No seas demasiado rígido, pues te harás pedazos; no seas demasiado flexible, pues te doblarán. |
Sabiduría de los ancestrales Kreshen Reel, recopilador |
A Shell le pareció que el estrecho de agua que recorría el lado meridional de la larga y angosta isla de Korel era muy tranquilo, dada la tormenta constante que bramaba justo al norte. Había estado nevando los últimos tres días con sus noches. No recordaba la última vez que había visto el cielo. Densas nubes oscuras colgaban tan bajas que creyó que los mástiles podrían rozarlas. Estaba oscuro y el frío era cortante. Rachas de nieve soplaban sin parar sobre los botes; mejor, sin embargo, que el granizo paralizante que la había mojado y congelado hasta los huesos. Tenía tanto frío que se encontró preguntándose por esa grasa derretida que Ena le había estado ofreciendo.
Cuando su pequeña flotilla se acercó a la costa de Korel, el pueblo del mar los acercó a Lazar y a ella al bote que transportaba a Penas y Dedos. Si acaso, Dedos estaba incluso peor que ella. El mareo lo había dejado muy débil y había empezado a quejarse de escalofríos, dolores, una tos atroz y mocos constantes. Se pasaba todo el tiempo metido bajo las mantas en la proa, donde se sentaron con él.
—Orzu no lo ha dicho —empezó a decir Penas—, pero si desembarcan, hay muchas posibilidades de que los korelrianos los cojan a todos sin más.
—Eso tenían que saberlo desde el principio —objetó Dedos, y lanzó una tos llena de flemas.
—Por eso les pagamos —dijo Lazar.
—Y ya que estamos hablando de problemas —dijo Dedos, que sorbió por la nariz, carraspeó y después escupió algo por la borda—, quizá Shell debería cantar de una vez lo que tenemos.
Penas se recostó en el costado del barco, que se balanceaba en las olas agitadas. Había caído la noche y la costa de Korel era una línea oscura desigual que dominaba el norte. Shell observó la mirada de Penas moviéndose entre ellos.
—Te refieres a lo de esa tal «Señora».
—Ajá. Mira, sé que el plan era recuperar a Barras y después largarnos los cinco pitando por una senda. Pero tienes que sentir la fuerza que tiene. Es mucho peor de lo que esperábamos en Stratem. Hay muchas posibilidades de que pueda aplastarnos… —Tosió sujetándose el pecho e hizo una mueca de dolor.
Penas asentía mientras observaba la lejana orilla.
—Así que quizá algo más… mundano.
—En cuyo caso —Dedos se apretó uno de los orificios de la nariz y sopló con un esfuerzo heroico para vaciar el otro lado en un estallido de humedad fibroso—, necesitaremos un bote. Y una tripulación.
Lazar alzó las cejas oscuras en silenciosa comprensión. Shell inclinó la cabeza hacia aquel hombrecito sufridor. Por la sonrisa del dios, Dedos. Puede que estés enfermo como un perro, pero eres el tipo astuto de siempre.
Penas se giró y señaló el centro del barco.
—Id a buscar a Orzu —exclamó. Después miró a Lazar de arriba abajo—. Eres el que mejor da el pego de todos nosotros. ¿Qué te parecería ser el próximo campeón del muro?
El hombretón lo pensó, frunció el ceño, y después escupió por la borda.
—He oído que la paga es una mierda.
Orzu al principio se negó. ¿Qué otra cosa podía hacer el hombre?, caviló Shell. Después de todo, cuando cuatro pasajeros armados y peligrosos te piden que los vendas como esclavos, era prudente mostrar cierta reticencia. Solo las continuas garantías de que hablaban en serio lo convencieron a medias. Entonces Dedos señaló que, en cualquier caso, su intención era que los apearan en la costa de Korel, así que él, Orzu, y su clan del pueblo del mar, bien podrían sacar algún beneficio de la operación. Al final, el anciano se plegó a esa lógica.
El trato al que llegaron fue la recompensa que consiguiera a cambio de un bote, con una tripulación mínima voluntaria, que se quedaría allí hasta la llegada de la primavera, celebrada en aquella zona con hogueras encendidas en nombre de la bendición de la Señora. Para el encuentro, si lo había, Orzu sugirió un laberinto de istmos, marismas y estrechos al sur de la ciudad de Elri. Penas estuvo de acuerdo.
Entonces el hombre dijo que tenía que adelantarse para arreglarlo todo. Los miró durante un buen rato, una mano apoyada en un lado de la cara, sacudió la cabeza y después lanzó un gran suspiro.
—Estáis locos, extranjeros. Pero espero que os vaya bien. Que los antiguos os guíen.
—A ti también —dijo Shell.
—Cuida de tu familia —dijo Penas.
El anciano se apretó la coronilla con la mano.
—¡Aya! ¡Son tantos! Una carga tan grande. Es muy pesada.
Se refugiaron en una cala aislada de la costa sur deshabitada de Korel. Parecía que los korelrianos no tenían ningún interés en lo que ellos llamaban Grieta, o, algunas veces, estrecho Retorcido. Toda su atención se reservaba para el norte y la amenaza que llegaba por allí.
Por la mañana, Ena abordó a Shell mientras desayunaba un guiso de pescado.
—¿Qué tontería es esta que oigo?
—¿Tontería? —contestó Shell con suavidad.
—¿Que os entregáis a los korelrianos? ¿De verdad?
—Sí.
La niña-mujer hizo un gesto colérico.
—¡Qué estupidez! Os matarán.
—No necesariamente.
—Mírate. No eres guerrera.
—Ena… he servido en una compañía de mercenarios durante mucho tiempo. Te sorprenderías.
—Los jinetes…
—Un enemigo como cualquier otro. Escucha, Ena. Tú harías lo que tuvieras que hacer por tu familia, ¿no? —Un asentimiento cauto y enfadado—. Muy bien. Y yo también. Al menos concédeme esa dignidad.
De nuevo, un asentimiento lento.
—¿Haces esto por tu gente?
—Sí.
La joven se sentó y se acunó su gran panza.
—Me quedaré con el bote.
Le tocó entonces a Shell enfadarse.
—Desde luego que no harás tal cosa.
—Los korelrianos no me harán daño.
—¿Cuándo sales de cuentas?
Un encogimiento de hombros indiferente.
—Pronto.
—No podemos permitirnos ese tipo de complicaciones.
—Nacen bebés todo el tiempo, en todas partes. No es una complicación.
—Lo es si no es necesario.
Ena esbozó una sonrisa burlona.
—¿Los bebés no son necesarios? Creo que has pasado demasiado tiempo en tu compañía de mercenarios.
Eso dejó muda a Shell. No podía seguir enfadada frente a la ironía de alguien que, si bien era más joven en años, quizá fuera más madura que ella en otros sentidos. Cierto. Nada lo impide. No creo que fuera contra el juramento. ¿Por qué no, entonces? Un tiempo apartada de las obligaciones, supongo. Siempre otra cosa que hacer. Y ahora soy demasiado mayor. Pero ¿lo soy? Hice el juramento cuando tenía ventipocos… Qué extraño que no se me haya ocurrido antes. El cambio de compañías, me imagino.
Estudió el perfil romo de la chica mientras esta miraba al mar. Cabello sucio y despeinado, cara llena de mugre; pero unos ojos oscuros inteligentes y perspicaces.
—No te quedes con el bote, Ena.
La chica sonrió con tristeza y accedió.
—Los ancianos no lo permitirían, de todos modos.
—Buena suerte con tu vida y tu hijo, Ena.
—Y para ti también, Shell. Que los antiguos te guíen.
¿Antiguos? Shell lo pensó. ¿Qué antiguos podrían ser? Ascua, imaginó. Los dioses ancestrales. El Embozado. Mael. D’rek. ¿Osserc? ¿K’rul? ¿La hermana Noche? Ese culto al mar era seguramente otra cara de Mael, ¿Chem’esh’el? ¿Quién sabía? Algo ctónico, desde luego. Quizá deberían aceptar toda la ayuda que pudieran conseguir, pero con la salvedad que presentaba ese culto a la Señora: había que tener cuidado con qué ayuda se aceptaba.
El intercambio tuvo lugar en un muelle militar de la fortaleza korelriana llamada Refugio. Shell, Penas, Lazar y Dedos fueron conducidos arriba, las manos bien atadas. Estaba nublado, como de costumbre, un día oscuro y lúgubre. La nieve los rodeaba a ráfagas. Las paredes planas y grises de la fortaleza y el muelle de piedra, todo tenía un aspecto militar. No había color alguno, solo una austeridad funcional. Una tropa de guardias aceptó su custodia. A juzgar por el manto azul oscuro y la armadura grabada en plata, el que lideraba el destacamento era el único guardia de la tormenta korelriano. Y era viejo, con la barba gris.
Los miró de arriba abajo, uno por uno, mientras Orzu observaba retorciéndose y soltándose las manos. A Penas y Lazar, el elegido los aceptó de inmediato. Se detuvo delante de Shell.
—¿Sabes luchar? —El acento le recordó a Shell al deje rural de los isleños de Malaz.
Levantó las muñecas trabadas.
—Desátame y averígualo.
El hombre le pasó una mano por el cabello rubio, más largo de lo que ella solía llevarlo.
—Quizá podrías contribuir más en uno de los burdeles.
¡Por la carcajada de los Gemelos! ¡Ni siquiera se me ocurrió eso! Quizá haya pasado de verdad demasiado tiempo en una compañía de mercenarios.
Así que le pegó un cabezazo.
El tipo se apartó de golpe con un jadeo de dolor y se llevó la mano a la nariz. La sangre le caía por la boca. Los guardias se adelantaron de un salto sacando las armas de las vainas. Pero el guardia de la tormenta levantó la otra mano. Tenía los ojos negros de rabia, pero esa rabia se deshizo y la boca se crispó en una sonrisa que reveló unos dientes manchados de sangre.
—Demuéstrales a los jinetes de qué estás hecha, mujer.
Después se volvió hacia Dedos. Lo observó con cuidado, el cuerpo delgado y tembloroso, el rostro pálido y demacrado, los labios agrietados, los ojos enfermos, llorosos, y la nariz llena de mocos, y no se quedó muy impresionado.
—Yo tampoco quiero estar en el burdel —dijo Dedos.
—Enséñame las manos —rezongó el hombre.
Dedos las levantó. El guardia de la tormenta les dio la vuelta y palpó las palmas. Entonces se oyó un chasquido metálico y Dedos apartó las manos de un tirón; un brazalete de metal apagado le rodeaba una muñeca.
—Eso es otataralita, mago. No intentes ninguno de tus trucos demoníacos.
Los hombros de Dedos se hundieron. Miró furioso a Orzu.
—¿Se lo dijiste? ¡Cabrón! —Se fue a por Orzu, pero el guardia de la tormenta lo derribó de una patada. Lazar arremetió contra él, pero el elegido esquivó el golpe.
Shell se quedó impresionada. Y seguro que le habían asignado ese trabajo porque era demasiado viejo para defender el muro. Por primera vez la bruja empezó a preguntarse en qué se habían metido.
El guardia de la tormenta los empujó para llevárselos.
—Págale al hombre, Gellin. La recompensa habitual.
—¿La habitual? —gañó Orzu—. Pero son luchadores expertos. Material de campeones.
—¿Ah, sí? ¿Entonces cómo es que tú los dominaste?
Orzu levantó las manos abiertas.
—Vamos, señor elegido. Eres demasiado viejo para ser tan ingenuo. Hasta el mayor luchador tiene que comer y beber. Y es muy fácil que el d’bayang o el néctar blanco se abra paso hasta esas cosas. En cuanto al resto… bueno, luego todo es mucho más fácil.
El viejo elegido se acercó con paso furioso al guardia llamado Gellin y le quitó la bolsa de dineros. La tiró al suelo delante de Orzu, donde se partió entre el fango y las huellas dejadas en el muelle de piedra. Las monedas tintinearon y algunas resbalaron hasta el agua.
—Me asqueas. Coge tu dinero y vete antes de que te atraviese aquí y ahora.
Orzu cayó de rodillas, inclinándose y recogiendo las monedas.
—Sí, honorable señor. Desde luego. Sí.
Shell quiso decir algo, pero, por supuesto, no podía. Se permitió echar una mirada atrás; el anciano seguía de rodillas, embolsándose las monedas y levantando los ojos entre el pelo gris que le colgaba por la cara. Ni siquiera le guiñó un ojo.
La bruja recordó algunas de sus conversaciones con Ena; pensó en los engaños y las falsas apariencias. Durante generaciones, así había sido como había sobrevivido el pueblo del mar. Y ahora nosotros también hemos elegido esa misma estrategia. Solo espero que nuestro subterfugio tenga el mismo éxito.
A Devaleth las reuniones nocturnas de personal le parecían cada vez más incómodas. La fuerza rooliana que quedaba ya llevaba cuatro días resistiendo sus ataques en el puente. Cada vez que ganaban unos metros, o establecían una avanzadilla en la otra orilla, un contraataque de las fuerzas de élite, sobre todo los moranthianos negros, los hacía retroceder de nuevo. La estrechez del puente era su cuello de botella. Y estaban atrapados en él.
La vanguardia de Melena Gris había llegado casi con el amanecer de la noche que habían tomado el puente y habían desperdigado a las fuerzas roolianas que quedaban en la orilla este. Por desgracia, la marcha forzada hasta allí se había cobrado su precio y las tropas no podían abrirse paso.
Era invierno y la comida escaseaba. Los pocos suministros que las fuerzas de Melena Gris habían llevado con ellos se habían agotado. Salían partidas que se repartían por toda la zona en busca de alimento. Cualquier intento de pescar en el Ancy era blanco de los disparos de cuadrillos de la orilla contraria. Ya no quedaba ni un solo caballo o mula. Algunas tropas habían empezado a hervir cuero, musgo y hierbas. La columna de reemplazo del puño Khemet, que escoltaba toda la logística, estaba todavía a una semana de distancia.
Tenían que abrirse paso pronto, antes de que estuvieran demasiado débiles para presentar combate.
El estancamiento se estaba cobrando su precio en el puño supremo. Era obvio que sentía el sufrimiento de sus tropas. Su humor era explosivo y cada vez lo pagaba más con un solo objetivo: el aristócrata untan, el puño Rillish. Melena Gris permanecía de pie, inclinado sobre la mesa de campaña, los brazos estirados, el cabello largo tapándole la cara. Kyle se había sentado a su lado con las piernas estiradas. Devaleth se había quedado atrás, cerca de la solapa de la tienda, como si esperara una excusa para huir. El puño Rillish permanecía rígido, la espalda recta, el yelmo bajo un brazo.
—Un asalto más… —dijo Melena Gris entre dientes, como siempre en los últimos días.
—Con el debido respeto, las tropas están demasiado débiles, señor —replicó Rillish, otra vez.
Melena Gris levantó la cabeza solo lo justo para mirar con furia a su puño.
—¡Cuanto más tiempo pasa, más débiles están!
El noble no se encogió.
—Sí, puño supremo.
—Entonces, ¿qué sugiere usted?
Rillish respiró hondo y se decidió.
—Que defendamos.
—¿Defender? ¡Defender! ¡Mire hasta dónde nos ha traído la defensa! ¡Si pudiéramos abrirnos camino, no hay nada entre nosotros y Paliss!
—Sí, puño supremo. Pero no podemos. Por tanto deberíamos atrincherarnos, defender. Esperar a la columna del puño Khemet.
La mirada azul brillante de Melena Gris, casi febril en la oscuridad de la tienda, se posó sobre Kyle.
—¿Tú qué dices?
El adjunto cambió de postura, incómodo, el cuero de la silla crujió bajo él. Se aclaró la garganta.
—Yo no soy oficial de carrera, claro está… Pero tengo que estar de acuerdo con el puño.
—Es lo más razonable, puño supremo —interpuso Devaleth.
—No le he preguntado a usted —dijo entre dientes Melena Gris sin girar la cabeza.
—¡Señor! —objetó Rillish.
El puño supremo se apartó de la mesa con un empujón que desperdigó los mapas. Fue hasta un aparador y se sirvió una bebida. Se la tomó de un trago y dejó el vaso de golpe.
—Muy bien. Puño supremo, ordene que las tropas levanten defensas en el acceso occidental al puente y que se metan allí.
Rillish se inclinó.
—Sí, puño supremo. —Saludó con la cabeza a Kyle y Devaleth y retiró la solapa. Melena Gris lo observó irse con una mueca amarga en la boca.
Kyle se puso en pie.
—Melena Gris…
Pero el puño supremo se arrojó a una silla y hundió la barbilla en el pecho, los brazos colgando inermes a los lados.
—Ahora no, Kyle.
Devaleth inclinó un poco la cabeza hacia la solapa; Kyle asintió de mala gana.
—Buenas noches —se despidió.
Melena Gris no respondió.
Caminaron juntos y en silencio un rato, y después Devaleth se aclaró la garganta.
—¿Lo has visto así alguna vez? —le preguntó.
La primera reacción de Kyle fue negarlo, pero después se detuvo y lo admitió.
—Sí. Puede ser muy… impulsivo.
Devaleth asintió con la cabeza.
—Creo que tu amigo está muy asustado.
—¿Asustado? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir lo que he dicho, asustado, Kyle. Tú no estabas aquí en la primera invasión. Yo estaba formándome en Mare. Oí relatos de primera mano. He leído historias de la campaña. Kyle, creo que tiene la sensación de que está volviendo a pasar otra vez. Esa primera vez los detuvieron en Rool. Retraso tras retraso. Al final, nunca consiguieron salir. Creo que teme que en esta ocasión sea igual, una especie de horrible pesadilla recurrente.
El joven nativo de las praderas se giró. Al oeste, el Ancy fluía como un estandarte oscuro bajo cielos plomizos. Las hogueras salpicaban el valle del otro lado del río. Devaleth sabía que ellos sí que tenían comida y suministros. En cambio, en su lado, los soldados rezaban para que nevara, para poder comerse la nieve.
—Pero no ocurrirá de nuevo —dijo él, convencido—. Esta vez es diferente.
—Sí. Puede que ni lleguemos a Rool.
Kyle se giró en redondo y la miró.
—No. Me niego a aceptar eso. El ejército que tenemos enfrente es frágil, está al límite. Lo noto.
La bruja se cruzó de brazos. El viento gélido le azotaba el cabello enmarañado y se lo apartó con la mano.
—Y nosotros también.
—¿Qué estás diciendo entonces, mujer? Vamos, dilo de una vez. —La voz masculina casi articuló la palabra «traidora».
Devaleth no se inmutó.
—Es pronto todavía. Y hablando de fragilidad, ¿es que no es fragilidad hacerse pedazos ante la primera señal de resistencia del enemigo?
Arqueó una ceja y giró en redondo.
Kyle no respondió, pero, al mirar atrás, Devaleth lo vio allí de pie, contemplando el río, era de suponer que reflexionando sobre sus palabras. Estaba bastante convencida de haber dejado claro su argumento, y que aquel joven le explicaría lo mismo a su amigo.
El Ejército de la Reforma se iba extendiendo como una inmensa serpiente por las llanuras meridionales jourilanas. Ivanr ya no marchaba con su brigada, el teniente Carr se ocupaba de eso. Los cielos cubiertos del invierno seguían amenazando con una lluvia que pocas veces caía. La caballería jourilana los rodeaba, los hostigaba y sondeaba, aunque su número no era suficiente para una carga sostenida. Pero a Ivanr no le parecía que faltara demasiado para que llegara ese día.
Por mucho que había buscado, todavía no había encontrado al muchachito sin nombre que había rescatado. Con lo que sí se encontró fue con que le estaba creciendo una escolta. Poco a poco, día a día, cada vez más guerreros, hombres y mujeres, lo rodeaban en las filas o marchaban cerca. Le molestaba que varias filas de guardias se interpusieran entre él y los soldados normales, pero nada de lo que decía disuadía a los que se creían sus guardaespaldas. Vestían una armadura sencilla y como armas preferían la espada o un mango de lanza con una hoja larga y curva de un solo filo, un arma que llamaban, sin más, espada-lanza. La mayor parte, observó Ivanr, había jurado lealtad al culto de Dessembrae.
Incluso afirmaban haber frustrado dos intentos de asesinato.
—¿Frustrado? —había preguntado, incrédulo—. ¿Cómo? —Las miradas obstinadas que se dedicaron unos a otros le respondieron—. ¡Ninguna muerte más! —ordenó, y los otros se inclinaron.
Esa mañana, justo después de que la larga recua de seguidores se hubiera despejado lo suficiente para empezar a moverse, unos cuantos de los exploradores montados que quedaban llegaron galopando desde la avanzadilla. Había algo por delante. Ivanr examinó el horizonte con la mirada; casi no había caballería imperial a la vista. No era buena señal. Si no estaban allí, era que estaban en algún otro sitio.
Más tarde, durante la marcha, llegó recado, a través de los cotilleos de la tropa, de que se había visto caballería jourilana más adelante. Se estaban reuniendo al oeste de la línea de marcha del ejército. Si la caballería por fin estaba formando, le pareció a Ivanr que Martal tendría que responder, aunque cómo podía responder seguía siendo un misterio para él. Porque ese era el quid, con eso habían aplastado la mayor parte de los anteriores levantamientos y rebeliones campesinas: el impacto de la caballería y los pisoteos y empalamientos de civiles aterrados.
Ese día la marcha continuó como siempre, pero hasta las últimas horas de la tarde, cuando llegó la orden de montar el campamento. Durante toda la velada, mientras vivaqueaban y rondaban alrededor de las hogueras, los hombres y las mujeres del Ejército de la Reforma no podían evitar mirar la colina distante, donde los estandartes brillantes de la caballería imperial flotaban al viento; donde tiendas altas de lino blanco resplandecían cálidas y brillantes, y el relincho ocasional de un caballo les llegaba a través de la noche.
Esa fachada de normalidad, como si nada hubiera cambiado, el orden sereno del campamento, todo ello ponía furioso a Ivanr. Enfrentarse a la caballería en batalla abierta era justo lo que querían los imperiales: ese era su juego. Martal no debería jugarlo. Pero por mucho que lo intentara, Ivanr no veía ninguna alternativa a las fracasadas tácticas antiguas de formar como niños buenos para enfrentarse al enemigo. No había funcionado en ninguno de los antiguos levantamientos y movimientos campesinos, y no se imaginaba que fuera a funcionar entonces.
No podía evitar bufar y resoplar de frustración. Le echaba un ojo al lejano campamento y después se daba la vuelta para rondar frente a su tienda y frotarse la quijada sin dejar de pensar; los ojos de sus guardaespaldas lo seguían, hasta que por fin no lo soportó más y salió a grandes zancadas a hablar con Beneth.
Encontró al anciano instalado con toda comodidad en su tienda, como siempre, envuelto en mantas junto a un brasero de viaje, los ojos cubiertos. En cuanto entró, Beneth se dirigió a él.
—Saludos, Ivanr.
Ivanr se quedó paralizado.
—¿Cómo has sabido…? —¡El tipo estaba ciego!
Beneth esbozó su sonrisa irónica.
—¿Quién más podría hacer temblar el campamento con su furia?
—Tengo buenas razones, Beneth. ¿Cuál es el plan…?
—Por supuesto que crees tener toda justificación posible —interpuso Beneth—. ¿No respalda la certidumbre a ambos bandos en casi todos los enfrentamientos?
—La situación no requiere filosofías, viejo.
—¿No? ¿Entonces qué es lo que requiere?
Ivanr estiró una mano de golpe y señaló al norte.
—¡Una retirada! Deberíamos seguir moviéndonos como hasta ahora. Cooperando así solo nos ponemos en sus manos. Y tú habrás arrastrado a toda esta gente a la muerte.
La solapa de la tienda se apartó de golpe y entró Martal. Vestía sus cueros oscuros manchados por el viaje. Tenía el pelo descuidado y sudoroso por el yelmo. Miró a Ivanr con frialdad.
—Tu falta de fe es inquietante, gran campeón.
Una vez más, Ivanr fue incapaz de leer el rostro cauto y anguloso de la mujer: ¿hablaba en serio o se burlaba? Más que nunca estuvo seguro de que era de tierras extranjeras.
—¿Fe? ¿Fe en qué? Es la fe lo que nos ha traído todos estos problemas.
—En eso al menos estamos de acuerdo. —Cruzó hasta una mesa, se quitó los guantes y empezó a lavarse las manos en una jofaina.
—A Ivanr le preocupa mañana —explicó Beneth.
—No tengo tiempo para tranquilizar a cada soldado asustadizo —contestó la mujer con la cara metida en la jofaina, después se la salpicó de agua.
¡Tranquilizar! Ivanr se quedó con la boca abierta, furioso. ¿Cómo se atreve?
—Exijo…
Martal se volvió hacia él.
—¡No estás en posición de exigir nada! Y ese numerito tuyo de resentimiento solo ha desconcertado más a todo el mundo. No estoy acostumbrada a que me cuestionen mis subordinados, comandante de brigada. Sugiero que si todo el mundo hace su trabajo mañana, tendremos muchas posibilidades de alcanzar la victoria. Ningún comandante responsable le puede prometer más a su gente.
—Es que no puedo hacer mi trabajo si ni siquiera sé cuál es.
La mujer se estaba secando las manos con un paño.
—Ivanr… tú has sido campeón, no soldado. Yo he sido soldado toda mi vida. Tu trabajo ahora es el de soldado, solo tienes que seguir las órdenes. El más sencillo, y el más duro, de los trabajos. Si guardamos en secreto los planes y las tácticas, recuerda que nuestro campamento está podrido de espías. No nos atrevemos a revelar nada todavía.
Una larga exhalación se llevó buena parte de la tensión de Ivanr; se encontró con que estaba de acuerdo con esa exigente mujer. El secreto por el secreto era lo que él despreciaba. Lo de los espías lo entendía. Así que lo único que Martal estaba dispuesta a insinuar en ese momento era la promesa indirecta de que sí que se estaba tramando algo. Muy bien. Ivanr inclinó la cabeza a modo de asentimiento.
—Solo estoy preocupado por la seguridad de mi gente.
—Lo sé, Ivanr. De otro modo ni siquiera estaría hablando contigo.
El campeón lanzó un bufido.
—Bueno. Gracias por tu condescendencia.
La sonrisa de la mujer era gélida.
—Por supuesto.
—Hasta mañana, entonces. —E Ivanr se inclinó ante Beneth.
—Buena suerte, Ivanr.
—Muchas gracias.
Cuando cayó la solapa de la tienda, los dos del interior se quedaron callados un rato. Beneth cogió aire para hablar, pero Martal se le adelantó.
—¡Ya lo sé!
—Eres demasiado dura.
—Si se desanima, entonces es que no se lo merece, ¿no?
—Lo eligió ella.
—Desde luego yo no —murmuró la guerrera, y mordió un trozo de pan.
La expresión del anciano se suavizó.
—Te han malcriado, Martal.
La mujer estaba asintiendo cuando se sentó entre las mantas apiladas y suspiró de cansancio.
—Solo ha habido un campeón digno de ese nombre.
—Olvida eso. Este ya no es campeón, ni se le exigirá que lo vuelva a ser.
—Entonces ¿por qué está aquí?
El anciano se quedó callado un rato en la oscuridad. Levantó una mano temblorosa y se tocó la venda que le cubría los ojos.
—Empiezo a estar cansado, Martal… la presión que está ejerciendo sobre nosotros es casi insoportable. Sabe lo que podría ser inminente y está desesperada…
La mujer se puso en pie de un salto.
—¡No! No vuelvas a decir eso.
—Martal…
—No. —La guerrera recogió sus guantes de un manotazo y un cuero de cabra lleno de agua—. Estamos aquí por ti. —Salió hecha una furia y dejó al anciano solo en la oscuridad. El hombre hizo una mueca y se apretó la frente con las yemas de los dedos.
—Lo siento, niña. Ha llegado todo muy tarde. Puñeteramente tarde.
Ivanr se sentó en un taburete de campaña plegable y se quedó mirando el fuego con gesto furioso. No podía dormir. Todo lo que se había dicho, lo que se podía haber dicho, lo que no se había dicho, dibujaba círculos enloquecedores en su cabeza. ¿Era un buen comandante? Creía que sí. Creía que siempre tenía presente el interés de sus tropas. ¿Qué más se podía pedir? ¿Pero era comandante de ese ejército en concreto? ¿Qué opinaba no hacía tanto? Que un ejército era como una serpiente, no debería tener dos cabezas. ¿Había estado haciendo campaña para convertirse en esa cabeza extra? ¡Claro que no! ¡Él no le había pedido a la sacerdotisa que lo nombrara sucesor! ¿Era culpa suya, entonces, que muchos miraran hacia él? No, desde luego que no.
¿Se sentía Martal amenazada? ¿Lo veía a él como un rival? No. Eso no era digno. ¡Pero si le había dado la brigada, por el amor de todos esos dioses oportunistas! No, no era eso. Era él. Él había esperado que lo trataran como cuando era el gran campeón, pero allí solo era una cara nueva. Nada más.
Bajó la cabeza y se la apretó entre las manos. ¡Maldita fuera la Señora! ¡Se había comportado como una especie de aristócrata exigiendo privilegios! Gimió. ¡Dioses extranjeros! Justo el tipo de comportamiento que lo ponía malo.
—Ivanr —dijo una mujer cerca—. ¿Ivanr?
—Déjame en paz —graznó con la cabeza metida entre las dos manos.
—¡Pobre gran campeón! Estamos enfurruñados, ¿eh?
—¿Pero quién…? —Ivanr alzó los ojos y vio unas faldas informes y raídas que se elevaban hacia la ancha cintura y las capas de chales de la anciana, la hermana Gosh. Sostenía una pipa de arcilla de cañón largo entre los dientes ennegrecidos y el pelo era un desastre salvaje de rizos grises. Ivanr bajó la cabeza—. ¿Qué quieres?
—Necesito tu ayuda. Tengo que hacer un recado.
—Lárgate.
—No. Tienes que ser tú. Cuestión de sangre, se podría decir.
Ivanr se irguió con el ceño fruncido. Alrededor de la hoguera yacían dormidos los que se hacían llamar sus guardias. Miró a la mujer con los ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa?
Ella sacó una cajita fina de madera de un chal y la sacudió. Algo sonó dentro.
—Martal quiere lluvia. Vamos a buscar un poco. —Volvió a sacudir la caja—. Piedras celestiales para traerla.
Ivanr lanzó un bufido.
—Tú no crees en esas viejas historias y supersticiones. ¡Piedras del cielo!
Los labios de la mujer se plegaron con una mueca amarga. Dio una buena calada a la pipa y exhaló dos columnas de humo por la nariz.
—¡Pero es que es verdad! Uno como otro. Una vez se tocan, siempre se tocan. Esas son las viejas verdades. Mucho antes de que el mundo fuera mundo. Las Casas o algo así.
—¿Para qué me necesitas a mí?
—Te reconocerán.
—¿Quién…?
Una forma alta surgió de la oscuridad; un tipo pálido con ropas negras raídas, las manos entrelazadas a la espalda.
—Es hora, hermana —la llamó.
—¡Sí, sí! —La mujer instó a Ivanr a levantarse—. Ven.
Pero él siguió sin ponerse en pie.
—¿Quién es este?
—Un compatriota.
—¿Qué les has hecho a mis guardias?
La hermana Gosh agitó una mano con gesto impaciente.
—Nada. Duermen. Si despertaran, verían que te has ido. Ahora ven.
Ivanr se levantó y miró a su alrededor, a la oscuridad.
—¿Ido? ¿Adónde?
La mujer echó a andar.
—La tierra aquí duerme, Ivanr. Hemos entrado en sus recuerdos. Ven.
La siguió, aunque solo fuera para hacer más preguntas.
—¿Recuerdos? ¿El pasado?
La mujer se sacó la pipa de la boca y escupió.
—No el verdadero pasado, el pasado real. Solo un recuerdo de él. ¿Ves eso? —Señaló con la pipa.
Era una cuenca poco profunda en el paisaje, al este, lejos del campamento. Allí dos figuras los aguardaban, otro hombre y una mujer. La mujer era menuda, quizá incluso más anciana que la hermana Gosh, tenía el rostro tan oscuro como la madera de hierro, el cabello recogido en un apretado moño; el hombre era un tipo bajo y flaco, el cabello y la barba un desastre enmarañado. El hombre estaba desenterrando algo.
—¡Aquí! ¡Deprisa! —exclamó.
Era una especie de piedra lisa con forma de cúpula. Cuando el tipo la limpió, Ivanr vio que era un nudo apretado de hielo sucio.
—¿Qué es esto?
—Mira detrás de ti —le sugirió la otra mujer.
Ivanr se volvió y vio un muro lejano de blanco helado y azul esmeralda. Se extendía de horizonte a horizonte, salpicado por las refracciones de luz.
—¿Qué es? —preguntó sin aliento, asombrado.
—¿No reconoces la Gran Barrera de Hielo? —preguntó la hermana Gosh tras colocarse a su lado—. ¿O la Barrera tal y como era, hace siglos?
—¡Es hora! —insistió el alto, otra vez.
—Sí, Carfin. —La hermana Gosh señaló a la otra mujer—. La hermana Esa. —Al hombre barbudo—. El hermano Jool.
Con cierto esfuerzo, Ivanr apartó la mirada del distante campo helado. Entonces es verdad. La Barrera cubrió una vez todas estas tierras.
—¿Las piedras? —preguntó Jool. La hermana Gosh levantó la caja, que pareció volar hacia él por voluntad propia. Le cayó en la mano con un gran golpe seco.
—¿Qué es esto? —exclamó una nueva voz y todo el mundo se dio la vuelta y después se relajó. Otro hombre mayor salió de la oscuridad, tenía barba e iba ataviado con galas andrajosas—. ¡El Sínodo no se ha reunido! ¡Esto no se ha acordado!
—Acordamos actuar, Totsin —soltó de golpe la hermana Ena.
El recién llegado se irguió en toda su altura.
—¿Magia ritual? ¿Relacionarse con los ancestrales? Esto rebasa todas las convenciones de procedimiento del Sínodo.
—¿Qué convenciones? —preguntó Jool con el ceño fruncido.
—¡Estamos perdiendo el tiempo! —exclamó Carfin, había un pánico creciente en su voz.
Totsin abrió las manos.
—Bueno… es obvio que se sobreentiende que cualquier medida extrema nos pondría a todos en peligro…
—Se puede decir que estamos todos aquí… —comentó la hermana Gosh con aspereza.
—¡Esto la atraerá! —siseó Totsin.
—Es lo que suele pasar cuando te pones a hacer algo de verdad.
—Yo no quiero formar parte de esto.
La hermana Gosh miró a todos.
—Ah, pero es que no te invitamos.
Totsin se llevó la mano a la barbilla. Sus cejas se alzaron en indignada sorpresa.
—Entiendo. Bueno… Me voy, entonces.
—Sí. Vete, entonces.
El hombre hizo una inclinación, se dio la vuelta y desapareció en la noche, como si se metiera tras las sombras.
—¡Ella nos mira, lo percibo! —exclamó el hermano Carfin—. ¡Preparadlo!
—Este lugar pertenece a tu raza, Ivanr —dijo la hermana Gosh cuando lo miró—. Toblakai es uno de los nombres. Tus ancestros venían aquí para hacer propiciaciones, ofrendas. Uno como otro. Poder con poder. Es la antigua costumbre. —Sacó un fino cuchillo curvo de aspecto peligroso de entre sus chales—. Dame la mano.
Ivanr resistió el impulso de esconder las manos a la espalda.
—¿Para qué?
—Un pequeño corte. Después tienes que frotar el hielo con la mano. Nosotros haremos el resto.
—¿Y ya está? —preguntó él, dubitativo.
—Sí.
Estiró la mano izquierda. Ella le cortó la palma con un movimiento rápido (fruto de la práctica).
—¡En el hielo, ahora!
—Viene ella —entonó Carfin, la voz entrecortada.
Ivanr se arrodilló y pasó la mano por el bulto nudoso. Al principio estaba frío bajo su palma, pero no tardó en calentarse. Le sobresaltó ver que no quedaba rastro de sangre. Algo sacudió el suelo hacia el norte y la hermana Gosh emitió un gruñido gutural, como una bestia. Ivanr miró, pero no vio nada en la oscuridad.
—No debería habernos encontrado con tanta facilidad —dijo Jool.
—Las losas —le ladró la hermana Gosh, y luego—: Carfin, Esa. Haced algo.
Un ruido, a medio camino entre el sollozo y el gemido, se escapó del tipo alto, Carfin, cuando se alejó con gesto rígido.
—¡Una locura! —le dijo a la noche, la voz tomada—. Una locura. —A Ivanr le pareció que unos jirones de oscuridad absoluta habían empezado a girar alrededor del hombre, como pañuelos aleteando. La hermana Esa se arrodilló, recogió unos puñados de barro y después lo siguió.
Jool apretó una fina losa de madera contra el hielo, que siseó y emitió vapor.
—Ahora llama a tus dioses —le dijo la hermana Gosh a Ivanr.
Él la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Llámalos. ¡Deprisa!
—¿Cómo?
—¿Cómo? —Se lo quedó mirando con la boca tan abierta que casi se le cayó la pipa—. ¿Qué quieres decir, cómo?
—Yo nunca… es decir… nuestros antiguos dioses y esas costumbres han desaparecido. ¡Oye, tú nunca dijiste nada de rezar ni cosas por el estilo!
Ella y Jool compartieron una mirada tensa. En la oscuridad algo volvió a sacudir el terreno y comenzó a brotar un lamento agudo.
—Que el encapuchado nos ayude ahora —murmuró la hermana—. Mira. Llama a tus ancestros en tu mente. Remóntate al pasado, tan atrás como puedas. ¡Hazlo!
Sintiéndose como un auténtico imbécil, Ivanr se esforzó por obedecer. Se imaginó a sus ancestros, generación antes de cada generación, todos remontándose al pasado como una regresión infinita, llegando tan atrás como le era posible. Y los invocó.
—La hermana Esa y Carfin han huido —anunció Jool.
—Entonces es cosa mía —respondió la hermana Gosh.
—Buena suerte.
Ivanr abrió los ojos y se irguió. Jool estaba retrocediendo de espaldas, la caja sujeta en alto, agitándola como un instrumento musical. La hermana Gosh tiró la pipa al suelo; el objeto dibujó un arco de brasas por el aire. Después le dio un rápido trago a una petaca de plata que desapareció con la misma rapidez entre sus chales.
—¿Estás conmigo? —le preguntó a Ivanr con la mirada clavada en el norte.
En la oscuridad comenzó a oírse de nuevo un lamento suave, como un llanto.
—¿Qué es? —preguntó Ivanr.
—Si la carne, nuestra carne, se puede blasfemar… sería esto.
Ivanr se llevó la mano al cinturón: iba desarmado.
—¿Qué puedo hacer?
—Evita que llegue al santuario. O a mí. O a Jool.
Ivanr alzó una ceja.
—Ya…
Detrás de él, Jool agitó la caja todavía más rápido hasta que su soniquete pareció un siseo continuo. Ivanr no tenía ni idea de lo que debía hacer.
—¿Pero cómo…?
Una forma salió con paso pesado de la oscuridad. Su apariencia casi hizo que Ivanr saliese corriendo. Muy grande, tan alto como él, humanoide, sí, pero más como una escultura de carne: pálido como un pez, tan obeso que parecía hecho de grasa. Y encima del montón de carne amontonada, una diminuta cabeza de bebé, sin pelo, la boca mojada de saliva, balbuceando y llorando.
—¡Dioses! —maldijo Ivanr con una mueca de asco, el estómago estaba subiendo a agriarle la boca.
La hermana Gosh bajó las manos de golpe como si apretara el suelo ante la criatura. La capa superficial que había debajo se abrió como si la cortara una guadaña. La criatura se balanceó hacia atrás, gemía con voz aguda y farfullaba, de dolor o miedo, Ivanr no lo sabía. El suelo desnudo bajo los pies de la criatura palpitaba y se agitaba como barro. La anciana emitía tal calor que Ivanr tuvo que apartarse. La criatura empezó a avanzar una vez más. Una pierna colosal se liberó del suelo y se desplazó hacia delante.
—Malditos sean los dioses, es fuerte —rezongó la hermana Gosh con los dientes apretados—. ¡Haz algo!
—¿Hacer qué?
—¡Detenlo!
—¡De acuerdo! —Se acercó poco a poco a la brecha de barro. Observó que el agua que la alimentaba procedía del montón de hielo antiguo. La monstruosidad parecía no hacerle caso mientras luchaba por avanzar. Con mucho cuidado, Ivanr se metió en el barro. Estaba caliente, pero no hasta un punto incómodo. Se agachó con los brazos extendidos y se abalanzó para coger a la criatura por el inmenso vientre. Golpearlo fue como hundirse en una tinaja de grasa. Ivanr se aupó, las piernas dobladas, esforzándose.
La criatura ni siquiera pareció notar su presencia. Continuó moviéndose sin maña, con pesadez, intentando avanzar. Un brazo grande como un tronco osciló y le dio a Ivanr un espantoso golpe en la espalda, aunque al gran guerrero no le pareció intencionado. Y la criatura no dejaba de emitir un balbuceo que tenía un parecido sobrecogedor con los ruiditos de un recién nacido.
Otro golpe se estrelló contra la cabeza de Ivanr y lo mandó boca abajo en el barro. Rodó de lado antes de que aquella cosa pudiera pisotearlo, adrede o no. Con el peso añadido de la tierra que se pegaba a él, se puso en pie y se arrojó sobre la espalda de la criatura. Enganchó un codo bajo la barbilla diminuta y apretó todo lo que pudo. Hasta el momento, los ojos vacíos de la cosa, aquellos ojos en blanco, no parecían haberse posado siquiera en él. Pero en el momento en que empezó a asfixiarla, la cabeza de la criatura se volvió y unos ojos muy abiertos lo encontraron. Ivanr creyó que podría haber aguantado, que podría haber acabado con la monstruosidad, pero en ese momento unas palabras surgieron de entre los balbuceos de bebé y una voz infantil le rogó: «Ayúdame».
Sobresaltado y horrorizado, Ivanr lo soltó sin darse cuenta y se deslizó por la espalda embarrada de la criatura.
Jool dejó escapar un grito entonces, el soniquete de la caja era ensordecedor. Algo estalló como un trueno justo encima, acompañado por un destello cegador y el sonido de múltiples impactos chocando contra la criatura como proyectiles de una honda. La criatura se bamboleó, entre lloriqueos y gemidos, y se cayó de cara al suelo. Ivanr yació en el barro, con los ojos clavados en la cosa. Que todos los dioses los perdonaran. ¿Era un niño?
Intentó sentarse y se dio cuenta de que se estaba hundiendo. Lo invadió el pánico. El barro había atrapado sus piernas y brazos en una presa de hierro. Estuvo a punto de lanzar una carcajada histérica porque lo único que se le ocurría gritar era «¡Ayúdame!».
La hermana Gosh exclamó algo, pero no lo entendió porque tenía barro en los oídos. La vio señalar, la boca se movía.
—¡Haz algo! —fue todo lo que consiguió decir Ivanr antes de que la plasta húmeda que lo asfixiaba se le metiera por la boca y le impidiera respirar, y el fuego del terror absoluto quemó todo pensamiento consciente de su mente. Su última impresión fue de algo todavía más aplastante que se apoderaba de él, como un puño inmenso que le rodeara la cintura y lo apretara con fuerza.
Despertó en el suelo de su tienda, un chillido de terror le resonaba en los oídos. La solapa se abrió de golpe y dos de sus guardias entraron en tromba con las armas en la mano. Ivanr miró a su alrededor con un parpadeo; los guardias se lo quedaron mirando. Observó que estaban chorreando. De hecho, el tamborileo ensordecedor de un chaparrón machacaba el tejado de la tienda. Se levantó, se abrió camino entre ellos y se asomó fuera: estaba lloviendo a cántaros, como si alguien hubiera volcado un lago.
Se volvió hacia los guardias, que todavía lo miraban, no muy seguros.
—Soñé que me estaba ahogando.
Se echaron a reír y envainaron las espadas. Los dejó salir y después se quedó un rato ante la solapa abierta, contemplando el martilleo de la lluvia. Al día siguiente solo agua y barro. Así que Martal tenía su lluvia, tal y como había deseado. Pero no contaría solo con eso, ¿no? Eso era muy inseguro, tenía que tener planeado algo más. O eso esperaba Ivanr.
Por la mañana, por tanto. Todos lo averiguarían por la mañana. Se volvió a acostar para intentar dormir un poco.
El chaparrón duró la noche entera. Un diluvio. Como si toda la lluvia del mes se hubiera contenido para caer como un estallido en una sola noche. Seguía cayendo con tanta fuerza por la mañana que Ivanr no veía la lejana caballería imperial jourilana. Se ciñó mejor el manto alrededor de los hombros y entrecerró los ojos para defenderse de la cortina de agua mientras hacía su ronda. Gotas frías le caían desde el yelmo al cuello. Se metió las manos por dentro del cinturón para calentarlas. El suelo estaba empapado y le tiraba de las sandalias cuando caminaba. Le pareció que Martal había colocado sus cohortes a demasiada profundidad, en un frente demasiado estrecho. ¿Y si los lanceros giraban a su alrededor? Daba la sensación de que había espacio para colarse por el flanco derecho, donde el suelo caía un poco hacia un soto. Cierto, habían adiestrado a las filas para que repelieran los ataques en más de una dirección, pero no se les había puesto a prueba y podría invadirlos el pánico si el enemigo aparecía por otro lado. O la caballería podía hacer caso omiso de la infantería y barrer la comitiva, que se había reunido en un campamento al otro lado del camino principal. Esa vez, sin embargo, se guardó sus recelos y esperó que Martal estuviera reservando a Hegil Lesour’an’al y la caballería restante por si ese riesgo se hacía realidad.
Recorrió las líneas, seguido por su escolta. Los hombres y las mujeres de las filas lo llamaban y tardó un rato en comprender el grito. «Libertador.» ¿Libertador? ¿Cuándo ha empezado esto? Percibió la mano cínica de Martal tras la palabra. Examinó con la mirada la ladera de la colina, que se disolvía en la empañada lluvia gris. Parecía que el diluvio había retrasado a los imperiales. Seguro que estaban esperando a que pasara lo peor. Muy bien. ¿Qué hacer? Lo cierto era que se sentía completamente inútil. ¿Cuál sería su papel? Carr ya dominaba la brigada; entretenerse allí solo socavaría su autoridad. Por todos los dioses extranjeros, ¿dónde podía ponerse? ¿En la retaguardia, con Martal? No, eso solo los incomodaría a los dos. Debería ir adonde pudiera hacer el mayor bien. Eso significaba las líneas; su presencia quizá salvara vidas entre las tropas, podía consolidar la unidad para evitar que se rompiera.
Se fue a buscar a Carr.
Jirones de niebla trazaban un camino por el campo y entre las cohortes, haciendo que aquellos hombres y mujeres silenciosos parecieran un ejército de fantasmas. El manto le colgaba pesado y húmedo, aunque entibiado ya por el calor de su cuerpo; los pies, sin embargo, envueltos en trapos empapados y sandalias de cuero, estaban embarrados y entumecidos por el frío.
Encontró al teniente en la retaguardia de la brigada, flanqueado por mensajeros. Carr se inclinó.
—Ivanr.
Ivanr respondió al saludo militar.
—Permiso para unirme a la línea del frente, teniente.
Las cejas del hombre se arrugaron.
—Creí que habías jurado no matar…
—Cierto. Pero nunca dije nada de caballos.
Al teniente pareció darle un ataque de tos.
—¡Ah! Bueno, entonces, por supuesto…
Ivanr saludó, escogió una pica entre las armas que permanecían en la reserva y se unió a las líneas. Sintió una especie de satisfacción cruel al ver a los cinco hombres y las tres mujeres de su guardia coger picas también para unirse a él. ¡Bien! Si son hábiles de verdad, entonces quizá acabamos de reforzar esta unidad más de lo que nuestra presencia la altera.
El calor de sol que iba trepando por el cielo aclaró las nubes, aunque no se dispersaron por completo. La niebla se aferró a los huecos más bajos y recorrió las cohortes vecinas, dejando solo las puntas de las picas señalando al cielo como un bosque de jalones. Las laderas de las colinas fueron quedando a la vista y revelaron fila tras fila de jinetes, cada uno quieto como una estatua. El único movimiento era la sacudida ocasional de la cabeza de un caballo; el único ruido, el tintineo leve de un arnés. Ivanr estudió las líneas. Por la maldición de la Señora, había muchos. Debían de haber llegado más por la noche. Vio pocos de los más pesados entre los pesados: el aristócrata jourilano con cota de malla sobre un caballo de guerra con gualdrapas. La inmensa mayoría eran lanceros imperiales apoyados por caballería ligera.
Los cuernos resonaron en las colinas: la señal imperial para que se prepararan. Ivanr se limpió la bruma fría de la cara y levantó un brazo.
—¡Manteneos firmes! ¡Se romperán si seguís firmes! —Otro estallido de cuernos y las primeras filas empezaron a avanzar. El rumor bajo de los miles de cascos llegó a él como un temblor lejano en el suelo—. ¡Apiñaos! ¡Preparaos!
El enemigo aceleró y se puso al galope. Las lanzas fueron bajando para encajarse con firmeza bajo los brazos. Incluso Ivanr, que se había enfrentado a un sinfín de oponentes a lo largo de una vida entera de adiestramiento y combates, sintió la sensación casi abrumadora de echar a correr, de encogerse, de estar en cualquier parte salvo delante de esa montaña equina que estaba a punto de aplastarlo. Que esos hombres y mujeres, antiguos aldeanos, granjeros, artesanos y artesanas burgueses, pudieran, de algún modo, encontrar la determinación y el valor para mantenerse firmes, lo avergonzaba y asombraba. Por todos los dioses, verdaderos y falsos, ¿dónde encuentra la gente semejantes arrestos? ¿De dónde los sacan? Ivanr estaba más cerca que nunca en su vida de convertirse a alguna idea de la inspiración divina.
Y entonces golpeó aquel corrimiento de tierras.
Él había apuntado bajo adrede, con la intención de darle a un caballo en el pecho. Pero a pesar de su adiestramiento y del azuzamiento tosco de sus amos lanceros, a las monturas no hubo forma de obligarlas a meterse en aquel muro sólido de humanos inmóviles. Giraron de golpe en el último momento o se encabritaron. La pica de Ivanr se clavó en la parte inferior del hombro de uno y el caballo estuvo a punto de arrancársela de la mano cuando continuó apartándose de la formación. En otros sitios, la formación era irregular allí donde un caballo tropezaba con las líneas, coceando y agitándose, chillando en medio de la cohorte. Pero la mayor parte de la carga se arremolinaba, inútil, en la retaguardia de la primera oleada, solo para dar la vuelta, coger velocidad una vez más y apuntar a otra unidad.
—¡A formar! —bramó Ivanr, jadeaba y la sangre le pitaba en los oídos. Luchó por ver la maniobra. ¿Irían a por otra cohorte? ¿O se dirigirían hacia la comitiva? ¿Dónde estaban los puñeteros escaramuzadores? Se dio cuenta de que no podía tomar el mando del campo sin romper la formación. No había forma de detener esas cargas. ¿Dónde estaban todos esos puñeteros arqueros que Martal estaba adiestrando?
Observó, cada vez con más miedo, que se iba formando una segunda carga sin que nadie lo impidiera, los caballos relinchando y pateando el suelo.
¡Malditos fueran los dioses! Podían seguir así todo el día. Lo único que necesitaban era un único ataque sólido. Un poco de suerte. Los soldados y él estaban a salvo en sus cohortes, pero también estaban atrapados.
En un montículo boscoso que se asomaba al campamento del Ejército de la Reforma, la hermana Nebras, sentada junto a su fuego que ardía sin llama, tejía. Se ciñó mejor las capas de chales sin dejar de vigilar el campamento montado, los carruajes juntos, los caballos metidos en los corrales, los animales de tiro sujetos, las carretas y las tiendas. En algún lugar de toda esa comitiva yacía moribundo el corazón del movimiento contra la Señora, su voz y punto de reunión durante casi medio siglo.
Y ella hacía lo que podía para ayudarlo a aguantar.
El alboroto de la guerra llegaba a ella en forma de gritos animales, el rugido mezclado de miles de gargantas y el rumor sordo de una masa de cascos más allá de la lluvia brumosa donde los haces sesgados del sol irrumpían aquí y allá. Pero toda esa conmoción no era asunto suyo. Ella estaba enredada en la verdadera batalla; el verdadero duelo de voluntades e intenciones que guiaría esas tierras durante el siglo siguiente. Ella y sus hermanas y hermanos se habían comprometido, por fin habían salido a terreno abierto a presentar batalla.
Y ya era hora, puñeta.
Pero Beneth se estaba muriendo. Llevaba décadas resistiéndose a la Señora. La hermana Nebras no tenía ni idea de cómo lo había hecho. Ella era bruja, una manipuladora de los espíritus ctónicos, de los monumentos de piedras y de los lugares rituales. Y no se hacía ilusiones en cuanto a su fuerza. En su juventud había viajado, había percibido el aura de los auténticos magos; sabía que en Malaz la considerarían una simple bruja del cerco. Pero Beneth no bebía de ninguna de esas fuentes. Él se limitaba a oponerse a la Señora, a quien la hermana Nebras no consideraba la diosa que afirmaba ser, sino más bien una especie de fuerza de la naturaleza, aunque no fuese una fuerza natural. ¿Cómo lo había hecho aquel hombre? Su éxito, por desgracia, socavaba la tesis personal de la hermana Nebras de que no había que recurrir a lo divino para explicar nada de aquello. Tejió con mayor furia todavía y las agujas de madera se convirtieron en un contorno borroso.
Era de lo más molesto.
Una presencia próxima y la anciana ladeó la cabeza para mirar entre su denso cabello de color gris peltre.
—Te estoy viendo, Totsin. A la vieja Nebras no puedes acercarte sin que te vea.
Totsin se inclinó con una mano en la desgreñada barba.
—Hermana Nebras. —Y salió del bosque.
—¿Qué estás haciendo aquí? La mirada de la Señora está cerca.
Totsin asintió con gesto serio.
—Sí. Por eso he venido. —Suspiró, triste—. He venido a echar una mano.
—¡Ja! ¡Eso sí que sorprendería a todos! Bueno, aunque ya sea muy tarde, puñeta, eres bienvenido. Mentiría si dijera que no necesito ayuda. La carga es…
La hermana Nebras se quedó paralizada, con las agujas en el aire. Miró con furia el bosque y se levantó de un salto.
—Por todos los… ¡Está aquí! ¡Se coló por detrás de ti!
Totsin giró en redondo con la boca abierta.
—No percibí nada…
—¡Idiota! Bueno, ahora ya es demasiado tarde. —La bruja dejó caer la labor y levantó las manos—. Prepárate… Debemos luchar.
—Sí, hermana Nebras. Debemos luchar —respondió él con voz dolorida.
La mujer miró de soslayo, insegura al oír el tono masculino.
—¿Qué…?
Totsin desató un estallido de fuerza que derribó a la hermana Nebras y la mandó volando contra un grueso tronco de abedul que se estremeció bajo el golpe. La mujer cayó en un montón, la espalda rota y los ojos clavados en el cielo. Él permaneció ante ella, mirándola desde su altura.
—¿Algún último insulto? —preguntó.
—Morirás… —respondió ella sin aliento.
Totsin se encogió de hombros.
—De eso no cabe duda… pero mucho después que tú.
—Por qué… —articuló la moribunda.
Se acercaba una luz brillante que arrojaba sombras crudas de luz y oscuridad entre los árboles. Totsin se inclinó ante la fuente, en algún lugar que la bruja no alcanzaba a ver, y después se volvió hacia la mujer caída.
—¿Por qué, preguntas? Tendría que estar ya claro. Tú y los otros no me tenéis ningún respeto. Os burláis de mí. Desafiáis mis deseos. Yo tengo antigüedad. Soy un miembro fundador. ¡Estoy al mando! Reclutaré un nuevo Sínodo. Uno en el que esté clarísimo que yo soy el miembro de más rango, ¡y nadie osará desafiarme!
—Totsin…
—¿Sí?
—No podrías estar al mando ni de un retrete. —Y la hermana Nebras se echó a reír, tosió y escupió un chorro de sangre que le empapó la barbilla y la pechera de la camisa.
Totsin frunció el ceño, enojado, y se dio la vuelta. Hincó una rodilla en tierra ante una brillantez flotante que lucía el perfil vago de una mujer ataviada con una túnica.
—Bien hecho, Totsin Jurth Tercero —dijo una voz suave de mujer que llenó el claro—. El Sínodo es tuyo para que lo moldees como desees, ¿pues no es ese tu derecho?, ¿tu obligación como miembro fundador y practicante más antiguo?
—Soy vuestro, Santísima Señora.
—Y ahora debo irme —dijo la visión, el pesar teñía su voz—. Ya llego muy tarde a una visita que tendría que haber hecho hace ya mucho tiempo. Hasta más tarde, mi muy leal servidor.
Totsin inclinó la cabeza hasta el suelo. Cuando la alzó, la Señora había desaparecido y el claro estaba oscuro una vez más. Se estiró el chaleco, se cepilló las mangas y después se internó en el bosque pensando en el futuro, preguntándose a qué talentos menores (muy menores) podría abordar una vez dejara atrás todos esos asuntos tan desagradables.
Ivanr sostenía el mango roto de su pica en una mano mientras hacía retroceder la línea con gestos.
—¡Un paso atrás! —Ya había estado a punto de tropezar dos veces con los caídos, los suyos y los del enemigo. También cojeaba por la puñalada que un imperial herido le había dado en el pie. Ese era el problema con las picas de cuatro metros… no servían para nada en la lucha cuerpo a cuerpo. Jadeando, cogió mejor el mango roto y guiñó los ojos entre la bruma cada vez más fina. ¿Era otra carga? Resonaban cuernos sin cuerpo, tocaban a retirada al otro lado de la ladera. Al este, por alguna parte, una cohorte se había hecho pedazos y los imperiales se habían abalanzado como milanos enfurecidos para acabar con los refugiados que huían. La caballería estaba volviendo a formar en las laderas de la colina, listos para otra carga y escogiendo sus objetivos a voluntad. ¡Maldita Martal! ¿Había ubicado a todos los escaramuzadores con la comitiva? ¿Dónde se habían metido? Casi estaba por ir a buscarla. Pero, por supuesto, no lo haría; no porque pudiera terminar pisoteado, sino por lo que pensarían los hombres y las mujeres al verlo salir corriendo.
Una gran masa de lanceros, el cuerpo más grande que quedaba, bajó como un trueno por el oeste, menos numeroso por el frente a medida que se acercaban. Ivanr los observó pasar… ¡malditos fueran! ¡Se aburren de turnarse para venir a por nosotros y se largan a por la comitiva!
Tropas de unos cincuenta lanceros se hundían entre las cohortes para mantenerlas allí clavadas. Giraban, cargaban, pero sobre todo viraban en el último momento para evitar las picas. Al menos ellos tampoco tenían arqueros, pensó Ivanr con tristeza. Los hombres y las mujeres de las cohortes miraban a su alrededor con un parpadeo.
—¡Mantened la formación! —bramaba Ivanr—. Volverán.
Tragó saliva, muerto de sed, y miró al sur, a la espera de la reveladora columna de humo, los gritos, los refugiados huyendo de las ruinas de la comitiva.
Pero no se vio nada. Silencio. De vez en cuando, las tropas más pequeñas pasaban como un trueno, amenazándolos, pero a esas alturas las cohortes no les hacían mucho caso, no podían reunir la masa suficiente para llevar a cabo un ataque. Y luego, por el oeste, de uno en uno y en pelotones más grandes, aparecieron arqueros, hombres y mujeres, los suyos. Se detuvieron para estirar sus arcos cortos, infantiles, y disparar a la vez antes de retirarse a los bosques distantes.
Los lanceros viraron y se precipitaron sobre ellos, cruzando el campo a la carga, solo para frenar de repente cuando una gran nube oscura llegó dibujando un arco sobre sus cabezas y descendió en una ringlera de siseos que se estrelló contra pechos, miembros, hombros. Los caballos chillaron y corcovearon. Los hombres cayeron, descabalgados o ya muertos. La cohorte más cercana cargó con un rugido. Las picas abatieron monturas y hombres con espeluznante cuchilladas que los empalaban para derribarlos. Ivanr sintió que su propia cohorte temblaba por unirse al tumulto y levantó un brazo.
—¡Firmes! ¡Mantened la formación!
Al oeste, un rugido profundo resonó en las tierras bajas cubiertas de bruma y salieron a la carga oleadas embarradas de arqueros que se contaban por miles. Ivanr sintió que el nudo de tensión de la batalla se desenrollaba en su estómago. Se irguió, apoyó el peso en el mango destrozado de la pica y dejó escapar un largo y profundo suspiro.
—¡Descansen! —llegó la orden del teniente Carr desde la retaguardia. Las oleadas de arqueros los adelantaron en busca de más caballería. Hubo hombres y mujeres en la cohorte que los vitorearon cuando pasaron como rayos, algunos sonriendo. Ivanr observó yelmos embarrados de la caballería imperial rebotando en los cinturones de algunos de los que iban corriendo. Se volvió para felicitar a los hombres y las mujeres que lo rodeaban, apretó hombros y murmuró unos cuantos cumplidos. Después se alejó cojeando en busca de Carr.
El teniente seguía en la retaguardia, y le hizo un saludo militar. Al responder, Ivanr vio un corte de sable en el hombro del soldado. Sabía que la retaguardia había sufrido varias cargas; lo había sentido en el estremecimiento casi animal de la cohorte cuando el impacto reverberaba por las filas atestadas. Al parecer, el teniente había estado luchando fuera de las filas todo el tiempo.
—Permiso para dejar la formación.
Con una gran sonrisa, Carr asintió y se limpió la cara.
—Por supuesto. Y gracias. Estabilizaste muchísimo el frente… nadie quería que lo vieran cediendo terreno.
Ivanr le quitó importancia con un ademán.
—Felicidades, teniente. Bien hecho.
Cruzó cojeando la ladera revuelta, rumbo al oeste. Su escolta, los dos hombres y las dos mujeres que quedaban, lo siguieron de cerca.
Mientras subía por la suave pendiente, los cuerpos oscuros de los caballos y jinetes caídos fueron surgiendo entre la bruma. Las horripilantes gibas fueron creciendo en número hasta que una ringlera de caballería masacrada asfixió el paisaje. Ivanr se estremeció cuando una sandalia se le hundió en unas gachas blandas que rezumaban. ¿Un pantano? El día anterior no había nada. Los caballos se agitaban con movimientos débiles, agotados y manchados de barro, alterando aquella escena fantasmal. Cada lancero había sido derribado por una flecha allí donde se había quedado clavado. Una masacre despiadada. Ivanr fue trazando la ruta y pudo imaginárselo todo: la carga súbita, los bandazos repentinos amontonándose, la confusión arremolinada. Y luego, los arqueros que salían de los bosques para disparar a voluntad. Y esa tierra baja y pantanosa… ¿las piedras celestiales de la hermana Gosh con la complicidad de su propia sangre?
Un caballo relinchó no muy lejos; se volvió y vio acercarse a la propia Martal, seguida por una camarilla de oficiales y ayudantes. La mujer detuvo su montura junto a él. El barro levantado por las patas de los animales le salpicaba la armadura negra. Se quitó el yelmo, se inclinó sobre el pomo de la silla y lo miró desde su altura. A Ivanr le pareció que estaba pálida, agotada, los ojos hinchados de cansancio, el cabello apelmazado de sudor.
—Felicidades —dijo entre dientes, con la voz ronca.
La mirada de la mujer se posó un instante en aquellos campos de la muerte.
—Lo desapruebas.
—Estaban atrapados, indefensos. Los asesinasteis a todos sin piedad alguna. —La miró—. ¿Estás orgullosa?
La mujer se controló de forma visible y contuvo una respuesta áspera.
—Esto no es ningún duelo en una academia de esgrima, Ivanr. Esto es la guerra. Estaban dispuestos a acabar con todos nosotros, tú incluido.
—Muchos murieron. ¡No contamos con ningún apoyo!
—Tenía que ser convincente. Tenían que tener el control del campo de batalla.
Ivanr sacudió la cabeza, horrorizado por los riesgos que había corrido la guerrera.
—Una apuesta horrenda.
—Toda batalla lo es.
Ivanr sacudió la cabeza, sintió las lágrimas calientes que le invadían los ojos y se las limpió.
—Lo sé. Por eso juré no volver hacerlo. —Se echó a reír—. Imagínate la idea, ¿eh? Ridícula.
Martal carraspeó, se quitó un guantelete y se frotó la cara sudorosa.
—Ivanr…
—¿Sí?
—Beneth está muerto.
Se la quedó mirando.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Durante la batalla.
Ivanr se volvió hacia las fuerzas que se iban reuniendo en el campo de batalla, los soldados que se abrazaban y vitoreaban, y se sintió desolado.
—Esto acabará con ellos.
—No, no lo hará —se obligó a decir Martal entre los dientes apretados.
Ivanr la miró, inseguro.
—No pensarás ocultarlo…
Los labios femeninos se tensaron de nuevo para dominar una respuesta airada.
—Yo no haría algo así. Y además, ya se ha corrido la voz. No, no acabará con ellos porque te tienen a ti.
Él la miró con cautela.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a su último deseo, la última orden que me dio. Que tú ocupes su lugar.
—¿Yo? Eso es ridículo. —Le pareció que Martal, en privado, estaba de acuerdo con él. Se planteó las palabras de la mujer: «la última orden que me dio». Solo lo hace por la fe extraordinaria que había depositado en ese hombre y la devoción que sentía por él.
¿Y él? ¿Él no tenía fe en nada? ¿En nadie?
Se examinó las manos: ensangrentadas, desgarradas y llenas de ampollas. Se las apretó.
—Bueno, quizá no debería estar en las líneas, de todos modos… es un sitio un poco incómodo para alguien que ha jurado no volver a matar.
La extranjera lo miró desde arriba con algo nuevo en los ojos.
—Sí. En cuanto a eso… no es muy común. Beneth no lo mencionó, pero ¿sabías que hace unos cincuenta años él hizo el mismo juramento?
Ivanr solo pudo quedarse mirando, sin habla. Martal volvió a ponerse el yelmo y retorció un puño en las riendas.
—No importa. Me tienes a mí para derramar la sangre. La Reina Negra será la asesina, el azote.
Ivanr la observó alejarse a caballo y se preguntó si había oído en ese tono algo más… ¿el chivo expiatorio? Todo un misterio, sin duda, esa videncia. Se le ocurrió que quizá ella no estaba disfrutando de su papel mucho más que él. ¿Y cuál es mi papel? ¿Qué era lo que hacía Beneth? No tengo ni idea. Todos esos dioses extranjeros… Tengo que encontrar a la hermana Gosh.
El sacerdote de Sombra, Warran, condujo a Kiska y Jheval por el campo de dunas hasta que salieron a una especie de desierto plano de rocas negras hechas pedazos sobre una capa arcillosa dura. La tormenta salpicada de relámpagos de la espiral corría por delante, parecía tan cercana que Kiska tenía la sensación de que podía estirar la mano y tocarla.
Los dos grandes cuervos continuaban con ellos. Avanzaban por las alturas y de vez en cuando se precipitaban sobre el sacerdote y graznaban sus burlas. Warran hacía caso omiso de ellos, o por lo menos lo intentaba, la espalda tensa, los hombros altos y rectos como si con solo el deseo pudiera espantar a los pájaros.
Tras un rato, Jheval al fin dejó escapar un suspiro de impaciencia y señaló.
—Muy bien, sacerdote. Ahí está. Nos has guiado hasta un frente que va de horizonte a horizonte y que muy difícilmente nos habríamos saltado. Ya has cumplido. Ahora puedes irte.
El sacerdote guiñó los ojos como si viera el frente alto como una montaña por primera vez.
—Creo que yo voy también —dijo.
—¿Vienes también? —Jheval le hizo un gesto a Kiska para que dijera algo.
—No tienes que hacerlo —sugirió ella.
Warran hizo un ademán de desprecio.
—Oh, no pasa nada. Quiero ir.
—¿Quieres ir?
—Oh, sí. Siento curiosidad.
Jheval le lanzó a Kiska una mirada furiosa. Es culpa tuya, le decía con los ojos.
—¿Curiosidad? —preguntó la chica.
—Oh, sí. —El sacerdote se acarició las mejillas sin afeitar y entrecerró los ojos pequeños y brillantes—. Para empezar… ¿qué pasó con los peces?
Jheval amagó con darle una colleja al tipo. Kiska le lanzó una mirada asesina al nativo de Siete Ciudades.
—Creo —dijo con tono lento y suave— que deben de estar todos muertos.
Warran examinó a Kiska con atención, como si estuviera calibrando su inteligencia.
—¡Pues claro que están muertos, so loca! ¿Qué tiene eso que ver?
Kiska se quedó atrás, junto a Jheval, y los dos compartieron una mirada; la de Kiska, irritada; la de Jheval, astuta.
Voluta a voluta, amontonando nubes sobre nubes, la espiral iba alzándose por el cielo apagado de la senda hasta que fue como si se inclinara sobre ellos. Cuanto más se acercaban, más se semejaba al frente de una tormenta de arena agitada, aunque pareciera inmóvil. Atravesaba el paisaje como una cortina de polvo y tierra que siseaba con luz trémula.
—¿Podemos cruzarlo? —dijo Kiska, que tuvo que levantar la voz para que se la oyera por encima del rugido de la catarata.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —respondió el sacerdote, molesto.
Los cuervos bajaron en picado, los pasaron de largo y se posaron en un lado, donde algo pálido yacía medio enterrado en las arenas. Lo picotearon en busca de comida y Kiska se lanzó a la carga. Agitó los brazos y chilló hasta que los expulsó de donde se habían encaramado, lo que parecía el cuerpo de un enorme mastín.
Jheval se acercó corriendo con los manguales en los puños.
—¡Cuidado!
Kiska se arrodilló junto a la bestia y le acarició la cabeza; estaba viva, y pálida, tan blanca como la nieve bajo la suciedad y el polvo.
—Un mastín blanco —caviló Jheval—. Jamás he oído hablar de nada parecido. —Le hizo un gesto al sacerdote para que se acercara, pero el tipo se negó en redondo. Se quedó allí solo, encorvado y desaliñado, parecía el superviviente de un naufragio. El mastín jadeaba con la boca abierta, los labios dejaban al aire las encías negras y los temibles dientes de un dedo de largo—. ¿Está herido?
Kiska le pasó las manos por los flancos.
—No veo ninguna herida. Quizá esté agotado.
—Bueno, no hay nada que podamos hacer.
—No. —La chica acarició la cabeza del animal—. Supongo que no. Una hermosa bestia.
Jheval lanzó un bufido.
—Letal.
Lo que había en la bolsa que Kiska llevaba al costado se estaba revolviendo, como si estuviera impaciente, así que la guerrera se levantó.
—Deberíamos cruzar.
Jheval señaló con gesto impotente la tormenta.
—¿Y qué hay al otro lado? ¿Hay algo? Nos perderemos en este frente, igual que en casa.
Kiska quitó la tela del yelmo y se envolvió la cara con ella.
—Tiene que haber algo. El mastín salió de ahí.
—¡Sí, pero huyendo!
Un encogimiento de hombros fue toda la respuesta de Kiska a esa incógnita.
Con una mirada furiosa de irritación, Jheval se desató la faja, que resultó ser una tira muy larga de seda roja tejida, y le ofreció un extremo a Kiska, extremo que esta se ató al cinturón.
—¿Y qué hay del sacerdote? —preguntó ella.
El guerrero hizo una mueca.
—Si lo perdemos, lo perdemos. Algo me dice, sin embargo —añadió con tono amargo—, que no vamos a tener tanta suerte.
—Muy bien. —Kiska se encorvó, se llevó un brazo a la cara y se metió el bastón bajo el otro, como si fuera una lanza.
Antes de que el muro de polvo revuelto se la llevara, Kiska lanzó una última mirada al sacerdote. Estaba inmóvil, como si se debatiera, volvía la vista para mirar a Sombra y después los miraba a ellos. Kiska lo instó a avanzar con un movimiento del bastón y luego tuvo que apretar los ojos para defenderse de la tormenta de polvo.
El paso por la barrera, o el frente, o lo que fuera, llevó mucho menos tiempo de lo que Kiska había anticipado. En el interior iba tensa, lista para un ataque, aunque no hubo ninguno. Lo único que observó fueron voces o notas dentro del viento desbocado. Llamadas, o llantos, o simples balbuceos. No sabía qué pensar. En un momento dado creyó que estaba viendo visiones cuando, a lo lejos, o eso parecía, unas formas inmensas se pusieron a luchar: una era una forma amorfa que se alzaba con múltiples miembros; las otras dos, oscuras como la noche. Le pareció que las dos formas negras como la noche se comían a la monstruosidad más grande. Muy pronto salió tropezando al aire quieto y despejado y se encontró sobre roca desnuda.
Se bajó el pañuelo de la cara. El polvo se desprendió del manto y de la armadura y cayó flotando directamente en el aire muerto.
Se estremeció cuando Jheval empezó a desatar la cuerda que llevaba en el cinturón, pero después se relajó y le permitió la intimidad.
—¿Dónde estamos? —dijo sin aliento, perpleja.
El hombre miró a su alrededor con los ojos entrecerrados.
—No lo sé. Pero no me gusta.
—¿Es el Abismo?
—No —respondió una tercera voz y los dos se volvieron, allí estaba el sacerdote. La suciedad le cubría las túnicas y el estrafalario pelo gris. El tipo se sacudió como un perro y levantó una nube de polvo—. Aunque ahora está cerca. Más cerca de lo que quisiéramos. Esto sigue siendo Emurlahn, ahora una región fronteriza con Caos. Sin formar, volviendo a enfangarse en lo incipiente. —Los ojos del sacerdote se apretaron en una mueca de furia, casi cerrados del todo—. Perdido ahora para Sombra.
Por un instante Kiska creyó haberlo visto antes en alguna parte. Entonces el hombre miró a su alrededor, confuso.
—No veo ningún pez…
Lo que Kiska llevaba colgado se retorció y empezó a empujar los costados del saco de arpillera. Kiska se arrodilló.
—Supongo que ahora es tan buen momento como otro cualquiera. —Jheval se acercó con una mano, observó ella, en la daga que llevaba en el cinturón. Kiska posó la bolsa en el suelo, bolsa que abultaba y movía lo que fuera que hubiera dentro. Desató el cordón y se irguió. La criatura se liberó de la tela basta. Parecía una escultura de ramitas y tela, con forma de murciélago alado y una especie de vida propia. Se lanzó por los aires, agitando aquellas alas de tela raída.
Aleteó alrededor de los tres, tan ágil como un murciélago o una polilla. Y entonces, de repente, los dos cuervos estaban entre ellos, precipitándose, chasqueando los picos negros. Kiska alzó los brazos.
—¡No!
La criatura saltó sobre la cabeza de Warran y se le agarró al pelo con los dedos de ramitas, gorjeando con tono furioso. El sacerdote bramó y se puso a dar saltos. Echó a correr cegado por el pánico, dando manotazos a la criatura mientras los dos cuervos volaban en círculos sobre él y lo hostigaban. Kiska y Jheval lo observaron irse agitando los brazos y desaparecer entre las rocas.
Kiska miró a Jheval, insegura.
—A veces creo que ese tipo es mucho más de lo que parece… y otras, mucho menos.
—Yo creo que ha perdido la cabeza —murmuró Jheval. Examinó el horizonte y después señaló—. Hay algo.
Kiska se protegió los ojos, aunque la luz era difusa. Había una mancha a lo lejos, un punto oscuro, bajo en el horizonte, como una nube de tormenta.
—Bueno… Warran salió corriendo en esa dirección, más o menos.
Jheval se encogió de hombros y echó a andar. Kiska lo siguió, los brazos rodeando el bastón que se había vuelto a poner sobre los hombros.
Tras un rato, la especie de murciélago regresó para dibujar círculos alrededor de Kiska y luego salió volando otra vez hacia la mancha en el horizonte. Se toparon con Warran, que se estaba abanicando sobre una roca. De los cuervos, Kiska no vio señal alguna. Jheval bajó la cabeza y miró por un momento al sudoroso sacerdote, que se había quedado sin aliento.
—Quizá deberíamos descansar aquí —dijo después.
—Yo no estoy cansada —dijo Kiska.
—Quizá no. Pero quién sabe cuánto tiempo ha pasado. O —y la miró a los ojos— cuándo tendremos otra oportunidad.
Kiska rezongó un poco y accedió.
—Nuestro guía…
—No me cabe duda de que regresará.
—Sí. Dormid —los instó Warran, más animado—. Yo haré guardia.
Jheval y Kiska compartieron una mirada.
—Yo iré primero —dijo Jheval.
Kiska colocó su manto y dejó el bastón y los cuchillos sobre su cinturón, junto a ella. Después se acostó de lado e intentó descansar.
Le pareció que solo un instante después alguien le sacudía la bota, levantó la cabeza y vio que Jheval le hacía un gesto para que se levantara. Estaba más oscuro, no como la noche en sí, del mismo modo que la luz del «día» tampoco lo era exactamente. Kiska se incorporó al tiempo que Jheval se sentaba. Había algo en la expresión del hombre cuando las dos miradas se encontraron. ¿Asombro? ¿Aprensión? Kiska no habría sabido decirlo con exactitud. En cualquier caso, con un asentimiento, dirigió la atención de su compañera hacia un lado y después se acostó. Ella se levantó y recogió sus armas.
Encontró a Warran de pie, en ese lado, pero era obvio que el sacerdote no era a lo que se había referido Jheval con el gesto de la cabeza, era en lo que el propio Warran había clavado los ojos, muy a lo lejos.
Por un momento, la extraña línea del horizonte la confundió, hasta que recordó que estaban en Caos y por tanto no tenía por qué tener sentido para ella. El cielo oscurecido estaba dominado por unas cortinas onduladas de luz, como las que había visto en el estrecho de las Tormentas en su juventud. Pero esas luces dibujaban círculos y bailaban alrededor de un punto negro en el cielo, cerca del horizonte. Quizá estaba confundida, pero le parecía como si la tierra en sí se curvara para encontrarse con lo que fuera.
—¿Es eso? —le preguntó a Warran en voz muy baja—. ¿La espiral?
Él asintió.
—Sí. Eso es. Y al parecer no termina en Caos. Parece que roza el Abismo. La propia no-existencia.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que el agujero se lo está comiendo todo. Caos incluido.
Al principio Kiska rechazó el melodramático pronunciamiento del hombre. ¡Era ridículo! Sin embargo, el Caos era algo. Un algo sin forma u organizado de un modo diferente que ella llamaría caótico. No la nada. Eso era fuera. Más allá. El abismo infinito.
Dioses del cielo y del inframundo. Infinito. ¿Significaba eso insaciable? ¿Quizá nunca llegaría a parar? ¿Tayschrenn estaba de algún modo implicado en tal… tal defecto de la existencia?
¿O era su primera víctima?
—Sí, todo —continuó Warran, y miró aquel cardenal lejano como si fuera una afrenta personal—. Incluso todos los peces.
Bakune no pensaba que perdía el tiempo mientras esperaba la víspera del nuevo año, el Festival de la Renovación. Rondaba la sala común del Gallinero del Marinero, o lo de Hombrehueso, como lo llamaba todo el mundo, y escuchaba el bullicio y murmullo de los tratos ilícitos que lo rodeaban. Y luego, poco a poco, cuando se fue convirtiendo en una cara familiar, empezó a hacer preguntas. Y en menos de una semana, se enteró de más cosas sobre las costumbres, preferencias y operaciones del mercado negro rooliano y su contrabando de lo que había reunido en toda una vida administrando justicia desde las cortes civiles. Al principio echaba pestes de Karien’el. Tenía la sensación de que había sido la mascota del tipo: solo le daban lo que el capitán quería que se persiguiera. Pero luego, cuando tuvo más tiempo para reflexionar, se dio cuenta de que buena parte de la culpa era suya.
Cosa que comprendió de verdad una noche mientras se encontraba con el capitán jasstonés de una gabarra que cubría la ruta de peregrinos principal del Rizo, de Dourkan a Mare. El tipo, Sadeer, era grosero, glotón y olía a cabra, pero le encantaba hablar, sobre todo si el público sabía apreciar su sabiduría.
—Esos peregrinos —anunció Sadeer al tiempo que eructaba y se limpiaba los dedos en las mangas—, nos alimentamos de ellos. Son nuestra comida.
Bakune alzó una ceja.
—¿Sí? ¿Y eso?
El gordo capitán hizo un gesto como si abarcara la ciudad entera y más allá.
—¿Qué sería esta ciudad más que una miserable aldea de pescadores si no fuera por el famoso Claustro y Asilo? ¿Qué demanda habría de mi pobre navío? Nos alimentamos de ellos, ¿no lo ves?
—Su oro es muy necesario, sí —admitió Bakune mientras le daba un sorbo a su bebida.
Sadeer se atragantó con un bocado de pescado frotado con especias e hizo un gesto furioso.
—No, no —consiguió decir por fin y después se tomó una copa de vino de un trago—. Yo no me refiero a eso. El oro no es más que una medida, ¿ves? La transferencia sin sentido de monedas de una bolsa a otra es solo una medida de intercambio acordada de forma mutua. El valor importante se encuentra en otro lado…
Bakune picó, claro.
—¿Y dónde?
Sadeer meneó un dedo gordo como una salchicha.
—¡Ajá, amigo mío! Has dado en el clavo. El verdadero valor, la medida más profunda, es la atención. La atención y la relevancia. Al final, eso es lo que importa de verdad. La falta de oro, la condición de pobreza, eso se puede remediar. ¿Pero la falta de atención? ¿De relevancia? Eso es mucho más difícil de superar. Son, de hecho, terminales.
—Entiendo… creo.
El capitán jasstonés se escarbaba entre los dientes con una astilla de marfil.
—Exacto. La verdadera economía es la relevancia. Una vez que se te considera irrelevante, estás fuera.
Esa misma noche, más tarde, después de que Sadeer se hubiera levantado con un eructo y hubiera salido con paso pesado en busca de algún burdel, Bakune se quedó sentado en la mesita, pensando. Atención. No había prestado atención. O, como le venía bien, había hecho la vista gorda con lo que no quería perseguir. Ese era su fallo. Una visión restringida… ¿y no era justo de eso de lo que lo había acusado el sacerdote?
Dos días después llegó el Festival de la Renovación. Lo de Hombrehueso estaba atestado. No era un día, ni una noche, para ser extranjero en las calles de Banith (ni en todo Rool, si a eso se iba). A menos que uno llevara el taparrabos del penitente. Desde la puerta, Bakune observó los iconos sagrados que desfilaban en procesión por las calles sobre sus voluminosas andas sostenidas en alto por hordas de devotos que competían por el privilegio, algunos incluso terminaron pisoteados en un éxtasis de fervor. Varias andas llevaban a niñas o niños pequeños envueltos en la seda blanca de la pureza, espolvoreados con los pétalos rojos del sacrificio. Gotas de sangre salpicaban las sedas de algunos, y chorreaban de las estipuladas heridas en las muñecas y el cuello.
Bakune hizo una mueca. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto antes? Los niños, los pétalos rojos que simbolizaban la sangre, las heridas. Todo prescrito. Todo transmitido como un antiguo ritual. ¿Qué era todo eso más que una representación más sofisticada de lo que en épocas anteriores se había hecho de verdad? Filas de penitentes seguían a las andas, marchando al unísono, desnudos salvo por los taparrabos, cada uno empuñando un látigo o una cadena y azotándose la espalda a la vez tras cada uno de los lentos y medidos pasos que subían por el camino procesional que llevaba a las puertas del Claustro.
La sangre fluía de verdad. Nada de sustituciones. Nada de delicado simbolismo ilativo. La carne se desgarraba. Un brillo carmesí manchaba las espaldas de aquellos hombres. Les bajaba por las piernas y pintaba sus huellas de rojo. Bakune se estremeció cuando unas gotas frías le dieron en la mejilla. Levantó una mano y examinó los rastros que le manchaban los dedos.
Estoy implicado. Marcado como cómplice y encubridor. Sentenciado. Mis manos están igual de rojas.
Incapaz de soportar la visión, entró en el establecimiento.
Se quedó en la barra de la sala común de techos bajos y vislumbró al propio Hombrehueso sentado en una esquina: calvo, sudoroso, nada más que piel hueca y huesos; de ahí el nombre.
—No es una buena noche para salir —rezongó una voz junto a Bakune y este se volvió: el sacerdote había salido de la habitación que compartían.
Bakune hizo una seña para que le sirvieran un vaso de vino.
—¿Es que todo el mundo conoce mis planes?
—No son tan difíciles de adivinar.
—¿Quieres disuadirme?
Una lenta negación con la cabeza.
—No. Iré contigo.
—¿Vendrás? ¿Por qué?
—Me vas a necesitar.
—¿Para qué?
—Por si lo consigues.
Bakune estudió al tipo: la postura de batracio achaparrado que en lugar de transmitir debilidad o lentitud, de alguna forma daba la impresión de poder contenido.
—Y si vienes tú, entonces también viene tu enorme compañero, Manask, ¿no?
El hombre hizo una mueca de irritación.
—Sí. Pero en una noche como esta… se puede decir que pasaría desapercibido.
Pero Bakune no escuchaba; estaba intentando recordar algo que sabía a medias. Algo sobre dos hombres, un sacerdote y un gigante. Algo sobre la primera invasión…
—¿Luchaste en las primeras invasiones?
La mirada del hombre se deslizó hacia la puerta abierta, donde las hordas todavía bordeaban el camino y el ocasional icono o estatua de la Señora pasaba bamboleándose por encima de las cabezas de la multitud.
—Eres rooliano —dijo—. ¿Qué piensas ahora de tu pintoresco festival local?
Bueno, así que cambiamos de tema. Muy bien… de momento.
—Me asquea —respondió Bakune con aspereza, y se tomó el vino.
La mirada entrecerrada que todo lo sopesaba volvió a posarse en Bakune.
—Asco… ¿eso es todo?
Bakune lo pensó. Examinó su vaso vacío. No. Había algo más que eso. Mucho más.
—Me aterra —admitió.
El sacerdote asintió con gesto de profunda comprensión.
Al atardecer, Hyuke y Puller se plantaron delante de la mesa de Bakune y se sentaron con un golpe seco.
—¿Cuál es el plan? —preguntó el sargento. Se estaba tirando cacahuetes a la boca uno por uno y escupiendo las cáscaras al suelo. Los frutos secos le manchaban la boca de rojo.
—Vigilar —dijo Bakune, e hizo una mueca de repulsión al ver los labios, los dientes y la lengua del hombre, de color carmín.
—¿Eso es todo? ¿Y si pica algo?
—Entonces capturar.
Los antiguos guardias se dieron unos codazos y se guiñaron el ojo.
—¡Vivo! —dijo Bakune.
Los dos perdieron las sonrisitas de satisfacción.
—¿Tenéis vuestras porras?
—Sí. Las tenemos.
—Y el sacerdote también vendrá.
—Aghh —gruñó Hyuke—. Eso significa el grandullón.
—¿Lo habéis visto?
Hyuke lanzó una mirada que preguntaba hasta qué punto podía ser estúpido.
Bakune tosió en el puño. Ya. ¿Cómo no ver a ese ladrón?
Puller se había estado pellizcando el labio inferior.
—¿Dónde? —preguntó de repente.
—¿Dónde qué? —dijo Hyuke, irritado—. ¿Dónde lo vimos? Cuando se escapó. Ahí. «Eludir la persecución», lo llamó él. ¡Tirar a un tío de un tejado! Pues claro que así se elude la persecución.
—No, no. Eso no. Y además, tampoco te hiciste tanto daño. No, lo que quiero decir es ¿adónde vamos?
Hyuke miró furioso a su compañero.
—Ya. Eso. —Y miró a Bakune.
El examinador visualizó su mapa. Había sido inútil que se lo llevaran, comprendió, él tenía cada detalle grabado en la mente.
—Vigilaremos el camino del sur.
Hyuke asintió con un gruñido malhumorado y escupió más cáscaras en el suelo.
El sacerdote lo estaba esperando en la cocina. La vieja cocinera (cuyo nombre Bakune todavía no había descubierto) los miró a los dos como si fueran pollos listos para descuartizar. Bakune se despidió de la mujer con una inclinación cauta y los dos se apresuraron a salir al callejón. Se quedaron en las calles menos concurridas, pero incluso allí el ruido era ineludible, un rugido constante y bajo puntuado por vítores y cánticos.
A medida que se iba profundizando el crepúsculo, las hogueras iluminaban la noche en los cruces principales. Las multitudes las rodeaban, canturreando oraciones para invocar la renovación y el regreso de la Señora. Bakune vio entonces el fallo del plan. La tradición dictaba que esos fuegos se mantuvieran encendidos toda la noche. Los más devotos los rodearían de forma continua en un lento arrastrar de pies que duraría hasta el amanecer. El Claustro estaría atestado de peregrinos y todos los sacerdotes tendrían que ponerse a llevar a cabo purificaciones y bendiciones.
Esa noche sería demasiado ajetreada, maldita fuera. Aun así, ¿no era la tapadera perfecta para cualquiera que quisiera escabullirse o pasar desapercibido entre las hordas y el tumulto? ¿Qué hacer? Se inclinó hacia el sacerdote.
—Desde aquí no vemos nada.
El sacerdote asentía. Se subió la capucha y le hizo un gesto a Bakune para que siguiera. Se unieron a las muchedumbres que se abrían paso a empujones calle arriba y abajo. Los vendedores ambulantes agitaban carnes asadas en espetones y los amuletos habituales, cuentas, bálsamos curativos bendecidos y otras baratijas.
La multitud se hizo más densa y los fue empujando. Ni siquiera los empellones no demasiado delicados del sacerdote podían liberarlos. Bakune oyó cánticos más adelante y cuando las palabras emitidas por cientos de gargantas se aclararon en su mente, el vello de la nuca se le puso de punta.
«¡Quémala!», era el cántico. «¡Quémala!»
Bakune miró al sacerdote, horrorizado. El otro siguió avanzando y arrastró a Bakune tras él. Ante un alto montón de helechos y leña, dos guardianes de la fe sostenían a una chica que vestía una combinación blanca desgarrada. Tenía el pelo ensortijado y desastrado, una mestiza malazana. Estaba sollozando y tenía las muñecas atadas.
—¡No! —Bakune oyó el gruñido amortiguado y desgarrado del sacerdote.
—¡A esta la conocéis muchos de vosotros! —gritaba uno de los guardianes—. ¡Largo tiempo ha predicado contra la Señora! ¡Adopta dioses extranjeros! En la época de nuestros padres la habrían purificado hace ya mucho… ¡pero hemos descuidado nuestro fervor! —El hombre señaló al este—. Y mirad cuál es nuestra recompensa. Nuevas invasiones. ¡El insulto de la ocupación extranjera!
Alzó las dos manos sobre la ya silenciosa multitud.
—¡Amigos míos, nos están castigando! ¡Sí, castigando! Pues hay faltas en nosotros. Hemos sido negligentes. Demasiados de nosotros defendemos solo de boquilla a nuestra guardiana, nuestra libertadora, ¡nuestra única protectora! La Señora nos está dando la espalda, y con razón…
Le cogió una antorcha a un hombre que estaba junto a él.
—Debemos consagrarnos de nuevo. Demostrar nuestra devoción con sangre… y con sacrificio… —Empujó a la chica sobre el fardo de ramas apiladas. La chica yació allí sollozando, quizá enloquecida de miedo. El hombre arrojó la antorcha en la leña.
Bakune se quedó mirando, horrorizado, paralizado de incredulidad. ¿Cómo era posible que una barbaridad tan aterradora pudiera estar ocurriendo ante sus ojos? ¿No estaban todos por encima de cosas así? ¿No iba a impedirlo nadie?
Las llamas saltaron y después, casi de inmediato, cayeron. Fue como si algo las absorbiera y apagara. Junto a Bakune, el sacerdote había dado una fuerte palmada. Bakune se lo quedó mirando, como muchos otros junto a ellos.
Oh, no. ¿Más que un simple sacerdote?
Los dos guardianes compartieron una mirada desconcertada y después escudriñaron la multitud.
—¿Quién hay aquí? —exclamó uno—. ¡Revélate!
Una mujer que estaba junto al sacerdote señaló de repente y se puso a gritar.
—¡Fue este! ¡Lo vi yo! —Hizo una señal contra el mal con la mano pegada al pecho. A Bakune le pareció prudente unirse a la multitud que se iba apartando del hombre.
Un guardián se abrió camino a empujones.
—¡Retenedlo!
—¡Ja, ja! —bramó un vozarrón y una figura gigantesca se irguió entre la multitud y se quitó el manto de un tirón—. ¡Mi distracción funcionó! —Manask dio un largo paso hacia los helechos amontonados—. ¡Y ahora, mientras todos los ojos miran hacia otro lado, yo me llevaré a esta inocente!
Todo el mundo se quedó mirando la extraña aparición.
—En el nombre de la Señora, ¿se puede saber quién eres? —preguntó el otro guardián. A modo de respuesta, Manask lanzó al hombre a la multitud de una patada. Después se echó la chica al hombro y lo siguió. Los peregrinos lo agredieron con bastones y palos, pero todos los golpes rebotaban en la rotunda figura. El gigante continuó avanzando como un toro y la gente empezó a caer como hierba seca ante él.
—¡Y ahora me escapo sin que nadie me vea! ¿Dónde se ha ido ese fantasma?, dice, asombrada, la multitud… —Derribó una puerta y se metió dentro. El sacerdote se apretó la frente con una mano como si prefiriera no ver.
Los guardianes llegaron a la puerta.
—¡Tras él! —gritó uno y empujó a otro tipo hacia la puerta. Pero ninguno parecía dispuesto a perseguir una presa tan gigantesca. Con un gruñido, los dos se precipitaron dentro.
—¡Dispersaos ya! —chilló de repente el sacerdote con una voz sorprendentemente fuerte—. Id a casa y examinad vuestras conciencias, ¡todos y cada uno de vosotros! ¿Y si esa hubiera sido vuestra hija, vuestra esposa, o vosotras mismas sobre esas llamas? ¿Entonces qué?
Los peregrinos más cercanos se volvieron contra él. Los que llevaban palos los sostuvieron con tal fuerza que se les quedaron los nudillos blancos. El sacerdote les devolvió las miradas furiosas con calma, casi con arrogancia. Cruzó los gruesos brazos. Uno por uno, la multitud fue menguando hasta que todos se habían ido. Bakune y el sacerdote se quedaron solos en la oscura plaza, ya era medianoche. Solos salvo por dos figuras que tenían enfrente, sentadas en los escalones de piedra de una panadería, las cabezas echadas hacia atrás como si durmieran: Hyuke y Puller.
El sacerdote suspiró e hizo un gesto para invitar a Bakune a acompañarlo a la puerta abierta. En el segundo piso encontraron a los dos guardianes inconscientes y atados. Manask se hallaba ante una ventana, comiendo una cuña de queso. La chica yacía en un catre infantil. Bakune se reunió con Manask y se asomó con aire nervioso a las calles.
—Vendrán más —advirtió.
—Están demasiado ocupados, creo —respondió el sacerdote. Se sentó en el catre y le quitó a la chica el cabello de la cara—. Ella —susurró con suavidad—. Ven a mí.
Los párpados aletearon. Un jadeo y el pecho subió y bajó. Los ojos se abrieron, salvajes, blancos, y después encontraron al sacerdote. Los miembros temblorosos se calmaron.
—Lo siento tanto —susurró la chica—. Lo intenté. De verdad. Lo hice. Después de que desaparecieras, recogí tu mensaje. Vinieron a por mí, pero yo no soy tan fuerte como tú.
Él le rozó la frente.
—No deberías haber tomado la carga, Ella. No era esa mi intención… Soy yo el que debería sentirlo. Debería haberme dado cuenta.
La chica se incorporó y lo cogió por el brazo.
—¡Te han visto! ¡Debes ocultarte!
El sacerdote se desprendió de la mano con gesto suave y se levantó.
—No. Se acabó huir u ocultarse. De hecho, creo que debería haber actuado hace mucho tiempo ya. Sí. —Le apretó a la chica una mejilla con la mano—. Me voy a enfrentar al demonio en su guarida. Tú eres la que debe ocultarse. Vete al asentamiento que hay a las afueras de la ciudad. Allí encontrarás simpatizantes. Continúa la misión. En secreto durante un tiempo. ¿Tengo tu palabra?
—¡Te destruirá!
La sonrisa de sapo era tranquilizadora, y despreocupada.
—Ahora te tienen a ti, Ella. Ya no soy necesario.
Era obvio que la chica quería discutir, pero era obvio también que respetaba los deseos del sacerdote, así que se quedó en silencio con las lágrimas corriéndole por las mejillas. El sacerdote fue a la ventana donde se encontraba Manask, que se estaba dando golpecitos en la mejilla con la cuña de queso y tenía el ceño fruncido.
—No tengo tan claro este plan, amigo mío —dijo Manask—. Tal y como yo lo veo, que te entregues nos da acceso al interior del Claustro. Una vez allí, mientras ellos están ocupados aguijoneándote con atizadores al rojo vivo y destripándote, yo limpio el tesoro. ¿Es ese el plan?
—Algo parecido —rezongó el sacerdote con una mirada furiosa.
—¡Ah! —Manask mordisqueó el queso—. Bueno, me gusta mi parte.
Bakune miró al sacerdote, inseguro.
—No irás a meterte de verdad en el Claustro, ¿no?
El sacerdote pareció distraído, la cabeza ladeada como si escuchara algún sonido distante.
—No, no en el Claustro —dijo con el ceño fruncido—. No es allí donde está… ¿Qué es ese ruido?
Bakune lo oía también. Un rugido, gritos. Una turba… disturbios.
—Las cosas se han descontrolado —murmuró.
—No. Peor que eso. Eso es terror auténtico. Ven. —Echó a andar hacia las escaleras, pero se detuvo y se volvió hacia la chica.
—Vete ya de la ciudad. No hables con nadie. Adiós, y que los dioses cuiden de ti.
—Adiós —consiguió decir la joven con voz ronca, apenas capaz de hablar.
En la calle, Hyuke y Puller los estaban esperando.
—Hay algo raro —dijo Hyuke con voz cansina. Los dos antiguos guardias estaban mirando a Manask con las porras en las manos.
Los ciudadanos pasaban corriendo, subían por las calles procedentes del puerto en un torrente cada vez más denso. Los gritos comenzaban a ser más claros e iban subiendo por la pendiente.
—¿Qué está pasando? —preguntó el sacerdote.
Hyuke estiró de repente una pierna y le hizo una zancadilla a un hombre, que cayó sin emitir ni un solo sonido. Quedó tirado de espaldas, intentando levantarse mientras Hyuke se lo impedía con el pie.
—¡Qué está pasando! —exigió saber Hyuke.
—Me gusta tu forma de engañar a la gente para sacarle información —dijo Manask—. Me recuerda a mis propias técnicas.
—¡Ya vienen! —jadeó el hombre, los ojos clavados pendiente abajo.
—¿Quién?
—¡Los jinetes de la tormenta! ¡Están aquí! ¡En el puerto! ¡Corred! ¡Es el fin del mundo! —Y el hombre apartó el pie de Hyuke y huyó como pudo.
—¿Jinetes aquí? —murmuró el sacerdote—. Absurdo.
La multitud se engrosó; todos pasaron corriendo sin hacerles caso. Bakune oyó más gritos advirtiendo sobre los jinetes de la tormenta. El sacerdote empezó a bajar contra la marea creciente de humanidad. Bakune lo siguió. Manask se fue dando pisotones por una calle lateral. Varios ciudadanos distraídos chocaron con el sacerdote, solo para rebotar como si se hubieran encontrado con un poste de hierro; Bakune siguió su estela. Había varias tiendas en llamas en el puerto, quizá obra de las hogueras abandonadas. Y allí fuera, más allá de los barcos de peregrinos anclados, en pleno azul celeste oscuro de la bahía, reposaba una veintena de veleros mucho más grandes.
No se parecían a ningún barco que Bakune hubiera visto jamás, y eso que había crecido junto al mar. Con tres mástiles y extraordinariamente grandes, con cascos pintados de oscuro y altos castillos en la proa.
—¿Qué son? —le preguntó al sacerdote.
Por primera vez Bakune oyó asombro en la voz del hombre cuando le contestó.
—Yo nunca los había visto en persona, pero encajan con las descripciones que he oído. Navíos moranthianos. Moranthianos azules. —El sacerdote lo miró, la expresión pasmada—. Están aquí los moranthianos, Bakune. Eso significa que han deshecho a los mare. Han atravesado el estrecho de Aguanegra.
Bakune solo pudo quedarse mirando al hombre mientras los ciudadanos pasaban empujándolos. Algunos llevaban bienes preciosos que habían cogido en el último momento, envueltos en telas o metidos en cestas. Bakune sabía adónde huían; donde terminaría la población entera de Banith, además de unos cuantos miles de peregrinos: clamando ante las puertas del Claustro. El mismo sitio al que tenía que ir él.
—Debo hablar con el abad.
—Me parece que el hombre está un tanto ocupado en estos momentos.
Bakune señaló el puerto.
—Debemos decidir cómo responder a esto. ¡Ni siquiera tenemos una milicia!
—No cabe duda de que los Guardianes ordenarán a todos que luchen a muerte.
Bakune se dio la vuelta para seguir la marea.
—No seas idiota.
Pudo captar la lúgubre respuesta del sacerdote.
—No lo estaba siendo.
Mucho antes de que hubieran subido lo suficiente por el camino de la Obtestación como para vislumbrar las altas puertas de cobre del Claustro quedó claro que el pánico y la confusión de la noche habían degenerado en terror abierto y disturbios. Habían comenzado los saqueos, los ciudadanos irrumpían en las tiendas para hacerse con las provisiones o los suministros que podían antes de encaminarse a la supuesta seguridad del Claustro, o de dirigirse al interior de la isla para huir de la costa.
Los dos guardias de Bakune caminaban a su lado, en la mano llevaban las porras, que balanceaban con gesto amenazante a la menor provocación. El sacerdote se adelantó; de momento nadie se había emborrachado con el pánico tanto como para atacarlo. Del gigante Manask no había señal alguna. Esta debe de ser su noche, la noche que el ladrón soñó toda su vida. La ley y el orden hechos pedazos. Todas las casas y tiendas abiertas para desvalijarlas. Así es como debe de ser un saqueo. Algo que en Rool no habíamos presenciado en generaciones.
Se abrieron paso por una curva del Camino y vieron una multitud arremolinada que llenaba el estrecho sendero como una cuña sólida que llegaba hasta las distantes puertas de cobre iluminadas por antorchas (y en ese momento cerradas a cal y canto). Ante la entrada, una masa de guardianes luchaba por contener a la multitud. Los bastones se alzaban y caían como guadañas. Todo el mundo rogaba que lo dejaran entrar, los brazos levantados, las manos suplicantes. Bakune se inclinó hacia el sacerdote.
—¡Por aquí es imposible! ¡Conozco otro camino!
El sacerdote asintió y se abrió paso a la fuerza entre la muchedumbre hasta un callejón lateral. Una vez dentro se volvió hacia Bakune y lo invitó a adelantarse. Bakune llamó la atención de Hyuke con la mirada.
—Los jardines.
—¿Ese muro bajo?
Bakune asintió.
Hyuke tiró de Puller por el camisote blando de cuero.
—Vamos.
Bakune y el sacerdote se apresuraron uno junto al otro detrás de los guardias.
—¿Adónde vamos? —preguntó el sacerdote.
—Hay un jardín grande dentro de los terrenos. Hay partes que dan a un muro exterior. Probaremos por ahí. Y tu amigo —añadió Bakune—. ¿Dónde está?
—Está con nosotros.
—¿En serio? ¿Una noche como esta? Tendría abierto cualquier edificio. Mercaderes de gemas, orfebres.
—Está convencido de que el Claustro se levanta sobre una montaña de riquezas. Nada podrá mantenerlo alejado de él.
Bakune no pudo resistir la tentación de hacer la pregunta que llevaba en su mente desde la primera vez que se había encontrado con aquel tipo asombroso.
—Entonces… ¿de verdad es ladrón?
El sacerdote lo miró con una ceja alzada.
—Se lleva dinero de otros. ¿Lo convierte eso en ladrón? Entonces también lo son la mayor parte de los abogados y los banqueros.
A Bakune esa explicación no le pareció convincente del todo, pero no dijo nada. Personalmente, él pensaba que el tipo saldría con las manos vacías de cualquier registro del Claustro. Aun así, todas esas contribuciones de tantos miles de peregrinos y devotos a lo largo de tantas generaciones… pero no, los costes operativos de un establecimiento tan enorme sin duda lo consumían todo.
Cuando llegaron al tramo de la calle en el que un muro recorría los jardines del Claustro, quedó claro que Bakune no era el único residente que había pensado en esa ruta alternativa. Escalas improvisadas se apoyaban en el muro de ladrillo, posesiones olvidadas salpicaban la calle. Los peregrinos extranjeros quizá hubieran ido a aporrear las verjas principales, pero los residentes de Banith habían optado por la puerta trasera. Hyuke se apoyó en una escala y la sacudió para comprobar su solidez.
—No entréis —les advirtió una voz ronca desde no muy lejos.
Todo el mundo se volvió; una anciana se había sentado en la sombra del muro.
—¿Por qué no? —preguntó Hyuke.
La mujer señaló arriba.
—No ha vuelto nadie. He llamado y llamado. Y hubo gritos. Terribles, eso eran.
—Hay pánico por todas partes —dijo Hyuke con aire despectivo.
—¿Dónde está todo el mundo, madre? —preguntó Bakune.
—Salieron corriendo. Huyeron cuando comenzaron los gritos.
Bakune sorprendió al sacerdote asintiendo.
—Quédese aquí, madre —dijo el hombre con suavidad—. Advierta a toda la gente que se vaya.
Entonces una gran voz bramó desde un callejón.
—¡No toquéis nada! ¡Puede ser una trampa!
El sacerdote se estremeció como si lo hubiera apuñalado y maldijo por lo bajo. Manask salió de la oscuridad con pesadas zancadas. Los dos antiguos guardias se dieron palmadas en las manos con las porras y apretaron las mandíbulas.
—¡Silencio ahora, todo el mundo! —gritó el gigante—. Esta es mi especialidad. ¡Yo treparé al muro! —El hombretón cogió la escala y entre gruñidos y forcejeos consiguió trepar. Los postes de madera se doblaban como arcos bajo el peso. Desde abajo, Bakune vio que las botas del hombre eran gruesas plataformas, quizá madera sólida o hierro. ¡No era de extrañar que pudiera derribar puertas a patadas! Debían de pesar tanto como azadones.
Con jadeos y gruñidos, el hombre se aupó a la cima del muro y se quedó sentado allí, sin respiración. En esa incómoda postura, su gruesa armadura acolchada se infló a su alrededor como un globo.
—¡Ajá! ¡He ascendido el muro! ¡Desde aquí, me adelantaré en secreto a explorar!
—¡No! —siseó el sacerdote—. ¡Espera, maldito seas!
Pero Manask ya había pasado los pies, se había dejado caer y había desaparecido. Un gran golpe seco resonó al otro lado. Seguido en breve por un bramido.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
Puller se estaba rascando la cabeza. Hyuke se metió la porra por el lazo del cinturón.
—Pues yo no pienso usar esa escala, ese tipo la destrozó.
Eligieron otra y los cuatro treparon el muro. Hyuke iba el primero y Puller el último. Los jardines estaban oscuros y tranquilos, teniendo en cuenta el tumulto que estremecía la noche detrás de los muros. Solo los holas aullados de Manask rompían el relativo silencio. Bakune encabezó la marcha hacia el Claustro.
Fue allí, en el sendero, donde se encontró con el primer cuerpo. Tropezó con él y cayó en un pequeño arbusto de hoja perenne. Hyuke lo ayudó a levantarse. El sacerdote examinó el cuerpo. Era un hombre de mediana edad, un ciudadano.
—No hay heridas —dijo.
—Entonces ¿qué pasó? —preguntó Hyuke.
—Le quitaron la vida.
—¿Quitado? ¿Cómo? ¿Quién?
El sacerdote no respondió. Señaló hacia delante, la sombra oscura del gran edificio que los esperaba.
—¿El Claustro?
—Sí —dijo Bakune.
El sacerdote echó a andar.
—Solo yo debería entrar.
Bakune lo siguió.
—¿Qué? ¿Después de todo esto? Tengo que ver al abad.
El sacerdote volvió la cabeza y lo miró, en sus ojos una expresión comprensiva.
—Puede que él no te vea a ti —rezongó, enigmático.
Los cuerpos se acumulaban sobre los senderos de grava y en los cuidados parterres. Yacían donde habían caído, sin ser molestados, como si durmieran. Al otro lado de los terrenos se oían golpes secos en la dirección de la verja principal. Las altas puertas tachonadas de hierro del Claustro en sí se encontraban abiertas de par en par. Unas pocas lámparas bajas resplandecían en el interior. El sacerdote se volvió hacia los antiguos guardias.
—Vigilad las puertas. No dejéis entrar a nadie.
Puller se estaba tirando del labio inferior; la mirada dubitativa de Hyuke se deslizó hacia Bakune. El examinador asintió. Se encogieron de hombros. Puller se apoyó en una puerta. El sacerdote entró y Bakune lo siguió.
—¿Y Manask? —susurró.
El sacerdote cogió la manga de Bakune y al examinador le asombró la fuerza del hombre cuando tiró de él hacia atrás con toda facilidad.
—No te preocupes por él. No deberías venir.
—Tengo que hacerlo. La respuesta a un misterio está aquí. Debo conseguirla.
—No es ningún misterio —rezongó el sacerdote—. Ya sabes la respuesta. Solo te niegas a verla.
Bakune sintió un gran bocado ácido en el estómago, hizo una mueca y apretó las mandíbulas. El sacerdote lo sujetó.
—Estás pálido, examinador. ¿Te encuentras bien?
Bakune asintió con aspereza, y le hizo un gesto al sacerdote para que continuara.
—Tengo que saberlo —jadeó entre dientes—. Por favor.
Aunque era obvio que muy a su pesar, el sacerdote accedió y soltó a Bakune.
—Si no te queda más remedio. Quédate detrás de mí.
Juntos recorrieron las salas y habitaciones del Claustro. El camino del sacerdote parecía llevarlo sin equivocarse a la capilla interior de Nuestra Señora la Santísima. No tardaron en toparse con más cuerpos.
—¡Estos son todos sacerdotes y acólitos de la Señora! —exclamó Bakune, conmocionado.
Los cadáveres yacían como muñecos retorcidos entre cajas caídas y cofres, fardos de ropas e incluso iconos de plata, todo revuelto.
—Parece que estaban haciendo las maletas —observó el sacerdote con tono seco. Bakune hizo una mueca al ver la sangre acumulada y coagulada alrededor de las bocas, los orificios de la nariz, los ojos vidriosos e incluso los oídos. Tragó saliva y notó el sabor a hierro en la garganta.
Cuando se acercaron a la capilla interior, los cadáveres se fueron acumulando en mayor número. Apilados, incluso. Mientras se abría camino entre ellos, Bakune supuso que estaba viendo a la mayor parte de la jerarquía de la abadía entera.
—¿Quién podría haber hecho esto? —susurró, asombrado. Una vez más, el sacerdote no respondió.
Llegaron a las puertas de la capilla, que se hallaban entreabiertas. El sacerdote tiró de una de las hojas y reveló una escena de devastación. Pesados bancos de piedra habían quedado esparcidos como juguetes. Unas manchas oscuras dibujaban ringleras en el resplandeciente suelo de granito pulido. Los cuerpos mutilados yacían empujados contra las paredes como si los hubieran aplastado los golpes de un gigante. El hedor a sangre y a fluidos corporales vaciados empujó a Bakune a taparse la nariz y la boca con una manga. Tras unos momentos, el sacerdote entró. Las sandalias provocaron ruidos secos en el suelo pegajoso y manchado de piedra. Bakune lo siguió, pues pese a que era lo último que deseaba, temía incluso más verse separado del sacerdote.
Algo más adelante, sentada en el blanco altar de mármol, bajo un amplio y reluciente tapiz que era una explosión de color con hebras de oro y plata, esperaba una figura diminuta. Una niña. Una niña pequeña con largo cabello negro que vestía la bata sencilla de una huérfana.
A la niña se le iluminó la cara con una sonrisa y se deslizó del altar.
—¡Ipshank! —pio, encantada—. ¡Has venido!
El sacerdote hizo una ligera reverencia.
—Mi señora.
Bakune se quedó mirando al hombre. ¿Ipshank? ¿Dónde había oído él ese nombre? ¡Claro! ¡El renegado! ¡Uno de los miembros más importantes de la jerarquía de la Señora, era el que había renunciado a su culto! Eso había sido durante la primera invasión. Los tatuajes de animal… se había convertido entonces a uno de los dioses extranjeros. Ahora empiezo a entenderlo todo.
Ipshank inclinó la cabeza y señaló los cuerpos tirados y encogidos entre la cantería rota.
—Ya veo que sigue tan impaciente como siempre.
La chiquilla dio una patadita en el suelo y el edificio entero se estremeció alrededor de ellos. Se desprendió polvo tamizado del techo oculto y unos bloques enormes de piedra chirriaron y cambiaron de posición. Los candelabros, colgados de largas cadenas en la oscuridad que reinaba arriba, se balancearon sobre ellos con un gemido.
—¡Querían huir! ¡Huir!
Bakune se tapó los oídos con las manos, era una agonía. Cayó de rodillas. Algo cálido le hizo quitar las manos… la sangre le manchaba las palmas. Una bruma rosada le empañaba la visión.
—¿Y este? —preguntó la voz de la niña.
—Tenía que ver con sus propios ojos aquello de lo que nadie podía convencerlo.
—Bueno, ya ha visto suficiente. —Un golpe como el empellón de un ariete apartó a Bakune, que chocó contra un banco de piedra caído y oyó crujir huesos. El dolor oscureció su visión durante un rato. Pero luchó por mantener la conciencia: ¡Tenía que ver! ¡Tenía que ser testigo!—. ¿Has reconsiderado mi oferta? —estaba diciendo la niña.
—Ya sabéis la respuesta a eso —dijo la voz áspera y ronca del hombre.
—Una pena. Ahora estás despojado de todo. Me traicionas a mí y luego a ese dios al que te adheriste… ante el que se retorcían gruñendo tus ancestros… La bestia… ¡lo rechazaste a él también! ¡Y qué honor te ofreció! ¡Destriant! ¡Archisacerdote! Y ahora lo han desposeído. ¿Y quién será el siguiente? De veras, siento curiosidad. ¿A quién acudirás corriendo ahora?
—A ninguno. He compuesto el mío.
Una carcajada muy poco femenina resonó por la capilla.
—¿El tuyo? ¡No puedes hacer eso!
—Lo he hecho. Y lo he enviado por el mundo para que se abra camino.
—Ya basta de tonterías, Ipshank. Renuevo mi oferta. Sé mi destriant. El poder que empuñarás será ilimitado. ¡Únete a mí! He encontrado a mi mago supremo. Y a mi espada mortal… ¿o debería decir lanza? Aguarda a mis enemigos en la muralla de las Tormentas. Juntos barreremos a esos invasores de nuestras costas.
—Lo siento, mi señora, pero ya es demasiado tarde para eso. Ya están aquí. Banith está indefensa. Debéis retiraros.
—¿Retirarme? ¿Irme? ¡Esto es mío!
El edificio se sacudió bajo otro golpe. El suelo rebotó, movió los restos esparcidos y el cristal se hizo pedazos en todos los muros. Un candelabro cayó y explotó en mil fragmentos. Algo húmedo alcanzó a Bakune, que volvió la cabeza, parpadeando y entrecerrando los ojos. Era un brazo. El brazo condujo a la túnica que vestía el abad Starvann Arl. El sacerdote tenía razón: ya no vería a Bakune. No salían piernas bajo esas túnicas húmedas y manchadas; y en el rostro barbudo, una expresión congelada de sorpresa. Sorpresa aturdida. Creías que podías controlarla, ¿verdad? Y quizá, con el tiempo, llegaste a pensar que estabas al mando. Llegaste a pensar que de verdad no era más que una niña. Pobre tonto iluso.
—¿No? ¿No queréis iros? Muy bien. —Unas sandalias golpearon el suelo húmedo y pegajoso. Unos brazos delicados levantaron a Bakune—. Quedaos entonces, si eso debéis hacer. Vienen de camino esos moranthianos inhumanos. Os dejo con ellos. Mucha suerte… Tengo entendido que no tienen sangre dentro de esas armaduras.
—¡No! ¿Cómo te atreves? ¡Te ordeno que te detengas!
Bakune observó la capilla girar a su alrededor mientras lo llevaban hacia las puertas.
—Adiós. Ni me imagino lo que os harán.
—¡Vuelve! —chilló la niña—. ¡Te exijo que vuelvas! ¡No me dejes!
Pasadas las puertas, estaban a medio camino por el pasillo cuando un gran chillido hendió el aire a su alrededor. Ese ruido casi inhumano fue como una pica que penetrara en el cráneo de Bakune, que aulló de dolor y se golpeó la frente con los cantos de las manos como si pudiese arrancarse las agujas de detrás de los ojos. El sacerdote, Ipshank, se detuvo y sacudió la cabeza para aclararla, después dejó a Bakune en el suelo.
—Espera aquí.
Bakune no podía hablar siquiera para responder. Se quedó tirado, apoyado contra el muro, jadeando de dolor.
Ipshank no tardó en regresar; traía a la niña pequeña en brazos, sin fuerzas.
—¿Está… muerta? —murmuró Bakune, y escupió un esputo de sangre.
Ipshank negó con la cabeza.
—No. Inconsciente. Despertará sin recordar nada. —Estiró un brazo y levantó a Bakune. El examinador se aferró al hombro del hombre para dar un paso cojeando—. Entonces… ¿quién es?
—Un simple recipiente. Un cuerpo utilizado y desechado. Un avatar, podrían decir algunos.
—Entonces… ¿qué hay de la Señora?
Se acercaban al vestíbulo de la entrada y el sacerdote miraba al frente, con el ceño fruncido y la expresión confusa.
—Está en otra parte, como he dicho.
Bakune también entrecerró los ojos: las puertas exteriores estaban cerradas y bloqueadas. Con Hyuke y Puller estaba Manask. Pero Bakune frunció el ceño porque parecía que los dos antiguos guardias estaban luchando por apuñalar al gigante con una lanza. Entonces la escena se invirtió en la desconcertada mente de Bakune y quedó claro que ambos hombres estaban luchando por arrancar una lanza incrustada en el pecho del hombretón. Hyuke tenía un pie apoyado en el estómago de Manask y estaba tirando mientras Puller subía y bajaba el astil a sacudidas. El propio Manask había pegado la espalda al muro y rodeaba el astil con los dos puños, la cara encarnada por el esfuerzo.
—¡Ajá! —exclamó al verlo—. ¡El hombre sagrado desciende de la montaña! ¿Qué sabiduría para nosotros, simples mortales?
—¿Has encontrado algo, Manask?
Los ojos del gigante fueron de izquierda a derecha.
—Pues… no. Nada. Nada en absoluto. Ni una sola cosa. Nada de sacos de bonitas gemas a buen recaudo en guaridas secretas. Nada de iconos de oro incrustados de joyas. ¡Muy raro, un claustro sin iconos! Ningún cofre de piedra oculto en los cimientos, lleno de monedas de oro y tan pesado que yo no podría moverlo. Una pena. En pocas palabras, salgo con las manos vacías. —Y soltó la lanza.
—¿Y esto? —Ipshank le dio un papirotazo al extremo del astil de la lanza.
—Una simple muestra de aprecio de los miles de devotos que nos rodean.
Ipshank alzó las cejas.
—Ah. Entiendo.
Hyuke miró a la niña.
—¿Quién es esta?
—Una superviviente —se apresuró a decir Bakune—. Todos los demás están muertos.
Ipshank lo observó por un instante sin decir nada. Después miró a Hyuke.
—Búscame un sitio donde la niña pueda dormir.
—Claro. Hay montones de habitaciones.
Bakune se dejó resbalar por una pared. En el brazo izquierdo tenía un dolor feroz y no podía moverlo. Sospechaba que lo tenía roto. Al final, Manask se las arregló para quitarse la lanza de la gruesa armadura; examinó la punta brillante de la hoja, impresionado.
—Esta casi me hizo cosquillas.
Bakune había estado estudiando la cara del hombre, bastante delgada y larga para alguien que se suponía que era gordo.
—Tú eres Hombrehueso, ¿verdad?
El hombre se cogió la gran mata de pelo tupido y le dio unos golpecitos.
—¿Qué es eso? ¿Hombrehueso? ¡Ridículo! —Se aclaró la garganta y miró a su alrededor. Bajó la voz y preguntó—: ¿No tendrás por casualidad un martillo y un cincel, verdad?
—No, ¿por qué?
—¡Por nada! Nada en absoluto. —Examinó la larga lanza, la hoja ancha y gruesa, y se frotó la barbilla—. Hmm. ¡Bueno, ahora que no mira nadie, me escabulliré sin que me vean! Allá voy, con sigilo, como una auténtica sombra. —Y el hombre se alejó dando pisotones por el pasillo.
Adiós, Manask. La mejor de las suertes con el absurdo plan que hayas tramado.
Bakune cogió un trozo de tela de la manga y se limpió la sangre que se le estaba secando en la cara.
—¿Qué están haciendo ahí fuera? —le preguntó a Puller.
El hombre frunció el ceño y lo pensó.
—Están sentados. Rezan.
Bakune asintió poco a poco.
—Bien. —Para este, nada de preguntas que supongan un desafío.
Regresó Ipshank y Bakune alzó una ceja a modo de pregunta.
—Está durmiendo.
—¿Y ahora qué?
El sacerdote miró a lo lejos, al frente, la boca ancha crispada.
—Esperar hasta que amanezca y luego sacarte de aquí.
Bakune, que se estaba limpiando las escamas de sangre de los oídos, hizo una pausa.
—¿Perdona? Ahora mismo no oigo muy bien. ¿Te refieres a… mí?
—Sí. A ti.
—¿Y para qué?
El sacerdote encontró una fuente de piedra tallada en la que se salpicó la cara.
—¿Para qué? ¿No se te ha ocurrido, examinador, que ahora eres la máxima autoridad de Banith? ¿Quién más debe negociar con los moranthianos?
Bakune se lo quedó mirando.
—¿Yo? ¿Negociar?
—Sí, y pronto.
—¿Pronto?… ¿Por qué?
Ipshank se apretó la frente con los dedos y suspiró.
—Antes de que lo haga otra persona.
—¿Otra persona? ¿Pero quién iba a hacerlo?
El sacerdote bajó la cabeza y lo miró como si quisiera ver si hablaba en serio.
—Hombrehueso, por ejemplo. Quizá se le ocurra bajar él mismo al puerto.
Bakune se levantó con una sacudida.
—¡No! ¡Por todos los dioses, él no! Debemos irnos.
Ipshank asintió con gesto firme.
—Si usted está al mando ahora, ¿puedo ser capitán? —exclamó Hyuke desde las puertas—. Es decir… tiene que contar con algo más que con un sargento para protegerlo. Hay que impresionar a esos paletos de moranthianos y eso.
Con una sonrisa maliciosa ante la incomodidad de Bakune, el sacerdote señaló pasillo arriba.