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Los preceptos sagrados del culto de la Señora son un triunvirato: las tres gemas. La primera es la Señora misma, aquella que protege. La segunda es el cofre, aquello en cuyo interior mora. La tercera es el sacerdocio, aquellos que sirven.

Todo ello nos protege, sostiene y guía. Es un sistema perfecto y la envidia de todos.

Manual básico escolar

Damos, Jourilan

Al principio, a Ussü solo le irritó lo tardío de la llamada, en plena noche, del enviado, Enesh-jer. Con las manos a la espalda, subió con pasos pesados la colina baja del valle del río Ancy. Un sirviente lo precedía con el farol levantado y dos guardias moranthianos negros lo seguían.

La escolta era una precaución reciente que Borun le había impuesto desde el intento de asesinato de una semana antes. Solo su repentino recurso a las sendas, un acto reflejo, le había salvado la vida esa noche. El poder desatado que llegó con esa invocación lo había sorprendido incluso a él. El asesino había quedado pulverizado al instante, los órganos le habían estallado, los fluidos brotaban de todos los orificios. La hoja fina y afilada del hombre solo le había rozado la piel del cuello… apenas un corte de afeitado. Más tarde, Borun y él revisaron a patadas los restos de su tienda. Ninguno habló; Ussü imaginó que ambos sospechaban de la Garra. Se preguntó con cuántas garras había llegado Melena Gris… las que así se confesaban más las encubiertas, desperdigadas para mantenerlas ocultas, vigilando.

Y la Señora no había intervenido. Le había permitido ese… ¿provocador?… acceso a su senda. Quizá incluso lo había socorrido. Nunca semejante fuerza cruda había acudido a su llamada. Era, para ser francos, seductor.

Hizo una pausa y se giró para contemplar el valle. Numerosos fuegos resplandecían al oeste del Ancy, mientras que en la orilla este apenas uno iluminaba la oscuridad pura de la noche. Dioses falsos y verdaderos: hasta se han quedado sin leña. Las historias que había estado oyendo sobre las privaciones que soportaban en la otra orilla casi le habían dado lástima. Casi. Hambruna, hervir cuero para poder roerlo. Enfermedad. Un número incontable de soldados derribados por las flechas cuando hacían intentos desesperados de pescar en el río. A varios incluso los habían apresado en su orilla después de cruzar el río nadando. ¿Y estaban espiando? No, llevaban cestos atestados de comida robada.

Ussü se ciñó mejor el grueso manto de invierno y continuó. Un numerito de lo más infantil, esa llamada. Un intento del enviado de recordarles a todos que seguía al mando, aunque lo único que conseguía era demostrar su mezquindad.

Los guardianes apostados en la puerta ribeteada de hierro permitieron la entrada de Ussü al torreón en sí. Una vez dentro, colgó su grueso manto de lana. Sus guardias moranthianos se inclinaron y se detuvieron allí, sabían que no se les dejaba pasar a los alojamientos privados. Ante las puertas de la cámara interior, otros dos guardianes de la fe protegían el acceso. Estos abrieron de un tirón las pesadas hojas de roble. Dentro, a Ussü le sorprendió ver toda una multitud. La mayor parte de la camarilla de Enesh-jer, compuesta por pequeños aristócratas roolianos y oficiales del ejército, se había aglomerado casi hombro con hombro en aquel salón más bien pequeño. Más guardianes de la fe bordeaban las paredes con los puños posados en los bastones terminados en hierro.

El séquito se separó al verlo entrar, y no con su habitual arrogancia hosca; muchos lucían sonrisas astutas, a algunos incluso se les escaparon unas risitas suaves cuando pasó. Con las manos a la espalda, Ussü frunció los labios; bueno, alguna nueva forma de tortura ideada por Enesh-jer. ¿De qué se trataría en esa ocasión? ¿Por fin su temeridad había alcanzado el punto en el que estaba dispuesto a cumplir su amenaza de arrestarlo por brujería?

Encontró a Borun de pie en la parte frontal y el ceño de Ussü se convirtió en una mueca malhumorada. ¡Que la Señora apartarse la vista! No iría a exigir que Borun atacase de nuevo, ¿no? Solo conseguirá obligar al comandante a negarse delante de todo el mundo. La inestabilidad del hombre empezaba a rayar con lo peligroso, pero Ussü no dijo nada. Respiró hondo y cerró bien los labios. Esa noche el enviado vestía el uniforme oficial completo, suntuoso manto de piel, anillos de oro en los dedos y una fina diadema de plata. Sostenía un rollo de papel vitela con el que se daba golpecitos en la palma de la mano. Ussü miró el pergamino. ¿Algún mensaje del jefe supremo? Si era así, el ambiente de la noche acababa de dar un giro más peligroso.

Enesh-jer inclinó por un instante la cabeza de mastín hacia Ussü y alzó las manos para pedir silencio.

—Comandante Borun, Ussü. Gracias por acudir. Como muchos sabéis, hace muy poco llegó un mensajero tras haber cabalgado la noche entera desde su puesto, al oeste. Ha traído recado de nuestro jefe supremo, en Paliss. —Enesh-jer volvió a pedir silencio con un gesto, aunque casi nadie había hablado—. Señores míos, las credenciales del mensajero se han confirmado, los sellos de la misiva son auténticos e incuestionables. Esto no es ningún fraude, ningún esfuerzo por sembrar la confusión.

El enviado cogió el pergamino con las dos manos y miró a Ussü. La sonrisa dejó al descubierto los dientes afilados.

—Comandante Borun, Ussü. Parece que mis muchas y justificadas quejas y comunicados, con relación a su comportamiento y actuación, han recibido por fin respuesta. Su insubordinación, su intransigencia ante mis órdenes, todo ello es bien conocido por los aquí presentes. Ahora el jefe supremo ha sabido de ello y ha respondido. Usted, comandante Borun, y usted, asesor Ussü, están llamados por la presente a Paliss. —Y extendió el pergamino.

Borun se inclinó y aceptó el documento de vitela. Durante un momento lo estudió a través de la visera del yelmo y después, en silencio, se lo entregó a Ussü. El mago lo leyó a toda prisa, la redacción era sin lugar a dudas de Yeull… pero la misiva no daba ninguna razón para la llamada, solo que debía viajar con toda celeridad y prontitud a Paliss.

¡Por la venganza de la Señora! ¿Lo estaban llamando a su ejecución? Era obvio que eso pensaba Enesh-jer. El enviado se creía resarcido y Ussü no veía razón para que no se sintiera así.

—Mi señor —aventuró—, me permite preguntar…

—¡No, no se lo permito! Ya basta de charlas por su parte. Ya basta de palabras. —El enviado tragó saliva y se obligó a quedarse quieto—. Se les ha apartado del frente… que fue mi solicitud en todo momento. ¡Váyanse! Ahora. Esta noche.

Con los dientes apretados con tal fuerza que le dolían, Ussü se las arregló para hacer una reverencia muy brusca. Se giró y vio que el séquito no había llegado a juntarse. Lo sabían todos ya. Esto no ha sido más que una pantomima, una humillación pública y una muestra de poder. ¡Que tengan cuidado todos los que se planteen la disidencia! ¡Esto también podría pasarte a ti!

Al ceñirse el manto para irse, Ussü descubrió que tenía las túnicas húmedas allí donde varios de aquellos parásitos le habían escupido.

De regreso al valle, Borun emplazó a unos cuantos mensajeros para dar unas órdenes rápidas en la entrecortada lengua extranjera moranthiana. Ussü permaneció en silencio un rato. No había nada que decir.

—¿Cabalgaremos juntos? —dijo al final con un suspiro.

—Sí. Nosotros nos adelantaremos con una avanzadilla. La retirada absoluta llevará tiempo.

Ussü se paró en seco.

—¿Retirada?

—Sí.

—¿Quiere decir que se va con todos sus moranthianos?

—Desde luego.

Ussü alzó la voz de puro asombro.

—¿Eso lo sabe él?

—Sí. —El tono de Borun permanecía enloquecedoramente neutro.

—¿Y… lo… aprueba…?

—Por supuesto. Usted sabe que hace mucho tiempo que el enviado me considera un impedimento para su mando general. Cree que mi traslado es una victoria.

—Borun, usted y sus moranthianos son la única razón para que su mando siga existiendo. Solo su infantería pesada está conteniendo a esos malazanos… —Ussü se corrigió—. A Melena Gris.

—El enviado Enesh-jer no es de esa opinión.

—Maldita sea, hombre. ¡Estarán todos muertos en una semana!

—Quizá.

—Y entonces Melena Gris perseguirá a cualquiera que se retire, todo el camino hasta Paliss.

El comandante negro se detuvo a la entrada de la tienda que había reservado para Ussü.

—No lo creo, mago supremo. Sea como sea, le sugiero que redirija su energía y preocupación a lo que podría acontecer en su propio futuro. ¿No se ha preguntado lo que podría haber tras esta llamada?

—No, todavía no. No lo sé. Quizá Yeull ha terminado por convencerse de las mentiras de Enesh-jer.

Borun entrelazó los guanteletes a la espalda y contempló el río oscuro. A Ussü le pareció que estaba pensativo.

—Mi lectura de Yeull es que es muchas cosas, pero no idiota. Mago supremo, es un hombre asustado. Ha ocurrido algo. Algo que lo aterra. Y nos ha llamado a su presencia.

Ussü suspiró.

—Ojalá yo pudiera compartir su… fe.

—¿Fe? —El comandante negro parecía aturdido—. Es una opinión. Una apuesta, si quiere. Todo es un envite.

Ussü sonrió entonces.

—¿De veras? ¿Todo? ¿Qué hay de esos que no apuestan?

—Los que no apuestan, se la juegan a que cosas terribles terminarán pasándoles a los que sí apuestan. —Y se inclinó para irse—. Mago supremo. Los dos tenemos una noche ajetreada por delante. Hasta entonces.

Ussü también se inclinó. Observó alejarse con paso firme al comandante. Los mensajeros, que habían estado manteniendo una distancia respetuosa, rodearon al hombre. Por todos los dioses del cielo y el inframundo, Yeull. ¿Qué has hecho para merecer la lealtad de un hombre así? Es un misterio. Ussü sacudió la cabeza y se fue a guardar su equipo.

Algo había rascado el suelo y lo había despojado de todo allí, en lo que el sacerdote de Sombra, Warran, afirmaba que era Emurlahn que se disolvía en el «entre-medio» de Caos. Jorobas de granito desnudo, que parecía lecho de roca, daban paso a charcos de arena en declives y huecos que se revolvían como agua, como si contuvieran «cosas» justo bajo la superficie. Cortinas de cenizas los barrían como mantas de gasa, solo para continuar flotando. Una breve tormenta que cayó del cielo vacío los dejó empapados en polvo negro.

Aquella especie de murciélago que era su guía los llevaba sin vacilaciones hacia el agujero oscuro, que permanecía en el horizonte como un gran ojo que no parpadeaba, o como una abertura a la nada. Los cuervos se turnaban para hostigar al pequeño volador, haciendo intentos medio en serio de llevárselo del aire, al menos cuando no estaban saltando por delante de Warran, graznando con tono burlón.

Kiska no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban caminando, ni cuánto tiempo había pasado. Ni siquiera si esa consideración del «tiempo» era relevante allí, donde fuera que estuvieran. En cualquier caso, le parecía que no había pasado nada durante mucho tiempo cuando algo surgió de uno de los charcos de polvo.

Warran cargó adelante con impaciencia, solo para pararse de repente. Dioses benditos, pensó Kiska, ¿es que este hombre espera que sea un pez?

Pero no lo era. Era un gemelo del demonio que los había ayudado antes, Menor Rama. Se liberó de las arenas movedizas que se aferraban a él y después se irguió hasta una altura similar (el doble que la de Jheval); llevaba el ya conocido fardo de lanzas aterradoramente afiladas a la espalda.

—Saludos, azalan —exclamó Warran alzando las manos.

—¡Asesino! —bramó el demonio y con un rápido movimiento sacó una lanza y atravesó con ella al sacerdote hasta que se astilló en la piedra desnuda de detrás. Warran se vino abajo. La enorme longitud de la lanza se sacudía en su cuerpo como una pluma gigantesca.

Los manguales de Jheval cobraron vida con un zumbido en sus manos. Kiska saltó a un lado para dejarles sitio a las letales armas y después se colocó en posición de alerta con el bastón extendido.

La criatura avanzó hacia ellos al tiempo que sacaba otra lanza.

—¡Homicidas!

—¿Qué quieres decir? —intentó hacerse escuchar Kiska—. ¿Homicidas por qué? ¡No hemos matado a nadie!

—Está enloquecido por Caos —fue todo lo que Jheval tuvo oportunidad de chillar antes de tener al demonio encima, intentando ensartarlo. Jheval detuvo el golpe y apartó la engañosa lanza, que parecía fina y frágil, pero se encontró todavía a sus buenos dos pasos del diablo—. Mierda —gruñó cuando los dos se dieron cuenta de que ninguno podía acercarse lo suficiente para golpear.

El delgado astil giró entonces con un latigazo, capturó uno de los mayales de Jheval y lo mandó por los aires.

—¡Mierda! —repitió Kiska, y cargó. El extremo de la lanza destelló hacia ella, que la paró, pero la fuerza del golpe la empujó de lado y aterrizó en una postura dolorosa sobre roca desnuda.

Jheval siguió parando los golpes con el mangual que le quedaba, en pie, en guardia, retirándose mientras el demonio lanzaba una estocada tras otra. Al dar marcha atrás demasiado rápido, Jheval tropezó y la lanza asestó otro latigazo, lo golpeó en la cara y lo tiró al suelo con un arco de sangre saliéndole a chorro de la nariz.

Kiska miró a su alrededor, buscando su bastón con un ataque de pánico, pero la criatura estaba allí mismo, alzándose sobre ella, la lanza levantada.

—¡Morid, asesinos! —chilló.

¿Asesinar a quién? ¿A qué? ¿Por esto muero?

El demonio apartó la vista y giró la lanza para abalanzarse sobre otro, pero fue demasiado tarde. Un contorno borroso blanco impactó en pleno pecho y los dos cayeron rodando y tropezando sobre las rocas rotas. Kiska se incorporó sobre los codos y vio un gran mastín blanco, casi tan grande como un caballo, que había apresado con las mandíbulas el hombro y el cuello del demonio y lo presionaba contra el suelo. Salió disparado un icor negro; el diablo chilló y aporreó con el puño el lomo del mastín. Resonó entonces un gran crujido y estallido de cartílagos y la cabeza del demonio cayó sin fuerzas al tiempo que el cuerpo sufría un espasmo. Encorvada sobre el cadáver, la bestia le gruñó a Kiska. Los ojos le resplandecían con el color rojo profundo de la sangre del corazón.

Kiska alzó las manos abiertas y vacías.

—No pasa nada, muchacho. Nada —susurró.

Con un gruñido sordo, la mirada clavada en Kiska, el mastín se llevó a rastras, poco a poco, su premio, dejando una mancha negra sobre las rocas. Kiska dejó que desapareciera entre las piedras más grandes antes de incorporarse del todo. Hizo rodar un hombro con una mueca de dolor y se frotó la magullada espalda. ¡Dioses, menudo golpe!

Se acercó cojeando a Jheval y lo encontró sentado, un trozo de tela apretado contra la cara y chorreando sangre en el regazo. Lo ayudó a levantarse. Jheval echó la cabeza hacia atrás y gimió.

—¡Me rompió la puta cara! Una pena lo del viejo —añadió.

Kiska asintió.

—Sí. Pobre tipo. Era inofensivo. ¿Viste al mastín?

El otro asintió tras la tela que se había llevado al rostro.

—Sí. Conozco a alguien a quien le encantaría encararse con esa cosa.

Kiska decidió que quizá el hombre había recibido un golpe demasiado fuerte en la cabeza.

—Esa fue la bestia que vimos antes de entrar.

—Podría ser.

Kiska bajó los ojos y miró al sacerdote caído… y frunció el ceño. Había algo raro. Entonces el hombre alzó la cabeza y echó una mirada alrededor con un solo ojo guiñado.

—¿Se ha ido? —La lanza cayó con un estrépito.

Jheval dejó escapar una maldición salvaje, la sangre estallando por debajo de la tela.

—¡Te vi empalado!

—¡En absoluto! Me atravesó la camisa. —Metió una mano por la brecha y agitó la tela.

Jheval se alejó con paso furioso y nuevas maldiciones. Kiska estudió al anciano mientras se sacudía el polvo.

—Tiene razón —dijo—. Tuvo que darte.

El anciano hizo un gesto despectivo con la mano.

—No fue nada. Me limité a apartarme un poco. —Y se giró de lado para imitar el regate con una carcajada.

Carcajada que puso el vello de punta a Kiska; no era la primera vez que la oía, estaba convencida. Había en ella un trasfondo de burla que encontraba desconcertante. ¿A qué o a quién estaba ridiculizando aquel hombre? No estaba segura de que no fuera ella. En cualquier caso, estaba lejos de darse por satisfecha. Observó mientras el anciano recogía la larga lanza, la sostenía ante él y la subía y bajaba. Después la miró.

—¿No tendrás por casualidad algo de cuerda, verdad?

Cuando regresó Jheval tras recuperar los manguales, continuaron su camino, aunque a paso más lento. Kiska siguió vigilando en busca del mastín; ¿los estaba siguiendo? ¿O ya se había alimentado a placer? Miró atrás, vio que Jheval la observaba y arqueó una ceja a modo de interrogante.

El hombre se tocó con cuidado la nariz, donde un trocito enrollado de tela le bloqueaba uno de los orificios.

—Está ahí —dijo con voz dolorida.

—¿Cómo lo sabes?

—Me he pasado una vida entera cazando y siendo cazado. Lo sé.

Kiska solo estaba convencida a medias: ¿otra de sus fanfarronadas? Él alzó la barbilla para señalar a Warran, que caminaba por delante con la lanza sujeta con mucho garbo sobre un hombro.

—Ese. Está tramando algo…

—¿Y quién no? —respondió ella mirándolo de soslayo y sonriendo para restarle fuerza.

—Sí. Bueno. Hablo en serio. Está jugando su propia partida y en algún momento puede que no nos incluya a nosotros. Solo una advertencia.

—Lo tendré en cuenta. —Pero no tanto tiempo atrás el nativo de Siete Ciudades había despreciado al anciano llamándolo inútil. En cualquier caso, Jheval solo estaba confirmando las intuiciones de Kiska: el sacerdote era peligroso, pero si era tan peligroso, entonces ¿por qué viajaba con ellos? Cuantos más fueran, menos peligro, cierto, pero eso no iba a preocuparle a ese viejo.

Continuaron andando bajo aquel cielo inmutable, donde unas luces sinuosas se retorcían y refulgían tanto en la penumbra de la noche como en la luz difusa y poco más brillante del día. Su guía murciélago aleteaba sobre ellos, al parecer incansable. En la cara de Jheval comenzó a salir una banda de cardenales, negra como un tatuaje; los ojos oscuros se asomaban a unos círculos hinchados y brillantes. El mastín todavía los seguía, sin aproximarse demasiado. O eso era al menos lo que creía Kiska cuando sorprendía destellos ocasionales de blanco nevado por el rabillo del ojo. También notó que los dos enormes cuervos jamás se acercaban a la bestia.

Algo más adelante, el sacerdote Warran se detuvo de repente. Se arrodilló para examinar unos fragmentos largos y negros que había tirados en el granito limpio. Kiska y Jheval llegaron a su altura y también se detuvieron. Jheval se inclinó para coger un trozo, pero el sacerdote hizo que quitara la mano de un manotazo.

—No lo toques.

Jheval miró con furia la espalda encorvada del hombre. El sacerdote mantuvo las manos sobre los fragmentos durante un rato, como si intentara percibir o sondear algo; después levantó con suavidad uno de los pedazos de mayor longitud y lo examinó con atención.

Por lo que parecía, podría no ser más que vidrio negro. Kiska pensó que si unieran los trozos, formarían una pieza del tamaño de un brazo y de un material parecido al cristal.

El sacerdote dejó caer el fragmento.

—Esto pinta muy mal.

Jheval lanzó un bufido y se irguió.

—¿Qué es? —preguntó Kiska.

—Una especie de prisión. Muy antigua. Quizá de antes de que este reino se partiera en mil pedazos. Se forjó para contener alguna cosa durante toda la eternidad. Pero el Caos lo ha corroído, lo ha debilitado, y la entidad contenida en el interior se ha liberado de repente.

Jheval volvió a lanzar un bufido desdeñoso.

Warran se levantó con cautela. Miró a su alrededor con los ojos guiñados.

—Sombra es algo parecido al basurero del tiempo. A lo largo de las eras, lo que otros quieren oculto, o enterrado, a Sombra va…

—Basta ya de charlatanerías —rezongó Jheval. Después le hizo un gesto a Kiska—. Vamos.

—Yo sí lo creo.

Jheval hizo un gesto de impotencia.

—De acuerdo. Pero no importa. Debemos seguir adelante a pesar de todo.

Kiska asintió y apartó los ojos de la refracción, en apariencia infinita, de luz cristalina y sombra. Se obligó a alejarse; algo en lo más profundo de su interior se estremeció ante la fascinación que esas astillas rotas de noche ejercían sobre ella.

Tras un rato, el sacerdote se colocó a su lado. Seguía llevando la lanza al hombro.

—Dijiste que me creías —dijo, había alzado la vista y la observaba con sus ojos amarillentos por la edad.

—Sí.

El anciano miró a su alrededor; lo había estado haciendo con frecuencia desde que habían encontrado los fragmentos. Incluso repentinas miradas rápidas atrás, quizá solo porque era obvio que eso volvía loco a Jheval.

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—Porque se parecía mucho a lo que habría dicho alguien que conocí en Sombra.

Las cejas encanecidas del hombre se alzaron mientras su dueño seguía caminando. La larguísima lanza le rebotó en el hombro.

—¿Sí? ¿En Sombra? ¿Quién?

—Un extraño ser llamado Caminante del Filo.

El sacerdote se paró en seco. Kiska siguió andando un rato, después se paró y miró atrás. El hombre la estaba estudiando con atención, los ojitos casi cerrados.

—Conque lo conociste, ¿eh? —preguntó, había algo tenso, casi mordaz, en su voz.

—Sí. Se presentó casualmente. Hace mucho tiempo.

Le tocó al sacerdote lanzar un bufido de incredulidad.

—Una afirmación poco probable. —Continuó caminando y la dejó atrás—. No habla con cualquiera, ¿sabes?

Kiska observó la espalda rígida del hombre, que seguía avanzando con paso firme, y tuvo que contener una carcajada. ¿Son celos? ¿Se ha enfadado porque he conocido y hablado con ese extraño espectro de Sombra? Una especie de… ¿qué?… ¿rivalidad? Kiska siguió caminando, sacudiendo la cabeza.

Más tarde sorprendió a Warran observándola, solo para apartar la mirada a toda prisa. Bien. Ya era hora de darle a alguien algo que pensar. Estoy harta de ser la única de aquí sin una especie de manto de misterio. El viejo tiene su pasado, Jheval el suyo, hasta los ridículos cuervos son un enigma. Quizá ahora él… ¡y Jheval!… me tomen más en serio.

Un rato después los tres se detuvieron de repente. Hasta los dos cuervos, que se habían adelantado a explorar, dieron la vuelta en redondo chillando alarmados antes de alejarse volando.

Había una figura allí delante, color negro medianoche desde la cabeza redonda, y a medio formar, hasta los pies. Al percibir la presencia de los tres, la figura se volvió. Se había llevado algo a la cara con la mano y lo estudiaba. Una cosita diminuta que aleteaba, frenética.

Oh, maldita sea. Como dijo Warran: esto pinta mal. Kiska sintió que las entrañas se le tensaban ante el aura que percibió que rodeaba a aquella cosa. Intensidad. Un potencial increíble. ¿De qué sirven bastones o manguales contra este enemigo? Se reiría de semejantes juguetes.

—Dejad que me encargue de esto —murmuró Warran por lo bajo. Después se acercó a toda prisa a la figura y dio unas palmadas como si estuviera encantado—. ¡Ah! ¡Ahí está! Lo hemos estado buscando por todas partes. Mi agradecimiento, señor, por atraparlo.

Kiska y Jheval flanquearon a Warran. El miedo atravesaba a Kiska con una fuerza que no había sentido en años. Decidió que a la menor señal de la entidad, dejaría caer el bastón y probaría primero con los dos cuchillos arrojadizos; total, para lo que le iban a servir. Observó que Jheval mantenía las manos en los mangos de los manguales. Echó un vistazo en busca del mastín, pero la bestia, prudente ella, parecía estar manteniendo las distancias. No es tonta, no.

La inquietante cabeza moldeada y vacía se inclinó un poco para contemplar al sacerdote bajito. Unas ondas cruzaron el rostro negro como la noche y Kiska se puso nerviosa al ver que aparecía una boca y que unos ojos se abrían con un parpadeo.

—¿Este constructo es tuyo? —Las palabras no se parecían a ningún lenguaje que Kiska conociera, pero las entendió de todos modos.

Warran se estaba frotando las manos.

—Bueno… no nuestro, por supuesto, tanto como de nuestro señor…

—¿Vuestro señor? —La especie de murciélago aleteaba en la mano de la criatura como una polilla atrapada.

—Sí. Tronosombrío… el gobernante de Emurlahn.

La oscura cabeza mate se ladeó.

—Una presunción poco probable. Emurlahn no tiene gobernante. No un gobernante de verdad. No desde el comienzo.

El sacerdote se irguió con una sacudida, intrigado.

—¿En serio? Fascinante. Pero, como podrás percibir… está vinculado al poder.

—Sí. Hay un peso sorprendente en él. Me… intriga. —Sostuvo al pequeño volador más cerca y lo examinó—. Hay algo oculto en su interior. Escondido. —Levantó la otra mano.

—¿Quizá si me permites…? —se apresuró a preguntar el sacerdote.

La entidad lo contempló durante un rato.

—Muy bien. —Le tendió al volador—. Hazlo.

Warran se inclinó cuando aceptó al volador de manos de la entidad. Lo examinó.

—Ah, sí. Lo único que hay que hacer es…

El volador se soltó con un latigazo de sus manos y salió disparado por el aire. Todo el mundo lo observó ir reduciéndose a un punto entre el manto de luz parpadeante. Cuando Kiska volvió a mirar, los ojos de la entidad estaban clavados en Warran con una expresión de incredulidad furiosa, como si no pudiera entender que alguien se atreviera a desobedecerlo.

El sacerdote se cubrió la boca con las manos.

—Oh, vaya. Parece que se me ha escapado.

—Tú… —dijo sin aliento la entidad.

Warran levantó un dedo.

—¡Espera! Para compensar, tengo algo que te pertenece.

—No hay nada que tú…

Warran se sacó de la manga un trozo de cristal negro. La entidad dio un paso atrás estremecido y pareció encogerse sobre sí mismo. Kiska se quedó mirando, asombrada. Podría haber jurado que el anciano no se había guardado ninguno de los fragmentos.

—Eso no sirve de nada —dijo la cosa por lo bajo—. No conoces el ritual.

—Cierto. Pero, si nivelas las simetrías… —Warran rompió una sección y la arrojó a un lado. Se quedó con una faceta cuadrada más o menos del tamaño de una joya, que levantó para examinarla—, entonces las fuerzas restantes deberían estar en equilibrio, ¿no te parece? —Y se lo tiró a la entidad.

La joya negra brillante alcanzó al ser en el pecho, como una gota de tinta, y se quedó allí pegada. La criatura empezó a sacudirse aquello y a girar en círculos.

—¡No! ¡Imposible! ¿Cómo pudiste? ¡No! —A Kiska le pareció que la cosa era más baja que antes, más delgada. Sí, estaba segura de que, a medida que agitaba los brazos y se tambaleaba, la criatura iba disminuyendo de tamaño. Como si estuviera desapareciendo poco a poco.

Kiska hizo una mueca, se sentía enferma con solo mirar. Aquello era horrible. La entidad ya no le llegaba más que a la cintura y la joya era un feo tumor en su pecho.

—¡Por favor! —rogaba con voz chillona. Kiska apartó la cara. Cuando volvió a mirar, la joya yacía sola en el suelo desnudo de piedra.

Warran se inclinó para cogerla, después la lanzó a lo alto y la volvió a coger en el aire.

—¡Ajá! ¡Pillé uno!

Kiska miró a Jheval y le pareció que tenía la cara cenicienta y bañada en sudor, los ojos en blanco. Después él dejó escapar un largo suspiro y se frotó las palmas de las manos con las túnicas. Sí, por poco. Y sin embargo, dado lo que habían presenciado, ¿no estaban más seguros solos que con aquel sacerdote de Sombra cada vez más inquietante?

Bakune no había estado más nervioso en toda su vida. Se encontraba en el muelle, a la espera de la lancha de los invasores que lo llevaría a conocer al nuevo gobernante de hecho de Banith, al menos hasta que una contraofensiva sacara a esos demonios moranthianos de sus costas. A sus dos guardaespaldas, Hyuke y Puller, les ordenó que se quedaran en el muelle; no soportaba la idea de tener a los dos imbéciles con él mientras negociaba con ese almirante extranjero. El sacerdote había tomado su camino, le había dicho que, de momento, Bakune siempre podría encontrarlo en lo de Hombrehueso.

La lancha chocó contra los escalones de piedra y la escolta de marines azules le hizo un gesto para que bajara. Rígido, el corazón casi estrangulándolo de lo irregulares y potentes que eran sus bandazos, Bakune fue bajando poco a poco por las piedras resbaladizas y llenas de algas. Se sentó justo en el centro, al través de la lancha, y se recogió las túnicas, un brazo apretado contra el cuerpo y la mano metida en el fajín. Los marines moranthianos se pusieron a remar.

Al mirar atrás, Bakune pensó que la ciudad estaba tranquila esa mañana, quizá se había agotado en su pánico nocturno. Unos cuantos zarcillos de humo se alzaban allí donde los fuegos todavía ardían sin llama. El puerto estaba vacío; aunque a esa hora temprana de la mañana solía estar rebosante de actividad, con los pescadores y sus clientes. Se subió un poco más el cuello contra un viento cortante que llegaba del mar del Remitente, y quizá tuviera su origen en el propio océano de las Tormentas.

Los moranthianos maniobraron con movimientos expertos y rápidos y atravesaron la bocana del puerto hasta llegar a los gigantescos navíos azules anclados más allá, donde, no por casualidad, a todos los efectos bloqueaban la ciudad. Bakune aprovechó la oportunidad para examinar a los invasores con más atención. Aunque el jefe supremo comandaba un destacamento de infantería moranthiana negra, Bakune nunca había visto ninguno de cerca. Al igual que sus hermanos negros, esos moranthianos azules iban cubiertos de la cabeza a los pies con una armadura de una manufactura muy extraña. Con hojuelas, articulada, casi les daba aspecto de insecto. Y Bakune empezó a entender el terror de sus conciudadanos: que ellos supiesen, aquellos podrían ser los propios jinetes de las tormentas, llegados para tomar posesión de la superficie. Así de espeluznantes y extraños eran, sobre todo para una tierra que, por tradición e historia, siempre había estado cerrada.

Nadie le habló y él no se dirigió a nadie. La lancha se acercó a un navío concreto, donde ya se habían bajado por un lado unos escalones de madera y cuerda. Cuando estiró un pie para subir las escaleras, un moranthiano azul le ofreció una mano para que se apoyara y Bakune la quitó de repente, con un estremecimiento, y en el proceso estuvo a punto de caerse a la bahía. Al recuperarse, puso el pie con todo cuidado en el escalón húmedo y, tras coger las cuerdas con la mano buena, se aupó al artilugio.

Más soldados moranthianos azules (marineros quizá, o marines, no tenía forma de saberlo) esperaban en las escaleras para ayudarlo. Si bien no podía evitar esquivar sus manos, tenía que admitir que eran de lo más solícitos, puñeta. Una vez en cubierta, encontró el velero limpio y ordenado, pero traicionando señales obvias de daños producidos en la batalla: zonas chamuscadas por el fuego, regalas destrozadas allí donde quizá se hubieran enganchado garfios, velas andrajosas. Era obvio que los mare habían luchado duro. Un marinero azul lo invitó a ir a popa, hasta la cabina. Subió un pasillo estrecho y llegó a una habitación que parecía servir como sala de visitas, despacho y dormitorio privado, todo en uno. Unas amplias ventanas acristaladas dejaban entrar la luz del sol y mostraban una vista ondulada del mar abierto del este.

Un hombre alto y muy delgado se levantó detrás de una mesa y le ofreció una breve inclinación. Bakune respondió, desconcertado. ¿Quién era ese? ¿Una especie de secretario? ¿Dónde estaba el comandante azul?

—¿Entiende el quontaliano? —preguntó el hombre al tiempo que se sentaba e invitaba a Bakune a hacer lo mismo.

Este se inclinó otra vez.

—Sí. Es la lengua de la clase gobernante de aquí.

—Usted es el magistrado local… ¿«Examinador», tengo entendido?

Bakune se sentó y miró al hombre con más atención: bastante mayor, pero bien conservado. Una mata de cabello blanco y pálido, bigote blanco y perilla; la cara y los brazos curtidos por el sol y el viento habían adquirido el tono del árbol de hierro. Unos ojos brillantes y avispados que parecían… divertidos.

—Soy el examinador Bakune.

—Excelente. Soy el almirante Nok. Estoy al mando de esta unidad naval malazana.

¿Nok? ¿Dónde había oído él ese nombre? ¿Y un soldado de carrera malazano al mando? ¿No un almirante azul? Bueno… al menos ya era algo.

—En primer lugar —continuó el almirante—, permítame asegurarle que lo último que deseamos es interferir en la vida cotidiana de Banith. Quiero que ese sea el mensaje que le transmita usted a su pueblo… que debería de regresar sin más a sus rutinas habituales y limitarse… a no hacernos caso.

¿No hacer caso de los enormes veleros que bloquean nuestro puerto? Pide usted mucho, almirante.

—En segundo lugar, también quiero asegurarle a usted y los habitantes de Banith que de ningún modo deseamos interferir en sus prácticas religiosas locales. Pueden continuar con sus cultos como prefieran.

Bakune luchó por no arrugar una ceja escéptica. ¿En serio? Eso contradecía todo lo que él sabía sobre esos imperiales. Todo el mundo estaba de acuerdo en que su objetivo era la erradicación del culto de la Señora. Un objetivo en el que él no había pensado antes de esa última noche. Intentó evitar cualquier inflexión en la voz cuando contestó con un murmullo.

—Qué generoso por su parte.

La respuesta pareció decepcionar al almirante, pero continuó con las manos entrelazas en la mesa ante él.

—Obviamente requeriremos ciertos suministros y pequeñas reparaciones; alimentos, agua potable, madera, cuerdas y demás. Usted nos proporcionará una lista de mercaderes y los reembolsaremos con letras imperiales.

Eso sí que me haría popular… pero tampoco tengo que decirle a nadie quién proporcionó la lista… ¿contaría eso como colaboración? Bakune se removió, incómodo, y se aclaró la garganta.

—¿Y sus tropas, señor? ¿Una lista de acantonamiento?

El almirante desechó la consideración con un ademán.

—Las tropas permanecerán a bordo de nuestros navíos durante un tiempo, para evitar tensiones innecesarias. Sin embargo, habrá patrullas.

—Por supuesto.

—Muy bien. Entonces hemos llegado a un acuerdo. Nuestro objetivo es inmiscuirnos lo menos posible. La población puede incluso olvidarse de que estamos aquí.

Eso lo dudo mucho, almirante. Pero siempre queda la esperanza.

El almirante se levantó, rodeó la mesa e invitó a Bakune a precederlo a la salida. Bakune se irguió, se inclinó y entró en el pasillo. Notó que el almirante tenía que encorvarse para evitar golpearse la cabeza en la escalerilla. Una vez en cubierta, a Bakune lo acompañaron a los escalones colgados en el costado. Los marineros azules se movían por allí manejando el equipo y ajustando las lonas. Bakune pasó junto a una entrada a la bodega y vio por un instante lo vacía que estaba. ¿Dónde estaban las tropas? ¿Aquello no era un transporte?

Los marineros azules que iban con él lo instaron a continuar y el examinador salió a la escala. Se inclinó ante el almirante una última vez, después sujetó con firmeza las guías de cuerda y empezó a bajar.

En cubierta, el almirante Torbellino se acercó al almirante Nok, en la regala. Juntos observaron la lancha que regresaba a la orilla.

—¿Qué le parece? —preguntó Torbellino.

Nok hizo rodar el cuello para relajar los músculos.

—Difícil de decir. Muy cauto, ese.

—Al menos no fue abiertamente hostil.

—Pero tampoco tonto. Solo espero que hayamos ganado tiempo suficiente.

—¿A qué distancia cree que está?

—No lo sé. —Nok se rascó el bigote—. Con franqueza, esperaba que ya estuviera aquí.

El almirante azul asintió con el yelmo, quizá estaba de acuerdo.

—¿Y las patrullas?

—Cuatro al principio, digamos. Dos turnos de cuatro horas.

—¿Reserva?

—Cien marines en el muelle.

El almirante azul asentía otra vez.

—Más o menos eso es todo lo que podemos alinear… Ojalá no nos pongan a prueba.

Nok se sujetó a la regala y contempló el paisaje de la ciudad.

—Lo harán. Pero esperemos que hayamos salido de aquí antes. —Apoyó los codos en la madera y dejó escapar un largo suspiro al viento gélido—. Nosotros ya estamos aquí, Melena Gris… ¿se puede saber dónde estás tú?

—Bueno, mira eso —dijo Wess arrastrando las palabras, encorvado tras su gran escudo de la infantería pesada. Arrodillado detrás de su propio escudo, Suth no le hizo ningún caso. Len, al que los dos cubrían, hizo callar al hombre mientras desenredaba su sedal. Un amanecer rosa y dorado comenzaba a iluminar las colinas del este. Los tres se encontraban en la orilla embarrada del Ancy.

Les había tocado a ellos ir de pesca.

Por su parte, Suth rezaba en silencio a toda su endogámica colección de dioses dalhonesios para poder tomar un bocado lo antes posible. En cualquier momento los arqueros los iban a ver y comenzaría el torrente. Bajó la mano para elegir una piedra pulida por el agua de los bajíos y se la metió en la boca para chuparla. Era un viejo truco para espantar el hambre y la sed. Siendo de Dal Hon, estaba familiarizado con la escasez. Había crecido sufriendo sequías y años de vacas flacas, así que las últimas semanas de privaciones no lo habían afectado tanto como a otros. Igual que Wess, que, de todos modos, nunca parecía comer; el tipo se limitaba a meterse una bola de una resina o unas hojas en el carrillo y ya tenía el día hecho. Manteca, sin embargo, casi no podía reunir la fuerza necesaria para levantarse, mientras que Pyke había desaparecido, desertado, con toda probabilidad. A Lerdo lo habían perdido en la defensa del puente. Keri había sufrido un flechazo en el costado y yacía en las tiendas de la enfermería. Yana estaba enferma con la epidemia de diarrea que afligía a casi todo el mundo en el campamento y contribuía mucho más a la indignidad general de ir muriendo poco a poco. Tela no parecía afectado, aunque tenía los ojos hundidos y las mejillas tras las cerdas canosas eran tan huecas como cuevas.

—De verdad, tíos, que deberíais de echar un vistazo —dijo Wess.

—Calla —siseó Len por lo bajo.

Suth observó el agua en busca de alguna forma delgada que pasara como un rayo. Ojalá sostuviera un palo afilado de pesca en lugar de su abultado escudo.

—De acuerdo, pero tengo que deciros…

—¿Qué? —lo interrumpió Suth con una mirada furiosa. Wess señaló la orilla contraria con la cabeza. Suth examinó la ladera con los ojos; la luz creciente del amanecer comenzaba a revelar al enemigo, y también a ellos mismos a los ojos de los arqueros que vigilaban la orilla. El humo flotaba como bruma y se iba deshaciendo paulatinamente. La respiración de Suth dibujaba penachos en el fresco aire matinal. Examinó las filas. Allí había algo raro… no terminaba de ver qué era.

—Algo —dijo sin aliento.

—Ajá. Nada de moranthianos. Esos cabrones negros se han largado. Su campamento entero ha recogido y volado.

Len se irguió.

—¿Qué?

Wess tenía razón. Donde se levantaba el campamento moranthiano solo se extendía un campo vacío de barro revuelto.

Len empezó a recoger el sedal hecho con tripa.

—Vámonos.

—Lo verán todos en un minuto —objetó Wess.

Una flecha pasó junto a ellos con un siseo.

—Es que ahora ya puede ver todo el mundo —maldijo Suth.

—No hemos pescado nada —señaló Wess—. A menos que llevemos algo a la olla, no nos dan nuestra parte…

Len metió el sedal en una mochila.

—Esto es importante.

Una flecha se estrelló contra el escudo de Wess y lo hizo retroceder un paso. Len empezó a recular y Suth se movió para cubrirlo. Con un suspiro, Wess los siguió. Fuera del alcance de los arcos se encontraron con una multitud reunida en la orilla, señalando y charlando, y se abrieron paso entre ellos. Suth se echó el pesado escudo a la espalda.

—Deberíamos informar —dijo Len. Wess solo puso los ojos en blanco.

Cruzaron hasta donde su pelotón había acampado. Yana yacía bajo un toldo hecho con una manta raída. Tela estaba sentado ante el hoyo ennegrecido en el que solían cocinar sus comidas cuando tenían alimentos y leña.

—Parece que los moranthianos se han ido —le dijo Len a Tela.

Tela asintió al oír la noticia.

—Eso he oído.

—Gran informe, Len —dijo Wess, y se echó.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Suth a Tela.

Un encogimiento de hombros lento del hombre, que permanecía sentado sobre su raído jubón acolchado.

—Supongo que atacaremos.

—¿Atacar? La mitad de nosotros no podríamos ni arrastrar el trasero por el puente.

Tela lo sopesó un momento.

—He oído que tienen montones de provisiones en ese lado…

—Si controláramos el río, podríamos construir encañizadas —añadió Len.

Suth sintió de repente un hambre loca. Era como si la sola mención de una comida sólida fuera suficiente para que sus jugos se pusieran en marcha. Casi dijo en voz alta lo desesperado y famélico que estaba, pero se contuvo: a los que mencionaban el tema prohibido los miraban como si fueran idiotas. «En el nombre de Togg y Fanderay, ¿y quién no lo está, pedazo gilipollas?», era el comentario habitual.

—Acabemos con esto de una vez —murmuró y se echó a dormir.

Un ayudante llamó a Devaleth a la tienda de mando. Todavía era temprano; ni siquiera había desayunado su taza de té muy aguado. Terminó de vestirse a toda prisa y cruzó el campamento, que estaba hirviendo de actividad, había más alboroto del que había visto en semanas. ¿Iba a producirse un nuevo asalto? ¿O un ataque? El puente estaba tranquilo; más bien era como si todo el mundo estuviera estudiando la otra orilla. La bruja echó también un vistazo para ver lo que tenía tanto interés, pero fue incapaz de identificar nada.

Encontró a Melena Gris y al adjunto, Kyle, de pie ante la tienda, examinando la orilla occidental. El puño supremo parecía más animado de lo que lo había visto en bastante tiempo. Aquel hombre se había ido deteriorando mucho a lo largo de aquellos días, había perdido peso y se había retraído y sumido en una actitud hosca. Solo Kyle parecía capaz de sacarlo de aquel humor lúgubre. Pero esa mañana una leve sonrisa, o quizá impaciencia, no dejaba de tirarle de la boca tras la barba de color gris hierro que se había dejado. Kyle saludó a Devaleth con una inclinación. Hasta Melena Gris le dedicó una sonrisa, aunque fuera teñida de ironía.

—¿Qué le parece, bruja del agua? ¿Qué debemos pensar de esto?

—¿Pensar de qué?

Kyle señaló el oeste con la barbilla.

—Parece que los negros moranthianos han desmontado el campamento.

—¿De veras? ¿Y para qué?

El puño supremo asintió.

—Eso es lo que se está preguntando todo el mundo.

Apareció el puño Rillish caminando con paso rígido y cauto hacia la tienda. Devaleth contuvo el impulso de ir a ayudar al hombre, que estuviera siquiera en pie ya era doloroso de ver. La disentería, que hacía estragos entre los hombres, había consumido varios kilos de aquel: tenía el rostro ceniciento y grasiento del sudor, y la camisa le colgaba suelta. Hizo un saludo militar y el puño supremo respondió con aspereza.

—Tengo entendido que los negros han emprendido la marcha —dijo con voz débil.

—Eso parece —respondió Melena Gris con tono profundo.

—¿Entonces atacaremos? —preguntó Devaleth.

—Aún no… —contestó Melena Gris, la mirada protegida por las manos clavada en la orilla contraria.

—¿No?

—Podría ser un truco —explicó Rillish—. Una retirada falsa para atraernos y que enviemos las tropas. Los soldados restantes se replegarían y entonces los moranthianos contraatacarían y nos sorprenderían expuestos.

Devaleth sabía que ella no tenía nada de estratega, pero tenía sus dudas.

—Suena muy arriesgado.

El puño supremo asentía.

—Sí. Y poco probable… pero es mejor asegurarse. —Miró al adjunto—. Kyle, llévate unos exploradores al norte, cruza el río y síguelos hasta el anochecer.

Devaleth sintió una punzada de dolor empático por el puño Rillish: estrictamente hablando, el adjunto no pertenecía en ese momento a la jerarquía de mando. Melena Gris debería haberse dirigido al puño. Sin embargo, el rostro tenso y forzado del noble no reveló nada. Kyle invitó al puño a acompañarlo.

—Quizá pueda recomendarme algunos nombres… —dijo. Al menos Kyle parecía consciente de la torpeza.

El puño supremo observó irse a los dos, en la boca una mueca amarga una vez más, y volvió a entrar en la tienda. Devaleth se quedó sola, meditando la noticia, y se preguntó si esa era la oportunidad que había estado esperando Melena Gris o solo otra falsa esperanza. Los dioses sabían que se necesitaba un alivio con desesperación. El puño Shul permanecía empantanado con el resto de la fuerza de invasión, bloqueado por corrimientos de tierra, inundaciones, chaparrones y dos levantamientos skolati. Parecía que los suministros con los que contaba el puño supremo estaban pudriéndose bajo la lluvia y la nieve en alguna pista sin nombre.

Alrededor del mediodía, mientras Suth dormitaba, llegó alguien al campamento. El dalhonesio creyó oír que mencionaban su nombre y después lo sacudió alguien. Se incorporó con un parpadeo bajo la luz dura, y vio al capitán Apuestas mirándolo con el ceño fruncido, igual que alguien miraría una cagada de perro que acabara de pisar. Suth hizo un saludo militar.

El capitán le devolvió el saludo; iba con la cabeza descubierta y tenía el pelo revuelto. Tenía los ojos amoratados y vestía solo una camisa sucia de lino que le colgaba sobre unos pantalones de lana.

—¿Eres Suth? —preguntó con voz ronca.

—Sí, capitán.

—¿Sabes explorar?

Suth se planteó decir que no, después decidió que lo más probable era que ya lo hubieran presentado voluntario para lo que fuera, así que asintió.

—Sí.

—Ven conmigo.

Suth se levantó con un esfuerzo y cogió su armadura.

—Deja eso —le ordenó Apuestas. Suth obedeció con un encogimiento de hombros.

El sargento Tela se adelantó sin prisas.

—Iré yo, señor.

—No, usted no. Solo la sangre joven. —La cara del sargento se nubló, pero no dijo nada—. Vamos, soldado. —Tela hizo un saludo militar y el capitán le respondió—. Lo siento, Tela.

El capitán recogió a otros tres, dos wickanos achaparrados de las llanuras y una recluta alta de rasgos bastos que vestía cueros gruesos y lucía una mata enmarañada de cabello recogido con cuentas, trozos de cintas y tiras de cuero.

—Barghastiana —articuló uno de los wickanos dirigiéndose a Suth.

Los esperaba el adjunto. Vestía unos simples cueros. Unos mocasines altos le trepaban hasta las rodillas. Llevaba la espada envainada bajo el hombro, envuelta en cuero. Suth había visto al joven muchas veces, pero le volvió a sorprender lo alto y delgado que era, achaparrado pero con los miembros largos, la cara con una apariencia brutal con el largo bigote y la barbilla ancha y pesada. Les señaló las prendas apiladas.

—Equipaos.

Suth escogió una mochila y encontró un alijo de comida. Se metió directamente en la boca una tira de carne ahumada mientras revolvía entre el resto. Se ató a la cintura unos cuchillos largos, con el cinturón correspondiente, y el arco y el carcaj con las flechas se los echó a la espalda.

El adjunto habló mientras ellos se preparaban.

—Nos dirigiremos al norte y luego cruzaremos el río. Hay que seguir a los moranthianos. Si os ven, largaos; nada de conducirlos a nadie. —Los tres asintieron mientras se atiborraban—. De acuerdo. Vamos.

Echaron a correr. El adjunto los condujo primero al este, por detrás de un montículo hasta que estuvieron fuera de la vista de la otra orilla, y después cortaron por el norte. Suth hizo muecas de dolor durante las primeras leguas, ¡dioses, qué débil estaba! Pero después sus piernas se soltaron y encontró su ritmo.

La chica barghastiana corría junto a él.

—¿Eres dalhonesio? —le preguntó con una sonrisa.

—Sí.

—Dicen que sois buenos guerreros, los dalhonesios. Tenemos que luchar alguna vez.

¿Luchar? Ah… «luchar». La miró de soslayo; más fornida de lo que le solían gustar a él, pero esa era una sonrisa prometedora.

—¿Cómo te llamas?

—Tolat, del clan de la Arcilla Amarilla.

—Suth. —Señaló con un movimiento de la cabeza a los dos wickanos que los seguían, los ojos puestos en el horizonte occidental—. ¿Qué hay de esos dos?

—¿Esos? —Tolat sacudió la cabeza. Su melena enmarañada se agitó al viento—. Demasiado parecidos a mis hermanos. Pero tú… tú eres diferente. Me gusta lo diferente.

Maravilloso. Una tipa barghastiana que había salido a conocer mundo. Bueno… ¿quién era él para quejarse? Lo mismo podía decirse de él.

—Cuando quieras alguna lección, solo tienes que avisarme.

La chica dejó escapar un relincho muy poco propio de una dama y le dio un puñetazo en el brazo.

—¡Ja! ¡Sabía que me gustarías!

—Silencio ahí detrás —dijo el adjunto en voz muy baja.

Tolat hizo una mueca, pero Suth no. Recordaba los sólidos arpeos de hierro que se aferraban a la popa de la galera de guerra azul y al adjunto blandiendo su espada y cortando cada uno con limpieza. Y en el puente, esa hoja brillante (envuelta en esos momentos en cuero) había partido los escudos como si fueran un simple tejido. También recordaba haber oído a Tela murmurar algo mientras observaba al joven.

—Puñetera Guardia Carmesí —había dicho, como si fuera una maldición.

¿Guardia Carmesí? Algunos afirmaban haberlos visto en la batalla de la Encrucijada, donde el nuevo emperador había salido victorioso, pero Suth no estaba seguro de dar crédito a ese tipo de historias. Seguro que ya hacía mucho tiempo que habían desaparecido… En cualquier caso, él estaba más que preparado para seguir las órdenes de ese guardia en concreto.

A media mañana cruzaron el río. Los jóvenes wickanos sostenían los arcos y las bolsas de flechas en alto, fuera del agua, mientras cruzaban medio flotando medio chapoteando. Tolat y Suth siguieron su ejemplo. En la otra orilla echaron de nuevo a correr y empezaron a aumentar el ritmo, comiendo de camino.

Cayó la noche y todavía no habían visto a la columna moranthiana. Habían encontrado el camino de mercaderes principal que iba al oeste y habían visto señales del paso de una gran fuerza pero, pese a todo, el adjunto quería confirmación, así que continuó avanzando bien entrado el atardecer. Hasta los dos wickanos, Loi y Caballonuevo, hicieron muecas de dolor cuando el adjunto les hizo una señal para que volvieran a poner rumbo al oeste.

Suth ya ni siquiera podía hacer muecas, le ardía el pecho como si lo tuviera en llamas, las piernas eran pesos muertos y entumecidos, incluso le daban vueltas las cosas. Que lo perdonaran todos sus dioses. ¿Ni una sola comida decente en semanas y ahora esto? Neethal Lou, el dios que viene en la noche y al que nadie ha visto. ¡Llévame lejos!

Tolat le dio a Suth una colleja en la espalda y sonrió.

—Vamos, dalhonesio. ¡Enséñame lo que sabes hacer!

A Suth estaba empezando a desagradarle aquella sonrisa.

Era casi ya medianoche cuando por fin divisaron a los moranthianos. La razón quedó clara al instante cuando vieron que los puñeteros negros no habían parado. Era obvio que tenían intención de seguir marchando hasta el amanecer y después, con toda probabilidad, durante todo el día siguiente también; de otro modo, ¿por qué molestarse en emprender la marcha nocturna? Pretendían poner tanta tierra de por medio entre ellos y las fuerzas de Melena Gris como pudieran.

Suth y sus compañeros exploradores se agazaparon en la oscuridad, entre los quebradizos tallos marrones de un campo cosechado. Había trozos nevados. El suelo helado entumeció las manos de Suth. El adjunto hizo una seña y se retiraron detrás del saliente de la colina.

Dentro de una tosca choza, un refugio para la época de la cosecha, se sentaron juntos y observaron los campos circundantes oscurecidos.

—No van a parar —dijo el adjunto mientras se soplaba las manos. Nadie difirió—. Descansaremos aquí y luego regresamos.

—Yo preferiría descansar en esa granja que pasamos —dijo Caballonuevo.

—No, nada de distracciones.

Suth simpatizaba por completo con Caballonuevo. En su carrera (más de un día entero de marcha para cualquier ejército), habían cruzado granjas ocupadas, ganado en corrales, un rebaño de ovejas, incluso huertos. Allí no reinaba la táctica de tierra quemada durante la retirada. Ese país era rico y seguía intacto.

—Olí a carne cocinada… —continuó el delgado wickano.

—Yo solo huelo tu aliento podrido —dijo Tolat.

El adjunto levantó una mano.

—Ahorráoslo. Y descansad. Yo haré la primera guardia.

Suth casi no se tenía en pie; se tumbó de inmediato y se preguntó de qué estaba hecho ese adjunto para haber conseguido que corriese hasta agotarlo… ¡y luego ponerse a hacer guardia!

Lo despertaron con unos empujones lo que le pareció un instante después. Seguía estando oscuro, aunque casi tenían el amanecer encima. Todo el mundo estaba tenso; Tolat estaba preparando el arco con el arma en el suelo, entre la hierba.

—Pasa algo —dijo en voz muy baja. Suth no se movió porque de inmediato vio al adjunto en pie en el borde del campo.

—¿Qué pasa?

—No sé. Nos despertó y se alejó. —La chica continuó preparando su equipo—. Es como si estuviera escuchando.

Suth guiñó los ojos y vio que el hombre se aferraba su espada y ladeaba la cabeza antes de volver a la carrera.

—No debería haber venido. He atraído… cierta atención. Tenemos que irnos.

—¿Qué pasa? —preguntó Caballonuevo.

—Vosotros corred.

Suth se puso en marcha lo más deprisa que pudo, pero no se había recuperado del esfuerzo del día anterior. Ninguno de ellos se había rehecho; su ritmo se había reducido mucho. Solo el adjunto parecía tan tranquilo. Con frecuencia se adelantaba corriendo y examinaba las laderas de la colina mientras el día se iluminaba alrededor de ellos. Unos cuantos granjeros y pastores trabajaban en los campos. Todos huyeron al verlos. Al parecer se había impuesto una especie de evacuación sobre la población, pero no todos habían obedecido.

Entonces Suth divisó las formas que los seguían a través de los campos: bajas, corriendo a grandes zancadas. Mastines. Una gran jauría de bestias. Al tiempo que Suth los veía, el adjunto gritó y señaló un afloramiento de rocas. Giraron y se dirigieron a él. Se abalanzaron sobre la formación y los cinco pegaron la espalda a la superficie de roca saliente. Los mastines salieron en tromba procedentes de los campos que los rodeaban y se acercaron. Llegaron gruñendo y Suth vio que la espuma les envolvía la boca y tenían los ojos en blanco.

—¡Rabiosos! —chilló, convencido.

—¡Que los ancestrales se los lleven! —respondió Tolat, sacó de golpe su petate y se lo enrolló alrededor de un brazo.

Suth no tuvo tiempo, había perdido la oportunidad de hacer lo mismo. Él y los wickanos mostraron sus cuchillos largos. El adjunto desenvolvió su brillante espada curva. Los animales saltaron sobre ellos. Suth usó sus hojas para detener las garras que intentaban acuchillarlos. Loi cayó casi de inmediato, falló una estocada y se hundió gritando. Los mastines se abalanzaron sobre él y en un instante se interrumpieron los gritos. Los demás se estremecieron y se pegaron más unos a otros, con las espaldas apoyadas en la pared del risco. Tolat canturreaba una especie de canción de guerra mientras acuchillaba y embestía los buches abiertos con el brazo protegido. Caballonuevo también acuchillaba, utilizando la punta para obligar a los mastines a retroceder. Suth lo imitó. El adjunto se metió y usó la hoja del talwar con una sola mano, un cuchillo largo en la otra, para llevar la lucha a los mastines. Los animales se abalanzaron, pero él los recibió luchando con todas sus fuerzas, amputando cabezas, miembros, torsos. Dos le clavaron los dientes, en un brazo y una pierna; él blandió el resplandeciente talwar y les cortó la cabeza.

Entonces los animales echaron a correr de repente, entre gañidos, resbalando y cayendo en su desesperación por huir. Los cuatro se quedaron quietos, a la escucha, pero solo se oían las respiraciones forzadas en la noche. Suth sintió que le temblaban los miembros de anticipación… algo se acercaba. Todos podían notarlo.

Una llama argéntea cobró vida con un estallido que la convirtió en una columna de poder rugiente, cegador, chispeante. Suth se apartó con un estremecimiento. Se cubrió los ojos con un brazo y guiñó los ojos. Pudo distinguir apenas una forma dentro de aquel brillo abrasador, el perfil de una mujer.

El adjunto se puso en posición de firmes con las armas levantadas.

—Saludos, forastero —susurró una voz de mujer, una voz con un tono discordantemente dulce, pero en el que se enroscaba el veneno—. El hedor de esa zorra hechicera te envuelve. ¿Dónde te encontraste con esa espada que llevas? ¿Fue un regalo… de ella?

Suth apenas podía tenerse en pie: la voz misma lo machacaba como golpes físicos. Le carcomía los pensamientos como ácido.

Los latigazos de llamas se acercaron más, pero al adjunto no retrocedió.

—¿Quién eres, hombre? ¿De qué tierra procedes? Hay algo extraño en tu sangre. Lo huelo. Quizá… debería probarlo…

Suth gritó en vano una advertencia cuando en las alturas una tralla de llamas subió como un rayo y luego bajó sacudiéndolo todo. El adjunto no esperó. Salió rodando contra la columna, blandiendo su mandoble reluciente entre el torbellino.

Un estallido como una explosión de municiones moranthianas tiró a Suth de espaldas. Tras unas cuantas volteretas, chocó con las piedras de la base del saliente, donde se quedó tirado, aturdido.

Suth no creyó haber perdido la consciencia. Recordaba haberse quedado mirando el cielo cubierto y ver los copos de nieve que bajaban flotando para enmarañarse en sus pestañas. Parpadeó, se frotó un oído que ensordecía un zumbido. Se levantó con un gemido. Dioses, eso le recordaba a las explosiones que habían acabado con la muralla de Aamil. Avanzó con un tambaleo en busca del adjunto. Lo encontró junto a Tolat, con la cabeza apoyada en el regazo de la barghastiana.

—¿Está vivo? —preguntó Suth, o eso le pareció; no podía oír su propia voz.

Ella se encogió de hombros y articuló algo.

—¡Tenemos que salir de aquí!

Tolat se lo quedó mirando, sin comprender. Él imitó los movimientos de coger al adjunto y moverse. Ella asintió, después señaló algo a su espalda. Suth se volvió, alarmado, pero era Caballonuevo, que se acercaba cojeando. La sangre le relucía por la camisa rasgada. Suth le señaló la herida; Caballonuevo apuntó a la cabeza de Suth. Este se tocó con cuidado la sien entumecida y cuando quitó los dedos los encontró manchados de sangre. ¡Malditas piedras!

La vaina del adjunto estaba vacía. Suth echó un ojo alrededor y al final encontró la espada tirada entre unos tallos quemados. Todavía humeaba. Usó un pliegue de cuero, la recogió y volvió a meterla en su vaina. ¿Había matado a esa tal «Señora» de la que hablaban todos? Probablemente no.

Tolat y él cargaron con el adjunto mientras Caballonuevo iba explorando por delante lo mejor que podía. Les llevó un día y una noche llegar al Ancy, y allí la situación los derrotó. No podían cruzar. Lo único que podían hacer era esconderse y vigilar por si aparecía alguna partida de exploradores, o un grupo en busca de alimentos, cuya atención pudieran llamar.

El adjunto nunca llegó a recuperarse. Balbuceaba en una lengua extranjera, sudaba y temblaba con una especie de fiebre. Al final, Tolat, que al menos podía afirmar que había nadado antes, argumentó que ella debería adelantarse para buscar ayuda. Suth y Caballonuevo estuvieron de acuerdo en que eso era mejor que esperar a que los vieran. Así que, antes del amanecer, Tolat salió vadeando el agua del frígido Ancy y se impulsó para desaparecer entre la espuma de la rápida corriente. Suth recogió algo de agua y regresó al soto donde se habían escondido de las posibles patrullas roolianas.

Resultó que Devaleth ya estaba levantada cuando le llegó recado de que un miembro (¡uno!) de la partida del adjunto había regresado al fin. Fue tan deprisa como pudo a la tienda del puño supremo. ¿Había sido una emboscada de avanzados roolianos? ¿Los habían detectado los moranthianos? ¿O había sido ese nuevo mago que había estado percibiendo? De algún modo, el tipo podía actuar sin suscitar la ira de la Señora. Algo la había estado molestando en cuanto a mandar a Kyle; la perspectiva la había inquietado, pero no había dicho nada durante la reunión. Y empezaba a preguntarse por qué.

Un guardia alzó la solapa abierta y la bruja vio a la exploradora, empapada hasta los huesos, en pie ante el puño supremo. El puño Rillish estaba sentado a un lado, pálido pero atento.

—¡Por los dioses, que se siente la mujer! —estalló Devaleth antes de pensar siquiera.

—Prefiero quedarme de pie, gracias, maga suprema —consiguió decir la mujer, su voz era un simple graznido.

—Como prefieras, Tolat —asintió Melena Gris. En un aparte, a un ayudante, le dijo—: ¿Lo tienes?

—Sí, señor. Un soto a unas cuantas horas al norte. Deberían vernos.

—Que se acerque solo un pelotón al río —advirtió Melena Gris—. No queremos atraer ninguna atención.

—¡Señor! —jadeó la exploradora Tolat, que vacilaba sobre sus pies.

—¿Sí?

—Eso es justo lo que dijo el adjunto, señor. Atraer atención… que él sí… que atrajo…

Devaleth cogió a la mujer por el brazo; la chica la miró, confusa, los ojos vidriados. Apoyó el peso en Devaleth, que gruñó y de repente tuvo que sujetarla. Dos ayudantes recogieron a Tolat de las manos de la maga y la sacaron de la tienda.

—Por supuesto —dijo Rillish sin aliento desde su silla—. Debería haberlo sabido… esa espada que lleva. Debe de haber atraído la… la atención de Ella.

Melena Gris se volvió hacia el hombre.

—Y eso se le ocurre ahora, puño Rillish Jal Keth.

—¡Señor! —exclamó Devaleth, y con eso desvió la atención del puño supremo, que miraba a Rillish—. Ninguno nos dimos cuenta. Si hay que culpar a alguien, es a mí. Debería haberlo previsto.

Por primera vez Devaleth sintió toda la fuerza de la mirada furiosa y gélida del puño supremo y le conmocionó la fiereza extraña que se revolvía allí, justo bajo la superficie. Pero el hombre consiguió dominarse de algún modo, tragó saliva, respiró hondo con un estremecimiento y asintió.

—Sí… tiene razón. Sí. —Se volvió y se pasó una mano por la cara—. Yo tampoco lo vi. —Y se echó a reír—. ¡Yo! ¡De todos, el que debería haberlo tenido en mente era yo!

La maga pensó entonces en la hoja gris que aquel hombre había llevado una vez. Se decía que era un arma de gran poder. Era responsable del nombre que le daban en esas tierras: Empuñapiedras. Y ese nombre era una maldición. ¿Qué le habría pasado a aquel arma? Nadie hablaba de ella, y no era simplemente una hoja común al costado del hombre. Es posible que la hubiera perdido durante todos esos años transcurridos.

—Kyle está herido, atacado por la Señora —le dijo Melena Gris a Devaleth—. ¿Puede curarlo?

A ella no le parecía que tuviera muchas posibilidades, pero asintió.

—Me prepararé. Envíelo a mi tienda.

El puño supremo asintió y Devaleth salió con una inclinación.

Melena Gris se volvió hacia una oficial del Estado Mayor.

—Hagan correr la voz. Atacamos al amanecer.

Las cejas de la mujer le treparon hasta la frente.

—Pero ya amanece… señor.

—Exacto. —Señaló la solapa de la tienda. La mujer estuvo a punto de caer en su prisa por irse.

Rillish se puso en pie.

—Prepararé entonces mi armadura, puño supremo.

Melena Gris había ido hasta la parte posterior de la tienda y había abierto de un tirón un cofre de viaje. Estudió al puño como si lo viera allí por primera vez.

—No. Usted se queda aquí.

La cara de Rillish se crispó mientras luchaba por controlar su reacción.

—Entonces… ¿quién encabezará el asalto? —preguntó, su voz quebradiza como el cristal.

El puño supremo estampó un yelmo redondo de hierro contra la mesa. Puso una mano encima y sus ojos ardieron con una brillante llama azul.

—Yo.

Rillish fue a la tienda de Devaleth para aguardar la llegada del adjunto. Se sentó con cuidado en una silla y se dirigió a la bruja mare del agua.

—Gracias por su apoyo.

La mujer estaba preparando ollas y telas.

—Por supuesto —respondió, distraída—. Ese hombre es demasiado duro. Demasiado implacable.

—Es un comandante con mucha experiencia… —empezó a decir.

—¿Con mucho que demostrar? —sugirió ella mirando por encima del hombro.

—… por quien lucharán hombres y mujeres. Pero, sí, hay historia. Una historia de la que yo formé parte.

La fornida mujer lo miró mientras se limpiaba las manos con un trapo.

—No tiene que esperar aquí. No hay nada que usted pueda hacer. Como —y la mujer suspiró— sospecho que no habrá nada que yo pueda hacer tampoco. —Señaló con un ademán las solapas abiertas—. Vamos, váyase.

Rillish le dedicó una irónica reverencia cortesana y después se irguió y llamó a un guardia con un gesto.

—Que traigan mi armadura.

Demasiado débil para caminar con paso seguro, Rillish pidió un caballo. Con la armadura puesta y la ayuda de dos mozos de cuadra, montó. Se sentía mucho mejor bien apoyado entre el alto arzón trasero y el pomo. Enganchó el yelmo en este último y se quitó los guanteletes. El día era nublado y fresco. Buen tiempo para un combate prolongado, aunque dudaba que Melena Gris tuviera paciencia para eso. Contempló el puente y la columna de pesados que lo atestaban, todos impacientes por avanzar, y frunció el ceño. Le hizo una seña a un mensajero.

—Que me traigan al teniente de saboteadores.

—Sí, puño.

Azuzó su montura con las rodillas para ponerla al paso y se dirigió al puente. No mucho después una mujer larguirucha salpicada de barro se acercó corriendo a sus guardias y se abrió camino. Se lo quedó mirando desde el suelo, con la boca abierta, sonriendo con unos dientes torcidos y sin color, sus ojos saltones parecían mirar en dos direcciones a la vez.

—¿Preguntó por mí, puño?

Ah, sí, la teniente Urfa; una vez vista, nunca olvidada.

—Sí, teniente. El puente… ¿debería estar tan… cargado?

La mujer miró la estructura con los ojos guiñados. Volvió la cabeza para fijarse primero con un ojo y después con el otro. Luego estalló en la sarta de las maldiciones más impropias de una dama que Rillish había oído jamás y salió corriendo ladera abajo sin ni siquiera despedirse. Él la observó marchar y se inclinó sobre el pomo con un suspiro.

—Envíe recado al capitán Apuestas, no más de cuatro por fila al cruzar el puente.

—Sí, puño. —Otro soldado salió corriendo.

¡Dioses! ¿Iba a tener que decirles también que no se pusieran a saltar? Justo lo que les hacía falta, que se derrumbara el puente después de todo ese tiempo. Vio un teniente de reemplazo, un mensajero.

—¿Dónde está el puño supremo?

—En las barricadas, señor, organizando el asalto.

—Entiendo. ¿Está esperando a que haya tropas suficientes, supongo?

—Sí. Eso creo, puño. ¿Tiene algún comunicado?

—No. No lo molestaremos.

Sus guardias y él habían llegado al atasco de infantería que asfixiaba la boca del puente. Rillish juró por lo bajo y azuzó a su montura para apartar a los hombres y las mujeres con armadura.

—¿Capitán Apuestas? —gritó.

—En el puente, señor —respondió un sargento desde la multitud con un saludo marcial—. Un poco de retraso.

Rillish recortó las riendas sin piedad para atravesar su montura en la boca del puente y bloquearlo.

—¡Usted! Sargento…

—Ah. Sargento Apretado, señor.

¿Apretado? Oh, bueno… Rillish señaló su caballo.

—Forme su pelotón aquí… ¡columna de cuatro!

—Sí, señor.

Rillish tensó las piernas y se aupó en la silla para bramar tan alto y con tal fuerza que su visión se oscureció por un momento.

—¡Siguiente pelotón, formen detrás! —Vaciló y tuvo que sujetarse al pomo.

Una mano lo sujetó por detrás, el capitán Apuestas. Rillish se lo reconoció con un asentimiento que el oficial agradeció y después se volvió hacia los soldados.

—¡Los exploradores que enviamos al otro lado informan de que tienen ganado! —gritó—. Despensas llenas. Incluso cerveza.

El sargento Apretado se frotó los ojos llenos de lágrimas.

—Benditos sean.

—¡Pero nadie avanza hasta que hayamos formado todos como los dioses mandan!

—¡Sí, señor! —fue el grito de respuesta. El capitán se volvió de nuevo hacia Rillish.

—Mis disculpas, puño —murmuró con la cara pálida.

—No pasa nada. Una especie de capricho… decidir cruzar hoy.

Una sonrisa fiera del comandante de la compañía.

—Sí. Buen día para un paseo.

—Sargento —exclamó Rillish por encima de los gritos y las órdenes que se ladraban.

—¿Sí, puño?

—Un consejo. Si alguna vez llega a puño, cámbiese el nombre. —Y azuzó su montura con la rodilla para quitarla de en medio, dejando al hombre allí frunciendo el ceño y rascándose la cabeza.

El capitán Apuestas contuvo a la multitud con la espada en la mano. Esperó hasta que la muchedumbre que ya atestaba el puente lo hubo cruzado y después permitió el paso de los pelotones uno por uno. Rillish examinó la otra orilla. Los roolianos habían levantado barricadas con carretas volcadas, piedras y troncos amontonados. Melena Gris hizo que sus fuerzas formaran casi a la altura de las barreras, a la espera.

Los roolianos también estaban formando. Las fuerzas se iban concentrando. Ese asalto albergaba la promesa de terminar implicando a todos los combatientes de ambos bandos. Rillish imaginaba que Melena Gris no querría retirarse o ceder hasta haberse abierto paso, aunque eso significara luchar hasta bien entrada la noche. Rillish miró a su alrededor y encontró un mensajero.

—Para el capitán Apuestas. Que se contenga una cuarta parte de nuestras fuerzas.

El mensajero hizo un saludo militar y salió corriendo.

Poco después, regresó el hombre y volvió a saludar.

—Saludos del capitán Apuestas, puño. Responde: «¿Una cuarta parte de nuestras fuerzas? Eso sería la lista de bajas por enfermedad».

¡Maldita Soliel! Era cierto. No tenían los recursos necesarios. Era ahora o nunca.

Un gran rugido animal de rabia tronó en las barricadas y el Cuarto Ejército se alzó al mando de un gigante de hombre con una armadura de bandas de hierro que levantaba dos espadas, y cargó.

Suth no podía creer lo que estaba viendo y oyendo mientras avanzaba dando tumbos por la orilla este del Ancy, muy por detrás de sus rescatadores. Las columnas atestaban el puente, los cuernos resonaban dando órdenes, y ya había choques en las barricadas de la orilla occidental. ¡Estaban atacando! ¡Y estaba ocurriendo sin él!

Una vez que los ayudaron a cruzar el Ancy, Suth le había hecho gestos al pelotón para que continuara; ya llevaban carga suficiente teniendo que transportar al todavía inconsciente adjunto y a Caballonuevo, que estaba demasiado débil para caminar. Él podía llegar solo. Tras un gesto de buena suerte, los rescatadores se habían alejado a la carrera, dejándolo a él para que los siguiera lo mejor que pudiera.

¡Y se ponían a atacar sin él! Y él, agotado y sin su armadura. Jamás iban a dejar que lo olvidara. Con los pies doloridos y la cabeza palpitándole, se fue en busca de su equipo.

Devaleth le dio las gracias al pelotón que le había llevado al adjunto, pero también los hizo salir sin perder ni un minuto. Cerró las solapas y se volvió hacia el joven echado en el catre. Era mucho peor de lo que había imaginado. Cortó el cuero y la tela alrededor de los mordiscos salvajes del muslo y el brazo, ya se habían enconado. Les aplicó un compuesto de hojas remojadas en una tintura que limpiaba heridas. En cuanto a la mente del guerrero, le puso una mano en la frente caliente y buscó, con gran vacilación, en sus pensamientos. Luego apartó de un tirón la mano, como si algo la hubiera picado.

Caos y confusión, sí, pero no estaba destrozada. Asombroso. La mente del adjunto debería estar aplastada de forma irrevocable, tanto que sería una bendición dejarlo irse. Quizá era porque el hombre aquel no era ningún mago. Ningún talento, como decían entre esos malazanos. Ninguna maldición, como decía ella.

Y sin embargo… había algo. Algo más profundo, más inquietante. Frunció la frente y se inclinó un poco más sobre los ojos del hombre. Estiró una mano, le levantó un párpado con el dedo y se apartó con un estremecimiento. ¡Que el ancestral la protegiese! Por un instante… pero no. Imposible. Tuvo que ser la luz. Eso no podía haber sido un fulgor de color ámbar.

Habían dejado su equipo en el campamento. Entre muecas y siseos de dolor, se puso el jubón largo y acolchado y después se ató los cordones del camisote y las grebas. Con el yelmo puesto bajó cojeando hasta el puente. Un oficial montado, un teniente de reemplazo que actuaba en lugar del mando, pasó junto a él como un trueno y después se paró con un corcoveo.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó.

Suth hizo un saludo marcial.

—Acabo de regresar de explorar en el norte, señor.

El oficial aceptó la respuesta con un gruñido.

—Está herido.

Suth se limpió la cara y se encontró con una capa de sangre seca que se desmenuzaba.

—No es nada, señor. Puedo luchar…

—Preséntese en la enfermería.

—Señor, no. Yo…

—¿No? —El oficial le dio la vuelta al caballo para mirarlo de frente—. ¡Le ordeno que vaya a la enfermería!

Suth se mordió la lengua. ¡Joder! ¡Deberías haber saludado sin más, so burro!

—Sí… señor.

Con un gesto de advertencia, el oficial azuzó su montura y salió disparado, levantando tierra por el aire. Suth miró furioso el cielo cubierto de color gris ceniza y después se dirigió a las tiendas de la enfermería.

El enviado Enesh-jer observaba el enfrentamiento desde una ventana estrecha del piso superior de la torre de piedra de Tres Hermanas. Un rato antes había hecho llamar al comandante de campo, el duque Kherran, y estaba esperando con impaciencia su llegada.

Mucho más tarde de lo esperado, apareció el hombre con el yelmo en la mano y arrastrando el manto por el suelo. Su rostro redondo de luna relucía de sudor. El barro le salpicaba la magnífica cota de malla y la sobrevesta de color marrón rooliano.

—Con el debido respeto, enviado, no es aconsejable sacarme de…

—¡Duque Kherran! —interpuso Enesh-jer—. Según mis últimas noticias el elegido del jefe supremo soy yo, y usted me tratará como tal.

El duque se puso rígido y cerró la boca de golpe. Hincó una rodilla en tierra, se inclinó y después se irguió.

Enesh-jer asintió.

—Eso está mejor. Bien… He estado observando el combate y me sorprende bastante ver que nuestras líneas, de hecho, han retrocedido. ¿Cómo es eso, duque, cuando di órdenes estrictas de que se barriera a esos invasores del puente?

El duque miró a Enesh-jer con un parpadeo, totalmente perdido. Al fin carraspeó y contestó.

—Por supuesto, enviado. Me ocuparé de ello en persona.

—Bien. Hágalo. Y duque… —Enesh-jer se inclinó un poco más hacia él—. Si no puede cumplir mis expectativas, recuerde que aquí hay muchos otros esperando su oportunidad.

El duque Kherran hizo otra reverencia con el rostro rígido.

—Enviado. —Y salió con paso firme.

Enesh-jer, con una mueca amarga, observó el barro que el hombre había arrastrado por toda la sala. Después regresó a la ventana. Tras él, las gruesas puertas se cerraron de pronto y el cerrojo se corrió con un traqueteo. El enviado giró en redondo.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Un hombre vestido de riguroso negro salió de detrás de una exposición de iconos de la Señora tallados en marfil. Era bastante bajo y sonreía con unos dientecitos puntiagudos. El enviado retrocedió. El hombre cogió un icono de un estante y lo estudió.

—Recuerdas lo suficiente, ¿verdad, Enesh-jer?, para saber quién soy.

El interlocutor estiró la mano hacia atrás hasta que tocó una pared y después pegó la espalda a ella.

—Llamaré a los guardias.

El hombre señaló la entrada con el icono.

—Esas puertas están construidas para resistir un asedio.

El enviado levantó la barbilla, se pasó una mano por la pechera de sus túnicas y estiró los pliegues.

—No temo morir. La Señora me recibirá.

—Un auténtico creyente. —El hombre tiró el icono por encima del hombro y el objeto se hizo pedazos en las baldosas. El enviado hizo una mueca—. Te los encuentras… de vez en cuando. —El hombre se acercó a una de las ventanas alargadas y se asomó—. ¡Ah! Se ha abierto paso. Le ha llevado más tiempo de lo que yo pensaba. —Guiñó un ojo al otro—. Supongo que le falta práctica.

Enesh-jer se deslizó por el muro hasta una ventana y echó un vistazo. Su rostro empalideció todavía más. Eran los invasores los que se habían abierto paso. Encabezaba la carga un gigante con armadura. Mientras el enviado observaba, el gigante apartó un carro volcado de un tirón y derribó soldados con golpes que los barrían del terreno.

—Una furia poco común, ese hombre —comentó el asesino.

—Tiene las dos espadas rotas —dijo Enesh-jer con asombro en la voz.

—Rompe todas sus espadas, sí, señor. —El hombre lo miró otra vez y enseñó los dientes puntiagudos—. Todas menos una.

El enviado se llevó una mano a la garganta.

—No. Me niego a creerlo. Mentiras.

La sonrisa del hombrecito era lasciva.

—Sí, es él. Tu viejo amigo, Melena Gris. He oído que os guarda cierto rencor a todos los traidores. Tú votaste para expulsarlo, ¿no?

Enesh-jer negaba con la cabeza, sin querer creerlo.

—Yeull me lo habría dicho.

—O no. —El hombre se apoyó en la ventana estrecha—. La pregunta es entonces… ¿te mato o no? ¿Quién va a ser? ¿Él o yo?

El enviado se irguió y se colocó de nuevo sus suntuosas túnicas de hilo de plata, después señaló al asesino con una sacudida de la barbilla.

—Tú.

El hombre sonrió. Unas dagas largas y delgadas se deslizaron en sus manos.

—Bien.

Devaleth se quedó muy pronto sin opciones con el adjunto herido. Le había limpiado las heridas lo mejor posible y había estudiado al hombre para diagnosticar lo que le aquejaba. El problema era que lo que le había pasado estaba muy por encima de sus bastante escasos conocimientos. Una especie de fiebre le recorría la sangre, seguramente infligida por los mordiscos. En cuanto a lo que su contacto, con la aparición de la Señora, podría haberle hecho a su mente, la bruja no tenía esperanza alguna de mejorar eso.

Alguien habló desde la parte delantera de la tienda.

—Maga de Ruse, ¿me permite entrar?

Devaleth se irguió y recurrió a su senda.

—¿Quién es usted?

—Soy Carfin, del Sínodo de Estigio.

¿El Sínodo de Estigio? Y ella que creía que era una simple leyenda, historias. Una asociación de magos que se reunía a pesar de todos los esfuerzos de la Señora por destruirlos. La bruja se relajó un poco.

—Puede entrar —exclamó.

—Se lo agradezco.

Devaleth se estremeció y giró en redondo: el mago había hablado tras ella.

Era alto y delgado como un esqueleto, vestía unas galas oscuras y raídas: pantalones, chaleco y camisa. Los brazos entrelazados a la espalda, estaba estudiando al adjunto.

—Intenta sanarlo.

—Sí.

—En el Sínodo estamos de acuerdo en que hay que sanarlo. Algunos de nosotros prevemos un papel para él.

—¿Un papel? ¿En qué?

La mirada del hombre no había dejado al adjunto. Frunció los labios con desagrado.

—Esto es ajeno, sin duda.

—¿A qué se refiere? ¿Ajeno… cómo?

—Por desgracia… lo que lo aqueja no se puede tratar de ningún modo mundano.

Devaleth dejó escapar un gran suspiro.

—Entiendo.

El hombre bajó la cabeza para estudiarla por debajo de los mechones fibrosos de cabello negro.

—Sí. Uno de nosotros, o los dos, debemos acceder a nuestras sendas.

—Ah. —Y hacer caer a la Señora sobre ellos. Quizá sanaran al adjunto, pero entonces uno, o ambos, terminaría muerto o no mucho mejor que el adjunto en esos momentos—. No sé si estoy lista para eso.

—Nadie lo está —dijo alguien desde las solapas, y tanto Carfin como Devaleth saltaron lateralmente para mirar al recién llegado. Era un hombre mayor, con barba y ropas ajadas y manchadas por los viajes.

—¿Totsin? —dijo Carfin con los ojos entrecerrados—. En el nombre de los antiguos, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí?

El hombre entró y cerró las solapas tras él.

—He venido a ver qué puedo hacer.

Carfin volvió la mirada hacia el adjunto.

—Bueno. Ya es tarde, puñeta, pero bienvenido, supongo.

El hombre, Totsin, se inclinó ante Devaleth.

—Maga de Ruse, presumo que no muchos de los mare se han unido a los invasores…

Devaleth le dedicó una sonrisa débil.

—No muchos. ¿Está con este Sínodo?

—Desde hace bastante, sí. —Señaló al adjunto—. ¿Cuál es su intención?

—Ha de ser sanado por medio de una senda.

—Ah…

Devaleth asintió.

—Sí.

—¿Quién? —preguntó Totsin.

—Estamos… considerándolo —respondió Carfin. Olisqueó al adjunto y arrugó la nariz—. Terriblemente ajeno.

Totsin se alisó la barba canosa.

—Si ha de hacerse, entonces, bueno, yo no tengo opción de huir. En cuanto a nuestra anfitriona, bueno, no estamos en el mar…

Carfin ladeó la cabeza, parecía un cuervo alto y demacrado.

—Estás sugiriendo…

El más anciano alzó las manos en un encogimiento de hombros que reflejaba su impotencia.

—Bueno, si ahora es el momento de comprometerse del todo, como el Sínodo parece haber votado…

El mago alto pasó una mano por el borde del catre y se llevó la otra al pecho.

—Cierto, Totsin. Aunque, viniendo de ti, es toda una sorpresa.

Devaleth los miró a los dos.

—¿De qué están hablando? —quiso saber.

Totsin se inclinó.

—Aquí Carfin es un mago de la Oscuridad, Rashan, creo que la llaman los malazanos.

—Ya veo. —Así que Carfin podía sanar al adjunto y después huir a la senda de Rashan con la esperanza de deshacerse de la Señora. Parecía bastante sencillo—. Sin embargo… usted es reticente… teme el ataque de la Señora, por supuesto…

Carfin negaba con la cabeza, casi sonrojado. El hombre no tiene miedo… ¡de hecho, parece avergonzado! Se aclaró la garganta.

—Al contrario que Ruse, señora, los que estamos aquí, bajo el dominio de la Señora, pocas veces osamos ejercer nuestro, eh, talento. Lo cierto es que, aunque sé cómo hacerlo, en realidad nunca he entrado en Rashan…

Oh. Oh, vaya.

—Y así, tras entrar… —continuó Carfin—, no tengo forma de saber si seré capaz de regresar… si comprende el dilema.

—Sí —dijo Devaleth en voz baja, y rozó el brazo masculino—. Lo entiendo. —Miró a Totsin—. ¿Y qué hay de usted? Usted parece dispuesto a empujar a los demás.

El otro levantó las manos con gesto de disculpa.

—Mis talentos corren en, eh, otras direcciones.

El mago alto y pálido cogió la mano de Devaleth y le besó el dorso.

—Señora, no hay de qué preocuparse. Lo haré. Es algo que debería haber hecho hace mucho tiempo, en cualquier caso. —Miró al más mayor—. Totsin. Te lo agradezco. Que tú, de todos nosotros, hayas sido el que ha dado un paso adelante me ha alentado. Mi más sincero agradecimiento.

El mago más maduro se pasaba los dedos por la barba desastrada con la mirada clavada en el adjunto.

—Sí. Ahora es, desde luego, el momento de actuar.

—Los dos deberíais esperar fuera.

Devaleth asintió. Cogió las manos del hombre en las suyas.

—Mi agradecimiento. —El otro se inclinó con gesto formal.

Ya fuera, Devaleth se concentró en vaciar su mente de toda preocupación por lo que estaba ocurriendo en el interior. Dio la espalda a la tienda para observar el enfrentamiento en la otra orilla. Parecía que la infantería, incluso con la ayuda de Melena Gris, todavía tenía que abrirse paso. Igual que la última vez. Un frente demasiado estrecho para llevar a cabo el asalto. Y estaban todos tan débiles, famélicos, enfermos.

Totsin se había alejado y estaba dando patadas en el suelo con las manos entrelazadas al frente.

Aunque Devaleth estaba preparada para ello a nivel subconsciente, el surgimiento repentino de la conciencia de la Señora y su ferocidad la dejó anonadada. Tras ella, la tela de la tienda ondeó y se rasgó como si una explosión silenciosa de municiones se hubiera desatado en el interior. Un poste se arrancó y cayó doblado. La bruja lanzó una mirada alarmada a Totsin, que se había vuelto con la mirada entornada. El hombre encogió sus estrechos hombros.

Devaleth se acercó a la tienda mientras hacía un gran esfuerzo por contener cualquier sondeo.

—¿Carfin? —lo llamó. No respondió nadie. Devaleth apartó un poco la tela y se asomó a la oscuridad—. ¿Carfin?

Totsin entró tras ella. La bruja encontró al adjunto como antes: echado de espaldas, tranquilo. Pero estaba solo y las posesiones de la mujer habían quedado reducidas a simples restos. O bien la Señora se había llevado al mago de la Oscuridad o este había escapado. Había hecho su propia profesión de fe.

Devaleth se apresuró a poner una mano sobre la frente del joven adjunto y dejó escapar un largo suspiro de alivio.

—La fiebre ha remitido. Su mente está… en calma. Duerme.

—Así que lo consiguió —caviló Totsin desde la entrada—. Estoy asombrado.

Algo en la actitud del mago molestó a Devaleth.

—Debería estar agradecido.

—Y… ya no está. —El hombre la estaba estudiando con las manos sueltas a los lados—. ¿Qué hay de usted, maga de Ruse? Tiene que ser duro, estar tan lejos del mar abierto, de la fuente de su poder.

Mientras buscaba un paño limpio y agua, Devaleth le contestó sin prestarle demasiada atención.

—No tengo que estar en el mar para recurrir a ella.

—Ah. Pero está debilitada, ¿sí? ¿Por esa separación?

Devaleth dejó de rebuscar con la vista entre las ollas y cajas esparcidas y miró al otro mago, que permanecía en la entrada. Sus ojos tenían un brillo extraño en la oscuridad.

—¿A qué se refiere?

El hombre pareció a punto de decir algo. Alzó las manos hacia ella.

Y entonces alguien abrió de golpe la solapa de la tienda tras él.

Suth estaba sentado en la hierba, fuera de una de las tiendas de la zona de enfermería, esperando a que lo viera uno de los sajahuesos a los que habían enviado con la fuerza expedicionaria. Personalmente, él no tenía ninguna fe en ellos, aunque comprendía el uso de hierbas, emplastos y demás cosas para curar la enfermedad y la fiebre y limpiar la putrefacción de las heridas. También aceptaba la necesidad de drenar la sangre negra que a veces puede sobrevenir incluso a los cortes más pequeños. A todas esas curaciones y procedimientos mundanos se sometía a regañadientes, a todo excepto cuando se trataba de heridas en la cabeza. Por lo que él había visto mientras crecía en las llanuras dalhonesias, las heridas en la cabeza eran un misterio para todos, incluso para esos que se hacían llamar sanadores. Prescribían las cosas más extrañas, desde golpes en la sien hasta abrir agujeros en el cráneo para sacar la «presión».

Juró que, si intentaban algo parecido, saldría de esa tienda más rápido que la mierda de uno de esos soldados malos del estómago que lo rodeaban. Del combate del otro lado del río le llegó un gran rugido y se levantó de un salto. Parecía haber movimiento en el frente, ¿se habían abierto paso? ¡Maldita fuera! ¡Y él allí, empantanado!

Un hombre se reunió con él. Tenía la pechera de la camisa empapada, la sangre le chorreaba hasta el suelo y se estaba limpiando las manos en un trapo sucio.

—¿Qué pasa? —preguntó el tipo.

—Podríamos estar avanzando.

Un gruñido y el hombre lo miró de arriba abajo.

—En el nombre de Togg, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí?

Suth se señaló la cabeza.

—Me caí en una roca.

—Puedes caminar, hablar… estás bien. Largo, coño. Ya hay suficiente con lo que hay.

Suth hizo un brusco saludo militar.

—¡Sí, señor! —Y salió disparado ladera abajo.

De camino al puente, observó la tienda de la maga suprema. Se inclinaba hacia un lado como un borracho, la tela rasgada por algunos sitios, como si la hubieran atacado. ¡Donde dijeron que iban a llevar al adjunto! Corrió hacia allí.

Abrió de un tirón la solapa y un anciano al que nunca había visto se volvió hacia él. El tipo hizo un gesto y se le abrió la boca. Suth reaccionó de forma automática y su espada saltó a la garganta del hombre.

El hombre cerró la boca de golpe.

—¡No pasa nada, soldado! —exclamó una voz desde dentro—. ¡Relájate! —La maga suprema se adelantó, apartando la tela combada.

Suth inclinó la cabeza.

—Maga suprema. —Y envainó la espada.

—Maga suprema… —dijo sin aliento el hombre, algo le tomaba la voz.

—Solo un título honorario —le dijo ella.

El hombre se llevó una mano temblorosa a la garganta.

—Quizá será mejor que me vaya —dijo.

—Si es lo que debe hacer —respondió la maga suprema, los ojos entrecerrados.

—Sí. Por si ella regresara. Hasta que nos volvamos a encontrar, entonces. —Y se inclinó.

La maga suprema inclinó la cabeza apenas.

—Hasta entonces.

El hombre rodeó a Suth, dejando amplio margen, y bajó la ladera. Suth lo vio irse y entonces recordó por qué había ido.

—El adjunto, ¿cómo está?

La maga suprema apartó la mirada de la figura que se retiraba. Un ceño fruncido se convirtió en una sonrisa, en las mejillas rollizas se dibujaron unos hoyuelos.

—Creo que está bien, soldado. Creo de verdad que se recuperará.

Suth dejó escapar una gran bocanada de aire.

—Mi agradecimiento, maga suprema.

—No me des las gracias a mí. Aunque quizá yo debería dártelas a ti —añadió con tono pensativo.

—¿Disculpe, maga suprema?

—Nada. Y ahora, sin duda deseas regresar al combate, ¿no es así?

—Sí.

—Muy bien. —Lo mandó marchar con un ademán—. Vete, vete.

Suth se inclinó, se dio la vuelta y corrió ladera abajo lo mejor que pudo. Iba a trote corto, la mano en el yelmo y una mueca de dolor cada vez que se le clavaba en la herida; se preguntó si debería haberle dicho a la maga suprema que, por un instante, habría jurado que había visto intenciones asesinas en los ojos de ese tipo. Pero eso no se mencionaba a una maga suprema basándose solo en una impresión fugaz, ¿no? No si no querías meterte en un montón de líos. Y él ya se había perdido bastante del puñetero combate.

Los guardias malazanos apostados ante las puertas de los aposentos del enviado saludaron y se apartaron para dejar paso a Melena Gris. Este entró y se quitó el yelmo, que estrelló sobre una mesa muy oportuna, un movimiento que esparció iconos y pequeños relicarios. Se quitó también los guanteletes ensangrentados y examinó la habitación. Un hombre vestido todo de negro (pantalones negros, camisa negra de algodón y chaleco negro) estaba sentado en un sillón afelpado, fumando. Algo que podría ser un cuerpo yacía en el suelo, oculto bajo una suntuosa sábana de seda.

Melena Gris metió de golpe el guantelete en el yelmo y después quitó un pañuelo blanco que envolvía una estatua alta de la Señora y se secó el sudor que le bañaba la cara y la sangre que le manchaba las manos.

—¿Cuántos más sois, ocultos como piojos? —preguntó.

El hombre sonrió, lo que reveló unos dientecillos blancos.

—Yo soy más bien un trabajador por cuenta propia.

El puño supremo se limitó a exhalar por la nariz con bastante estrépito. Señaló el cuerpo con la barbilla.

—¿Es este?

—En carne y hueso.

Todavía limpiándose las manos, Melena Gris usó una bota embarrada para apartar la tela. Se quedó mirando la cara pálida un rato.

—Enesh-jer —dijo en voz baja.

—¿Lo conocías?

El puño supremo frunció el ceño al oír la pregunta.

—Sí. Lo conocía bastante bien.

El hombre estaba estudiando su fina pipa de caolín.

—¿Qué quieres que se haga con él?

Melena Gris se quedó mirando el cuerpo un rato.

—Antes quería esa cabeza en una pica. Ahora, me da igual. Que lo quemen con el resto.

El hombre tosió un poco, cubriéndose la boca, y miró de nuevo al puño supremo.

—Estos roolianos no queman a sus muertos. Los entierran.

—No tenemos tiempo. —Tiró el pañuelo ensangrentado sobre el cuerpo—. Ocúpate de ello.

El hombre hizo una vaga inclinación cuando el puño supremo recogió su yelmo y salió con paso airado. Se quedó sentado un rato, dándose golpecitos en la mano con la pipa y frunciendo el ceño.

Ivanr optó por caminar en lugar de viajar en el gran carro de dos ruedas que había llevado a Beneth. El vehículo era suyo ahora, albergaba la tienda, el brasero y unos cuantos objetos sencillos que pertenecían al líder espiritual del Ejército de la Reforma. Había guardado la espada y la armadura y vestía capas de ropas sencillas y un manto para defenderse del invierno. Utilizaba un bastón, sí, pero aparte de una espada corta oculta bajo el manto, no parecía portar armas. Los que se hacían llamar su escolta lo rodeaban como antes, pero a una distancia mayor, más respetuosa (y menos visible).

Al caminar de ese modo sentía que podía hacerse una idea mucho mejor del ejército. La infantería, hombres y mujeres, lo llamaban o se inclinaban para reclamar su atención y él escuchaba sus comentarios. Con frecuencia solo pretendían que los tranquilizaran y les dijeran que estaban haciendo lo correcto, una tranquilidad que él proporcionaba sin reservas. A medida que pasaban los días, vio una necesidad incluso mayor de ese consuelo… o, se atrevería a decir, esperanza. ¿Era ese el gran secreto de liderar cualquier revolución? ¿Que en realidad todo lo que se necesitaba era la seguridad, la fe, de que lo que hacían estaba bien? Al menos Ivanr sentía en el fondo que su objetivo era deseable. Quizá eso fuera todo lo que él, al menos, necesitaba.

Por la noche, Martal, y a veces el comandante de caballería Hegil, lo visitaban tras la cena. Estas reuniones informales de mando eran silenciosas e incómodas, el recuerdo de Beneth seguía estando demasiado vivo. Básicamente, Ivanr le hacía a Martal preguntas sobre el objetivo estratégico de la campaña. Al parecer, todo se reducía a marchar sobre Anillo y derrotar al Ejército Imperial ante sus murallas.

—Muy… ambicioso —fue el comentario de Ivanr—. Sabes que te estarás enfrentando a la flor y nata de la aristocracia jourilana. Cientos de caballería pesada que luchan con lanza y espada. Solo con lo que pesan y la impresión ya pueden acabar con esas formaciones de picas.

—Es posible —admitió Martal.

—¿Y qué hay de ti, Hegil? Tú sabes a lo que nos vamos a enfrentar.

El aristócrata se recostó sobre los cojines y tomó un sorbo de su taza de té con miel. El hombre estaba casi calvo, se le había caído el pelo de llevar yelmo la mayor parte de su vida adulta.

—Sí, Ivanr. No serán caballería ligera, ni lanceros. Pero siempre hemos sabido en qué acabaría todo. Desde el comienzo Beneth lo sabía. Él y Martal elaboraron una estrategia para apoyar las escuadras de picas.

—¿Y es? —Ivanr se volvió hacia Martal.

El cabello corto y negro de la mujer relucía de sudor y aceite. Se encogió de hombros, la boca con una mueca hosca.

—Nos llevamos nuestra propia fortaleza.

Ivanr la miró, a la espera de más, pero ella no levantó los ojos. ¿Eso era todo lo que le iban a decir? ¿Debería presionar más, delante de Hegil? Ella podía negarse en redondo a hablar… Muy bien. Esperaría. Volvería a presionar al día siguiente.

Poco después Hegil se aclaró la garganta, se inclinó ante Ivanr y se fue a su tienda. Martal también se levantó.

—Por favor —la invitó Ivanr—, ¿no quieres quedarte un poco más?

Ella asintió con gesto rígido, pero se sentó. Ivanr la estudió con más atención mientras la mujer mantenía la mirada apartada. La nariz aplastada, las cicatrices de cortes de espada en los antebrazos y las marcas de golpes con objetos contundentes en la mejilla, ¿dónde había adquirido esa mujer su adiestramiento militar? Desde luego no en una academia jourilana y tampoco entre los dourkanos. Sin embargo, era obvio que había visto combates toda su vida.

—No eres de Puño, ni de Jasston, ni de Katakan. ¿De dónde eres?

Una sonrisa de nostalgia acarició la boca femenina, pero seguía apartando la vista cuando contestó.

—Nací en una ciudad pequeña llamada Netor, en las llanuras bloorianas.

—Bloor…

—Soy taliana de nacimiento. Lo que tú llamarías malazana.

Ivanr no sabía cómo reaccionar. ¡Por todos los dioses! Si eso se supiera… No era de extrañar la distancia. El aire de misterio que rodeaba a esa Reina Negra era por un buen motivo.

—Estoy… asombrado —consiguió decir. Ella era el enemigo. Los extranjeros codiciosos que les podían robar su tierra, o eso decía el saber popular.

—Cómo es que… —Claro, por supuesto.

La mujer asentía.

—Sí. La invasión. Crecí siendo la hija de un pequeño terrateniente en la frontera con un país vecino. Siempre hubo incursiones y choques por el control del territorio. Experimenté mi primera batalla (ellos eran siete contra cinco de nosotros) cuando tenía trece años. Poco después me escapé de casa para unirme al Ejército Imperial. Era capitán del Sexto Ejército cuando desembarcamos en Puño.

—¿Y… desertaste?

Si la mujer se ofendió, no lo mostró. Su expresión se hizo más lúgubre mientras estudiaba la pared contraria de la tienda.

—Ya habrás oído las historias, ¿no? Melena Gris, Empuñapiedras, denunciado por el alto mando malazano. Por traicionar al ejército, o alguna tontería parecida.

O asociarse con los jinetes de la tormenta para socavar a los korelrianos.

La guerrera se encogió de hombros.

—En cualquier caso, lo apoyé con demasiado empeño. Cuando lo expulsaron tuve que huir, o enfrentarme al cuchillo. —Volvió a encogerse de hombros—. Más o menos eso es todo. Vagué por ahí, no pude encontrar un medio de transporte para salir del subcontinente. Un intento de viajar al sur por tierra me trajo hasta Beneth. Y él me salvó la vida.

—Entiendo —dijo Ivanr sin aliento. ¿Qué otra cosa se podía decir ante semejante historia? Dioses benditos, ¿no sois más que simples manipuladores del azar y el destino? No era de extrañar que hasta el momento sus tácticas hubieran derrotado a los jourilanos. Ivanr sabía que su tierra era demasiado tradicional en sus métodos, estaba demasiado apegada a las formas conocidas de hacer las cosas. Esa mujer llegaba adiestrada en una tradición que se había hecho famosa por adherirse de la forma más pragmática a lo poco convencional. Esos malazanos adaptaban lo que funcionase; y en opinión de Ivanr, eso era de admirar, aunque tal flexibilidad y adaptación les sirviera mal en esas tierras, convirtiéndolos en malazanos solo de nombre y nada más.

Martal se inclinó y se fue poco después; Ivanr la dejó irse. Guardó la revelación en lo más profundo de su mente (nadie podía saber nada), y parte de él, la parte táctica, no pudo evitar admirar cómo, en una simple pincelada, esa admisión, la intimidad del secreto, se había ganado por completo su confianza.

E intentó no darle vueltas a la conversación hasta que llegó recado al Ejército de la Reforma del advenimiento de una segunda invasión malazana.

Unos días después un correo llamó a Ivanr a la tienda de mando. Allí se encontró a Martal y otros oficiales menores, incluyendo a Carr, convertido en capitán, interrogando a un sudoroso y agotado ciudadano.

—¿Qué pruebas había? —preguntaba Martal.

El hombre, vestido como un trabajador normal, parpadeó, inseguro.

—No hay pruebas, comandante. Pero todo el mundo estaba de acuerdo. La compañía entera del barco vibraba con la noticia. Navíos malazanos habían roto el bloqueo de Mare.

Ivanr miró con intensidad a Martal. La mujer no se volvió hacia él.

—¿La compañía del barco? ¿Cuántos? —preguntó otro oficial.

—Más de doscientos, señor.

—¿Y todos estaban de acuerdo?

El hombre se sonrojó.

—No les pregunté a todos. Pero todo el mundo estaba hablando a la vez en el muelle y ninguno contradecía ni discrepaba de los otros. Todos traían la misma noticia.

—¿Y este navío procedía de Estigio? —preguntó Carr.

—Sí, señor. De Mortaja. Todos decían que vieron señales de que Estigio se estaba preparando para la invasión.

Otra persona entró detrás de Ivanr y todos los oficiales se quedaron mirando, en silencio. Ivanr se volvió: era la maga, la hermana Gosh, con sus capas de faldas embarradas, los chales y el pelo desgreñado del color gris del hierro. Martal alzó una mano.

—No pasa nada. Es bienvenida.

—La noticia es cierta —dijo la hermana Gosh—. Una segunda invasión malazana.

Martal miró furiosa a la anciana.

—Todo el mundo fuera —dijo entre dientes. Los oficiales salieron en fila. La hermana Gosh e Ivanr se quedaron. Una vez solos, Martal se dirigió a la bruja con voz áspera—. Tú lo sabías.

—Oh, sí. Pero no me habrías creído. Yeull, el jefe supremo, ha conseguido mantenerlo en secreto. Pero las fuerzas malazanas marchan sobre él y una flota extranjera ha entrado en el estrecho de Aguanegra.

Martal cruzó el espacio que la separaba de una mesa surtida de pan y queso, carne, vino y té, pero no tocó nada y solo les dio la espalda.

—Ese hombre, uno de los agentes de Beneth en Dourkan, también mencionó ciertos rumores (apenas creíbles) sobre quién encabezaba esta invasión…

—Sí —dijo la hermana Gosh en voz baja, su expresión se ablandó—. También son ciertos.

La cabeza de la mujer se hundió y apoyó buena parte de su peso en la mesa. Ivanr miró a la maga.

—¿Quién? ¿Quién es?

La hermana Gosh se sentó sin prisas en unos cojines.

—Creo que no nos vendría nada mal un poco de té. —Miró a Ivanr y levantó una ceja.

Ah. El hombretón fue hasta la mesa y sirvió tres vasos pequeños. Uno lo dejó con Martal, que no se había movido, ni siquiera lo había saludado. Uno se lo dio a la hermana Gosh y él se sentó con el último.

—La segunda invasión la encabeza el hombre que encabezó la primera —le dijo la hermana Gosh.

La mirada de Ivanr se posó de repente en la espalda rígida de Martal. Pero eso significaría…

—Imposible. Se lo desacreditó, fue denunciado. ¿Cómo podrían restituirlo a su puesto? —El mismo hombre al que Martal se negó a condenar, a costa de su carrera, casi de su vida. Empuñapiedras. El Traidor, como lo llamaban los korelrianos.

Sin dejar de mirar la pared de la tienda, Martal habló, su voz casi sobrenatural.

—El culto se ha erradicado de estas tierras, pero los malazanos rendimos homenaje al azar, o al destino, en la persona de los gemelos. Oponn, el dios de la suerte de dos caras. —Sacudió la cabeza—. Quién lo habría imaginado…

—Creo que Beneth —dijo la hermana Gosh.

Martal se volvió y por un instante fugaz Ivanr sorprendió algo en su mirada, algo parecido a la esperanza, o a un anhelo desesperado, antes de que la máscara fría y dura habitual en la mujer se reafirmara, y él sintió una punzada de desilusión. Yo no soy ningún Beneth. Para esta mujer no puede haber otro Beneth. Como la lealtad a su antiguo comandante, la devoción de esta mujer no es fácil ganársela, pero una vez entregada, jamás se retira.

—¿Cómo es eso? —preguntó Martal, que se cruzó de brazos y se apoyó en la mesa.

Al contrario que tantos otros, la hermana Gosh no se encogió bajo la mirada dura de la comandante.

—Piensa en el momento. Beneth lleva décadas ocultándose en las montañas, recibiendo peregrinos, librepensadores, todos los privados de sus derechos y desencantados, y los enviaba de regreso al mundo convertidos en sus agentes y misioneros, a cada ciudad, para fundar sectas y congregaciones de hermanos. En pocas palabras, estaba poniendo las bases para revolucionar la sociedad entera. Y entonces, de la nada, de forma espontánea, inconcebible, llega su sacerdotisa para prender tormentas de fuego de levantamientos e insurrecciones declaradas por todo Jourilan. Sin embargo, Beneth sigue sin actuar. Espera años. ¿Por qué?

Con los ojos entrecerrados, Martal casi lanzó un gruñido burlón.

—¿Estás sugiriendo que estaba aguardando esta segunda invasión?

La anciana alzó los hombros envueltos en chales.

—Piénsalo. De repente, este año, desciende de la seguridad de la montaña para llevar una presencia organizativa central a esta guerra y reforma de Jourilan. ¿Por qué este año? Quizá en sus visiones lo viera.

—Coincidencia —se mofó Martal.

—¿Coincidencia? —respondió la hermana Gosh, una pequeña regañina en su voz—. ¿Tú que invocas a Oponn?

—Alguien tenía que actuar —caviló Ivanr, casi para sí—. La sacerdotisa prácticamente me dijo que no iba a luchar.

Un largo silencio siguió a ese comentario, Ivanr levantó la mirada y parpadeó.

—¿Sí?

Las dos mujeres lo miraban.

—¿La conociste? —dijeron al unísono.

—Bueno, sí.

—¿Cuándo…? —empezó la hermana Gosh.

—¿Qué dijo? —exigió Martal.

—Ella… —¡Dioses, me pidió que me sentara a su lado… y yo la rechacé! Ivanr tragó saliva, conmocionado—. Me… dijo… es decir, dijo que creía que yo iba por el buen camino… —Se frotó la frente, de repente caliente y sudorosa—. Parecía estar…

Creía que yo había llegado al camino de forma intuitiva, había dicho. ¡Por la carcajada de los dioses! ¡Estaba intentando tranquilizarme! Se llevó un trozo de tela a la frente y se aclaró la garganta.

—¿Cómo era? —preguntó la hermana Gosh.

¡Dioses! ¿Cómo era? Se secó la cara con la tela e hizo un esfuerzo por hablar.

—Era joven. Demasiado joven para lo que había experimentado. En las manos, los brazos delgados y el cuerpo, había cicatrices de palizas. De una vida de duro trabajo manual. De hambre. Y había sangre, también, en su pasado. Había hecho cosas que la atormentaban. Vi todo eso en sus ojos. Lo oí en sus palabras… —La voz se le fue apagando hasta desaparecer, no lo soportaba más.

—No lo sabía —oyó decir a Martal en voz baja.

Cuando Ivanr levantó la cabeza, las mujeres se habían ido y él estaba solo. Se quedó sentado, mirando la nada, desolado de repente. Cómo podía él… ¡Él no era nada! ¡Un desgraciado! ¡Cualquier comparación sería risible! ¡Una burla! Cómo se atrevía él a pasearse como su… como una especie de… no. Imposible. Debería escabullirse y meterse en un agujero.

Y sin embargo… ella había acudido a él. Ella lo había elegido a él. ¿No debería él tener fe ¡Fe! Dioses, no os riais… en el juicio de aquella joven? Si él tenía confianza en ella, ¡y la tenía! La sentía… ¿no debería entonces honrar sus decisiones?

Pero era difícil. Al mirar al futuro veía que abrazar el camino de aquella mujer sería la vocación más desafiante, la más difícil que podía asumir. A la luz de eso, todo lo que había hecho hasta la fecha solo podía verse como una preparación. Así fuera. Si era digno o no ya no venía al caso. Solo en la práctica se puede tomar la medida, y solo en retrospectiva.

Esa tarea se la dejaría a otros.

La tormenta fue de las más violentas que Hiam hubiera presenciado. Entre las cortinas torrenciales de granizo observó olas gigantes del tamaño de montañas llegar a estrellarse como corrimientos de tierras. Las reverberaciones de sus impactos sacudían incluso las piedras de donde estaba, en los límites superiores de la Gran Torre. Las nubes se acumulaban tan bajas que parecía que la propia muralla de las Tormentas les impedía el paso, mientras que por arriba todo el fulgor de color zafiro y esmeralda de los jinetes se ondulaba y bailaba. Era como si lo supieran de algún modo. Como si pudieran percibir de alguna manera que ese era su momento.

Lo más cerca que quizá llegaran jamás.

Pero no la victoria. Eso nunca. Él no lo permitiría. Quizá la diosa decidiera poner a prueba a sus instrumentos hasta el límite… pero no se romperían.

Resistirían.

La pesada puerta de tablones de su apartamento traqueteó y Hiam cerró y atrancó la contraventana contra la tormenta. Quint entró, el manto ceñido a su alrededor, lanza en una mano, yelmo en la otra. Acababa de llegar del muro y Hiam notó que las energías persistentes de los hechiceros enemigos, los empuñavaritas, resplandecían como un aura alrededor de la punta afilada de la lanza.

—Mariscal del muro, ¿qué te trae aquí en esta malhadada noche?

Quint se apretó contra el escritorio. Había crispación en su cara marcada, los ojos eran ranuras oscuras para defenderse de la luz de los aposentos.

—¿Dónde está Alton? —susurró. Hiam hizo una mueca; había temido ese momento, sabiendo que era inevitable. Cogió aire para hablar, pero el mariscal del muro continuó—. ¿Dónde está Hiel? ¿Lanzalarga? ¿Fue? —Hiam alzó una mano y pidió silencio con un gesto de la cabeza, pero el hombre siguió penosamente, con la voz quebrada—. No los encuentro por ninguna parte. Nadie sabe dónde han ido. —Dejó el yelmo en el escritorio y cogió la lanza con los puños apretados y llenos de cicatrices, los nudillos blancos.

—Puedo responder a eso, Quint… —empezó a decir Hiam, pero lo volvieron a interrumpir.

—El mariscal de sección Courval ha desaparecido. Un veterano de quince temporadas en el muro. Uno de los mejores. A él también se le ha dado un nuevo destino. Lord protector… ¿qué has hecho?

Hiam levantó las dos manos.

—Tranquilízate, Quint. Sabía que no estarías de acuerdo y por eso no te informé. Actué según mi autoridad.

—¿Para hacer qué? —Alzó la barbilla y señaló la ventana, la tormenta, el mar que había más allá—. ¿Para debilitarnos justo ahora? ¿En nuestro momento de mayor necesidad?

Hiam lo observó, fascinado, mientras esa punta de lanza afilada iba bajando hacia su pecho. Por extraño que fuera, no sintió miedo alguno. Dejo que la Señora decida… como le plazca.

—Tienes razón, Quint. Se los ha apartado a todos del muro.

—¿Dónde? —jadeó el hombre, parecía a punto de llorar.

—Un intercambio, Quint. El jefe supremo Yeull de Rool ha prometido diez mil soldados por cien guardias de la tormenta. ¡Soldados, Quint! No prisioneros famélicos y acobardados ni reclutas amenazados. Hombres adiestrados en la lucha.

El otro sacudía la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.

—Diez… Idiota… se está riendo de ti. Los han invadido, ¡jamás enviarán a ninguno de ellos!

La lanza ya casi estaba a su altura. Así que va a ser el filo para mí, ¿no, Quint? Hiam luchó por mantener la voz neutra.

—Entonces Courval regresará. ¿De verdad crees que esos roolianos podrían detener a cien guardias de la tormenta?

El mariscal del muro tomó una bocanada de aire estremecida. Le temblaban los brazos, y Hiam supo que no era de agotamiento. La hoja se alzó solo unos milímetros.

—No. Nadie en toda esta región podría detenerlos. El mariscal de sección Courval verá la imposibilidad de ese intercambio y regresará. Y cuando lo haga… —El cabo de la lanza golpeó las piedras—. Celebraremos una asamblea sobre tu liderazgo, Hiam. Eso te lo juro.

Hiam inclinó la cabeza en un asentimiento.

—Estoy de acuerdo, mariscal del muro. Hasta entonces. —Esperó hasta que Quint fue a abrir la puerta y después volvió a hablar—. Tengo ante mí apuntes de los escribanos de tu intendente, Quint. ¿Eras consciente de las muchas solicitudes del maestro ingeniero Stimins?

Desde la puerta, el otro hizo una mueca de impaciencia.

—¿Qué?

—Dinero para peones. ¿Para herramientas, piedra, cadena, cuerda y demás equipo parecido?

—¿Qué me importan a mí las piedras y la cuerda de ese hombre?

—Pues deberían, Quint. Si fuera tú, me preocuparía mucho más el continuo trabajo de construcción de Stimins que mis, bueno, poco ortodoxos esfuerzos por reforzar nuestro número.

El mariscal del muro desechó las palabras de Hiam con un ademán brusco y dio un portazo tras él.

Hiam se quedó sentado un rato en la oficina mal iluminada. Tras las contraventanas, el viento aullaba y azotaba como un demonio intentando abrirse paso. Guardaste silencio sobre ello, Stimins. No lo habría averiguado si no hubiera sido por el siempre concienzudo Shool. Por favor, que no sean los cimientos de detrás de la torre del Viento. ¿Cuáles habían sido sus palabras? Puede que tengamos cien años… o uno.

Pobre Quint. ¿No vio que si estos esfuerzos desesperados por agarrarnos a clavos ardiendo fracasan, todos estaremos demasiado ocupados para revisar liderazgos? ¿Quizá debería renunciar? Ahorrarle la molestia. Estaría bien enfrentarse a ellos lanza en mano otra vez cuando…

Pero no. Ese es un pensamiento indigno. ¡Perdóname, Santísima Señora! No debo sucumbir a la debilidad. Prevaleceremos como siempre hemos hecho. Demasiado descansa sobre nuestros hombros. ¡Las vidas de cada hombre, mujer y niño de esta región hasta los Yermos de Hielo dependen de nosotros!

Hiam se llevó las manos a la cara caliente y sintió la humedad en los ojos. Perdona mi debilidad, Señora. Sí, aunque la sombra de la duda me envuelve, no vacilaré…

Por alguna razón, Shell no había anticipado que los separarían. Lo hicieron con pericia, con una eficacia brutal nacida de siglos de manejar cautivos. Lazar había encabezado la fila de esposados (ya fuera por azar o adrede), Shell lo seguía, después Penas y por último Dedos. Su escolta los iba azuzando por una cuesta escarpada que atravesaba una ciudad cuyos abrigados habitantes casi ni levantaron la vista de sus tareas diarias; solo una fila más de condenados de camino a una muerte anónima en el muro. Subieron a una fortaleza achaparrada que se refugiaba a medias bajo una ladera rocosa que se alzaba todavía más. Una vez dentro de la fortaleza, los llevaron entre empujones y tirones por una serie de pasillos subterráneos. Después de tanta marcha, Shell ya estaba perdida por completo; se habían metido en lo que parecía un complejo subterráneo muy extenso. Puertas pesadas ribeteadas de bronce salían de los pasillos y daban a habitaciones diminutas, celdas quizá, y otros pasillos.

Sin advertencia previa, unas verjas con barrotes se cruzaron de golpe en el estrecho pasillo por el que caminaban y separaron a Lazar por delante y a Dedos por detrás. Lazar se puso tenso, listo para pelear, pero una señal brusca de Penas lo hizo desistir y se relajó de mala gana. Los guardias soltaron al gran luchador de la cadena y se lo llevaron por otro pasillo; lo mismo hicieron con Dedos, que se despidió de ellos con un «¡Nos vemos!». Shell y Penas se quedaron juntos de momento hasta que un elegido con su armadura negra azulada y con bordados de plata y su manto azul oscuro desenganchó a Penas y se lo llevó.

Se quedó sola. Cuando desapareció el elegido que escoltaba a Penas por otro pasillo, un guardia regular local le tiró del pelo rubio.

—Así que tú eres para el muro —le dijo, lo tenía tan cerca que podía olerle el aliento fétido—. Qué desperdicio. ¿Qué te parece un último polvo antes de morir? ¿Hmm?

Shell le dio un rodillazo en la ingle y el hombre cayó con un grito ahogado. Antes de que el resto de la escolta pudiera reaccionar, Shell le pisoteó la cara levantada, lo que salpicó de sangre todo el pecho masculino. Solo entonces le sujetaron los brazos y les permitió que la apartaran, ya había sido demostración suficiente. Dos de la escolta se quedaron para acompañar al guardia herido a una enfermería, y quedaron solo tres para contenerla. Shell se dio cuenta de que podría derrotarlos con facilidad, pero no era esa su intención. Mal iba a encontrar a Barras como fugitiva huida. Así que se sometió con docilidad a sus collejas y empujones de aficionados.

Y allí estaba, sentada en un calabozo, con grilletes en los tobillos y las piernas pegadas al pecho para intentar conservar el calor. Bordeaban ambos muros de la larga y estrecha cámara sus supuestos compañeros de combate: jamás se habría imaginado una panda más hosca e insignificante. Prisioneros todos, poco dispuestos, nada colaboradores, más parecidos a los condenados a morir ejecutados que a hombres y mujeres luchadores que creían poseer alguna posibilidad de sobrevivir. Shell estaba perpleja. ¿Con esas herramientas los elegidos esperaban defender el muro? Para lo que iban a servir, mejor que tirasen a esas personas de la cima de la muralla.

—¿Quién aquí es veterano? —exclamó dirigiéndose a la cámara entera—. ¿Alguno combatió antes?

En la penumbra iluminada por las antorchas, los ojos brillaron cuando se volvieron hacia ella. Un brasero en el centro de la sala chisporroteó y siseó en medio del silencio.

—En el nombre de la Señora, ¿se puede saber quién eres? —gritó alguien.

—¡Zorra extranjera!

—¡Puta malazana!

Un hombre, que había estado sirviendo un guiso con un cucharón por toda la fila, se arrodilló delante de ella.

—No tiene sentido —le murmuró mientras dejaba caer una ración de guiso en un cuenco a sus pies.

—Tendríamos más oportunidades si…

—¿Oportunidades? ¿Qué oportunidad crees que tiene aquí la mayoría? —Acuclillado, el hombre la estudió, la expresión comprensiva—. Eres malazana, ¿no? —Ella asintió—. Entonces ya te odian. Y lo que es peor, eres veterana, ¿no? —Shell asintió de nuevo, perpleja—. Así que la mayoría de aquí te odia todavía más. ¿Y por qué? Porque tú ya tienes muchas más probabilidades de sobrevivir que ellos, ¿lo entiendes?

—Si trabajáramos juntos, todos tendríamos muchas más probabilidades.

Él hombre sacudió la cabeza.

—No. No funciona así.

El acento del hombre le resultaba extraño a Shell.

—Tú tampoco eres de por aquí.

—No. Soy del sur de Genabackis. —Se levantó y señaló a un hombre que parecía dormir dos sitios más allá, mayor, con algunas canas en el pelo—. Pregúntale cómo funciona.

—Gracias… ¿cómo te llamas?

El hombre se detuvo un instante y se volvió para mirarla.

—Jemain.

—Shell.

—Buena suerte, Shell.

Ella guiñó los ojos y miró al tipo mayor sin hacer caso de los insultos continuos a su persona y sobre lo que podía hacer con una lanza.

—¡Eh, tú, viejo!

El tipo ni se movió. Tenía que estar despierto, nadie podría dormir en medio de todo aquel barullo. Shell encontró un trozo de piedra y se lo tiró. El hombre abrió un ojo y se frotó la mandíbula sin afeitar.

—¿Cuál es la rutina? —le preguntó Shell.

Él suspiró como si aquella mujer ya lo agotara y respondió.

—Vamos en parejas. Uno con el escudo. Uno con la lanza… o una —añadió señalándola a ella con la cabeza.

—Eso es una estupidez. Deberíamos agruparnos todos, repelerlos.

El otro negaba con la cabeza.

—Esa no es la prioridad de la Guardia de la Tormenta. Su prioridad es cubrir el muro. Hay un buen tiro de piedra entre vosotros y el par siguiente.

—Eso es una estupidez —repitió Shell. El ejercicio entero le parecía una estupidez. Un absoluto desperdicio.

El más mayor se encogió de hombros. La estaba mirando con atención.

—No eres del Sexto Ejército.

—No. No lo soy.

—¿Qué estás haciendo aquí, entonces?

—Naufragué en la costa oeste.

—¿Y qué Embozado estabas haciendo allí?

Le tocó a ella encogerse de hombros. Él enseñó los dientes amarillentos como respuesta a su propia pregunta.

—Reconocimiento, ¿eh?

Shell no respondió y el hombre apoyó la cabeza en la pared de piedra.

—Da igual. No nos vamos a ninguna parte.

Dos días después los elegidos llegaron a buscarlos.

La puerta ribeteada de bronce se abrió de golpe y entró un destacamento que desenganchó la cadena que sujetaba los grilletes de los tobillos. Cubiertas por ballesteros, las filas de las dos paredes se levantaron. A una orden, una fila, la de Shell, empezó a arrastrar los pies y salir por la puerta. La fila recorrió pasillos, siempre subiendo, el aire se iba haciendo más frío y más húmedo. Salieron a una tormenta de nieve nocturna. Los guardias los empujaron por unos escalones empinados y resbaladizos por el hielo tallados en piedra sin labrar. El frío le quitó a Shell el aliento y casi le cortó las manos y los pies. A izquierda y derecha había pendientes de peñascos amontonados que subían hasta desaparecer en la nieve torrencial que estallaba en la oscuridad. Los guardias los instaron a continuar con golpes de las hojas planas. Mientras caminaba, Shell se arrancó una tira de tela de la camisa interior y se envolvió las manos con ella.

Desde debajo de la roca llegó un gran estremecimiento que golpeó a Shell como un puñetazo. Cayeron piedras que arañaron los peñascos. Arriba resonó un rugido, el trueno de una catarata que fue pasando poco a poco. La fila de prisioneros intercambió miradas aterradas con los ojos muy abiertos.

La muralla de las Tormentas. Y ella iba a defenderla. Solo entonces cayó en la cuenta de la certidumbre de un destino tan irreal y atroz. ¿Quién se lo habría imaginado? Los escalones subían a una torre y a una escalera de caracol. En una cámara de la torre los aguardaban dos elegidos de la tormenta en la otra única salida que había allí, un portal que conducía a unos escalones estrechos que subían. Un solo brasero arrojaba un débil círculo de calor por el centro de la sala.

—Sentaos —les dijo uno de los guardias de la tormenta.

Mientras esperaban, guardias regulares distribuyeron armaduras abolladas, la mayor parte cueros tachonados, algunas corazas hervidas, unas cuantas gorras de cuero. Todo el equipo lucía las brechas y cicatrices de golpes terribles, muchos era obvio que mortales. Solo para entrar en calor, Shell cogió una gorra y se la puso, bien ceñida. Nadie hablaba. Dos hombres vomitaron allí mismo. Uno arrastró los pies hasta el meadero de una esquina al menos cinco veces. El vómito se congeló en el suelo de baldosas.

Shell vio trapos apilados y cogió un puñado para envolverse la cabeza, el cuello y las manos. Observó que el viejo veterano se había desatado un pañuelo de la cintura y se había envuelto con él la cabeza y el cuello.

Un grito resonó en la escalera y un guardia de la tormenta se acercó a la parte delantera de la fila. Mientras uno vigilaba, el otro quitó una cadena de los grilletes. A los dos primeros, la primera «pareja», los empujaron escaleras arriba.

Shell contó y miró al hombre que tenía al lado, su futuro compañero. Era muy flaco y temblaba sin control, ya fuera de frío o de terror.

—¿Cómo te llamas?

El hombre se encogió como si lo hubiera golpeado.

—¿Qué?

—Tu nombre… ¿cuál es?

—¿Qué más da? Estamos muertos, ¿no?

—Silencio —advirtió uno de los guardias de la tormenta.

—¡Estamos haciendo planes! —respondió ella con una mirada furiosa. El hombre frunció el ceño, pero no contestó—. ¿Has usado una lanza alguna vez?

El tipo parecía a punto de echarse a llorar.

—¿Qué? ¿Una lanza? ¿Te crees que importa? ¿Crees que tenemos alguna oportunidad?

—Es el último aviso —dijo el guardia de la tormenta sin alzar la voz.

Shell murmuró una respuesta. ¡Mierda! ¿Me van a encadenar a este imbécil? Estaría mejor sola. Se inclinó hacia delante para intentar atraer más calor del brasero. Bueno… quizá llegaran a eso…

La espera se alargó. Todo el mundo permanecía sentado en una agonía de anticipación tensa. Tras lo que pareció la mitad de la noche, uno de los guardias de la tormenta miró con los ojos guiñados por el estrecho embudo de las escaleras y después los volvió a mirar a ellos.

—Dormid —dijo.

Shell no durmió. Se recostó con los ojos convertidos en meras ranuras mientras el hombre que tenía al lado dormitaba, aunque quizá se había desmayado sin más, sumido en el agotamiento y el pavor. A intervalos, un guardia de la tormenta se paseaba por la cámara. Shell lo observó cuando pasó. ¿Quiénes eran esos soldados? Su actitud le pareció la de una orden militar, una orden dedicada a su Santísima Señora. Había oído hablar de ellos toda su vida, por supuesto; siempre se los citaba con admiración. Y ella podía admitir haber compartido una vez ese asombro ante lo que parecía (desde muy lejos) una vocación honorable. Una vez.

Pero habían caído bastante en su consideración.

Al final, como era inevitable, les llegó el turno. El guardia de la tormenta los sacó de la cadena y los empujó por la estrecha escalera de piedra. El compañero de Shell fue el primero y cuando llegó a la cima, alguien le pasó una lanza, de la que él se apartó con un estremecimiento antes de cogerla temblando.

Que Fanderay nos ayude. A ella le metieron en las manos el escudo. Era un rectángulo ancho y curvo de capas de madera, hueso y bronce. El estrecho embudo de la escalera se abría a una habitacioncita gélida con una puerta; esa puerta estaba bordeada de escarcha, el umbral húmedo de hielo derretido y aguanieve. Shell sabía adónde llevaba esa puerta.

Mientras luchaba con las extrañas correas del escudo, toda la estructura que tenía alrededor y debajo se estremeció y sacudió, y un gran estallido atravesó la habitación como un trueno. Shell se tambaleó y dio un paso. El hielo caía como fragmentos de vidrio de las paredes. Los guardias regulares que los apuntaban a ella y a su compañero con ballestas cargadas les sonrieron por encima de las culatas de las armas.

La puerta exterior se abrió de golpe y entró un guardia de la tormenta. Granizo y espuma salada arrojada por el viento le cubría el manto. Tenía la espada larga sacada y les hizo un gesto con ella. Su compañero, al que Shell estaba atada con unas cuantas brazas de cadena, se quedó mirando al elegido con la boca abierta, paralizado por el terror o la incredulidad. Con los ojos en llamas dentro de la estrecha ranura del visor, el guardia de la tormenta cogió de un tirón la lanza, muy cerca del filo ancho con forma de hoja, y tiró del hombre con muy malos modos.

De esa guisa tan poco digna salieron tropezando al camino de ronda de la muralla de las Tormentas. Un viento brutal cortó a Shell mientras el granizo la acuchillaba casi por la mitad. El amanecer inminente iluminaba el este tras una pesada masa de nubes. El guardia de la tormenta los instó a continuar tirando de la cadena que los unía. Mientras los empujaba a la fuerza, iba gritando.

—Os enfrentaréis al enemigo. ¡Lucharéis! ¡Si os encogéis o acobardáis, os mataré yo mismo! ¡Y creedme… tenéis más probabilidades contra ellos que contra mí!

Los subió por unas escaleras que no eran más que corrientes de hielo que caían en cascada de un muro más alto, un matacán, quizá. Allí las piedras talladas dibujaban una pendiente hacia abajo, sin duda para sacar el agua de olas que se estrellaban por encima de la superficie del muro.

Shell llegó a la cima y se quedó sin aliento. El mar bramaba bajo un techo de nubes negras que ocupaba el horizonte entero. Olas blancas arrojaban pañuelos de espuma mientras en el cielo unas cortinas de bandas de color verde azulado rielaban y bailaban.

El guardia de la tormenta estaba clavando su cadena a un perno cercano al borde del muro. El compañero de Shell se la quedó mirando con horror y desesperación en los ojos. Tras él, a través de una brecha en la nieve que soplaba, la guerrera advirtió la presencia de dos figuras agachadas a una distancia media.

El guardia de la tormenta se irguió y los miró.

—Luchad y quizá hasta viváis. Negaos a luchar y os destriparé como a perros. Recordadlo. —Y bajó corriendo las escaleras.

El hombre que estaba con Shell tiró al suelo su lanza.

—¿Qué estás haciendo?

—¡Dame el escudo! —le exigió él, temblando como si tuviera perlesía.

—¿Qué?

—¡Que me des el escudo!

Shell se planteó romperle el cuello allí mismo, pero no tuvo valor. Le metió el escudo en las manos y recuperó la lanza.

—Tú me cubres con ese puñetero trasto —le dijo, pero el hombre no parecía escuchar.

No tuvieron que esperar mucho. Del este llegó un rumor sordo y lejano, como un trueno. Viene una ola. Los jinetes vienen con la cresta, sondeando en busca de puntos débiles. Preparó la lanza y optó por una postura abierta, el mango estirado lo máximo posible. Mejor entonces no parecer débil.

El mar pareció hincharse cuando un rompiente enorme se aupó hacia la costa. Venía en ángulo, golpeando al este primero, bajando por el muro como una avalancha. Una luz fosforescente espejeaba en el interior, rielando y centelleando. Los jinetes.

Cuando la ola llegó a su altura, coronó la muralla y envió una estela sobre los pies entumecidos y las piernas de Shell hasta cubrirle las rodillas. Algo fluyó a su lado, una forma que resplandecía en matices aceitados de arcoíris de madreperla. Su compañero retrocedió y chocó con ella, por un instante la bruja temió que el tipo fuera a intentar agarrarse a ella.

—¡Lo viste! —tartamudeó el hombre—. ¡Son demonios! —Tiró el escudo al suelo e intentó arrancar la anilla y el perno que los encarcelaba.

—Recoge el escudo —le dijo Shell, que luchaba por no alzar la voz. Una segunda hinchazón creció tras la cresta principal—. Deprisa.

El hombre dio un tirón entre sollozos. La sangre de los dedos congelados, desgarrados, manchaba el hierro desnudo.

—Recógelo.

La ola llegó a la altura de ellos. El hombre estiró la mano hacia ella.

—¡Usa la lanza! Haz palanca…

Una delgada arma dentada surgió de repente de la superficie del agua y atravesó el pecho del hombre. Se retiró antes de que Shell pudiera responder. Algo se alzó y se abalanzó, una figura humanoide, con armadura y yelmo. Emitía penachos de vapor cuando le lanzó una estocada a Shell. A pesar de la conmoción, la guerrera paró el golpe y después el propio impulso del jinete se lo llevó y lo alejó con la ola que se retiraba.

Shell se quedó sola, encadenada a un cadáver bajo la nieve torrencial. Al oeste, observó otro par que combatía contra la ola al pasar junto a su puesto y luego todo quedó en calma cuando el mar se retiró. Mar que parecía ir preparándose con cada ola menor que apaleaba y chocaba contra el muro. Shell tembló, sus pies estaban en tal estado que ya eran incapaces de sentir nada. Se preguntó si podría caminar aunque le surgiera la oportunidad.

Al parecer tendría que esperar. Pensó en el cuerpo que se endurecía a sus pies, la cadena unida al grillete del tobillo, el borde afilado de la lanza. Una palanca, había sugerido el hombre… pero no. No la estaba obstaculizando. Todavía no.

No llegó alivio alguno. Shell se acuclilló y se sopló los dedos mientras se abrazaba las piernas congeladas. Al diablo con el escudo; usaría la lanza con las dos manos.

La tentación de recurrir a su senda era casi irresistible. Una simple y rápida invocación de poder y sería libre, pero entonces ¿adónde iría? Y la Señora le abrasaría la mente con más seguridad de la que podían tener esos jinetes de ensartarla. Quizá fuera una maga sobre todo… pero también era una juramentada de la Guardia Carmesí, y les demostraría a esos jinetes lo que eso quería decir.

El estremecimiento de las enormes piedras talladas bajo sus pies le anunció la llegada de otra ola. Shell observó el bulto enmarañado con hielo que llegaba rodando del nordeste. Destellos de relámpagos lo acompañaban y una luz verdosa danzaba por encima. Era como el fuego de San Telmo… el brillo que a veces poseía un navío.

Shell se preparó y buscó algún asidero en aquella traicionera piedra recubierta de hielo. Notó, alarmada, que tenía las manos congeladas en el mango de la lanza. La ola rodó por las fortificaciones y coronó la cima. Cuando alcanzó su altura, una figura pareció levantarse del agua con una lanza y un escudo. La figura se alzó y empuñó la lanza contra ella. Shell paró el ataque. Cuando la criatura fue a coger la espada que llevaba envainada al costado, ella lanzó una estocada con su lanza y acertó en el escudo del hombre, o lo que fuera. Con un movimiento experto, el jinete sujetó el asta de la lanza de Shell y después se arrojó de espaldas al agua llevándose el arma con él. Las manos femeninas llamearon cuando la piel quedó rasgada en tiras.

Maldijo con una furia ciega y rabiosa como no había sentido jamás. ¡Maldita sea esta escoria! ¡No pienso morir aquí! ¡El juramento que hice fue contra los malazanos! Un segundo jinete se alzó frente a ella en lo que fuera que cabalgaban, agua animada en forma de medio ola, medio montura que era una especie de bestia. Sin arma, no le quedó más remedio que machacar con un brazo el frente del atacante, al que desmontó. Cuando cayó, Shell le cogió el pomo de la espada envainada, pero al tocarla le quemó la mano como si la hubiera hundido en brasas; lanzó un grito y retrocedió.

Por suerte, la ola bajó y siguió rodando. Shell cayó de rodillas acunando la mano entumecida contra el pecho. ¡Malditos sean todos! ¡Qué puto desperdicio estúpido!

Y siguió sin llegar alivio. Se arrodilló con un jadeo; la sangre se le congeló en las manos y formó una especie de funda. Se sentía lenta, totalmente entumecida. Por extraño que fuera, no notaba dolor alguno. Era como si estuviera flotando. Quizá si me echo solo un momento…

Un traqueteo la despertó de repente. Alguien estaba golpeando la anilla y el perno incrustados de hielo que la aprisionaban. Las cadenas se soltaron y el hombre extendió el brazo hacia ella. Shell se puso en pie y estiró el brazo para alejarlo de ella. Lo maldijo, pero tenía los labios amoratados y solo pudo murmurar. El hombre pareció estudiarla durante un rato por la estrecha ranura de su yelmo, después cogió las cadenas y las arrastró, sacándola a ella y al cadáver del muro.

Le quitaron los grilletes en el diminuto arsenal y después la empujaron de nuevo escaleras abajo. Un guardia no la dejaba pararse en ningún momento, amenazándola con una hoja desnuda. En la mazmorra la volvieron a trabar a la cadena principal, Shell se permitió deslizarse muro abajo, envuelta en lo que le pareció el calor más suntuoso imaginable.

Casi de inmediato se quedó dormida. Un rato después despertó cuando le tocaron un pie. Era el prisionero que les había dado de comer antes, Jemain. El hombre se arrodilló para frotarle un ungüento grasiento en la cara, los brazos, las piernas y las manos.

—Evitará la infección y ayudará a curar —le dijo.

Shell vio los tobillos desnudos del hombre.

—Tú no estás encadenado —comentó con cierto retraso.

—Soy un depositario. —Bajó la voz y añadió—. Menudo número que montaste. Ten cuidado o te trasladarán a un punto caliente.

Ella se echó a reír, y le dolieron los labios agrietados.

—¿Ese no era caliente?

El otro sonrió.

—Oh, no. Primero os ponen en un puesto lento, para ver lo que podéis hacer.

Un nuevo elegido entró en la cámara, el manto azul bien ceñido a su alrededor. Habló en voz baja con los dos guardias de la tormenta. Jemain bajó la cabeza.

—Demasiado tarde —murmuró.

Los dos guardias apostados bajaron por la fila hasta Shell. Mientras uno vigilaba con la mano en la empuñadura de la espada, el otro la sacó de la cadena. También liberó después al viejo soldado malazano y los encadenó juntos.

—Ella necesita tiempo para curarse —les dijo Jemain—. Las manos…

El guardia de la tormenta más cercano le asestó un golpe que lo mandó dando tumbos. Shell lo atacó, pero el elegido esquivó el golpe y sacó su arma para golpearla en la tripa con el pomo. Shell lanzó un gruñido sin llegar a caer y el hombre retrocedió un paso, los ojos muy abiertos detrás de la estrecha ranura del visor. El viejo veterano malazano rodeó con el brazo a Shell para hacerla retroceder también.

Ella le apartó el brazo de un tirón.

—No te atrevas a tocarme, escoria malazana.

El veterano dejó caer el brazo y la miró de arriba abajo, asombrado.

—Que Togg me lleve… —dijo sin aliento. El depositario, Jemain, también se la quedó mirando, parecía a punto de decir algo. El guardia de la tormenta sacó la espada y señaló la salida.

Con una mirada de furia, Shell asintió con el más leve de los gestos y atravesó sin prisas la estrecha cámara. Los ojos de todos los encadenados a lo largo de ambas paredes la observaron pasar. Cuando llegó junto a Jemain, este alzó un brazo y ella lo ayudó a levantarse.

—¿Conoces a Barras? —le susurró él cuando la abrazó con fuerza. Y después ahogó un grito cuando los brazos de la mujer lo apretaron con una especie de convulsión.

—¿Dónde está? —dijo ella entre dientes.

—Lo sé.

—Ven a verme.

—Moveos de una vez —ordenó el guardia de la tormenta.

—Lo intentaré —dijo el otro, al tiempo que se apartaba.

Shell lo soltó, obligándose a abrir las manos quemadas, y después siguió arrastrando los pies. Observó que el veterano malazano también le lanzaba al depositario una mirada larga y dura cuando pasó.

Así que ese tal Jemain conocía a Barras. Claro que, allí, en el muro, ¿quién no lo conocía? Quizá no fuera nada. Pero el malazano parecía a punto de adivinar también su identidad. Y a ella la habían emparejado con él. Bueno, como antes… quizá estuviera mejor sola…