La historia no consiste más que en las mentiras que nos contamos para justificar el presente. |
Libro del conocimiento prohibido Odwin Innist, erudito condenado |
Año 33 de la ocupación malazana
Año korelriano 4178 D. M.
Norte de Elri, isla de Korel
Tras la décima oleada de la noche, el lord protector Hiam descubrió que le fallaba la resistencia. Tiempos había habido en los que podía aguantar dos turnos de combates continuos sin que le afectara el esfuerzo. Pero en la parada debilitada de la estocada de un jinete, la criatura a punto estuvo de arrancarle la lanza de la mano y vio al instante que no duraría hasta el amanecer.
Abandonó el contraataque y se contuvo en su lugar, conformándose con dejar pasar a ese jinete. Los hombres de su escolta instaron a la criatura a seguir. Pero no hubo tiempo para recuperarse porque la siguiente ola llegó rompiendo a mucha más altura de lo que recordaba jamás en días tan tempranos de la estación. La ola inundó las defensas inferiores. Hiam bajó a la carga hacia donde los elegidos chapoteaban en el agua gélida que les llegaba a la rodilla. Los jinetes recorrían los matacanes exteriores. Su armadura de hojuelas parecidas a conchas colgaba como faldas harapientas hasta las aguas. Dejaron caer las lanzas y sacaron espadas largas con filo de sierra.
Él y sus seis guardaespaldas se estrellaron contra los jinetes como una ola también. Hiam se abalanzó contra uno por lo alto para atraer su parada mientras su escolta lanzaba una estocada baja y empalaba al demonio, que gruñó y cogió la lanza, solo para que le abrieran la mano cuando el guardia liberó de un tirón el filo amplio con forma de hoja. Ese jinete cayó en el agua poco profunda y se disolvió como hielo podrido. Otro jinete se deshizo de los ataques de dos elegidos para cargar contra Hiam. Este desvió el ataque del jinete, pero la hoja de hielo se enganchó en el mango de la lanza del lord protector como un puño cerrado y lo apartó de un tirón.
Una especie de aceptación tranquila se apoderó de Hiam entonces. El jinete había penetrado en su defensa; así debían terminar las cosas para él. El diablo blandió la espada, pero la lanza de un guardia desvió la hoja lo suficiente como para que rebotara en el yelmo completo de Hiam como una campana. El impacto lo hincó de rodillas.
Sus guardias se arremolinaron para defenderlo. Hiam consiguió ponerse en pie y arrojó su lanza contra el jinete, después se quitó el amplio escudo redondo de la espalda y sacó la espada de ataque. Para entonces, sus guardias habían acabado con el último jinete.
Así sea. El espíritu no cede, pero la edad me traiciona. Imagínate, haber sobrevivido casi treinta estaciones en el muro y solo para caer víctima de un enemigo tan pedestre: el caracol de los años.
Fuera, entre los golpes secos de las olas que iban a romper allí, los jinetes no siguieron presionando. El más cercano frenó su montura cuasiequina de hielo, del color resplandeciente del zafiro y la espuma de madreperla, y se hundió bajo la superficie. Al irse, Hiam creyó verlo alzar su lanza a modo de saludo marcial. La Señora maldiga esa fachada de honor y cortesía. No engañan a nadie.
El ataque contra esa sección del muro había terminado de momento. Un golpecito en el hombro hizo saber al lord protector que también podía dar por finalizado su turno. Se dio media vuelta, acompañado por su escolta de seis, de regreso al adarve que había tras las defensas superpuestas de la cima. Temblando, se quitó los guanteletes forrados para calentarse las manos en un brasero cercano. Se dijo que los temblores eran de frío… solo de frío.
Estoy más lento. Doblo en edad a los hombres que me rodean. Quizá no dure la estación entera. Solo hace falta un error, o la pesadez creciente del agotamiento. Mejor así, sin embargo. Mejor caer ahora en las murallas que quizá vivir para ver… ¡No! Eso es indigno, ¡que la Señora me perdone! La debilidad me pone a prueba.
Bajó todo lo que pudo las manos humeantes hasta que el calor las abrasó y las apartó de golpe con un gemido. Se le llenaron los ojos de agua. ¡Cómo echaré de menos a estos hombres! Se sentía como si el corazón se le estuviera convirtiendo en un nudo en el pecho. Ese es mi pesar. Que no compartiré más momentos con mis hermanos. Estos son los mejores de los hombres. Nuestra causa es justa y nuestros corazones son puros.
Otras manos se extendieron sobre las brasas de carbón, Hiam alzó la vista y vio al mariscal del muro Quint mirándolo con los ojos entrecerrados.
—Por poco —murmuró Quint.
Hiam carraspeó.
—No debería haber pasado. Perdí pie, nada más.
Sin ni siquiera dignarse a honrar la excusa con una respuesta, Quint lo observó por encima de las ascuas.
—¿Tienes algún informe? —preguntó Hiam, con cierta irritación.
Un asentimiento lento.
—Problemas en el oeste. Fuera, cerca de la torre del Viento. Cayeron siete en un solo turno, una mala racha.
Hiam se irguió, alarmado.
—¿Y?
—El mariscal real estaba allí. Rogó la gracia de la Señora… y recibió respuesta. Resistió hasta que llegó el alivio.
Hiam asintió con un gruñido y se relajó.
—Entiendo. Bendito sea, entonces. La Señora se lo ha llevado con ella. Ruego para que se siente junto a los mártires sagrados.
Quint asintió de nuevo.
—Lo creyó digno.
—¿Y nuestro campeón?, ¿cómo le va?
—Se ha despertado. Parece que podremos sacarle otra estación, después de todo.
—Excelente. Eso libera a muchos hombres.
—Sí. Y tú, ¿qué te creías que hacías ahí abajo?
Hiam se ciñó mejor el manto alrededor de los hombros.
—Ayudar.
—Una maldita estupidez, eso es lo que era. Desperdiciarte así. No lo hagas. Todos te necesitamos. Los hombres necesitan saber que estás velando por ellos. Eso solo ya vale mil lanzas.
A Hiam le impresionó aquel estallido de locuacidad de su amigo. Era el discurso más largo que le había oído en años. Sonrió con ironía al ceñudo mariscal del muro.
—Vaya, Quint… si no te conociera mejor, pensaría que estabas preocupado.
—¡Ja! Te quiero fuera de la acción. ¿Voy a tener que apostarte un guardia al lado?
—Tú no harías eso.
—Sabes que lo haría y sabes que estoy en mi derecho.
Y lo está. La función del mariscal del muro era ser el contrapeso del lord protector, y su juez también, si fuera necesario.
Hiam optó por cambiar de tema.
—¿Se sabe algo de maese Stimins? —preguntó.
Quint lanzó un bufido de desdén.
—Me lo crucé en la muralla de las Estrellas. Allí tirado, con la oreja pegada a las piedras. Dice que estaba escuchando el muro. Chiflado como un gato que ladra.
Hiam sonrió al imaginar el enfrentamiento. La cólera de Quint. La absoluta confusión de Stimins al verlo así.
Quint giró la cabeza y atrajo la mirada de Hiam hacia un mensajero que se acercaba. El hombre llegó a la carrera y les tendió un papelito doblado. Hiam le dio las gracias y cogió la misiva.
Emisario del jefe supremo de Puño. Deben hablar. Shool.
Hiam miró al correo y asintió.
—Lo acompañaré de regreso. —Y a Quint—. El muro es suyo, mariscal.
La cara llena de cicatrices de Quint se arrugó todavía más.
—Ya era hora, joder.
Ya había amanecido cuando Hiam y el mensajero llegaron a la Gran Torre. El lord protector apretaba los dientes contra la bilis amarga del agotamiento, había conseguido salvar las últimas leguas al trote solo a base de voluntad ciega. Al llegar a la puerta, le dedicó un asentimiento rígido al mensajero y lo despidió sin arriesgarse a decir ni una palabra. Una vez dentro, se recostó en la puerta para aspirar grandes bocanadas de aire caliente e intentar tragar algo de saliva para mojar la reseca garganta. Se acercó un guardia y Hiam se arrodilló para ajustarse las envolturas de cuero tachonadas y las grebas. Al verlo, el guardia, un elegido veterano, se puso firme.
—¡Señor!
Hiam se irguió y recibió el saludo del hombre con un asentimiento, después retiró los pliegues del manto y se quitó el yelmo. Se pasó una mano por el pelo empapado de sudor y congelado.
—Calentito ahí fuera esta noche, Chenal.
—Y yo metido aquí dentro.
—No importa, más que suficientes para todos. Mañana, ¿eh?
—Sí. Mañana.
—¿Invitados?
Chenal alzó la mirada al techo.
—Afirma ser rooliano. Pero es uno de esos invasores de hace mucho tiempo. Tan claro como la nariz que tiene en la cara.
—Gracias, Chenal. Deles recuerdos míos mañana.
—Eso haré, sin duda. —El hombre hizo un saludo marcial con el puño en el corazón—. ¡Lord protector!
Hiam respondió al saludo y se dirigió a las escaleras de caracol. Se tomó su tiempo. Se limpió la cara con el manto mientras subía y recuperaba el aliento. Junto a la puerta hizo una pausa, y después la empujó poco a poco. Dentro, el mariscal Shool se levantó de un salto e hizo un saludo marcial.
—¡Lord protector!
Otro hombre se volvió en redondo, sobresaltado, donde se encontraba de pie, calentándose junto a la chimenea. En cuanto se giró, Hiam supo que era malazano, su piel era de un tono mucho más oscuro que el marrón café común entre muchos de Korel. Iba envuelto en mantos de piel y calzaba botas gruesas; un gorro de piel descansaba en una silla cercana.
Hiam saludó a Shool, que estiró una mano y señaló al invitado.
—Lord Hubark, emisario del jefe supremo de Puño.
Hiam se inclinó, colocó el yelmo en la mesa estrecha que había junto a la puerta, dejó el escudo en un soporte y después colgó el manto.
—Lord Hubark. Sea usted muy bienvenido.
Hubark también se inclinó, y después sus anchas cejas negras se arrugaron con gesto confundido.
—¿Ha estado en combate, lord protector?
Hiam se acercó a un aparador, se sirvió una taza de té y cogió una rebanada de pan negro.
—Por supuesto. Todo hermano y hermana de la Guardia de la Tormenta ha de luchar. Durante la estación nadie se aleja del muro más de un día.
—Por supuesto —repitió el emisario con voz débil—. Muy loable.
Hiam lo invitó a sentarse ante su sencillo escritorio de madera y se deslizó detrás. Intentó no mostrar el alivio que sintió cuando sus doloridas piernas dejaron de soportar su peso. Shool se inclinó y se dispuso a irse; Hiam le hizo un gesto para que se quedase.
—¿A qué debemos el honor de su visita, mi señor?
El hombre se sentó con mucho cuidado de estirar las túnicas ribeteadas de piel. Armiño y lobo, le pareció a Hiam. Su cabello rizado y negro estaba aceitado hasta alcanzar un matiz brillante y varios anillos con incrustaciones de piedras rojas relucían en sus dedos. Hiam reflexionó que quizá ese era el primero de esos invasores malazanos que veía que no estaba encadenado al muro. Venden a los suyos con tanta facilidad como a cualquier otro… Recuerda eso, Hiam.
—Porto una misiva personal del jefe supremo Yeull. Se me ha confiado su contenido y se me ha instruido para que le ofrezca las aclaraciones que sean necesarias.
Qué orgulloso está de la intimidad que disfruta con ese supuesto jefe supremo, ¿a que sí…? Hiam miró por un instante el catre que lo esperaba al otro lado de la habitación. ¿Por qué no se limitó a entregar el puñetero papelajo?
—¿Se encuentra bien, espero? ¿Algún mensaje de nuestros aliados de Mare sobre esas renovadas agresiones malazanas?
El emisario se lo quedó mirando con los ojos desorbitados, era obvio que la sorpresa lo había dejado sin palabras. ¿Qué se creen que somos aquí? ¿Brutos descerebrados? Nuestro servicio de inteligencia es muchísimo mejor que el suyo. En todas estas tierras, cada partidario de la Señora sabe dónde ha de residir su lealtad. Con nosotros. Con aquellos cuya sangre los defiende.
—El lord protector está magníficamente informado —consiguió decir el emisario—. Según los informes, han desarticulado la flota invasora y solo unos cuantos navíos perdidos han conseguido desembarcar en las costas skolati.
Eso no es lo que cuentan nuestras fuentes en Mare. Así que los desembarcos están confirmados. Al lord protector se le ocurrió algo y estuvo a punto de mirar con furia al desventurado emisario. ¡Que la Señora los perdone! ¿No habrá venido para solicitar tropas para defender Rool, supongo?
El lord protector hizo un esfuerzo por no alzar la voz.
—¿Y en Korel qué podemos hacer por el jefe supremo?
Una expresión aleteó por el ancho y plano rostro de lord Hurback, una expresión que Hiam no estaba acostumbrado a ver enfrente de él: una especie de vanidad engreída. El emisario le tendió la misiva sellada escrita en papel vitela.
—Aquí lo verá, lord protector.
Un tanto inquieto por el comportamiento del tipo, Hiam rompió el sello, abrió los pliegues y leyó. Tardó un tiempo en volver a levantar la vista.
—¿Es esto cierto? —dijo sin aliento, aturdido y perplejo—. ¿El jefe supremo promete diez mil combatientes para el muro? ¿Incluso ahora? ¿Cuando se enfrenta a una invasión? No tiene sentido…
El asombro del lord protector hizo regresar la mueca envanecida del emisario. Se encogió de hombros como si quisiera quitar importancia a un ofrecimiento hecho entre amigos.
—Tiene todo el sentido, lord protector. Como sabe, en Rool somos devotos convencidos de la Santísima Señora, mucho más que muchos de nuestros antiguos aliados, ¿sí? Sabemos cuál es el verdadero enemigo de esta tierra. Y estamos preocupados. Esta promesa es una medida de esa preocupación.
¿Y qué, querida Señora, espera Yeull a cambio? Y sin embargo… ¡diez mil! La mitad del contingente entero que nos queda. ¡Es como si lo supieran! Nuestra Señora, como lord protector, defensor de tus tierras, esta es una oferta que, sencillamente, no puedo rechazar.
Hiam dio un lento sorbo al té ya frío y contempló al emisario, que respondió a su mirada con una expresión satisfecha en los ojos entornados. Por mucho que me desagrade el emisario o tema la respuesta, debo hacer la pregunta. Se aclaró la garganta.
—¿Y qué, si hay algo, solicita el jefe supremo como respuesta a tan extraordinaria generosidad?
Sabiendo que había ganado, lord Hurback esbozó una gran sonrisa. Alzó las manos, abiertas y con las palmas hacia arriba.
—La más ínfima de las solicitudes, lord protector. Nada a lo que pueda poner objeciones dada la medida de este ofrecimiento. De hecho, debería incluso agradecer su propuesta…
Mientras escuchaba, Hiam era incapaz de deshacerse de la sospecha de que nada de lo que ese hombre pudiera proponer sería de agradecer. Pero escuchar, escuchó. Su compromiso con la defensa del muro no le dejaba más alternativa, eso era lo que quizá hombres como el emisario, o el jefe supremo Yeull, jamás podrían entender. Podían pedir veinte galeras llenas de oro, o todas las joyas de las minas de Jasston. Semejantes tesoros mundanos no eran nada para la Guardia de la Tormenta, dispuesta a entregar todo lo que poseía (que en realidad solo era la armadura que llevaban puesta y las armas que tenían, y, por supuesto, su vida) para defender su fe.
La mayor parte de las mañanas Ivanr se despertaba poco después del amanecer. Como oficial, tenía el privilegio de contar con una tienda privada, tienda que los sirvientes destinados a la brigada levantaban y desmontaban cada día. Tenía un armazón de postes clavados en el suelo y otros colocados encima como travesaños. Una tela de fieltro envolvía el armazón y lo defendía del invierno de la región. La cama estaba hecha de mantas tejidas sobre pieles de oveja. Ivanr se levantó, se puso a horcajadas sobre el orinal y alivió la tensa vejiga, después se puso una larga túnica de lino y lana forrada que le llegaba hasta los muslos de los pantalones de ante. Se envolvió de nuevo los pies con los trapos y se abrochó las sandalias, que ató hasta justo por debajo de las rodillas.
Había una taza de té y una torta sobre una tabla colocada junto a la solapa. Lo cogió todo, apartó la tela y se encontró a una multitud de hombres y mujeres sentados en un semicírculo ante su tienda. Se quedó mirando. Ellos le devolvieron la mirada. El vapor del té se alzaba en columnas en el gélido aire del amanecer.
—¿Sí? ¿Qué?
Un anciano levantó un bastón para apoyarse y ponerse en pie; los otros lo imitaron. A Ivanr le sonaba de algo, pero no terminaba de ubicarlo.
—Salve, Ivanr. Te traigo recado de la sacerdotisa.
Al fin lo reconocía: el anciano peregrino que había conocido meses antes. Ivanr miró a la multitud, inquieto.
—¿Sí? ¿Qué dice?
El peregrino inclinó la cabeza como si rezara.
—Traigo sus últimas instrucciones, dadas justo cuando nos la arrebataron.
—¿Está… muerta?
—No lo sabemos. Fue encarcelada en Abor.
Ivanr expresó su comprensión con un gruñido.
—Lo siento. Era… algo especial.
—Sí, lo era. Lo es. Y sus últimas palabras hablan de ti.
A Ivanr el estómago vacío le dio un vuelco y, para fortalecerse, se tomó la mayor parte del té y le dio un bocado al pan. ¿Y ahora qué? Justo cuando había puesto a la brigada en forma, aunque hubiera sido a patadas. ¿No podía esa mujer, todos ellos, dejarlo en paz? Miró por encima de las cabezas de los presentes al campamento que comenzaba a despertarse. Igual, si no les hago caso… El campamento volvería a ponerse en marcha, como de costumbre. Tendrían que mantener las picas listas contra las filas de ligeros imperiales jourilanos que los perseguían de forma incansable, los acosaban, entraban como rayos y libraban escaramuzas.
El anciano peregrino se irguió todo lo que pudo. El viento agitaba su ralo cabello cano y las túnicas le lengüeteaban el bastón.
—La sacerdotisa ha hablado, Ivanr de Antr. Antes de que se la llevaran, te nombró su discípulo, su heredero auténtico en el Sendero.
Al oír esas palabras, la multitud inclinó la cabeza con gesto reverente.
Ivanr se había quedado sin habla. ¿Se habían vuelto locos? ¿Él? ¿Heredero de la misión de la sacerdotisa? ¿Qué sabía él de ese tal «Sendero»? Era una elección ridícula. Sacudió la cabeza y frunció el ceño.
—No. Yo no. Buscad a otra persona a la que seguir, o, mejor aún, no sigáis a nadie. Seguir a gente solo trae problemas.
Los despidió con un ademán de la torta y se alejó en busca del teniente Carr.
—Como ya te advertí, Ivanr —exclamó el anciano peregrino a su espalda—, es demasiado tarde. Ya muchos niegan a la Señora en tu nombre. Contigo o sin ti, ya ha comenzado. Tu vida estos últimos años no ha sido más que negación y huida. ¿No estás cansado de huir?
Ese último comentario lo detuvo, pero no se dio la vuelta. Tras una pausa, continuó andando. No importa, que ese fanático religioso despotrique lo que quiera. ¡Fes! ¿Qué otra cosa ha provocado más miseria y asesinatos en el mundo?
Ese día continuaron la larga marcha hacia el norte. Las granjas dieron paso a pastos ondulados, sotos de árboles y extensiones de tierra entregadas a haciendas aristocráticas y bosques gestionados. Iban más deprisa porque el ejército, al fin, seguía de forma abierta los caminos tendidos décadas antes por los ingenieros imperiales. Y siempre, ocultos en los bordes de los sotos, o caminando por los salientes de colinas lejanas, la caballería ligera jourilana, que atacaba a los piquetes y caía sobre las partidas forrajeras más pequeñas.
Ese hostigamiento incesante empujó a Martal a ordenar que el séquito de acompañantes se trasladara al interior de la columna. Las brigadas de picas marchaban por delante, por detrás y a los lados. Los arqueros se alineaban dentro de su perímetro, listos para contribuir a repeler a la caballería.
Ivanr era escéptico en cuanto a esas bandas de arqueros errantes. Arcos cortos tan baratos y mal hechos que podía romperlos con las manos. Se quejó de ellos a Carr.
—Yo podría lanzar rocas más lejos de lo que estos pueden alcanzar.
El teniente se echó a reír mientras seguían caminando. Había llovido el día anterior, la estación invernal en Jourilan era una época de cielos oscuros y tormentas, aunque esa estación hasta el momento había resultado de una sequedad notable. El barro de la revuelta línea de marcha les anclaba los pies y les manchaba los mantos.
—Este es un ejército de campesinos, Ivanr. Con nosotros solo hay un puñado de profesionales adiestrados. Estos granjeros y burgueses no están adiestrados para empuñar un arco de verdad. Sabes que eso lleva años. Martal tiene que trabajar con lo que tiene a mano. Y de ahí las bandas de arqueros con arcos cortos. Todos los que son demasiado jóvenes o viejos para levantar las picas.
Ivanr pensó en el muchacho. Todavía no lo había encontrado entre los regulares. Quizá lo habían enviado a empuñar un arco. Suponía que eso tenía más sentido.
—¿Y estos carruajes pesados?
Carr confesó su ignorancia con un encogimiento de hombros.
—Un proyecto de Martal. No estoy seguro de qué ha planeado hacer con ellos.
Ivanr no se creyó una sola palabra. Lo sabes, Carr. Llevas años con Beneth. Este ejército está podrido de espías, pero tú prefieres no decir nada. Muy bien. No cabe duda de que lo veremos antes de lo que quisiéramos.
A lo largo de los siguientes días de marcha, Ivanr consiguió apartar las palabras del viejo de sus pensamientos. Entre los hombres y las mujeres que estaban bajo su mando no observó nada inquietante, excepto miradas fijas, murmullos bajos y una inusual prontitud a la hora de obedecer sus órdenes. Lo que lo inquietaba bastante más era la presencia constante de caballería jourilana en las estribaciones circundantes y siempre alineándose por delante, justo fuera de su alcance. Cada día que pasaba parecía traer más y, por lo que él veía, Martal se conformaba con no hacer nada. El pobre Hegil Lesour’an’al, el aristócrata jourilano comandante de la caballería de la Reforma, sudaba la gota gorda enfrentándose a los ligeros imperiales. Lo empeoraba todo la falta de lluvia invernal; en circunstancias normales, los campos y caminos estarían casi impracticables en esa época del año.
Al final, Ivanr se hartó lo suficiente como para dejar de lado su decisión de evitar a Martal y cualquier insinuación de su posible participación en la estructura de mando, y se fue quedando atrás hasta poder situarse donde ella cabalgaba con su personal, a la cabeza de la espina dorsal del ejército, la larga y serpenteante columna de carruajes. Esperó hasta que ella quedó a su altura, la montura de la mujer manteniendo el paso a ritmo tranquilo, y después se colocó a su lado.
La armadura ennegrecida de la mujer estaba cubierta de polvo y barro levantado durante la marcha y una bruma ligera la salpicaba de puntos oscuros. Martal se pasó una mano por el pelo corto y lo saludó con la cabeza.
—Ivanr. ¿A qué debemos el honor?
—¿Honor? ¿A qué te refieres con honor?
La sonrisa de Martal era tensa e irónica.
—Solo lo que está en boca de todos. Lo privilegiado que es el Ejército de la Reforma por contar entre sus filas con el heredero espiritual de la sacerdotisa.
Ivanr no le encontró la gracia y observó a la mujer con frialdad.
—Estoy seguro de que se trata de Beneth.
—Beneth, según tengo entendido, se ve solo como profeta del movimiento. Mientras que ella era su llegada… pero todo eso no entra dentro de mis conocimientos. —Cuando la guerrera le sonrió desde su altura, Ivanr pensó que se estaba divirtiendo demasiado a costa de sus apuros—. Quizá deberías hablar con él sobre el tema.
Preferiría defender el muro, Martal.
—No es por eso por lo que estoy aquí.
Los labios femeninos se alzaron. Su mirada vagó por los alrededores y examinó las filas, los sotos circundantes y las granjas.
—¿No? ¿Entonces qué puedo hacer por ti?
¿De dónde era aquella mujer? Al observarla más de cerca no le pareció nativa de esa región. Su complexión era lisa, del tono de la miel oscura, el cabello negro, denso y encrespado. ¿De alguna tierra lejana como Genabackis? ¿O quizá Quon Tali? ¿Por qué no las tierras al sur de los Grandes Eriales Helados? ¿Qué tal esas? Ivanr estuvo a punto de preguntar, pero le pareció que aquel era un lugar demasiado público, rodeados por su personal y escolta. De hecho, la idea de una conversación privada con ella se le ocurrió de repente que era muy deseable. Al darse cuenta de que la miraba con fijeza, Ivanr apartó la vista y carraspeó.
—Estoy aquí por los caballos.
Ella asintió con gesto comprensivo.
—¿En serio? No tenía ni idea de que te interesara la equitación.
—Solo cuando hay más de los que yo podría ensartar.
—Ah. Estás preocupado.
—Mucho.
—Te preguntas qué está pasando.
—A todas horas.
—Entiendo. —Martal se quitó los guantes negros de cuero y se golpeó con ellos una mano mientras miraba a lo lejos—. Bien, a ver si lo he entendido. No has venido a ninguna sesión informativa. No quieres cenar en la tienda de Beneth. Te niegas a participar en ninguno de los debates del mando. Pero ahora vienes a mí exigiendo saber lo que está pasando… —Lo examinó desde arriba y una ceja alzada y burlona quitó el aguijón de sus palabras—. ¿Es una estimación precisa, Ivanr de Antr?
Ivanr bajó la mirada e hizo una mueca. Sí, se lo merecía. No se puede tener todo. O estás dentro o estás fuera. Alzó la cabeza y admitió el argumento de la mujer.
—Supongo que eso lo resume. —Por alguna razón no le importaba que aquella mujer le gastara bromas.
Mujer que en ese momento esbozaba una sonrisa abierta y miraba al frente; Ivanr estudió el perfil romo de aquella nariz aplastada.
—Nos rodean por todos lados —dijo Martal—. Se están concentrando para lanzar un ataque. La tradicional carga de lanceros de caballería que ha desperdigado todas las rebeliones de comerciantes, ejércitos campesinos y levantamientos religiosos hasta ahora.
—¿A qué están esperando?
—Un terreno mejor. Al norte de aquí la tierra se abre. Pastos amplios, laderas lisas en las colinas. Formarán allí y esperarán a que lleguemos.
Ivanr tragó saliva y pensó: y aquí viene mi pregunta.
—¿Y tú? ¿A qué estás esperando tú?
Los ojos oscuros capturaron por un instante la mirada masculina, ilegibles, buscando algo; después Martal observó el cielo.
—Lluvia, Ivanr. Estoy esperando que llueva más.
Al principio Bakune se negó a llevar la cuenta de los días de su encarcelación. Opinaba que era irrelevante y, con franqueza, muy manido. Pero al estar encerrado en una celda tan estrecha que podía estirar las manos y tocar los lados, y tan corta que solo podía dar dos pasos, casi de inmediato cayó en la cuenta de que, de hecho, no tenía mucho más que hacer.
Esos primeros días se sentó en su catre forrado de paja e intentó calmarse de modo que no terminara poniéndose en evidencia cuando fueran a buscarlo para ejecutarlo. Cada jornada que pasara a partir de entonces, en su opinión, hacía menos probable ese resultado. Después de la primera semana decidió que pasaría allí abajo algún tiempo; la idea debía de ser que se alterara él solo en aquella soledad, entre la oscuridad y la humedad. Así que intentó cultivar una actitud más distanciada, irónica incluso. Simplificaba el asunto que viera sus apuros como una profunda ironía: ¿a cuántos hombres y cuántas mujeres había condenado él a esas mismas dependencias carcelarias? Más de los que podía cuantificar de buenas a primeras. ¿Qué le parecía el régimen legal de ese país ahora que él era el objeto (no, quizá la víctima) del mismo? Mucho menos optimista, tenía que admitir. Esos muros de piedra estaban restregando su piel y limpiándola de cierta capa aislante de engreimiento, de cierta armadura de santurronería.
Llegada la segunda semana empezó a preocuparse. Quizá de verdad no tenían ninguna intención de regresar a por él. Cada día que pasaba hacía esa posibilidad todavía más probable. ¿Qué necesidad tenían ellos de su respaldo si se consolidaba su control? Quizá con su porfiado orgullo solo había conseguido que su presencia fuera superflua. Sin embargo, una parte de él no podía evitar hacer ciertas observaciones. Así que este es el proceso… ¿a cuántos convictos habré condenado a pudrirse durante meses antes de sacarlos a rastras para que reconsiderasen sus historias? La mente… se reconcome sola. Las certezas se convierten en probabilidades y luego en dudas. Mientras que las dudas se convierten en certezas. Y nada es lo que era.
¿Qué será de mí? ¿Me reconoceré siquiera?
En la decimoséptima noche unos ruidos extraños lo despertaron. La oscuridad era absoluta, por supuesto; incluso más negra que durante el día laborable, ya que se habían llevado o apagado todas las antorchas y lámparas. Pero lo que le pareció que lo había despertado había sido un estrépito concreto, como madera al romperse. Se acercó a su puerta y escuchó en la pequeña rejilla de metal.
Susurros. Susurros acalorados. Una discusión colérica ahogada. Pero ¿qué estaba pasando? Sintió la tentación de gritar una pregunta… y luego pasos al otro lado de su puerta. Dos juegos: uno ligero, el otro pesado y patoso. El fulgor tenue de una llama atravesó las maderas de la puerta. Bakune retrocedió hasta la no muy lejana pared contraria.
Un leve golpecito en la puerta. Un gruñido bajo y profundo.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Es usted el examinador Bakune?
Eso no tenía pinta de ser un pelotón nocturno de ejecuciones. Hizo un esfuerzo por templar su voz.
—¿Quién es usted? —dijo.
—Un amigo. ¿Usted es el examinador?
—Sí —respondió con voz débil, y después, más fuerte—. Sí, lo soy.
—Muy bien. Voy a sacarlo.
¿Qué? ¡Por el horror de la Señora, no! ¿Una huida? ¿Huir adónde?
—Espere un momento…
—Vuelvo ahora mismo.
—¡Yo lo sacaré de ahí! —retumbó una voz nueva.
—¡Pero te quieres callar! —siseó el primero—. No harás tal cosa. Ya has hecho bastante.
—Pero esta es mi especialidad —bramó la segunda voz otra vez, con tono alegre—. ¡Forzaré la cerradura!
—¡No! No… ¡Échese atrás, examinador!
Bakune ya había pegado la espalda a la pared contraria. Tuvo que ponerse a horcajadas sobre el agujero repugnante que servía de retrete. Dio un salto cuando la puerta se estrelló con un gran golpe que hizo que le zumbaran los oídos. Polvo y astillas rotas cayeron de los viejos tablones tallados a mano. Fue como si el puño de un gigante los hubiera aporreado.
—¿Quieres dejar de hacer eso? —gritó la voz áspera.
—¡Un último y delicado toque!
La puerta saltó hacia dentro y reverberó contra el muro. Se coló una cabeza calva en la que brillaba el sudor: el acusado, el sacerdote. Bakune no recordaba su nombre. Junto a él se encontraba un gigante. Tan alto que la abertura solo le llegaba a los hombros, y tan ancho que Bakune no creyó que pudiera entrar en la celda.
—¡Ya está! —anunció el gigante—. ¡Cerradura forzada!
El sacerdote puso los ojos en blanco.
—Nos vamos —rezongó, y después miró con furia al gigante—. Parece que no tenemos alternativa.
El gigante agachó la cabeza para asomarse.
—Utilizando mis habilidades incomparables para el sigilo y el engaño, he hecho posible tu huida, mi buen examinador.
Bakune compartió una mirada incrédula con el sacerdote.
—Y qué… discreta… ha sido, además. —Bajo un poblado montón de cabello rizado atado en la coronilla, el hombre esbozó una sonrisa radiante. Los dos aspirantes a rescatadores parecían compartir origen en Robo, a juzgar por el acento y los rasgos romos—. Pero no voy.
El gigante entrecerró los ojos y miró a derecha e izquierda, como si estuviera confuso. El sacerdote suspiró.
—Sí, lo entiendo. Pero ya no queda más remedio… lo matarán directamente. O lo torturarán hasta la muerte. Venga, el tiempo apremia.
—No puedo… —Bakune se detuvo en seco. ¿No podía quebrantar la ley? ¿La ley de quién? Esos guardianes no tenían legitimidad alguna. Sintió que se le caían los hombros—. Sí. Muy bien.
—De acuerdo. Por aquí.
El sacerdote encabezó la marcha. El gigante, que dijo llamarse Manask, lo siguió. Bakune iba el último. Pasillo arriba llegaron a un puesto de guardia, o lo que quedaba de él. Habían destrozado la puerta y los guardias yacían inconscientes, víctimas de una paliza. Bakune miró a Manask, que abarcó con gesto orgulloso la escena.
—¡Los cogí desprevenidos!
—Sí… ya veo.
—¡No sospecharon nada!
El sacerdote encendió una lámpara de aceite y los instó a continuar.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Bakune hablando en voz tan baja como pudo.
—Huiremos al monte —anunció Manask—. Viviremos de moras y champiñones. Mataremos animales con nuestras propias manos y vestiremos sus pieles. —Bakune y el sacerdote estudiaron sin decir palabra al gigante, que miró atrás, entusiasmado—. ¿Eh?
—Tengo un barco esperando —rezongó el sacerdote.
Bakune sintió un alivio infinito.
—¿Adónde vamos?
El sacerdote se frotó el rastrojo gris de la mandíbula y las mejillas como si se plantease por primera vez esa cuestión.
—¿Ir? No sé. Quizá nos escondamos y ya está. —Y se encogió de hombros—. Bueno, venga. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Bakune advirtió que el sacerdote había optado por un trayecto diferente del que la mayor parte de los prisioneros tomaba al entrar. Como examinador había visitado las dependencias carcelarias un buen número de veces, pero siempre por el camino principal. La ruta que seguía el sacerdote los llevó por pasillos más estrechos y serpenteantes. Tras un rato, el examinador se dio cuenta de que caminaban por los pasajes del antiguo fuerte sobre el que se había construido la cárcel. Una vida entera de investigaciones y exámenes lo impulsó a preguntarse por ello.
En un momento dado, mientras esperaban a que Manask deslizara su corpachón por una esquina especialmente estrecha, se dirigió al sacerdote con un murmullo.
—Conoce bien este laberinto.
La boca de rana del sacerdote se ensanchó todavía más y esbozó una sonrisa tensa que sugería que sabía con exactitud lo que pretendía Bakune.
—No es la primera vez que vengo por aquí. Fue hace mucho tiempo.
—¿En circunstancias parecidas, quizá?
Pero el hombre solo se limitó a sonreír. Con un jadeo, Manask se liberó con un fuerte tirón que hizo que su armadura arañara las paredes.
—¡Libre! —anunció—. ¡Resbaladizo como una anguila! ¡Capaz de escabullirme por la más estrecha de las esquinas!
El sacerdote se limitó a sacudir la cabeza; parecía que la pareja se conocía bien. Viejos amigos. ¿Viejos conspiradores y cómplices también? Parecía probable. Todo aquello le sonaba de algo; algo que Bakune no terminaba de recordar. Esa pareja debía de ser muy conocida. También se le ocurrió que había algo extraño en la armadura de Manask: parecía consistir en un buen montón de capas forradas. Y caminaba de forma rara con aquellas botas, que al parecer constaban simplemente de unos tacones altos y unas suelas gruesas. Un examen más atento descubría que una porción bastante significativa de la altura del hombre no era en realidad más que una mata inmensa de cabello espeso.
Tras muchos giros y vueltas, los pasillos haciéndose cada vez más estrechos y más descuidados, el sacerdote se detuvo ante una puerta.
—Esto debería de llevar a las cocinas —susurró—. Desde ahí podremos salir, y luego bajar al muelle…
Manask se abalanzó.
—¡Yo me escabulliré por delante!
Como un muro móvil, empujó a Bakune por delante de él.
—¡Espera! ¡No hay sitio suficiente! Por favor…
El sacerdote abrió la puerta de golpe y los tres se precipitaron como guisantes saliendo de la vaina hasta estrellarse contra unos estantes de ollas y sartenes colgadas. Bakune chocó con una mesa y los cuencos apilados se cayeron con gran estrépito.
—¡Silenciosos como ratones ahora! —chilló Manask.
Un hombre (uno de los cocineros de la prisión, obviamente) se levantó de un salto de su catre y los miró con la boca abierta. Manask levantó a pulso una larga mesa de roble que lanzó contra el tipo y mandó la vajilla volando entre una explosión de fragmentos diminutos.
—¡Vamos a deslizarnos muy despacito delante de las narices de este! —El gigante se abalanzó, volcando las mesas que se encontraba en su camino—. ¡Ya echo yo un vistazo sin que nadie me vea!
Bakune y el sacerdote permanecieron plantados entre aquel desastre. El sacerdote agachó la cabeza y suspiró. Le hizo un gesto a Bakune para seguir y los dos se abrieron camino entre la loza rota.
A Shell le sorprendió ver que solo había tardado unos días en aclimatarse al hedor y la espeluznante falta de higiene que había a bordo de los barcos del pueblo del mar. Ya no le daban arcadas. Hasta empezó a coger la costumbre de estrujar las ubicuas pulgas sin pararse a pensar dónde la habían estado picando. Los botes estaban abiertos a los elementos, así que el sol la asaba de día mientras que el viento le absorbía todo el calor durante la noche. La flotilla se mantenía pegada a la costa del sur y atracaba en noches alternas en calas y playas aisladas. Durante el viaje, el pueblo del mar capturaba peces y otras criaturas que a veces destripaban por la borda y después se comían crudas, una práctica que Shell se vio incapaz de compartir a pesar de la constante insistencia de sus nuevos amigos para que probase aquellos manjares inertes y recubiertos de tentáculos.
Algunas líneas no debían cruzarse.
Este pueblo del mar también practicaba la repugnante costumbre de frotarse con grasa animal; vivían a perpetuidad con las mismas pieles bastas cosidas que jamás se quitaban ni adecentaban; nunca se cortaban el pelo ni se lo lavaban, sino que se lo aceitaban y recogían en gruesas rastas. Shell tenía la sensación de que toda esa mugre era un contagio del que nunca podría deshacerse. Pero ningún miembro de aquella extensa familia parecía ponerse jamás enfermo, al menos que ella pudiese ver.
Penas y Dedos, que viajaban en otro de los barcos, no parecían compartir sus escrúpulos. Bárbaros en el fondo, se frotaban con grasa tan contentos y comían cosas crudas que tenían más ojos de los que era normal en un animal. Solo Lazar compartía su reserva; el hombretón, más alto y más ancho incluso que Despellejador, sus pieles del pueblo del mar estallando por las costillas, se sentaba con los brazos cruzados, mirando con el ceño fruncido a la familia que corría por todo el barco, y se limitaba a sacudir la cabeza como si estuviera siempre asombrado.
La joven niña-madre, Ena, que parecía haber adoptado a Shell, se acercó con un cuenco de grasa rancia.
—Frío, ¿sí? —preguntó.
Shell, de brazos cruzados y temblando, sacudió la cabeza.
—No. Estoy bien.
La chica puso una expresión enojada, como si estuviera tratando con un niño testarudo.
—Tienes frío. Esto te mantendrá caliente.
Algunas privaciones es mejor soportarlas. Aunque solo fueran como el menor de dos males.
—No. Gracias.
Ena se apoyó una mano en la amplia cadera.
—Los extranjeros estáis locos. —Y se alejó dando amplios pasos bajos por encima del equipo y las pertenencias apiladas.
No somos nosotros los que nos frotamos con grasa animal.
Shell se tiró junto a Lazar en la popa puntiaguda. Lo miró de arriba abajo.
—Estás sucio, pero al menos no estás engrasado.
El otro alzó y después bajó los hombros.
—Me puse muchas capas.
—¿Te lo puedes creer? Algunas personas están dispuestas a vivir en la mugre absoluta.
Los ojos de color avellana se posaron en ella.
—Me parece a mí que no nos habría ido mal un poco de esa grasa en el hielo.
—¿Crees que funciona?
La mirada que le lanzó su compañero imitaba la de Ena. Lazar señaló con la barbilla al más cercano del clan, un tío anciano de la familia que estaba al timón del barco.
—¿Ves esa chaqueta exterior de piel, los pantalones de cuero, las botas?
Shell estudió los cueros que relucían de grasa.
—Sí. ¿Y qué? Aparte de que no los han lavado desde mucho antes de que yo naciera.
—¿Te criaste en la costa, Shell? Se me olvida.
—No.
Lazar gruñó.
—Ah. Bueno, todo ese aceite hace que la ropa sea prácticamente impermeable. No hay espuma ni lluvia que la pueda atravesar, así que el tipo se está asando. Estoy pensando que esta panda sabe lo que hace.
Muy bien. Pero tiene que haber una forma más limpia de hacerlo.
Algo más tarde, Shell se despertó de una siesta cuando el pueblo del mar al completo se puso en acción. Hombres y mujeres se dedicaron a recolocar el equipo y dar órdenes tensas en voz baja. La bruja se protegió los ojos, miró a su alrededor y vio un navío que se acercaba: dos mástiles, largo y estrecho; no era un barco mercante.
Ena se acercó a Lazar y a ella.
—No decís nada, ¿sí? Pase lo que pase.
—¿Qué ocurre? —preguntó Shell.
—Estos barcos de la Armada nos paran siempre que quieren. Roban lo que les apetece. Lo llaman honorarios e impuestos.
—¿De qué país son? —preguntó Shell.
Ena parpadeó sin comprender.
—¿Cómo importa eso?
Lazar lanzó una carcajada seca.
—En eso tiene razón, Shell.
Shell la tranquilizó con un ademán.
—No interferiremos, a menos que no quede más remedio.
—Bien. Os damos las gracias.
La chica se alejó anadeando, torpe con su avanzado embarazo.
Shell y Lazar observaron mientras el barco de guerra orientaba las velas. A los barcos de la flotilla se les ordenó que se reunieran. Varios marines bajaron trepando por escalas de cuerda e «inspeccionaron» la carga. Cuando estudió el equipo sucio y gastado del barco en el que ella estaba, a Shell no le pareció que las ganancias fueran a ser muchas. Pero algo la sorprendió: una reluciente tetera de latón descansaba entre las ollas ennegrecidas, y un rollo de tela de color amarillo brillante se asomaba por debajo de una cubierta raída y manchada de arpillera. Y un alto mascarón de proa con forma de mujer y pintado de blanco adornaba la proa del barco. ¿De dónde había salido todo eso? Le dio un codazo a Lazar e indicó el mascarón.
Él asintió.
—Como te dije.
Dos inspecciones más procedieron como la primera: los marines registrando los barcos y lanzando objetos al suyo. La tarde fue cayendo. A pesar del calor del sol soplaba un viento frío. Por suerte, de momento ni al barco de Shell y Lazar ni al que llevaba a Penas y Dedos los habían mandado acercarse. Cuando terminó la tercera inspección, Shell se levantó a medias de su asiento: los marines estaban arrastrando a alguien. Alguien joven, no sabía si hombre o mujer. Los ancianos de a bordo se aferraban a esa persona, solo para que los echaran a un lado.
—¡Lazar! ¿Ves eso? ¿Qué están haciendo?
—Parece un impuesto humano.
Shell trepó hasta donde se había sentado Ena, bajo un toldo agitado por el viento.
—¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?
La mirada protegida por las manos, la chica contestó con tono sombrío.
—Pasa a veces.
—¿Pasa? ¿Y qué vais a hacer?
La voz de la chica se tensó todavía más.
—¿Qué quieres que hagamos? No hay nada que podamos hacer. Los fuertes viven de los débiles, así es como ha sido siempre.
Shell giró en redondo. ¡Si pudiera meter a Penas o Lazar a bordo de ese barco, ya vería ese pueblo del mar a los fuertes viviendo de los débiles! Y después… dejó escapar el aliento que había contenido… y después solo habría demostrado que Ena tenía razón.
¿Y qué haría el pueblo del mar con un barco así, de todos modos? ¿Cómo lo explicarían? ¿Dirían que se lo encontraron? No. Por desagradable que fuera, Ena tenía razón. No había nada que pudieran hacer. Siendo lo que era, Shell estaba acostumbrada a encontrarse siempre en el extremo receptor. ¡Qué difícil y mortificante era ser de los que se veían obligados a entregar!
Al joven lo habían obligado a subir a bordo a punta de espada. Los marineros treparon a los palos del barco de guerra para soltar lona. Los navíos se apartaron.
—¿Y ahora qué? —intervino de repente, incapaz de ocultar su ira y frustración.
—Ahora esperamos.
—¿Esperamos? ¿Esperamos qué?
—Veremos.
—¡Shell! —exclamó una voz entre las olas; era Penas. El pueblo del mar estaba remando para acercar el bote del guerrero entre las altas olas del color de la pizarra.
—¿Sí?
—¿Lo viste?
—Sí.
—Difícil de tragar.
—¿Y no hiciste nada?
—Estuve a punto. Orzu y los otros nos rogaron que no interfiriéramos.
—Aquí igual. ¿Y ahora qué?
—Orzu dice que tenemos que esperar un tiempo.
—¿Y para qué, en el nombre del Embozado?
—No sé. No hay más remedio.
Los botes chocaron y el pueblo del mar los ató juntos. Se fueron pasando suministros de un lado a otro. Shell saludó con la mano a Dedos, que era una figura desdichada en la popa, el mareo casi lo había tumbado. Pobre tipo, ella al menos se había acostumbrado al movimiento.
—Bueno, ¿y quiénes eran? —le preguntó a Penas.
—Jasstoneses. De un país llamado Jasston. —El guerrero señaló al sur—. Esa es su orilla.
—¿Y el norte? —La costa del norte era oscura, y ni una sola vez había visto un fuego o un asentamiento.
—Una tierra llamada isla del Resto. No vive nadie. Se supone que está embrujada.
Shell vio que el mascarón de proa de la mujer blanca había desaparecido, al igual que la resplandeciente tetera de latón; escondidas para la siguiente «inspección». Frunció entonces el ceño y se limpió las manos en los muslos, pero el problema era que tenía los pantalones tan sucios como las manos.
—¿Y el joven? ¿Qué pasará?
La cara de Penas parecía incluso más oscura de lo habitual.
—Orzu dice que casi todos los prisioneros que se hacen en estas tierras terminan en el muro, vendidos a los korelrianos.
El muro y su insaciable sed de sangre. Y Barras estaba en él. ¿Habría caído ya? No. Él no. Pero podían morir, todos ellos. Pertenecían a los juramentados, sí, pero todavía podían ahogarse, o podían cortarlos en mil pedazos. ¿Podría estar muerto ya? ¿Su misión caída en el fracaso?
Un endurecimiento en el pecho le dijo a Shell que, en ese caso, esa tal Guardia de la Tormenta korelriana quizá se encontrara con que la barrían de su puñetero muro del Embozado.
El pueblo del mar desató las cuerdas que aseguraban los botes. Penas se despidió de ella con la mano. La flotilla flotó con pereza, timones y remos utilizados solo para mantener la posición. Sin embargo, se estaban moviendo. Shell había oído que estaban en un tramo estrecho de agua llamado estrecho Flujo. La costa del sur iba pasando junto a ellos muy, muy despacio.
El sol iba cayendo sobre el horizonte, casi al oeste. Shell se protegió los ojos de su fulgor. Se había levantado viento, haría una noche muy fría, diablos. Y entonces gritos algo más adelante, chillidos emocionados. En su bote, todo el mundo se levantó para examinar las aguas. Shell se incorporó como todos los demás, con los pies bien separados. ¿Qué pasaba?
El bote de cabeza había echado los remos al agua y se movía hacia el sur a una velocidad asombrosa. Shell se lo quedó mirando. Hasta el momento, en ese viaje todo lo que había visto había sido unos empujoncitos distraídos a los remos. Parecía que ese pueblo del mar podía lanzarse a la carga de verdad cuando les hacía falta. Claro que, ¿para qué esforzarse a menos que fuera necesario?
El bote de cabeza empezó a remar hacia atrás y fue frenando. Shell guiñó los ojos y cuando las olas intermedias se alzaron y cayeron, le pareció vislumbrar una forma oscura que chapoteaba entre ellas. ¿Un pez?
Unas figuras se inclinaron sobre los costados e hicieron gestos, agitaron los brazos. Shell se estremeció cuando alguien saltó por la borda. ¡Que la Reina lo protegiese! ¡Se iba a ahogar!
Se volvió hacia Ena y le sorprendió verla entre los suyos, todo el mundo abrazándose y besándose. Al ver su perplejidad, Ena se acercó a ella y señaló con la mano, riéndose.
—Es Turo. Nos ha encontrado. —Hizo bocina con las manos y gritó—: ¿Ya has terminado de jugar en el agua, Turo?
Shell sintió que se le encrespaba la frente cuando entrecerró los ojos.
—No lo entiendo, Ena.
La niña-mujer lanzó una risita y se tapó la boca.
—No lo sabes, ¿verdad? Bueno, en estas tierras todo el mundo sabe que el pueblo del mar odia estar cautivo. Nos arrojamos al mar antes que caer prisioneros. —Y esbozó una sonrisa traviesa—. Muchos de los nuestros que se llevan desaparecen así.
Shell sintió que se le alzaban las cejas cuando empezó a caer en la cuenta. Miró a Lazar, que sonreía con gesto malicioso y sin hacer ruido.
Todo un elogio, sin duda, viniendo de él.
Bajo el sol poniente una línea oscura captó la atención de Shell y se protegió los ojos con la mano.
—¿Qué es eso ahí delante, al oeste? —preguntó, los ojos meras ranuras, casi cerrados.
La sonrisa de Ena se desvaneció y alzó una mano en un gesto contra el mal.
—¡El Anillo! —siseó. Se giró y gritó unas órdenes a sus parientes.
Todos se galvanizaron y empezaron a moverse. Las manos subieron hasta las bocas y unos silbidos agudos volaron como trinos entre los botes. Se cambió de posición el equipo y apareció un mástil, sacado de debajo de todo para encajarlo en su sitio. Las lonas que cubrían el equipo y las posesiones se soltaron, se enrollaron y se montaron como obenques. La velocidad y la eficacia de la transformación deslumbraron a Shell, que intentó buscar a Ena para preguntar lo que estaba pasando, pero la apartaron a un lado. Todo el mundo a bordo parecía estar sujetando una cuerda o estibando algo. Shell por fin encontró a la chica hacia la proa, donde estaba retorciendo una lámina pegada a la vela.
—¿Qué está pasando? ¿Qué es?
La chica lanzó una mirada hacia delante.
—¿No lo sabes? No, claro que no. —Suspiró y buscó las palabras—. Es, cómo se dice… un lugar maldito. Una guarida de la propia Señora. El Anillo. Un gran saliente circular alrededor de un agujero profundo. Algunos dicen que sin fondo. Y está protegido. Allí hay Guardia de la Tormenta korelriana. Nadie se atreve a acercarse. Es muy mala suerte que lleguemos tan tarde. ¡Esos ladrones de tierra nos retrasaron medio día!
Shell asintió y dejó que volviera a su trabajo. Encontró un sitio en la proa donde poder sentarse sin molestar y se asomó al frente, intentando distinguir algún detalle en el atardecer. ¡La Guardia de la Tormenta allí! Al alcance de su mano. ¿Qué diría el pueblo del mar si supieran que llevaban consigo a cuatro forasteros decididos a desafiar a esa orden militar que dominaba de tal manera la región? Seguramente pensarían que estamos locos. Tantas generaciones, ellos han sobrevivido bajo la mirada de la Señora a base de engaños y trucos.
Quizá, meditó Shell, al tiempo que se abrazaba para entrar en calor, ellos harían bien en seguir su ejemplo.
Kiska soñó con su juventud en la isla de Malaz. Caminaba por su costa rocosa sacudida por las tormentas, con su basura, sus tesoros y cadáveres de naufragios de tres mares. Y estaba revisando la ruina que era su vida. Mi puerilidad y testarudez. Pero ¿quién no lo es cuando es joven? Mis decisiones tontas. Pero ¿de qué otro modo se aprende? Su pérdida en el campo de batalla de las Llanuras. ¡Le fallé! Se abría camino entre maderas blanqueadas y huesos mordisqueados por los cangrejos, mientras a su alrededor la isla parecía encogerse. Al final podía completar un circuito completo en solo unas zancadas.
Y cada vez se iba haciendo más pequeña.
La despertó un dolor agudo, como si hubiera pisado un clavo. Aturdida, parpadeó y miró la piedra dentada que tenía encima. Su cueva. Su prisión. Y todavía estaba allí.
—¡Chitón! ¡Kiska! ¿Todavía estás conmigo?
Levantó la cabeza. Jheval estaba allí, perfilado contra la boca de la cueva ligeramente iluminada.
—Sí —dijo con voz ronca. Tenía la boca llena de polvo y tan seca como el propio suelo de la cueva—. Por desgracia.
—Estoy oyendo algo nuevo —murmuró él, manteniendo la voz lo más baja posible.
No hay nada nuevo en Sombra, aseveró Kiska para sí. ¿Dónde había oído ella algo así?
—Y ya hace un buen rato que no veo a nuestros amigos.
No significa nada. Carece de importancia. Vacío. Fútil.
—¡Kiska!
La chica parpadeó, sobresaltada. Se había vuelto a dormir. Se apoyó en los codos y se incorporó.
—¿Sí?
Jheval le hizo un gesto para que se acercara.
—Ven aquí. Escucha. ¿Qué te parece esto?
Gatear hasta la boca de la cueva fue una de las cosas más difíciles que Kiska se había obligado a hacer jamás. Le pareció que podía oír cada uno de sus tendones y ligamentos crujiendo y estirándose con cada movimiento. Se imaginó que podía verse los huesos de las manos a través de la piel polvorienta y agrietada. Se plantó junto a Jheval, que parecía observarla con atención.
—¿Sí? —le preguntó.
Él apartó la mirada y pareció esbozar una sonrisa maliciosa cuando se volvió hacia el paisaje monocromo que contemplaban.
—Escucha.
¿Escuchar? ¿Escuchar qué? ¿Nuestra carne pudriéndose? ¿Los suspiros de las arenas? No hay nada…
Entonces oyó algo. Un crujido. Un chirrido alto y abrasivo, crujía como madera sobre madera. ¿Pero qué diablos? ¿O qué diablos de Sombra?
—Quizá deberíamos de echar un vistazo, ¿no?
—Lo cierto es que suena… cerca.
El hombre estaba sonriendo de verdad entre la suciedad que tenía incrustada en la cara. Qué pálido estaba el hijo del desierto, cubierto de polvo. Como un fantasma. Aunque uno muy animado. Kiska sintió una especie de admiración resentida: no parecía saber cuándo rendirse.
—Muy bien. Los dos, ¿eh? Uno junto al otro.
Ella asintió, y tragó saliva para empapar la arenilla que tenía en la garganta.
—Sí. Vamos. Tengo que salir de aquí.
—Sí. Yo también lo siento.
Él fue avanzando poco a poco, encorvado, y después se irguió fuera de la estrecha ranura. Kiska recogió su bastón y lo siguió. Fuera, en la ladera de arena, esperaba que el aire fuera más fresco y frío, diferente. Pero la atmósfera exánime no era mucho mejor. Era como si Sombra entera estuviera rancia, suspendida de algún modo.
Treparon a una colina desnuda cercana. Kiska intentó estar atenta. Sabía que los podrían atacar en cualquier instante. Pero era incapaz de concentrarse; estaba agotada tras tanta espera y casi ansiaba terminar con todo. Y no apareció ningún mastín. Cuando llegaron a la cima y miraron, vieron por qué.
Era una migración. Por toda la llanura, ante ellos, se extendían columnas de grandes criaturas. Entre los penachos de polvo parecía como si muchos marcharan en equipos, tirando de cuerdas que arrastraban gigantescos botes sujetos a plataformas con ruedas. Era el chirrido ensordecedor de esas ruedas de madera lo que los asaltaba, incluso desde tan lejos.
—Nativos en movimiento —dijo Jheval, y echó a andar colina abajo.
Kiska lo siguió de mala gana. ¿Caminar hasta ellos, en terreno abierto? ¿Cómo sabía que no eran hostiles? Ni siquiera parecían tener una vaga forma humana.
Antes de que llegaran a la colina más baja, una figura giró hacia ellos, un piquete o vigilante de algún tipo. Cuando se acercaron, él (o ella, o lo que fuera) se irguió todavía más hasta que a Kiska le quedó claro que era casi el doble de alto que ellos. Era, con toda claridad, un demonio, una criatura de Sombra. De color negro apagado, con pelo por algunas partes, transportaba a la espalda una brazada de lanzas que eran el doble de altas que él. Tenía aspecto de insecto: ojos de múltiples lados, una boca llena de colmillos enormes, miembros flacos y desproporcionados que parecían blindados. Jheval lo llamó agitando las manos. Kiska se aferró a su bastón e hizo una mueca. Estuvo a punto de gritar «¿Cómo sabes que habla nuestro idioma? ¿Cómo sabes que no te va a comer?».
La criatura se detuvo, bajó los ojos y los miró. Jheval se quedó allí, con los brazos cruzados, examinando a su vez a la criatura. Kiska estaba lista para usar el bastón en cuanto fuera necesario.
—¿Entiendes este idioma? —preguntó Jheval.
—Sí, conozco esta lengua —respondió la criatura con una voz aguda sorprendente.
La sorpresa de Jheval quedó patente.
—¿Lo entiendes? ¿Por qué?
—Es el lenguaje de los pretendientes.
¿Pretendientes? ¡Ah! Cotillion y Tronosombrío.
—Saludos. Yo soy Jheval. Esta es Kiska.
—Mi nombre se traduciría como Menor Rama.
Jheval señaló con un gesto al frente, a las columnas de los hermanos de la criatura.
—¿Es una especie de migración?
—Sí. Aunque no elegida por nosotros. Nos han obligado a trasladarnos. Han destruido nuestro hogar.
¿Destruido? ¡La Reina nos libre! ¿Qué fuerza podría vencer a una raza entera de demonios de Sombra? Y allí, en su propia tierra natal.
Jheval estaba estudiando las columnas.
—¿Sois un pueblo de mar?
—Sí. Pescábamos los gigantes que se alimentaban en el fondo. Nos reuníamos entre las marismas poco profundas. Pero el gran lago que ha sostenido a mi pueblo desde antes de que el tuyo caminara erguido nos ha sido arrebatado. ¡Gran Ixpcotlet! Cómo lamentamos su desaparición.
¿Un lago entero desaparecido?
—¿Qué ocurrió? —preguntó Kiska, asombrada. Eso iba contra todas sus impresiones de un reino de Sombra intemporal.
Imaginó que serían muchas las expresiones que debían de estar cruzando el rostro de Menor Rama, pero ella y Jheval eran incapaces de leerlas.
—Una espiral caótica ha corroído este reino que vosotros llamáis Emurlahn. Se ha tragado Ixpcotlet. Y sigue creciendo mientras huimos.
Kiska estuvo a punto de dejar caer su bastón.
—¿Una espiral? ¿Como un vacío? ¿Y toca Caos?
Una especie de membrana cruzó los ojos de Menor Rama, ¿una expresión de sorpresa?
—Sí. Eso. Vamos en busca de otra masa de agua, y a advertir a otros. Quizá incluso encontremos al Guardián.
Kiska se lo quedó mirando otra vez.
—¿Un guardián? ¿Demacrado, antiguo? ¿Lleva una espada?
La criatura dio un paso atrás, obviamente pasmada.
—¿Sabes de él?
—Sí, lo conozco. Se hace llamar Caminante del Filo.
—¿Te habló? Eso es… inusual. Nosotros lo llamamos el Guardián.
Jheval la miraba, estaba claro que también sorprendido.
Menor Rama hizo un gesto y los invitó a acompañarlo.
—Venid, ¿queréis? ¿No sabéis que es peligroso estar aquí fuera? Los mastines andan por ahí.
Bajaron la colina y durante todo el camino Kiska se preguntó si Menor Rama sentiría tentaciones de preguntar por qué se reían tanto los dos. Los invadía una risita incontrolable y después, al mirarse otra vez, volvían a estallar. ¿No sabéis que los mastines andan por ahí?
Menor Rama los condujo a la retaguardia de la migración. Pasaron junto a dos de los barcos. Cada uno descollaba sobre ellos, a la misma escala que sus gigantescos creadores. Bramaban sobre sus inmensas plataformas arrastrados por equipos compuestos por cientos de demonios. El polvo los cegó y a punto estuvo de asfixiarlos; Kiska vislumbró a Jheval desatándose la tela que le envolvía el yelmo para enrollársela sobre la boca y la cara. Lo imitó y se enrolló un chal sobre el rostro, dejando solo una ranura para los ojos. El ruido era lo peor, porque las ruedas de madera chirriaban contra los ejes del mismo material. A los demonios no parecía importarles la cacofonía, pero a Kiska estaba a punto de volverla loca.
Tras la horda, entre la tierra revuelta, los surcos que llegaban a la pantorrilla, la basura arrojada, los huesos roídos, las ollas rotas y los excrementos, Menor Rama se detuvo y señaló el rastro de tierra roturada.
—Solo tenéis que seguir nuestro sendero. Imposible no verlo. Pero en realidad no buscáis esa espiral, ¿verdad? Se abre a orillas del Caos. Y nosotros percibimos tras ella una inteligencia trastornada. Huimos de ella. Como también deberíais hacer vosotros.
Kiska se había quedado mirando el rastro que se perdía en el horizonte plano, que a sus ojos parecía magullado, más oscuro.
—Sí —dijo—. Creo que para eso estamos aquí.
—Entonces debo despedirme en este punto, aunque confieso que siento la tentación de acompañaros.
—¿Por qué? —preguntó Kiska.
—Porque creo que existe la posibilidad de que os encontréis con el Guardián. Digo esto porque ha hablado contigo en una ocasión y quizá lo haga de nuevo, pues pocas veces hace algo sin una razón. Y así, si acaso lo encontrarais, pregúntale una cosa por mí y por mi pueblo, los pescadores de Ixpcotlet, ¿por qué no hizo nada? ¿Por qué no intervino? Es algo que nos confunde y decepciona mucho.
Kiska miró a la cara a Menor Rama, y para ello tuvo que levantar la cabeza casi en vertical.
—Si lo encuentro, se lo preguntaré. Eso lo juro.
El demonio agitó sus finos miembros recubiertos de armadura, el significado del gesto desconocido para Kiska.
—Tendré que darme por satisfecho con tu promesa. Mi agradecimiento. Que tengáis un viaje seguro.
—Adiós. Y nuestro agradecimiento.
—Que os vaya bien —añadió Jheval.
Observaron al gran demonio alejarse con paso pesado. Las lanzas tintineaban y se mecían en su espalda al andar. Solos, libres de su enorme guía, Kiska volvió a sentirse expuesta, aunque las llanuras que los rodeaban se extendían planas y anodinas.
Jheval carraspeó.
—Bueno, supongo que será mejor que nos pongamos en camino.
Kiska lo miró: había metido los dedos por los cordones que sujetaban sus manguales; una costumbre que tenía mientras caminaban. Kiska pensó en su propio comportamiento durante el tiempo que habían pasado encerrados y no dijo nada, asintió y echó a andar. Quizá comentarían esos días (quizá incluso semanas, ¿quién sabía?) de estrecha compañía involuntaria en algún momento del futuro. Pero, de momento, estaba todo demasiado cerca y en carne viva.
O quizá, como Kiska sospechaba, ninguno de los dos volvería a mencionarlo jamás.
Habían reunido cuarenta mil regulares apoyados por una espina dorsal de seis mil veteranos malazanos del Sexto. La fuerza se conocía oficialmente como el Ejército de Rool y la comandaba el enviado Enesh-jer, representante del jefe supremo Yeull. Ussü servía como asesor, mientras que Borun comandaba su destacamento de mil moranthianos negros. El jefe supremo permaneció en la capital, Paliss.
Ussü iba a caballo, por consideración si no a su edad, entonces a su rango. La mayor parte de los oficiales y todo el personal del enviado iban montados. Sin embargo, no había una fuerza de caballería organizada lo bastante grande como para tener un papel importante en ningún combate, salvo para acosar, explorar y enviar mensajes. Los jourilanos y los dourkanos quizá se enorgullecieran de su caballería, pero esta jamás se había cultivado en Rool, ni en Mare. Al parecer, los pueblos de Puño seguían el modelo de los korelrianos, que, por supuesto, consideraban a los caballos más inútiles que otra cosa.
Ussü pensaba que ojalá tuvieran muchas más monturas; el lentísimo progreso del ejército lo impacientaba. Todavía tenían que llegar al valle de Ancy, por no hablar de la propia Ancy. Quizá fuera pura nostalgia, pero estaba seguro de que el viejo Sexto habría avanzado a mucho mejor ritmo. Desde su montura compartió al pasar más de una mirada desilusionada con los veteranos, sargentos y oficiales, cuando juntos examinaban las tropas roolianas, que avanzaban con paso pesado, como bhederin cansados. Se ciñó mejor el manto contra el viento helado que bajaba de la cordillera Temblor y estiró la espalda con una mueca. Dioses, ¿cuándo había sido la última vez que había cabalgado por otra cosa que no fuera placer? Sí, estamos todos más viejos. Y quizá el pasado adquiere brillo a medida que lo dejamos atrás. Pero no nos enfrentamos al pasado, sino al presente del ejército malazano. ¿Qué hay de sus estándares? ¿Quién puede decirlo? Sabemos tanto de ellos como ellos de nosotros.
Y así, dos ejércitos ciegos van acercándose a tientas.
¿Quién lleva ventaja? El que tiene la información.
Azuzó su montura hasta la vanguardia y la camarilla de oficiales y empleados que se arracimaban alrededor del enviado. Como moscas. ¿Pero es eso justo? A ese tal Enesh-jer lo eligió Yeull. Aunque parece que la elección se basó más en el fervor de la devoción de ese hombre por la Señora que en su capacidad de mando o su experiencia. Como los que componen su personal y círculo interno: más parecidos a sacerdotes en su persecución de rango y prestigio que interesados por el mando de tropas. Y de forma similar ellos dudan de mí. Nigromante, susurran. Aficionado a las artes prohibidas.
Ussü aflojó el paso para captar la mirada del enviado cuando se cruzaron, pero el hombre estaba conversando con un ayudante, la enjuta cabeza de mastín ladeada, y rígida, le pareció a Ussü. Los empleados y otros lacayos no se mostraban tan circunspectos. Algunos lo miraban con frialdad, otros con franca desaprobación, mientras que los peores no disimulaban su alegría ante lo que podía tomarse como un insulto calculado.
Ussü no mostró incomodidad alguna. Se inclinó con todo respeto en su silla y azuzó su montura. Por delante de la vanguardia, espoleó a la yegua hasta ponerla al galope. ¿Qué los esperaba más adelante? Tres días antes había llegado recado a la columna, a través de los refugiados, de la caída de Aamil. Las historias eran descabelladas, incluso con cierta tendencia a la exageración aterrada. La ciudad arrasada, ciudadanos masacrados, un ejército demoníaco con armadura azul que, por la descripción, Ussü enseguida comprendió que eran moranthianos azules. Los invasores marchaban hacia el oeste. Las cosas adquirían un carácter rocambolesco después de eso. Riadas que bajaban de la cordillera Temblor y se llevaban a cientos de invasores, caminos inundados por el agua, tormentas de granizo que acababan con todo, corrimientos de tierras y terremotos.
El fin literal del mundo. Absurdo. Aunque, noches antes, un temblor del suelo y unos chillidos de horror y alarma por el campamento habían despertado a todo el mundo. Se pensaba que tales manifestaciones representaban el desagrado de la Señora.
Los desembarcos habrían tenido lugar más de diez días antes. Entonces ¿dónde estaban esos invasores malazanos, sus nuevos rivales? ¿Los exploradores habían llegado al puente? ¿Su comandante (podría ser de verdad Melena Gris) había ordenado que una punta de lanza se precipitara a controlar ese único puente que cruzaba el Ancy?
¿Y por qué era tan reticente Yeull a destruirlo?
Trepó a una elevación y llegó junto a un pequeño contingente de caballos roolianos detenidos en la cima. En medio de todos se encontraba Borun, que parecía bastante incómodo a horcajadas de un semental ancho y musculoso. Ussü hizo avanzar su montura al paso hasta que compartió la vista del valle del Ancy extendida ante él, el ancho río que fluía hacia el sur, hacia el lago Espejo, a los pies de la cordillera Negra. En mitad del valle, la corriente se ensanchaba sobre un curso de rápidos poco profundos, salvados por el largo y fino puente de madera y piedra erigido por ingenieros malazanos del Sexto lo que parecía tanto tiempo atrás. A su lado, en la orilla oeste, el torreón de piedra con barbacana de la fortaleza de Tres Hermanas, llamada así por los rápidos. Rodeaba la fortaleza un gran pueblo de granjeros y artesanos que ofrecían sus servicios a los viajeros de esa importante ruta comercial.
Borun desmontó y se unió a él.
—¿Alguna señal de ellos? —preguntó Ussü.
—Ninguna. Parece que hemos conseguido llegar antes.
—Me sorprende. Tienen que ser conscientes de la importancia del puente.
—Quizá —caviló el comandante de los moranthianos negros— presuponen que ya se ha destruido.
Ussü contempló el lado romo del yelmo del comandante. Sí. Si hubiera sido por ellos, lo habrían volado de inmediato.
—¿Todavía cuentan con municiones?
El yelmo se inclinó en un asentimiento.
—Todavía tenemos algunos cajones que pudimos salvar de nuestros navíos hundidos.
—Sugiero que les den buen uso.
Borun lo miró de frente; Ussü no pudo discernir detalle alguno tras las estrechas ranuras del yelmo.
—El jefe supremo no ha dado permiso para minar el puente.
Ussü esbozó una leve sonrisa.
—Siempre podemos echarles la culpa a los malazanos. Sus saboteadores son incapaces de dejar un puente sin volar.
Un sonido escapó del yelmo de Borun, que se meció un poco. A Ussü le costó un momento reconocer en aquel ruido áspero y ronco una carcajada. Era la primera vez que oía algo así.
—Entonces vamos a bajar y a examinar esa fortaleza, ¿le parece?
—Sí, mago supremo.
Para el ojo crítico de Ussü, la fortaleza de las Tres Hermanas era más una choza con ínfulas, puesta allí para recaudar impuestos, que una fortificación defendible. Los muros eran finos y de una sola capa. Poseía un foso, sí, pero la calzada que llevaba hasta la verja era demasiado ancha para su gusto. Y subiendo en tropel por esa calzada había una fila constante de refugiados que llevaban sus escasos bienes mundanos envueltos en trapos, amontonados en burros y en carretas de las que tiraban. Para sorpresa de Ussü, también se les permitía meter ganado, cabras y ovejas en el patio. ¿De dónde saldría el pienso para alimentar a todos esos animales? Flanqueado por Borun, espoleó su montura y se coló entre la multitud. Reflexionó que, en el peor de los casos, al menos podrían comerse a los animales.
Dentro, unas chozas improvisadas atestaban lo que debería ser una plaza de armas abierta. El humo se alzaba de la choza del herrero, al otro lado de la plaza. Una especie de barracones largos recorría un lado. Al otro se alzaba la mota, coronada por un torreón cuadrado de piedra. Una calzada interior más estrecha conducía hasta su verja. Ussü dirigió su montura hacia la rampa de tierra y las figuras de túnicas negras que permanecían sobre ella, cada una con un bastón.
Al llegar a la base, Ussü se inclinó en la silla. Los cuatro sacerdotes barbudos permanecieron inmóviles.
—Saludos. Soy Ussü, asesor de nuestro jefe supremo. Este es el comandante Borun.
Uno de los sacerdotes asintió con un movimiento mínimo.
—Saludos, Ussü, Borun. Soy el abad Nerra. Estoy al mando de esta fortaleza.
Ussü parpadeó con gesto sorprendido.
—¿Qué hay del capitán Hender?
—Se le ha relevado.
Ussü procuró mantener el semblante inexpresivo. Hender era un veterano del Sexto. Habría mandado seguir su camino a esos refugiados, no les habría permitido atascar un puesto militar avanzado. La desorganización, la admisión de todos esos civiles (¡tantas bocas que alimentar!) empezaba a tener sentido.
—¿Y dónde está el enviado? —preguntó Nerra.
Al girarse en la silla Ussü vio que, de hecho, el enviado, rodeado de su séquito, acababa de entrar en la barbacana. Señaló la puerta. Cuando el enviado se acercó, los sacerdotes de Nuestra Señora bajaron la rampa hasta que sus cabezas quedaron más o menos al mismo nivel de los que iban a caballo. El abad Nerra se inclinó ante Enesh-jer, que recibió el homenaje como si no mereciera menos.
—Mi señor enviado —comenzó Nerra—, el destino de este rebaño, todos estos leales a Nuestra Señora la Santísima, está en sus manos.
Las facciones magras del enviado retrocedieron con una sonrisa de calavera.
—Detendremos a esos invasores. Herejes y descreídos todos ellos.
Ussü fue mirando las caras. ¿Esos hombres estaban hablando en serio? Cuando Enesh-jer había llegado con el Sexto, no sabía nada del culto local. Aun así, se decía que no había fanático como el recién convertido. Miró a Borun y después se preguntó por qué se molestaba; era imposible leer nada en un moranthiano embutido en su armadura. Si podía distinguir algo en la postura del hombre, era indiferencia y aburrimiento.
—No se apure, abad —estaba diciendo Enesh-jer—. Estableceremos una cabeza de puente al otro lado del Ancy. Ningún invasor llegará a tierras roolianas.
—Disculpe, mi señor —interpuso Ussü, asombrado—. ¿No planeará cruzar el puente con las fuerzas, verdad? Quedarán aisladas al otro lado. Si no se va a volar el puente, debemos permanecer en esta orilla, defender aquí.
Algo parecido a un suspiro siseado se escapó de los labios entrecerrados del enviado y los ojos se abultaron en la cabeza de calavera.
—No dudo —enunció, casi asfixiado por las pasiones que lo invadían— que nuestro jefe supremo valora sus opiniones sobre temas «esotéricos», asesor. Pero en cuestiones de táctica y disposición de fuerzas, le sugiero que guarde silencio.
Por dentro, Ussü estaba que echaba humo, pero también sintió un escalofrío nítido cuando todos los ojos lo estudiaron, muchos de ellos con una hostilidad clara. Se inclinó; en el rostro, una expresión imperturbable.
Enesh-jer asintió con gesto rígido y aceptó la aparente deferencia de Ussü.
—Permaneceré aquí para ponerme al mando de la fortaleza con, eh, su permiso, abad. —Nerra se inclinó—. Muy bien, solo queda, entonces, el asunto de esta orilla…
Ussü dio una patada a la bota blindada de Borun. El comandante moranthiano carraspeó con estrépito.
—Me gustaría pedirle ese honor, enviado. Con su permiso.
El enviado concedió dicho honor con un ademán.
Ussü volvió a inclinarse a modo de despedida y le dio la vuelta a su montura. Nadie le hizo el menor caso. Cuando cruzó la barbacana, Borun se reunió con él.
—Esta fortaleza es una trampa mortal —le murmuró Ussü al comandante moranthiano. Azuzaron sus monturas y atravesaron la multitud de civiles de ojos enormes y animales quejumbrosos. Cuando llegaron a la rampa que cruzaba la zanja, Ussü estudió la estrecha muralla de piedras talladas y sacudió la cabeza—. No será un asedio. Será un saqueo.
—Quizá los contengan en la otra orilla —respondió Borun, su voz era incluso más ronca de lo habitual al intentar mantenerla baja.
Ussü suspiró.
—Quizá. Pero si yo fuera Melena Gris (si es que sobrevivió y pudo desembarcar), enviaría marines por delante para cruzar por el norte y el sur y abalanzarme sobre el puente mientras llegan las fuerzas principales. Y si lo consiguen, debemos retirarnos a toda prisa. Yo sugiero al sur, después al oeste.
—Luego ese recurso del que habló. Solo por si acaso.
—Sí. También me gustaría contar con una tienda en su campamento, Borun. Donde pueda trabajar sin que me molesten. Y prisioneros.
—¿Prisioneros? ¿Quién?
—Cualquiera. No importa. Siempre que sean fuertes. Tengo intención de investigar un poco.
Borun inclinó la cabeza protegida por el yelmo.
—Como solicite, mago supremo.
Para el turno de noche, Suth bajó arrastrándose con Len y Yana al saliente rocoso desde donde se vigilaba el puente sobre el Ancy, que corría allá abajo, en el valle. Relevaron a un equipo del undécimo, tres mujeres. Suth intentó buscar la mirada de una, que era de Dal Hon. Pero la mujer lo atravesó con la mirada como si no estuviera y él supo por qué: ella era veterana mientras que él todavía tenía que demostrar su valía.
Yana se asomó por encima de las rocas.
—Qué amables por su parte marcarnos así sus líneas, con antorchas.
—Están trabajando día y noche —dijo Len, que estaba echado boca abajo con la barbilla apoyada en los antebrazos cruzados—. Cavan trincheras, clavan filas de estacas, ponen trampas, queman todos los arbustos que pudieran tapar a alguien. Se están atrincherando.
—Malditos idiotas.
Suth miró a Yana.
—¿Por qué?
—El río divide sus fuerzas en dos.
—¿Y qué? Pueden retirarse por el puente.
Len y Yana se miraron.
—Lo que no consigo desentrañar —dijo Len—, es por qué ese puente sigue en pie.
—Quizá sea una trampa —sugirió Suth.
—El riesgo no merece la pena. Solo te cargarías a unos cuantos cientos de soldados. —Len sacudió la cabeza—. Cuesta creer que haya antiguos malazanos al mando ahí abajo.
Yana lanzó un bufido.
—Son prófugos. Desertores. Unos inútiles.
Pero Len no estaba convencido. Seguía sacudiendo la cabeza con los labios fruncidos.
Suth se sentó y se envolvió mejor los hombros con el manto. En Puño era invierno. Un viento helado soplaba del norte. Los nativos lo llamaban maldito. Y eso que no había conocido a muchos nativos. Tendían a huir; creían que eran una especie de demonios llegados para comerse a sus hijos. Durante todo el avance hacia el oeste a través de Skolati, lo único que habían encontrado habían sido aldeas desiertas y granjas abandonadas. Todo el mundo había huido a las colinas o se había marchado a las ciudades del sur. A Suth le parecía incomprensible. Claro que él procedía de una tierra que había conocido un sinfín de conquistas arrolladoras y cambios de gobierno, mientras que esa tierra era tan estrecha de miras que ya había olvidado que sus actuales gobernantes la habían invadido una generación antes.
Los tres se pusieron rígidos cuando alguien siseó a su espalda. Era Keri.
—Vienen unos oficiales, subíos los pantalones. —Después se escabulló en la oscuridad.
Los tres se miraron entre sí.
—¿Oficiales? —articuló Yana, molesta.
Después, pasos que descendían entre las rocas, tres pares. Len se limitó a izar los ojos hacia el cielo nocturno y se giró. Suth observó, vio quién salía de la oscuridad y se irguió con gesto reflexivo, después se obligó a relajarse cuando recordó las reglas de batalla que imponían no identificar a los oficiales. Era su capitán, Apuestas; su puño, Rillish Jal Keth; y el representante del comandante general, el adjunto.
Yana se irguió también mientras Len, ejerciendo el código de completa indiferencia del que hacían gala los saboteadores, hizo caso omiso de los recién llegados. El capitán Apuestas indicó a Suth y Yana que se relajaran e invitó al puño y al adjunto a dirigirse a un puesto de observación situado a cierta distancia. Suth fingió regresar a su guardia, pero estudió a los tres por el rabillo del ojo. Apuestas señalaba el valle como si explicara alguna táctica; el puño también añadía comentarios y asentía. El adjunto se limitaba a escuchar, su rostro bruñido por el sol y el viento no revelaba nada. La mirada de Suth se perdió en las dos espadas envainadas en el cinturón del puño. Hojas de duelo untan. Armas formidables. Largas, estrechas, de dos filos y punta de aguja. Capaces de cortar y apuñalar. En otro tiempo pulidas, quizá, pero en ese momento maltratadas, las vainas de cuero desgarradas y gastadas. En cuanto al arma del adjunto, Suth apartó la mirada de la espada curva cuyo pomo y empuñadura de marfil parecían refulgir con una luz interior.
—Ahora sí que la tenemos armada —murmuró Len.
—¿Crees que ya vamos? —respondió Suth, en voz muy baja.
—Sí. La fuerza principal debe de estar a tiro de piedra.
—Entonces… ¿cuándo?
El saboteador frunció el ceño, indeciso.
—Antes de lo que nos gustaría, sin duda.
El adjunto hizo un gesto entonces y de repente captó la atención de todos. El joven señalaba a la oscuridad. Después dobló un dedo. De una sombra ligera, entre unas rocas, surgió Faro, que inclinó la cabeza para saludar. Los tres oficiales hablaron por un momento y después tomaron el camino de regreso. El capitán Apuestas se rezagó el tiempo suficiente para echarle a Faro una buena riña entre gruñidos antes de alejarse. Su «explorador» de pelotón se apoyó en una roca, sacó su pipa de tubo corto y empezó a cargarla.
Suth le lanzó a Len y Yana una mirada interrogante; los dos se encogieron de hombros, así que se acercó él mismo. Faro no le hizo caso mientras se ocupaba de su pipa.
—¿Y bien? —preguntó Suth tras un momento. El tipo no respondió—. ¿Qué quieres? ¿Una puñetera bolsa de soles imperiales?
El hombre alzó la vista y dejó al descubierto los dientes puntiagudos y brillantes.
—Estás un poco verde para ponerte a exigir, ¿no te parece?
—Yo diría que ahora somos compañeros de pelotón y ayudaría al pelotón conocer el plan.
Faro dio un bufido y miró a espaldas de Suth, a Len y Yana; los dos se habían puesto en pie y se encogieron de hombros. Faro se metió la pipa entre los dientes, sin encender.
—Mañana por la noche. Las columnas principales van a lanzarse a la carrera.
—¿Y nosotros? —preguntó Len, y se puso junto a Suth.
Faro volvió a sonreír; esa vez con gesto malvado, le pareció a Suth.
—Vosotros, chicos, tenéis que aseguraros de que el puente sigue ahí cuando llegue el momento de que Melena Gris lo cruce. O eso, o salir volando por los aires con él.
—¿Por los aires?
Faro asintió con su sonrisa de dientes picudos.
—Oh, sí. Corría el rumor de que hay fuerzas moranthianas negras entre esos roolianos y veteranos del Sexto. Y se ha confirmado. Lo más probable es que ellos también tengan sus municiones. —Alzó la barbilla para interrogar a Len—. ¿Qué te parece? ¿Ser el blanco por una vez, para variar, eh?
El viejo saboteador mantuvo el rostro cuidadosamente imperturbable.
—No nos dejemos llevar por el pánico —dijo arrastrando las palabras—. ¿Y cómo es que te vieron? Creí que se te daba mejor.
Faro se limitó a abrir los labios todavía más.
—Ese adjunto. Se dice que era de la Guardia Carmesí. Dicen que los fantasmas de sus muertos los cuidan.
Por alguna razón, la idea provocó un escalofrío por la espalda de Suth. Le parecía que eso sería lo último que él querría.
Ussü tuvo que hacer valer toda su menguante influencia solo para que le permitieran la entrada en el torreón principal de las Tres Hermanas. Una vez en el interior, lo tuvieron esperando la mitad de la noche mientras él desconocía lo que se debatía en la sala del enviado. Cómo reconquistar Skolati, quizá. O alguna tontería prematura parecida.
Al fin, consumido ya el círculo de medianoche en las velas, lo convocaron a presencia del enviado. Miembros de la orden religiosa militante de la Señora, los Guardianes de la Fe, hacían guardia ante la puerta de su alojamiento. Cuando lo acompañaron al interior, Ussü se inclinó. Parpadeó bajo el fulgor de muchas más velas y lámparas y después encontró al enviado calentándose las manos en un brasero. El hombre estaba rodeado de suntuosidad: tapices en los que se representaban escenas de la guerra librada durante siglos por la Señora contra el enemigo, los demoníacos jinetes de la tormenta. Gruesas alfombras y cojines yacían desperdigados por el suelo. Iconos brillantes de la Señora resplandecían en mesas, en las paredes, cada uno con su propio racimo de velas blancas y delgadas que representaban la pureza de la fe. El enviado vestía un pesado chal de lana oscura, aunque en la habitación reinaba un calor asfixiante. Dos guardianes de la fe permanecían en el interior, junto a las puertas, a ambos lados.
—Este es mi tiempo de devoción, mago supremo —dijo el hombre—. Por favor, sea rápido.
Ussü decidió probar con la sumisión primero y, por tanto, se guardó todas las quejas o comentarios cortantes.
—He estado ocupado, mi señor… —Por un instante la escalofriante visión de cinco cadáveres pálidos apilados al azar junto al muro de su tienda destelló ante sus ojos, pero eso también prefirió desecharlo y continuó—. Escudriñando, mi señor. Escudriñando nuestro entorno. Intentando adivinar lo que está por venir. He vislumbrado al enemigo. Está cerca. Creo que el ataque es inminente. —Tomó una cautelosa bocanada de aire y, ante el silencio del enviado, decidió tirarse al vacío—. Mi señor, debe retirarse de la orilla este. Cualquier retirada, o desbandada, obligará a nuestras fuerzas a meterse en el río. Solo un puñado conseguirá cruzar el puente…
El enviado Enesh-jer había levantado una mano de golpe para pedir silencio. Miró a Ussü con una expresión fiera que el mago solo podía llamar odio.
—¿Así que ha escudriñado? —Dio un paso más y estudió a Ussü como si fuera un objeto desagradable—. Por qué Nuestra Señora tolera su perverso interés en esas artes demoníacas es algo que nunca podré comprender. Sin embargo, la tolerancia y compasión de la Señora son infinitas. Y por tanto he de honrarlas y respetarlas. En cuanto al despliegue de nuestras fuerzas, mago… se ha excedido en su autoridad, se ha excedido mucho. Usted no tiene nada en absoluto que decir sobre este tema.
Ussü estuvo a punto de abrir la boca de puro asombro. ¿En serio creía el enviado lo que estaba diciendo? Él había pensado que todos esos aires que se daba estaban calculados para procurarse un ascenso. ¿De verdad ese hombre había encontrado la fe? Podía ocurrir, suponía Ussü. Pero ¿«interés en esas artes»? ¿Qué tontería era esa? Ussü apretó los dientes para no alzar la voz.
—Enesh-jer… —consiguió articular a duras penas—, deje de fingir que es nativo de estas tierras. Usted nació en Gris. Lo conocí cuando era un joven teniente del Sexto. ¿Qué locura es esta que está diciendo?
El enviado se estremeció como si lo hubieran golpeado y les hizo un gesto a los guardias.
—¡Déjennos!
Cuando los guardianes cerraron la puerta tras ellos, Enesh-jer se precipitó hasta una mesa, se sirvió una copa de vino y se la tomó entera. Eso pareció calmarlo.
—Ussü, es usted un misterio para mí. ¿Dónde están todos los demás magos del cuadro, eh? ¿Adónde han ido? —Y se echó a reír—. ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Yo estaba allí. ¡El poder de la Señora, Ussü! Los ha aplastado a todos. Ella es el sumo poder aquí. Nadie puede tocarla. ¡Es real! ¿Qué son esos otros supuestos dioses? ¿El Embozado? La cara huesuda de lo inevitable. ¿Ascua? Una simple veneración de boquilla a un antiguo espíritu del hogar. ¿Y Tronosombrío? —Otra carcajada—. Bueno, ese ni siquiera merece comentarios. Ussü, ¿qué son todos esos otros dioses más que rivales enfadados por la supremacía de ella? —Estiró de golpe un brazo hacia el este—. ¡Y ellos! ¡Ahí fuera! Ellos también caerán ante ella. Nadie puede derrotarla en estas tierras. ¡A lo largo de todos estos siglos, todo el mundo que lo ha intentado ha caído! Incluso él… incluso Melena Gris se vio arrojado a un lado. —El enviado abrió los brazos como para decir que, de todos modos, nada de eso importaba—. E incluso si perdiéramos Rool a manos de esta nueva fuerza invasora, quedan los korelrianos. Ya sabe cómo es la Guardia de la Tormenta. Lo que pueden hacer. ¡No se les puede derrotar!
Ussü solo pudo sacudir la cabeza. Bueno, así que no se trata tanto de fe como de someterse a un poder mayor. ¿Pero acaso hay alguna distinción? ¿Acaso la veneración no es más que un esfuerzo dulcificado de congraciarse de la forma más servil? Quizá ahora no sea el momento para esa cuestión filosófica. Da igual. Son argumentos que conozco y entiendo.
—Enesh… la Guardia de la Tormenta solo defiende el muro. No librarán su guerra por usted.
El enviado sonrió entonces con una especie de astucia animal. Se acercó más. El sudor relucía en su estrecha cara afilada. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas enormes. Cogió las manos de Ussü en las suyas.
—¡Pobre tonto! Cómo te aferras a tus delirios. Pero tú también te has adaptado a estas nuevas verdades. —Levantó los brazos de Ussü y reveló la sangre que le manchaba las mangas de las túnicas. Los estigmas de sus últimos… esfuerzos—. Tú también estás implicado, amigo mío. Tú también estás con nosotros. Hasta los ensangrentados codos.
Y en los ojos vidriosos de ese hombre Ussü creyó ver a la Señora, riéndose de él.
Rillish se recostó contra una roca calentada por el sol, estiró la pierna y se frotó el muslo. Tenían por delante una noche fría y clara. Estaba más agotado de lo que recordaba haber estado jamás, día tras día de montar sin descanso, de ir de un lado a otro con bromas, halagos, amenazas puras y duras, lo que hiciera falta para poner a las tropas en movimiento otra vez. Y su pierna nunca se había recuperado del todo de esa antigua herida. La tenía tan entumecida que sabía que no podría ponerse en pie ni aunque quisiera.
¡Cuánto ansiaba un fuego! Una buena comida, algo con lo que calentarse las manos. Pero un cabrón había prohibido todos los fuegos. Un cabrón que resultaba que era él. Pero habían llegado. Lo habían conseguido. Y, aunque cansados, deshechos, le parecía que sus hombres y mujeres estaban lo bastante cabreados e irritados como para seguir deseando luchar.
Y todo ese tiempo el joven Kyle, el adjunto, había montado con él, aunque por lo general se mantenía junto a los elementos extremos de cabeza. Era un jinete torpe, era obvio que no estaba acostumbrado a los caballos, pero de una resistencia inesperada, capaz de cabalgar todo el día y después recorrer el perímetro durante la noche. En opinión de Rillish, el joven quizá no tuviera la experiencia táctica del mando, pero lo que sí tenía no se podía aprender: ese algo especial que hacía que hombres y mujeres estuvieran dispuestos a seguir sus órdenes. Rillish veía cómo lo miraban los soldados, la deferencia, el modo en que sus ojos seguían el arma que llevaba a la cadera. Era parecido al modo en que actuaban en presencia de Melena Gris.
Era una mirada que, si Rillish fuera menos hombre, lo empujaría a un resentimiento mezquino y mortificante. Se quitó una bota y agitó los dedos de los pies. Menos mal que no eran esas sus inclinaciones. Él solo era un soldado y caballero, estaba allí para hacer lo que debía por su gente y después retirarse a engordar, tan contento. Quizá no le gustara la decisión del adjunto de acompañar a los pelotones que tenían la tarea de proteger el puente, pero tampoco podía detenerlo. Otro comandante quizá se lo hubiera tomado como una especie de afrenta personal, o despreciaría al joven como un simple buscador de gloria. Pero lo cierto era que el contingente no tenía muchas probabilidades de supervivencia y la presencia del adjunto podría ayudar mucho. Habría ido él mismo, salvo que las órdenes de Melena Gris de ponerlo al mando del ataque tenían como objetivo desviar la atención de los equipos del puente. Él encabezaría la exploración contra las líneas extremas del este, mientras la mayoría de sus fuerzas esperaba al norte para lanzar un ataque sobre el puente. Por delante de todos, sin embargo, cinco pelotones bajarían flotando por el Ancy hasta el puente, y una vez allí actuarían para protegerlo de cualquier posible demolición. El capitán Apuestas había esbozado lo que tenía en mente y a él le satisficieron las elecciones del hombre. Sería una fuerza pequeña que dependería de la discreción, pero si surgía algo ya se habían establecido señales.
Rillish revolvió en su alforja y desenvolvió una vieja pera machacada. La mordió con reverencia y mantuvo la carne dulce en la boca para intentar aliviar la tensión de los hombros. Néctar. Puro néctar. Podía contar con unas cuatro horas de sueño antes del ataque nocturno. Y dormiría, las tropas conocían su trabajo. Rillish se encontraba en esa envidiable pero difícil posición de mando de aparente irrelevancia. El reto para él era abstenerse de interferir y confiar en que hombres y mujeres hicieran lo que debían.
Otro problema era que, sobre el papel, él estaba al mando de todos los elementos del Cuarto. Pero lo cierto era que su apresurado avance había repartido sus tropas a lo largo de varios días de marcha. Varias riadas habían aislado secciones de las columnas y habían retrasado su avance días enteros. Los temblores habían provocado corrimientos de tierras que habían cubierto senderos que bajaban por valles escarpados y habían aplastado y aislado unidades enteras. Era como si la propia tierra estuviera batallando contra ellos, al menos allí, en el norte. El resultado era que en ese momento tenía con él, a la cabeza de su punta de lanza, menos de tres mil soldados del Cuarto. De hecho, si los skolati se hubieran armado de voluntad y se hubieran coordinado lo suficiente para montar una contraofensiva, podrían haberlo encontrado embarazosamente expuesto.
Pero no lo habían hecho. Esa había sido la jugada de Melena Gris. Había juzgado que los skolati estaban destrozados y había procedido según ese supuesto. Y Rillish estaba de acuerdo. Y no era que tuviera que estarlo, pero hacía su trabajo un poco más soportable.
Los comunicados del cuerpo principal bajo el mando de Melena Gris situaban a la vanguardia de sus fuerzas todavía a dos días de marcha, una distancia que el puño supremo tenía intención de cruzar en un día y una noche de continua marcha forzada que iban a emprender de inmediato. De ahí las órdenes de Rillish. Aguantar hasta que el puño supremo llegara con la vanguardia. Si tuvieran que decidir destruir el puente, lo harían al día siguiente. Cada hora que pasaba reforzaba la posición de Melena Gris, a medida que iban llegando más y más miembros del Cuarto y el Octavo.
Esos mensajeros también hablaban con la soldadesca antes de regresar, y parecía que la reputación de Melena Gris entre las tropas había adquirido un barniz incluso más brillante. Los soldados, siendo la panda de supersticiosos inveterados que eran, atribuían su buena suerte a la hora de evitar lo peor de esas manifestaciones de riadas y temblores terrestres a la protección de Melena Gris y su maga suprema. Una comparación que Rillish quizá también podría decidir que le resultaba ofensiva. Pero él era de la opinión que cualquier cosa que reforzara la moral de las tropas había que alentarla, aunque, personalmente, eso lo hiciera quedar mal a él.
Se terminó la pera, les dio las buenas noches a sus ayudantes, se metió en su manta y se quedó dormido de inmediato.
En su campamento entre las rocas, Suth estaba sentado con el resto del decimoséptimo y pensaba lo que hacer antes de la señal de esa noche. Los habían seleccionado a ellos y a otros cuatro pelotones para que se dirigieran al puente. Unos cincuenta hombres y mujeres, soldado arriba o soldado abajo. Dudaba, por ejemplo, que Faro fuera a aparecer, aunque Pyke seguía con ellos, para desagrado de todo el mundo. ¿Debería intentar dormir? ¿Por qué molestarse cuando sabía que no lo conseguiría? Miró a Wess, que se estaba tomando su tiempo en preparar su pipa de tubo largo. Las hierbas que iban en esa cazoleta quizá lo ayudaran a dormir, pero no podía enfrentarse al río medio atontado. En un lado Lerdo ya se había dormido, mientras que Manteca iba consumiendo a ritmo constante el alijo de comida que le quedaba. El sargento Tela, sentado, charlaba en voz baja con Len y Keri; sin duda estaban comentando algo del puente.
Entonces Pyke lanzó una risita profunda y señaló a un lado.
—Mira quién está aquí, Yana. ¡Es tu novio! Vuelve arrastrando ese patético culo para cogerte el tuyo.
Era un soldado del quinto, un hombretón de hombros encorvados y cabello greñudo, como el gran ganado enastado de la sabana de Dal Hon. Suth no recordaba el nombre del tipo. Gipe o algo así. Yana se levantó, le hizo un gesto burdo a Pyke y miró al tipo con las manos en las caderas.
—Bueno, ¿y qué tienes que decir, entonces? —le preguntó.
El tipo agachó la cabeza y dio una patada en el suelo.
—Lo siento, supongo.
—Lo siento —repitió Yana. Se cruzó de brazos—. ¿Lo sientes?
—¡Sí! —El hombre levantó la cabeza con una mueca hosca; después miró a Yana y su expresión se deshizo en una especie de abatimiento herido—. Sí.
Yana sacudió la cabeza y se acercó para cogerle la cara entre las manos y plantarle un gran beso en los labios.
—¡Qué idiota más tonto! ¡Solo tenías que decirlo!
La consternación mezclada con deleite que revoloteó por el rostro desamparado del hombre casi hizo que Suth lanzara una gran carcajada. Indefenso. Indefenso por completo en manos de aquella mujer.
Se cogieron del brazo y Yana levantó su petate de camino.
—Zoquete descerebrado —dijo Pyke—. Lo mismo ni recuerda qué es lo que se supone que siente.
—Lo que importa no es el qué —comentó Wess desde donde estaba echado de lado, los ojos cerrados, la pipa acunada con suavidad en una mano.
Pyke arrugó la cara.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué se supone que significa eso?
Keri se acercó sujetando la manta que le rodeaba los hombros. Estaba mirando a la pareja que se alejaba y se detuvo delante de Suth.
—¿Se han arreglado otra vez?
Suth asintió.
—Sí… ¿Otra vez?
La mujer tenía una extraña media sonrisa en los labios cuando bajó la cabeza y lo miró.
—Sí. Siempre hacen las paces antes de cada batalla importante, después tienen una de esas grandes peleas de toda la vida y rompen.
Suth lanzó un bufido. Esos soldados malazanos… una panda extraña de inadaptados, todos metidos en el mismo saco.
—Yo…, yo me pongo toda tensa. No puedo dormir. ¿Y tú, qué?
Suth se encogió de hombros y estuvo a punto de decir que no, que en realidad no, cuando levantó los ojos, miró a la mujer que tenía allí de pie, envuelta en la manta, la camisa por fuera del pantalón y desatada, y las palabras murieron en su boca. Tragó saliva y tartamudeó.
—Sí. Yo también. Tenso.
La sonrisa se ensanchó y al tiempo que ella estiraba los brazos hacia abajo, él los estiraba hacia arriba y los entrelazaron.
—Pues vamos —dijo ella—. Conozco una forma de soltar toda esa tensión. Y tráete la manta, no quiero congelarme el culo.
Un golpe en el poste frontal de su tienda despertó a Ussü. Se levantó y se puso las gruesas túnicas de calle sobre la camisa y los pantalones.
—¿Sí? —exclamó.
—Recado de Borun, mago supremo. Un disturbio en el este.
Alzó las solapas; un soldado moranthiano negro se inclinó.
—Lléveme con él.
Borun ocupaba una pequeña elevación en la ladera del valle que descendía hasta el Ancy, por debajo del fuerte de Tres Hermanas. La atalaya le ofrecía una buena perspectiva del pueblo de Tres Hermanas, el puente y un trozo de la orilla contraria, donde se habían atrincherado las fuerzas roolianas. Puesto que era de noche, lo único que Ussü podía ver eran las sombras que bailaban y puntos de luz de las antorchas que se movían lejos de la orilla.
—¿Qué pasa? —le preguntó al comandante moranthiano.
—Escuche.
Ussü respiró más despacio y procuró calmar su pulso. Extendió hacia el este sus sentidos, aunque tuvo cuidado de no acudir a su senda. Todavía no, en cualquier caso. Entonces, por encima de las aguas revueltas del río que se precipitaba hacia el sur, lo oyó: el rugido definido pero apagado de un combate.
—Creí que todavía estaban al menos a un día de distancia —dijo sin aliento, el aire dibujaba jirones en la noche fría.
—Podría ser una avanzadilla enviada para sondearnos —sugirió Borun.
—¿Para qué anunciar su presencia antes de haberse reunido todos?
El comandante moranthiano no dijo nada. Era su forma de hacer saber a Ussü que no tenía ni idea.
—¿Los… ah… paquetes? ¿Están en su sitio?
Borun asintió.
—Todo listo.
—Muy bien. ¿Ha enviado a alguien, supongo?
—Para determinar el carácter del contacto, sí. La soldado debería de regresar en breve.
—Ah, por supuesto.
El yelmo de color negro mate se volvió hacia él.
—Mago supremo, el enviado ha mandado casi a quince mil a la otra orilla. No podemos abandonarlos.
Todavía, añadió Ussü.
—Muy bien, comandante. —Miró la posición; la tienda de Borun se encontraba cerca—. No tendrá un taburete, ¿verdad?
—Por supuesto, mago supremo.
Poco después, un soldado moranthiano negro se acercó a la carrera. El soldado («la» soldado, se corrigió Ussü) hizo un saludo militar.
—Parece ser una pequeña fuerza de no más de unos miles sondeando las defensas del camino, comandante. Los roolianos los están repeliendo.
—¿O quizá es que los malazanos no están presionando tanto como podrían? —interpuso Ussü.
La exploradora volvió el yelmo hacia Borun, que con un pequeño ademán le dio permiso a la mujer para que contestara. ¿Por qué permiso?, se preguntó Ussü. ¡Ah, sí! Había pedido una opinión.
—Difícil de decir, mago supremo. —Le costó empezar a hablar—. Pero si he de ofrecer una interpretación, yo diría que no, los invasores no están presionando tanto como podrían. Aunque su pequeño número descartaría un avance, puesto que serían vencidos —añadió.
Invasores. Qué extraño oír eso de nuestras bocas cuando nosotros mismos somos invasores. Sin embargo, asintió a las palabras de la exploradora moranthiana. Después se dirigió a Borun.
—¿Entonces para qué atacar? Un derroche de hombres y mujeres cuando no tienen posibilidad de recibir refuerzos.
El casco romo con forma de proyectil se ladeó un poco mientras Borun pensaba.
—Podría ser un oficial impetuoso, o uno deseoso de hacerse notar. Novato en combate.
—Si yo fuera Melena Gris, destituiría al muy idiota.
—Esperemos que el tío de ese oficial sea demasiado importante para eso —sugirió Borun con lo más parecido a un arranque de buen humor que Ussü le había oído jamás.
—Usted no conoce a Melena Gris —dijo Ussü con tono lúgubre.
Se les dieron troncos para que se agarraran a ellos durante el viaje río abajo. Puesto que era invierno, el Ancy bajaba con poca agua. Grandes peñascos que sobresalían entre la gran anchura y los rápidos intermitentes salpicaban de espuma la superficie. A Suth le dijeron que debería poder hacer pie la mayor parte del descenso, si se estiraba. El equipo lo guardaron en petates que ataron a los troncos. En equipos de tres fueron chapoteando por los bajíos hasta el canal central, más profundo y rápido. El agua fría de la montaña le quitó el aliento y le escoció como si quemara. El río se extendía ante él como la noche revuelta bajo las estrellas. Se encorvaba y siseaba allí donde las rocas acechaban justo por debajo de la superficie. Tiraba de él como si ansiara hundirlo.
Uno por uno levantaron las piernas y permitieron que la corriente los arrastrara. Con lentitud al principio, Suth empezó a rodear los peñascos sumergidos; después más rápido, como si bajara por un tobogán resbaladizo, fue cogiendo velocidad. Intentó estirar los pies por delante y el truco funcionó unas cuantas veces, las rocas ocultas se limitaban a clavarle las rodillas en el pecho y a arañarle las pantorrillas. Apretó los dientes contra el dolor y levantó la cabeza para buscar el trozo oscuro del puente: nada todavía. Un remolino le dio la vuelta y empezó a deslizarse a toda velocidad de espaldas, pero usó una mano para volver a girarse. Al hacerlo, vislumbró por un instante la panza de madera del puente que tenía casi justo encima y el susto estuvo a punto de hacerlo soltar el tronco. Había una pequeña isla de peñascos más adelante, el agua formaba crestas a su alrededor; Suth estiró los pies para tocar fondo e ir frenando. El agua lo estrelló contra las rocas y le quitó el aliento. Se abrazó al tronco, con la boca abierta y la cabeza gacha mientras el agua espumeaba sobre él. Esperaba por todos sus dioses dalhonesios que cualquiera que se asomara al puente solo viera un trozo de madera a la deriva atascada entre las rocas.
¿Y ahora qué? Estaba metido allí, atrapado como si lo hubieran atado. Intentó salir poco a poco, pero la corriente no hacía más que volver a incrustarlo en aquel hueco. Cuando saliera el sol, seguro que lo veían, ¡si no se había muerto de frío para entonces!
Algo lo golpeó y por un instante pensó que le habían acertado con un cuadrillo de ballesta desde el puente. Pero era una cuerda, de una delgadez patética, que se apretaba contra él. Le costó, pero se envolvió un brazo con la cuerda tantas veces como pudo y después volvió a aferrarse al tronco.
Un tirón casi le dislocó el hombro. ¡Eh, dioses, un poco de cuidado! La presión era constante y angustiosa. La cuerda se le clavó en la carne y el músculo del brazo. Sintió un cosquilleo cuando se le cortó la circulación. Lentamente, aquel tirón insoportable venció la presión del agua y escapó de golpe de la trampa, como un corcho. Solo pudo flotar sin fuerzas, apenas capaz de seguir aferrándose al tronco con una sola mano. Unas manos lo sacaron del agua.
—¿Quién es este tío? —susurró una voz.
—Está con los de Tela.
—Ya. —Una bofetada en la mejilla—. Bueno, bienvenido al sexto.
Suth tenía los labios entumecidos y casi no podía ni articular.
—Tengo que ir con mi pelotón.
Una forma oscura que tenía encima lanzó un bufido.
—De eso nada. Te quedas ahí quieto. Estamos jodidos, este puente está minado y lo pueden volar en cualquier momento.
Ussü se despertó con una sacudida cuando le tocaron el hombro; se había quedado dormido apoyado en su bastón. Esos esfuerzos de antes debieron de quitarme más de lo que sospechaba. Y la edad no perdona. Ya casi había amanecido, el horizonte oriental lucía el color rosado de una concha marina. Ussü sintió el frío gélido de la noche invernal como una punzada dolorosa en las manos y los pies. Saludó con la cabeza al soldado moranthiano y se dirigió adonde Borun conversaba con otros oficiales suyos.
—¿Ninguna incursión? —preguntaba Borun.
—No se ordenó ninguna. Solo reparación de las líneas y atrincheramiento.
Borun se inclinó ante Ussü.
—Buenos días, mago supremo.
—¿Ha terminado el combate?
—Sí, hace algún tiempo. Una retirada lenta de los invasores.
—¿Una retirada lenta? ¿Y el enviado no los presionó, no mantuvo el contacto?
—No. Las órdenes lo prohibieron.
Ussü estaba asombrado.
—¿Por qué?
—Quizá tema una emboscada o un contraataque.
—Así que se oculta tras sus líneas. —La estupidez de todo aquello era desalentadora—. Hemos abandonado toda iniciativa. Se la hemos entregado a ellos.
—Cierto —admitió Borun—, pero la verdad es que son ellos los que tienen que venir a nosotros. Podría decirse que tenemos el tiempo de nuestro lado.
Ussü comenzaba a caer en la cuenta de que el comandante negro tenía el irritante talento de ser capaz de ver cualquier situación táctica en toda su complejidad.
—Esperemos —dijo al fin. Después se aclaró la garganta; se estaba desmayando sin su infusión de hierbas matinal y su té especiado—. Entre tanto, estaré en mi tienda. Envíe recado de cualquier novedad.
Borun inclinó la cabeza, oculta por el yelmo.
—Muy bien, mago supremo.
Devaleth sabía que ella no era ninguna veterana de campañas terrestres, pero le parecía que Melena Gris, en su loca carrera por alcanzar la frontera rooliana y el elemento avanzado que había dejado al mando de Rillish, iba a un ritmo magnífico.
Tenían mucho terreno que cubrir. El puño supremo se había rezagado más de una semana para organizar el nuevo gobierno militar malazano y aceptar la rendición de los elementos skolati que todavía iban llegando con cuentagotas. Después siguió esperando, con las mandíbulas apretadas de impaciencia, mientras los restantes comandantes skolati repartidos por todo el territorio reñían y se socavaban unos a otros hasta que al final, desalentados y desmoralizados, el ejército no consiguió presentar una resistencia organizada.
Una vez que quedó claro que no quedaba ninguna amenaza pendiente, Melena Gris reunió diez mil soldados del Cuarto y el Octavo y emprendió de inmediato la marcha hacia la frontera rooliana. El puño Khemet Shul se quedó atrás con órdenes de consolidar, asignar guarniciones y seguirlos en cuanto fuera prudente.
¡Y a qué paso! Puesto que escaseaban los caballos, todo el mundo tenía que caminar, y caminar, y seguir caminando. Melena Gris se levantaba con el alba y no dejaba de caminar hasta ya entrada la noche. Las comidas (un mendrugo de pan duro rebuscado en una aldea abandonada, o un trozo de carne seca) se tomaban entre zancada y zancada. Aquel hombre era implacable; a los que no podían seguir el ritmo se les dejaba atrás. Muy pronto, para los soldados se convirtió en una cuestión de orgullo asegurarse de que no les pasara a ellos. Más de un soldado pasaba cojeando junto a Devaleth dejando un rastro de huellas ensangrentadas.
Devaleth era una del puñado que iba montado, aunque fuera sobre un burro. Seguro que algunos la consideraban afortunada, pero ella sabía la verdad: era una especie de tortura. La columna del animal era como un cuchillo y la bestia tenía por costumbre pararse de repente y hundir la cabeza en un esfuerzo por tirarla patas arriba. Siempre que pasaba, los soldados cercanos sugerían emplear un cuchillo en los cuartos traseros, o un palo afilado en una oreja, pero, por alguna razón, Devaleth no tenía valor para golpear al animal, así que el bicho se salía con la suya. La bruja se resignó y consideró, de todos modos, que ella estaba mucho mejor que los pobres regulares que iban a pie.
En deferencia a su posición de maga, Devaleth también disfrutaba de una de las dos tiendas; la otra servía como enfermería móvil y seguía la ruta de marcha arrastrada por una yunta de bueyes. El resto del apoyo logístico y seguidores (herreros, armeros y cocineros), Melena Gris los había dejado atrás en su absoluta determinación por alcanzar a la avanzadilla. Para los soldados rasos, era improvisar sobre la marcha o morirse de hambre. Devaleth vio huertas abandonadas llenas de malas hierbas que habían saqueado, el ganado vagabundo que habían reclamado para sí e incluso una hembra de ubek salvaje derribada por jabalinas y despiezada allí mismo, las ancas llevadas a hombros para asarlas en las hogueras.
Cada noche tenía que buscar a Melena Gris. Al final lo encontraba envuelto en su manto de viaje embarrado, tirado entre los soldados, junto a un fuego u otro. Su largo cabello de color gris ceniza era casi luminoso por la noche y lo mismo la barba que le estaba creciendo. Devaleth se acomodaba junto al fuego y por el rabillo del ojo solía pasar la velada estudiando el rompecabezas que era ese hombre.
Le parecía que el puño supremo estaba en su elemento. Allí, en el campo, compartiendo la compañía de los regulares. Estaba claro que era donde se encontraba más cómodo. No era de extrañar que hubiera estado tan impaciente por largarse. ¿Pero qué había de los hombres y las mujeres de su tropa? Devaleth sabía que a algunos oficiales les gustaba dárselas de pertenecer al pueblo común, de tener un toque plebeyo y ser capaces de codearse con los soldados rasos cuando era obvio que carecían de tales dones. Por las miradas y actitud de todos aquellos con los que hablaba o se sentaba el puño supremo, Devaleth vio que se había ganado sus corazones. Encajaba en el molde de los antiguos comandantes malazanos de los que la bruja había oído hablar: el legendario Dujek, el brusco Urko, o el reverenciado Whiskeyjack.
Sin embargo, en ese subcontinente era el criminal más vilipendiado de la historia. Allí estaba el hombre que, cuando ella estudiaba en la academia de Mare, había osado acercarse al enemigo, a los jinetes, que estaban dispuestos a borrarlos de la faz de la tierra. ¿Era un absoluto solipsista? No, no se lo parecía. ¿Un sociópata sin corazón? Una vez más, no. ¿O había que compadecerlo por ser un crédulo patético, un simple idiota? No, eso no.
Entonces… ¿qué?
Era un misterio. Un hombre que iba a lo suyo y a la mierda con las consecuencias. Devaleth no sabía si admirar al tipo o tenerle un miedo profundo.
Ese dilema tomó un nuevo giro cuando, al quinto día de marcha, el suelo tembló. Era un temblor común; Devaleth estaba acostumbrada a ellos. Las supersticiones locales los atribuían a la lucha de la Señora contra los jinetes. Ese en concreto parecía haber tenido el epicentro cerca, ya que el suelo se abrió bajo los elementos de la retaguardia y muchos cayeron en un agujero que profundizó en la tierra. Poco después, la vanguardia estaba cruzando un arroyo cuando una riada descendió con una furia imponente y se llevó a unos cincuenta soldados. Fue el primero de muchos más desastres: barrancos que se hundían, corrimientos de tierras por las escarpadas laderas del valle… Era como si el propio terreno se revolviera contra ellos.
Sin embargo, ninguna de esas manifestaciones golpeó cerca de donde marchaba Melena Gris. Una región de paz y tranquilidad parecía rodearlo. No se sentía ningún temblor. Ningún saliente serpenteante que bajara desaparecía de repente bajo sus pies. Como era lógico, a medida que iban pasando los días y los temblores se intensificaban, la columna se constriñó alrededor del lugar donde fuera que Melena Gris iba caminando. Y puesto que Devaleth acompañaba al puño supremo, siempre se veía atrapada en medio de la multitud.
La novena noche de la marcha, Devaleth se sentó junto a una hoguera con el puño supremo. Se había envuelto en sus túnicas y mantas, los brazos ceñidos alrededor de las rodillas; el frío se había intensificado a medida que se acercaban al lado de barlovento de la isla. Durante un momento de relativa privacidad, la bruja se aclaró la garganta y se aventuró a hablar en voz muy baja.
—Alarga la mano, pero no puede cogerlo. ¿Por qué?
Los ojos fríos como el hielo del hombre se deslizaron hacia ella y las amplias mandíbulas se soltaron poco a poco.
—No sé de qué me habla.
—Los dos sabemos de qué hablo.
Los labios lo admitieron con una mueca.
—¿Sabe lo que piensan los soldados?
—¿Qué tiene eso que ver?
Él sonrió como si hubiera logrado algún tipo de victoria.
—¿Qué ha notado en los últimos tiempos? ¿Cómo la han estado tratando los chicos y las chicas?
Devaleth frunció el ceño. ¿Qué locura era esa? Bueno, ya le hablaban, le ofrecían consejos sobre cómo montar. Y había notado que nunca estaba sola. Varios de ellos la flanqueaban a lo largo de todo el día. Y le ofrecían cuencos de moras y tiras calientes de carne del animal que resultara estar en el fuego esa noche.
El puño supremo se inclinó hacia ella y bajó la voz.
—Piensan que es usted la que los está defendiendo.
La bruja se quedó mirando al puño supremo, horrorizada.
—¡Pero eso no es cierto!
Él levantó una mano para pedir silencio.
—Eso no importa. —Se volvió a recostar; su mirada regresó al fuego, donde solía descansar, y estudió las llamas—. He terminado por entender que, en realidad, la verdad no importa. —Ladeó la cabeza, su mirada azul y fría se posó de nuevo en ella—. Lo que importa en realidad es lo que la gente decide que es verdad.
Devaleth se encontró con que no podía sostenerle la mirada y apartó los ojos. ¿Era un mensaje para ella? ¿Para todo el mundo? ¿Todo era mentira, entonces? Pero no había negado que se había acercado a los jinetes.
—Duerma un poco —dijo él al tiempo que se daba la vuelta y se envolvía en su grueso manto—. Llegaremos al valle del Ancy mañana o pasado. No habrá forma de dormir entonces.
Suth se estaba congelando en el lugar al que se había encaramado, bajo el puente. El viento azotaba sin obstáculos las vigas de madera entre las que se sentaban los miembros del sexto y él como monos desdichados. El mismo viento que lo había secado, pero que le había chupado todo el calor por el camino. El tráfico constante traqueteaba y gemía sobre ellos, por las maderas cuadriculadas del suelo del puente. Llovía polvo y gravilla, que amenazaban con hacerlo toser. Se abrazó, colocó bien las posaderas entumecidas e intentó soltar algo de la cuerda que lo sujetaba a su asiento. Bajo sus pies, las aguas de color gris azulado del Ancy pasaban revueltas.
Habían trepado a lo que los saboteadores llamaban «estribos»: armazones de madera rellenos con rocas y escombros. El puente descansaba sobre cinco de ellos. Los soldados se ocultaban en lo más alto, entre los refuerzos y viguetas del armazón inferior, a salvo de las miradas de los que estaban en las orillas. Aun así, a Suth todavía le ponía nervioso ver al enemigo recoger agua y orinar a solo un tiro de piedra del estribo más cercano a la orilla.
El sexto y él ocupaban la cima de uno de los estribos centrales que había metidos en el agua más profunda. En otro lado, en el segundo estribo hacia el este, el resto del decimoséptimo había ocupado una posición parecida. Suth había intentado deslizarse para reunirse con ellos, pero el sargento del sexto, Dospies, se lo había prohibido con un enfurecido «no» con la cabeza.
Y así esperaron, ocultos, mientras los saboteadores hacían lo que se suponía que tenían que hacer. Que hasta el momento a Suth le parecía que era nada de nada. Los del sexto, Pulgares y Lorr, habían ido saliendo a tirones hasta un fardo atado a los soportes del puente, a medio camino entre dos estribos, y allí se habían quedado toda la mañana, señalando varias partes del bulto y susurrando.
Aburrido y entumecido por el frío, Suth se volvió hacia el soldado más cercano.
—¿De qué van esos? —le susurró.
El infante de la pesada tenía una especie de mejunje de hojas y frutos secos metido en una mejilla.
—Lo están comprobando —fue la lacónica respuesta entre mordisco y mordisco.
No me digas. Llevan haciendo eso toda la mañana.
—Ya, pero ¿qué van a hacer?
Un encogimiento de hombros.
—Tienen que buscar trampas.
—¿Y luego qué? —volvió a susurrar Suth.
—No sé. Desarmarlas, supongo.
Suth volvió a echarse hacia atrás, derrotado por la estupidez del soldado, o al menos por lo bien que parecía fingirla.
—¿Cómo te llamas, de todos modos?
El hombre mascó un rato, como si estuviera pensando en la pregunta.
—Pescas —dijo luego.
Pescas. Suth miró al tipo, el brazo grueso metido en una brecha triangular que quedaba entre las maderas, las amplias mandíbulas bovinas que no dejaban de trabajar. ¿Pescas?
—¿Por qué Pescas?
—No sé. El sargento de instrucción me preguntó por mi familia, así que dije: «Pescamos». Así que él dice, vale. Pescas.
Suth se lo quedó mirando. Extraordinario. Y todo sin la menor inflexión. Le hubiera gustado presionar al tipo para ver hasta dónde llegaba, pero quizá ya estaba bien de charlas porque Dospies le lanzaba una mirada asesina cada vez que abría la boca. Se volvió a recostar en un intento de encontrar una posición más cómoda.
—Claro.
Algo se movió sobre su cabeza y él se encogió con una sacudida que estuvo a punto de tirarlo de su puesto y dejarlo colgando sobre el río como una estúpida fruta. Era una saboteadora que iba avanzando por un madero, delgada y vestida con cueros embarrados. La mujer se dejó caer a su lado y se puso en cuclillas con los brazos por encima de la cabeza para aferrarse a la madera. Le guiñó un ojo a Suth, que respondió con un asentimiento, inseguro. Ya la había visto antes, fea como un demonio, con los dientes montados unos sobre otros y unos ojos saltones que parecían capaces de mirar en dos direcciones a la vez. Cabello largo, recogido y atado con tal fuerza que los dientes le sobresalían todavía más. Urfa. La teniente de saboteadores.
—¿Qué pasa? —articuló él a duras penas.
—Hora de que empiece el espectáculo. —Y dejó al descubierto los dientes amarillos e irregulares.
—¿Vais a tirar las municiones al río?
La mujer parecía absolutamente horrorizada. Lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¡Por el Embozado, no! Nos las vamos a guardar.
Después se descolgó bajo la madera horizontal, mano sobre mano, nada bajo ella salvo el río, y sacudió la cabeza ante la estupidez de aquel soldado.
Bueno, ¿cómo se suponía que iba a saberlo? Observó mientras Urfa se unía al bajo y rotundo Pulgares y al igual de larguirucho Lorr en su atestada percha. Los tres empezaron a sacar herramientas de varios bolsillos de los pantalones, chalecos y jubones. En alguna otra parte, Len y Keri estarían comenzando ese mismo proceso. La idea de Keri inclinándose sobre unas municiones y volando en mil pedazos lo hizo retorcerse. Aun así, esa mujer tenía un tacto hábil y suave, si eso contaba para algo. Y si las cosas iban mal allí, con Pulgares, él estaría igual de muerto.
Ussü se estaba lavando las manos en una jofaina cuando Borun se metió en su tienda. El comandante moranthiano miró el cuerpo cubierto por una sábana de la mesa central y después a Ussü.
—¿Alguna noticia?
Ussü frunció el ceño, decepcionado.
—No. Ninguna. Este murió de inmediato. Conmoción. A veces el corazón se rinde sin más. ¿Tiene a alguien más?
—Tenemos alguien cautivo…
—¿Sí? Tráigalo. Debo ver lo que está pasando.
El oficial negro moranthiano se sujetó el cinturón con las dos manos enguantadas y se quedó callado un rato, la mirada puesta en el cuerpo. Ussü conocía a su amigo lo suficiente para leer reticencia y una especie de inquietud vaga.
—¿Sí?
—Es… malazana.
—Ah. Entiendo. —Inquietud por dos frentes—. No se preocupe, amigo mío. Estamos en guerra. Debemos hacer lo que debemos.
El yelmo de color mate oscuro se inclinó en lenta aquiescencia.
—Muy bien, mago supremo. Se la enviaré. —Borun se agachó y salió de la tienda.
Ussü se volvió hacia sus ayudantes y señaló el cuerpo.
—Deshaceos de ese. Preparad la mesa.
Yurgen se inclinó.
—Sí, mago supremo.
Cuando entregaron a la cautiva, a Ussü le decepcionó ver lo diminuta que era. No hay mucho sitio en la cavidad del pecho para llegarle al corazón. Les hizo un gesto a sus aprendices para que la prepararan. La mujer estaba amordazada, los brazos estirados a ambos lados y atados, las piernas rectas y sujetas. Ussü se encontró estudiando su rostro con mucha más atención de lo que había estudiado el de cualquier sujeto anterior. Unos ojos de color avellana se clavaban en los suyos, llenos de furia animal. Tiene espíritu. Y leonados. ¿Eras de Tali, quizá? ¿Y soldado? ¡Pero tan grácil! Exploradora, seguramente. Sí, seguro. Aun así, queda la esperanza. Esa presunción que tienen algunos de que los varones son más fuertes que las mujeres no lo confirma la evidencia. Las mujeres siempre resisten más que los hombres. Las privaciones, la tensión, incluso las heridas. Así que quizá mis esfuerzos terminen dando fruto.
Cogió su instrumento más afilado, un escalpelo con hoja de obsidiana, cortó la camisa raída y expuso el costado de la mujer. Luego tanteó con los dedos y rajó en vertical entre los salientes de dos costillas. Estiró una mano:
—Separador.
Le colocaron en la palma el instrumento de madera y latón. Ussü sondeó con los dedos y encontró un asidero en las costillas. La víctima sufrió una convulsión y ahogó en un borboteo un chillido agónico; Ussü se estremeció. Maldita sea. Tengo que empezar otra vez.
—¡Que no se mueva!
—Sí, mago supremo. —Yurgen y Temeth se inclinaron sobre la menuda mujer y usaron su peso para sujetarle el torso.
—Muy bien. Empecemos otra vez, ¿de acuerdo?
Con el primer giro de los tornillos separadores, ella dejó escapar un lacerante aullido incoherente de angustia y después se derrumbó, inconsciente. ¡Gracias a la Señora! Ahora puedo concentrarme. Decidió continuar adelante con el procedimiento mientras pudiese. Cuando los dedos curiosos rozaron el corazón de la mujer, Ussü sintió que su senda acudía a él con un poder que no había sentido en décadas. La cabeza gacha, cerca del hombro desnudo de la sujeto, los ojos cerrados, su visión interior perforó los bordes de Mockra y voló libre.
Y casi de inmediato la Señora estaba allí para recibirlo. Fue como si un gato lo hubiera cogido por el cogote. Su voz pareció acariciarlo como si buscara el sitio perfecto para cerrarse sobre él.
Ussü, mi leal sirviente, ¿qué blasfemia es esta que practicas en mi nombre? ¡Abandona estos falsos delirios y únete a mí!
No podía hablar, estaba indefenso por completo. Y ella lo sabía.
Confías demasiado en mi afecto y paciencia. Es solo…
La voz se interrumpió. Ussü percibió un cambio, un remolino, unas presiones aplastantes que crecían a su alrededor. Después vislumbró algo brillante entre la bruma. Una hoja. Una hoja brillante.
Hay alguien más aquí… ¡Una intrusa! Está aquí. ¡Esto es intolerable! ¿Cómo se atreve?
Algo apretó el cuello de Ussü como un torno. El mago parpadeó, se obligó a abrir los ojos y vio que la sujeto había soltado de alguna forma un brazo de las correas y lo estaba estrangulando con una fuerza inhumana. ¡Yurgen! ¡Temeth! ¿Dónde estáis?
¡Voy a destruir a esa zorra!
La cara de la malazana rodó para mirarlo, los ojos abiertos pero desprovistos de vida. Algo se le soltó del cuello, un cordón de cuero con un colgante. La sencilla piedra lucía una imagen grabada: una mano abierta. ¡El emblema de la reina de los Sueños! Una imagen destelló en esos ojos vidriados y fijos, una presencia. Y Ussü sintió una vergüenza que le aplastó el alma.
Me has traicionado, Ussü, le susurró otra voz. La tristeza y el pesar que transmitían esas palabras llenaron de lágrimas los ojos del mago. Sintió que iba perdiendo la consciencia, pero tras la voz llegó el leve rumor del agua corriente.
¡No! ¡Este es mío!
Un golpe y la banda de hierro que le apresaba el cuello se desprendió con un fuerte tirón. Alguien lo sostenía. Se llevó las manos a la garganta, jadeando en busca de aire. Borun, lo rodeaba con un brazo, la espada desnuda y ensangrentada en una mano. Ussü bajó la cabeza: el torso de la mujer, decapitado.
—Hable —exigió el comandante moranthiano.
Ussü se estaba masajeando la garganta. Sus aprendices yacían alrededor de la mesa, como si los hubieran asesinado allí mismo. Se arrodilló con gesto rígido junto a Yurgen y giró la cabeza del joven para examinar sus ojos. No exánimes. Vivos. Pero vacíos. La mente borrada de un plumazo. Quizá, como dicen, Mockra es hija de Alto Thyr. Quizá, como susurran, la Encantadora no conoce límites.
—El puente, comandante —dijo, todavía arrodillado—. Oí… agua.
—¡Guardias! —bramó el moranthiano al tiempo que salía en tromba de la tienda.
Ussü no podía apartar los ojos de esas órbitas vacías. ¿Cuál fue tu última visión, Yurgen? ¿Quién te hizo esto? ¿Fue de verdad la Encantadora? Peligrosa sin duda es mi… investigación. Sin embargo, estoy indefenso sin ella. ¿Qué he de hacer? ¿Traicionar a ambos bandos? Al final, ¿es que no ha de haber santuario, no ha de haber refugio para mí?
La primera indicación de problemas que tuvo Suth fue un cambio de tono dentro del ruido general de las fuerzas roolianas. El tráfico del puente se detuvo en seco. Después, un gran número de pisadas atravesaron con golpes secos el suelo. En las orillas del río, una multitud de soldados presionó contra los bordes de sedimentos y gravilla. Observó con una sensación de mareo que todos llevaban arcos.
Y después manos que señalaban, gritos, arcos levantados, disparos. Una tormenta de flechas voló hacia las cimas de los estribos más cercanos a la orilla.
—Nos han visto, chicos y chicas —exclamó Dospies, solo para hacerlo oficial.
No me jodas. Suth tenía la sensación de que su trasero estaba muy expuesto y además era muy gordo.
—¿Nos vamos a dar un chapuzón? —preguntó Pescas.
Dospies frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Na, solo conseguiríamos que nos dieran un flechazo.
Más ruidos de roces en la madera, entre los refuerzos de las vigas, y apareció una figura con una armadura negra, la espada en la mano y una cuerda serpenteándole por los hombros. Todo el mundo se lo quedó mirando, asombrado. ¿Un moranthiano negro?
—¡A por el cabrón! —bramó Dospies.
Suth se levantó de un golpe y solo para que lo echara hacia atrás de un tirón la cuerda que llevaba en la cintura. Agitó brazos y piernas como un escarabajo boca arriba y estuvo a punto de caerse de la madera. Pescas y los otros del sexto se fueron a por el moranthiano mientras este, o esta, gateaba entre las vigas hacia los saboteadores.
Antes de que cualquiera del sexto pudiera acercarse, un cuadrillo de ballesta alcanzó al moranthiano en el pecho, el tipo se deslizó de su percha y cayó balanceándose y girando en la cuerda. Lorr levantó la ballesta que llevaba al hombro, miró el arma vacía y después, con un encogimiento de hombros, la dejó caer al agua azul lechosa.
—Vosotros dos, ¿aún no habéis terminado? —chilló uno del sexto.
—Cierra esa puñetera boca del Embozado —respondió Pulgares.
Suth cortó la cuerda que le envolvía la cintura y preparó su arma. Las flechas picoteaban las maderas que los rodeaban. Estaban escondidos entre la estructura inferior; para los arqueros era un disparo difícil porque tenían que apuntar alto para cubrir toda la distancia.
—¿Y ahora qué? —le gritó a Dospies. El sargento del sexto no le hizo el menor caso.
Alguien estaba tirando de la cuerda del moranthiano negro para intentar subirlo. Pero el cuerpo se obstinaba en seguir golpeándose contra una viga horizontal. Tras unos cuantos tirones, quienquiera que estuviera intentándolo debió de rendirse, porque la cuerda se deslizó de repente con un siseo entre el laberinto de maderas, el cuerpo se precipitó al agua y desapareció en el Ancy.
—Botes —observó con tono lacónico Pescas, y señaló río arriba con la barbilla.
Suth cambió de postura. Sí, señor, una flotilla entera de botes se estaba preparando río arriba, en ambas orillas. Había arqueros metiéndose en todos ellos. ¡Que todos los dioses de mi tierra natal los maldigan! ¿Y ahora qué? ¡Estaban atrapados! No podían subir. No podían bajar. No podían quedarse. ¿Y de quién coño ha sido este puñetero plan?
Pulgares se soltó de la viga sobre la que había estado echado. Le colgaba un saco muy gordo de la cintura y tenía una gran sonrisa pegada a la cara ancha.
—Será mejor que… —Le apareció una flecha en el costado, clavada hasta las plumas. El saboteador lanzó un gruñido y la miró, asombrado—. Puta suerte que tengo.
Lorr se abalanzó a por él, pero el otro se soltó y cayó boca arriba, mirándolos a todos, su rostro un óvalo pálido. Desapareció en la turbulencia opaca que rodeaba la base del estribo.
—¡Maldita sea! —gruñó Dospies—. Esto está empezando a ponerse incómodo.
Eso sí que es quedarse corto.
—¿Saltamos sin más? —preguntó Suth.
Dospies lo rumió un poco.
—Podrías saltar encima de uno de esos botes y hundirlo como el gran saco de mierda que eres. ¡Y ahora cierra la boca!
Qué cabrón más gracioso. Espera a que salgamos de esta. Ya te encontraré. ¡Y pensar que ni siquiera me he traído mi escudo!
Todo el mundo intentó trepar entre las vigas para protegerse del fuego de los arcos. Suth estaba moviéndose de lado hacia otro refuerzo cuando el puente entero dio un salto. El estallido lo tiró de la cima de la viga. Se aferró y quedó colgando. Entre el rugido que tenía en los oídos, solo distinguió un grito cuando alguien cayó. Trozos de equipo hecho pedazos y fragmentos de madera cayeron con un chapoteo al río.
—¡Arriba y a por ellos! —bramó Dospies tras un breve silencio aturdido.
¡Arriba! ¿Arriba? ¿Una carga? ¿Y yo qué? Suth se las arregló para enganchar un pie en el refuerzo. El sexto estaba trepando por los bordes del armazón inferior, rumbo a la cima. ¡Esperadme, malditos!
Desde la colina, Rillish vio tan bien como todos el enjambre de figuras negras que cargaban contra el puente; la oleada de arqueros que oscurecían las orillas de ambos lados del Ancy. El vuelo de flechas solo lo confirmó. Se irguió y llamó con una seña a una ayudante.
—¿Último informe sobre Melena Gris?
—En algún momento de esta noche es el mejor cálculo, puño —respondió la mujer. Sus ojos permanecían clavados en la brillante cinta lejana del río. Después volvió la mirada hacia él, suplicante. Yo fui una vez así de joven, así de entusiasta. Ahora solo pienso en los costes. ¿Merecía la pena? Las matemáticas son implacables; solo son unos cincuenta, después de todo.
Pero, como siempre, hay mucho más que simples números en juego.
Se volvió y asintió mirando a la capitán Peles, a su lado. Luego se dirigió a la ayudante.
—Ordene la carga. Directamente a la orilla, atajamos por el sur hacia el puente.
La mujer ya había salido corriendo.
—Resistiremos —dijo Peles mientras se abrochaba el yelmo con visor de lobo.
—Qué remedio.
Desde su tienda, Ussü observaba el ataque mientras tomaba un reconstituyente vaso de té caliente hervido con una amapola poco común que podía encontrarse en las estribaciones de la cordillera Ebon. Se le cayó el vaso del susto cuando una explosión disparó humo y desechos que florecieron sobre el puente. Figuras humanas, carretas y equipo salieron dando vueltas por los aires y cayeron al río con un chapoteo sordo.
¡Maldita sea la Señora! ¿Fueron ellos o nosotros? ¿Deliberado o accidental?
Cuando el humo se despejó, vio que la explosión no había partido por completo el puente: unas cuantas brazas gruesas todavía salvaban la sección. Accidental quizá, no donde debía ser. O eso, o los malazanos construíamos muy bien, joder. Borun llegó a la carrera. Tras él, la lucha había estallado por todo el puente. Las ratas sacadas de su madriguera. No puede haber demasiados.
—No fuimos nosotros —anunció el comandante malazano.
—Involuntario.
—Para los que lo tenían en la mano, sin duda.
Unos cascos sacudieron el suelo cuando un miembro del séquito del enviado llegó con un estruendo hasta ellos y detuvo a su montura con un tirón salvaje. Era uno de esos nobles roolianos, un tal duque Kurran, o Kherran. El hombre señaló a Borun.
—¿Qué traición es esta? ¡Tenía sus órdenes!
—No somos los únicos con municiones —señaló Borun sin alzar la voz ronca.
—¡No creo que sea de su interés demoler el puente!
—Dejarían aisladas las fuerzas de la otra orilla —comentó Ussü—. Con la retirada cortada, podrían rendirse y nosotros habremos perdido un tercio de nuestro ejército.
El duque lo miró con furia, como si Ussü hubiera sugerido el plan al enemigo.
—El jefe supremo se ocupará de usted —dijo con los dientes apretados. Y tiró de las riendas para darle la vuelta al caballo.
—Nos echarán la culpa pase lo que pase —comentó Borun, la mirada todavía clavada en el noble que se retiraba.
Un correo moranthiano negro se acercó a toda velocidad a Borun y habló con él. El comandante se volvió hacia Ussü, que estaba filtrando otro vaso de té.
—La fuerza de avance de la otra orilla está atacando.
Esa vez Ussü se las arregló para no derramar el té.
Suth consiguió auparse y saltar por encima de la barandilla del puente para rodar entre equipamiento tirado y cadáveres despatarrados. El humo seguía brotando por el extremo este y, que él supiera, el puente igual se había derrumbado. Al oeste se habían formado filas entre carros volcados. Se puso a cubierto junto a una carreta y le gritó al soldado más cercano, una mujer que se estaba vendando el brazo.
—¿Qué está pasando?
—Estamos resistiendo en este lado —respondió ella; después, al mirarlo, añadió—: ¿El decimoséptimo?
—Sí.
La mujer señaló hacia delante.
—Estáis más allá.
Suth le dio las gracias y empezó a gatear. Las flechas caían en una lluvia densa e indiscriminada. Pero ¿qué se creen estos arqueros que están haciendo? ¡Ellos son más que nosotros! Más adelante, un tramo vacío de puente, barrido por fuego de arcos, se interponía entre los pelotones que defendían la barrera de carros y él. Vio a Yana, Tela y Wess en medio de la lucha. ¡Gracias a la diosa del Lar! No ha sido Keri… ¿Qué hacer? ¡Sin escudo! Oh, bueno. ¡No queda más remedio! Se encorvó, salió disparado y cruzó el tramo abierto del puente.
Las flechas salpicaban los tablones tallados que recorría. No se molestó en agacharse; disparaban al cielo con la esperanza de darle a algo. Cerca ya de la barrera, un fuego ardiente le clavó los dientes en el muslo derecho y cayó rodando para ponerse a cubierto.
—Eso fue una estupidez —dijo el que lo enderezó. Era el joven adjunto, que miró la pierna de Suth y frunció el ceño bajo el bigote—. Has roto el asta. —Suth no pudo responder, el dolor era abrumador. Creyó que iba a vomitar—. ¡Urfa! —El adjunto se puso en pie—. Ella se ocupará de ti.
La teniente de saboteadores se arrojó junto a él y lo empujó al suelo sin demasiados miramientos.
—¿Por qué hago esto? —rezongó la saboteadora—. ¡Yo no soy ninguna puñetera enfermera del Embozado! —Suth estaba echado boca abajo con ella encima, sujetándole el cuello con el codo. Suth casi no podía respirar, y no digamos ya hablar. Una hoja fría le rasgó la parte posterior de los pantalones—. ¡La veo! —anunció—. ¡Solo porque he hecho unas cuantas amputaciones! —Y añadió en voz más baja—: ¡Apuesto a que nuestro pequeño adjunto también sabe coser! Esto va a doler. —Una hoja penetró por la parte posterior de la pierna de Suth. Este chilló y añadió su voz al rugido de la batalla que los rodeaba. La saboteadora estaba escarbando en la carne de la parte de atrás del muslo. El joven empezó a ver estrellas. El estrépito del combate se perdió en un murmullo hueco y apagado y su visión se oscureció.
Se abrieron camino peleando por la ribera. Pisotearon el campamento, patearon tiendas y hogueras y se mantuvieron de espaldas a la orilla embarrada. Rillish luchaba con las dos espadas, la capitán Peles y otros guardias le cubrían los flancos. Al puño le pareció que esa fuerza no estaba muy por la labor de disputarles la ruta hacia el puente.
Tampoco los culpaba, pues la estructura había quedado inutilizada. El estallido los había sorprendido por igual. Piedras y desechos habían llovido por todas partes. Le pareció que las fuerzas roolianas no se habían recuperado completamente de la explosión. Sus oficiales los instaban a continuar, pero él se imaginaba al soldado medio preguntándose por qué debería morir por un trozo inútil de madera y piedra.
Sobre todo una vez que se habían quedado aislados.
Aun así, estaban más que dispuestos a dejar entrar a la tropa de Rillish para poder rodearla; cosa que convenía a sus oficiales. Cuando los arqueros empezaron a dispararle, Rillish retrocedió hasta el muro de escudos del Cuarto y ordenó a todo el mundo que resistiera y defendiera ese extremo del puente.
Solo esperaba que Melena Gris no le juzgara con demasiada dureza por entregarle productos dañados.
Entonces apareció un hombre escoltado por Peles. Estaba chamuscado, tenía las mangas quemadas y la piel llena de ampollas y negra. Rillish lo reconoció como Cresh, sargento del undécimo, uno de los equipos enviados a asegurar el puente. El hombre hizo un saludo militar.
Rillish respondió al saludo.
—Me alegro de verlo, sargento. Me alegro de que sobreviviera. Una pena que llegaran a él, de todos modos.
—No, señor, no llegaron.
Rillish estudió al hombre; ¿no tenía barba la última vez que lo había visto?
—¿Cómo ha dicho?
—Fue un accidente. Fuimos nosotros. Se prendió por encima del suelo. Hemos apagado los fuegos y echado un vistazo. Mi chico, Llamalenta, dice que queda suficiente armazón. Denos tiempo y se lo arreglamos.
Rillish se quedó mirando al sargento y después se volvió hacia las líneas roolianas. Maldita sea. ¿Cuánto tiempo antes de poder ver eso?
A Ussü le pareció que había pasado media hora, así que se volvió hacia Borun mientras el comandante se ocupaba de los mensajes.
—¿Por qué hay todavía combates en el puente? —preguntó con suavidad.
El comandante moranthiano ni siquiera levantó la vista.
—A usted le diré la verdad, he estado dosificando a mi gente. Esta no es más que una batalla y tenemos una guerra que librar.
—Entiendo.
—Y también, hay informes de uno entre ellos que ancla sus líneas. Lleva un arma… los testigos dicen que es blanca o amarilla, como marfil. Nadie está dispuesto a enfrentarse a él.
La mirada de Ussü se posó de repente en el puente lejano, donde una horda de soldados presionaba, picas y lanzas meciéndose como un pequeño bosque. Blanca o amarilla… brillante… ¿El arma que él vio? Sin duda. ¿Debería ocuparse de aquello? Pero estaba exhausto después de quedar atrapado como una mosca en el enfrentamiento entre la Señora y la Encantadora. No estaba por la labor.
Un gruñido de Borun atrajo su atención hacia la ladera. Vio bajar una banda de sacerdotes ataviados de negro que, de camino, golpeaban el suelo con bastones. Los soldados se apartaban de ellos. ¡Ah! El abad Nerra y sus tres ayudantes. El tipo del puente también había atraído la atención de la Señora, que había decidido tomar parte. Debería acercarse más, aquello podría resultar bastante instructivo.
—Me gustaría presenciar esto —le dijo a Borun.
El comandante moranthiano negro rezongó sin mucho interés.
—Si ha de hacerlo… Yo andaré por aquí. —Y le hizo una seña a uno de sus ayudantes para que lo acompañara.
Ussü descendió. O, más bien, lo intentó; los soldados no se mostraron tan cooperadores a la hora de apartarse como lo habían hecho con los sacerdotes. Y era una multitud terrible, miles se apelotonaban hacia el puente para llegar al enemigo. Al final se conformó con seguir al moranthiano (¿o moranthiana?) que les iba abriendo paso.
Suth podía levantarse, si apretaba los dientes con la fuerza suficiente y se concentraba. El vendaje de Urfa era tan apretado como una mortaja y la saboteadora había metido en él un emplasto que hedía a grasa, orina y otras cosas en las que prefería no pensar. Pero se suponía que evitaba que la herida supurara.
Se había convertido en reserva, claro. Última fila. Se inclinó con gesto rígido y recogió una lanza. Las primeras líneas habían sacado escudos de algún sitio y habían montado una defensa obstinada. Todos excepto el adjunto, que observaba desde atrás, siempre listo para meterse allí donde se lo necesitara. Ningún arquero podía alcanzarlos ya, a menos que se atreviera a salir de entre las líneas frontales del enemigo. En cuyo caso, ellos todavía tenían sus ballestas.
—¿Nos retiramos? —le preguntó Suth al adjunto cuando se dio la casualidad de que quedó a su lado.
El joven sonrió tras el bigote.
—No a menos que nos podamos llevar nuestros carros con nosotros.
Tan de cerca, Suth se preguntó por qué había considerado joven a aquel oficial. No era más joven que él, desde luego, ni más que una gran parte del ejército entero. Aquel era un oficio para jóvenes. Seguramente era el rango: el tipo tenía pocos años para ser segundo al mando de un puño supremo.
La mirada del adjunto se entrecerró, el sombreado de arrugas estuvo a punto de ocultarle los ojos, la mirada de un nativo de las llanuras.
—Problemas —dijo sin aliento, después señaló con la mano—. Tela, Dospies, conmigo.
Suth forzó la vista: llegaban hombres con túnicas oscuras. La presión se alivió por el tramo de cuatro metros de anchura cuando los soldados roolianos retrocedieron. Cuatro sacerdotes más de la Señora, igual que en el templo de Aamil. Recordó cómo se le había cerrado la garganta entonces, la falta de aliento. ¿Ocurriría de nuevo? ¿Y podría el adjunto contrarrestarlo como entonces?
Los cuatro dieron golpes secos en las maderas con los bastones con puntas de hierro y se quedaron allí, esperando. Flanqueado por sus sargentos, el adjunto se adelantó para encontrarse con ellos.
—Soy el abad Nerra —anunció uno de los sacerdotes. No esperó a que el adjunto respondiera; de hecho, estaba claro que no buscaba ninguna respuesta—. Están invadiendo estas tierras. Retírense de este valle y no se les molestará. Tienen la palabra de la Señora. Tal es su infinita indulgencia y paciencia.
—Muy generoso por parte de la Señora ofrecer territorio que ya dominamos —respondió el adjunto.
El abad parecía esperar una respuesta parecida.
—Ríndanse ahora o les empujará la ira de la Señora como ceniza al viento.
—¿Y eso es la indulgencia o la paciencia?
El abad no se inmutó.
—Su paciencia carece de límites. La mía no. —Les hizo una señal a sus compañeros.
Pero los sargentos también hicieron una señal: detrás de los carros volcados se levantaron saboteadores para disparar las ballestas. Múltiples cuadrillos acertaron a los sacerdotes, a algunos los traspasaron por completo y pudieron continuar su vuelo veloz hasta golpear a los soldados de detrás.
Los cuatro se tambalearon, pero no cayó ninguno. El abad alzó los ojos y algo más pareció mirar con furia desde sus profundidades, algo que se clavó en todos ellos con rabia.
—¡Blasfemos! ¡Vuestras esencias se retorcerán de agonía!
La energía detonó entre los sacerdotes en arcos y filamentos crujientes. Las maderas se estremecían como si las aporreara la carga de la caballería. Todo el mundo se encogió: el adjunto, los sargentos, hasta las tropas roolianas. Las túnicas de los sacerdotes comenzaron a arder sin llama y a humear. Se disparó una cadena de energía que golpeó un carro en una explosión de fragmentos que mandó a hombres y mujeres por los aires. Suth recordó la lanza que tenía en la mano y dio un paso para lanzarla. El filo con forma de hoja desapareció en el torso de un sacerdote mientras el mango se carbonizaba al instante. El sacerdote no pareció notar siquiera lo que era, con toda seguridad, una herida mortal.
Los cuatro avanzaron un paso, los bastones sujetos en horizontal. El carro tras el que se ocultó Suth se deslizó hacia atrás y estuvo a punto de derribarlo. Se tambaleó y chilló de dolor con cada salto de la pierna herida. Otra cadena de energía azotó las líneas y hubo soldados que murieron, ardiendo sin llamas, carbonizados y marchitos.
Entonces el adjunto se abalanzó rodando. Un sacerdote cayó, la pierna amputada por la rodilla. Otro blandió su bastón y el adjunto paró el golpe con su espada, a dos manos. El bastón se partió en un estallido que mandó al joven dando vueltas hasta estrellarse contra un lado del puente. La explosión aplastó también a una veintena de los soldados roolianos más cercanos. El sacerdote cayó, los brazos y el pecho destrozados y envueltos en sangre, las manos desaparecidas. Los dos que quedaban continuaron presionando, al parecer sin que les importara o afectara lo ocurrido. El carro se estrelló contra Suth una vez más.
—¡Al suelo! —exclamó Urfa, que después se irguió para lanzar una bola del tamaño de un puño.
Suth se refugió detrás del carro. En circunstancias normales, el crujido de la munición lo habría hecho encogerse, pero el estallido se perdió en el remolino de ira desatada ante ellos. Cuando la mujer se asomó otra vez, se quedó con la boca abierta.
—¡Mierda! —gruñó.
Suth se protegió los ojos con un brazo y vio que los dos magos seguían avanzando a pesar de un sinfín de brechas abiertas; la cara de uno era un brote de sangre de una herida mortal en la cabeza. El adjunto parecía haber perdido la consciencia. Suth cojeó hasta él y encontró a Tela examinándolo.
—¿Qué hacemos? —gritó Suth.
—¡No sé!
La hoja de color amarillo pálido yacía sobre las maderas. Tanto Suth como Tela la miraron.
—¿Debería tocarla? —preguntó Suth.
—¡No sé!
—¡Oh, a las brujas con todo! —Suth la recogió; estaba caliente y no era tan pesada como un arma de hierro. Aparentemente no le ocurrió nada. La hoja curva parecía más dorada que de color amarillo pálido, translúcida por el filo. Se volvió hacia los sacerdotes que quedaban. No le prestaron atención, concentrados como estaban en obligar a todo el mundo a retroceder puente arriba. Suth miró a Tela, que lucía un ceño pensativo.
—Quizá debería ir yo… —se ofreció el sargento.
Bueno, él estaba herido, después de todo. Un largo chillido los hizo mirar de golpe a los sacerdotes. Un soldado había salido de un salto de su refugio blandiendo un mandoble. El soldado vestía una larga cota de malla y un yelmo cuyo visor estaba tallado con la imagen de una bestia que gruñía. Suth la reconoció, era una oficial que veía con frecuencia con el puño Rillish. La hoja pesada de la mujer se estrelló contra un bastón, que la bloqueó y provocó un estallido de energía que crujió y azotó a todos los que había en el puente. ¡Pero esa oficial no había ido con ellos! ¿Qué estaba haciendo allí?
Un segundo golpe arqueado se deslizó bajo el bastón y rebanó la tripa de un sacerdote casi hasta la columna. Un giro brusco y la mujer levantó el arma con un balanceo que alcanzó al segundo sacerdote en la entrepierna y abrió una brecha que subió hasta el esternón. Ni siquiera así cayó ninguno de los dos sacerdotes. El humo brotaba de ellos como si lo empujara un viento furioso; a Suth le parecía que ya llevaban muertos un rato. Enfurecida, la cota de malla ennegrecida y barrida por las energías, la mujer dio una patada a uno de los sacerdotes. Este cayó rígido como un cadáver entre un estrépito de miembros secos.
Las chispas de poder se apagaron de golpe, los bastones quedaron tirados en el suelo, consumidos, convertidos en palos negros; los adornos de hierro, fundidos. Una multitud de soldados del Cuarto invadieron la zona. Llegaron arrastrando carretas y equipo que apilaron en una barricada. Suth y Tela ayudaron a levantarse al aturdido adjunto.
Tela guiñó un ojo.
—Tendrás que ser el héroe en otra ocasión, ¿eh?
Suth examinó el pálido filo.
—Supongo que hace falta algo más que una simple espada. —Recogió un manto desgarrado y lo usó para envolver el arma.
El sargento asentía con expresión seria.
—Sí. A mí me parece más una cuestión de elegir el momento.
El adjunto ya se sostenía solo y hacía rodar un hombro entre muecas y siseos de dolor. Suth le ofreció la espada. El adjunto la cogió y sacudió la cabeza.
—Total, para lo que me ha servido.
—Sigue vivo, señor —señaló Tela.
El adjunto asintió con gesto pensativo y aceptó el argumento.
—Muy cierto, sargento.
Tela se irguió e hizo el saludo abreviado del campo de batalla. Suth se giró y vio acercarse al puño Rillish.
—Justo a tiempo —exclamó el adjunto.
El puño Rillish se inclinó.
—Esperemos que Melena Gris sea igual de puntual.
El adjunto se estaba masajeando el hombro.
—¿Cuándo lo espera?
—Esta noche, Ascua mediante.
El adjunto rezongó a modo de asentimiento.
—Deberíamos poder resistir hasta entonces. Lo dejo en sus manos.
El puño Rillish se inclinó otra vez y se volvió hacia el sargento Tela; se pellizcó la barbilla entre el pulgar y el índice mientras estudiaba al hombre.
—Su capitán está en la orilla este, sargento.
—Sí, señor. —Tela cogió a Suth por el brazo—. Nos vamos.
Entre la masa ingente de soldados roolianos, Ussü dio unos golpecitos en el hombro de su escolta moranthiana. Ya había visto suficiente. Empezaba a tener claro que esa segunda oleada de invasores traía más que simples soldados. Otros poderes, al parecer, habían considerado que era el momento de desafiar la larga dominación de la Señora. Con la cabeza gacha, volvió a subir la ladera con las manos entrelazadas a la espalda. Si eso mismo le había quedado patente a ella a esas alturas… entonces quizá pudiera llegar a algún acuerdo.
Con la cabeza gacha, sumido en sus pensamientos, no notó la bronca que bramaba alrededor del puesto de mando de Borun. Si la hubiera visto, se habría dado media vuelta, pero no la vio y se metió justo en medio.
—¡Usted! Mago —le exigió alguien—. Haga entrar en razón a su compañero. —Ussü alzó la vista y parpadeó, una multitud del séquito de oficiales y aristócratas del enviado rodeaba a Borun. El que había hablado había sido el duque. Kherran, así se llamaba.
—¿Sí, mi duque? —preguntó Ussü con suavidad.
—¡Recuérdele su obligación!
Ussü se volvió hacia Borun.
—¿Y bien, comandante? ¿Qué es lo que ocurre?
—Es ahora deseo del enviado Enesh que se vuele el puente.
Ussü alzó una ceja. Un poco tarde para eso.
—Ya veo. ¿Y?
Un encogimiento de hombros.
—No poseemos municiones suficientes para esa tarea.
—Entiendo. —Ussü se volvió hacia el duque Kherran—. Ya ha oído al señor. Tuvo su oportunidad. Ahora ya no puede hacerse.
El duque avanzó sobre él, su rostro redondo oscurecido de rabia. Por un momento, Ussü creyó que lo iba a golpear.
—¡Pues tenía suficientes municiones para minar el puente antes!
—Eso era antes —dijo Borun con tono inexpresivo—. Ahora, lo que es más importante, lo que no poseemos es el puente en sí.
El duque casi se había quedado sin palabras de pura frustración. Señaló la estructura.
—Bueno… ¡hágalo aquí! ¡En ese extremo!
Borun desechó la sugerencia con un ademán.
—Ilógico. El daño no sería mayor que el provocado en el otro extremo. Se podría reparar en un día. No, nuestra única esperanza sería tomar el estribo más cercano a la orilla y derribarlo.
—¿Y bien? ¡Hágalo!
—No poseemos municiones suficientes para esa tarea.
El hombre hizo ademán de ir a coger su arma. Se detuvo en seco, el pecho le subía y bajaba, respirando a grandes bocanadas.
—Ustedes dos… ¡Están frustrando de forma deliberada nuestros esfuerzos! ¡Quieren que fracasemos! ¡El jefe supremo Yeull se ocupará de ustedes! —Le hizo una seña a su séquito—. ¡Vámonos!
—Recomiendo encarecidamente que se haga una retirada general de todos los botes de la orilla este —exclamó Borun tras el duque.
—¡Que caiga sobre su cabeza!
El comandante moranthiano los observó alejarse.
—Nos echarán la culpa pase lo que pase —caviló en voz alta.
—Sí. Pero no hay que preocuparse.
El oscuro yelmo mate se volvió hacia él. Ussü casi podía imaginarse la ceja arqueada.
—¿No?
—No. Tengo la sensación de que quizá podamos contar con la intervención de una entidad superior.
El yelmo se ladeó, pensativo.
—No me diga.
Ussü entró por el frente abierto de su tienda. Buscó entre sus hierbas y tocó la tetera: fría.
—¡Agua caliente! —gritó. Junto al fuego, un joven sirviente se levantó de un salto para cumplir sus órdenes—. Hasta aquí los imponderables, Borun. ¿Qué hay de los detalles prácticos? ¿Nos retiramos? —Y Ussü miró al exterior de la tienda. El comandante moranthiano estaba contemplando el río, las manos recubiertas con la armadura rozaban el cinturón a la altura de las caderas.
—No.
A Ussü la respuesta le sorprendió.
—¿En serio? ¿Cedemos el control de una orilla solo para conservar la otra?
El comandante entró en la tienda. Cogió una pizca de hojas secas, se las llevó al visor y las olisqueó.
—Prisas, mago supremo. Velocidad. Este ataque relámpago para tomar el puente. La marcha forzada para cruzar Skolati. Todo eso habla de una estrategia para lograr una victoria rápida, ¿no cree?
De unos platos que le habían puesto delante, Ussü arrancó un trozo de carne ahumada fría.
—Admitido. —Observó que habían rastrillado el suelo de tierra para limpiarlo. Los pobres Yurgen, Temeth y Seel. Aprendices capaces, pero todos sin el menor «talento». ¿Qué haría para conseguir ayudantes? Suspiró. Soldados torpes con manos como jamones, sin duda.
Borun se cruzó de brazos y se apoyó en la mesa central.
—Entonces es mi obligación frustrar esta estrategia, ¿no? Debo dificultar, ralentizar, retrasar. Disputar el cruce tendrá ese efecto. —El comandante empezó a pasearse—. Oh, puede que cruce río abajo o río arriba, pero eso añadiría una semana a su marcha. No le haría gracia, creo.
—Muy bien. Así que nos quedamos.
—Sí. Y de ahí la pregunta, mago supremo… ¿con qué puede contribuir usted?
Ussü se metió la carne en la boca y alzó las dos cejas. Ah. Buena pregunta. Se aclaró la garganta.
—Necesitaré nuevos ayudantes.
Bakune estaba sentado, encorvado hacia delante, con los codos apoyados en su mesita junto a la entrada de la cocina, al fondo de una taberna atestada. Iba vestido con ropas viejas y raídas, el cabello sucio le tapaba la cara y sujetaba con fuerza el vaso de licor lleno de alcohol transparente de grano estigio. Se estudió esa misma mano, las uñas rotas y negras. ¿Cuándo había sido la última vez que había estado tan sucio? ¿Alguna vez en su vida? Quizá en un tiempo, de niño, cuando corría como un loco por esas mismas calles del puerto.
La noche de la huida, el sacerdote de Robo puede que tuviera un bote esperando, pero ni él ni Bakune habían anticipado que el puerto estaría cerrado. No se permitía la salida ni la entrada de ningún navío. Las puertas de la ciudad también se habían sellado. Quizá hubieran escapado de sus celdas, pero, a todos los efectos, seguían siendo prisioneros de Banith. Bakune no se hacía ninguna ilusión, desde luego él no era lo bastante importante como para merecer tantas precauciones, y tampoco creía que el sacerdote lo fuera. No, los carteles revelaban que esas prohibiciones contra todo viaje se habían impuesto más de diez días antes.
El gigante Manask, sobre el que Bakune tenía sus dudas (después de todo, los rasgos del hombre no traicionaban ninguna de las marcas reveladoras de sangre ancestral, como la mandíbula pronunciada, la frente prominente o los ojos hundidos) se había agachado entonces para consultar en susurros con el sacerdote. Todavía tardaría un poco en amanecer y los tres ocupaban un callejón estrecho repleto de basuras cerca de los muelles. Mientras Bakune vigilaba, los susurros a sus espaldas fueron creciendo en intensidad hasta convertirse en toda una riña a gritos, con los dos casi terminando a golpes. Solo su intervención hizo reinar el silencio otra vez. El sacerdote los miraba con furia, el rostro acalorado, mientras la alegría y animación que por lo general demostraba el gigante se había enturbiado y casi ocultado.
Manask se había vuelto hacia él, le había puesto una mano en el hombro y le había guiñado un ojo con grandes alardes.
—Tú esperarás aquí un tiempo y luego Ip… el sacerdote te conducirá a nuestro escondite acordado. En cuanto a mí, yo debo adelantarme con todo sigilo y secretismo para disponer nuestra desaparición. ¡No temas! Esos zoquetes de guardianes no darán con nuestro rastro, pues ¿no soy acaso el más asombroso ladrón de todas estas tierras? Vamos, admítelo, ¿has visto nunca algo como yo?
—No, Manask. Admito que nunca he visto nada como tú.
El gigante le dio una colleja al sacerdote.
—Ahí lo tienes. ¿Ves? —El sacerdote se limitó a poner los ojos en blanco—. Y ahora… debo desvanecerme en la oscuridad… —Y el gigante salió de espaldas del callejón, encorvado—. Desaparezco como el humo… como la misma bruma… —Agitó las manos ante su rostro como si fuera un prestidigitador y dobló de un salto una esquina—. ¡Ya está! ¡Me he ido! ¡Ja!
—Como un pedo al viento —rezongó el sacerdote.
Bakune nunca llegó a averiguar qué era lo que tenía que «disponer» el gigante. El sacerdote se había limitado a deslizarse por una pared sucia y se había quedado sentado un tiempo, los brazos colgados sobre las rodillas. Después, tras un rato, se había levantado con un suspiro y le había indicado al examinador que lo siguiera. Recorrieron los callejones. A Bakune se le ocurrió que en la ciudad reinaba un silencio extraordinario, las calles estaban vacías; debían de haber impuesto el toque de queda. Al final, el sacerdote se detuvo delante de una puerta manchada de agua maloliente. La suciedad de aquel lugar era horrenda, todo salpicado de comida podrida y hediendo a orina. Varios gatos se dispersaron al llegar los intrusos. La puerta se abrió con un chirrido y una mujer anciana los miró como si ellos mismos no fueran mejores que la basura entre la que se encontraban. La mujer abrió la puerta un poco más y les indicó que entraran con un ademán desganado.
Era la cocina de una especie de casa pública o de una taberna. La vieja cocinera le dio un puntapié a un fardo de trapos de un rincón y se sentó una niña que se frotó el sueño de los ojos y los miró parpadeando. La mujer cogió un cuchillo de carnicero e hizo unas señas bruscas. La chiquilla asintió y los instó a que la acompañaran. Tras ellos, la pesada hoja se clavó de golpe en el tajo.
Bakune se había enterado luego que la niña se llamaba Pronto. Los apuros de la pequeña dolían en el corazón al examinador. Ver las collejas y patadas que le daban, obligada a realizar las tareas más sucias y degradantes de la taberna, lo ponía malo. Cierto, la niña era mestiza, de las antiguas tribus indígenas, pero seguía poniendo los pelos de punta. La pequeña se veía obligada a hacer ese trabajo solo porque era pequeña y débil y no podía defenderse. A Bakune nunca se le había ocurrido molestarse con una verdad tan pedestre. Así era como funcionaba el mundo: los poderosos se salían con la suya, era su prerrogativa.
Quizá ver ese principio demostrado por un puño aplicado con vigor a la cabeza de una niña le daba una perspectiva diferente. Una perspectiva que no había tenido desde el sillón de su despacho ni desde ningún tribunal.
Se pasaba los días allí, en la taberna llamada el Gallinero del Marinero, y por la noche se retiraba a la habitación que compartía con el sacerdote e intentaba dormir a pesar de los gritos, las broncas de los borrachos y los chillidos de dolor real y placer fingido. En cuanto al sacerdote, el tipo no había salido de la habitación desde que habían entrado en ella. De Manask no había visto señal alguna.
Por supuesto, si quisieran escabullirse, podrían. Las puertas quizá estuvieran oficialmente cerradas, quizá siguiera en pie la prohibición de navegar, y quizá las calles continuaran patrulladas por los Guardianes de la Fe, pero el impulso humano de aprovecharse de la situación no puede suprimirse con tanta facilidad. Esa noche Bakune ya había oído por casualidad disposiciones varias sobre cargamentos ilegales y tratos para sacar y meter individuos de la ciudad. Esa taberna parecía el foco habitual de actividades del mercado negro. Se preguntó por qué no se había presentado ante él ningún caso que la implicara.
Desde el principio el sacerdote había dejado claro que no tenía ninguna intención de irse. Se quedaría por razones personales que no quería debatir. También le dijo a Bakune que Manask y él harían lo que pudieran para ayudarlo a escapar.
De inmediato, a su mente de examinador le pareció sospechosa tanta generosidad.
—¿Y por qué habrías de hacerlo? —le había preguntado.
Sentado en el colchón de paja, el sacerdote había esbozado su amplia sonrisa de batracio.
—¿Y por qué te negaste a firmar mi certificado de muerte? ¿Quién era yo para ti? Un desconocido. Nada. Y, sin embargo, me ayudaste.
—Me limitaba a seguir los dictados de mi vocación. No habría sido justo.
La sonrisa la tragó una mirada furiosa y amarga.
—Justo —rezongó—. Eres un hombre de principios y no un hipócrita, y tienes todos mis respetos… pero me parece a mí que tu noción y práctica de la justicia ha sido bastante estrecha de miras.
Bakune no tenía ni idea de a qué se refería aquel hombre. Se le arrugó la frente y se quedó en silencio durante un rato. ¿Estrecha? ¿No había conocido, y aplicado, las leyes de la tierra toda su vida?
—Manask y yo podemos organizarlo para ponerte en un bote esta misma noche.
Sin decir nada, Bakune negó con la cabeza.
—¿No? ¿No quieres irte?
—No puedo irme.
—¿Por qué no?
Bakune sonrió.
—Por razones que preferiría no comentar.
El sacerdote alzó una ceja.
—Entiendo. Así que te quedas.
—Sí.
—Muy bien. Allá tú. ¿Quién soy yo para decirte lo que tienes que hacer?
Bakune miró al hombre, sin saber muy bien qué hacer.
—Así que… ¿puedo quedarme?
—Sí. Desde luego. Aquí deberías estar a salvo.
—Bueno… te lo agradezco.
Bakune giró el vaso de licor en la mano y pensó de nuevo en las razones que tenía para quedarse. Que era libre para actuar como nunca lo había sido antes. Más libre incluso que cuando era el magistrado de la ciudad, su examinador. Entonces tenía limitaciones por todas partes. Y sí, se había convertido en fugitivo, en un hombre buscado, pero podía hacer lo que deseara. Podía seguir líneas de investigación y tomar medidas con las que solo había soñado meses antes. ¿Con qué consecuencias podían amenazarlo? El abad y sus Guardianes, a través de sus acciones, solo habían empeorado las cosas. Como, por supuesto, ocurre con todos los enfrentamientos.
Bajo el pelo sin lavar observó la habitación atestada. Sí, allí estaba a salvo. La taberna atendía a marineros y pequeños mercaderes, todos varados allí y a la espera de que los guardianes relajaran el toque de queda y levantaran los mandamientos judiciales contra todo movimiento.
Hombres y mujeres de todas las naciones del subcontinente se confundían allí; incluso algunos que podrían estar ocultando orígenes de más allá del océano de las Tormentas. Por supuesto que semejante concentración de extranjeros merecería el escrutinio minucioso de los guardianes. Sin embargo, Bakune no vio señales de que estuvieran vigilando. A menos, por supuesto, que de algún modo fueran más sutiles y discretos en sus métodos que Karien’el.
Cosa que, por lo que había visto hasta el momento, dudaba mucho.
Sorbió el alcohol abrasador, casi puro, e hizo una mueca. ¡Maldita sea la Señora! ¿Por qué no había leyes contra la venta de semejante veneno? Estaba a punto de levantarse cuando dos hombres se dejaron caer con un par de golpes secos junto a su diminuta mesa redonda. En un principio se encogió y pensó: Hablando de los jinetes, mira por dónde. Después reconoció a los dos hombres desgarbados, de hombros encorvados y ojos perezosos, eran los guardias a los que Karien’el había encomendado seguirlo. Una vez recuperada la compostura, los contempló con los ojos entrecerrados.
—¿Sí?
El de las cejas más oscuras y el grueso bigote señaló el vaso.
—¿Se va a beber eso?
—¿Qué queréis vosotros dos?
—Yo quiero uno de esos —dijo el otro.
—Bueno, pues no puedes porque es mío —dijo el primero.
—Ninguno de los dos…
—¿Solo porque tú lo pediste primero? —se enfurruñó el segundo.
—Eso es. Mostré iniciativa. Por eso soy capitán.
—Qué os creéis los dos… —La voz de Bakune fue apagándose cuando el primer guardia cogió el vasito entre el pulgar y el índice y se tragó la bebida entera. Después, se limpió con cuidado el ridículo bigote cepillándolo hacia derecha e izquierda con el dorso de la mano y suspiró.
Como un gato. Y así, en la imaginación de Bakune, aquel hombre se convirtió en Gato.
Al otro, que contemplaba a su compañero con una especie de resentimiento amargo, Bakune no le pudo poner ningún nombre. El tipo se estaba tirando del grueso labio inferior, los ojos clavados en el vaso ya vacío.
—Tú no eres mi capitán —se le ocurrió comentar al fin.
—Bueno, pues entonces yo ya me voy —dijo Bakune levantándose a medias.
—¿Es que no tiene órdenes? —dijo Gato. Y después, dirigiéndose a su compañero, añadió—: Pues claro que soy capitán. ¡Cadena de mando! Si no, es el caos.
—¿Órdenes? —preguntó Bakune. Entonces se acordó: Karien había puesto a esos dos bajo su mando. ¡Señora, no! ¡Era el comandante de esos cretinos! Volvió a sentarse.
Gato se encogió de hombros.
—Solo pensé que quizá las tendría, por lo de todos esos cuerpos.
—¿Cuerpos?
Gato se acarició el bigote y dirigió la mirada de Bakune al vaso vacío. Con un suspiro derrotado, Bakune levantó una mano para llamar al tabernero. La mano del otro tipo se levantó disparada también. Bakune indicó dos. Se quedó sentado con los brazos cruzados hasta que llegaron los vasitos de licor. Los dos alzaron los vasos.
—A su salud, ah, señor —dijo Gato.
Bakune se inclinó hacia delante.
—Escuchad… ¿cómo os llamáis, de todos modos?
—Puller —dijo el compañero más joven al tiempo que se limpiaba los labios húmedos.
—Capitán Hyuke a su servicio, señor —dijo Gato, su voz de repente baja y conspirativa.
—Tú no eres ningún capitán —se quejó Puller.
Bakune utilizó el pulgar y el índice para masajearse la frente. ¡Santísima Señora! ¿Puller y Hyuke? Él prefería Gato y, ¿qué?, ¿Topo?
—Escuchad… los dos. Aquí nadie es capitán hasta que vuelva Karien. —Los dos intercambiaron miradas cómplices y escépticas—. Así que, ¿qué tal sargento, Hyuke… si no queda más remedio?
Hyuke se recostó en la silla con una gran sonrisa mientras se cepillaba el bigote. Después le dio una colleja a su compañero.
—¿Oyes eso, Pull? Acabo de ascender a sargento.
Bakune sintió que se le hundían los hombros.
—Iniciativa —añadió Hyuke con un profundo asentimiento.
Puller puso pucheros mirando a su vaso.
—Bueno, ¿y qué hay de los cuerpos, sargento?
—¡Ah! —Hyuke se llevó un dedo a un lado de la bulbosa nariz—. No hacen más que aparecer unos detrás de otros. Antes no era más que uno cada pocos meses, ¿eh? Pues ahora son dos a la semana.
Bakune sintió que su cuerpo se tensaba entero. Una amargura hirviente le borboteó en el estómago.
—¿Dónde? —dijo con voz débil.
—Por todas partes. Tanto varones como mujeres. Pero todos jóvenes.
¡Maldito fuera ese monstruo, quienquiera que fuese! Aprovechándose de la agitación.
—Gracias, sargento. —Tragó saliva para mojarse la garganta. Algo le dio un mordisco en el estómago.
Hyuke lo miraba con el ceño fruncido.
—¿Está bien, exam… eh, señor?
Agitó una mano.
—Sí. Bien, ¿estamos a salvo aquí? ¿Podemos usar este sitio?
Los dos asintieron.
—Oh, sí —dijo Hyuke—. Seguros como la mujer del panadero por la mañana.
Bakune sintió que sus sospechas se despertaban una vez más.
—¿Por qué? —preguntó con lentitud.
Los compañeros intercambiaron miradas inseguras. Hyuke abrió las manos.
—Porque está muy ocupando horneando…
Bakune solo lo miró furioso. Las gruesas cejas de Hyuke se alzaron.
—¡Ah! Ya entiendo. Pues porque este sitio es de Hombrehueso.
—¿Hombrehueso…?
Los dos vigilantes intercambiaron otra mirada; parecía que podían comunicarse solo con miradas. Hyuke sacudió la cabeza.
—En serio, señor. Siendo como es el exam… eh… que me sorprende.
Bakune luchó por mantener la cara inexpresiva.
—Por favor, infórmame, si eres tan amable.
—Hombrehueso dirige el contrabando y el mercado negro de la ciudad, ahora que… —Puller carraspeó con estrépito y expresión furiosa, y Hyuke frunció el ceño, confundido. Puller ladeó la cabeza para lanzar una mirada elocuente a Bakune. Hyuke alzó las cejas más todavía—. ¡Ah! Bueno… ahora que las cosas han… cambiado… —terminó, acalorado.
Bakune sintió que entrecerraba los ojos. Así que las cosas han cambiado, ¿eh? Ahora que a Karien’el se lo han llevado rumbo a la guerra. Así que por eso me llegaban tan pocos casos sobre mercado negro. Pues muy bien. Todo eso es agua pasada. La cuestión es qué hacer ahora.
—Las cosas se van a poner negras de verdad la semana que viene —se quejó Puller.
—¿Y eso? —preguntó Bakune.
El hombretón de hombros encorvados se sonrojó y miró a su compañero en busca de ayuda. Hyuke se aclaró la garganta.
—Pues por lo del Festival de la Renovación.
¡Por supuesto! Ha perdido la noción del tiempo. ¡El festival de invierno que celebra la llegada de la Señora y nuestra liberación de los jinetes de la tormenta! Los peregrinos invadirán Banith, como de costumbre, ¡y seguro que los Guardianes permiten que atraquen los barcos llenos de piadosos! Y el Claustro también estará abierto a todos los devotos. Ese monstruo creerá que esa noche tiene carta blanca. ¡Será entonces cuando actuaremos! Miró a los dos hombres y asintió.
—Intentaremos pasar desapercibidos hasta entonces.
Hyuke se llevó un dedo a la nariz.
—Listo como un ratón en una perrera, señor.
Puller había fruncido el ceño.
—¿Una perrera?
Hyuke se inclinó hacia él.
—No hay gatos.
La cara redonda del hombre se iluminó.
—¡Ah, sí! ¡Por supuesto!
Hyuke se levantó y se cepilló el bigote.
—Gracias por la copa. —Le hizo un gesto a Puller, que siguió despatarrado en su asiento, otra vez con cara de desdichado—. ¿Qué?
—Sigo sin ver por qué tienes que ser tú el sargento.
Hyuke le dio una colleja a su compañero.
—Verás. Si demuestras alguna cualidad de mando, como yo, quizá puedas llegar a cabo.
Puller se irguió con los ojos como platos.
—¿De verdad? ¿Yo? ¿Cabo? —Se levantó y los dos se abrieron camino entre la multitud—. ¿Tú crees?
—Si eres el mejor candidato.
Bakune los observó irse. Que todos los dioses extranjeros lo ayudasen. ¿Qué creía que podía lograr? Pero tenía que intentarlo, ¿no? Sí. Era lo único que se podía hacer. Seguir los dictados de su conciencia.
Se levantó para regresar a su habitación, donde el sacerdote sin duda estaría dormido como un tronco, a pesar de la chillona multitud nocturna.
Siguieron el rastro de la migración demoníaca. La carnicería que había forjado por el sinuoso paisaje de Sombra era inconfundible. Y yo que temía quedarme vagando por ahí, perdida, pensó Kiska con ironía. Cuánto tiempo habían caminado no tenía ni idea. El tiempo parecía suspendido allí, en el reino de Sombra. O eso le había parecido. Pero el cambio acababa de atacar. Lo que los demonios describían como una «espiral» se había abierto sobre Sombra y había drenado un lago entero, borrando una forma de vida de eones de antigüedad. Esa espiral tenía un parecido sospechoso con la fisura que se había tragado a Tayschrenn. Incluso tocaba Caos, o eso afirmaba Menor Rama.
Llevaban un rato caminando en un silencio demasiado prolongado. Al parecer ninguno sabía qué decir. Kiska pensó en preguntarle por su pasado, pero los comentarios que había hecho su compañero sugerían que era un tema delicado, cuando no cerrado.
Entonces algo se movió bajo sus ropas.
Kiska lanzó un chillido de sorpresa, dejó caer el bastón, se arrancó el manto, el equipo, la chaqueta. Jheval la observó, tenso, las manos posadas en los manguales.
—¿Qué pasa?
Kiska recuperó su bastón y señaló el montón de ropas y equipo.
—¡Ahí!
Jheval contempló la pila y frunció el ceño con expresión confusa.
—¿Te han picado? ¿Un escorpión, quizá?
Algo se removió bajo las ropas.
—¿Has visto eso?
Uno de los manguales de Jheval cobró vida con un zumbido.
—Yo acabaré con lo que sea.
—¡No! —Con suavidad, Kiska fue apartando las capas hasta que reveló la manta y los pocos cachivaches envueltos en ella. Kiska sintió una amargura incómoda en el estómago. ¡El saco! ¿Hay algo dentro?
Se arrodilló, desató la manta y la desenrolló con cautela. Quedó expuesto el sucio saco de arpillera. Algo pequeño se revolvía dentro.
—¿Lo dejamos salir? —preguntó Jheval.
Kiska se meció sobre los talones.
—Creo que no. No creo que debamos todavía.
—Bueno, pues yo no pienso llevarlo.
Kiska lo miró con dureza.
—Ya no lo llevabas, ¿no?
El hombre tuvo la elegancia de parecer arrepentido. Se pasó la mano por el bigote.
—Solo decía…
—Da igual. —Kiska levantó el saco con cuidado y se lo ató al cinturón. Quizá allí eso no quedaría aplastado, si es que se podía aplastar. Se puso la chaqueta, la bandolera de equipo, las alforjas y el manto y echó a andar otra vez—. Venga, vamos.
Tras caminar un rato, contempló al hombre que avanzaba a su lado con las manos a la espalda.
—Así que participaste en el levantamiento de Siete Ciudades.
—Sí.
—Y ahora estás aquí con la esperanza de comprarte una especie de perdón.
Jheval hizo un ademán de desprecio.
—Oh, no un perdón completo. No creo que me lo concedan jamás… pero estaría bien no tener que preocuparme de mirar atrás el resto de mi vida.
Kiska empezó a preguntarse qué delitos había cometido ese hombre contra el Imperio. O, en un caso de vanidad exagerada, quizá el tipo se creyera un célebre criminal buscado. O solo estaba mintiendo para impresionar… para impresionarla a ella. Kiska se aclaró la garganta.
—Vaya. ¿Serviste en el ejército de esa tal Sha’ik?
El hombre se paró en seco.
—¿Servir? ¿Yo? Yo…
—¿Sí?
Una sonrisa astuta invadió los labios del hombre, que agitó un dedo.
—Vaya, vaya. Ves un misterio y metes un palo dentro… ¿qué saldrá? ¿Un león o un ganso? —Jheval siguió caminando—. Creías que habías encontrado un punto débil, ¿no?
¿Creías?
—Pero todo eso se ha acabado —dijo él agitando otra vez una mano—. Durante un tiempo fui un verdadero creyente. Ahora solo estoy avergonzado. —Ralentizó el paso de repente y se protegió los ojos con la mano—. ¿Qué es eso?
Kiska escudriñó el frente: una forma oscura en medio del amplio rastro de la migración demoníaca. ¿Una especie de basura abandonada? ¿Un cadáver?
Jheval aceleró un poco. Kiska sujetó con fuerza su bastón con las dos manos, en horizontal sobre la cintura. Entonces los golpeó el hedor. Kiska estuvo a punto de vomitar. Peces podridos, una choza entera de pescado podrido, una orilla de putrefacción.
—¡Dioses! —dijo Kiska, volvió la cabeza e hizo una mueca—. ¿Qué es eso?
Jheval se llevó una mano bajo la nariz.
—Quizá deberíamos rodearlo.
La forma oscura se movió. Pareció auparse. Jheval rezongó una especie de maldición de Siete Ciudades y echó a andar otra vez. Kiska lo siguió.
Al acercarse, la forma se transformó en los restos medio desintegrados y pútridos de un pez enorme. Un pez que en algún momento podría haber sido tan grande como un toro adulto. Dos cuervos de un tamaño extraordinario se habían posado sobre el cadáver, los dos tenían un aspecto lustroso y bien alimentado. Pero no fue eso lo que llamó la atención de Kiska y su compañero. Lo que se quedaron mirando fue al anciano escuálido vestido con harapos que estaba intentando arrastrar al pez.
Estaba tirando de una cuerda atada a un garfio clavado en la enorme mandíbula huesuda del pez. Kiska y Jheval se pararon a mirar. El hombre no estaba progresando en absoluto, al menos que Kiska viera, aunque sí que salía un rastro por detrás de los restos.
Jheval carraspeó.
El hombre dio un salto como si lo hubieran apuñalado en el trasero. Los cuervos dejaron escapar estridentes graznidos de sorpresa y protesta, alzaron el vuelo y se pusieron a trazar círculos por el aire. El anciano giró en redondo y los miró con furia. Era moreno, con el cabello ensortijado y casi gris.
—¿Qué estáis mirando? —preguntó.
Kiska no sabía por dónde empezar. Jheval señaló.
—Es un pez muy grande.
El anciano se agachó y miró a su alrededor con suspicacia. Después abrió los brazos como si intentara ocultar el enorme cadáver.
—Es mío.
—De acuerdo.
—No te lo puedes quedar.
—Te aseguro…
—Búscate el tuyo.
—¡Que no quiero tu puto pez! —gritó Jheval.
El anciano se llevó un dedo a un ojo y asintió.
—Ya, sí. Eso es lo que dicen todos… ¡pero mentís!
Jheval captó la mirada de Kiska y se llevó un dedo a la cabeza.
—Vámonos.
Kiska lo siguió de mala gana; le parecía que había algo más allí, que nada de eso era un accidente. En sus anteriores visitas a Sombra, había tenido la impresión de que ese reino había estado intentando decirle cosas. Que todo era una lección, solo tenía que entender el idioma.
El anciano se irguió, asombrado.
—¿Os ibais a marchar? —Agitó las dos manos y señaló el pez—. ¿Cómo podríais abandonar un premio así? Seguro que no seríais capaces de darle la espalda a una oportunidad así.
—A nosotros no nos sirve de nada —dijo Jheval.
—¿Servir? —gritó el hombre, indignado—. ¡Servir! ¿Es esa tu medida? ¿La utilidad? ¿No has ansiado toda tu vida coger el más grande?
En el cielo, los graznidos estridentes de los cuervos sonaban casi como una carcajada.
Kiska volvió la cabeza. El hombre se los había quedado mirando. Cuando quedó claro que ellos no iban a parar, el hombre rodeó corriendo el cadáver para seguirlos, pero algo le dio un fuerte tirón, cayó de culo y dejó escapar un chillido sobresaltado. Kiska vio que llevaba la cuerda atada a la cintura.
—Espera —le dijo esta a Jheval.
El guerrero de Siete Ciudades se detuvo y agachó la cabeza.
—Kiska. Es un mago perdido en Sombra que se ha vuelto loco. —La miró con las manos separadas—. He oído hablar de cosas así.
—No podemos dejarlo ahí, sin más…
El hombre se encogió de hombros, imperturbable.
—¿Por qué no?
—Bueno, pues yo no me voy así.
Kiska lo encontró echado boca abajo, pataleando y dando puñetazos al suelo de tierra, llorando.
—¡No es justo! ¡No es justo!
—¿Qué es lo que no es justo?
El anciano se quedó quieto, volvió la cabeza y la levantó para mirarla, después esbozó una sonrisa chiflada.
—Nada. —Se sentó y se cepilló la tierra de las sucias túnicas raídas.
Kiska bajó la cabeza, lo miró y suspiró. Señaló el enorme pez, las costillas expuestas, los ojos como platos, lechosos y medio sacados. Los dos cuervos negros como la noche se habían vuelto a posar en el lomo y se paseaban en busca de bocados.
—Está muerto. Podrido. Inútil. Deja la cuerda y ven.
El anciano hizo un gesto de impotencia.
—Pero no puedo.
—¿No puedes? Querrás decir que no quieres.
El viejo sacudió la cabeza y enseñó los dientes grises e irregulares en lo que podría querer indicar una mueca de vergüenza.
—No, quiero decir que no puedo. No puedo desatar la cuerda. Podrías tú… quizá…
—¡Oh, por el amor de Ascua! —giró el mando de su bastón y la hoja se liberó con un ligero toque. Rasgó la cuerda y la partió.
El viejo se levantó de un salto.
—¡Soy libre! ¡Libre! —Y lanzó una risita.
Kiska retrocedió, inquieta. Se le ocurrió que quizá acabara de cometer un tremendo error. Pero entonces el viejo se tiró sobre aquellos restos pútridos y resbaladizos y le abrazó las mandíbulas.
—No me refiero a ti, mi preciosidad. No, no, no. ¡Tú no! No me iré lejos. Lo prometo. ¡Jamás podría haber otro como tú!
Los cuervos protestaron otra vez con graznidos.
Con un nudo en el estómago y la bilis llegándole a la garganta, Kiska siguió retrocediendo.
—Bueno… que te vaya bien.
Volvió a reunirse con Jheval, que había estado observando con los brazos cruzados. Cuando echaron a andar, Jheval señaló con el pulgar hacia atrás.
—¿Ves? ¿Qué te dije? Chiflado como una rata con insolación.
Mientras caminaba con el bastón cruzado sobre los hombros y envolviéndolo con los brazos, Kiska reflexionó que quizá ese fuera el caso, pero al menos el mago loco se había liberado de la trampa que se había hecho él solo. Y no es que no pueda terminar tropezando con algo peor, aquí, en Sombra.
El rastro se había ablandado bajo ellos. La superficie era quebradiza, las grietas se habían secado en patrones distintos, las huellas de las ruedas eran profundos surcos partidos. Algo más adelante, el horizonte plano era un frente oscuro de nubes revueltas negras y grises. Los rayos resplandecían en el interior.
—¿Estáis buscando el lago?
Kiska y Jheval dieron un salto y giraron de golpe. Era el anciano. Jheval miró furioso a Kiska, como si quisiera decir, ¡mira lo que has hecho!
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kiska.
El tipo levantó la cabeza y la miró, sus ojitos brillantes se entrecerraron.
—Yo diría que es obvio. Os sigo.
—Oye —dijo Jheval—, ¿qué quieres?
El tipo ladeó la cabeza y se planteó la pregunta durante un rato.
—Quiero que me dejen en paz.
Jheval se quedó con la boca abierta y extendió los brazos para abarcar el inmenso vacío que los rodeaba.
—¿Quieres que te dejen en paz y, sin embargo, nos sigues?
Un ceño de irritación.
—No vosotros dos. —Se señaló la cabeza—. Las voces. No me dejan en paz. Haz esto. Haz aquello. Dame esto, dame lo otro. ¿Es que no van a parar nunca? —Se hundió las manos en el pelo ralo—. ¡Me están volviendo loco!
Jheval miró a Kiska y después alzó la mirada al cielo.
—De acuerdo. Las voces. Escucha, he oído que si haces un agujero en el suelo y metes la cabeza, las voces se van.
—¡Jheval! —Kiska le dio un golpetazo en el hombro. Se volvió hacia el hombre—. ¿Cómo te llamas?
Las cejas se arrugaron con el esfuerzo de pensar. Kiska se encogió un momento cuando le llegó un soplo a pescado podrido. Vislumbró dos formas oscuras dibujando círculos en lo más alto del cielo, ¿los cuervos gigantes?
—¿Warbin al Blooth? —murmuró el anciano—. No, no. ¿Horos Spitten Quinto? No. No es eso. ¿Crethin Spoogle? —Se volvió a tirar del pelo, frenético—. ¡No recuerdo mi nombre!
Kiska extendió las manos.
—No pasa nada. Da igual. Pero tenemos que llamarte de algún modo… elige uno.
—¡No puedo! Elige tú.
—Yo tengo unas cuantas sugerencias —murmuró Jheval.
Kiska le hizo un gesto a Jheval para que siguiera él. Después intentó pensar en nombres inofensivos.
—De acuerdo. ¿Qué te parece Grajath?
—No.
—¿Frecell?
—No.
Kiska intentó contener la irritación.
—¿Warran?
—Warran —repitió él. Mientras seguían caminando, el viejo repitió el nombre, para probarlo—. De acuerdo, supongo que eso servirá.
¡Y gracias, por cierto! Kiska señaló hacia delante.
—¿Llegaste por aquí?
—No. Sí. Quizá. Una vez. Hace mucho.
Jheval emitió un bufido y sacudió la cabeza.
—¿Y el lago?
El anciano le lanzó una mirada con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué? ¿El pez? —Señaló—. ¡Lo sabía! ¡Vais a por uno más grande! ¡Bueno, pues llegáis muy tarde! Ya no hay. —Lanzó una carcajada ronca, carraspeó y escupió algo.
—¡El pez no! —soltó Kiska de repente—. La espiral… la fisura… lo que ha secado el lago.
Warran hizo un ademán de desprecio.
—Ah, eso. Allí no hay peces. —Señaló a un lado—. Mejor ir por ahí.
Jheval se había puesto a mirar al anciano.
—¿Por qué?
—Más corto. No hay cangrejos.
—¿Cangrejos?
—¿Creéis que ese pez era grande? Esperad a ver los cangrejos que se los comían.
—Ah. —Se detuvieron. Jheval miró a Kiska. Esta apretó el bastón con las manos y guiñó los ojos para mirar la tormenta del horizonte.
—¿Es eso?
Warran asintió.
—Sí.
—¿Nos enseñarás el camino para rodear el lago?
—Sí… ¡pero después se acabó! ¡No más favores! Quiero decir, lo que es justo, es justo.
Kiska dejó escapar un largo suspiro.
—De acuerdo. Enséñanoslo.
El tipo se frotó la barbilla, era obvio que se había quedado desconcertado.
—¿En serio? Vale. Ah, por aquí… creo.
Jheval se quedó atrás junto a Kiska y abrió la boca.
—¡Ya lo sé! —lo interrumpió ella—. Lo sé. Veremos. El tiempo no parece importar mucho, ¿no? Siempre podemos volver atrás si hace falta.
Jheval frunció el ceño, lo pensó y después se encogió de hombros.
—Muy bien.
Tras un rato llegaron a un campo de altas dunas de arena. Un viento miasmático apenas las agitaba. Terrones de quebradiza hierba puntiaguda crecía en las laderas y en los senos que quedaban en medio. A Kiska el trayecto se le hizo muy pesado porque las sandalias se le hundían en las arenas móviles. De vez en cuando miraba a su alrededor en busca de las dos formas oscuras; al final siempre encontraba dos puntos oscuros en una elevación lejana, o unas formas negras angulares que flotaban en las alturas. Estuvo a punto de mencionárselos a Jheval, pero decidió no sacar el tema delante de su nuevo compañero.
—Después de atrapar mi premio, me invadieron muchos pesares —anunció el extraño tipo de repente, mientras se afanaban en subir una ladera.
—¿Por no tener fuerza para tirar de él? —sugirió ella.
—Oh, no. Iba avanzando… con lentitud… pero avanzando. No, mi mayor pesar era no haber pensado en el futuro.
—¿Ah, sí? —dijo ella con sequedad.
—Sí. Porque una cosa es atrapar lo que siempre has buscado. Después, la cosa cambia. La pregunta en realidad debería ser: ¿qué haces con ello una vez lo has atrapado?
Kiska solo pudo fruncir el ceño, insegura. Parecía haber algo allí. Era casi como si se pudiera aplicar a ella, ¿una lección tangencial? ¿Un aforismo de andar por casa? ¿O una cháchara absurda? El problema era que ella no tenía ni idea de cómo tomarse nada de lo que se le ocurría a aquel viejo demente.