9

Mirar atrás

es una llama en los ojos.

Mejor como moscas no demorarse

sobre la basura que hemos hecho.

No, yo no sé nada de lo que aconteció antes.

Ni me importa.

Es mucho más fácil venerar el futuro

que nunca llegará.

Rimas ocasionales

Jhen Karen’ul de Estigio

Bakune estaba sentado en el sillón alto de la corte civil de Banith escuchando al abogado de la parte perjudicada terminar su argumentación. Conseguía mantener la atención a muy duras penas. Fuera, un ejército ocupante patrullaba las calles y bloqueaba el puerto, mientras que allí, entre esas paredes, abogados y agentes se confabulaban y conspiraban con tanta desvergonzada codicia como antes.

Algo dentro del examinador quería chillar. Bajo las túnicas se pellizcó las palmas de las manos con los dedos para obligarse a seguir el razonamiento, poco probable y artificial, del abogado. Tras el resumen, Bakune se apresuró a dar un golpe en la mesa con el martillo.

—Abogado, aquí no veo ninguna prueba clara y convincente que apoye sus tesis de colaboración y especulación en tiempo de guerra.

El abogado volvió a levantarse y se apartó las túnicas de los brazos.

—Examinador… está claro por la venta de productos que hizo este mercader al enemigo…

—Señor, si fuera a procesar a cada mercader que ha tratado con estos moranthianos, entonces las dependencias carcelarias estarían a rebosar. Eso solo no es prueba de connivencia ni de comportamiento traidor, como sostiene su cliente. Entre tanto, el acusado, el principal rival de su cliente en la concesión de madera, según tengo entendido, sufre bajo esta nube de duda, su reputación manchada, su negocio eviscerado. Sugiero que se dedique usted a reunir pruebas materiales convincentes que apoyen sus acusaciones. Hasta entonces, caso desestimado. —Bakune volvió a dar otro martillazo en la mesa y las primeras filas de la multitud que atestaba el tribunal se levantaron, una mitad aliviada y la otra mitad murmurando su insatisfacción.

El examinador se volvió hacia el siguiente legajo de documentos, pero por alguna razón fue incapaz de reunir la energía necesaria para enfrentarse a ellos. Dio un tercer martillazo en la mesa.

—Se levanta la sesión hasta esta tarde.

Un estallido de protestas, gritos, papeles agitados en puños, los alguaciles de la corte esforzándose por contener a la chusma. Bakune salió del tribunal con pasos largos; sencillamente, le importaba un bledo. ¿Dónde estaban las peticiones urgentes de acción, la indignación pública, cuando esos jóvenes desaparecían de las calles? Con franqueza, no sentía ninguna simpatía por esa pasión repentina por los litigios. Nuestro país está invadido por una potencia extranjera, tropas ajenas a nosotros recorren nuestras calles, ¿y nuestra reacción? Intentamos demandarlos a ellos y entre nosotros. Bakune se sentía avergonzado al ver que sus compatriotas no veían en todo aquello más que una oportunidad para hacer dinero rápido.

Recogió unos cuantos informes y después salió rumbo a su despacho. Sus guardias tomaron posiciones a su alrededor, una precaución que le había impuesto Hyuke, recién nombrado capitán Hyuke de la Guardia de la Ciudad. Los miembros supervivientes del sacerdocio de la Señora lo habían condenado por reunirse con el enemigo, como si pudieran hacer caso omiso sin más de su presencia y esperar que se largaran pronto.

Era tan frustrante que sintió tentaciones de largarse él. Malditos fueran todos por esa preocupación recién hallada por la «justicia» y el resentimiento ofendido y santurrón que solo los egoístas pueden acumular. Al menos todavía no había aparecido ningún asesinato nuevo que siguiera las características de todos los anteriores. Desde luego que había habido muertes, puñaladas entre borrachos, crímenes pasionales, asesinatos conyugales; todo ello, al parecer, y por extraño que pareciera, entre los que más se significaban en la defensa de los «valores tradicionales roolianos». Pero ningún cuerpo de personas jóvenes que surgiera con la marea. Cosa que Bakune agradecía y por la que decidió atribuirse algún mérito. Además, había hablado con Hombrehueso, y Pronto, la joven sirvienta, había empezado a trabajar como aprendiz de cocinera.

Encontró a Hyuke esperándolo a la puerta de su despacho con un aspecto no muy diferente al de antes con su ridículo bigote grueso y la actitud perezosa. Solo había cambiado el uniforme; a Bakune no le convencían mucho las charreteras. Abrió la puerta y lo hizo entrar con un ademán.

—¿Qué ocurre?

El nuevo capitán de la Guardia se dejó caer en una silla, con los ojos adormilados.

—Esos azules quieren un almacén y terrenos para montar barracones en el muelle. No hay voluntarios.

—Pero eso es un asunto para la oficina del lord alcalde.

Un asentimiento cansado.

—Pues sí. Salvo que el lord alcalde se ha encomendado a sus propios asuntos.

—¿Qué?

—Anoche. Se largó. Y las arcas de la ciudad también están vacías.

—¿He de inferir por tu afirmación que hay una conexión?

El hombre puso los ojos en blanco.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿A qué te refieres con ese «vamos»? El vicealcalde tendrá que hacerse cargo.

Una sacudida de la cabeza.

—¿El teniente de alcalde?

El otro frunció los labios con una mueca decepcionada.

—¿El tesorero de la ciudad?

—Arrestado. Es persona de interés.

—Ah. ¿Y eso deja…?

—A usted.

—¿A mí? La Señora me libre, no.

—Lo siento, pero es que se nos han acabado los candidatos. El abad está muerto, y el lord alcalde se ha ido. Eso lo deja a usted. Felicidades, este desastre es todo suyo.

Cabrón de alcalde Gorlings. Nunca me cayó bien ese imbécil pomposo. Y ahora se larga y me deja con este embrollo. Y yo no lo quiero. Bakune miró a su capitán de la Guardia. Al menos el tipo parecía dispuesto a hacer lo que le pidiese. Suponía que ya era hora de que uno de los examinadores auxiliares ocupara la magistratura.

—Confisca la propiedad necesaria. Diles que se les compensará con pagarés.

El largo rostro de Hyuke se iluminó con una gran sonrisa y se acarició el bigote.

—Eso me gusta oírlo. —Se levantó—. Lo van a odiar.

—Me van a odiar de todos modos.

—Eso sí. —El hombre hizo una pequeña reverencia—. Lord alcalde.

Esa noche, mientras regresaba a casa caminando, le sorprendió una vez más lo tranquila que estaba la ciudad. La marea aparentemente interminable de peregrinos había menguado. Un sinfín de ciudadanos había huido de la costa en busca de la dudosa seguridad de los pueblos interiores. La capital, Paliss, al parecer estaba asfixiada por los refugiados. ¿Y el jefe supremo? Circulaban rumores extraños sobre él y su aparente falta de respuesta a la invasión.

El ama de llaves de Bakune le abrió la puerta con una pequeña reverencia, eso también era nuevo. Todo el mundo lo trataba con mucho más respeto o mucha más hostilidad, dependiendo de dónde se encontraran sus intereses concretos. Sus guardias tomaron posiciones ante la puerta. Su cocinera estaba en la cocina, preparando la cena, otra novedad. Colgó su manto y se sirvió una copa. Al entrar en el salón se encontró al sacerdote, Ipshank, sentado en su sillón más cómodo.

Bakune lo saludó con la cabeza y se sentó; se recordó que tenía que hablar con su ama de llaves que, al parecer, se había convertido a la extraña religión nueva de ese sacerdote.

—Bonita casa —dijo el sacerdote.

—Un visitante previo la llamó miserable y pequeña.

—Cómo pueden cambiar nuestras percepciones.

—Ipshank… quizá no deberías…

—Nadie sabe que estoy aquí.

Bakune se masajeó la frente dolorida.

—Es solo que ya me están llamando traidor…

El sacerdote se echó hacia delante. Los tatuajes bestiales de su rostro se oscurecieron bajo la luz tenue.

—Estoy aquí para avisarte de que las cosas van a empeorar mucho.

—Estupendo.

—¿Has oído los rumores sobre nuestro jefe supremo, Yeull? ¿El ejército rooliano?

—¿Cuáles? He oído veinte historias contradictorias.

El hombre se echó hacia atrás.

—Bueno, no va a haber ninguna contraofensiva. Ningún esfuerzo por liberar Banith.

Bakune asintió. Él ya había llegado a esa reticente conclusión. Habían pasado más de diez días y todavía no habían llegado fuerzas roolianas. De hecho, él había oído rumores alarmantes sobre la disposición del ejército. Tomó un sorbo de su licor.

—Había oído un rumor que decía que se estaba abandonando Paliss.

El sacerdote asintió.

—La versión oficial es que el jefe supremo conservará el norte y después retomará el sur.

—¿Y tú qué crees?

El hombre tardó un rato en responder. Bajó la mirada como si estudiara las manazas anchas como palas.

—Iba a irme, ¿sabes? Hace días.

—¿Sí?

—Sí. Decía que ya era hora de que me enfrentara a la Señora… y ya me iba.

—Y algo te detuvo.

—Sí. Uno de esos rumores. Uno que tenía demasiado sentido.

Bakune levantó la copa, después se contuvo y la volvió a dejar. No sabía si quería oír lo que podría inquietar a ese hombre.

—¿Tengo que oírlo?

—Sí. Bakune, creo que los malazanos… Melena Gris… viene hacia aquí.

El otro desechó la posibilidad con un ademán.

—Eso es absurdo. Marchará sobre Paliss, por supuesto.

El sacerdote sacudía la cabeza. La luz del fuego se reflejaba en su calva.

—No. Esta es su flota. Lo están esperando.

—¿Esperándolo? ¿Para llevarlo adónde? ¡Acaban de llegar! No, cuando se acerque, las tropas moranthianas desembarcarán y se unirán a él para marchar sobre Paliss. Y si sale victorioso, tendremos un nuevo jefe supremo. —Bakune se encogió de hombros con gesto impotente—. Tan simple como eso.

El sacerdote se levantó.

—No. No es tan simple. Se acercan tiempos de caos, Bakune. Es posible que no haya ningún jefe supremo. Entonces harán falta personas que sepan mirar al futuro. Piénsalo. Es lo único que sugiero. —Bajó la cabeza y miró a su interlocutor—. No sé si nos veremos otra vez. Pero si no, mucha suerte, y mi bendición. —Puso una mano en el hombro de Bakune—. Saldré por detrás, no hace falta que me acompañes.

Mucho después de que el hombre se fuera, Bakune continuó sentado mientras la noche caía sobre él. El fuego se fue apagando y convirtiendo en brasas. Estiró el brazo y se tomó de un trago el resto del licor. Jamás había sido un hombre demasiado religioso, aunque había asistido a los servicios toda su vida, gajes del oficio de funcionario. Era extraño, solo esa noche había tenido la sensación de estar en presencia de un sacerdote de verdad, uno menos preocupado por el bienestar de los dioses que por el bienestar auténtico del pueblo. Era una emoción rara, incómoda, que lo hacía sentir que, de algún modo, él también debería estar preocupado. Durante toda su vida adulta había vivido bajo el yugo malazano. No se imaginaba cómo serían las cosas de otro modo.

Sin embargo, merecía la pena pensarlo, como había dicho el sacerdote. Porque, ¿y si en el curso del enfrentamiento inminente no surgía ningún vencedor claro? ¿O si moría Yeull y las fuerzas malazanas terminaban paralizadas? ¿Entonces qué? Surgirían caudillos regionales. La desintegración del estado. El caos. ¿Quién protegería los intereses de Banith?

Bueno, suponía que tendría que ser él.

A Kiska le sorprendió encontrar que ese reino del infra-Caos estaba repleto de vida. Unas criaturas con aspecto de lagarto se escabullían de su camino y desaparecían entre la roca rota y las arenas cambiantes de la región. Unos duros arbustos de espinas asfixiaban los hoyos. Hasta bichos que podrías llamar peces albinos ciegos nadaban en estanques de roca poco profundos. Kiska se había preguntado de qué se había alimentado el mastín blanco para sobrevivir. Creía tener ya la respuesta. También pensaba que la perspectiva de los peces emocionaría al sacerdote, Warran, pero el tipo no mostró ningún interés.

—Demasiado pequeños —se había quejado.

Eso no le impidió comerse su parte, sin embargo, después de que Jheval hubiera fileteado unos cuantos. Su diminuto guía-murciélago continuaba incitándolos a seguir, incansable, al parecer; y aunque su objetivo último era obvio, les mostraba el mejor camino, evitando desfiladeros, cañones y unas tierras bajas pantanosas que Kiska se alegró de rodear.

Siempre presente en el cielo se cernía su destino, el inmenso cardenal, o la mancha, de la espiral. Por la noche tomaba la apariencia de un círculo negro como boca de lobo rodeado por un torbellino de resplandor cuando las cortinas de luz se ondulaban y arremolinaban.

—La energía de la destrucción —llamó el sacerdote a la luz.

El único acontecimiento extraño o inquietante que tuvo lugar durante un tiempo concernió a Warran. En la oscuridad relativa de una noche, Kiska se levantó para aliviar la vejiga y fue entonces cuando pasó por detrás de donde el sacerdote estaba sentado con las piernas cruzadas, mirando la espiral.

Por un instante a Kiska le pareció que podía ver el brillo de las estrellas y los estandartes ondulados de energía a través del cuerpo del sacerdote. Como si fuera translúcido, o como si no estuviera allí en realidad. Parpadeó, hizo una pausa, y se quedó mirando otra vez, pero la impresión había desaparecido y el hombre la miraba con furia por encima del hombro.

—¡Estoy intentando meditar, si no te importa!

Y ella se retiró, disculpándose. Pero la visión no la abandonaba y Kiska se encontró observándolo con mucha más atención que antes.

Y luego, tras un periodo de tiempo indeterminable, los envolvió una tormenta de arena. Venía de más adelante, de la dirección de la espiral, un gran muro de arena o polvo que lo oscurecía todo y hervía sobre la tierra hacia ellos. Primero, los cuervos, que habían estado saltando entre las rocas (en busca de insectos, pensó Kiska), lanzaron un gran graznido de alarma y echaron a volar de repente. Jheval señaló un grupo de peñascos y corrieron a agazaparse a su socaire. Kiska emitió un gañido cuando algo se agarró a ella, pero era su guía, que había vuelto a meterse bajo su manto.

Warran se irguió entonces y alzó las cejas con un gesto de asombro.

—Eso no es ninguna tormenta.

—Pues claro que lo es —soltó Jheval desde detrás del pañuelo—. ¡Y ahora agáchate!

El sacerdote levantó una mano mirando a Jheval.

—No. Esto es algo mucho peor. No os mováis. —Y volvió a salir al terreno abierto.

—¡Idiota! ¡Vuelve! —Jheval fue a seguirlo, pero Kiska lo detuvo.

—Espera. Quizá sepa lo que está haciendo. —La mujer tuvo tiempo para echar una mirada alrededor en busca del mastín (¿había encontrado refugio?) antes de que el día se oscureciera más allá de la tenebrosidad de la noche. El ruido era casi demasiado fuerte para oír: le machacaba los oídos con su reverberación. Algo le mordió la mano (un pellizco agudo) y cuando miró vio una especie de mosca alimentándose de ella. La aplastó. Jheval pegó la cabeza contra la suya.

—¡Moscas de sangre! ¡Moscas que te comen la carne! ¡Desollan la carne de los huesos! ¡Haz algo!

Pero Kiska se apartó con un estremecimiento. Se dio unas collejas en la cabeza por donde se le arrastraban por el pelo. Se golpeó la armadura por donde se habían metido debajo como gusanos. Las picaduras eran un suplicio; le salpicaban las manos como la viruela. Cuando un pellizco le acuchilló el oído interno, chilló, el aullido inaudible incluso para ella, y cayó hecha un ovillo, en posición fetal.

No creyó haberse desmayado, pero poco a poco fue consciente de que el océano de dolor estaba disminuyendo, desapareciendo convertido en una agonía abrasadora y persistente que ya no amenazaba con sumirla en la inconsciencia. Se levantó y se limpió la cara, sintió una mancha húmeda (tenía la frente cubierta de sangre fresca). Miró a su alrededor con los ojos entrecerrados y vio que la nube de moscas había retrocedido. Los rodeaba a cierta distancia: un muro revuelto de un millón de moscas voraces.

El sacerdote estaba allí y le pasó un paño. Ella lo cogió y se limpió la cara y los brazos, hacía una mueca cuando el tejido frotaba las heridas abiertas. Jheval se levantó entre siseos y gemidos. Si ella tenía el mismo aspecto que él, estaba hecha un desastre; la sangre le corría por la cara, al igual que las manos y los antebrazos.

Kiska vio que ni una sola herida afectaba a Warran.

—¡A ti no te han picado! —¡Maldito fuera aquel hombre! ¿Cómo había escapado?—. ¿Qué pasa aquí?

—Tuvimos una especie de negociación, él y yo.

—¿Él?

Warran levantó las manos abiertas.

—Bueno… ello.

—¿Qué es… ello?

—Es un d’ivers. Parece que lleva algún tiempo rondando por estas costas de Caos. Se ha hecho bastante poderoso, como veis.

—¿Negociación, has dicho? —preguntó Jheval, la voz crispada de dolor.

—Huye de la espiral —explicó Warran. Alzó la voz y exclamó—: ¿No es así?

La horda dibujó un círculo, siseando y vibrando, y la masa de susurros de los millones de alas cambió de timbre. El tono subió y bajó y, por increíble que fuera, Kiska se dio cuenta de que podía entenderlo.

El agujero tiene más hambre que yo…

—¿Cómo debería llamarte? —preguntó Warran.

No recordamos tales cosas. Somos muchos. Un solo nombre no puede abarcarnos.

—Lleva aquí demasiado tiempo… —murmuró Jheval.

Kiska se adelantó.

—Viajamos para resolver los misterios de esta espiral.

Eso afirma Este Del Manto que os acompaña. Cuidado, entonces. Muchos se han reunido en su margen, resueltos a capturar su poder. Seres peligrosos. Seres que incluso yo prefiero no consumir.

—Muchas gracias.

No hay de qué. Esta espiral me inquieta. Recordad, todo lo que os encontráis no tiene por qué ser hostil. Pero cuidado con el Ejército de la Luz.

La nube se alejó, revolviéndose y girando, alzándose como humo. Se fue flotando por donde había llegado, lejos de la mancha de la espiral. Los tres la observaron irse. Kiska se sobresaltó cuando su guía de ramitas y trapos cobró vida bajo su manto y se lanzó a las alturas de aquel no-cielo espeluznante.

Jheval se estaba limpiando la cara.

—Esa cosa está huyendo justo de aquello a lo que nosotros nos dirigimos.

—No puede comerse un agujero —dijo Warran.

Kiska miró al sacerdote.

—¿Qué es ese Ejército de la Luz?

Warran ladeó la cabeza, indiferente.

—Te aseguro que no tengo ni idea.

Jheval murmuró algo, avinagrado. Continuaron caminando. El guerrero de Siete Ciudades caminaba junto a Kiska.

—No sé por qué lo intentas —dijo.

—¿Intentar qué?

El otro señaló al sacerdote con una sacudida de la cabeza.

—Él. Hacerle preguntas. No ha hecho más que mentirnos. Oculta algo. Estoy seguro. ¿Oíste lo que lo llamó esa cosa? El Del Manto. Es un escorpión que se está disfrazando con nosotros.

—Tú tampoco has sido tan comunicativo —exclamó el sacerdote en voz muy alta desde donde caminaba a cierta distancia, y Jheval lanzó un gruñido de enfado—. ¿Quién no oculta cosas, eh, Jheval? ¿Por qué será, me pregunto, que son siempre los que más tienen que esconder los que acusan a otros? ¿Por qué crees tú que es… Jheval?

Kiska alzó una ceja y miró al nativo de Siete Ciudades, que se había puesto furioso y apretaba las mandíbulas sin decir nada. No se habló más ese día y cuando cayó la penumbra de la noche, encontraron otro de aquellos pequeños estanques donde ganduleaban unos pálidos peces transparentes. Kiska y Jheval se turnaron para lavarse y curarse las heridas. Al regresar del estanque, Jheval estaba limpio de sangre, pero los puntos de color rojo rabioso del sinfín de picaduras que tenía en la cara y las manos lo hacían parecer la víctima de una viruela particularmente violenta. Kiska suponía que ella no tenía un aspecto mucho mejor.

Echada sobre su manto extendido, el equipo enrollado metido bajo la cabeza, la joven pensó en las palabras de la criatura d’ivers. Seres poderosos se habían reunido junto a la espiral. Seres que incluso la criatura había decidido no atacar.

Y había elegido no atacarlos. O más bien, quizá debería decir que la criatura había elegido no atacar a Warran. Allí estaba otra vez. El Del Manto. Kiska estaba de acuerdo con Jheval, por supuesto. Pero por enloquecedor que fuera, no había nada que ella, o él, pudieran hacer.

Al día siguiente continuaron después de desayunar la carne cruda del pescado. Lo raro fue que Jheval y ella fueron los que tuvieron que ponerse a pescar, Warran no quiso ni acercarse. El orden habitual que seguían era ella y Jheval delante, Warran cerrando la marcha. Así era como iban cuando, desde debajo de unas capas de arena que los disimulaban, unas figuras con armaduras saltaron para impedirles el paso.

Eran más de veinte: una especie de patrulla o guardia, ataviados de modo similar con armadura esmaltada de coraza con mangas de hojuelas, pantalones ceñidos y yelmos blancos de esmalte. Llevaban escudos pálidos, agrietados y amarillentos ya, y las hojas de sus espadas curvas desnudas resplandecían con un color amarillo.

Warran se acercó y se detuvo junto a Kiska.

—El Ejército de la Luz —anunció.

Pues muchas gracias.

Uno exclamó algo en un idioma que Kiska no entendió. El hombre probó con varios más hasta que por fin habló en taliano.

—Tirad las armas.

—¿Quién eres tú para amenazarnos? —le respondió Kiska a gritos.

—Tu compañero también —respondió el hombre.

—Podemos con ellos —murmuró Jheval sin apenas mover los labios.

—¿No pensarás de verdad que estos son todos los que hay, no? —dijo Warran—. Será mejor obedecer. No hagamos una escena.

—Fácil de decir para ti —contestó Kiska por lo bajo. Más alto, contestó—: Muy bien. Pero esta no es forma de comportarse entre la gente civilizada. —Se arrodilló para dejar su bastón en el suelo. Con un gruñido de disgusto, Jheval arrojó sus manguales.

La partida los rodeó entonces y los hizo marchar. El terreno se fue haciendo cada vez más desigual. Su sendero rodeaba afloramientos de rocas con peñascos del tamaño de edificios. En un punto concreto, la escolta se detuvo y habló entre sí con tono sorprendido. Entonces apareció el mastín blanco, que se abrió camino entre ellos y se colocó junto a Kiska. Se paseó allí durante un rato, con ella; la sangre seca le moteaba el pelo blanco con vetas amarillas.

—No estabas lo bastante lejos, ¿eh? —le dijo, aunque seguía sin atreverse a estirar el brazo para acariciarlo de verdad.

Treparon por una ladera alta de piedras rotas y sueltas, serpenteando por su superficie, hasta que llegaron a la cima y vieron un ejército extendido ante ellos en un valle de roca negra. Kiska se quedó anonadada; era una de las mayores concentraciones de fuerza que había visto jamás. Las tiendas salpicaban toda la superficie. El humo se alzaba de un número incontable de hogueras. Su escolta los instó a bajar por la ladera del valle. Mientras descendían, el mastín se alejó a grandes zancadas, parecía no tener interés alguno en entrar en el campamento. Kiska lo observó desaparecer entre las rocas y de repente se sintió sola y vulnerable; por alguna razón tenía el convencimiento de que podía contar más con aquella bestia de lo que podía confiar en los dos hombres con los que viajaba. ¿Y qué hay de esta fuerza? ¿El Ejército de la Luz? ¿Era uno de los reunidos para reclamar la espiral? ¿Uno de los que el d’ivers no quiso atacar? Una vacilación que Kiska podía entender. Pero ¿qué esperaban lograr? No se podía atacar esa manifestación. ¡Allí no había nada!

Los bajaron al valle y los hicieron entrar en el campamento. Kiska vio que la fuerza estaba compuesta en su totalidad, que ella viera, por infantería con armadura muy pesada. Todos se parecían con sus rasgos estrechos y pálidos, el cabello blanco o con vetas rubias. ¿Y se podía saber quiénes eran? A Kiska la instaron a meterse en una tienda, separada de Jheval y del sacerdote. Eso la alarmó, pero no había nada que pudiera hacer.

Dentro encontró un jergón y una mesita que contenía una jarra de agua, una jofaina y una fuente de comida: carne seca de algún tipo, tortas finas de pan ácimo, fruta y queso. Todo muy sencillo y austero. Como un puto monasterio.

Entró un guardia, el yelmo bajo el brazo revelaba un cabello largo y suelto de color rubio sucio: una mujer.

—Quítate la armadura y todo el equipo.

—¿Es así como tratáis a todos vuestros visitantes?

—Estamos dentro de las orillas de Caos, no en las explanadas de los Ejidos Trémulos. El equipo.

Kiska obedeció con un suspiro. Cada pieza de la armadura, cada arma, la guardia la cogió y la tiró fuera de la tienda, dejando a Kiska con las botas, los pantalones, la camisa, el chaleco y el manto.

—Botas —dijo la mujer.

Kiska se puso las manos en las caderas.

—¿En serio?

La mujer se limitó a señalar con un gesto la abertura.

—¿Llamo a mis compañeros y te desnudamos por completo?

Kiska casi la invitó a hacerlo. Casi. Se quitó las botas a patadas. Al registrarlas, la guardia encontró los cuchillos arrojadizos deslizados en el forro de cada una.

—Manto.

Kiska se la quedó mirando y después se echó a reír. Puñetera orden militar del maldito Embozado sin sentido del humor alguno. Tenía que ser.

Se quedó reducida a la camisola de seda manchada y los pantalones cortos que se ponía siempre debajo para estar más cómoda. Solo entonces se ablandó la mujer y le permitió vestirse. Cuando terminó, la mujer solo hizo un comentario brusco.

—Sígueme.

Dos guardias más se colocaron detrás cuando la mujer atravesó con ella el campamento. Reinaba un orden casi implacable. Los soldados fuera de servicio estaban sentados fuera de sus tiendas reparando equipo o comiendo. Todos estaban en silencio; su actitud sorprendió a Kiska, que estaba acostumbrada al ruido, a las quejas y a las chanzas de las tropas malazanas. También reflexionó que ya hacía un rato que no veía a su diminuto guía. Bien. La criaturita estaba demostrando tener más criterio que ellos.

La escoltaron hasta una tienda, la solapa se abrió de un tirón y reveló a Jheval y al sacerdote. Su guía le mandó entrar.

—Espera aquí.

—Date prisa y espera —murmuró Kiska cuando entró. Saludó a los otros dos con la cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó Jheval.

—Sí. ¿Quién es esta gente?

—El Ejército de la Luz —repitió Warran con una sonrisa insulsa—. Se diría que eso es obvio.

—¿Y qué significa eso?

—Tiste liosan.

Jheval maldijo por lo bajo. La etiqueta significaba algo para él, eso estaba claro, pero a ella no le decía nada. Sabía de los tiste andii, por supuesto, los Hijos de la Noche. Incluso había oído hablar de los tiste edur, los Hijos de la Sombra. ¿Y ahora los tiste liosan? ¿Los Hijos de la… Luz?

—¿Qué quieren?

El sacerdote encogió los hombros huesudos.

—Yo diría que están aquí para investigar la espiral.

—¿Tantos?

De nuevo aquel encogimiento enloquecedor. Kiska estaba a punto de hacer otra pregunta cuando la solapa se deslizó y entraron varios de sus captores. Cuatro tenían las espadas desenvainadas mientras que el que iba en cabeza, el quinto, o quinta, se erguía con las manos a la espalda. Aparte de la actitud de mando y la seguridad en sí mismo, o misma, no había forma de distinguir a ese de los otros.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el comandante, la voz reveló que era una mujer.

—Estamos aquí para investigar esta manifestación, la espiral.

—¿Espiral? Nosotros lo llamamos el Devorador.

—¿Lo llamáis? —repitió Kiska—. ¿Es… alguien? ¿Pero cómo puede tener inteligencia?

La comandante se quitó el yelmo con visor y sacudió el cabello rubio, sudoroso y apelmazado. Sus rasgos eran romos y pesados, la mandíbula cuadrada, los salientes de la frente gruesos. Los ojos llamaron la atención de Kiska: unos puntos dorados moteaban el iris, que brillaba con un color casi malva.

—Lo invoca y sostiene un mago poderoso —dijo—. Y ha abordado las fronteras de Kurald Liosan, entre muchas otras.

Kiska esperó que su rostro no traicionara ninguna reacción. Un mago poderoso. Tayschrenn. Pero… ¿malvado? Quizá se haya vuelto loco… Se perdió lo que la mujer dijo a continuación y se dio cuenta de que se estaban presentando.

—Kiska —soltó de repente.

La mujer asintió.

—Mi nombre y títulos resultan bastante largos. Me llaman Jayashul. Comandante Jayashul. He oído que os acompañaba un mastín de Luz y eso dice mucho a vuestro favor. Por favor, sed nuestros invitados. Cumplid las reglas de nuestro campamento y seréis bienvenidos. Como es obvio, representáis a organizaciones o entidades políticas que están igual de inquietas por la presencia del Devorador. ¿No es así? —Señaló a Warran con la cabeza—. Veo por tu presencia que Sombra también está preocupada. No cabe duda de que tu patrono resiente la pérdida de cualquier parte del poco reino que le queda.

—Sombra está en todas partes —respondió Warran, con tono engreído.

La mirada de la mujer se entrecerró al oír eso, pero hizo una pequeña reverencia.

—Hasta después.

Cada uno respondió a la inclinación. La comandante salió disparada de la tienda seguida por sus guardias, dejando atrás a un hombre para vigilarlos.

—¿Crees que su alteza nos permitiría pasear por el campamento? —le preguntó Warran al guardia.

El puño embutido en un guantelete del guardia se desplazó hasta su espada.

—Mostraréis respeto. Eligió no honraros con sus títulos, pero deberíais saber que es Jayashul ‘Od Lossica. La Que Trae el Amanecer. Hija de nuestro lord Liossercal.

Kiska se quedó mirando la solapa de la tienda. Por la mismísima sangre de Ascua. La hija de Osserc, Señor del Cielo. Jamás se le había ocurrido que podría estar en semejante compañía. Observó que Jheval se había puesto casi verde al oír la noticia; el nombre significaba mucho para él. El qué, con exactitud, Kiska se preguntaba si lo descubriría alguna vez. Por su parte, Warran se cogió la barbilla con una mano y caviló en voz alta.

—El tipo parece tener un montón de hijas.

Al octavo día de su avance sin oposición a través de Rool, Suth reflexionó que la vida era buena. Nadie estaba intentando destriparlo; nadie jugaba al tiro al blanco con su cabeza; incluso comía mejor que durante su infancia en las llanuras dalhonesias, ¡carne todos los días! Un lujo inaudito. Su única queja era que nadie engrasaba las ruedas de todos los carros y carretas que el ejército requisaba a medida que avanzaba por el campo.

Ese día les tocaba a ellos descansar en esos vehículos. Suth iba sentado con la mayor parte de su pelotón en la parte trasera de un carro, acurrucado entre mantos y mantas. Keri había vuelto con ellos, pero también Pyke: el tipo se había limitado a aparecer en su campamento una mañana con aspecto de haber comido demasiado bien para el gusto de Suth. Yana opinaba que había desertado al bando rooliano durante el punto muerto y que se había estado atiborrando mientras los demás se morían de hambre, y que cuando a los roolianos los habían desperdigado a los cuatro vientos, él había vuelto arrastrándose. Suth se inclinaba por creer lo mismo. Lo ponía malo pensar que buenos camaradas a los que él les habría confiado su vida, como Lerdo y otros, morían en la lucha mientras que los gandules como Pyke avanzaban por la vida sin esfuerzo y sin un solo rasguño. Era suficiente para darle ganas de asesinar a alguien. Se calmó pensando que aquello no había acabado todavía.

Mientras ellos holgazaneaban, el sol los iba calentando, Suth estiró la pierna y se masajeó la herida, después miró al sargento Tela que, con la cabeza echada hacia atrás, aparentaba dormir.

—Sargento… ¿qué hay de eso que dicen sobre usted y la Garra?

Yana le lanzó una mirada asesina. Keri y Len se animaron y miraron al hombre, que no se había movido todavía. Suth esperó. Las ruedas chillaban, las columnas avanzaban a pisotones a ambos lados. Al menos no había polvo, porque un aguanieve fría caía casi cada día. Al final Tela abrió un ojo y lo examinó con una mirada dura. Después, el sargento respiró hondo y exhaló como si soltara algo.

—Esto es solo para los del pelotón, ¿comprendido? Sí, estuve en la Garra.

Las cejas de Yana subieron casi de una forma cómica. Manteca dejó escapar un silbido.

—¡Lo sabía!

—No significa una mierda —le rezongó Tela a Manteca—. Lo dejé.

—¿Por qué? —preguntó Suth, que había decidido presionar mientras pudiese.

La respuesta fue un ceño hostil, y el hombre volvió a echar la cabeza hacia atrás.

—Política. Me harté. Me largué, lo cambié por un poco de lucha honesta.

Suth pensó que había algo más, pero sabía que eso era todo lo que iba a averiguar.

—¿Y Faro? —preguntó—. ¿Qué hay de él?

La mirada de Tela se deslizó sobre él y se quedó allí un rato, rotunda y dura.

—No hablamos de él.

Bueno… algo hemos progresado, en cualquier caso.

Todo el mundo se quedó callado un rato, meciéndose con el carro que rodaba por el basto camino. Suth le agradecía a Tela que se hubiese abierto. Se sentía privilegiado. Parte de una hermandad especial. Si miraba atrás, apenas podía recordar al joven impetuoso que se había alistado tantos meses antes. Entonces su objetivo había sido retar a todo aquel con el que se topase, ponerse a prueba contra todos los que viniesen. Pero con el tiempo, lo último que quería era sacar su espada para luchar. Sería feliz si no viera más acción hasta el final de la campaña. Y con franqueza, tal y como se presentaban las cosas, parecía que ese iba a ser el caso. Las fuerzas roolianas estaban esparcidas por el campo. De vez en cuando barría la columna algún rumor de contraofensivas, pero nunca salía nada en limpio de esas habladurías. Parecía que los roolianos estaban huyendo, que se retiraban hacia el norte.

—¿Adónde nos dirigimos, por cierto? —preguntó Manteca tras un rato con tono soñador, como si estuviera medio dormido.

—¡A la capital, por supuesto! —dijo Pyke, desdeñoso.

Len pareció a punto de decir algo, pero frunció los labios y optó por quedarse callado. Algo distraído, Suth se preguntó por qué querría aquel hombre guardarse su opinión.

—Exacto. La capital, Paliss —dijo Tela, los ojos cerrados.

—Por supuesto —dijo otra vez Pyke, mirando alrededor—. ¿Dónde si no?

Nadie habló y Pyke se limitó a lanzar un bufido y despreciar a Manteca con un ademán. Sin saber muy bien a qué venían los silencios que lo rodeaban, Suth miró a Yana, que dio una pequeña sacudida a la cabeza. Suth captó la señal, se acomodó mejor y cerró los ojos.

Hacia el mediodía, un suboficial montado se acercó al carro; los miró de arriba abajo sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su desaprobación.

—¿Sois la segunda división, cuarta compañía, el decimoséptimo?

Tela se irguió y saludó.

—¡Sí, señor!

—Nuevas órdenes. Se os ha transferido a una cohorte bajo el mando del puño Rillish. Presentaos ante su estandarte.

Tela volvió a saludar.

—Sí, señor.

El oficial respondió al saludo.

—Eso es todo. —Y azuzó su montura con las rodillas.

—Justo cuando empezaba a divertirme —gimió Manteca.

—¡Rillish! —escupió Pyke—. Un eunuco que no sirve para nada. ¿Qué estamos haciendo con él?

—¿Qué tienes tú contra él? —preguntó Yana, llevándole la contraria, como siempre.

—Todo el mundo sabe que Melena Gris no lo aguanta. ¿Para qué lo necesitamos a él cuando tenemos al puño supremo?

—Poneos el bozal —dijo Tela, su tono transmitía su absoluto aburrimiento con esas riñas constantes.

Entre estiramientos y rezongos, todos recogieron su equipo y se fueron en busca del estandarte del puño. Lo encontraron al sur del camino de los mercaderes por el que viajaba la unión del Cuarto Ejército con el Octavo. Alrededor de él había otros cuatro pelotones del Cuarto: el vigésimo, el undécimo, el sexto y el noveno. Suth vio a la chica barghastiana, Tolat, entre la multitud. La chica le lanzó un beso y, él, al darse la vuelta, chocó con Keri.

—¿Y quién es la chicarrona? —preguntó su compañera con una ceja arqueada.

—Fuimos a explorar juntos.

—¿Es así como lo llamas ahora?

Suth no tenía ni idea de qué decir, pero Tela lo salvó con un bramido.

—¡Marcar con estacas un poco de terreno y montad el campamento! —Después, él y los otros sargentos se presentaron ante el puño.

Mientras ordenaban su vivac, Suth se agachó junto a Len.

—¿Qué te pasa con Pyke?

El hombre le contestó en voz baja.

—Estoy seguro de que cruzó el río, joder.

—¿Y qué?

El viejo saboteador hizo una mueca de decepción.

—Que… ¿lo cogieron? ¿Hizo un trato?

—¿Qué quieres decir, un trato?

Len miró a su alrededor para asegurarse por partida doble de que no los oían. No tendría que haberse preocupado: como siempre cuando había trabajo que hacer, Pyke no aparecía por ningún sitio.

—Pasar información.

A Suth le pareció muy difícil de creer.

—Venga ya. ¿Sobre nosotros? ¿Quién tiene un uñero o gonorrea? ¿A quién le importa?

Len asintió con gesto pensativo mientras clavaba las estacas.

—Estado de salud, no está mal. Pero no, a lo que me refiero es a despliegues, objetivos estratégicos, todos los rumores que corren entre las filas.

—Todo eso que se habla no son más que gilipolleces.

—En absoluto. Hay cosas con mucha puta lógica.

—¿Pero con quién iba a hablar? Por aquí no hay nadie.

Len frunció el ceño.

—Bueno, ¿y adónde se ha largado el muy cabrón?

Sobresaltado, Suth miró a su alrededor. Era verdad: a Pyke no se le veía por ninguna parte. ¿Se podía saber qué estaba haciendo el mamón todo el tiempo?

—Voy a matar al puto cabrón.

—No, de eso nada. Solo vamos a mirar y esperar. Es cosa de Tela.

Suth volvió a arrodillarse.

—Cabrón engendrado por el Embozado. No me puedo creer que tengamos que soportarlo.

—Es como la familia —le dijo Len con una sonrisa sesgada—. No se puede elegir a los compañeros de pelotón. Tela le tiene echado el ojo.

A la mañana siguiente, mientras la cola de la fuerza expedicionaria pasaba con un estruendo, ellos se reunieron para recibir las órdenes. Pyke estaba una vez más en la fila y Suth lo miró con furia; ¿cuándo se había colado en el campamento? Entonces recordó la advertencia de Len y se obligó a apartar los ojos.

El puño estaba hablando con los sargentos y a Suth le complació ver al adjunto, Kyle, con el tipo. Parecía estar como nuevo, si a caso un poco magullado. ¡Ajá! Aquello podía ponerse interesante. Después pensó en la última misión especial y decidió que quizá no era lo que quería, después de todo.

Se repartieron las órdenes y, acompañados por unos cuantos carros, se dirigieron al sur, bajando por una simple pista para carros embarrada y llena de baches que cruzaba el terreno abierto mientras el resto del ejército continuaba hacia el oeste.

No, decidió Suth. Eso no era lo que él quería.

Marcharon el día entero hacia el sur, siguiendo una pista de granjeros. Una mezcla de nieve y lluvia empapaba a Suth, le atravesaba las capas del jubón y le calaba hasta la ropa interior. Solo la marcha lo mantenía caliente. Por lo que había oído, había quizá otro día de marcha hasta la frontera con Mare. Se preguntó si iban a comprobar esa frontera. ¿Pero solo con unos cincuenta soldados?

Continuaron caminando hasta pasado el atardecer. La escolta del puño encabezaba la marcha, el adjunto los acompañaba. El crepúsculo se profundizó a toda prisa bajo la capa de nubes. Unos exploradores salieron de entre las sombras. Tolat entre ellos. Consultaron con el grupo del puño. Se transmitieron órdenes para que se mantuvieran especialmente alerta. Tela hizo una señal y todos descolgaron los escudos.

Siguieron marchando durante la caída de la tarde hasta bien entrada la noche. La caminata llevó a la partida a la cima cubierta de hierba suave de un valle seco; allí, al otro lado, junto a la cima contraria, parpadeaban unas antorchas. En el valle resplandecía una única tienda, iluminada por dentro. Unos estandartes oscuros colgaban sin fuerzas delante. Había muy poca luz para distinguirlos, pero eran estandartes que podrían ostentar el marrón de Rool.

Wess escupió un chorro de saliva marrón, dejó el pesado escudo en el suelo y se apoyó en él.

—Van a parlamentar —dijo, asintiendo con aire seguro.

¿Parlamentar?, pensó Suth mientras observaba las antorchas lejanas. ¿Para qué? Tenían a las fuerzas roolianas en plena huida. ¿Por qué iban a perder el tiempo hablando con ellos? A menos, por poco probable que pareciera, que eso fuera una rendición. No. No podía ser tan fácil. ¿Verdad? A Suth le sorprendió descubrir que parte de él esperaba que ese fuera el caso, mientras que a otra parte le ofendía la idea. Se preguntó qué mitad recibiría su recompensa llegada la mañana.

La voz de Tela hendió la noche.

—¡Descansen! ¡Vivaqueamos aquí!

Suth compartió una mirada poco entusiasta con Wess. Instalar el campamento después de oscurecer. Dioses, cómo lo odiaba.

Rillish tomaba té caliente mientras observaba la tienda que los esperaba bajo la luz dorada del amanecer. Varias figuras se movían por ella; solo unas cinco que él pudiera ver. El resto del grupo permanecía en la lejana cima. Un comandante de las fuerzas roolianas ha solicitado una reunión, había dicho Melena Gris. Vaya a ver lo que quieren y si tiene algún interés para nosotros.

Y yo accedí; entonces Melena Gris envió también al adjunto y de nuevo no dije nada, aunque no teníamos por qué ir los dos. Uno u otro. Kyle podía negociar por el puño supremo; de hecho, eso era casi para lo que estaba diseñado el papel de adjunto. La razón de enviar a los dos quedaba dolorosamente clara hasta para los hombres: Melena Gris no confía en su puño.

Kyle se reunió con él, la cabeza desnuda, vistiendo solo el jubón acolchado y manchado y unos pantalones de cuero suave. Rillish sabía que casi cualquier otro puño en su lugar estaría resentido y odiaría la presencia del joven usurpador de su autoridad, pero siendo como era un hombre maduro, y padre, y convencido de que ese era su último destino, era incapaz de reunir la energía necesaria para hervir de amargura. Más bien lo contrario; siempre le apetecía ofrecerle consejos al joven.

Consejos que, por sorprendente que fuera, ese joven adjunto parecía escuchar, o al menos sabía ocultar su propio resentimiento y desprecio.

Un ayudante ofreció a Kyle una taza de té, que el joven aceptó.

—¿Cuántos deberíamos llevarnos? —preguntó.

—Unos cinco, quizá.

El adjunto levantó el vaso y señaló la lejana cima.

—¿Y cuántos ocultándose tras esas tierras altas?

—Buena pregunta. ¿Tenemos que hablar de verdad con ellos?

El adjunto cogió una galleta de las que hacían en campaña y la mojó en el té.

—Eso creo.

—Estoy de acuerdo. Y el puño supremo no dijo a quién iba a enviar.

Kyle asintió con un gruñido: era difícil tender una trampa cuando no se sabía quién iba.

—¿A quién nos llevamos?

—Un par de sargentos, supongo.

—Si no le importa… hay unos soldados con nosotros con los que ya he trabajado antes.

Rillish asintió.

—Y ese sargento… Tela. Iré a buscarlos.

Kyle dejó el vaso.

—No se moleste, puño. Ya los reúno yo.

—Yo… —Rillish contuvo el resto de la objeción. El adjunto le dio la espalda y frunció el ceño tras su largo bigote.

—¿Sí?

—Nada.

Tras inclinar la cabeza en un saludo informal, el joven se fue.

Ahí está otra vez. ¿Interferencia o consideración? ¿Qué verán los hombres y las mujeres de la cohorte? ¿El adjunto activo, dando órdenes, al mando, mientras yo me aparto, inútil en apariencia? ¿Es así como lo desea el adjunto? ¿O acaso el joven interpreta que esas funciones de mensajero no son dignas de todo un puño? ¿No le importa que lo vean actuar como un simple ayudante? ¿O es de los que no se plantean en absoluto este tipo de cosas?

No sabía lo suficiente de aquel hombre para estar seguro en uno u otro sentido. De momento, sin embargo, parecía que al joven de las llanuras extranjeras en realidad le importaban un bledo esos asuntos del rango o las prerrogativas del mando. En cuyo caso, sería un alivio para Rillish no tener que preocuparse de tales trivialidades.

Por la mañana, el adjunto se pasó por allí y habló con Tela. El pelotón los observó con miradas de soslayo desde donde se habían encorvado alrededor del fuego para calentarse las manos y patear el suelo. Len repartió un caldo de la olla. Tela se acercó soplándose los puños y le hizo un gesto a Suth.

—Recoge tu equipo. Tú y yo nos vamos a dar un paseo. —Suth asintió—. El resto… poneos el equipo y vigilad. No sabemos cuántos cabrones hay. —Le lanzó a Len una mirada dura—. Cabo. Estás al mando hasta que yo vuelva.

Len hizo un saludo militar. Suth vio que Yana estaba mirando a Pyke, que parecía hacer caso omiso de todos.

Tela le lanzó una mirada a Suth.

—¿Qué estás haciendo aquí todavía?

Suth se terminó su caldo y fue a prepararse.

Seis de ellos bajaron por la pista de granjeros llena de maleza hasta el valle. El adjunto y el puño iban en cabeza, seguidos por la sargento del vigésimo, Coral, y Tela, después Suth y Tolat. Si bien era una mujer pequeña, se rumoreaba que Coral era mortífera con su espada larga, que podía empuñar con una o con las dos manos a una velocidad sorprendente.

Los estandartes eran del marrón rooliano. El frente de la tienda estaba abierto de par en par y revelaba un suelo alfombrado, un brasero con un servicio de té y comida. Había cuatro guardias fuera. Dentro estaban sentados tres hombres, esperando. Dos era obvio que eran guardias, mientras que el tercero vestía unas túnicas gruesas y suntuosas sin mangas sobre una armadura de cuero incrustada de anillos y tachuelas.

Los tres se levantaron y el más gordo se adelantó.

—Saludos. Gracias por responder a mi invitación. Soy el barón Karien’el.

Rillish se inclinó.

—Puño Rillish Jal Keth. —Se volvió hacia el adjunto, hizo una pausa y dijo—: Mi ayudante, Kyle.

A Suth le sorprendió la mentirijilla, pero decidió que no tenía sentido que el tipo supiera a quién tenía allí. Y el adjunto no objetó nada.

El barón se inclinó y los invitó a entrar.

—Siéntense, por favor.

Tela y Coral señalaron con un ademán que ellos cuatro esperarían fuera. Se dispersaron en un ancho arco. Suth intentó no ponerse a escuchar, pero no pudo evitarlo, el barón tenía una voz muy potente.

—Me siento honrado, puño, y… me alienta ver… que el puño supremo envía a un oficial de tan alto rango.

—No es nada —respondió Rillish—. El puño supremo tiene mucho interés en ver el fin de las hostilidades.

—¿Les apetece un poco de té? —preguntó el barón.

—Gracias, sí. —Uno de los guardias preparó el té. Rillish continuó con voz insegura—: ¿Barón Karien’el, ha dicho? No recuerdo haber oído hablar de usted… ¿es usted rooliano, no?

El hombre se señaló con un ademán, la cara morena, la barba negra.

—Sí, soy rooliano, como ve. No de ascendencia malazana. Hace poco que he tomado posesión de mi título.

—Felicidades. Pero yo tenía entendido que la aristocracia solía ser de linaje malazano, por regla general.

—Solo entre ustedes, los invasores extranjeros.

El puño se quedó callado un rato. Tomó su té. Tolat, observó Suth, estaba vigilando el campo de hierba alta que rodeaba la tienda y eso le recordó a Suth que él también debería estar atento. Rillish se aclaró la garganta.

—¿He de entender, por tanto, que no me estoy dirigiendo a un representante del jefe supremo Yeull?

El tipo se acarició la densa y suntuosa barba y sonrió.

—Correcto, puño.

Suth miró a su alrededor, alarmado. ¡Thesorma Raadil! ¡Una insurgencia! ¡Estos roolianos ven la oportunidad de deshacerse de todos nosotros! Pero ¿por qué anunciarlo?

—¿Y tiene una proposición? —preguntó Rillish, su tono expresaba un desinterés seco.

El barón levantó las manos abiertas.

—Seré franco. Los roolianos estamos deseando ver desaparecer al último malazano… —El hombre agitó la mano ante cierta reacción de Rillish—. Bueno, bueno. Si dijera otra cosa, usted sabría que era un mentiroso, ¿no?

—Cierto.

—Muy bien. Y puesto que nos guía la franqueza, déjeme ofrecerle una muestra de nuestra neutralidad. ¿Me permite?

Rillish asintió.

El barón chasqueó los dedos y uno de los guardias agitó los brazos mirando a la ladera contraria del valle. Tela, Coral, Tolat y Suth se irguieron de repente, alarmados. Rillish y Kyle permanecieron sentados con Karien’el. Una pequeña partida empezó a bajar por el otro lado del valle. Una fila de figuras escoltada por otras cuantas. No tenía aspecto de emboscada.

—¿Qué es, sargento? —exclamó Rillish.

—Parecen prisioneros, puño —contestó Tela.

—Sí, puño —dijo el barón. Y se levantó con un gruñido y frotándose las piernas. Invitó a Rillish y Kyle a la parte frontal de la tienda—. Por favor, acepte a estos oficiales del puño supremo como gesto de buena voluntad. —Y sonrió una vez más.

Y en esa sonrisa salvaje que mostraba todos los dientes, Suth leyó un mensaje: mataos entre vosotros y ahorradnos a nosotros las molestias.

Rillish hizo una pequeña reverencia.

—Se lo agradecemos, barón. Hasta que volvamos a encontrarnos, entonces.

La sonrisa se ensanchó.

—Sí. Hasta entonces.

Corlo estaba echado contra la pared húmeda y fría de su prisión, las piernas encogidas contra el pecho, los brazos cruzados con fuerza, le importaba un ardite si vivía o moría. Había hecho su vergonzoso trabajo (había hecho lo que la Guardia de la Tormenta quería de él) y después lo habían rechazado y, al parecer, olvidado. Era probable que la única razón para que siguiera con vida y no estuviera encadenado en alguna frontera de la muralla de las Tormentas fuera la previsión de sus prudentes captores de que quizá lo volvieran a necesitar.

Dioses, otra vez no. No puede ser. Su mentira haría soportar a Barras esa estación. De eso estaba seguro. Y después… lo demás estaba demasiado lejos para que le importara ya. Su traición había sido demasiado grande. La mentira ardía con demasiada virulencia en su pecho. ¡Pero seguro que algunos tienen que estar vivos todavía! ¡En alguna parte!

Lo habían encerrado con lo peor de la selección que hacía la Guardia de la Tormenta. Tirado entre los encarcelados dentro de lo que era en sí una inmensa prisión. Los asesinos, los rebeldes incurables, y los locos de atar. Se estaba muriendo de hambre. La comida llegaba en fuentes que empujaban a través de una ranura estrecha. Los más fuertes caían sobre ella y la engullían a toda prisa, sin dejar nada para el resto. Y dado que Corlo elegía no levantarse, se quedaba sin ella. Así era la vida sin más reglas que la gratificación individual.

Echó la cabeza hacia atrás. Una brisa fresca lo congeló donde estaba, bajo la única portezuela estrecha que se abría al exterior. Nadie hablaba con él. No solo era extranjero, allí todos sabían reconocer un caso desesperado cuando lo veían. Tenía lo que Hagen había identificado como «la mirada del que va a saltar». Ya era demasiado tarde. Aunque quisiera, ya no tenía fuerzas para luchar por su ración. Se iría apagando poco a poco. Se frotó la torques de metal que llevaba alrededor del cuello, una aleación de otataralita que embotaba la magia. Demasiado tarde. Había planeado que Hagen se la arrancara cuando llegara el momento. Total, para lo que le iba a servir su gran plan de huida…

Era demasiado horrible. Tanto esfuerzo para seguir con vida y ayudar a Barras, únicamente para engañarlo más allá de toda posible excusa. Era demasiado.

¿Cuántos días habían pasado? No lo sabía. El fulgor procedente de la profunda tobera que dejaba entrar la luz allí, en lo más hondo de las entrañas de la muralla de las Tormentas, iba y venía. El latido hinchado de las olas azotaba sin cesar a través de las piedras.

Adiós, Mediopico. Te deseo mejor suerte. Ojalá puedas encontrar la salida. Dimos un buen espectáculo. Y casi lo conseguimos. Cruzamos la mitad del puñetero mundo solo para caer ya casi en Quon Tali en manos de estos fanáticos religiosos, provincianos, estrechos de miras e ignorantes.

Malditos sean, ojalá caigan en la cripta más profunda del Embozado.

Un rato después despertaron a Corlo unos chillidos y golpes en la celda. Habían entrado guardias y estaban blandiendo porras a diestro y siniestro para abrirse paso entre los prisioneros. Parecían estar buscando a alguien.

Oh, maldita sea, no. Otra vez no. No. Nunca. No pienso…

Unas manos lo cogieron y lo levantaron.

¡No! ¡Malditos seáis! ¡Prefiero morir!

Intentó luchar, pero estaba demasiado débil. El esfuerzo oscureció su visión y ya no supo nada más.

Despertó tirado en un catre de paja. Ya no se estremecía de forma incontrolable; la calidez lo envolvía, procedente de un brasero de hierro en medio de lo que era una larga sala donde había heridos a ambos lados del estrecho pasillo que quedaba en medio. Una especie de enfermería de refuerzo. Dioses, no. No podían volver necesitarlo tan pronto, ¿verdad? El corazón se le encogió. ¿Había problemas con Barras?

Alguien se sentó junto a su catre. Olió un guiso caliente que le hizo dar vueltas el estómago.

—Come —dijo ese alguien.

—Lárgate.

La persona se inclinó un poco más y le habló en voz más baja.

—Debes comer, Corlo.

Corlo volvió la cabeza y allí estaba sentado Jemain, primer oficial de su barco, el Ardiente, antes de que los mare lo hundieran junto a la costa de Puño.

—¡Por todos los misterios de la Reina, Jemain! ¿Qué estás haciendo aquí?

El flaco se encogió de hombros con una gran sonrisa.

—Soy depositario. Te he estado siguiendo el rastro. Cuando oí que estabas aquí, reclamé unos cuantos favores.

—Pero querían mantenernos separados…

El hombre perdió la sonrisa.

—Bueno, parecen haber olvidado quién vino con quién. Tienen preocupaciones mayores, ¿eh? —Revolvió el guiso y le ofreció una cucharada a Corlo, que se la comió—. En fin… vine porque tengo noticias. He conocido a alguien. Una mujer…

—Me alegro por ti.

—Sentido del humor. Buena señal. Te estás recuperando. No, esta luchó como un demonio en la muralla y cuando mencioné el nombre de Barras, reaccionó como si lo conociera.

El estómago de Corlo se enroscó y se tensó. Intentó sentarse. ¡Por el Embozado, no! ¡Otro no!

—¿Quién?

—¿Te suena el nombre de Shell?

Corlo se lo quedó mirando. No será Shellarr, ¿verdad? ¿Cómo han podido capturarla? A menos…

—¿Era rubia?

—Sí.

—¿Atractiva?

El tipo casi se sonrojó.

—Sí.

—¿Maga?

Jemain frunció el ceño. Revolvió el guiso y le ofreció un poco más a Corlo, que comió con aire distraído.

—No llevaba torques en el cuello…

Corlo se echó hacia atrás.

—La mujer que conozco como Shell es maga. Habría tenido una torques en el cuello.

—A menos que se lo haya ocultado a los elegidos.

Cansado de repente, Corlo cerró los ojos.

—¿Dices que luchó bien?

—Lo suficiente para llamar la atención de la Guardia de la Tormenta —dijo Jemain con amargura.

Shell era juramentada. Maga o no, solo eso ya la colocaría entre los más formidables de los que estaban en el muro…

—¿Quién estaba con ella? ¿Lo sabes?

—Vino con otros. Unos cuantos. Podría escarbar un poco.

Corlo asintió con los ojos cerrados.

—Sí. Averigua con quién vino. Nombres. Descripciones. —Se le ocurrió un nuevo pensamiento y abrió los ojos—. ¿Con quién más estás en contacto? ¿De quién sabes? —El hombre se quedó un rato callado; Corlo lo miró. El otro revolvía el guiso con los ojos bajos—. ¿Sabes quién queda, Jemain?

El hombre se recobró y asintió.

—Sí, Corlo. Lo sé.

—Bien. ¿Quién?

Jemain le metió a Corlo el cuenco de madera en las manos.

—Ya hablaremos después. Por ahora es suficiente. Tengo que irme a preguntar por ahí, ¿de acuerdo?

Corlo lo cogió por la muñeca con tanta fuerza como pudo, que tampoco era demasiada.

—¿Quién?

Jemain lo recostó.

—Tú no te preocupes, Corlo. Descansa. Es suficiente por ahora. Tendré más información con el tiempo.

—¿Vas a volver?

—Sí. Una vez que averigüe algo más. —Se levantó—. Esa mujer, Shell. ¿Podría ser juramentada?

—Es posible.

—Bien. Preguntaré por ahí. Me alegro de verte.

—Y yo de verte a ti.

Jemain le apretó el hombro y después se alejó. Corlo se recostó y se quedó mirando el techo de piedra. Así que Mediopico. Quizá Dócil, Cuentagotas, Joden y Peladura. La antigua Espada. Seguro que son ellos. Seguro que, de todos, ellos habrían sobrevivido. Y esa mujer, ¿juramentada? Es probable que no. ¿Por qué van a infiltrarse en la muralla de las Tormentas? Barras está convencido de que, bajo el mando de Despellejador, la Guardia le ha dado la espalda a nuestra antigua misión. ¿Estarán allí para terminar con él de una vez por todas? Pero ¿para qué venir? Barras permanece encerrado. Pero sigue estando entre los juramentados; siempre será una amenaza para ellos.

Muy bien… Encontró la cuchara y se la metió en la boca para chuparla. Tendría que esperar y ver. Y si había juramentados de la Guardia allí, bueno, en cierto sentido no había mentido del todo, ¿no?

La sangría de solicitudes de suministros, pertrechos y hombres llevó a Hiam al tramo de la muralla de las Tormentas que se administraba desde la torre de Hielo, al norte de Kor. Se encontraba al este, tras un alto cabo, y este Hiam lo trepó solo, el manto ceñido a su alrededor, la lanza sujeta con un ángulo fácil. Al llegar a la cima del paso le sorprendió que le dieran el alto unos centinelas que salieron de la nevada que todo lo ocultaba.

—¡Alto! ¿Quién va?

Irritado, Hiam contestó también a gritos.

—¿Con qué autoridad desafían a un guardia de la tormenta en la propia muralla?

—¡Avance!

Los centinelas no pertenecían a los elegidos de la Guardia de la Tormenta, un hecho que tranquilizó a Hiam, pues eso hubiera sido un enorme desperdicio. Los hombres eran, de hecho, dos reclutas de Robo que llevaban escudos y espadas.

—¿Y usted es? —preguntó uno.

—El lord protector, que viene a ver a maese Stimins.

Los dos se lo quedaron mirando con la boca abierta, después se miraron entre sí y envainaron las espadas.

—Nuestras disculpas. Solo estamos aquí para alejar a la gente. Se están haciendo reparaciones más adelante, el suelo está peligroso.

Hiam enarcó una ceja.

—No me diga.

—Sí, ah, señor. Maese Stimins exige que nadie continué por aquí.

—¿Y ustedes creen que esa prohibición me incluye a mí?

Los dos compartieron otra mirada.

—Difícil de decir —murmuró uno al tiempo que se rascaba el cuello.

El otro se encogió de hombros.

—Nosotros tenemos órdenes.

Hiam hizo lo que pudo por contener una sonrisa y estudió el cabo de su lanza mientras daba golpecitos en la escarcha que relucía en las piedras del camino.

—Órdenes… Comprendo. ¿Qué hacer, entonces? Es una cuestión espinosa.

Los otros dos compartieron ceños. Uno dio unas patadas en el suelo. El otro situó las manos sobre un brasero que había en un soporte de hierro junto a su puesto. Parecían depositar todas sus esperanzas en que a él le diera por irse.

—¿Quizá —sugirió Hiam— uno de ustedes podría escoltarme… a partir de ahora?

Uno le lanzó una mirada al otro.

—No sé. Quizá.

—Le explicaré a maese Stimins que han extremado la vigilancia.

Los dos se relajaron y dejaron escapar penachos de aliento que se llevó una ráfaga de viento.

—Bien… de acuerdo —admitió uno—. Yo lo llevaré. Gnorl, tú quédate de guardia. —E invitó a Hiam a seguir—. Por aquí.

Hiam lo siguió con una triste sonrisa oculta tras la estrecha ranura de su yelmo. No se molestó en señalar que llevaba corriendo por toda esa muralla desde que era niño.

Coronaron el alto cabo y descendieron a la playa baja a la que se asomaba la torre de Hielo y su contramuralla. Cuando se acercaron, Hiam vislumbró el arco de la contramuralla entre las ráfagas de nieve y se detuvo como si se hubiera quedado paralizado.

¡Que la Señora nos libre!

Una gran cascada de hielo verde azulado envolvía tramos de la piedra. El hielo recorría la parte trasera de la muralla, por la que bajaba, congelado en plena caída. Varias figuras trabajaban sobre el hielo como esforzadas hormigas, martilleando y tallando, mientras otras hacían guardia delante de las olas que se estrellaban.

¿Qué ha pasado aquí? ¿Se ha derrumbado?

—Lléveme con maese Stimins —le gruñó al guardia y empezó a bajar, patinando y tambaleándose por los resbaladizos escalones de roca. Encontró al maestro ingeniero dirigiendo las reparaciones desde la base de la torre de Hielo. Se encontró con el hombre de repente, cuando una ráfaga de viento separó la nieve que caía. Por encima del fuerte viento y el impacto vibrante de las olas, el ingeniero chillaba indicaciones a un puñado de trabajadores. Hiam supuso que eran sus jefes de equipo. Al ver a Hiam, los hombres se irguieron y saludaron, la espalda de Stimins se estremeció y se puso rígida.

—Pueden irse —les dijo a los hombres, que se inclinaron ante Hiam y desaparecieron bajo la nieve torrencial.

—¿Cuándo ibas a decírmelo? —quiso saber Hiam.

Stimins se volvió poco a poco.

—Tienes que gestionar la muralla entera, joven Hiam. Esperaba ahorrarte esta preocupación.

Hiam lanzó un gruñido, comprendía la respuesta, aunque estaba indignado.

—Bueno, pues ahora estoy aquí. ¿Qué estás haciendo acerca de ese tema?

El anciano señaló con un gesto el tramo de camino que llevaba adónde el equipo, la cuerda y los bloques de piedra estaban tirados en un batiburrillo veteado de hielo.

—Estoy subiendo la muralla.

—¿Subiéndola? ¿Durante los ataques de los jinetes? —Hiam estaba asombrado, pero ¿qué otra cosa iban a hacer? Examinó el mar con los ojos: las olas se revolvían, agitadas por el viento, pero no había oleaje creciente que subiera por la ensenada, no ese día. No en ese momento. Hiam podía predecir la hora exacta de un asalto solo por el sonido del viento—. ¿Cómo va?

Stimins sacudió la cabeza casi calva.

—El trabajo va demasiado lento. Perdemos demasiados hombres. Los jinetes huelen la sangre. Necesitamos más guardias.

Pero todos los elegidos estaban ya asignados, y cada uno era vital en su posición. La verdad era que no les quedaban hombres de reserva. El problema era que justo al sur de allí se encontraba la ciudad de Kor. No podían permitirse que los jinetes arrostraran esa sección. A Hiam se le ocurrió una nueva pregunta.

—Si no hubo ningún derrumbamiento, ninguna ruptura. ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?

El anciano apartó la mirada y arrugó la boca. Se examinó las manos nudosas y retorcidas, que estaban envueltas en trapos.

—Esperaba ahorrártelo, Hiam. No es una buena noticia… la verdad es que la muralla no ha bajado… el mar ha subido.

Hiam se lo quedó mirando. ¿Subido? ¿En toda la muralla? No era de extrañar que las listas de bajas hubieran aumentado tanto, él había pensado que era porque eran menos. Pero no. Era peor. Porque ¿quién puede luchar contra el mar? Y sin embargo… ¿no era eso lo que sus ancestros habían hecho durante generaciones? ¿Cómo osaban ellos hacer menos? Señora, ¿por qué nos pones estas pruebas? ¿Carece de algo nuestra devoción? ¿Nos estás castigando?

Se aferró a su lanza hasta que se le entumecieron las manos. Muy bien, Santísima Señora… serás testigo. ¡Nuestra piedad, nuestro fervor, humillará a todos aquellos que lo presencien!

—¿Qué hay del oeste, la torre del Viento y los puntos débiles de allí?

Stimins asintió.

—Creo que eso también es producto de la subida del mar. Todos los defectos están surgiendo ahora, bajo la presión incrementada.

Hiam lanzó un bufido. Qué gran verdad has dicho, maestro ingeniero. Defectos en algo más que la muralla. Y esos defectos hay que quitarlos a martillazos, o la Señora permitirá que caigamos.

—Muy bien, Stimins. Tendrás todo lo que necesites.

—¿Más guardias para las cuadrillas de trabajo?

Hiam pensó en los últimos comunicados de fuentes leales de Rool. Tropas que se reunían en Lallit para su transporte. Todas buenas señales. Pero también había informes de la flota invasora en Banith. ¿Las fuerzas del Traidor tenían intención de invadir por allí? Ridículo, con Rool por pacificar. Necesitarían la ciudad como punto de apoyo. El Traidor no iba a abandonar. La flota se limitaba a pasar el invierno en aguas más tranquilas. Pretendían hacer las reparaciones y los arreglos necesarios.

Él solo tenía que resistir hasta que llegaran los soldados roolianos.

Una vez más, Hiam escuchó a su instinto. Quizá no tuvieran cantidad, pero tenían a su campeón, revitalizado en los últimos tiempos. Y otros prisioneros hábiles, incluso mercenarios. Los llevaría a todos hasta allí; pondrían todo lo que tenían en esa brecha.

Aguantarían. Tenían que hacerlo. No había alternativa.

El Ejército de la Reforma se arrastraba rumbo al norte al paso lento de un tullido, un ritmo que no hacía nada por mejorar el humor de Ivanr. Por delante de sus exploradores, las aldeas ardían en todo el país. Cada una arrojaba un negro penacho de humo que se mezclaba e hinchaba, anunciando la guerra abierta entre los leales al Imperio y los simpatizantes de la Reforma. El humo le parecía a Ivanr un digno estandarte para proclamar su llegada. Su número iba aumentando a medida que los simpatizantes se unían al ejército en sí, o contribuían al inflado ejército informal de seguidores y refugiados que arrastraban detrás. En total, él calculaba que su número se acercaba a los cincuenta mil. Una fuerza enorme, en número. El más grande hasta el momento de todos los levantamientos campesinos y movimientos heréticos mesiánicos de los que él hubiera oído hablar en el pasado. Sin embargo, según sus cálculos, en realidad solo podrían contar con menos de un tercio cuando llegara el momento de plantarse y luchar.

Solía andar cerca del centro, sin implicarse en la logística del día a día ni en la organización del mando. Así que solo se limitaba a mirar cuando los zapadores extraoficiales y los ingenieros del ejército demolían muchos de los edificios de madera junto a los que pasaban. Después apilaban las vigas y los tablones en los carros para su transporte. Al verlo, Ivanr llegó a la desalentadora conclusión de que Martal se estaba preparando para el asedio de Anillo. Los pesados carruajes de la mujer también avanzaban con estrépito entre la multitud desorganizada, como torres de asedio móviles. Al verlos dando tirones por el camino, se acordó de la opaca afirmación de su comandante de que habían llevado su propia fortaleza con ellos. ¿Estaban pensados como una especie de plataforma móvil para los arqueros? La mujer tenía que saber que no podía contar con emplear las mismas tácticas que antes. Los imperiales ya se habrían preparado.

Caía una llovizna ligera, fría e incómoda. Su gelidez le recordó que mucho más al norte los korelrianos se enfrentaban a los jinetes de la tormenta, se suponía que para defenderlos a ellos, al mismo tiempo que él y su ejército de herejes y politeístas intentaban usurpar el culto a la Señora. ¿Quién tenía razón? ¿La tenía alguno de ellos? De nuevo deseó que Beneth estuviera allí, aunque jamás se le había ocurrido debatir esos temas con él mientras vivía. ¿Cuál entonces iba a ser su papel, si no de profesor, profeta o inspiración? La pregunta todavía lo atormentaba y ennegrecía aún más su humor.

Un hombre esperaba para abrirse paso entre las filas de guardias que lo rodeaban. Alto y de una delgadez enfermiza: el anciano peregrino. Ivanr asintió para permitirle pasar. El hombre se acercó con una inclinación y se puso a la altura de Ivanr.

—¿Tienes noticias? —preguntó Ivanr.

La cara demacrada del hombre era lúgubre.

—Sí. —La lluvia le había aplastado el pelo sucio y gris sobre el cráneo irregular.

—¿Noticias inquietantes?

—Sí.

Ivanr señaló el cielo nublado.

—No es un día para malas noticias.

—Ningún día sería bueno para esta noticia.

¿Este tipo disfruta siendo el portador de malas nuevas?

—De acuerdo. ¿Qué pasa?

El hombre respiró hondo para cobrar fuerzas.

—Hemos sabido por fuentes fiables que la sacerdotisa todavía vive.

Ivanr se quedó mirando al tipo.

—¡Dioses generosos! ¿Y eso es una mala noticia?

—Está con el Ejército Imperial. Viaja con ellos.

Ivanr se quitó la lluvia fría de la cara mientras continuaban caminando. La traían al sur… ¿hacia ellos?

—Y a ti te preocupa…

—Lo que pretenden, sí. Creo que quieren hacer un espectáculo de su muerte.

Sí. Eso tendría sentido. Una lección espantosa sobre la inutilidad de la rebelión. ¿Pero de verdad creen que eso aterrorizaría a la gente? Solo los enfurecería más. Reforzaría su determinación, no la debilitaría. De hecho, podría provocar un baño de sangre. ¿Podría ser esa su verdadera intención? ¿Incitar a esos campesinos para que lleven a cabo un ataque precipitado? Tendré que advertir a Martal.

—Gracias… ¿Cómo te llamas, por cierto?

Los finos labios exangües se tensaron con una mueca arisca.

—Orman.

—¿Servías en la organización de Beneth?

—Sí, además de lo que predico.

Ivanr lo miró de soslayo.

—Cuando hablamos por aquel entonces… ¿actuabas en nombre de Beneth?

El otro sacudió la cabeza, sin inmutarse.

—Entonces hablaba en nombre de la sacerdotisa.

—Bueno, no soy quién para entrometerme en las elecciones de Beneth. ¿Y ahora qué?

Orman caminó con él durante un rato, en silencio, las manos a la espalda, la cabeza ladeada.

—Con tu permiso, me adelantaré a la ciudad de Anillo. Hace tiempo hicimos el esfuerzo de sembrar la ciudad de seguidores. Ahora estamos metidos en una encarnizada batalla no oficial por el control de la población.

—¿Cómo va?

Una expresión tensa, dolorida, cruzó el rostro sin carne.

—Mal. Estos imperiales han terminado por caer en la cuenta. Han sellado los caminos al norte. Han forzado a los refugiados a regresar a la ciudad. No van a ceder más terreno.

—Entiendo. Así que… ¿cuál es tu predicción?

El otro ladeó la cabeza.

—Esta vez creo que el destino de la ciudad lo decidirá la batalla. Quien la gane, ganará la ciudad, y la mitad del país. Hablando con imparcialidad, los imperiales en realidad no deberían enfrentarse a nosotros en campo abierto. Deberían guarnecer Anillo, negárnoslo, y observar cómo se disuelve nuestro movimiento sin objetivo ni dirección… —Suspiró y levantó los hombros huesudos—. Pero no lo harán. El modo en que se han manejado estos levantamientos en el pasado dictará cómo se ocuparán de este los imperiales.

Esbozó lo que quizá pretendía que fuera una sonrisa de aliento, pero que a Ivanr le pareció la expresión lasciva de una calavera.

—Así que ya ves, Ivanr. Puede que tú te tomes su determinación de enfrentarse a nosotros en el campo de batalla como un desastre en potencia; yo lo veo ya como una media victoria. —Y con eso el hombre se inclinó y se despidió.

Ivanr no estaba seguro de qué pensar. O bien aquel hombre era un agente político de talento extraordinario, o era un fanático religioso ciego a todo lo que no fuera el éxito. Si bien estaba de acuerdo en que aquella panda carecía de la disciplina necesaria para aguantar un asedio prolongado, la caballería pesada imperial sacando partido de sus puntos fuertes bélicos en el campo de batalla no le parecía tan gran error por su parte. Pero él no estaba al servicio del cuerpo de información de los estrategas. La táctica era su punto fuerte.

Entre las filas se fue trasmitiendo la señal que ponía fin a la marcha del día. Al soldado que había en Ivanr le horrorizó: ¡todavía faltaba mucho para el atardecer! A ese ritmo les llevaría otra semana llegar a Anillo. Se pasó la manga mojada por la cara. Ese era el precio de mantener unido un ejército de civiles voluntarios.

Y, como siempre, los imperiales observaban y esperaban. Ivanr miró a su alrededor y examinó las laderas onduladas que rodeaban aquella fuerza suelta y diversa. Allí, en el flanco lejano, unos jinetes los seguían. ¿Parte de la escasa caballería que le quedaba a Hegil? No había forma de saberlo a esa distancia. Seguramente no. Se preguntó por qué no los estaban acosando de forma constante, por qué no iban carcomiendo su número. Quizá a los imperiales les parecía que eso sería rebajarse.

Quizá no deseaban desalentar a esa chusma que avanzaba hacia su destrucción. Como conclusión, era de lo más mezquina. Se sopló las manos y pensó que ojalá no se le hubiera ocurrido.

Una constelación de hogueras iluminaba la noche al este. Allí, en una depresión boscosa, un único fuego de troncos de brasas resplandecía con un color naranja hosco. Un hombre estaba delante, sentado con las piernas cruzadas, encorvado, estudiando pequeños objetos sacados de una bolsa. Cada pieza extraía nuevas exclamaciones de incredulidad e indignación hasta que el hombre recogió las piezas repartidas y las volvió a meter en su sitio.

El crujido de la maleza llamó su atención y se volvió de golpe.

—¿Quién anda ahí?

—Soy Totsin —gruñó el recién llegado, maldiciendo y abriéndose paso entre los densos helechos.

El hombre se relajó.

—Qué sorpresa verte aquí. ¿No sabes que es peligroso molestar a un talento mientras trabaja?

Totsin se estiró la camisa y se echó hacia atrás el pelo ralo.

—¿Eso es lo que estás haciendo? Estoy buscando a la hermana Gosh. Está aquí, ¿no?

El hombre sacudió la bolsa y la miró con gesto suspicaz y los ojos entrecerrados.

—Sí. Está aquí —dijo con aire distraído.

Totsin lo observó un rato mientras se acariciaba la barba irregular.

—Bueno, hermano Jool… ¿qué estás haciendo?

Jool sacudió la bolsa junto a su oído una vez más. En el interior se oyó un repiqueteo.

—Las losas dicen tonterías.

La mano de Totsin se tensó en la barba. Aspiró una temblorosa bocanada de aire.

—¿Sí? Siempre me han parecido poco de fiar, ya sabes.

Sin responder, Jool alisó la tierra que tenía delante y después metió la mano en la bolsa. Sacó una losa, la examinó a la luz tenue, rezongó y la dejó en el suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Totsin con un susurro.

—Hogar, o Fuego, invertido. ¿Fracaso? ¿Traición? Un comienzo muy inquietante.

Después salió otra losa, esa de una madera muy negra. Jool lanzó un bufido de disgusto.

—Otra vez. Siempre pronto. Un fuerte portento… pero ¿de qué?

—¿Qué es eso?

—El Acaparador Oscuro, invertido. ¿Muerte? ¿Traición que termina en muerte? ¿O vida, lo contrario al cese? ¿Cómo debo leerlo?

Totsin no dijo nada.

Otra losa, esa de burda arcilla cocida.

—Tierra. Muy poco habitual que salga tan pronto. También podría significar el pasado que regresa, o consecuencias. Está alineada con la antigua diosa de la tierra. Algunos la llaman Dolmen.

Metió la mano de nuevo y esa vez siseó al ver la losa blanca resplandeciente que tenía en la mano.

—Los jinetes a continuación. Prominente. ¿Estos dos están asociados ahora de algún modo? ¿Cuál es la relación aquí: hogar traicionado, muerte traicionada, tierra o pasado, y los jinetes de la tormenta? ¿Qué debo pensar de esto? —Jool volvió a introducir la mano—. Una última elección.

Esa losa de madera oscura la sostuvo en alto y la miró con los ojos entrecerrados.

—Heredad de la Noche. Fortaleza de la Oscuridad. Relacionado, ¿cómo? Un auténtico enigma.

Totsin se aclaró la garganta.

—Tengo una losa para ti, Jool. La conseguí hace poco.

Jool no levantó la vista; fruncía el ceño y miraba las losas que tenía extendidas ante él.

—¿Sí? ¿Una nueva?

—Sí. Aquí está.

Distraído, Jool alzó los ojos. Totsin le tiró el pequeño rectángulo de madera; Jool lo cogió.

—Qué es… ¡Por todos los dioses! ¡Totsin! ¡Serás idiota! —El hombre se levantó de un salto e intentó arrojar la losa, pero el objeto no se soltaba de su mano. Se la quedó mirando, horrorizado—. ¡Nosotros nunca… esa Bruja! ¡Ella! ¿Qué has…?

Y luego, con un siseo de comprensión, bajó los hombros.

—Ahora lo veo. El fuego, el hogar, traicionado: un traidor en la familia. Muerte, la mía. Dolmen, el pasado, tus razones. Noche, ahora, esta noche.

La mano que sostenía la losa se marchitó ante los ojos de ambos, se fue desecando hasta quedar convertida en un esqueleto muerto envuelto en piel curada hasta adquirir la textura del cuero.

—Los jinetes, sin embargo —continuó Jool, extrañado—. ¿Qué tienen ellos…? ¡Espera! ¡Cuatro! ¡Cuatro destinos presagiados! Dos mayores y dos menores. —El rostro del hombre palideció hasta adquirir una blancura cenicienta, hundida y marchita—. Sigues siendo idiota, Totsin. Me has asesinado demasiado pronto. Lo que preveo ahora me lo guardo, para tu desesperación… —Un último aliento se le escapó de los labios secos y Jool se derrumbó, los huesos desmoronándose con estrépito entre un montón de carne seca como el pergamino.

Totsin contempló el cadáver. ¿Bravuconadas? ¿Una amenaza vacía? ¿Qué debía pensar de ese último mensaje? Mientras reflexionaba, usó un palo para empujar las losas y volver a meterlas en su saca de cuero, cuyos cordones después cerró con fuerza. Nada, decidió. No significaba nada. Demasiado vaga y poco fiable, esa técnica… él nunca se había fiado de ella. Un método para talentos menores, nada más. Dio unas patadas a la tierra para cubrir las brasas que ardían sin fuego.

Solo quedaban dos. Los dos más peligrosos.

Tras dejar el valle de Ancy, llegó recado a la columna moranthiana de que Borun y Ussü debían adelantarse a caballo, puesto que habían sido llamados a presencia del jefe supremo. Cogieron las monturas de unos mensajeros y utilizaron el sistema de postas para disfrutar de caballos frescos en su viaje al oeste. Aunque moranthiano, y no acostumbrado a montar, Borun soportó la interminable paliza con su estoicismo habitual. Ussü, sin embargo, no había montado tanto en más de dos décadas. El viaje fue una tortura para él. Tenía en carne viva la cara interna de los muslos; la espalda y el cuello le dolían como si lo hubieran golpeado con porras y, a pesar de la agonía constante, estuvo a punto de caerse de su montura cuando, hacia el amanecer, se sumió en una niebla de agotamiento.

En el siguiente cambio de postas se acostó y amenazó a Borun con la muerte si se le ocurría molestarlo. Prudente, el comandante moranthiano no respondió y se retiró. Ussü se quedó dormido de inmediato y, con lo que pareció la misma inmediatez, se oyó una llamada a la puerta.

—¿Qué pasa? —graznó.

—Le he dado cuatro horas —contestó Borun.

Ussü dejó caer la cabeza hacia atrás. Maldita sea.

—Muy bien. Ya voy. —Se incorporó, puso los pies en el suelo y se levantó con un gemido. Dioses, y Señora, estoy demasiado viejo para esto. Ya solo el viaje me va a matar. Abrió la puerta y se apoyó en la jamba. Borun rezongó al verlo.

—Nos aguardan comida y monturas frescas.

Ussü sacudió la cabeza.

—No puedo. Adelántese usted.

—No es eso lo dispuesto. Viajamos juntos. Y ahora, venga.

Ussü levantó una mano con perlesía y manchas de vejez.

—No. No tengo fuerzas. Hace ya mucho tiempo.

El anodino yelmo de color negro mate lo contempló en silencio; después, Borun metió la comida en unos cestos que se echó al hombro.

—Es mago, haga lo que sea que hace. —Y dejó la sala principal de la casa de postas.

Ussü se lo quedó mirando. Maldita fuera, pero si el tipo tenía razón. Contempló la mano y recurrió a su senda. Una llama azul cobró vida con un parpadeo alrededor de la carne. Témplame, ordenó. Las llamas nutrirán. Al instante, el cansancio en los huesos se desprendió de él como la escoria en un horno. Se irguió conmocionado y, la verdad, bastante aterrado. ¿De dónde viene este poder? No había nada de la Señora en él; más bien, era como si ella se hubiera apartado y lo hubiera permitido. De mala gana, Ussü lo aceptó.

Os lo agradezco, Santísima Señora.

En el cambio de postas que había junto al cruce principal del camino a Paliss, les llegó recado de que debían dirigirse a Lallit. Ussü cogió las órdenes de manos de Borun.

—¿Lallit? ¿En la costa? ¿Para qué?

—No lo dice. Pero es auténtico. Los sellos y los códigos son correctos.

Ussü se lo volvió a tirar al mensajero con gesto de frustración. ¡Tenía que hablar con Yeull! ¿Por qué ese desvío a la costa? Era insufrible… ¡y más cabalgada todavía!

—¡Eso son otros cuatro días!

—Aproximadamente. Y debemos irnos. No podemos cuestionarlo.

—¿Sigue sin saberse nada de Ancy? —le preguntó Ussü al mensajero.

—No, señor. Ustedes van por delante de las noticias.

Borun despidió al mensajero.

—Iremos por el camino de Paliss un tiempo y después giraremos al oeste. —Y se dirigió al corral.

Ussü observó la espalda blindada del hombre. Aquí estoy yo, quejándome, y este hombre todavía no sabe nada de sus tropas. Pero seguro que están sus buenos dos o tres días por delante de cualquier avance malazano, aunque se hubieran abierto paso de inmediato. Aun así, él haría bien en darles menos vueltas a sus propios problemas y pensar en los de otros, para variar.

Se resignó al cambio de destino y fue a reunirse con Borun.

Tres días cabalgando, más la mejor parte de tres noches, llevaron a Ussü y Borun cerca de Lallit, en la costa de un brazo del mar del Remitente, que muchos llamaban el mar del Pirata. Esos últimos días se habían topado con señales del paso de muchos hombres, carros y carretas de equipo. Parecía como si estuviera trasladando un ejército a la costa. Todo eso inquietó todavía más a Ussü. ¿Era posible que en realidad Yeull estuviera allí y no en Paliss? Y si era así, ¿qué había de la capital? ¿Qué estaba planeando? Los malazanos estaban avanzando; el reorganizado ejército rooliano debería estar concentrándose y dirigiéndose al este para enfrentarse a ellos.

Un giro en la última ladera del largo descenso que llevaba a la costa trajo a la vista la extensión azul hierro del mar y también la modesta ciudad de Lallit. Los barcos asfixiaban su estrecho puerto y un ejército acampado rodeaba la ciudad. Parecía que se había reunido una fuerza invasora. Por un instante, Ussü se preguntó si estaban contemplando otra fuerza malazana que acabara de desembarcar en su costa oeste. Pero el marrón oscuro de Rool ondeaba por todas partes, tranquilizándolo. Borun y él intercambiaron una mirada silenciosa y continuaron.

Unos centinelas salieron a su encuentro y se reunió una escolta para llevarlos con el jefe supremo. Según todas las apariencias, el Sexto se había reunido procedente de todas las fronteras. Las fuerzas de élite roolianas y skolati reforzaban los números. Su escolta los llevó hasta el muelle, a la pasarela de un gran buque de guerra que lucía los estandartes roolianos, además del estandarte personal del jefe supremo, la vieja bandera del Sexto.

Estaba nevando en aquella costa, los fuertes vientos del sudoeste llegados del océano de las Tormentas empujaban la nieve hacia el interior. El aire era perceptiblemente más frío; la humedad, se dijo Ussü, nada más. La guardia personal del jefe supremo los mandó subir la pasarela con un gesto. Dentro del mal iluminado y sofocante camarote principal encontraron al jefe supremo esperándolos. Se quitaron los gruesos mantos de viaje y Ussü se arrodilló para rendir pleitesía a la indefinida figura que había detrás del gran escritorio en el que se apilaban hojas de vitela, pergaminos y libros de cuentas ajados.

—Jefe supremo. Nos ordenó que nos presentáramos.

—Y aquí estáis —rezongó la figura con voz profunda—. Echad leña al fuego. Habéis metido el aire gélido con vosotros.

Un guardia puso más madera en el brasero de hierro, aunque el sudor perlaba ya la frente de Ussü y el vapor se alzaba de sus mantos de viaje.

—Nos ordenó la retirada… —dijo Borun, su voz sonaba más ronca de lo habitual.

La figura se inclinó hacia delante, los brazos en el escritorio. Cuando se le acostumbraron los ojos, Ussü vio que Yeull estaba sentado, envuelto en todas sus capas habituales. El cabello negro le relucía, húmedo de sudor, y el rostro tenía una expresión pálida y enfebrecida.

—¿Es eso una acusación? —inquirió.

—Es una pregunta.

El hombre lanzó un gruñido y volvió a hundirse en su sillón de respaldo alto.

—Puede que hayáis demorado al Traidor una semana o algo más, pero al final habría cruzado. Si no por allí, entonces por otra parte. O habría dividido las fuerzas para cruzar por múltiples sitios, ¿no?

—Es posible… —dijo Borun entre dientes.

El jefe supremo siguió con desdén.

—Habría ocurrido. El Traidor está decidido a llegar a la costa como sea. No le queda más remedio. Es su estrategia. Está apostando a todo o nada.

—¿La costa? —preguntó Ussü.

La mirada ardiente de Yeull se posó en él.

—No os detuvisteis a recibir noticias durante el viaje hasta aquí, ¿no? De otro modo os habríais enterado. Decidme, esta segunda fuerza invasora llegó en más de cuatrocientos barcos. ¿Qué creéis que les pasó a esos barcos una vez que el Traidor desembarcó?

Ussü se encogió de hombros.

—Imagino que, a su debido tiempo, los mare los hundieron. Como entonces.

Yeull pareció gruñir de asco.

—¡Té caliente! —le ladró en un aparte a un guardia, y el hombre se puso a servir una cocción oscura—. No, mi muy confiado asesor. ¡A su debido tiempo los mare admitieron la derrota y pidieron la paz! —Yeull dio un puñetazo en la mesa que desperdigó varias hojas de vitela—. Ya nos podemos olvidar de ellos. —Se ciñó mejor las capas de chaquetas y chalecos forrados y acolchados que le envolvían los hombros—. Y ahora estamos flanqueados.

¿Flanqueados? ¡Ah, la costa! ¡Los dioses nos libren! ¿Están aquí?

—Se va de Rool —calculó Borun, mucho más al tanto que Ussü en materias de estrategia.

El jefe supremo asintió.

—Sí.

Ussü estaba confuso. ¿Abandonar Rool? ¿Para ir dónde? ¿Por qué no quedarnos y luchar?

—¿Usted también capitula? —se le escapó, y al instante lo lamentó.

El jefe supremo se quedó callado. Una capa de sudor le brillaba en la cara. Su mirada era como una lanza calentada que apuñalara la frente de Ussü. Tras un rato, aspiró una bocanada de aire estremecida y se tomó de un trago el té humeante.

—Nos dirigimos a la auténtica batalla, mi ignorante asesor.

Un gruñido chirriante resonó en el yelmo de Borun.

—¡Atacan Korel!

Ussü tuvo la sensación de que se iba a desmayar. El agotamiento, el calor, las revelaciones. Era demasiado. Se pasó una mano por la frente resbaladiza.

—Eso sería una locura. La isla entera se levantaría contra él. —Buscó en la habitación mal iluminada una silla vacía o un taburete.

—Tu fe es una lección para todos nosotros —comentó el jefe supremo en la penumbra—. Debe de ser por eso por lo que ella te favorece tanto.

Pero Ussü no estaba escuchando. Era incapaz de tomar aliento. El ambiente era demasiado cerrado, demasiado constrictivo. Se sentía como si el barco estuviera de repente en una tormenta. Unas manos embutidas en armadura lo sujetaron y lo sentaron en un alféizar. Una mano le bajó la cabeza hasta las rodillas.

—Respire —le ordenó Borun.

La negrura que se tragaba la visión de Ussü se atenuó un poco. Jadeó mientras su corazón iba ralentizando el pánico constreñido. Borun estaba hablando.

—Se va de Rool demasiado pronto. Déjeme marchar al sur. Puede que todavía lo detengamos.

—Cierto —admitió el jefe supremo, parecía sorprendentemente tolerante con semejante cuestionamiento—. Es posible. Pero he optado por sustituir la posibilidad de una victoria ahora por el éxito asegurado en el verano.

—¿Sí? ¿Y cómo es eso?

Ussü alzó los ojos y parpadeó. Un guardia le ofreció un vaso de té, que él cogió con gratitud. Era una infusión que reconoció, muy vivificante.

—Los korelrianos están desesperados por conseguir soldados. Hemos llegado a un acuerdo para proporcionárselos. Es más, lucharemos a su lado para repeler cualquier intento malazano de acabar con ellos. Tras eso, una vez llegada la primavera, cuando los jinetes de la tormenta se hayan retirado y los korelrianos estén ociosos… bueno, imaginaos lo que podríamos lograr si regresamos a Rool acompañados por el puño de hierro de los agradecidos korelrianos.

Ussü se lo quedó mirando, asombrado. ¿Funcionaría? Los korelrianos jamás habían interferido en ninguna de tantas hostilidades y guerras intestinas; siempre que recibieran su tributo, ellos se mantenían al margen. Pero si Melena Gris atacaba su isla, en un intento de terminar con su poder, y los roolianos luchaban a su lado… ¡una alianza! Las ventajas serían incalculables.

—¿Y mis tropas? —dijo con un rumor sordo Borun.

Yeull observó al comandante negro sin decir nada durante un tiempo, los ojos rasgados casi cerrados. Ussü percibió en esa mirada un desagrado que bordeaba el asco, ¿podrían ser celos?

—Serán los últimos. Se enviarán barcos de regreso. Puede quedarse a esperarlos.

Borun se inclinó.

—Y tú, mi mago supremo…

Ussü se irguió y se inclinó.

—Sí, jefe supremo.

—Tú me acompañarás. ¿Has visto alguna vez la muralla de las Tormentas?

—Eh, no, mi señor.

—Es una de las maravillas del mundo. Y todo un espectáculo. Sobre todo en esta época del año.

Ussü de repente ya no sintió un calor tan insoportable. Se apartó las ropas, empapadas de sudor, del pecho.

—Eso dice usted, mi señor. Eso dice usted.