melena Gris!

—Sí —consiguió articular tras aclararse la garganta, apenas capaz de hablar.

—Ya es suficiente —dijo el sajahuesos—. Todo el mundo fuera.

Al erguirse fuera de la tienda, Ivanr necesitó toda la fuerza que poseía para fijar en su rostro una expresión de determinación, incluso de firme optimismo. Se unió a la multitud reunida, que se separó ante él. Apretó hombros, puso la mano en cabezas inclinadas y respondió a sus preguntas y preocupaciones: sí, estaba herida, pero se estaba recuperando. Se pondría al frente mañana. No temáis. Mañana acabarían con los imperiales. La Reina Negra los llevaría hasta el final otra vez.

Pero él apenas oía sus propias palabras o veía los rostros de ellos. En su lugar, lo acosaban las palabras de despedida de Martal. Su antiguo comandante… Melena Gris. El Traidor… Empuñapiedras. Decirle que lo intentó… ¿Intentar qué? ¡Creí que estaba luchando por nosotros! Pero ¿y si todo este tiempo había estado al servicio de las órdenes de ese hombre? ¡Y ese hombre había regresado! Pero no… era demasiado increíble, demasiado inverosímil. Más bien ella se veía como alguien que continuaba siendo leal a su… ¿qué? Su… pretensión. Quizá eso era. Martal había estado honrando la pretensión de Melena Gris. Y esa pretensión era (según los sacerdotes de la Señora) nada menos que la aniquilación de su fe.

¡Pero Beneth la escogió! La escogió a ella. ¿Un propósito que encajaba a la perfección? ¿Nada más? Quizá.

Aun así, estaba conmocionado.

Esa noche el sueño no llegaba. Yació inquieto hasta que se rindió y se levantó, se echó un largo chaleco suelto sobre la camisa y los pantalones, y fue a una brecha en la solapa de la tienda para quedarse mirando la noche. Encapotada, como siempre, las nubes invernales pasaban tan bajas que casi podía tocarlas, pero continuaban negándose con tozudez a dejar caer la nieve. De vez en cuando las estrellas parpadeaban por algún resquicio solo para desaparecer después. Las antorchas de los piquetes de las murallas destellaban con un color naranja y rojo. El olor de un ejército en campaña flotó sobre él: cuero mojado, cuerpos sin lavar, el hedor de retretes demasiado cercanos para su comodidad.

—Está muerta —susurró una voz de hombre tras él.

Se sobresaltó, con el cuerpo tenso. El tipo era un anciano con una camisa sucia y rasgada, chaleco corto y pantalones oscuros, con barba y el pelo desgreñado y entreverado de gris. Sus ojos parecían relucir en la oscuridad de la tienda.

—¿Muerta? —preguntó Ivanr, la garganta seca, aunque ya lo sabía.

El hombre lo señaló con un dedo doblado.

—Primero Beneth, ahora Martal. Lo que te deja… a ti.

Ivanr se planteó rodar hacia atrás, una finta a la derecha…

Una profunda llama carmesí se encendió en la mano del hombre, que mostró los dientes amarillentos en una sonrisa cómplice. Ivanr dejó que se cerrara la solapa.

—Eres mago. La Señora no suele permitir esas cosas…

—Dispensa especial para aquellos que se adhieren al sendero de los justos.

—¿Que serían…?

La sonrisa se crispó en una mueca de desdén.

—Reserva tu sofistería para las ovejas de ahí fuera. —Hizo un gesto y un torno se cerró alrededor del cuerpo de Ivanr. Unas ataduras invisibles se apretaron como cuerdas en una agonía aplastante. No podía respirar, no podía gritar. Se le oscureció la visión.

Y luego el alivio cuando las ataduras se disiparon, parecieron hacerse jirones. Ivanr aspiró una bocanada de aire estremecida. Parpadeó y vio que el mago fruncía el ceño, inseguro.

—Hay una especie de protección pasiva sobre ti —murmuró—. Cómo… —Abrió mucho los ojos y miró a su alrededor, alarmado de pronto—. No…

La solapa de la tienda se apartó de repente y entró una anciana, si acaso parecía incluso más vieja que la hermana Gosh. Era delgada y fibrosa, morena como el cuero envejecido, el cabello áspero recogido en un moño apretado. El hombre se inclinó, se humedeció los labios con la lengua.

—Hermana Esa.

La anciana, la hermana Esa al parecer, se estaba quitando los guantes.

—Esperaba que vinieses, Totsin.

Totsin empezó a bordear la tienda como si buscase una salida.

—Vamos… hermana Esa… no saquemos conclusiones precipitadas.

La anciana terminó de quitarse los guantes, que revelaron unas manos retorcidas como ganchos, uñas largas, rotas y gruesas como garras y negras de suciedad. Lanzó un extraño siseo gutural y los labios se retiraron sobre unos dientes que se habían quedado negros también, y afilados como agujas. Ivanr se apartó con un estremecimiento, horrorizado. ¿Soletaken? La mujer se abalanzó sobre Totsin.

Los dos lucharon en silencio, la mujer esforzándose por clavar las garras o los dientes en el hombre, él sujetándole las muñecas y apartando la cabeza. Combatieron, boqueando y jadeando. Las manos y los dientes de la mujer se acercaron a la carne del hombre hasta que se estremeció súbitamente y arqueó la espalda de dolor. La anciana cayó al suelo, los espasmos retorcían sus miembros. El anciano se estiró la ropa y escupió sobre la mujer.

—La Señora está conmigo, Esa. Y ahora te tiene a ti…

Ivanr saltó a su jergón y giró en redondo con la espada corta en la mano, listo para acuchillar a Totsin. Por increíble que fuera, el hombre ladeó la cabeza con un solo movimiento y la hoja solo le hizo una brecha en la cara. El viejo se llevó una mano a la cabeza. La sangre brotó entre los dedos. Ivanr se acercó, pero un dolor abrasador le mordió un tobillo y cayó: lo tenía la anciana.

—Te dejo con la Señora —jadeó Totsin, la rabia y el dolor teñían su voz. Desapareció en una confusión gris que lo envolvió y después se desvaneció, dejando a Ivanr solo con la hermana Esa. Estuvo a punto de pedir ayuda a gritos, pero se contuvo, ¡dioses, si eso se sabía, aterrorizaría a todo el mundo!

La mano se cerró, las garras perforaron la carne de Ivanr y arañaron el hueso. La cabeza se alzó, los ojos vueltos al cielo y en blanco. El vello de la nuca de Ivanr se puso de punta cuando una voz borboteó en aquella garganta.

—Abrázame, Ivanr, y te perdonaré…

—Lo siento —dijo él, hizo caer el filo y atravesó el cuello.

Un rato después lo despertaron unos pasos en la tienda y se levantó de un salto con la espada corta en la mano. Era la hermana Gosh, la pipa en la boca, los ojos clavados en el cuerpo envuelto de la hermana Esa. Una furia repentina se apoderó de él, ¡ahora se le ocurría presentarse a esa mujer!

—¿Dónde estabas? —exigió—. ¡Juntas podríais haber acabado con él!

Ella sacudió la cabeza.

—Le dije que no se metiese. No podemos luchar contra la Señora.

Ivanr se dejó caer en su jergón, agotado.

—Bueno, pues se escapó.

La mujer dejó escapar una bocanada de humo.

—Creo que nos volveremos a encontrar.

—¿Y luego qué?

La hermana Gosh le dio una buena calada a la pipa, cuyas brasas ardieron. Lo miró desde la profundidad de las patas de gallo que le rodeaban los ojos.

—Luego ya veremos.

Ivanr exhaló un gruñido ante aquella opacidad predecible, enloquecedora. Apoyó los brazos en las rodillas y los dejó colgar.

—Así que… ¿se ha ido de verdad?

—Sí.

—¿Él…?

—No. La herida.

Ivanr asintió con otro gruñido. Sabía que en otras tierras ese tipo de heridas las podían tratar sanadores con acceso a sendas. Pero allí, la Señora lo anulaba todo. Solo por eso ya había que destruirla. ¿Cuántas muertes innecesarias todos esos años…?

—No sé si duraremos mañana…

—Mantenlos en la lucha, Ivanr. Estás aquí para hacer algo más que derrotar a esos imperiales. Más ojos de los que crees están puestos en este enfrentamiento. Las murallas de la ciudad de Anillo están a la vista. Tienes que demostrar que se puede hacer frente a esos nobles. Que hay una oportunidad.

—¿De qué estás hablando?

—Lo veremos. Mañana.

Ivanr señaló con un gesto el cuerpo decapitado.

—¿Y ella?

—Haz que algunos hombres en los que confíes se la lleven y la entierren. Ahora, antes del amanecer.

Él asintió.

—¿Y tú?

La hermana Gosh se había acercado a la solapa.

—No lo sé. Haré lo que pueda. Antes dije que quizá no nos volvamos a ver. Ahora estoy más segura todavía. Que tengas buena suerte.

—Y tú también.

La mujer se agachó y salió de la tienda. Ivanr volvió a acostarse para intentar robar un poco de sueño antes del amanecer.

Después de que Shell y su compañero, Tollen, veterano del Sexto Ejército malazano, defendieran durante cortos periodos de tiempo varios puestos de todo el muro, dos elegidos korelrianos fueron a por ellos. Estaban en los calabozos, separados. La Guardia de la Tormenta no parecía saber qué hacer con Shell, al ser mujer, así que habían vaciado una celda para su uso privado. Personalmente, la bruja pensaba que era más una cuestión de la sensibilidad de ellos que de la suya. Ella podía agacharse para aliviarse con igual facilidad en cualquier parte, eran ellos los que parecían no saber cómo tomárselo.

Los volvieron a encadenar a los dos otra vez y los condujeron por uno de los laberintos de pasillos que recorrían la muralla de las Tormentas como un nido de ratas. Fue un paseo largo, llegaron mucho más lejos que cualquier otro día, y les llevó buena parte de la jornada. Bien entrada la tarde, los remolcaron por unas escaleras y salieron a una torre menor, del tipo que solo tenía número, en ese caso la torre Catorce. Desde ahí se metieron en el duro viento gélido y el aguanieve. Les habían dado unos mantos viejos y raídos y Shell se volvió a atar los trapos con los que se había envuelto las sandalias y las piernas, además de la cabeza y el cuello, para terminar también con las manos.

La muralla trepaba ante ellos, muy por encima de la orilla, era más un pasillo conector que una parte funcional de la muralla de las Tormentas. En la cima del paso, este caía en pico por unos tramos letales de escalones de piedra que conectaban con una sección que parecía salvar una estrecha ensenada. La nieve revoloteó ante la cara de Shell cuando se encorvó y buscó con los dedos entumecidos algún sitio al que poder agarrarse para ir bajando. Tollen descendió las escaleras de frente, casi a gatas. Las olas azotaban la orilla y reverberaban como un trueno. Los jinetes montan esas olas. Shell reconoció el tono agudo de su fuerza, su animadversión.

El descenso se niveló con una pendiente más suave. Shell pudo distinguir un amplio camino de ronda, más asfixiado por el hielo de los que había visto hasta el momento. Incluso parecía que lo recorrían cursos de ríos congelados. Unos bloques de piedra atestaban el paso, al igual que trípodes rotos y ladeados. Las cuerdas yacían bajo capas de hielo, imposibles de usar. Pasaron junto a cuadrilla de trabajo cuyos peones daban martillazos a un bloque para liberarlo de su mortaja de hielo. Un guardia armado, un mercenario contratado, a juzgar por su armadura pesada, los vigilaba.

Los dos korelrianos los escoltaron a una torre tan recubierta de hielo teñido de azul, que bajaba en surcos por los lados, que parecía como si hubieran vertido el agua desde arriba. Una única puerta estrecha daba acceso a las cámaras interiores, donde ardían braseros que proporcionaban luz y calor a unas habitaciones constreñidas y húmedas. Algunos trabajadores estaban agachados, comiendo; los petates colocados sobre paja atestaban los suelos húmedos de piedra. Bajaron por una estrecha escalera de caracol y llegaron a las celdas, más calabozos. Les quitaron los grilletes y empujaron a Shell al interior de uno, y a Tollen a otro.

Shell se sentó en la losa de piedra elevada y cubierta de paja que supuso que era la cama y se recostó contra la pared, solo para apartarse con un estremecimiento; las paredes estaban gélidas y relucientes de hielo. Al otro lado del estrecho pasillo, la celda contraria estaba ocupada por un tipo achaparrado con una armadura de anillas encima de cuero, trapos en los pies y las manos, el cabello desaliñado y una barba crecida, que se había recostado y dormía. Estaba muy desmejorado, pero Shell podría reconocer a Penas en cualquier parte.

La bruja lo llamó con un silbido y el otro abrió un ojo; se sentó y se la quedó mirando. Shell hizo unas señas: Un soldado malazano conmigo. ¿Alguna noticia?

Lazar está aquí. ¿Dedos?

No sé. Me encontré con alguien que conoce a Barras.

¿Quién?

Shell lo deletreó: Jemain.

Penas se encogió de hombros. No lo conozco.

Dijo que ya me diría.

Un segundo encogimiento de hombros. Ya veremos.

—¿Cómo va por aquí? —dijo Shell en voz alta.

—Una puñetera desesperación. Demasiados jinetes, no los suficientes guardias.

—¿Pierden gente?

—Pierden trabajadores.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó ella.

—Esta es la torre de Hielo —respondió una nueva voz: Tollen—. Las cosas siempre son difíciles por aquí. Parece que las olas ahora están coronando de verdad.

—¡Descansad un poco, cojones! —ladró alguien—. Lo vais a necesitar.

Shell se echó hacia atrás y se abrazó. Quienquiera que fuera, tenía razón. Mejor pensar en lo que estaba por venir. No dejes que te sorprendan sin preparar. Y ese acento… ¿otro puto malazano?

Llegado el amanecer, el turno de noche de guardias bajó en tropel las escaleras, agotados, empapados hasta los huesos y temblando. Se reunió un nuevo turno; no seleccionaron ni a Shell ni a Penas.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó ella.

—Solo unos días.

—¿Cuántos prisioneros estamos aquí?

Penas ladeó la cabeza e hizo unas señas: ¿Pensando en fugarte?

No podemos quedarnos para siempre.

—No sé —respondió Penas en voz alta—. Estoy empezando a preguntarme si deberíamos interferir…

Shell se lo quedó mirando. Se apoderó de ella un estremecimiento; dioses benditos, que a Penas le inquiete esto…

La bruja se levantó de un salto cuando apareció un guardia para abrirle la celda. Después le dijo que saliera con un gesto.

—Buena suerte —exclamó Penas—. Protégete.

Shell asintió. Con la espada en la mano, el hombre la obligó a subir por delante una escalera de caracol. En la cima, cuatro regulares la cubrían con ballestas amartilladas. Las armas atestaban la pared contraria.

—Elige lo que quieras —la invitó uno con una sonrisa. Ella examinó las lanzas y los mandobles, pero se decidió por un enfoque más conservador y optó por espada y escudo.

El guardia le indicó la puerta.

—Vamos.

La puerta llevaba a un pasillo que salía de la torre. Fuera, el guardia señaló a la derecha y cruzaron la pasarela, encorvados, las cabezas apartadas del castigo de aquel viento cortante. Llegaron junto a un equipo de trabajo que se peleaba con un trípode, un bloque y cordaje. El guardia le señaló a Shell los matacanes exteriores sepultados en hielo. Le dio unos martillazos al hielo para exponer una anilla de hierro y la encadenó a él. Las olas machacaban el lugar y los empapaban con una espuma que la dejó conmocionada, aunque no era la primera vez que sentía sus dientes. Otro defensor estaba agachado a la izquierda. Parecía un hombre viejo que no vestía más que harapos, el cabello largo y la barba entreverados de gris y apelmazados. ¿Quién era ese fósil?

—Eh, abuelo —exclamó Shell haciendo bocina con las manos—, ¿qué estás haciendo aquí?

La cabeza demacrada apenas se giró para echarle una ojeada. La bruja vislumbró un rostro chupado, esquelético, cuando se volvió a girar. La visión de aquella aparente calavera la hizo estremecerse.

Una gran resonancia acampanada repicó entonces en las aguas de la ensenada. Eso era nuevo. ¿Una especie de esfuerzo extra? Quizá crean que es su oportunidad. Shell se esforzó por penetrar entre el torrente de nieve. A lo lejos, la superficie de las aguas parecía abombarse, hincharse. Un buen montón de agua… ¡y se dirige a una brecha muy estrecha! Shell se preparó. Detrás de ella, los trabajadores se escabulleron para ponerse a cubierto. Un bloque del tamaño de una carreta colgaba suspendido de las cuerdas. Erigen la muralla desde la parte de atrás, van trabajando hacia el frente.

Shell miró atrás un instante y sorprendió al anciano con los ojos clavados en ella. El hombre apartó la vista al momento. El alto abombamiento rodaba de forma inexorable hacia ellos. Como un maremoto. Solo que generado por los jinetes. Shell se arrimó al borde todo lo que se atrevió y se asomó abajo. Solo parecían tener unas tres brazas de margen. ¡Esa marejada podía sobrepasarlos! Miró a su alrededor y sintió un pánico creciente, pero nadie parecía más alarmado de lo habitual. ¡Que la Reina la protegiese! ¡Contra eso era contra lo que luchaban allí!

El anciano se irguió, los brazos sueltos a los lados. No parecía tener arma alguna.

Shell retrocedió: ya casi tenían encima la marejada recubierta de hielo. Echó un pie hacia atrás, buscó un bulto o una irregularidad para sujetarse y lo encontró.

La marejada golpeó el muro o, más bien, empezó a subir por el lado del muro. El terreno que pisaba Shell se balanceó hacia atrás bajo ella, como si fuera también líquido. El agua siguió llegando, cada vez más, subiendo con el miedo de Shell hasta que rebosó y la tiró al suelo. Unas aguas glaciales la cubrieron. Casi se muere del susto, pero se irguió y se resistió a la corriente aspirando aire a boqueadas y echando la cabeza atrás, lista para enfrentarse al jinete de la tormenta que se encontraba encima de la muralla. La entidad, que vestía una armadura como de conchas cosidas a una cota de malla, le lanzó una estocada. Shell recibió el golpe en el escudo y lanzó un contraataque torpe que el jinete esquivó. La criatura dibujó un círculo, intentaba obligarla a darle la espalda a la ensenada. Ella lo regateó para impedir la maniobra. Shell lanzó un golpe con el escudo, pero carecía de la potencia necesaria para hacer retroceder al jinete. Este le lanzó una estocada a la pierna y ella lo esquivó con un paso atrás. La criatura echó un vistazo tras ella, pero Shell se negó a mirar. Entonces el jinete se limitó a hundirse otra vez en las aguas que retrocedían y desapareció con la corriente. Shell se quedó de pie, jadeando, su cuerpo era una agonía de frío. Se arriesgó a echar una mirada rápida atrás: el trípode y el bloque habían desaparecido, los habían barrido con limpieza del muro.

Un estallido agudo, como de hierro al rasgarse, resonó a su derecha y cuando miró vio que el puesto del viejo estaba vacío. Dónde…

Unas manos la cogieron por detrás, atenazándole la garganta, y la levantaron.

—¡Sabía que te había reconocido! —gruñó alguien—. Te envió Despellejador, ¿verdad?

Con una sensación desesperada, casi extraña, de que aquello no estaba pasando en realidad, Shell reconoció la voz.

—¡Barras! —jadeó.

—Ya veo que no hay torques —siseó él—. Vas a esperar una ola y después vas a acabar conmigo mientras estoy ocupado, ¿a que sí? Y luego te largas a tu senda. Pues parece que perdiste tu oportunidad. Y ahora… ¿dónde está?

—No… no lo…

Las manos gélidas de Barras, como dos cuñas de hielo, la asfixiaban.

—Alza tu senda y te arranco la cabeza. Venga… ¿dónde está?

—¿Quién? —consiguió decir ella tras robar un aliento.

—¡Déjate de rodeos! ¡Despellejador! ¡Maldita sea su alma traidora!

¡Dioses engañosos! ¡Oponn, esta vez te has superado! ¡Despellejador! Había renegado. Su intento de usurpar a K’azz había fracasado, lo habían expulsado y se había convertido en un perjuro. ¡Y Barras cree que me ha enviado él! Shell recurrió a toda la fuerza que poseían los juramentados y con un tirón consiguió separar las manos de Barras unos centímetros mientras pataleaba en vano.

—¡Penas está conmigo! —jadeó antes de que esos dedos de hierro la rodearan como tornos y le cortaran la respiración por completo. Empezó a ver estrellas y un rugido ahogó todos los demás sonidos.

Recuperó el sentido tirada en un agua helada. Un elegido korelriano apuntaba a Barras con una lanza mientras un guardia regular la ayudaba a levantarse.

—¿Qué pasa aquí? —exigió el korelriano.

—Una vieja cuenta por saldar —graznó Shell mientras se frotaba el cuello.

—¿Entonces habéis terminado los dos?

Shell asintió. Barras se cruzó de brazos. «Penas», dijo él por señas, insistente. Ella asintió de nuevo.

—Tú ya has acabado el turno —le dijo el korelriano a Barras, y le hizo una seña para que se largara—. Tú… tú te quedas todavía.

Shell siguió masajeándose el cuello. Con franqueza, prefería enfrentarse a los jinetes.

La dejaron sola, con los ojos clavados en las olas de color gris pizarra coronadas de blanco batido. Tras un rato, se le ocurrió que el jinete de la tormenta había parecido más interesado en dañar el muro en sí que en matar a nadie.

Suth estaba sentado en el muelle de Banith, inclinado hacia delante y apoyado en una pila de equipo, la barbilla en los brazos, observando la maltratada flota de dromones azules y buques de guerra de Quon que abandonaban la bahía con ritmo pesado.

—¡Por todos los dioses retrasados! No me lo puedo creer, joder.

—Deséales suerte —dijo Len con un saludo militar.

Echado en el suelo, con los ojos cerrados, Wess saludó al cielo.

—Cabrones con suerte —rezongó Manteca.

Keri lanzó un suspiro.

—Alguien tiene que quedarse aquí…

—Que el Embozado se lleve a este puño —dijo Pyke—. Por su culpa nos estamos perdiendo toda la acción.

Yana le lanzó una mirada de desdén.

—Tú te alegras de que nos quedemos, así que cierra la boca.

Pyke se irguió.

—Ya te cerraré yo…

—¡Guárdatelo! —interpuso Tela.

—Necesito una copa —dijo Yana, y se levantó de un tirón—. Vámonos.

Suth se levantó y se ciñó mejor el manto para defenderse del viento cortante.

—Sí. Vamos.

—Tu bomboncito sigue aquí —le dijo Keri a Suth.

—¿Quién?

—Esa chavala barghastiana. —Hizo amago de coger la entrepierna de Suth—. Tengo entendido que una vez que se agarran, ya no se sueltan.

Suth se apartó con un estremecimiento.

—Pero si no hicimos na.

Manteca tenía una expresión soñadora en su amplio rostro.

—Una pena. Porque eso suena muy bien, joder.

Caminaron por las calles casi vacías de regreso a la posada. La nieve revoloteaba por los adoquines. Pasaron junto a algún que otro edificio quemado o saqueado y después entablado, restos de los disturbios y el pánico provocado por los desembarcos.

Yana se encogió de golpe, siseó y se llevó una mano al costado, donde un cuadrillo de ballesta le había brotado de repente. Tela, Suth y Manteca se precipitaron hacia el edificio abandonado que había enfrente. Manteca derribó a patadas las tablas que cubrían la puerta rota. Suth cargó escaleras arriba con Tela detrás. Un ruido lo llevó a una habitación trasera donde había una ventana abierta de par en par. Se asomó: alguien se había descolgado por allí, había saltado y en ese momento subía corriendo un callejón trasero. Una figura delgada y desgarbada. Un crío. Un puto chaval de la Reina. Llegó Tela con una ballesta en la mano: factura malazana. Suth sacudió la cabeza sin poder creérselo.

—¿Lo vio? —preguntó.

—Sí, lo vi. Un crío.

Suth dejó escapar una bocanada de aire. Pintaba mal. ¿Qué podían hacer? No podían dejar que quedara sin respuesta. Todo bicho viviente iba a dedicarse a dispararles. Tenían que responder. No quedaba más remedio. Volvieron a bajar y fueron a ver a Yana.

Wess se había descolgado el escudo y la estaba cubriendo mientras Keri le trataba la herida.

—Tenemos que regresar a la posada. Hay que acostarla —dijo. Tela asintió.

—¿Quién fue? —preguntó Pyke—. ¿Lo cogiste?

—Solo un crío —respondió Suth—. Se escapó.

—¿Un crío? —dijo Pyke, ofendido—. ¿Y qué? ¿Por qué le dejaste ir?

—Yo no…

Tela se llevó a Suth.

—Cierra esa boca —le advirtió a Pyke—. Manteca, coge a Yana. Venga, vamos.

Cuando llegaron, comprobaron sus habitaciones, acostaron a Yana y llamaron a un sajahuesos. Tela puso de guardia a Wess y Manteca y después se sentó con Suth, Keri y Len.

—Ya ha empezado —le dijo a Len, que asintió.

—¿El qué? —preguntó Suth.

—La insurgencia. Ataques, asesinatos, bombas de fuego y demás. Un maldito desastre. Quizá recibamos órdenes de meternos en la guarnición.

Len tomó un buen trago de su jarra de cerveza.

—Odio las ocupaciones. Mala sangre por todas partes. Odio. Suspicacia. Seremos prisioneros en nuestra propia guarnición.

Tela se limitó a encogerse de hombros, deprimido.

—Me recuerda a la puñetera Siete Ciudades.

El capitán Apuestas y el capitán Perin se reunieron con el puño Rillish para cenar esa noche en los aposentos del comandante, en la guarnición del Sexto Ejército malazano. El fuerte de piedra estaba atestado, albergaba dos mil hombres y mujeres cuando en circunstancias normales albergaría menos de la mitad. El resto de las fuerzas expedicionarias malazanas estaban acampadas en el interior, en las colinas que rodeaban Banith. El capitán Apuestas era un falari pelirrojo, mientras que el capitán Perin procedía del norte de Genabackis y su piel era casi tan oscura como la de los dalhonesios, pero su rostro era mucho más ancho y de facciones más brutales que las líneas más refinadas de los de Dal Hon. Acababan de terminar un primer plato de sopa cuando un mayordomo abrió la puerta para franquearle la entrada a la capitán Peles. Los tres oficiales se levantaron. La capitán Peles les hizo un gesto para que se sentaran.

—Bienvenida —dijo Rillish invitándola a tomar asiento.

Peles se sentó, y lo mismo hicieron los hombres. Rillish se maravilló al verla sin el yelmo y la gruesa cota de malla. Se había destrenzado el largo cabello plateado, que le caía suelto; vestía una chaqueta de manga larga sobre una camisa pálida. Y si bien la mayoría no consideraría bellas su nariz aplastada en alguna batalla y las mejillas con cicatrices, al menos según la imagen estereotípica de una dama urbana, cultivada y sutil, a Rillish le parecía extraordinariamente atractiva, incluso deseable. Y la descubrió respondiendo a su mirada fija.

—¿Sí, puño?

Rillish tragó saliva y apartó la vista para coger su copa de vino.

—¿Qué tal las disposiciones de seguridad? —La capitán Peles había sido nombrada jefe de su guardia.

—Esta guarnición es una trampa mortal. No hay pozo. Los almacenes son demasiado pequeños. El arsenal está tan vacío como la generosidad de un mercader.

—Estoy de acuerdo —añadió el capitán Apuestas.

—¿Qué sugeriría usted? —le preguntó Rillish a Peles.

—Sugiero que nos retiremos a las afueras de la ciudad. Que construyamos nuestra propia fortaleza.

—Eso reduciría esos molestos disparos de los francotiradores —comentó el capitán Perin.

—¿Cuál es el informe? —preguntó Rillish.

—Dos soldados heridos en incidentes separados. Más el vandalismo habitual, los robos y las agresiones.

Llegó el plato principal. A Rillish las noticias le habían quitado el apetito. Tan pronto. Las ocupaciones engendran enfado mutuo, endurecen las divisiones y brutalizan a todos los bandos implicados. ¿Deberían retirarse de la ciudad? Quizá. Sin embargo, incluso si se iban por propia voluntad, parecería que los habían echado. Así que, a todos los efectos, estaban atrapados.

—¿Han tomado todas las medidas habituales? —le preguntó al capitán Apuestas.

El hombre asintió, un poco afectado ya por la bebida.

—Hemos arrestado a los líderes locales. Al lord alcalde en funciones, que también es el magistrado local, al parecer. Y a unos cuantos más.

—Pero tengo entendido que el almirante Nok tenía una especie de acuerdo con ese hombre.

—Mejor tenerlo donde podamos echarle un ojo.

—¿Dónde está el adjunto, si me permiten preguntar? —inquirió el capitán Perin.

—Con las tropas que hay fuera de la ciudad.

—Y usted, señor, puño. ¿Tengo entendido que ya ha estado aquí antes?

Las mandíbulas de Rillish se tensaron.

—Sí, capitán. Fue mi segundo destino.

El capitán Perin no parecía consciente de la mirada furiosa, y no del todo sutil, del capitán Apuestas pidiéndole silencio.

—¿Aquí, en Rool? —preguntó.

—Sí —respondió Rillish, con cierta aspereza.

—Entonces… —La voz del capitán fue apagándose a medida que iba dándose cuenta de las aguas peligrosas en las que se había metido—. Ah… interesante. —Se dedicó a su cena. Tras un rato su mirada se posó en Peles, donde descansó mientras comían—. ¿Es usted de Elingarth? —preguntó al fin.

La mujer de huesos anchos casi se sonrojó.

—De por allí —murmuró con la vista clavada en el plato.

—Me sorprende. No es habitual que un miembro de las órdenes militares vuele solo.

—A algunos nos seleccionan para viajar, para aprender otras costumbres, otras filosofías.

—Una estrategia muy acertada —dijo el capitán Apuestas.

El capitán Perin también asentía.

—Sí. Podría regresar con información, conocimientos útiles. Pero quizá podría regresar con ideas peligrosas. La contaminación de creencias extranjeras…

Peles cortó su pescado.

—No seguimos la filosofía de pureza contra contaminación. Es una elección falsa, una falsa dicotomía. Lo cierto es que no hay nada «puro». Todo es producto de otra cosa. Llamar a algo «puro» es fingir que no tiene historia, que no hay nada antes, cosa que es obviamente falsa.

Rillish se la quedó mirando. Era el discurso más largo que le había oído a aquella mujer, que se ruborizó ante la atención silenciosa que le prestaban los tres hombres.

—Bien argumentado —dijo el capitán Apuestas, y tomó otro trago.

Esa noche, algo más tarde, el capitán Rillish se sentó en su despacho a repasar los informes del intendente. Después de revisar el montón entero de papeles, llegó a un sobre dirigido a él y sellado con cera. La nota de un ayudante decía que lo habían dejado junto a la verja principal. Rompió el sello y abrió el grueso papel plegado, con cuidado de no tocar el borde interno, sabía de alguien al que habían envenenado así.

Leyó el corto mensaje una vez. Era obvio que el contenido lo confundía porque frunció el ceño, perplejo. Después lo volvió a leer. La tercera vez lo levantó de golpe y se puso en pie, jurando y maldiciendo. Llamó a sus ayudantes.

El edificio no era demasiado atractivo. Tenía el aspecto de haber sido abandonado largo tiempo atrás, de haber sido saqueado y luego habitado por indigentes durante un tiempo. La noche ya estaba muy avanzada cuando llegó Rillish. Lo hizo solo, envuelto en un manto oscuro. El nombre de la nota era suficiente para garantizarle la validez del mensaje y también su seguridad. Esperó en la habitación principal, entre la basura y la suciedad, hasta que creció una luz arriba y un hombre bajó las escaleras con una lámpara en la mano. El hombre era bajito, musculoso y calvo. Al verlo, Rillish se lo quedó mirando, asombrado.

—Por todos los dioses del cielo y del inframundo… Ipshank. Sigue vivo. No podía creérmelo.

El sacerdote parecía incómodo.

—Rillish Jal Keth. No creo que nos conociéramos.

—No. Pero he oído hablar mucho de usted. ¿Ha visto a Melena Gris, entonces? Tiene que haberlo visto.

—Nos vimos. —El hombre agitó la lámpara—. Aquí mismo. En secreto.

—¿En secreto? No hay razón para el secretismo. Todo eso fue hace mucho tiempo.

Ipshank dejó la lámpara en una mesa baja. Se frotó la calva con una mano.

—Los hay que siguen recordándolo. Usted. Yo… otros. Y el enemigo sigue ahí.

Rillish sacudió la cabeza.

—Se acabó. Se terminó. Debería haber ido con él. ¿Cómo no lo ha hecho sabiendo a lo que se enfrenta?

El otro asintió con un gesto largo y medido, después se cruzó de brazos y bajó la cabeza. Bajo la luz tenue, los tatuajes desvaídos de jabalí arrojaban sobre su rostro una sombra de muerte.

—Eso fue lo que dijo él. Que debería ir con él. Pero no podía. Mi trabajo está aquí. Nuestro trabajo está aquí.

A Rillish aquel hombre lo atemorizaba un poco.

—¿A qué se refiere, nuestro?

—Me refiero a que Melena Gris, Empuñapiedras, va a enfrentarse a su enemigo, mientras que nosotros debemos enfrentarnos al nuestro aquí. Si no lo hacemos, no puede haber victoria para nosotros.

—¿Eso es lo que le dijo a Melena Gris?

—Sí.

—¿Y él estuvo de acuerdo?

—Sí. Estuvo de acuerdo en dejarlo a usted aquí.

El instinto repentino de huir se apoderó de Rillish. En su lugar, se puso a pasearse con el corazón martilleándole en el pecho.

—¿Le pidió que me dejara atrás?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué yo?

El otro se sentó en un taburete bajo, quizá solo para tranquilizar a Rillish.

—Lo siento, puño. Ojalá pudiera decir que fue por alguna cualidad innata que posee. Que nació para cumplir este papel. Que había una profecía que presagiaba que sería usted. O que el padre de su padre fue uno de los reyes legítimos expulsados de Rool, uno entre una serie de ellos, en realidad. O alguna otra tontería parecida. —Se inclinó hacia delante sobre las rodillas cruzadas—. Pero no. Lo siento, pero no hay nada especial en usted. Ahí lo tiene. Es decepcionante, lo sé, pero así es como es para todos. —Su boca ancha de labios gruesos se inclinó en una mueca disgustada—. Y eso solo lo hace todo más difícil, ¿verdad? No ser especial. No tener esa marca extraña o ese augurio en su nacimiento. Solo una persona normal a la que se le pide que se presente para hacer lo extraordinario.

Rillish se había estado paseando por la habitación vacía, dándole patadas a la basura.

—Si esta es su forma de convencerme para que lo ayude, empiezo a entender su reputación de tipo difícil. ¿Qué es lo que me está pidiendo?

El hombre unió las manos como si rezara. Después se las llevó a los labios.

—Que ayude a matar al dragón metafórico, puño.

Rillish se quedó con la boca abierta. Por todos los dioses, no. Imposible. No obstante, era obvio que ese hombre creía que había una posibilidad. Y él y Melena Gris estaban de acuerdo, o eso decía él. ¿Qué prueba ha mostrado? Ninguna. Y sin embargo, Ipshank… fue uno de los que permanecieron leales hasta el sangriento final. Dejó de pasearse.

—Escucharé. Eso es todo lo que puedo prometerle ahora mismo.

Ipshank abrió mucho las manos e inclinó la cabeza.

—Suficiente. Servirá para empezar. —Se levantó, llevó la lámpara a la puerta abierta e iluminó el espacio—. Puño, hay unos papeles aquí que me gustaría que repasara.

Se acercaron unos pasos arrastrados y entraron dos hombres cargados con un gran baúl que tenían que llevar entre los dos. A Rillish uno de ellos, un tipo grande que lucía un bigote de un largo ridículo, le resultaba muy conocido. ¿Un oficial de la Guardia de la Ciudad? Dejaron el cofre en el suelo. Ipshank invitó a Rillish a acercarse a la mesa baja con el taburete. Se sentó y los hombres abrieron el cofre para entregarle el primer fajo de una colección intimidante.

Leyó con lentitud y bastante reticencia. Después, con cada documento, se fue adelantando más y examinando cada uno con mayor intensidad. Estuvo leyendo la noche entera.

Llegado el amanecer, los guardias se habían ido e Ipshank estaba recostado contra una pared, al parecer dormido. Rillish se echó hacia atrás, se frotó los ojos irritados y parpadeó varias veces. Dioses, qué sed tenía. Aquello era el trabajo y la dedicación de una vida entera. Una historia asombrosa que no habría sido fácil de recopilar.

Miró a Ipshank.

—¿Deberíamos dejar salir al tipo?

El sacerdote sacudió la cabeza de proyectil de lado a lado.

—No. Ya lo han condenado como colaborador. Si lo suelta, solo confirmará esas sospechas y lo matarán, o desacreditarán por completo. Cada día que permanezca en la cárcel, es otro día de rehabilitación que tiene.

—¿Rehabilitación? Yo no quiero crear un líder local.

Se abrió un solo ojo.

—¿Y quién quiere que lo sea?

Rillish lanzó un gruñido y admitió que el otro tenía razón. Se estiró y bostezó.

—Bueno. ¿Y qué era lo que quería que viera? El Claustro y el Asilo han sido destruidos. Quemados hasta los cimientos. —Miró al sacerdote de nuevo—. No sería usted…

De nuevo la negación con la cabeza.

—No. Partidarios locales de la Señora. Querían prender el odio contra ustedes, los malazanos, así que lo incendiaron. ¿A quién si no le iban a echar la culpa? —El hombre apoyó los gruesos brazos en las rodillas—. No. Sobre todo quería que viera la evidencia. Pruebas. Entremezcladas hay una serie de entrevistas con trabajadores de bajo rango del Asilo: jardineros, limpiadores y demás. En esas entrevistas se habla de un cofre, una especie de caja, que se sacó del Claustro y se cargó en un carro hace alrededor de un mes.

—Más o menos coincidiendo con los desembarcos.

—Sí. Creo que sé lo que había en ese carro y adónde fue.

—¿Sí?

El sacerdote sacó un pellejo de agua y se lo tiró a Rillish.

—Déjeme contarle una historia, puño. Una vieja historia cuyos detalles me he pasado la mayor parte de mi vida rastreando. Las leyendas de esta región hablan de las tres reliquias más valiosas de la Señora, la Santa Trilogía. Tres iconos sagrados conservados en cofres. Uno, según la tradición, se perdió en el gran agujero, el Anillo, hace mucho tiempo, durante los ataques de los jinetes de la tormenta. El más grande, como la mayor parte sabe, se utilizó al parecer para bendecir y santificar los cimientos de la muralla en sí. Después de lo cual lo ocultó la Guardia de la Tormenta korelriana. La mayor parte piensa que está guardado en la gran torre de la isla Resto, en la torre del Cielo, protegido por cientos de guardias de la tormenta. Y tendrían razón.

»El tercero era el más difícil. Después de descartar un sinfín de santuarios sagrados, monumentos santos, monasterios y templos, reduje las posibilidades a este lugar, el gran Claustro de Banith. Desde entonces lo han trasladado, y yo sé adónde.

—¿Paliss? —dijo Rillish tras despertarse del hipnótico cuento. Dio un trago al agua tibia.

—No. Las cuevas de los ascetas de las montañas, en Thol, en las costas del mar Puño.

—¿Thol? Eso está a más de diez días de viaje a caballo. No puede pedirme que coja al ejército y cruce el país para asediar Thol.

El otro sacudió la cabeza, sin inmutarse por lo indignante que había hecho parecer la petición Rillish.

—No. Esto es solo para un pequeño grupo. Y tenemos que estar allí en los próximos días, o eso creo.

—Imposible. Ya lo sabe. Solo un mago viajando por una senda podría conseguirlo.

—O un chamán. Y hay uno aquí cerca. Un descendiente de los pueblos nativos de esta región, tribus que pueden remontar sus raíces a los propios antiguos imass. La Señora los menosprecia, considera despreciables sus prácticas, indignas de su atención. Pero durante todo este tiempo han mantenido sus antiguas costumbres, han empleado su senda (una versión de Tellann, creo) con discreción, sin que se enterara nadie. A él es al que tenemos que convencer para que nos ayude.

Rillish se lo quedó mirando, asombrado. Dioses, este hombre ha pensado en todo. Qué barbaridad.

—Y —empezó a decir, tenía la boca seca—, ¿qué requeriría de mí?

—Escoja un pequeño grupo. Unos veinte, más o menos. Y esté listo para cuando lo llame.

Rillish sacudió la cabeza poco a poco. Una expresión casi de horror le crispaba la cara.

—Ipshank. Melena Gris me ordenó que me quedara aquí. No puedo abandonar a mis tropas. Si me voy, sería… —No pudo terminar el pensamiento—. Que el Embozado me perdone. No puedo traicionar su confianza otra vez.

El sacerdote no mostró simpatía alguna.

—Tiene que hacerlo. No le queda alternativa.

Los liosan eran, si acaso, rígidos, formales y estrictos observadores de modales y reglas. Unos estirados, los llamaba Jheval. Como habían prometido, les permitieron vagar por el campamento a su antojo. Kiska quería largarse, por supuesto, pero no sin su equipo. Y su diminuto guía todavía no había aparecido, cosa que era, o bien muy tranquilizadora, o muy preocupante. Los enormes y pesados cuervos, sin embargo, eran bastante insolentes en sus apariciones, depositando grandes manchas blancas como señales indelebles de su presencia.

Después de dos días, o lo que unos grandes relojes de arena que había en la tienda del comedor principal dictaban de forma artificial que eran dos días, los invitaron a cenar con la comandante del ejército, Jayashul. Los acompañaron a los aposentos privados de la mujer y ella los recibió ante las colgaduras que separaban las estancias. Dentro esperaba un hombre liosan de rostro agrio, su expresión era de una hostilidad patente. Jayashul invitó a Kiska a sentarse, después a Warran y luego a Jheval. El varón liosan, que se presentó como hermano Jorrude, fue el último en sentarse.

La cena llegó en forma de numerosos platos pequeños de sopa, pan y verduras; nada de lo cual le pareció a Kiska especialmente sabroso ni bien preparado. Insípida, seria y práctica. Como ellos. Ansiaba escaparse de ese campamento y regresar a su misión. La única diversión de la noche la proporcionaron las caras que ponía Jheval cuando probaba la comida.

Después de la comida se sirvió un té, una infusión verde y aguada que no sabía a nada.

—Ya estamos preparados para lanzar un asalto contra el Devorador —anunció entonces Jayashul.

Kiska apartó de golpe el té, que se derramó.

—¿Un asalto? ¿No deberíamos determinar antes con exactitud… lo que es?

Jayashul no se dejó amilanar.

—Sabemos que es un mago poderoso, o lo que algunos llamarían un ascendiente. No cabe duda que bastante desquiciado. Quizá fue una locura provocada por la exposición a ese polvo vuestro de otataralita, o algún tipo de ataque mental o crisis nerviosa. Solo con visitar Caos se puede inducir una reacción así, no es insólito. —La mujer se volvió hacia Warran—. ¿Qué dices tú, sacerdote de Sombra?

El sacerdote había estado esperando con impaciencia la cena, y en ese momento se sentaba con aspecto derrotado por lo que había aparecido en su plato. Kiska imaginaba que el tipo esperaba pescado.

—¿Sería mejor, no es cierto, examinar esta anomalía más de cerca para determinar todos sus particulares, antes de golpear?

Jayashul sacudió la cabeza con gesto condescendiente.

—Mi querido sacerdote… si uno de nuestros mastines blancos se abalanzara sobre ti con intención de consumirte entero, ¿te tomarías un tiempo para inquirir sobre su pedigrí o antecedentes? ¡No, golpearías! ¡Te defenderías!

Warran le dedicó una débil sonrisa.

—El mastín hallaría en mí una comida muy poco sustanciosa.

Jayashul no le dio más importancia al comentario, pero Kiska le lanzó al hombrecito una mirada cortante. ¿Poco sustanciosa? ¿A qué estaba jugando? ¿Cómo se le ocurría burlarse de aquella ascendiente liosan? ¿Quizá se burlaba de todos, de la situación entera?

Un guardia apartó la colgadura de tela y Jayashul alzó la vista.

—¿Está aquí? —El guardia asintió—. Bien. —La liosan se puso en pie y todos la imitaron—. Ha llegado la persona a la que estábamos esperando. —Entró un hombre. Llevaba el largo y pálido cabello suelto y túnicas verdes que caían en capas—. Mi hermano, L’oric.

La mirada del hombre los barrió a todos. Luego, cuando estaba a punto de inclinarse ante Jayashul, se irguió con una expresión perpleja de sorpresa casi cómica en la cara, y sus ojos volvieron a posarse en Jheval.

—Por la sangre de mi padre… —dijo sin aliento—. ¿Leoman?

La boca de Jheval se crispó con una mueca entre mortificada y avergonzada. Se inclinó en una reverencia irónica.

L’oric. En cuanto vi a estos liosan, temí que aparecieras.

—¿Aparecer? —repitió L’oric con tono incrédulo—. Leoman, tu arrogancia sigue sin conocer límites, por lo que veo.

¿Leoman? A Kiska le sonaba el nombre, pero no terminaba de ubicarlo. L’oric se volvió hacia ella. Era el hermano de Jayashul, pero al principio Kiska no vio casi ningún parecido. Tenía el rostro delgado, pero había cierta altanería en su expresión en la que la guerrera vio por fin la relación. ¡Cómo puede hablar este hombre de arrogancia! Marcha grabada por su rostro sin que él tenga la menor noción.

—Malazana, por lo que veo —caviló—. Garra, sin duda. Ha venido a espiar. —Se volvió hacia Warran—. Y un sacerdote de ese usurpador de Sombra. Le preocupa la integridad de su reino robado, ¿no?

Warran arqueó una ceja.

—¿Robado? La Casa estaba vacía, sin reclamar.

La boca de L’oric se frunció con enojo.

—El problema, diría yo, es que son demasiados los que reclaman esa Casa.

Warran entrecerró los ojos en la primera muestra de irritación que Kiska veía en él.

L’oric se inclinó entonces ante su hermana.

—Jayashul. —Señaló a Jheval—. ¿Qué razón ha dado este hombre para venir aquí?

—Dicen que han venido a investigar la anomalía, el Devorador.

La mirada de L’oric era escéptica mientras los estudiaba uno a uno. Kiska tuvo la sensación de que la registraban mentalmente en busca de objetos robados.

—Para qué, me pregunto —caviló el otro—. Hay que arrestarlos a los tres.

—Les he concedido el estatus de invitados.

—Entonces se lo concediste con demasiada rapidez, deberías haberme esperado.

Le tocó entonces a Jayashul mostrar cierta irritación. Jheval se echó a reír.

—Sigues siendo todo un diplomático, por lo que veo, L’oric.

El hombre frunció el ceño, incapaz de comprender la mofa de Jheval.

—A este, al menos, hay que encadenarlo. Aunque sea por nuestra seguridad.

Kiska ya no pudo seguir conteniéndose. Era asombroso cómo podían plantarse esos dos ahí y hablar de ellos en tercera persona.

—¡No hemos hecho nada!

L’oric la contempló, confuso.

—Qué extraño oír a una malazana defender a Leoman de los Mayales.

¡Leoman de los Mayales! Kiska se quedó mirando a Jheval. El tipo al menos tuvo los escrúpulos suficientes para parecer avergonzado.

—Lo siento, Kiska —dijo.

—¡Ah! —bufó L’oric como si eso lo hubiera justificado todo—. Así que te mintió. Típico.

—Creo que eso ya lo teníamos claro —observó Warran con una ceja arqueada.

Leoman de los Mayales. Seguidor de Sha’ik y el último comandante de la insurrección de Siete Ciudades. El hombre que atrajo con artimañas al Séptimo Ejército malazano a su mayor tragedia en la ciudad de Y’Ghatan, donde una tormenta de fuego consumió a miles. Quizá la mayor amenaza viva para el Imperio.

¡Y un hombre que ella habría llevado hasta Tayschrenn! ¡Y se lo había impuesto la reina de los Sueños! ¿Podría haberla engañado también a ella? Imposible. Pero entonces… ¡que los dioses le dieran la espalda! ¿Qué iba a hacer?

Kiska se sentó con gesto pesado y miró a la nada.

—Quizá —sugirió Warren— tendríais que resolver esto solos.

L’oric asintió con un gesto brusco.

—Sí. —Chasqueó los dedos y un guardia apartó unos milímetros la colgadura de tela—. Lleve a estos tres de vuelta a su alojamiento y que los vigilen de cerca.

La mirada del guardia se posó un momento en Jayashul. Aunque obviamente molesta por el modo en que su hermano estaba violando su prerrogativa como comandante, hizo un gesto de aquiescencia.

Kiska permaneció sentada hasta que unas manos la instaron a levantarse y la devolvieron a su tienda.

Se sentó en su jergón y se quedó contemplando las blancas paredes de tela hasta bien entrada la noche. Leoman. ¿Había planeado el asesinato? No podía haber engañado a la reina de los Sueños. ¿Es que ella lo… aprobaba?

Su mirada se posó en sus propias manos. Impotente. Engañada. ¡Cómplice!

Las manos se apretaron en puños blancos.

No. Nunca. Lo mataré.

Se levantó, se quitó de un tirón el manto suelto y la chaqueta de viaje. Se apretó otra vez el fajín, que dejó más ancho, y se puso los guantes. Solo entonces comenzó a notar el ruido que había fuera de la tienda. Muchos hombres y mujeres que se movían. Se asomó a una brecha que había en la abertura de tela: los liosan se estaban preparando para el asalto. ¡Qué locura! ¿Qué puede hacer un ejército contra un Vacío?

Vio un destacamento de cinco liosan que marchaban hacia la tienda, encabezados por el hombre de la cena, el hermano Jorrude. ¡Maldita sea! Podrían ser…

Se puso el manto, se envolvió con él y se sentó en el jergón, con las manos metidas en los pliegues.

Una llamada seca al poste frontal de la tienda.

—¿Sí? —exclamó ella.

—Debemos entrar. Vístase.

—¿Qué pasa?

—Le daré un momento más.

—Entre, entonces. Si ha de hacerlo.

Apartaron la solapa y entraron tres liosan: el hermano Jorrude y dos mujeres soldado. Miraron por el interior vacío de la tienda.

—¿Qué pasa?

El hermano Jorrude no le hizo caso.

—La cortesía…

—¿Cortesía? —interpuso el hombre—. Ustedes los malazanos no merecen cortesía. Sus modales me parecen… ofensivos.

Kiska sonrió.

—Salió escaldado de un encuentro anterior, ¿verdad?

El hombre la miró con furia, les hizo un gesto a las otras para que salieran y luego las siguió.

Kiska les dio un momento y después se asomó a la brecha en la tela. Parecían haberse ido. Se agachó para examinar el catre. Desprendió dos patas, lo que le proporcionó unas porras cortas como armas. Estas se las metió en el fajín, por la parte de atrás. Fue a la solapa, rodeó el borde con los dedos y esperó a que el callejón de delante se despejara.

—Hay demasiados —dijo una voz a su espalda y Kiska estuvo a punto de salir de la tienda de un salto. Era Warran; el tipo estaba justo detrás de ella.

—¡No hagas eso! —le siseó ella.

—Parece que todos hemos decidido que es hora de irse.

Ella lo miró, aquello no le hacía ninguna gracia.

—¿Qué quieres decir?

—Jheval, es decir Leoman, se ha escapado.

—¡Lo sabía! ¡Por eso vinieron aquí! —Lo miró de nuevo—. Y tú también, al parecer.

Un encogimiento de hombros, modesto.

—Yo voy y vengo como me place. Estos tiste liosan en realidad no entienden Sombra. Para ellos no es más que una especie de híbrido bastardo. Un liosan lisiado, o inferior. Pero no es eso en absoluto. Es un reino por derecho propio. Independiente e igual de legítimo.

En ese discurso Kiska oyó algo nuevo en el sacerdote: orgullo, sí, pero el orgullo susceptible e inseguro del forastero, o del recién llegado a un juego muy antiguo que llevara mucho tiempo jugándose.

—¿Me vas a ayudar a escabullirme?

La sonrisa de respuesta del sacerdote fue de una astucia inquietante.

—Por supuesto.

Pyke se atragantó con su cerveza cuando Manteca y Wess se dejaron caer como moles en su mesa. Terminó de beber de la pesada jarra y se limpió la boca.

—¿Qué queréis vosotros dos?

—Estamos esperando a Suth.

Pyke lanzó un bufido.

—Entonces yo me voy. —Fue a levantarse, pero Manteca lo sujetó por el antebrazo—. ¿Qué es esta mierda?

Suth entró, miró alrededor y después se sentó en la mesa. Miró a Wess y asintió, este arrancó algo de la cintura de Pyke, su saquita de dineros. Wess la volcó sobre la mesa. Sobre los tablones irregulares y en el suelo cayeron dando vueltas monedas de plata y cobre. Pyke se retorció para escapar de Manteca, que lo mantenía sujeto.

—¿Estáis locos, tíos? ¡Eso es mío!

Suth sacudió la cabeza.

—Perdí el día entero siguiéndote, Pyke, de una tienda a la siguiente. Adivina lo que vi.

Pyke se liberó de un tirón y se frotó el brazo con una expresión desdeñosa.

—¿Pero qué os pasa, tíos? Es la rutina. ¿Por qué tendríamos que perdérnoslo nosotros?

—Ya tenemos una paga —dijo Manteca.

Una carcajada de Pyke.

—¿Cuándo fue la última vez que viste dineros malazanos?

—Dineros o no —dijo Manteca entre dientes—, yo me alisté para luchar, no para robar.

—Bueno, pues es que eres un mamón estúpido, ¿no?

Manteca se abalanzó, pero Suth lo apartó.

—Estás cavando tu tumba con esa boca que tienes, Pyke —dijo—. Considera esto como la advertencia que es. Se acabó lo de darnos mala fama o te meteremos en la enfermería.

Pyke enseñó lo dientes con una sonrisita burlona.

—Podéis probar.

Suth se echó hacia atrás en la silla, sin poder creérselo. Por todos los dioses de las tierras, ¿hasta qué punto puede ser corto un hombre?

—De acuerdo. Fuera.

Wess ladeó la cabeza unos milímetros, los ojos puestos en algo a la espalda de Suth. Este se volvió y vio que Tela se acercaba. El sargento puso una mano pesada en los hombros de Manteca y Pyke y les lanzó a todos una sonrisa maliciosa.

—Me alegro de ver a todo el mundo reunido como una gran familia feliz. Y ahora, poneos el equipo. Nos vamos.

El pelotón se reunió delante de la posada. Estaban todos presentes, incluyendo nada menos que a Faro. La única que faltaba era Yana, que seguía recuperándose de su herida de cuadrillo. A Suth lo habían nombrado cabo en funciones. Len y Keri aparecieron los últimos, llegaban a la carrera de la guarnición. Acunaban gruesas mochilas a los costados. Algo en Suth se estremeció al ver esas bolsas: fuera lo que fuera, pintaba mal.

Marcharon hacia el este. Antes de dejar las últimas casas de las afueras de Banith, el sexto se unió a ellos encabezado por el sargento Dospies. A Suth no pudo dejar de llamarle la atención el gigantesco Pescas, el músculo del pelotón, que se había acercado arrastrando los pies. El hombre estiró una mano hacia Wess, que le pasó una saquita. Los dos se metieron unos rollos de hojas en la boca. Como dos puñeteras gotas de agua.

En las afueras pasaron junto a huertos cultivados, frutales sin hojas y campos cosechados cubiertos de rastrojos y nieve. Atravesaron controles malazanos, donde les dieron paso con un saludo marcial. Un mensajero montado se unió a ellos y después encabezó la marcha hasta un soto de árboles al norte del camino. Allí les ordenaron formar.

Unas personas salieron de la oscuridad de los bosques. Suth reconoció al adjunto Kyle, al puño Rillish y a la mujer de la cota de malla de la batalla en el puente, la capitán Peles. Con ellos iba un tipo carnoso y achaparrado, que tenía todo el aspecto de un luchador profesional, y un anciano descalzo con camisa y pantalones raídos. Un nativo de las tribus locales. El puño se adelantó y estudió las filas.

—Soldados del sexto y el decimoséptimo. Os han seleccionado para una misión especial. Nos dirigimos a toda velocidad a un baluarte rooliano, una serie de cuevas en las montañas. Allí, nuestro objetivo es conseguir o destruir una pequeña caja o cofre. Si alguno de vosotros ubicase este objeto, ¡no lo toquéis! Podría ser letal. Llamad a los saboteadores.

»Bien, puede que os preguntéis cómo vamos a ir a la carrera a las montañas… bueno, sois tropas malazanas. ¿Cuántos aquí habéis viajado por una senda?

Suth miró a su alrededor con curiosidad mientras unas cuantas manos se levantaban, menos de la cuarta parte de la compañía. La mano de Tela estaba levantada, al igual que la de Dospies, también la de la mayor parte de los saboteadores. Faro no había levantado la mano, cosa que no sorprendió a Suth; aquel hombre no iba a facilitarle información a nadie. Al mirar a su alrededor, a Suth le sorprendió ver que otra persona se había unido a sus filas, detrás de ellos: un gigante. El tipo medía casi el doble de la altura media. Era también, con mucho, el más ancho de todos los presentes. Suth se lo quedó mirando, entonces recordó que estaba en la formación y volvió los ojos hacia el frente.

El puño Rillish estaba asintiendo.

—Muy bien. Los que ya lo habéis hecho ayudad a los otros en caso necesario. Escuchad, nuestro guía para este rápido viaje será este hombre. —El puño indicó al anciano nativo—. Se llama Gheven. Seguiréis sus órdenes al pie de la letra. Mientras estemos en la senda, haréis lo que dice sin vacilaciones ni preguntas. ¿Está claro?

—¡Sí, señor! —fue la respuesta que bramaron todas las gargantas.

El puño volvió a asentir.

—Muy bien. De acuerdo, requerí vuestra presencia porque sé que ya habéis estado bajo fuego enemigo. Sabéis manejaros. Seguid las órdenes, reaccionad bien y rápido y regresaremos antes de que vuestros amantes puedan echaros de menos. Eso es todo. Sargentos.

Tela y Dospies se adelantaron.

—¡Pelotones! ¡A formar! ¡Doble columna!

El decimoséptimo se puso en fila junto al sexto; el adjunto y el puño encabezaron la partida. Después comenzaron a atravesar los bosques. La noche estaba algo nublada. De vez en cuando una luna creciente dejaba caer rayos plateados entre los troncos de los árboles. Hacía frío, pero nada que resultase incómodo.

—¿Quién es el grandullón? —le preguntó Suth a Tela mientras marchaban.

Un encogimiento de hombros.

—Vino con el sacerdote. Un tipo extraño. No sé qué ayuda puede prestar.

—¿Sacerdote?

Tela le lanzó una mirada divertida. Señaló la cara del hombre.

—Sacerdote de Fener.

Suth ocultó su irritación: estaba muy oscuro, coño, ¿o no?

—Adónde…

Tela había levantado una mano para pedir silencio. Se empuñaron las ballestas por las dos columnas. Las filas se desordenaron un tanto cuando algunos anticiparon un alto y vacilaron. Pero se transmitieron las órdenes de seguir moviéndose. Nadie debía parar a menos que se le diera una orden directa.

Marcharon, examinando los bosques a ambos lados, las ballestas al hombro. Suth vislumbró una bestia enorme que atravesaba un claro, unas cuernas gigantescas que se alzaban y casi ocultaban una luna sorprendente, gruesa y grande. Que nadie disparara un cuadrillo dio fe de la observancia estricta a esperar órdenes.

Suth se quedó mirando esa luna. Podría haber jurado que estaba en cuarto creciente la última vez que la había visto. Estaba tan absorto que tropezó con los talones de Tela y este tuvo que sujetarlo.

—No hagas caso de nada —le dijo su sargento—. A menos que te muerda.

Suth asintió, escarmentado.

Después las cosas se pusieron muy raras. El bosque se hizo extraordinariamente salvaje y denso. Todo el mundo destensó las ballestas y se las colgó al hombro. Sacaron las espadas para abrirse camino a tajos. Brotó una bruma que lo ocultó todo salvo los troncos altos y gruesos y las parras que los rodeaban. Esas parras de vez en cuando enganchaban tobillos y muñecas, pero entre todos no tardaron en hacerlas pedazos; Suth era incapaz de distinguir si los agarraban por accidente o a propósito. Pronto se llevó la bruma el azote de un viento caliente que los detuvo con su furia. Las ramas los golpeaban. Suth se tapó los ojos con un antebrazo y bajó la cabeza. Después de que pasara el viento, los cubrió un humo denso que estuvo a punto de ahogarlos. Se fue dispersando poco a poco, a medida que avanzaban a tientas. Algo más adelante el bosque se convirtió en un yermo ennegrecido de árboles destrozados que continuaban en pie. Más allá se alzaba un muro de riscos y acantilados, desnudos y negros, penachos de humo que ondeaban, azotados por llamas que resplandecían y ocultaban la mitad del cielo nocturno.

Rillish sostenía a Gheven siempre que este vacilaba, cosa que ocurría cada vez con más frecuencia. Se preguntaba, y no por razones solo teóricas, qué pasaría si seguían en esa extraña senda cuando el hombre muriese. ¿Quedarían perdidos para siempre? Era egoísta por su parte pensar así, pero le preocupaba. Estudió el rostro arrugado y sudoroso del hombre y recibió un asentimiento tranquilizador.

—Está nerviosa —explicó el anciano, cada vez le costaba respirar más—. Lo percibo. Están pasando cosas por todas estas tierras. Se está escapando a su control. Ahora es nuestra mejor oportunidad.

—¿Y usted cómo está?

Gheven respondió con una sonrisa cansada.

—Me las arreglaré. Ya llevo tiempo suficiente ocultándome y observando.

Rillish respondió a esa sonrisa con otra y después volvió la vista para estudiar a la compañía. Trepaban por la pendiente rocosa de la medialuna de montañas, la cordillera Temblor, que contenía el cuerpo de agua interior conocido con el nombre de mar Puño. Más adelante esperaba el complejo de cuevas de Thol. Abajo, el amanecer inminente revelaba que en algún momento había regresado el bosque; el penacho de tormentas que se escabullía por detrás de los picos también había desaparecido. Una bruma matinal ocultaba el verdor del bosque, mientras que la habitual capa densa de nubes oscurecía el cielo y parecía apilarse contra las laderas de la cordillera Temblor.

La fila de soldados serpenteaba más abajo, los hombres y las mujeres que se iban escabullendo de un refugio a otro. El sacerdote Ipshank se puso a su altura y le lanzó una mirada, Rillish dirigió la suya al anciano.

—¿No puede ayudarlo? —murmuró en voz baja.

El sacerdote negó con la cabeza.

—No. Ella me percibiría de inmediato. Al hombre ya le está costando bastante ocultar mi presencia y la del adjunto.

—¿Hemos… salido?

—Sí. Hace un rato.

Rillish asintió, aliviado.

—En cuanto haya donde ponerse a cubierto, ordenaré un descanso. Todo el mundo está exhausto. Tendremos un turno para intentar dormir un poco. —Llamó con un gesto a los sargentos. Volvía a abrumarle la persistente sospecha de que no había llevado suficientes soldados. Pero Gheven había sido inflexible, no podía manejar más.

Muy bien. Había que triunfar con lo que tenían. El adjunto, Kyle, había insistido en ir él también. Contaban con la capitán Peles, que era extraordinaria en combate; a Ipshank y Manask, ambos leyendas; y dos pelotones de infantería pesada malazana. ¿Qué más podría desear cualquier comandante? Tendría que servir. Después de todo, ¿qué podría estar esperándolos allí, en medio de ninguna parte?

Esa vez no fue a buscar a Corlo ningún guardia de la tormenta korelriano, sino un guardia regular de Robo. Al parecer estaban en los momentos más críticos de la temporada y los korelrianos se hallaban demasiado apurados, su número era escaso como para prescindir de un elegido para una tarea de tan baja categoría. Por su parte, Corlo se sintió reconfortado por la situación. Las posibilidades de poder escapar eran cada vez más altas.

El guardia le esposó las manos a la espalda y después lo instó a avanzar con la punta de la lanza. Jemain no había regresado, pero la muralla era larga y reunir información era un asunto arriesgado. Corlo confiaba en que el genabackeño podría encontrarlo otra vez si fuera necesario. Lo que le preocupaba era la posible causa para que lo llamaran en esa ocasión. ¿Barras se estaba desesperando de nuevo? ¿Ya? Pocas veces ocurría durante la estación. ¿Es que estaba harto de todo? Una reacción bastante razonable, en realidad. Solo un poco más, Barras. ¡Tengo noticias!

Lo apremiaron a avanzar hacia el este en una larga caminata. Una de las más largas que había hecho jamás. Era sobre todo terreno alto, salvo por una sección baja de triste fama: la torre de Hielo. La ansiedad se fue apoderando cada vez más de su garganta a medida que seguían avanzando para otro día de marcha. Lo sorprendió en un momento dado pasar junto a una columna de soldados que venían en dirección contraria: un destacamento de cincuenta con el marrón rooliano. Auténticos soldados, no delincuentes hoscos ni ciudadanos atemorizados a los que habían llevado allí las deudas. Hombres bien equipados con armaduras de anillas y tachonadas, yelmos de hierro, espadas y escudos. ¿Los korelrianos habían hecho algún tipo de trato con los roolianos? Eso parecía.

El guardia de Robo lo apuró para que bajara por una traicionera cuesta de hielo hasta la curva de la contramuralla de la torre de Hielo. Allí se encontró con el caos. Las partidas de trabajo luchaban con bloques de piedra. Ríos de hielo corrían por el muro y bajaban por la parte de atrás, donde desaparecían en el torrente de nieve. Varios guardias los obligaron a continuar con gestos, como harían en un fuego o cualquier otra catástrofe en una ciudad. Bajo el azote de la espuma gélida de las olas que se estrellaban, el guardia apresuró el paso. Los dos terminaron el viaje corriendo a refugiarse en una torre envuelta en hielo y vigilada por un único korelriano, el manto azul ribeteado de carámbanos, la escarcha formaba su propia incrustación plateada en el yelmo completo del guardia de la tormenta. Corlo empezó a dar patadas en el suelo y a frotarse las manos en la sala de guardia, y se preguntó si quizá esa visión era lo que se ocultaba tras los ribetes plateados de la armadura de todos los elegidos: una imitación, o recordatorio, del verdadero grabado que proporcionaba gratis la obligación con la que se habían comprometido.

Dentro, un guardia de la tormenta korelriano señaló al de Robo.

—¿Es este?

El guardia asintió, temblaba demasiado como para poder hablar.

El elegido contempló a Corlo desde detrás de la estrecha ranura de su celada.

—Tu amigo ha vuelto a perder de vista su propósito.

Corlo sintió que se le tensaban los hombros.

—No hay nada nuevo que pueda decirle.

Un guantelete se estrelló contra la cara de Corlo y lo mandó al suelo. Se quedó allí tirado, aturdido. ¡Estos guardias de la tormenta jamás han sido sutiles, y ya hace tiempo que pasó la hora de la sutileza!

—Respuesta equivocada. Convéncelo para que luche o morís los dos. ¿Hablo con claridad?

Corlo se quedó tirado, frotándose la mandíbula.

—Sí, señor. Meridiana.

—Bien. —El guardia recogió su lanza—. Por aquí.

El korelriano lo llevó por una escalera de caracol, empezaron a bajar y pasaron junto a niveles de calabozos, salas de guardia y dormitorios toscos que no eran más que aposentos en los que se había esparcido paja y donde los hombres dormitaban o se sentaban a pasar el rato hablando y jugando a los dados. Hacia el final de esos niveles entraron en un pequeño pasillo bordeado de celdas. El korelriano se detuvo delante de una y se asomó al ventanuco. Se volvió hacia Corlo.

—Habla con tu amigo. Convéncelo o los dos defenderéis juntos la muralla. —Descorrió el cerrojo de la puerta y empujó a Corlo al interior.

Barras estaba sentado, encorvado contra la pared contraria, los codos en las rodillas, la cabeza gacha. Estaba asqueroso. Tenía la piel ennegrecida, agrietada y llena de costras por la exposición a los elementos, el cabello canoso, largo y apelmazado. Corlo se deslizó por el muro, cerca de la puerta. ¿Qué decir? ¿Qué podía intentar decir? Todo lo que le quedaba eran mentiras.

La cabeza se alzó y Barras le guiñó un ojo. Corlo se lo quedó mirando, sin habla. ¿Qué pasaba? Su comandante se acercó a la puerta, escuchó y después gruñó. Puso en pie a Corlo de un tirón.

—Tengo noticias —dijo el hombretón.

—Y yo —tartamudeó Corlo, todavía sorprendido.

—Hay juramentados aquí. Shell y Penas. Dicen que K’azz ha regresado y expulsado a Despellejador de la Guardia.

Corlo estudió a su comandante, el placer que sentía al ver al hombre revivido y animado se desvanecía a toda prisa. Dioses, no. Jemain mencionó la posibilidad de algún juramentado… ¿pero al final ha resultado ser todo demasiado él? ¿Se ha vuelto loco?

Barras se apartó.

—No me mires así. Es real. Los he visto. Solo tenemos que localizar a los supervivientes de la tripulación y nos largamos de aquí.

Borun pasaba sus días en la torre de la Puerta del Mar en Lallit, contemplando las aguas grises como el hierro del mar del Remitente. Los subcomandantes moranthianos sabían que no debían molestarlo, cada jornada que pasaba sin noticias empeoraba su humor, hasta que cualquier pregunta, por muy tímida que fuera, no recibía más que una mirada gélida y muda.

Pasaron otros dos días sin la llegada de los barcos prometidos. Entonces eligieron a la subcomandante Stoven, compañera del comandante desde su juventud, para que se acercase a preguntar qué debían hacer a continuación. La mujer hincó una rodilla en tierra detrás de Borun, con la cabeza gacha.

—Comandante. Nos ha guiado de forma impecable todos estos años. Nadie cuestiona sus decisiones. Solo preguntamos… ¿cuáles son sus órdenes?

El comandante se giró. Tenía los brazos cruzados. Una gran inspiración ensanchó su pecho y movió la cabeza de lado a lado con un crujido audible de vértebras. Se le escapó un suspiro largo y profundo.

—Levántese, Stoven. Tiene razón al preguntar. He sido… negligente. Parece que, por razones que todavía hemos de determinar, estamos solos. Muy bien. Reúna a todos los artesanos, convenza a los trabajadores. Que se comience la construcción de un muro defensivo alrededor de la ciudad. Puede que pasemos aquí un tiempo.

Stoven se inclinó.

—Comandante. —Al erguirse, la moranthiana había mirado al mar. Su sorpresa era obvia a pesar del visor que ocultaba su expresión—. Comandante… mire.

Borun se volvió. Un navío entraba en la pequeña bahía. Eso solo tampoco era digno de mención, lo que resultaba inusual era un cúter mensajero de los moranthianos azules. Al acercarse, Borun distinguió banderas de señales levantadas en las vergas, señales que solicitaban una tregua y un parlamento. El comandante posó las manos embutidas en guanteletes en los cinturones de las armas que le cruzaban la cintura.

—Bueno, Stoven. Vamos a ver lo que nuestros buenos primos tienen que decir.