5

Y así el pueblo llegó a la tierra prometida y reservada para ellos por la Santísima Señora desde tiempo inmemorial. Y la encontraron vacía, virgen e incólume, salvo por los pueblos salvajes que vivían como animales en ella y no conocían Su nombre. Y así el pueblo trajo a estas gentes salvajes Su nombre con llamas y con espada. Y de ese modo vieron la luz.

Extracto de La gloriosa historia de Puño

Recopilado en el Claustro de Banith

Devaleth miraba por una de las grandes ventanas acristaladas del camarote de Nok, a bordo del Estrella de Unta. La lluvia azotaba los cristales y ocultaba su visión de la tenue luz vespertina y los navíos que se alzaban y caían entre las enormes olas de color azul hierro. Aun así, la llamaban los magos de Ruse reunidos allí fuera. ¡Cómo la reclamaba la senda! Solo tenía que estirar los dedos… todos la conocerían, por supuesto. Y se unirían en masa contra ella y ella no duraría ni un instante.

La fuerza expedicionaria de Melena Gris llevaba los últimos tres días y noches perdiendo barcos a causa de los ataques mare. Se había convertido en un combate continuo de repentinas embestidas y retrocesos entre las olas palpitantes.

Los puños de división de Melena Gris, Shul y el noble, Rillish, se habían retirado a sus propios navíos. Melena Gris le había pedido a ella (su «bruja del mar», como la designaba él) que se quedara con el adjunto, Kyle, y con él a bordo del buque insignia. No dejaban de llegar informes de los ataques relámpago mare y con cada amanecer la lista de navíos perdidos se incrementaba.

—¿La moral? —le había preguntado Nok a una capitán malazana llegada de la retaguardia del convoy. La mujer negó con la cabeza.

—Comprendemos las órdenes de no perseguir o disparar, almirante. Pero… es duro limitarse a esperar a que nos cojan como si fuéramos fruta madura.

Esa noche Nok se inclinó sobre su escritorio, las gráficas aplastadas bajo sus palmas. El largo cabello blanco le ocultaba el rostro arrugado.

—¿Seguirán predominando los vientos del noroeste? —le preguntó a la bruja.

—Sí.

—A estas alturas, supongo —continuó él, irguiéndose y apartándose el cabello—, cualquier flota se habría agrupado, lista para la matanza, o bien la habrían destrozado en un sinfín de pequeños enfrentamientos.

Devaleth miró a Melena Gris, una forma oscura encorvada en una silla, inclinado hacia delante, los gruesos antebrazos apoyados en las rodillas.

—Sí. —La bruja continuaba fascinada por aquel hombre, incapaz de quitarle los ojos de encima.

—Entonces —Nok llamó a un ayudante—, no los desilusionemos. —Y al ayudante—: Envíe saludos al almirante Torbellino. Que haga formar las naves de guerra de los azules.

—Sí, almirante. —El ayudante se fue.

Devaleth había estado apoyada contra una pared, los brazos cruzados en el amplio pecho. Vio irse al ayudante y frunció el ceño, inquieta.

—Almirante… con el debido respeto… a los mare nadie nos ha derrotado jamás en el mar.

—Esa no fue nunca nuestra intención —dijo Melena Gris desde su asiento en la esquina oscura.

La cara del joven adjunto era un eco de la confusión de la propia Devaleth, aquellas también eran nuevas para él. Melena Gris se adelantó en su silla, que crujió con un ruido inquietante bajo su gran volumen.

—Nok y yo estamos de acuerdo. Solo un idiota ataca a un enemigo cuando es fuerte. Y semejante idiota merece fracasar.

—Pero el orden de batalla…

—Los azules formarán una cuña entre los mare y nosotros —explicó Nok—. Una línea de escaramuza, o galón volante, llámenlo como quieran. Ellos combatirán.

—Mientras que ustedes…

—Los transportes, con unos cuantos navíos azules, nos abriremos paso y nos dirigiremos a la costa.

Devaleth sacudía la cabeza, horrorizada.

—Las pérdidas…

—El Imperio me ha encargado capturar este frente —dijo Melena Gris con voz profunda—. Y es lo que pienso hacer. De un modo… u otro.

Pero Devaleth no estaba convencida.

—No entiende a lo que se enfrenta, puño supremo. Para ustedes, los malazanos, la «senda de Ruse» es un misterio olvidado. Los de Mare jamás la hemos olvidado. Es más que una senda de poder para nosotros. Es nuestra religión. Todos los navíos mare están encomendados a Ruse. Cada navío lleva un sacerdote-mago que ha jurado lealtad a Ruse. Los remeros y la tripulación son todos iniciados. Cada tabla y cuerda está vinculada a la voluntad del capitán por una guarda y un ritual. Puño supremo… nuestros navíos no pueden hundirse.

—Si vamos a hundirnos nosotros, Devaleth —dijo Melena Gris en tono bajo y preciso—, entonces ¿por qué está usted con nosotros?

—Puño supremo… —objetó Nok.

Pero ella levantó una mano y aceptó la pregunta directa.

—De acuerdo. Usted ha estado en esa región, puño supremo. Sabe por qué regreso.

—Es posible. Pero quiero oírselo a usted.

Devaleth sintió que una mueca tensa le crispaba la cara.

—El culto de la Señora. Hay que extirparlo. Es una enfermedad que nos devora. —En la penumbra, Melena Gris asentía—. ¿Sabe, puño supremo —continuó Devaleth, pensativa—, por qué su invasión malazana fracasó desde el primer momento?

—No.

Casi ronca por la fuerza de la emoción, la bruja le contestó entre dientes.

—Porque nuestras tierras ya han sido conquistadas. Solo que no nos damos cuenta.

Devaleth vio que Kyle compartía una mirada con el puño supremo y algo se relajó en su pecho. Lo saben. De alguna forma, lo entienden.

—Devaleth… —empezó a decir Melena Gris.

—¿Sí?

—Quédese con el almirante. Proporciónele toda la ayuda que pueda para la batalla inminente.

La bruja se estremeció, se planteó explicar hasta qué punto la superaban en número, pero lo pensó mejor e hizo una reverencia brusca.

—Sí, puño supremo.

Melena Gris le hizo un gesto a Kyle.

—Y tú…

—¿Sí?

—El asalto. Te quiero con ellos en caso de que surjan problemas.

—¿Yo? ¿Y qué hay de ti?

—Yo estaré con el último transporte.

—¿Qué? ¡Los mare te van a liquidar!

—Kyle… piensa en los hombres. No parecerá una huida si mi estandarte está con la retaguardia.

—Almirante, hágalo entrar en razón.

El puño supremo se sirvió un poco de vino con cuidado mientras el navío cabeceaba, casi estaba riéndose por lo bajo.

—El almirante, Kyle, está de acuerdo.

El joven apeló a Devaleth solo con la mirada, pero ella sacudió la cabeza; también estaba de acuerdo. La menos vana de todas las vanas opciones, le parecía a ella.

Kyle pasó la mirada alternativamente de un hombre a otro, incapaz de hablar. Los dos comandantes intercambiaron miradas divertidas. Al final, Kyle hizo un ademán de indignación.

—¡Locos… los dos! —Y salió hecho una furia.

Devaleth hizo una inclinación y lo siguió.

Una vez solos, los dos se quedaron callados un rato; Nok aceptó una copa de Melena Gris.

—Su adjunto —dijo Nok mientras saboreaba la bebida—. ¿Está seguro de que el muchacho está a la altura?

Melena Gris tragó, después pensó la respuesta con el ceño fruncido y reflexionó sobre su posible réplica. Al final se aclaró la garganta.

—Nok… le cuento esto en confianza. Kyle es de Assail.

El anciano almirante se irguió y abrió mucho los ojos.

—Eso es imposible.

—Yo estaba con la Guardia Carmesí cuando cruzaron por el sur de las tierras assail. A Kyle lo reclutaron entonces. Había bajado del norte.

—Hay tanto que quisiera preguntar… ¿Qué hay de los imass?

Pero el puño supremo estaba negando ya con la cabeza.

—No. Él es un simple miembro de una tribu. No sabe nada de las guerras o los combates del norte. Aunque… —y allí el puño supremo apartó la mirada, pensativo—, había tres muchachos, amigos suyos; creo que sabían más de lo que estaba pasando al norte. Pero mantenían la boca bien cerrada sobre el tema, como es comprensible.

Nok levantó su copa.

—Un misterio de cada vez, entonces.

Melena Gris respondió al saludo.

—Sí. Una retirada lenta y peleada, ¿sí? Denos todo el tiempo que pueda, almirante.

El anciano se alisó el bigote blanco y sonrió. Sus ojos, profundos en su nido de arrugas, destellaron con una anticipación casi sobrenatural. Le tendió una mano al otro.

—Hasta que nos encontremos de nuevo en la costa oeste.

Con una carcajada, Melena Gris cogió la mano tan dura y seca como la madera.

—Hasta entonces, almirante.

Una sacudida en el pie despertó a Suth. El compartimento estaba casi negro por completo.

—Recoge tu equipo —susurró la voz de Tela en la oscuridad—. Nos largamos.

Suth accedió con un gruñido. Se bajó de la hamaca y empezó a reunir su equipo. A su alrededor, el decimoséptimo iba cobrando vida.

Abajo se había visto arrojado de un lado a otro, así que sabía lo que esperar cuando trepó a la cubierta. Olas altas se estrellaban contra la Lasana y le bañaban la cara con una espuma cortante. A su lado, un marinero adujaba un cabo.

—Tenía que haber una tormenta, ¿verdad? —le dijo al tipo.

El marinero alzó la vista. Estaba masticando una gran bola de algo que después escupió. Miró a su alrededor, a las nubes bajas de color gris pizarra y el mar picado que palpitaba bajo ellas.

—¿Llamas a esto tormenta?

Listillo. El vigésimo estaba reunido en la barandilla de babor. Suth se fue acercando con mucho cuidado. Junto a la alta Lasana, una pequeña barca luchaba por ponerse al pairo. Las olas la alzaban por el aire y después la dejaban caer de repente, y las aguas amenazaban con meterla bajo el casco del barco. A bordo, los marines azules usaban pértigas para apartarla del gigantesco transporte. Los marineros de la Lasana lanzaron escalas de cuerda.

—¡Vosotros primero! —le gritó uno muy contento a los pesados reunidos, y se echó a reír.

Un soldado le lanzó una mirada asesina.

—¡Eh, Yana! —exclamó una mujer del vigésimo, Coral, su sargento. Suth miró atrás y vio que Yana se acercaba corriendo—. ¡Esto es estúpido! Queremos una horquilla.

—¿A qué viene el retraso? —preguntó Yana, los ojos hinchados de sueño.

—¡Ja! Muy graciosa. Deberíamos tener una horquilla para esto.

—Joder. Odio toda esta puta agua —dijo alguien junto a Suth. Sorprendido, bajó la cabeza y vio a Faro. Aunque el hombrecito llevaba botas con tacón, apenas le llegaba a Suth al hombro. Sostenía la pipa entre los dientes, apagada, y vestía una chaqueta oscura suelta sobre un chaleco y una camisa—. Vamos a ponernos en marcha —dijo, sobre todo para sí, puso las dos manos enguantadas en la barandilla y saltó por la borda.

Un grito horrorizado se alzó de las bocas de todos los que atestaban la barandilla. Suth se abalanzó para mirar. El hombre colgaba de la escala de cuerda y se iba dando golpes de un lado a otro, balanceándose como un loco.

—En el nombre del Embozado, ¿quién es ese? —dijo alguien.

—Uno de los chicos de Tela.

—Su navaja favorita.

—Se va a matar.

Los marines azules dejaron que la pequeña embarcación se acercara con un bandazo. Faro se soltó, salió volando y aterrizó con una voltereta en el vientre amplio de la lancha.

—¡Diablos! —gruñó Coral—. ¡Traed cuerda! Atad el equipo a las cuerdas.

Uno por uno, los pelotones fueron bajando los fardos de equipo hasta que el vientre amplio de la barca quedó casi cubierto. Después bajaron por la escala de cuerda. Al final, la lancha cabalgaba enloquecedoramente baja en los mares picados. Los marines se dieron impulso y colocaron grandes remos. Indicaron con señas que todo el mundo tendría que echar una mano. Unos treinta hombres y mujeres se apresuraron a ayudar, desplegando más entusiasmo que en todo el viaje.

Cruzaron a un navío azul que esperaba cerca. Los soldados trepaban por unas redes colgadas a los lados mientras las lanchas se mecían como insectos y comenzaban a izarse las vacías. A pesar de su miedo a ahogarse o a hacerse pedazos, Suth sentía curiosidad por ver el interior de uno de esos barcos. Al final les llegó el turno, pero no lo bastante pronto para algunos de los hombres y las mujeres, que se habían arrojado hacia los lados y estaban vomitando hasta las tripas.

Suth esperó en fila a que le llegara el turno de emprender el peligroso ascenso por la red. Cuando al fin se aupó a la cubierta, se tiró en las tablas, empapado y exhausto. Los siguió el equipo, subido con cuerdas. Recogieron sus pertenencias y los dirigieron abajo, a los alojamientos. La lluvia caía con fuerza, fría como el hielo. Un marine azul los mandó a la escalera. De camino, Len, junto a Suth, le tocó el hombro, después se llevó un dedo al ojo y miró a un lado. Suth siguió la mirada del hombre y vio un soldado apoyado en un costado, con los brazos cruzados. Era un hombre joven, grande y con un bigote largo, vestido con una chaqueta de piel de oveja bajo el manto grueso.

—El adjunto —murmuró Len. Era la primera vez que Suth lo veía—. Algunos dicen que es el sicario de Melena Gris. —Suth se limitó a gruñir, no sabía nada del tipo—. Quizá encabece el desembarco.

—O quizá esté aquí para ejecutar a todo el que vacile —dijo Pyke, que se había puesto a su altura.

—Entonces supongo que ese serías tú —dijo Len, en un aparte.

Suth lanzó una carcajada cuando empezaron a bajar las escaleras.

Como una cortina de noche, una tormenta de polvo flotaba a lo lejos, cortando el horizonte a la mitad. Era, decidió Kiska al fin, de una extraña belleza a su cruda manera. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado contemplando el avance solemne, majestuoso, del frente por la lejana llanura. ¿Una tarde? ¿Un día? ¿Dos días? ¿Quién iba a saberlo allí, en Sombra? ¿O eran acaso esas las preguntas que debía hacer?

Su compañero de cautiverio extraoficial estaba echado en el suelo, encogido y durmiendo, o al menos fingiendo que dormía. Dos cosas que se le daban bien: relajarse y fingir. Ella lo veía como un cazador natural, con esa capacidad de esperar indefinidamente a que una presa pasase por allí, el único camuflaje que necesitaba era el fingimiento. De hecho, hasta el momento él se había enterado de muchas más cosas sobre ella que al revés.

Y en cuanto a eso… Kiska le dio la espalda a la estrecha fisura y colocó bien la dolorida espalda contra el asiento de roca irregular. Se aclaró la garganta.

—Así que… luchaste contra la invasión y luego…

Jheval asintió con un gruñido y se estiró.

Este hombre es como un gato.

Su compañero parpadeó y le dedicó una mirada interrogante.

—¿Te enfrentaste a los imass?

—¿Estoy muerto?

—Perdón. Una pregunta tonta. ¿Tú…?

El hombre había alzado una mano para pedir silencio. Se frotó la cara y bostezó.

—No, una pregunta comprensible. Tus imass dominan por completo la imaginación malazana. Solo los hubo en Aren, en realidad.

Kiska lo entendió. Poco después de la masacre de Aren el temido ejército no muerto de imass había abandonado el servicio imperial para alejarse hacia los desiertos al oeste de la región de Siete Ciudades. Todo el mundo supuso que había tenido que ver con la transición de Kellanved, el emperador, a Laseen, su sucesora.

—Pero luchaste…

—Oh, sí. Luché contra vosotros, invasores. —Jheval hizo un gesto vago de asentimiento—. Era joven, tonto. Creí que era tan rápido, hábil y listo que nada podía tocarme.

Se detuvo ahí, con los ojos clavados en la pared de roca; quizá rememorando viejos recuerdos.

—¿Y? —lo animó Kiska tras un rato.

Un encogimiento de hombros.

—La guerra me enseñó que no era así.

—¿Te topaste con alguien más listo y más hábil que tú?

Él la miró, sorprendido.

—Oh, no. No me he encontrado a nadie más listo ni más hábil que yo.

¡Oh, dioses! ¡Que la Reina me libre de la presuntuosa vanidad de este hombre!

—¿Entonces, qué pasó? —preguntó ella con tono bastante seco.

—Vi que esas cualidades eran, en su mayor parte, irrelevantes en la guerra. Casualidad. Todo se reduce a simple casualidad. Si vives o mueres. Casualidad. El peñasco que arrojan en el asedio aplasta al hombre que está a tu lado. La flecha disparada al cielo baja y te atraviesa la armadura del hombro sin rozarte la piel. La patrulla con la mitad de sus fuerzas se topa con una partida incluso más pequeña que ella. —Jheval agitó una mano por el aire como si se arrojara algo—. Así va. Algunos caen, algunos se salvan. Pero no por una buena razón.

Una visión de la vida tan fría y fútil que hizo estremecerse a Kiska.

—Seguro que los dioses deciden…

—¿Quién vive y quién muere? —Jheval ladeó la cabeza, y adoptó una actitud pensativa—. Estamos atrapados aquí, así que sería mejor no discutir… Pero por lo que he visto, los dioses no deciden nada. Oh, desde luego, intervienen de vez en cuando, cuando conviene a sus propósitos, pero, aparte de eso, creo que dependen del azar tanto como nosotros. ¿Y sabes qué? —La miró y entrelazó los dedos sobre la cintura—. Yo lo encuentro infinitamente tranquilizador.

Kiska decidió que no entendía a ese hombre en absoluto, y que quizá ni siquiera le caía bien. Algo en sus palabras, (en las ideas que insinuaba) le infundía en el pecho un pánico sin nombre. Empezaba a sentirse atrapada, mientras que en todo ese tiempo la posibilidad no había sido una preocupación real. Sabía que tenía que actuar, tenía que hacer algo o se volvería loca. Se puso en pie, y se agachó en su apretada cueva.

—Hora de tantear el terreno… ¿no te parece?

Jheval se sorprendió una vez más y alzó las cejas.

—¿En serio? Solo bromeaba, ¿sabes? Sobre turnarnos. Iré yo.

—No. Tienes razón. Deberíamos compartir el riesgo. ¿Qué arma, crees tú?

—¿Qué arma? —Él se echó a reír—. Una de vuestras municiones malazanas moranthianas, diría yo.

Kiska abrió las manos vacías.

—Salvo una de esas. Un bastón, creo yo, para mantenerlos a raya.

—Te has vuelto loca si crees que puedes mantener a uno de esos a raya.

Kiska empezó a sacar tubos de metal ennegrecido de unos bolsillos finos que tenía en el manto, el cinturón y el chaleco. Hablaba mientras trabajaba.

—No es la primera vez que los veo, ¿sabes? A esos mastines. Son fuertes, pero tienen sus limitaciones. —Las secciones se fueron enroscando y enganchando, luego se trabaron.

Jheval la observó con atención sin decir una palabra. Al fin se aclaró la garganta.

—Sus limitaciones, creo, no tienen nada que ver con nosotros, pobres mortales. Y ese juguete… no sirve de nada. Déjame ir a mí.

—Este juguete es tan fuerte, si no más, que cualquier bastón. Me lo hicieron a medida para mí los moranthianos.

—Estoy seguro de que los mastines se detendrán a admirarlo.

Kiska le dedicó lo que esperaba que fuera una sonrisa despreocupada.

—Ya veremos.

Y se coló por la grieta poco a poco. Oyó tras ella una llamada ahogada y sintió alivio. Bien. Por lo menos es lo bastante sensato como para no gritar. Se irguió, adoptó una postura de lucha y miró a su alrededor, escuchó y después fue tanteando con una conciencia que ya hacía tiempo que había sintonizado con aquel entorno. La ladera rocosa y desnuda parecía vacía, igual que las estribaciones arenosas de ambos lados. Nada hasta el momento. Ninguna emboscada rápida. Ahora viene, como suele decirse, el pesado del oro. ¿Hasta dónde me atrevo a alejarme de nuestro refugio? Seguro que están observando, esperando, tensos, a que me aventure ese paso de más.

Kiska dio tres saltos y de inmediato giró en redondo y regresó corriendo tan rápido como pudo, después giró de nuevo, agachada, el bastón listo. Nada. Quizá este ya lo tienen muy visto.

Un ligero arañazo la hizo volver la cabeza de pronto. Jheval estaba allí, saliendo con mucho cuidado del otro lado de la grieta. Aferraba con las manos los manguales atados a su cintura, listo para soltarlos.

¿Qué estaba haciendo el muy idiota? ¿Se ofrecía en sacrificio? ¿No confiaba en que ella lo hiciera bien? Le hizo un gesto para que regresara. Y todo para nada, ya lo verás. Seguro que estos mastines tienen mejores cosas…

—¡Kiska!

La joven se volvió de golpe y allí estaba uno: saltando por el aire, casi ya sobre ella. Tuvo la impresión de un borrón tostado, el buche rojo, los colmillos mojados, después metió de un tirón el bastón entre los dos y el impacto la arrojó hacia atrás. Unas rocas afiladas se le clavaron en la espalda y le quitaron el aliento. Yació allí, aturdida, convencida de que aquel sería su último momento.

Se despejó su conciencia y vio a Jheval repeliendo al mastín. Los manguales giraban casi invisibles en sus manos. Cada esfuerzo del mastín de meterse como fuera o abalanzarse era recibido por un golpe bárbaro de las cabezas de hierro con rebordes que lo mandaban estremecido, gruñendo y emitiendo el mismo ruido sordo que las piedras al machacarse. Kiska aplazó su perplejidad ante lo que estaba viendo y se puso en pie de un salto. Entonces se produjo un caos borroso de imágenes: el bastón de ella golpeando con un rumor seco el pecho ancho de la bestia, los pies de Jheval arrancados del suelo por unas garras en medio de una rociada roja; el bastón giró, sacó una hoja y rebanó bajo un ojo para ganar tiempo y que el hombre pudiera levantarse. Los dos se retiraron como pudieron, vivos solo porque podían cubrirse el uno al otro. Luego se derrumbaron de espaldas, entre tropezones, metidos en la pequeña brecha en la que cayó uno sobre el otro.

La bestia aulló en un éxtasis de rabia, de espuma rociada y sangre. Los golpes hicieron temblar la superficie rocosa. Solo entonces pudo Kiska relajar el pecho lo suficiente para respirar hondo. Yacieron inmóviles, los miembros entrelazados, ambos observando la abertura.

Un rumor sordo cuando la bestia metió un ojo por la brecha; su corpachón ocultaba casi por completo la escasa luz. Después se fue sin ruido.

Jheval se echó a reír. Comenzó como una risita baja, pero fue incrementándose hasta convertirse en una carcajada de alivio sin reservas, alegría y franco asombro. Kiska pudo sonreír y compartir un abrazo, pero eso fue todo.

Comprendió entonces que aquella estrecha cueva podía convertirse en su tumba. Se sentó con las rodillas apretadas contra el pecho y se cubrió la cara para secarse las lágrimas calientes que no podía evitar.

Devaleth fue a un lado de la cubierta del Estrella de Unta y se aferró a la madera húmeda y fría. Melena Gris se había ido al último navío de tropas mientras su adjunto, el joven Kyle, había cogido una lancha rumbo al transporte azul que encabezaría el asalto a la orilla. Iba a representar al puño supremo. La bruja se preguntó si el muchacho estaba a la altura; parecía un guerrero salvaje, ¿pero podía alguien tan joven imponer respeto a esas tropas endurecidas?

Allí, en cubierta, quizá se imaginara sola cuando en realidad estaba lejos de estarlo: los marineros iban disparados de un lado a otro repartiendo cubos de cuero llenos de arena y agua, preparando cuerdas y pértigas de rechazo. Los marines reunían el arsenal del barco, comprobaban las ballestas y engrasaban el gran onagro de la proa que utilizarían para lanzar piedras.

Entre tanto caos y preparativos, Devaleth se sentía como en casa. Durante su primera juventud había pasado más tiempo en el mar que en tierra. Su escuela había sido sentarse con las piernas cruzadas junto al mago de un barco, el viejo y astuto Parell, donde aprendió su oficio entre tormentas, batallas y noches en calma, cuando el mar se quedaba tan quieto que podía verse hasta el fondo de las infinitas puertas de acceso de Ruse.

Nok estaba en el alto castillo de popa, desde donde supervisaría la batalla inminente. A su lado, un enlace azul se coordinaba con Torbellino mediante un fuego en un brasero alto que podían hacer que llameara con diferentes colores, a veces con un naranja intenso, un rojo sangre brillante, o verde, o incluso el azul del mar.

«La batalla inminente», escúchate, mujer. Como si lo que va a pasar pudiera denominarse «batalla». Lo que va a pasar será una matanza. Yo puede que llegue a tierra gracias a mis talentos con Ruse, pero para buena parte de esta fuerza será la bienvenida fría del ancestral dios del mar.

Entonces ¿por qué estoy aquí, como con tanta razón inquirió el Traidor? Porque hay que hacer algo. Debo hacer algún esfuerzo, por muy débil que sea.

Yo también soy una traidora.

Un marine se detuvo a su lado.

—Maga suprema, el almirante desea contar con su consejo.

Ella asintió.

—Por supuesto.

Siempre cortés, el almirante se inclinó cuando se reunió con él. Devaleth se lo agradecía aunque sabía que la suya estaba lejos de ser una figura digna de la corte. Nok agitó un brazo largo como un ala para abarcar la noche.

—Me gustaría conocer sus impresiones, Devaleth. ¿Qué está pasando?

—Han estado esperando a contar con un número suficiente de navíos.

—¿Para hacer qué?

—Atacar en masa.

—¿Y han alcanzado ese umbral?

Ella se encogió de hombros.

—No tengo forma de saberlo. Aunque lo sabré cuando se dé la orden.

Nok arqueó una ceja canosa.

—¿Oh?

—Se dará a través de Ruse —dijo ella sin entusiasmo—. Lo percibiré.

El almirante la miró con intensidad, después sonrió tras el grueso bigote plateado.

—No le parece que tengamos muchas posibilidades, ¿verdad?

—Lo siento, almirante. No veo cómo esta expedición puede terminar de modo diferente a sus predecesoras.

El marino lo aceptó. Su mirada examinó las formas bajas y lejanas de las galeras de guerra de Mare, visibles apenas en la noche creciente. Un ayudante llegó junto a él y murmuró algo.

—Dentro de un momento —respondió él, y después, dirigiéndose a Devaleth, añadió—: En Korel no conocen muy bien a los moranthianos, ¿verdad?

No muy segura de a qué se refería el almirante, la maga suprema tardó en responder.

—No. En realidad no.

—Ya hace décadas que somos aliados. Hemos logrado grandes cosas con las pequeñas alquimias que estaban dispuestos a intercambiar con nosotros.

—He oído que la alianza entre Malaz y Moranth se ha enfriado en los últimos tiempos.

El buque insignia chocó con una ola especialmente grande y la proa se alzó por los aires. En el castillo de popa todo el mundo se preparó para el cabeceo. El navío se precipitó al seno y la proa desapareció entre la espuma. Nok se había agarrado al timón del barco. Solo Devaleth permaneció en pie con las manos entrelazadas a la espalda. Por asombroso que pareciera, el carbón seguía ardiendo en su brasero. ¿Una especie de magia extranjera? ¿Y a qué estaba esperando todo el mundo? Sus compatriotas mare parecían estar tardando en atacar, mientras la expedición malazana-moranthiana también se contenía. La bruja percibió la incertidumbre de sus hermanos. Esos extraños navíos moranthianos… ¿qué amenaza oculta se estaba desplegando aquí? Estaban recelosos.

—Es cierto que nuestra alianza parece fina como el papel estos días —dijo Nok al reanudar su conversación—. No hemos podido sacarles más soldados. Que nosotros sepamos, puede que sea algo interno. —Señaló al enlace azul que estaba con él—. Pero nuestro trato con estos azules es muy diferente. Un contrato, puro y duro. Nada de política. Así que ahora veremos lo que pueden lograr los moranthianos cuando se les encomienda una tarea a ellos solos. —Le hizo un gesto a su enlace—. Dé la orden.

—Sí, señor. —El moranthiano azul dejó caer un paquete en el brasero. Necesitó un momento para prender, pero después llameó entre chisporroteos y estallidos secos y envió una alta llama de color blanco plateado que arrojó el castillo de popa en un relieve fiero y lo hizo destellar entre las aguas circundantes.

Devaleth se vio obligada a darse la vuelta y protegerse los ojos. ¿Orden para qué? ¿El combate? ¡No puede ser!

Cuando murió aquella llamarada cegadora de un brillo actínico, la bruja se irguió, parpadeando, intentando recuperar su visión nocturna. Al principio no vio nada, y oyó solo al barco gimiendo en los mares picados. ¡Por supuesto, idiota! A estos dos gigantes difíciles de manejar les llevará tiempo abrazarse.

—Ordene a los transportes que se muevan —le dijo Nok al enlace.

—Sí, señor. —El azul fue a coger otro paquete.

Esa vez Devaleth estaba lista; se encogió y se cubrió los ojos con un brazo. De todos modos la deslumbró un fulgor dorado brillante, y al desvanecerse dejó el halo de unas estrellas bailarinas.

Se irguió, ciega de momento. Ya estaba. Ahora llegaría el choque. ¿Cuántos de los transportes de Melena Gris conseguirían abrirse paso hasta alcanzar la costa? Todos vosotros, dioses extranjeros, por favor, no el escaso y penoso número de aquella vez.

Apiñado en la bodega del navío azul, las rodillas pegadas al pecho, Suth estaba apretado muslo contra muslo con sus compañeros de la infantería de Malaz. Hacía calor, el ambiente era pegajoso y húmedo, y lo menos cómodo que había experimentado en todo el viaje, especialmente con Wess dormido sobre su hombro. Los sargentos estaban de pie en pequeñas aberturas de los lados, asomándose y pasando la información. Aparte de la mayor espaciosidad y limpieza general, la diferencia principal entre el navío azul y el que habían dejado era que el primero no apestaba tanto como el de los malazanos. De hecho, era casi inodoro. Si se hacía caso omiso del sudor amargo de los hombres y las mujeres que atestaban la bodega, los aromas principales que Suth podía detectar eran muy raros. Len le dijo que uno era sulfuro, mientras que otro le recordaba a la miel, y había otro a savia de pino. Era todo muy inquietante. Y estos korelrianos se creen que sus jinetes de la tormenta son seres ajenos al mundo.

Un destello de luz blanca y brillante arrojó una imagen clara de la bodega, las tropas sentadas y amontonadas como madera para el fuego, los ojos y las caras sudorosas brillando en la penumbra. La oscuridad regresó casi al instante. Todo el mundo clamó por saber qué era.

—Una especie de señal —fue la explicación, no demasiado útil.

Entonces se oyeron las botas blindadas moranthianas que aporreaban la cubierta y las trampillas se abrieron de golpe. Órdenes de subir. Esperar en fila, agua gélida cayendo a mares por las empinadas escaleras. Arriba, en la cubierta que no dejaba de cabecear, se les ordenó que se sentaran junto a los marines azules. Suth se sujetó a un flechaste para asomarse a las aguas negras como la noche. Más adelante se separaba una fila de dromones azules. Unas galeras de guerra mare, bajas y oscuras, se arremolinaban a su alrededor como perros hostigando a unos thanu cansados. Los golpes de las embestidas llegaron a Suth como los estallidos de explosiones lejanas.

Un destello ambarino encendió la noche como un reflejo del sol y perfiló los navíos en siluetas que se destacaban contra las aguas oscuras, solo para apagarse de golpe al instante. Los marines azules se levantaron en tropel. Se bramaron órdenes desde la cubierta de popa. Suth encontró a Len entre la multitud de soldados.

—¿Qué pasa? —gritó por encima de los golpes secos de las botas y el estrépito del mar.

—Allá vamos —respondió el saboteador—. Ahora veremos si vinimos hasta aquí para algo —añadió con tono grave.

Suth asintió para sí. Solo vestía el jubón acolchado, pantalones y yelmo, la espada al costado. Su armadura seguía envuelta abajo. La orden parecía una precaución inútil dadas las aguas gélidas y la distancia de la costa. Aun así, quizá servía para tranquilizar a algunos. Vio al adjunto en la barandilla, el cabello largo y oscuro flotando al viento. Él también vestía solo pantalones de cuero sin curar y una chaqueta de piel de oveja; la empuñadura y el pomo de marfil o hueso de su espada relucían con un brillo casi sobrenatural.

Un fuego prendió la noche, parpadeando a lo lejos. Todo el mundo se quedó con la boca abierta, mirando. Hasta el adjunto se volvió, los ojos oscuros entrecerrados. Otro estallido de llamas iluminó una escena sacada del reino del Torturador: un buque de guerra azul, embestido, y su alta torre de proa soltaba no flechas ni jabalinas, sino un chorro de fuego líquido. Ante los ojos de Suth, a bordo del navío mare, unas formas oscuras se retorcían entre las llamas. Algunas se arrojaron por la borda. Le pareció que casi podía oír los chillidos de agonía.

—¡Hechicería! —se alzó un grito no muy lejos.

—No —murmuró alguien, Len—. Alquimia. Incendiarios moranthianos. Arden incluso en el agua, ¡mirad! —Señaló con urgencia. Así era, las llamas se estaban extendiendo por las aguas, se concentraban, empujadas por las olas, y envolvían otra galera de guerra de Mare—. Así que esta es su respuesta —continuó el saboteador, asombrado—. Acercaos todo lo que queráis… embestid, y arded.

A medida que fueron cobrando vida los fuegos en la oscuridad, a su alrededor, Devaleth se quedó mirando, horrorizada. ¡Sus compatriotas! Se abalanzó al costado del castillo de popa y se aferró a la madera para evitar caer. ¡Les prenden fuego como a alimañas! ¡Es indignante! Se volvió hacia Nok.

—Usted lo sabía…

El almirante tuvo el buen gusto de parecer dolido.

—Sabía su intención, sí. Pero si será suficiente… —Se encogió de hombros.

—¡Esto es de bárbaros! Ustedes, malazanos, afirman ser civilizados.

La mirada del hombre se agudizó.

—¿Dejar que un hombre se ahogue es más civilizado? Un muerto es un muerto.

La bruja le dio la espalda. Bueno, ¿será suficiente? A su alrededor sintió que Ruse se alzaba. Las llamas murieron, el vapor se fue empañando, convertido en una niebla inhibidora. Pero en el agua, incluso sumergidas, las alquimias extranjeras de los moranthianos seguían ardiendo, chisporroteando y borboteando.

—Dé la orden de avanzar con los transportes —le dijo Nok al enlace.

Momentos después, un brillo verde intenso arrojó la sombra de Devaleth por el agua y destelló en los lados de los navíos trabados, las velas ardiendo, las formas oscuras agitando los brazos entre las olas. Una lluvia ligera, invocada por Ruse, comenzó a caer.

Pasaron junto a un dromon azul asaltado por tres galeras de guerra mare. Dos de ellas lo habían desfondado, los arietes enmarañados en madera rota. Rezones disparados como cuadrillos de ballestas se montaban al costado del barco moranthiano. Arrastraban cuerdas que enredaban el barco enemigo. Unos estallidos en staccato llegaron a Devaleth cuando los azules arrojaron municiones de algún tipo a una galera de guerra; la madera hecha trizas salió volando, los cuerpos cayeron girando por la borda y el navío dio una sacudida como un juguete pateado.

Pero la batalla no era toda unilateral. Los mare se lanzaban como galgos y arremetían a voluntad. Muchos navíos azules se alzaban con la popa en alto, o se mecían, muertos en el agua. A esos, los mare no les hacían caso; en la cambiante acción de un combate naval, perder movilidad era quedar inutilizado. Ese barco de guerra azul, embestido dos veces, incluso si permaneciera a flote, se había hecho tan voluminoso y pesado que, a todos los efectos, estaba hundido.

Una galera de guerra surgió entre el humo, el torbellino de llamas y las olas coronadas de espuma, y cargó contra el buque insignia. Tenía los lados quemados y de la cubierta brotaba el humo, pero no por eso la tripulación remaba más lento. Devaleth miró atrás, al almirante, que estaba contemplando el avance de la galera con la mano levantada. La tentación de invocar su senda invadió a la bruja. Las exigencias carnales de la simple supervivencia. Pero hacerlo sería anunciarse a cada mago presente en cada barco y provocar una tormenta de represalias.

Ya estaba muy cerca; los remos habían alcanzado ese ritmo frenético e inconfundible de la embestida. El mago de la popa era un espantapájaros con túnicas quemadas de las que brotaba humo. Debían de haber luchado con la furia de la propia Señora para alcanzarlos. En el último instante, Nok dio la orden y el buque insignia giró a una velocidad sorprendente para un navío de ese tamaño. Con la proa virando, el Estrella amenazaba con llevarse por delante la bancada de remos de la galera de guerra, pero una orden ladrada por su capitán alzó las palas y los dos navíos pasaron a una braza el uno del otro. Devaleth vio a Nok hacerle un saludo militar al capitán del barco, que estaba al timón y que observaba el navío malazano con una expresión ilegible en el rostro. La galera de guerra salió disparada hacia la noche con destino desconocido. ¿Se enfrentó a otro navío? ¿Ardió al fin hasta la línea de flotación y puso sus tan cacareados méritos a prueba?

El rostro de ese capitán había sido ilegible porque, como yo, seguramente no tenía referencia alguna de lo que estaba pasando a su alrededor. Era así de sencillo, eso no sucedía cuando los mare se hacían a la mar. No solo era una lección de humildad. Era pasmoso.

Tras haber sido embestido y hundido en su primer intento de llegar a tierras de Korel, Rillish Jal Keth observó maniobrar a las galeras de guerra de Mare entre las oscuras olas del océano y sintió un nudo en el estómago. Todo eso él ya lo había visto antes.

Que aquel transporte grande y torpe siguiera flotando era una especie de milagro. Se habían pasado el día esquivando y huyendo, escondiéndose tras la pantalla de buques de guerra azules. Pero se había dado la orden de intentar desembarcar. La valla había caído y los lobos estaban en el redil. Tenían dos galeras de guerra cooperando para arrinconar al alto buque de tres mástiles de Quon que transportaba más de cuatrocientas almas.

Se volvió hacia el navegante del transporte, junto al timón del barco.

—Ya no falta mucho, creo, capitán.

—Sí. Ahora es sálvese quien pueda aquí fuera —rezongó el hombre.

Rillish se cruzó de brazos y observó los navíos bajos, de líneas puras, que cortaban las olas empujados por remos y velas, rápidos como flechas. Había empezado a caer una lluvia ligera que lo ocultaba todo en una gélida bruma gris.

—He oído que no se pueden hundir —caviló.

—Eso dicen.

Rillish ladeó la cabeza, se limpió la cara con la palma de una mano y pensó en la embestida que había experimentado.

—Tenemos casi cuatrocientos soldados de infantería pesada malazana a bordo de este navío, capitán. Sus barcos quizá sean mejor que los nuestros, pero estoy dispuesto a apostar que nuestros marines son más feroces que los suyos. ¿Qué le parecería tener un navío que no se puede hundir bajo los pies?

El capitán del barco se acarició la barbilla con perilla. Los ojos entrecerrados se posaron en una de las galeras de guerra mare que pasaba deslizándose y forzaba al navegante a dar un giro a babor. Después, su mirada volvió a posarse en Rillish. Una amplia sonrisa partió la barba del hombre. Se inclinó sobre la barandilla del castillo de popa.

—¡Listos todos los arpeos! ¡Listos todos los garfios! ¡Todo el mundo a cubierta! ¡Listos para abordar!

—¡Sí, sí, señor! —gritó el segundo de a bordo desde el centro del barco—. ¡Listos para abordar!

Rillish hizo un saludo marcial al capitán y se fue a su camarote. Su ayudante le abrochó la coraza de bandas de hierro, los brazales y las grebas. Por último, se ató el cinturón de armas y las dos espadas de duelo untan. El yelmo se lo metió bajo el brazo. Después regresó al castillo de popa. Encontró al capitán del barco y al navegante, ambos peleándose con el largo brazo del timón.

—Ha tardado —exclamó el capitán por encima de la climatología, cada vez peor—. No los puedo esquivar más.

—Ofrézcales un costado bien grande, capitán.

El hombre escupió al viento.

—No me diga cómo hacer mi trabajo, hombre de tierra.

—Estaré en ese lado.

El capitán lo despidió con un ademán.

—Deles mis más intensos recuerdos, ¿sí?

—Y ese es mi trabajo, capitán. —Bajó al centro del barco y se abrió camino entre la multitud de la pesada. Le metió el yelmo en las manos a un soldado cercano y después trepó al flechaste. La espuma de una ola que se estrelló contra el transporte lo bañó entero. Contempló la atestada cubierta—. ¡Soldados de Malaz! —bramó con todas sus fuerzas—. ¡Están a punto de embestirnos! No hay más que hacer. ¡Pero yo me alegro! —Señaló las olas de color gris pizarra—. ¡Ahí fuera hay un barco mucho mejor que esta maldita bañera y están a punto de ofrecérnoslo! Y ahora… ¿qué decís vosotros?

Puños y espadas golpearon el cielo. Un gran rugido de respuesta ahogó por un instante las ráfagas de viento, el retumbar de las velas. Rillish añadió su propio puño levantado.

—¡Sí! ¡Y ahora, preparad los arpeos! ¡Listas las cuerdas! ¡Listos los garfios!

—¡Por el Cuarto! —se alzó un grito.

—¡Octavo! —fue la respuesta.

—¡Por el Imperio! —gritó Rillish.

Un gran rugido respondió a eso.

—¡Sí!

De ninguna manera se consideraba Rillish marinero, pero hasta él vio venir el ataque. Una galera de guerra amenazó su lado de babor, así que el navegante y el capitán tuvieron la amabilidad de poner todo su peso sobre el timón para mostrarle al enemigo su placa de popa y, al hacerlo, expusieron el lado de estribor a la segunda galera de guerra, que ya se estaba abalanzando sobre ellos. El ariete recubierto de bronce se precipitó al verde oscuro de un seno solo para volver a saltar, arrojando una cresta de agua por los aires, por encima de la borda del ágil navío.

Una ola más.

—¡Preparados para la embestida! —Rillish rodeó el flechaste con un brazo y una pierna.

El golpe sobrevino como una enorme sacudida, pero tal era la masa del transporte que no llegó ni siquiera a dar un bandazo. Rillish se vio violentamente propulsado, pero consiguió aferrarse a las cuerdas. Los arpeos volaron. La tripulación mare remó hacia atrás a toda potencia. Los astutos marines malazanos usaron los garfios para enganchar los remos y provocar la confusión en las bancadas. La madera hecha pedazos se enganchó cuando el capitán ladeó el timón y juntó los navíos. Los remos mare se partieron o cayeron de golpe cuando los dos barcos viraron y chocaron. Rillish solo podía imaginar la carnicería que debía de estar produciéndose dentro de la galera de guerra.

—¡Al abordaje! —rugió Rillish.

Los hombres se descolgaron por las cuerdas y saltaron. Uno se quedó corto y se cogió a un remo, solo para desaparecer con un chillido cuando los lados chocaron. Se arrojó una escala de cuerda, que se desenrolló, y Rillish la agarró. Los marines mare esperaban abajo, ataviados con cueros oscuros. Una andanada de flechas azotó el costado del transporte malazano. Hombres y mujeres se precipitaron y chocaron con la cubierta con golpes plomizos.

Rillish se abalanzó contra la cubierta contraria con pesadez y después se irguió. A su alrededor, los marines iban abriéndose paso hasta la popa. Los mare habían alzado un muro de escudos en el centro del barco y, desde atrás, los disparos de los arcos barrían a los intrusos. Rillish sacó sus dos finas espadas de duelo.

—¡Adelante!

Más soldados de infantería pesada llegaron a la cubierta y añadieron su peso a la oleada contra el muro de escudos. Rillish fue despejando su camino con uñas y dientes hasta la fila frontal. Dio un elegante salto, lanzó una puñalada por encima de un escudo y sintió que la hoja horadaba una mejilla y arañaba los dientes. El hombre chilló, gorgoteó y después cayó. Rillish se desplomó encima de él. En los confines atestados del estrecho velero, una marine cayó delante de Rillish, un chorro de agua le salió disparado de la boca y hasta de los oídos. Los ojos muertos rodaron en las órbitas enrojecidas, los vasos sanguíneos estallados.

¡Magia del mar! ¡El mago del barco! Rillish se irguió y se limpió el agua maloliente de la cara. ¡Allí! En la popa, el cabello despeinado al viento, torques de oro en los brazos, haciendo gestos, y con cada oleada una ringlera de marines caía aferrándose la garganta. Rillish aspiró en busca de aire.

—¡Tomad la popa, pesados! ¡Por el Imperio!

La multitud presionó contra el muro de escudos, pero los mare resistían. El mago del barco hacía estragos entre los marines, provocando una matanza. Su poder parecía ilimitado allí, en su elemento. Y entonces un gran toro de soldado con cota de malla brillante irrumpió en el muro empuñando un mandoble que subía y bajaba, lanzando tajos como un hacha, hasta llegar a las escaleras del castillo de popa. El muro de escudos quedó hecho pedazos y se desintegró. El soldado llegó a la escalera y los marines subieron en una oleada con él. El mago del barco lanzó una magia que derribó a muchos, pero el soldado de la cota de malla brillante, el yelmo tallado para asimilarse a la cabeza de un lobo gruñendo, se la quitó de encima y alcanzó al hombre con un gran golpe a dos manos que lo partió desde la clavícula hasta el esternón.

Rillish llegó trepando hasta la popa y vio que el marine se quitaba el yelmo y mostraba lo que ya había sospechado: el apelmazado cabello plateado y el rostro sudoroso, acalorado, de la capitán Peles. Rillish le dio una palmada en el hombro.

—Bien luchado, capitán.

Ella inclinó la cabeza ante Rillish.

—Y no muchos puños lideran una carga contra un muro de escudos.

Rillish lo descartó con un ademán.

—El mago… no la frenó…

La mujer jadeó y se encogió de hombros con gesto modesto.

—Los lobos estuvieron conmigo en este día, señor.

—Bueno, pues deles las gracias.

Un marinero hizo un saludo marcial a Rillish.

—Saludos del capitán, puño. El transporte está desfondado por completo, irrecuperable.

—Que transfieran aquí a todo el personal. Corten las cuerdas.

—¿Todo, señor? Es demasiado peso para un velero de este tamaño. Nos meceremos en estas olas tan altas, nos entrará agua…

Rillish se echó a reír.

—¿Es que no se ha enterado, hombre? Es imposible hundir estos navíos.

Después de que se fuera el marinero sacudiendo la cabeza, Peles miró a Rillish y se echó hacia atrás el pelo empapado.

—¿Y ahora qué, señor?

—Bueno, como ha dicho ese hombre, vamos demasiado cargados. —Le dedicó a Peles una gran sonrisa—. Creo que no nos vendría mal otro barco.

Peles estaba limpiando su mandoble en las túnicas del mago muerto.

—Sí, señor. Nos vendría muy bien.

El transporte de Suth lo ataron a un gemelo en una especie de catamarán gigantesco. Trasladaban, suspendida entre las dos embarcaciones, una especie de construcción de vigas tan larga como los propios barcos. A pesar del incómodo arreglo, avanzaban a buen ritmo; se abrieron paso a la fuerza entre ringleras de mar ardiente, apartaron cascos sin timón, sumergieron un sinfín de almas que gritaban y rogaban desde las olas, e intentaron mantener su lugar como portaestandartes del ataque contra la costa de Puño. Comenzaba a amanecer y bajo la escasa luz podían vislumbrarse más galeras de guerra mare que cruzaban por delante de sus proas.

—Demasiadas —dijo Len, los codos apoyados en la barandilla—. No sé cómo vamos a pasar.

Resonaron las órdenes y los marineros azules, indistinguibles de sus hermanos marines, treparon a las jarcias. Se desplegó más velamen, que ondeó y se hinchó, y tomó el viento de través. Suth observó el alto palo mayor, asombrado por la visión.

—Todavía demasiado lentos —rezongó Len.

Un marinero moranthiano que iba en la cofa de vigía lanzó un grito de advertencia.

—Aquí vienen —dijo Len.

Las lustrosas galeras de guerra negras se acercaron por ambos lados, abalanzándose como jabalinas. Cuando se aproximaron, el capitán azul encontró una onza extra de velocidad en alguna parte y consiguió adelantarse. Las tropas lanzaron un gran vítor cuando los mare atravesaron la gran estela espumosa del transporte.

—No los sorprenderemos así… —empezaba a decir Len cuando dos estallidos, como de arbalestas de asedio, resonaron en las galeras mare y los proyectiles se precipitaron siseando por el aire y se estrellaron contra la popa del transporte. El navío sufrió una sacudida que casi lo detuvo y que derribó a todo el mundo mientras los barriles se precipitaban por la borda y las cuerdas se partían con un sonido cantarín.

Suth se recuperó y trepó a la parte de atrás. Allí, entre los restos de madera rota y hierro retorcido, los marines azules estaban lanzando tajos contra lo que parecían arpeos gigantescos que se habían incrustado en la popa.

—¡Cortadlos! —gritó alguien.

—¡Son cadenas!

—¡Nos están arrastrando!

Apareció un oficial azul que empezó a chillar órdenes. Surgieron hachas. Entre las olas cada vez más brillantes, Suth vio que se acercaban más navíos mare. Los arpeos conducían, por medio de cadenas, a unas cuerdas gruesas que se extendían hasta las dos galeras de guerra. Ambas estaban remando hacia atrás, levantando una gran espuma revuelta del agua.

—¡Cortadlos!

—¡Partid la madera!

Y entonces se plantó allí el adjunto, que apartó de un ligero empujón a los azules que empuñaban las hachas.

—Dejad sitio —gritó, y sacó su hoja. La luz del sol cegó a Suth cuando destelló de la hoja curva marfileña. El adjunto la levantó por encima de su cabeza con las dos manos y lanzó un tajo que provocó chillidos agudos en el metal. El transporte dio una violenta sacudida. Un marine estuvo a punto de caer por la borda, pero lo sujetaron. El adjunto volvió a bajar la espada y el barco se soltó de golpe y se abalanzó. Suth se quedó mirando las cadenas que colgaban, un corte limpio las había separado de los arpeos.

El adjunto envainó su espada.

—Lo cortó —susurró alguien—. Cortó el hierro…

—¿Habías visto alguna vez algo parecido…?

El adjunto los miró, furioso, con los ojos oscuros, como si esperara una especie de desafío, después se dio la vuelta y se fue sin decir una palabra.

Más tarde, Suth, como muchos, se acercó a examinar los eslabones partidos. Encontró el hierro brillante como un espejo y limpio. El borde estaba tan afilado que se hizo un pequeño corte en el dedo.

Se habían abierto paso entre la mayor concentración de navíos mare. Detrás, estallidos de una deslumbrante luz naranja y un estandarte de denso humo negro flotaba sobre el agua y oscurecía el amanecer. Una última galera de guerra los embistió por babor, por delante del palo mayor, pero una andanada de municiones lanzadas por los moranthianos dejó el barco tan destrozado que se alejó flotando, en apariencia sin tripulación. En cuanto al transporte, mientras Suth estaba inclinado sobre la regala, inspeccionando el gran agujero abierto en el costado, llegó un marine azul.

—Nuestros barcos también son difíciles de hundir —dijo sin más.

Más tarde, recibieron órdenes de que debían regresar a la bodega para dormir un poco. El asalto se produciría al día siguiente. Los marines fueron desfilando en fila india. Las charlas regresaban siempre a ese tal adjunto. ¿Quién era? ¿De dónde era? Un rumor absurdo decía que había servido un tiempo en la compañía mercenaria de la Guardia Carmesí.

—Espero que esté con nosotros mañana —dijo Lerdo.

Por una vez, Pyke no tuvo nada que decir.

La galera de guerra mare que habían capturado se mecía muerta en el agua como si estuviera demasiado atestada de marines para remar con una mínima eficacia. Rillish y el capitán malazano, un marinero llamado Sketh, procedente de la región de Siete Ciudades, discutían sobre todo ello en su recién atestado navío. El capitán le reprochaba a Rillish haber amontonado a todo el mundo en la galera de guerra; Rillish le respondía invitándolo a reunirse con su antiguo mando lisiado. El capitán le dijo que cerrara la boca, el capitán era él; Rillish señaló que Siete Ciudades era un desierto.

En medio de otro acalorado intercambio, la capitán Peles le dio a Rillish unos golpecitos en el hombro y señaló a un lado.

—No estamos solos.

Otra galera de guerra mare se acercaba remando con lentitud. Se alzaba y caía con las olas. La tripulación parecía contemplarlos con curiosidad. Rillish ordenó de inmediato a todo el mundo que se tirara al suelo.

—¡Abajo! —siseó—. ¡Echaos unos encima de otros, malditos seáis!

Rillish dejó a Sketh de pie en la popa con el fino timón situado en el centro.

—¿Qué hago? —susurró el hombre con fiereza—. ¿Tengo que quedarme aquí plantado yo solo?

—Hágales gestos para que se acerquen.

Sketh agitó los brazos.

—Informaré de esto al almirante, idiota. Hará que lo encadenen.

—Usted hágalos acercarse.

—¿Cómo? Yo no soy extranjero como ellos.

—Chille en su dialecto de Siete Ciudades.

Sketh se quedó mirando a Rillish, pero siguió agitando los brazos.

—¿Qué?

—¡Vamos!

—¡Muy bien, imbécil! —Y gritó algo que no sonaba muy agradable.

Un soldado cerca de Rillish lanzó una carcajada.

—¿Y bien? —dijo Rillish.

El hombre lo miró, incómodo, y se aclaró la garganta.

—Ah, bueno. Dijo que podía olerles los traseros sin lavar desde aquí y que ojalá no se acercaran más.

Rillish se volvió hacia Peles.

—Eso debería confundirles de aquí al Abismo.

Sketh chilló algo más. Esa vez el soldado casi se ruborizó. Rillish lo miró con aire expectante.

—Cabras… y madres —murmuró el hombre.

La galera de guerra mare estaba tan cerca que Rillish podía oír hablar a la tripulación. Alguien del navío estaba gritando. Sketh respondió en la lengua de Siete Ciudades. Rillish oyó remos que golpeaban remos.

—¡Lo han visto! —gritó Sketh.

Rillish se levantó de un salto.

—¡Ahora! ¡Fuego!

El navío estaba a poco más de un salto de distancia, una posición frustrante para Rillish, que después la vio dar marcha atrás con los remos. Los marines malazanos se levantaron de golpe y dispararon ballestas a bocajarro por la cubierta y contra los escálamos.

—¡Siguiente fila! —chilló Rillish.

Los que habían disparado retrocedieron hacia atrás o se agacharon para cargar otra vez. La siguiente fila se adelantó en una oleada que disparó casi de inmediato.

—¡Pónganos al pairo! —le bramó Rillish a Sketh.

—¡No tenemos espacio para avanzar! —respondió Sketh, furioso.

Por fortuna, el fuego de los marines había despejado la cubierta de popa y el timón de la galera colgaba suelto. Cualquiera que levantara la cabeza se convertía en el objetivo de una ringlera de cuadrillos de ballesta, mientras que los remeros heridos estorbaban en las bancadas. El ariete recubierto de bronce apuntaba hacia ellos. Los marines malazanos continuaron lanzando sus despiadadas andanadas.

El ariete se incrustó brutalmente en el costado y abrió las tablas con un chirrido de madera húmeda.

—¡Al abordaje! —chilló Rillish, y con el grito de guerra dio el mayor salto de su vida.

No llegó. El corazón se le disparó al percatarse en pleno salto de que se había quedado corto. Se aferró a la regala y chocó de cara contra la madera. Llegó el dolor y una bocanada de sangre caliente le llenó la boca. Un marinero se alzó sobre él con la espada levantada, pero solo para desaparecer cuando un soldado malazano se abalanzó contra el potencial enemigo. Aturdido, Rillish luchó por auparse por el costado. Los combates se propagaban con furia por todo el navío. Rillish se desplomó jadeando en la cubierta, entre los caídos. Se irguió, se limpió la boca húmeda con el dorso de un guantelete y sacó con torpeza una espada antes de mirar a su alrededor con un parpadeo. La lucha había terminado. Tenían su segundo barco.

El resto de la mañana no fue tan satisfactorio. Tuvieron que elaborar una especie de tosco estandarte malazano para hacerlo ondear sobre los navíos capturados y evitar que los moranthianos los asaetearan con fuego cada vez que se acercaban. Rillish alzó la cabeza y miró la tela negra, guiñó los ojos bajo la luz creciente y sacudió la cabeza.

—Para esto, más nos valdría llamarnos piratas y acabar de una vez, ¿eh, capitán Peles?

La mujer se ofendió.

—Oh, no, señor. Es un barco magnífico. Nuestros armadores podrían aprender unas cuantas cosas de él, creo.

Qué correcta, joder. Rillish se encogió de hombros. La noche y la mañana habían sido estimulantes, pero también una decepción, y él estaba de mal humor. Estimulantes porque seguían vivos, el combate había terminado y habían ganado. Una decepción porque se pasaban la mayor del tiempo en una persecución inútil de otras galeras de guerra mare que siempre los dejaban atrás. Los marineros malazanos no estaban familiarizados con las jarcias, Sketh no se había hecho con el manejo del barco y seguían estando demasiado cargados.

Nos vale. Se sentó, se metió los guanteletes en el cinturón y se pasó una esquina mojada de la sobrevesta por la sangre seca que le manchaba la cara. Sketh tenía el mando del otro navío capturado mientras que su navegante estaba con ellos. El hombre se había despedido con una tormenta de maldiciones en la lengua de Siete Ciudades.

Rillish no quiso que se lo tradujeran.

En ese momento seguían la estela de los transportes que se dirigían a la costa. Las galeras de mar mare los acechaban como sombras, manteniéndose a distancia. Por delante, en algún lugar, el estandarte de Melena Gris señalaba la cola rezagada de la fuerza de invasión mientras que detrás, la mayor parte de los dromones azules formaban una pantalla que se extendía hacia el sur. Rumbo a la propia Mare… Les deseó suerte con eso.

De momento, el desembarco era su mayor preocupación. ¿Cuántos transportes habían conseguido pasar? ¿Lograrían tomar Aamil? Sabía que llegaría demasiado tarde para el primer asalto. Pero al menos llegaría; muchos no podrían decir lo mismo.

El día después de que la guarnición malazana y la milicia urbana emprendieran la marcha hacia el interior, Bakune se levantó, se puso sus mejores túnicas como había hecho todos los días y salió hacia las oficinas que tenía cerca del centro de la ciudad. Había decidido enfrentarse a la situación de cara; para averiguar, para bien o para mal, dónde y cómo estaban las cosas. ¿Lo iban a arrestar? Y si no era así, ¿qué pasaba con su autoridad? ¿El abad y sus supuestos Guardianes de la Fe iban a limitarse a vigilarlo de cerca? ¿O lo iban a arrastrar encadenado ante las cortes sagradas? No se consideraba un hombre valiente, pero la ansiedad de no saber hacía que se sintiese como si un agujero le quemara la tripa.

Su ama de llaves lloraba cuando cerró la puerta y pasó el cerrojo tras él.

Las calles estaban desiertas, algo antinatural tan temprano. De hecho, un ambiente de incertidumbre flotaba sobre la ciudad entera. El puerto estaba casi vacío; las noticias del renovado bloqueo mare había impedido que los navíos de los peregrinos zarpasen y Yeull, el jefe supremo malazano, había ordenado que todos los barcos navales y mercantes se dirigieran al norte, a Lallit, costa arriba. Para empeorarlo todo, un frente gélido había barrido el estrecho de Caída y había dejado restos de nieve en los bordes en sombras de las calles y tejados. La única institución que hervía de energía era el Santísimo Claustro y Asilo, hordas de ciudadanos atestaban sus salas para rezar y pedir la intervención de la Señora.

Había dos guardianes de la fe ante las puertas dobles y cerradas de los tribunales de la ciudad. Como todos esos policías del cuerpo que se hacía llamar «de la moralidad», lucían barba, vestían pesadas túnicas y llevaban bastones ribeteados de hierro. Bakune se detuvo en seco, respiró hondo y se dirigió a ellos con más valentía de la que sentía.

—¿Por qué están estas puertas cerradas?

La desdeñosa mirada de superioridad de los dos hombres le provocó un escalofrío por la espalda.

—Las cortes civiles están cerradas hasta nuevo aviso, suplicante.

—¿Con qué autoridad? —se obligó a preguntar Bakune.

Los guardianes compartieron una mirada sorprendida.

—Por orden del abad Starvann, por supuesto.

Bakune tragó saliva, pero continuó.

—¿Y con qué autoridad interviene el abad en asuntos civiles?

Uno de los guardianes bajó del umbral. Sostenía el bastón de lado, pegado al cuerpo.

—¿Es usted el examinador Bakune?

Bakune consiguió asentir.

—Sí. —Sus manos eran unos trastos húmedos, fríos e inútiles que le colgaban a los costados.

—Tiene que venir conmigo.

El guardián empezó a bajar por la calle. Bakune vaciló. ¿Por qué debería cooperar? Claro que, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Echaba a correr? ¿Adónde? ¿Para que lo arrastraran pataleando y lloriqueando calle abajo? Qué poco digno. El guardián se detuvo y se volvió para mirarlo. Golpeó los adoquines con el bastón con un golpe seco y agudo del extremo de hierro. Para disimular su pánico, Bakune sacó los guantes forrados y se tomó su tiempo para ponérselos. Cuando al fin terminó de estirar cada dedo, el ritmo del corazón se había ralentizado y se había reconciliado con lo que iba a pasar.

—Qué mañana tan fría, ¿eh? —consiguió decir incluso con tono tranquilo cuando se acercó al guardián.

El hombre le dio la espalda sin responder.

En solo dos giros el destino del guardián quedó patente y el pánico volvió a apoderarse de Bakune. Las dependencias carcelarias. Por supuesto. ¿Qué otro lugar para un indeseable como él? A pesar del viento gélido del oeste, el sudor le escocía en la frente y se lo secó con el dorso de un guante. Más guardianes ante las gruesas puertas blindadas de las dependencias carcelarias. La Guardia de la Ciudad ya no era la encargada de mantener el orden. A Bakune se le cayó el alma a los pies, y no por él, sino por su ciudad, su país. Volvían a retroceder a los tiempos de la superstición y el gobierno religioso. Esa crisis estaba acabando con todos los progresos de la civilización obtenidos en los últimos cientos de años.

En los pasillos entregaron a Bakune a un sacerdote que, con un desagrado obvio, lo miró de arriba abajo.

—¿Usted es el examinador Bakune?

—Sí.

El sacerdote le hizo un gesto para que lo acompañara. Dos guardianes caminaban detrás, los bastones golpeando las losas de piedra al unísono. Pasaron junto a un buen número de galerías de celdas hasta una sala situada muy por debajo de las zonas de retención reservadas para los ladrones y asesinos comunes. El estómago de Bakune le arrancaba un trozo de entrañas con cada giro y con cada escalera que bajaban. ¡Qué idiota había sido! ¡Karien’el prácticamente lo había animado a huir! Si volvía la vista atrás parecía que, como de costumbre, Karien’el era quien había hecho el trabajo y le había puesto en bandeja la decisión obvia que mejor cuidaba de sus intereses, decisión que después él había rechazado con su acostumbrada testarudez. El sacerdote abrió la puerta de la celda y se quedó junto a ella. El examinador no podía moverse. ¿Y ya estaba? ¿Ese era su final? ¿Iba a entrar con toda docilidad, como un ternero conducido al matadero? Un guardián se colocó justo detrás y dio un fuerte golpe con el bastón que resonó con dureza por el estrecho pasaje. Casi incapaz de respirar, Bakune se pasó una mano enguantada por la cara y después se irguió. ¡No! ¡Nada de debilidad! Les demostraría a esos fanáticos cómo se comportaba un hombre civilizado, un hombre con auténticos principios éticos. Se puso a la altura del sacerdote, lo miró a los ojos y asintió.

—Muy bien. Puesto que no me deja elección…

El sacerdote cerró la puerta de un manotazo tras él.

Delante de lo que había pensado que iba a ser su prisión durante quizá el resto de su (era de suponer que corta) vida, Bakune se detuvo, sobresaltado, porque no era una celda. Era un tribunal. El corazón se le encogió y las entrañas se le retorcieron; la Señora no había terminado con él. No se conformaba con que desapareciera en la confusión de toda aquella agitación y pánico.

Iba a haber un juicio. Una confesión firmada. Desaprobación pública. Las cortes divinas se legitimarían desacreditando las cortes civiles. Muy bien. La buena opinión del público jamás había sido su obsesión. Más bien al contrario, de hecho.

Una larga mesa recorría un muro, y tras ella había tres sillas altas. Mis jueces. Una única silla, mucho más pobre, se enfrentaba a la mesa en el otro lado. Bakune se sentó en ella, cruzó una pierna sobre la otra y, con todo cuidado, se dobló y alisó las túnicas. Se quitó los guantes y entrelazó las manos sobre el regazo. Y esperó.

Poco después subieron por el pasillo muchos hombres a paso de marcha. La puerta se abrió con un estruendo. Entró otro sacerdote, uno mucho más gordo y mayor que lucía el símbolo de Nuestra Señora, una explosión de color. Le resultaba vagamente conocido. Las cejas del sacerdote se alzaron al ver a Bakune.

—¡Mi querido examinador! ¡Ahí no!

Bakune lo ubicó entonces: Arten, jefe divino de la Orden de los Guardianes de la Fe. El segundo del abad Starvann. Ese tribunal iba a tener el sello de la mayor autoridad. Con una risita divertida, Arten invitó a Bakune a colocarse al otro lado de la mesa.

—Aquí, si tiene la bondad. A mi derecha.

Bakune solo pudo quedarse mirando al hombre. ¿Al otro lado de la mesa?

Arten repitió su invitación. Había guardianes esperando en la puerta, entre ellos alguien encadenado: una figura baja y muy fornida. Bakune se levantó, tembloroso. Arten lo acompañó al otro lado de la mesa.

—Ahí. Muy bien. —Les hizo un gesto a los guardianes, que entraron entonces.

Bakune se sentó, parpadeando, bastante conmocionado, mientras sentaban al prisionero enfrente, flanqueado por unos guardianes armados. Bakune se tomó su tiempo para estudiarlo. Ya había dejado muy atrás la mediana edad, pero todavía tenía un aspecto bastante poderoso, con hombros y pecho fuertes. Pero el rasgo más chocante del hombre era el tatuaje de la cara, de un azul desvaído, una especie de animal. Un jabalí, así que el hombre era, o había sido, leal a ese dios extranjero… el jabalí… ¡Fener! Señora, no. ¿Podía ser él? ¿El sacerdote extranjero que había mencionado Karien’el?

El primer sacerdote que había escoltado a Bakune se había sentado a la izquierda de Arten.

—Hermano Kureh —se dirigió a él Arten—, ¿quiere leer los cargos?

Kureh sacó un fardo de pergaminos de sus túnicas, rebuscó entre ellos y después se aclaró la garganta.

—Acusado… ¿quiere estipular su nombre de pila?

El hombre sonrió, y reveló unos caninos sorprendentemente grandes.

—Desde ahora —dijo entre dientes con voz áspera—, adopto el nombre de Profeta.

—Profeta —repitió Kureh—. ¿Profeta de qué?

—Una nueva fe.

—¿Y esta nueva fe tiene nombre? —preguntó Arten.

El hombre contempló a Arten bajo unos párpados muy pesados.

—Todavía no.

—¿Y a qué degenerado dios extranjero sirve?

—A ninguno… y a todos.

Kureh arrojó a la mesa los pergaminos.

—Vamos, vamos. Eso no tiene sentido.

El hombre levantó y dejó caer los hombros, las cadenas tintinearon.

—No para vuestras mentes estrechas de miras.

Kureh lo miró con rabia. Arten levantó una mano para pedir una pausa.

—Por favor, edúquenos.

El hombre exhaló un gran suspiro.

—Todos los caminos que surgen del interior participan de lo divino.

Arten asintió con una sonrisa.

—Cierto. Y Nuestra Señora es esa fuente divina.

El hombre reveló su primer estallido de emoción cuando crispó la boca en un gesto de enojo.

—No lo es.

Le pareció a Bakune que el hombre no podía hacer más esfuerzos para suicidarse.

Kureh dio una palmada en la mesa con todas sus fuerzas.

—¡Yo, por lo menos, ya he oído bastante!

Arten sacudió la cabeza con tristeza.

—Sí, hermano. Un caso perturbador. No hay casi nada que podamos hacer ante semejante delirio. Solo podemos rezar para que la Señora le conceda la paz. —Contempló al hombre por un tiempo y respiró hondo, como si se resistiera a continuar—. No me da más alternativa que abordar el desagradable tema de su implicación en el asesinato de una joven la semana pasada. Se encontraron posesiones suyas junto al cuerpo…

—Qué oportuno —se burló el hombre.

—Y hay testigos… —Arten le hizo un gesto a Kureh, que levantó unos papeles—. Han declarado bajo juramento que lo vieron con la chica esa tarde. ¿Cómo se declara?

—Asqueado.

—¿Continúa desafiándonos? Muy bien. Los papeles, Kureh. —El hermano Kureh deslizó unas cuantas hojas, una pluma y un tintero hacia Arten, que firmó los papeles y después los deslizó hacia Bakune—. Examinador, si tiene la bondad…

Bakune examinó las hojas. Como sospechaba: una pena de muerte que exigía una ejecución pública. La acusación, asesinato. Los volvió a poner en la mesa.

—No puedo firmar esto.

Arten volvió poco a poco la cabeza para mirarlo.

—Examinador Bakune… le insto a que se plantee la posición en la que se encuentra… y firme.

Sabiendo de sobra lo que estaba a punto de hacerle a su propio futuro, Bakune consiguió coger un poco de aire antes de contestar a duras penas.

—No veo ninguna prueba convincente de culpabilidad.

—¡Ninguna prueba! —explotó Kureh—. ¿Es que no estaba ahí sentado? ¿No lo ha oído confesar con sus propias palabras? ¿Su falta absoluta de aparente arrepentimiento?

—Firme, examinador —lo animó Profeta—. No se sacrifique por mí.

—¡El acusado puede irse! —rugió Arten y señaló la puerta.

Los guardianes se llevaron al hombre. Arten se levantó y quedó por encima de Bakune.

—Me decepciona, examinador. Ya ha tenido que quedarle claro que lo que requerimos es solo su cooperación en estos pequeños asuntos. Proporciónenosla y podrá regresar a sus insignificantes asuntos civiles de manzanas robadas y vacas sueltas.

Bakune alzó la cabeza y miró al hombre con un parpadeo. Se agarró las manos para detener el temblor.

—No considero que la vida de un hombre sea un asunto pequeño.

—Entonces le sugiero, examinador, que se pase el tiempo que le queda considerando la suya. —Chasqueó los dedos y entró un guardián—. Acompañe a este hombre a su celda.

—Sí, divino. —El guardián cogió a Bakune por las túnicas y lo levantó, después lo sacó. En el pasillo miró atrás y vio al hombre extraño, ese tal Profeta, que había vuelto la cabeza y lo miraba mientras se lo llevaban a rastras. Y lo raro fue que este hombre no parecía haberse inmutado siquiera. Bakune no podía quitarse de encima la impresión de que aquel tipo estaba permitiendo que se lo llevaran.

—Ese humo, allí, a lo lejos —inquirió Ivanr al tiempo que señalaba al horizonte septentrional—, ¿todo parte de vuestro gran plan de liberación?

El teniente Carr también había estado observando el norte mientras caminaban entre el polvo de la columna principal, la expresión inquieta. La chusma del Ejército de la Reforma de Beneth había llegado a las llanuras, que caían rodando con suavidad hacia las granjas del norte y la costa. Al este habían pasado el río Blanco, donde se precipitaba desde las estribaciones con el agua del deshielo rumbo a la bahía. Cabañas quemadas, los cadáveres podridos de animales muertos y los rastrojos ennegrecidos de campos a los que se había prendido fuego había sido su única recepción hasta el momento. A Ivanr le parecía que los jourilanos preferían destruir su propio país antes que ver cómo se entregaba a cualquier otro credo o gobierno.

También encontraron cadáveres humanos. Empalados, crucificados, eviscerados. Algunos colgaban de árboles carbonizados. Muchos lucían señales o se les había grabado en la carne la condena, «hereje».

Ivanr sabía que los exploradores de la avanzadilla habían pasado junto a esos crudos jalones días antes, pero Martal debía de haber dado la orden de no tocarlos. Al principio, la visión de los cuerpos y la cruel tortura que su carne desgarraba traicionaba habían horrorizado a los voluntarios novatos del ejército; muchos de los más jóvenes, de hecho, se habían desmayado. A medida que pasaban los días e iba ascendiendo la cuenta inacabable de cuerpos ennegrecidos y desmembrados, Ivanr vio que el miedo se quemaba y dejaba un rastro de indignación y rabia hirviente. El respeto que sentía por la crueldad de esa general fue creciendo. Le pareció raro no haber oído hablar de ella antes. ¿Dónde la había encontrado Beneth? ¿Katakan? No se le ocurría ningún mercenario ni líder militar procedente de ese lugar olvidado de los dioses, allí, a la sombra de Korel.

Carr se apartó el polvo de la cara.

—Debe de haber combates en Plaga.

—¿Eso crees?

Una parte de la caballería de la Reforma pasó a la carga junto a ellos, rumbo al frente de la dispersa columna. Un destacamento pequeño, solo unos cuarenta caballos. La visión le recordó a Ivanr al noble jourilano, Hegil, supuesto comandante del ejército. Hasta el momento, lo único que ese hombre parecía mandar era la caballería. Al parecer, compartía el desdén que la nobleza jourilana sentía por la infantería y le parecía que el campesinado era indigno de su atención. Pero la inmensa mayoría del Ejército de la Reforma estaba compuesta por esos mismos campesinos (granjeros y burgueses desplazados) y para ellos, si el ejército tenía un líder, era Martal.

El potencial de confusión o discusiones puras y duras inquietaba a Ivanr. Un ejército era como una serpiente, no debería tener dos cabezas.

El lugar que Ivanr y Carr ocupaban en la columna llegó a una curva de una estribación que ofrecía una vista del este de la ciudad de Plaga y la bahía de Plaga detrás. Las murallas de piedra de la ciudad eran altas. Pero el humo las envolvía, ondeando en jirones que partían de casi todo el interior. Flotaba tierra adentro un gran palio oscuro que empujaba el viento predominante, que soplaba del nordeste durante la estación de tormentas. La puerta del sur estaba abierta de par en par, una invitación lúgubre. El Ejército de la Reforma estaba formando delante. Al verlo, Ivanr maldijo y se abrió paso hasta el frente. Carr lo siguió.

Para encontrar a Martal, Ivanr solo tuvo que vigilar a todos los mensajeros que iban y venían. Divisó a la mujer a caballo, rodeada por personal y guardaespaldas, vestida como siempre, con su armadura y sus guanteletes ennegrecidos y sus botas negras; el cabello corto y oscuro como la noche, entreverado de gris. Esa imagen marcial encajaba con la idea de una especie de legendaria princesa guerrera, hasta que te fijabas en la cara: los labios llenos, sí, pero por lo general hoscos, con una mueca de constante disconformidad; los ojos oscuros pero perspicaces y despectivos, no misteriosos ni seductores; y la nariz que se esperaría ver en el rostro de un veterano canoso, torcida y aplastada. La Reina Negra, desde luego.

Una reina de la guerra.

Los guardias permitieron el paso a Ivanr y Carr. Cuando Martal terminó con un mensajero, Ivanr carraspeó. La mujer le hizo un gesto distraído para que hablara.

—No irás a entrar ahí —dijo él, su desaprobación era patente.

Una leve casi sonrisa, los ojos examinando las amplias columnas de la infantería.

—No, Ivanr. Estamos formando. Me han dicho que los partidarios de la Señora se están retirando al norte. —Le concedió una mirada rápida—. Necesitan tiempo para completar su huida.

Ivanr gruñó, apreciativo.

—Quieres que los imperiales jourilanos carguen con ellos.

—Sí. ¿Por qué tendríamos que ser nosotros la única fuerza que tiene que pastorear civiles? La diferencia es que los nuestros luchan.

—Una vez que se retiren, la ciudad será nuestra —dijo Carr, triunfante.

—Así que seremos dueños de una ruina carbonizada —añadió Ivanr con amargura.

Martal estaba leyendo un trozo de papel vitela que le había traído un mensajero. El contenido la hizo crispar los labios en un feo montículo.

—Para Hegil —le dijo al mensajero, que le dio un tirón a las riendas y salió al galope. Martal parpadeó y miró a Carr como si lo viera por primera vez—. Si ya la tenemos, teniente, entonces podemos olvidarnos de ella.

—Te refieres a rodearla sin más —dijo Ivanr sin aliento, impresionado.

—En la conquista de una nación, ocupar pueblos y ciudades es la ruta más segura al fracaso.

Ivanr se quedó sin habla. Miró a la mujer de forma nueva, su pesada y extraña armadura de bandas de hierro sobre cota de malla, lacada de negro, maltratada por años de servicio. Le daba la sensación de que aquella había sido una cita textual.

—¿Qué puedes saber tú de conquistar naciones?

La mujer se limitó a sonreír. Pero no era una sonrisa tranquilizadora, hablaba de secretos y de un humor negro. Señaló al oeste con una mano embutida en un guantelete.

—Hay lanceros jourilanos hostigando nuestro flanco. Tiene que ser la décima compañía, el Muro Verde. Vuestros muchachos y muchachas, ¿no, Carr, Ivanr?

Los dos intercambiaron miradas alarmadas.

—Dioses del más allá, Martal —explotó Ivanr—. ¿Por qué no lo has dicho? —Salieron empujando del círculo de guardias.

La décima compañía, que había elegido el apodo de Muro Verde, había formado en un frente amplio, las picas y lanzas miraban al oeste. Tras sus filas, escaramuzadores de la caballería jourilana cruzaban a toda velocidad de un lado a otro el terreno abierto de campos quemados. Ivanr se fue abriendo camino poco a poco y llegó a la primera fila. Ya había recogido una lanza.

—Son ligeros —dijo Carr al tiempo que sacaba la espada—. No van a cargar.

—Pero nos están encerrando. No podemos avanzar. ¿Dónde está la caballería de Hegil?

Carr se encogió de hombros.

—Ocupada en otra parte, quizá. Tenemos muy pocos.

—No podemos quedarnos aquí sentados. Las puñeteras carretas de Martal están a punto de metérsenos por el trasero.

Carr echó un vistazo atrás: la masa entera del Ejército de la Reforma estaba avanzando a sacudidas hacia el oeste, rodeando la ciudad a tientas y a punto de caer sobre ellos.

Ivanr se irguió y cogió una gran bocanada de aire.

—¡Compañía! ¡Ensanchad la línea! ¡A mi señal! ¡Ahora! —Observó a derecha e izquierda mientras las filas ajustaban los intervalos para permitir que hubiera un paso extra entre ellos. Era una de las maniobras más difíciles que había cubierto con ellos. Jamás se atrevería a intentarlo enfrentados a un cuerpo de pesados que esperara una oportunidad para cargar. Pero el movimiento captó la atención de los ligeros, que se apresuraron a acercarse, formaron una línea de persecución y se aproximaron con las lanzas todavía en alto.

—¡Compañía, preparada! —bramó Ivanr. Carr levantó la espada.

El cheurón volador de los ligeros cruzó a la carga, en oblicuo, apuntando a la línea de picas y puntas de lanzas. Las garrochas y las jabalinas salieron volando. Hombres y mujeres chillaron, empalados. La línea limpia de picas erizadas se estremeció con un traqueteo. Una segunda carga se preparaba tras la primera. Ivanr estaba furioso. ¡Arqueros! ¿Dónde estaba su apoyo? Necesitaban arqueros para repeler a esos escaramuzadores.

—¡Firmes, compañía! ¡Preparados!

La segunda carga los rodeó. Otra andanada de jabalinas y lanzas castigó con ferocidad la columna. Ivanr vio la muralla de picas vacilar como hierbas azotadas por el viento.

—¡Firmes, la Señora os maldiga a todos! ¡Romped y termináis pisoteados!

Entonces un muro de humo cayó chorreando de los jirones del cielo y lo ocultó todo. Los vapores densos, grasientos, hedían a cosas horribles. Cosas que Ivanr no quería imaginar quemándose. Se cubrió la boca. El hollín le oscureció las manos. Todo el mundo tosía y maldecía. Ciego a todo, oyó picas que caían con estrépito al suelo. En algún lugar de la oscuridad los caballos chillaron de terror. Vislumbró una luz manchada a su derecha y se tambaleó hasta allí. En una pequeña depresión encontró a una anciana encorvada sobre un fuego humeante que soplaba los tizones relucientes.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Ivanr.

La anciana levantó la cabeza y lo miró con un parpadeo. Vestía los restos raídos de unos chales de varias capas sobre faldas deshilachadas.

—La comida.

La mujer dejó caer en el fuego puñados de hierba verde recién cortada y hojas verdes. Un gran penacho de humo blanco subió flotando.

—¿Quieres dejar eso?

—¿Dejarlo? Tengo hambre.

—¡Estás provocando todo este humo!

—No seas ridículo. Todo este humo viene de la ciudad.

Carr llegó corriendo, apartándose los vapores de la cara y tosiendo.

—La caballería ha huido. El campo está despejado.

Ivanr miró a la anciana agachada ante el fuego como un penitente, los codos huesudos sobresaliendo como alas. La mujer le guiñó el ojo a Ivanr.

—Dicen que los caballos le tienen mucho miedo al fuego.

—¿Cómo te llamas?

—Hermana Gosh.

—Bien, hermana Gosh. Si la Señora supiera que ha habido magia aquí, en este campo, serías mujer muerta.

—Entonces menos mal que no la hubo. Solo una ráfaga errante de viento y humo de la ciudad, ¿eh?

—Juegas a un juego peligroso, hermana.

—Ahora es el momento.

Ivanr asintió con un gruñido. Miró a Carr.

—Que la compañía forme para avanzar. Martal quiere que dejemos atrás la ciudad.

Carr hizo un saludo militar.

—Sí, señor.

¿Señor? ¿Desde cuándo? ¿Y en qué lo convertía? Con franqueza, Ivanr no tenía ni idea y decidió que tampoco le importaba.

A los veteranos que se las arreglaron para dormitar bajo las cubiertas los despertaron a última hora de la tarde, justo antes de que cayera la noche. Unos veinte pelotones malazanos y una horda de marines azules atestaban los dos dromones que constituían el desgarbado catamarán. Se repartió una comida de sopa aguada con ollas y cucharones. Se recortaron las velas. La cresta de proa se redujo casi a la nada. Suth le dio un codazo a Len mientras comían las tortas.

—Hemos frenado, ¿no?

—Sí. Hay que darles tiempo a los otros para que nos alcancen, ¿eh? Y el sol se está poniendo, no lo podemos tener en los ojos.

Suth regresó al pan granulado. No se le había ocurrido. Al oeste, la costa que pasaba eran unas colinas verdes y distantes, boscosas, con pocas señales de que estuviera habitada. Más allá se alzaba una cresta de montañas altas envueltas en brumas, oscuras y coronadas de nieve. Tela pasó por allí, apretando hombros y haciendo una última comprobación de equipo. Él y Len se estrecharon los antebrazos.

—Somos los sextos. Formad a babor.

—¿Alguna munición que repartir?

Tela lanzó un bufido.

—Sospecho que estos azules van a aportar más a la lucha de lo que quisiéramos cualquiera de nosotros.

Len desechó el comentario con un ademán.

—Tenía que preguntarlo. Y esa cosa entre los barcos. ¿Qué es?

—No lo sé. Los azules no dicen ni pío. Puede que sea una catapulta.

Cuando Tela continuó su ronda, Keri se sentó con ellos.

—Eso no es una catapulta.

—Has estado echándole un vistazo, ¿eh? —dijo Len con voz profunda y una sonrisa astuta.

—Sí. Y no tiene nada de catapulta.

—¿Qué es entonces?

La mujer se encorvó y miró a su alrededor.

—Tengo una teoría… pero es una locura. —Sacó su arma, lo que Suth había aprendido que los malazanos llamaban «cuchillo largo». La mujer comprobó el filo.

Suth frunció el ceño.

—Tú no vienes con nosotros al asalto, ¿verdad?

Keri entrecerró los ojos y lo miró, su fino rostro arrugado perdió toda expresión.

—¿Por qué? —le preguntó en tono neutro.

—Porque solo llevas cueros.

La mujer se relajó y volvió a meter de golpe su arma en la vaina de madera.

—Escucha, chaval… este es tu primer combate, así que quizá seas tú el que debería quedarse detrás de mí…

Len posó una mano en el hombro femenino.

—Tranquila, Keri. Es que está muy verde. —Y a Suth—. Y tú recuerda una cosa: en batalla, si los saboteadores te decimos que hagas algo, lo haces. ¿Estamos?

Len era cabo, así que Suth no dijo nada, aunque no veía razón para que tuviera que hacer lo que le dijeran los saboteadores. Ni siquiera iban con armadura suficiente para aguantar el primer intercambio. Era inútil llevarlos en lo que él suponía que sería un simple asalto frontal.

A medida que la tarde daba paso a la noche, se fueron reuniendo más navíos azules y malazanos. Los barcos maniobraron para colocarse en grupos de batalla. Se transmitieron mensajes en forma de llamas de colores brillantes mientras los navíos malazanos intercambiaban señales en código por medio de banderas. Suth se enteró, por las charlas que oía a su alrededor, de que el almirante azul, Torbellino, estaba al mando, cosa que a los sargentos no les hacía ninguna gracia. Hubieran preferido tener a Melena Gris allí. Nadie mencionó al joven adjunto.

La flota rodeó el cabo de una bahía y allí, ante ellos, estaba el puerto de Aamil. Parecía una fortaleza construida con el propósito concreto de resistir cualquier asalto procedente del mar. Suth pensó en Mare, no muy lejos, al sur. Dos espigones curvados se encontraban en una estrecha entrada del puerto, flanqueados por sólidas torres de vigilancia. La fortaleza principal se alzaba en línea recta, en una alta contramuralla anodina de bloques de caliza gris manchados por la sal. El acceso al puerto estaba limitado a la estrecha rada que había entre las torres fortificadas.

Len dio voz a los pensamientos de Suth y dejó escapar un largo silbido.

—Eso sí que es una fortaleza.

—Más vale que estos azules sepan lo que están haciendo —rezongó Keri.

—Hasta ahora lo han sabido.

Yana se coló entre los soldados y le dio una colleja a Suth.

—Vamos. A formar.

A lo lejos, el resonar de las campanas despertó ecos en la bahía. Los skolati se estaban preparando.

Cuatro buques de guerra azules encabezaron el ataque. Cuando los barcos se acercaron a la entrada del puerto, lo que pareció una bandada oscura de pájaros surgió de cada una de las amplias torres achaparradas. Las bandadas se resolvieron en dos chaparrones de flechas. El fuego de arcos batió las cubiertas de los buques de guerra. Suth solo pudo distinguir las formas ovaladas de los escudos levantados que tapaban esas cubiertas. Entonces resonaron un par de golpes secos y dos grandes rocas, ambas con una estela de llamas, salieron volando desde las cimas de las torres. Las rocas descendieron con un chillido y esparcieron inmensos aguaceros de espuma entre los barcos.

Suth estaba arrodillado con su pelotón junto a la barandilla de babor, en fila con otros marines.

—Unos puñeteros onagros muy grandes en esas torres —caviló Len.

—Habrá que colarse hasta allí —dijo Keri.

—¿Por qué? —preguntó Suth.

—Con esas máquinas —dijo Keri—, la puntería es peor cuanto más cerca estás.

Resonaron las voces de los sargentos de pelotón.

—¡Preparad escudos!

Más adelante, dos de los buques de guerra se mecieron en el agua cuando otro par de peñascos abrasadores se estrellaron en el mar entre ellos, mientras que los otros dos se separaron, uno por cada lado, y se fueron acercando a la orilla de rocas caídas del espigón hasta perderse de vista. Len lanzó una risita al verlo.

—¿Qué? —preguntó Suth.

—Menuda putada de elección. ¿Le disparas al barco cuya tripulación está a punto de asediarte o sigues acosando al resto?

Suth se mordió los labios y optó por rezarle a su loca colección de dioses dalhonesios para que el gigantesco objetivo en el que se encontraba (¡dos dromones juntos!) no llegaran a sufrir ningún impacto.

Una tercera andanada de piedras, y esa vez ya no llameaba ninguna, se arqueó hacia el cielo. Una se precipitó contra un transporte azul y partió el navío con limpieza por la mitad entre una aterradora lluvia de madera. La otra mandó una oleada de espuma por encima del pesado catamarán.

—¿Cabemos por ahí? —le gritó Len a un marine azul cercano.

El moranthiano se asomó y miró.

—Será… cómo decís los malazanos… por los pelos.

Se alzaron bramidos por todos lados: «¡Alzad escudos!».

Suth se acurrucó a toda prisa tras el suyo. Todo el mundo se agachó. Oyó un siseo, como un granizo o una lluvia fuerte, y tensó el brazo. Después llegó un martilleo a su alrededor cuando un bosque de flechas se estrelló contra la cubierta de madera noble y las capas de madera, cuero y laca de los escudos. Unos soldados gritaron cuando las flechas atravesaron la barrera y empalaron brazos o encontraron carne sin proteger. Junto a Suth, un marine gruñó de dolor y rabia cuando una flecha le clavó el pie a la cubierta.

Desde la popa llegó un grito de advertencia y Suth se giró para ver al timonel caído y varios marineros azules esforzándose por enderezar el timón. El torpe gigante perdió impulso y empezó a irse de lado en la estrecha ensenada del puerto. Todo el mundo empezó a chillar advertencias.

—¡Quedaos a cubierto! —advirtieron los sargentos.

Una inmensa explosión en la torre del puerto aporreó el catamarán. Las rocas cayeron por el espigón. Una nube de polvo y humo envolvió la torre de vigilancia de ese lado. Apenas visible por encima del humo, la plataforma del tejado se ladeó, fue inclinándose muy lentamente y cayó hacia atrás, por el lado contrario de la bahía del puerto. Keri se levantó de un brinco con el escudo sujeto por encima de la cabeza.

—¡Sí! ¡Que el Embozado te lleve! ¡Así se hace!

La mujer estaba dando saltos y todo el mundo lanzaba vítores mientras la torre desaparecía en la nube de escombros y rocas que rodaron al agua e incluso se precipitaron con estrépito por la cubierta.

—¡Abajo! —chilló Tela.

Keri, y muchos otros, se fueron al suelo cuando un dromon, la otra mitad del catamarán, arañó roca sumergida.

—¡Preparad pértigas! —exclamó un oficial azul. Los marineros y marines azules dejaron caer los escudos para obedecer—. ¡Empujad!

Todavía inclinado bajo su escudo, Suth observó a los marines y marineros que se esforzaban por liberar el catamarán. Entre tanto, el abrasador fuego de arco no había menguado desde la otra torre. Muchos cayeron, aferrándose a flechas que parecían surgir de la nada. Los soldados clamaron para que se les permitiera echar una mano.

—¡Quedaos donde estáis! —chillaron los sargentos.

El catamarán volvió a mecerse cuando otra explosión se llevó la torre del lado contrario. Torre que lanzó una rociada de piedras y restos sobre el puente, tan cerca que arrancó a varios marineros azules de la proa de uno de los dromones. La torre se ladeó, se aposentó y después, poco a poco, empezó a deslizarse por el espigón en una avalancha de escombros que se estrellaron en el puerto.

Todos se levantaron de un salto y empezaron a dar vítores. Suth observó que, al caer, la torre había enterrado el buque de guerra azul anclado a sus pies. Se preguntó cuántos, si acaso alguno, quedaban a bordo.

Con todos echando una mano, el catamarán se liberó con un chirrido de las rocas y fue pasando por la bocana del puerto. Suth miró atrás y vio que casi toda la flota de invasión se agrupaba tras ellos. No era la decisión más brillante, le pareció, enviarlos tan pronto. Quizá deberían haber sido los últimos. O quizá solo estaba pensando en su propia supervivencia.

La flota iba pasando casi proa contra popa, uno tras otro. Una nueva ronda de campanadas sonó en Aamil. Dispararon pequeños onagros y catapultas en las murallas, la mayor parte se quedó corta mientras probaban el alcance. El catamarán de Suth se dirigió directamente al centro de la contramuralla. Los otros navíos se fueron repartiendo a ambos lados.

Los barcos de pesca y los navíos mercantes comenzaron a estallar en llamas por todo el puerto. Los marineros skolati los mandaban deslizándose para encontrarse con los invasores y después los abandonaban. Los navíos azules parecían hacer caso omiso de los pequeños barcos en llamas y los apartaban de un empujón, aunque sí que plegaron todas las lonas, la parte más inflamable que tenían, imaginaba Suth.

Una gran vibración le llamó la atención, procedía de la muralla de la fortaleza principal, que se alzaba justo en el agua. Vio levantarse una nube oscura que se arqueó hacia el cielo azul noche y cada vez más oscuro.

—¡Elevad escudos! —bramaron los sargentos una vez más. Harto ya de la amenaza de las flechas, Suth se agachó.

La ringlera que los flechazos de la fortaleza abrieron en el navío fue asombrosa. La cubierta parecía casi sembrada de flechas. Tan intenso fue el fuego de proyectiles que ni siquiera se pudo intentar un contraataque. Todo el mundo se hizo una bola y se ocultó para salvar la vida bajo los escudos. Suth se atrevió a asomarse por un momento y vio transportes que chocaban con un golpe seco contra los muelles, bajaban amplias planchas y vaciaban sus cargamentos de marines en grandes hordas que subían a la carga por los desembarcaderos de piedra.

Las arbalestas y escorpiones de los buques de guerra cercanos crujieron y dispararon, y Keri se levantó otra vez.

—¡Esto tengo que verlo!

—¡Quieres agacharte! —chilló Tela.

Una andanada de explosiones envolvió la parte superior de la contramuralla en humo y fragmentos de piedra que estallaban. Los escombros cayeron en largos arcos que salpicaban las aguas como granizo o atravesaban los navíos. Keri se sentó, decepcionada.

—Sobre todo fulleros, nada más.

Len sacudió la cabeza.

—¿Qué esperabas? ¡Estamos justo debajo de la puñetera muralla!

Subió una orden del castillo de popa azul.

—¡Alzad la torre!

Keri volvió a ponerse en pie de un salto y dio un puñetazo al aire.

—¡Lo sabía! ¿Lo habéis oído? Es una torre. ¡Una puñetera torre de asedio del Embozado!

La abrasadora cortina de flechas continuaba barriendo la cubierta. Suth empezó a preguntarse cómo se las arreglaba esa mujer para sobrevivir a cualquier combate. Cerca de la proa, los marineros luchaban con unos mecanismos circulares guarecidos por los escudos levantados de los marines azules. El ruido del trinquete de hierro hacía vibrar el dromon mientras los marineros trabajaban con lo que parecía un cabrestante inmenso.

La alta construcción, tan larga como los propios navíos, empezó a alzarse de la popa. Suth se quedó mirando, asombrado. Unos escudos superpuestos componían capas por la parte frontal y los lados. La parte trasera abierta exponía una sencilla escala. Una caja protegida por paredes y techo la coronaba. Todo el mundo observó su angustioso ascenso hasta alcanzar la vertical. El agua chorreaba del trasto y parte se estrellaba contra las cubiertas. Len se estaba acariciando la barbilla, impresionado. Keri daba saltitos, apenas capaz de contener la emoción.

—Leí sobre una de estas en el Compendio de Gatan. Nosotros jamás hemos podido construir una.

Pero Len estaba frunciendo el ceño, preocupado por algo.

Era muy baja. Demasiado. La contramuralla se alzaba casi al doble de su altura. Justo cuando Suth abría la boca para preguntar, el ruido del trinquete cambió de timbre y empezó a girar con un sonido más profundo, más esforzado y lento. Y la torre comenzó a elevarse. No toda ella; quedó patente que la torre estaba, de hecho, compuesta por dos segmentos, uno metido dentro del otro. Era el de dentro el que empezaba a alzarse.

Los skolati habían reorganizado las defensas de las almenas y los estaban reventando con piedras que se estrellaban contra la cubierta y aplastaban a los soldados. Las andanadas de flechas volvían a caer en una lluvia implacable. Suth se ajustó la correa del yelmo con una mano mientras con la otra sujetaba el escudo por encima de la cabeza.

—¡Avanzad! —bramaron los sargentos—. ¡Listos para trepar!

Los buques de guerra y los barcos de apoyo de los flancos dispararon otra salva con las arbalestas, escorpiones y onagros de proa, Suth se encogió porque sabía lo que iba a pasar. Unas explosiones en staccato sobre la muralla la ocultaron entre humo y polvo. Llovieron escombros, guijarros y piedras lo bastante grandes como para abrir un agujero en la cubierta. Una marine de la fila desapareció aplastada por una piedra. Todo el mundo maldijo a los azules y los envió al Embozado. Suth estaba de acuerdo, se preguntaba qué era peor: los flechazos de la defensa o sus propios contraataques de apoyo. Entonces comprendió el críptico comentario de Len sobre que los azules iban a aportar más municiones a la lucha de las que ellos querrían.

—¡Adelante!

Los soldados se prepararon con los escudos por encima de la cabeza. Suth se asomó bajo el suyo y miró a proa. Vislumbró al adjunto, con un casco envuelto en tela roja y un camisote de pesadas bandas y mangas de cota de malla. El joven oficial se inclinó para trepar por la escala el primero. Dos pelotones de lo que parecían marines azules de élite lo seguían. Poco después, la fila empezó a avanzar milímetro a milímetro.

Volvió el fuego de flechas, disperso, pero creciendo en intensidad, con un martilleo que parecía granizo. Un rugido sacudió la luz menguante de la tarde cuando los marines, azules y malazanos, clamaron ante la garita del oeste. Allí los esperaba una defensa mucho más intensa. A Suth se le había secado la boca como si la tuviera llena de tierra, pero tenía las palmas de las manos húmedas. Acción era lo que había querido todo ese tiempo, pero una vez metido en ella, no era lo que él esperaba en absoluto. Aquello no era una prueba de pericia personal como aquellas de la que hacían alarde sus hermanos y hermanas en Dal Hon. Pero, por extraño que pareciera, el valor que exigía quizá era todavía mayor: había que abandonar todo control personal, dejar el destino en manos de un esfuerzo mayor. Era aterrador, a la vez que embriagador. Se sentía impotente, pero también parte de una fuerza imparable.

Su pelotón, con Tela a la cabeza, llegó a la cubierta de proa. Habían quitado una sección de la barandilla y una plancha llevaba a la zona posterior de la torre. Una fila sólida de hombres y mujeres iban subiendo poco a poco por la escala con los escudos balanceándose a la espalda.

—Seguid moviéndoos —le decía un oficial azul a todo el que pasaba, al tiempo que le posaba una mano en el hombro—. No os paréis en la cima. Avanzad. Dejad sitio para más.

Pyke trepó a la escala por delante de Suth, mientras que Wess iba detrás. Len y Keri cerraban la marcha.

Aunque el agua seguía chorreando por la construcción, a Suth la subida le pareció fácil. Una especie de arena o capa de guijarros cubría los peldaños de la escala. Las flechas y rocas caían con un tamborileo de las capas de escudos y golpeaban en mal ángulo.

—Mueve ese culo gordo —le chilló Pyke a Lerdo, que iba por encima.

La torre tembló entonces y se balanceó, arriba se oyó un choque. Suth se abrazó a los peldaños con todas sus fuerzas. Pero no cayó nadie dando vueltas y la torre continuó erecta. Un rugido parecido al de una bestia y proveniente de la cima contó la historia. Habían llegado a la plataforma soldados suficientes, así que habían bajado la pasarela y habían cargado. El hierro resonó contra el hierro y empezaron a caer cuerpos dando vueltas, cuerpos que se estrellaron contra el agua con un chapoteo o golpearon la cubierta con un ruido seco enfermizo. Suth se concentró en cada peldaño que tenía que superar y se limitó a seguir subiendo.

No se atrevió a mirar abajo; nunca había sido un gran trepador. Ya le dolían los brazos y ni siquiera había llegado a los combates. Entonces, unas manos lo agarraron por los hombros y lo auparon.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —chilló alguien al tiempo que le daba un empujón. Suth cargó tras Pyke, sacó la espada y preparó el escudo. La pasarela se combaba y se balanceaba bajo él. Llegó hasta las almenas de la muralla y bajó entre piedras hechas pedazos y una alfombra de cuerpos caídos. El ruido que lo golpeó desde detrás de la contramuralla estuvo a punto de derribarlo. Se libraban combates por ambos lados. Las explosiones iluminaban la noche de la ciudad portuaria cuando los incendiarios moranthianos llegaban dibujando un arco por el cielo y caían para florecer en una llama naranja y dorada. Suth permaneció allí, hipnotizado por la visión de aquel caos. Aquello no era la lucha tal y como él la conocía, aquello era la guerra. Dos flechas aporrearon su escudo y lo sacaron del trance, después cargó hacia la derecha, tras Pyke.

Su pelotón se había agrupado tras una fila de marines que obstruían una pasarela abierta que llevaba a una torre.

—¿A qué viene el atasco? —exclamó Yana.

—¡Quién sabe! —le respondió alguien a gritos.

Las flechas caían con estrépito de las rocas que los rodeaban, disparadas desde tejados que había tras la muralla.

—¡A ver si nos movemos! —bramó Manteca—. ¡Que aquí estamos con el culo al aire!

—¡Estoy seguro de que están en ello! —exclamó otra voz desde más adelante.

Una explosión disparó humo y escombros sobre la amplia calle que tenían debajo. Bajo la luz caprichosa, Suth vislumbró cuerpos caídos, rocas y equipo roto. Aparecieron marines que cargaron tras los defensores que se retiraban. Se alzó un gran grito en el interior de la torre y la fila empezó a avanzar.

—¿Quién crees que fue? —le preguntó Keri a Len cuando empezaron a meterse por el estrecho pasaje.

—Pulgares, quizá. O Llamalenta.

—Na. ¿Un trabajo preciso como ese? Tuvo que ser Pito.

Len hizo un ruido.

—Esa está sobrestimada.

—¡Coronad! —bramó Tela desde abajo.

Entraron a la carga y atravesaron una sala de guardia y un vestíbulo atestado de caídos, defensores skolati y marines. Habían reventado una barrera de muebles y la piedra del suelo estaba resbaladiza por la sangre y los fluidos. Habían demolido la puerta de la torre. Los pelotones que se apiñaban detrás los empujaron y salieron despedidos como un gran vómito de rabia, confusión y frustración. Los pelotones se dispersaron por calles estrechas. Tela estaba allí y tiró de Suth para mandarlo adonde Yana, Manteca y Lerdo permanecían juntos en un triángulo, observando las puertas y ventanas oscurecidas. Suth se reunió con ellos, seguidos por el resto. Tela se dirigió a ellos con las manos levantadas.

—De acuerdo. Aquí es donde se pone peliagudo. Los skolati se han replegado, pero volverán a formar. Dónde, no lo sabemos. Debemos seguir presionando hasta la torre de la puerta este para golpearlos por atrás. Seguidme. No os alejéis. Y mantened los ojos abiertos.

Formaron dos columnas con Len y Keri en el medio y Tela en cabeza, y subieron por una de las estrechas calles adoquinadas.

—¿Cómo sabemos que es por aquí? —dijo Pyke en voz muy baja.

—No lo sabemos, ¿vale? —rezongó Yana—. Así que cierra el pico del Embozado.

Una vez que entraron en aquella calle que parecía un cañón, la luz desapareció. Solo un fulgor pálido y cambiante de los fuegos de la ciudad ofrecía algún detalle. Los ecos de los fieros combates lejanos iban y venían. Bajaron la calle a la carrera, Suth se sentía más expuesto que si hubiera estado allí fuera, en la sabana, por la noche y con los ojos tapados. A pesar del caos, la ciudad parecía estar conteniendo el aliento.

—¿Dónde está todo el mundo? —siseó Pyke—. Esto es estúpido. Deberíamos permanecer juntos.

—Todo el mundo como que se largó —dijo Wess con tono ausente mientras masticaba algo, después escupió un chorro marrón.

Algo más adelante, Tela se detuvo y levantó un puño. La calle acababa en un punto muerto, un pequeño patio. Dio la señal de girar en redondo.

—Mierda —articuló Wess, y sacó uno de los dos cuchillos largos que llevaba.

—Creo…

—A nadie le importa una mierda lo que creas, ¿estamos, Pyke? —interrumpió Yana—. Y ahora cállate, estoy intentando escuchar.

—¿Escuchar? ¿Escuchar qué?

Yana ladeó la cabeza.

—Algo…

—¡A formar! —bramó Tela.

Arriba, alrededor de la plaza, las ventanas se abrieron de golpe. Las flechas empezaron a barrer los adoquines. El pelotón se acuclilló, espalda contra espalda y los escudos cubriéndolos. Tela abrió una puerta de una patada solo para que alguien saliera a la carga y lo golpeara en el pecho con un hacha de leñador.

Para Tela fue peor la sorpresa que el daño, puesto que llevaba una brigantina pesada. Apuñaló al tipo, lo apartó de un empujón y después instó al pelotón a seguirlo al interior. Una horda de skolati salió en tropel de las puertas circundantes. El pelotón apuñaló y lanzó estocadas desde detrás de sus escudos mientras se retiraban al interior del edificio.

—¡Manteca, Yana, defended la puerta! —chilló Tela.

—¡Sí!

Mientras Manteca lanzaba pinchazos y maldiciones y Yana aplastaba lo que podía con el escudo, Suth se escabulló hasta una escalera trasera. Observó a Tela y Len agacharse juntos en medio de lo que era el alojamiento de alguien.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Len, que cogió una olla, miró dentro y la olisqueó.

Tela asintió con pesadez.

—Lo sé. Lo sé. Pero hay demasiados, joder. —Ladeó la cabeza y miró a Len con gesto especulativo—. ¿Llevas algo?

Len frunció los labios, consideró la pregunta y luego asintió.

Tela se puso en pie.

—¡Por las tetas de Togg! ¡Por qué no lo dijiste, coño! —Se volvió hacia donde Manteca y Yana devolvían los golpes con los escudos y acuchillaban a aquellos de la clamorosa multitud que podían abrirse camino hasta la puerta. Indicó con un ademán su enojo—. Despeja la puerta.

Len se puso en pie.

—¡Keri! Nos toca.

Se oyeron unos pasos en las escaleras. Tela chasqueó los dedos dirigiéndose a Suth, que era el que más cerca estaba. Suth cargó escaleras arriba. Se encontró con una fila de hombres barbudos con armaduras de cuero hervido. El primer hombre empuñaba una espada curva que alzó en un arco torpe y aterrado. Suth la dejó pasar y después lanzó una estocada recta y atravesó la parte interna del muslo del hombre. El tipo chilló y cayó de las escaleras a la habitación, donde el resto acabó con él. El segundo saltó a por Suth, pero este se ladeó y lo dejó caer escaleras abajo. El tercero se fue a por su cabeza. Suth se agachó, subió un poco más, apuñaló y cortó el tendón del tobillo del tipo, que perdió pie y cayó tropezando contra Suth, que se lo quitó de encima con un encogimiento de hombros y lo dejó caer para que los otros terminaran con él.

—¡Asegura esas habitaciones! —gritó Tela.

—¡Sí! —Suth se lanzó a la carga con el escudo en alto. No vio a nadie hasta que entró en una habitación y encontró una trampilla abierta, una escala y cuatro soldados skolati. Cargó. La embestida con el escudo derribó a tres. El cuarto se fue a por su cabeza y su hoja le rebotó a Suth en el yelmo de hierro, haciendo que la cabeza le zumbara y viera las estrellas. Apuñaló al skolati en el hombro antes de girar para apoyar la espalda en un muro. Los otros se abalanzaron a la vez, molestándose unos a otros. Suth confió en su escudo y se concentró en el que tenía a la derecha. Paró un golpe, deslizó su hoja más corta por la espada y lanzó una estocada baja por debajo del camisote. El filo arañó el hueso de la pelvis al entrar.

Suth le dio la espalda a ese hombre sin esperar a verlo caer, la estocada tenía que ser letal. Una hoja le rozó la parte superior del escudo, otra le golpeó el hombro, le entumeció el brazo del escudo, pero no penetró en la armadura. Después los tres estaban en el suelo y Len y Keri estaban allí, los cuchillos largos ensangrentados.

—Eso fue una estupidez —le dijo Len en voz muy baja—. ¿Intentas ganar esta guerra tú solo? La próxima vez pides apoyo, ¿estamos?

Suth asintió, sorprendido al notar el corazón disparado, la garganta seca y los brazos temblando. Keri se había arrodillado para limpiar la hoja en el pañuelo que llevaba un hombre en la cabeza; ese gesto despreocupado hizo que Suth mirara con ojos nuevos a aquella mujer.

Len le dio un golpe en el hombro.

—Y ahora ven con nosotros.

—Sí, señor.

Fueron a una habitación que miraba a la calle. Suth se asomó. La calle estaba atestada de ciudadanos skolati. Sus gritos y maldiciones eran un rugido ininteligible. Los soldados luchaban por abrirse paso entre la multitud con las armas en alto. Len y Keri se quitaron las bolsas con un encogimiento de hombros y se arrodillaron. Después se irguieron, en cada mano sujetaban pequeños orbes de color verde oscuro.

Len usó el codo para apartar a Suth de la ventana.

—¡Municiones! —gritó por encima del hombro, dirigiéndose al interior del edificio.

—¡Sí! —fue el grito de respuesta de Tela.

Len se asomó y arrojó las suyas, una a cada lado de la puerta, después se agachó para alejarse de la ventana. Dos explosiones conmocionaron a Suth, le hicieron estallar los oídos y lo tiraron de espaldas. Empezó a caer polvo del techo. Keri se asomó, lanzó sus municiones más lejos, una tras la otra, y después hincó una rodilla en tierra. Los estallidos resonaron como martillazos en el patio.

Len miró al interior e hizo bocina con las manos:

—¡Despejado! —Recogió su bolsa y echó mano del hombro de Suth para empujarlo hacia las escaleras—. ¡Venga!

Abajo, el pelotón había formado ante la puerta envuelta en humo, listos ya.

—¡Vamos! —gritó Yana, y cargaron. Suth cerraba la marcha, cubriendo a Len y Keri. Fuera estuvo a punto de tropezar con los hombres y las mujeres que yacían derribados en la calle, o que cojeaban, cubiertos de sangre por el sinfín de brechas menores producidas por las municiones que Keri llamaba «fulleros». Un gemido bajo se escapaba del sinfín de heridos y moribundos. Escaparon del patio y volvieron a cargar calle arriba, por donde habían llegado. Tras unos cuantos giros, Keri alzó la voz y señaló un callejón lateral.

—¡Por aquí!

Tela dio el alto y se acercó a ella.

—¿Qué pasa?

—Esto debería llevar a una calle principal.

Pyke hizo un gesto de rechazo.

—¿Cómo lo iba a saber ella?

—Cállate —le dijo Suth. Pyke lo miró con rabia.

—De acuerdo. —Tela señaló callejón arriba—. Vamos.

Suth se mantuvo en la retaguardia, detrás de los saboteadores. Mientras subían a la carrera por el estrecho camino serpenteante, le hizo una pregunta a Keri en voz muy baja.

—¿Cómo lo sabes?

La mujer sonrió, sus dientes brillaban en la penumbra.

—Acústica.

—¿Qué?

—Sonidos. Esos sonidos pertenecen a un espacio grande.

Todo lo que él podía oír era el estrépito y los gruñidos distorsionados de una multitud de combates, todo fundido en un rumor bajo, como una tormenta a medianoche. Sacudió la cabeza, no estaba acostumbrado a las ciudades. Más adelante, el pelotón se agazapó donde el callejón se abría a un bulevar ancho y arbolado que parecía subir del puerto. A la luz de la luna y bajo el fulgor amarillo cambiante de unos fuegos, Suth vislumbró ciudadanos que cruzaban corriendo con fardos de posesiones en los brazos. Len le dio unos golpecitos y señaló bulevar arriba. Un pelotón de marines moranthianos azules. Tela señaló el avance con el brazo. Se acercaron corriendo a los azules.

Cuando llegaron, alguien se irguió entre los moranthianos: el joven adjunto. Se había arrodillado para examinar unas formas oscuras que resultaron ser varios soldados malazanos caídos. Tela le dedicó al adjunto un saludo marcial muy limitado al que el otro respondió con un asentimiento.

Un grito ahogado de Lerdo llamó la atención de Suth, que miró a los caídos. Tenían un aspecto extraño, esquelético, la carne encogida y arrugada, apartada de los dientes que sonreían. Era como si los hubieran desecado.

—¿Qué pasa, señor? —preguntó Tela.

—Parece magia.

—Nos dijeron que no había que esperar ninguna.

—Así es, sargento. —El guantelete del adjunto fue a la empuñadura de marfil brillante de su espada, como si el movimiento fuera una costumbre inconsciente que tenía mientras pensaba—. Me dicen que aquí solo hay un tipo de magia. —Miraba avenida arriba, a un edificio alto, con agujas y el tejado arqueado plateado a la luz de la luna.

—Mierda —murmuró Keri, aparte.

—¿Qué pasa? —preguntó Suth en voz baja.

—Su puñetero culto local, engendro del Embozado.

—Se vienen conmigo —le dijo el adjunto a Tela. Le hizo una seña al comandante azul, que asintió con una sacudida y les hizo un gesto a sus marines. Se dispersaron y empezaron a avanzar. Tela señaló a su pelotón que tomaran el centro, detrás del adjunto.

Más muertos malazanos salpicaban las escaleras que subían a la puerta abierta del edificio. Parecía como si un pelotón hubiera ido a investigar algo y los hubiera derribado alguna magia. No se veía ni un solo cuerpo de un defensor. El adjunto sacó su hoja y entró el primero. La mitad del pelotón azul lo siguió, después Tela hizo un gesto para que entrara el suyo y los azules que quedaban cerraron el grupo. Dentro, unos braseros en trípodes y lámparas que colgaban del techo lejano iluminaban una amplia cámara abierta. Unas columnas se alzaban en filas dobles por un pasillo central. Una especie de ornamento brillante, con la forma de una explosión de color, colgaba de la pared contraria. Unos tapices oscuros insinuaban escenas de aguas barridas por una tormenta y una mujer con túnicas blancas sueltas.

Cuatro hombres salieron de detrás de unas columnas para recibir al adjunto. Vestían largas túnicas sacerdotales, llevaban barba y en las manos sostenían unos sólidos bastones.

—Sois unos necios por haber entrado aquí —dijo uno.

—Rendíos y podréis mantener vuestra religión —respondió el adjunto.

—¡Necio! ¡Vosotros no podéis quitarnos nuestra religión! La Señora está ahora con nosotros. Todos aquellos que osan invadir están condenados.

Los cuatro golpearon con los bastones el suelo pulido de piedra. Suth sintió que algo lo golpeaba, como una mano en el pecho o una ráfaga de viento. Los marines de ambos lados se llevaron las manos a la garganta y los yelmos, invadidos por las náuseas. Cayeron de rodillas. Todos los que permanecían cerca del adjunto, incluido el pelotón de Tela, permanecieron de pie. Los cuatro sacerdotes los miraron con la boca abierta, asombrados. Quizá fuera un truco de la luz incierta, pero la hoja del joven adjunto parecía brillar con más fuerza. Este dio un paso más y blandió la espada. El sacerdote alzó su bastón y la espada atravesó con limpieza la madera oscura ribeteada de hierro. El religioso se tambaleó hacia atrás, después sus ojos llamearon con una luz interna y sus labios se crisparon, dejando los dientes al descubierto.

—Ahora te veo —dijo entre dientes, su voz había cambiado, de algún modo arrancada de la garganta—. Esa zorra de la Reina tenía que enviar a su soldado. Pero hará falta algo más que tu persona. Me beberé la sangre de tu corazón.

El adjunto volvió a blandir la espada y la cabeza del hombre saltó rodando del cuello. En ese momento el conjuro pareció hacerse pedazos y todo el mundo cargó, derribando a los sacerdotes en un frenesí de odio. Siguieron haciendo pedazos los cuerpos mucho después de que hubieran caído. Cuando Suth cruzó hasta donde el adjunto estaba agachado, los rasgos romos del nativo se habían crispado en un ceño profundo. El joven estaba examinando el cadáver decapitado. No se veía ni una sola gota de sangre acumulada en el cuello cortado. A Suth le dio un vuelco el corazón y tuvo un ataque de asco. Se dio la vuelta y escapó tambaleándose del templo para aspirar una bocanada profunda del aire templado teñido de humo. Apareció Wess y le dio unas palmadas en la espalda.

—Puta obra de un carnicero, ¿eh? Eso no es ser soldado.

—¿Tú has… has visto… cosas así antes?

El otro asintió con brusquedad.

—Sí. No se puede hacer nada. O te mata o lo matas.

Suth volvió a respirar hondo. El rumor sordo de unos combates lejanos seguía oyéndose en el puerto.

—¿Y ahora qué?

—¿Ahora qué? —Wess se colocó bien el yelmo—. Ahora se empieza a luchar de verdad. ¡Nos dirigimos a una de las torres de la puerta! —Se echó a reír y escupió.

Entonces salió Tela, seguido por el resto del pelotón.

—A formar. Nos vamos a la puerta del este. Paso ligero.

El adjunto también salió. Los marines azules que quedaban tomaron posiciones a su alrededor. El joven le hizo una seña a Tela, que dio la orden.

—¡En marcha!

Mucho después de la medianoche, las dos galeras mare capturadas de Rillish, una embestida y escorada, bajaron vacilantes por la costa. Estaba seguro de que debían de ser los últimos navíos y que llegarían demasiado tarde para el asalto. Que todavía siguieran flotando era suficiente, por supuesto, pero aun así estaba decepcionado.

Una carabela mercante skolati, gorda y lenta, cruzó por delante de ellos, la proa hacia el sur. Los skolati no se alarmaron; que ellos supieran, eran mare averiados que intentaban llegar a casa. Rillish estaba dispuesto a dejarlos marchar. Había sido una noche de alarmas y ataques, huida y persecución, y estaban todos agotados. Una figura se acercó a la popa del lejano navío mercante, puso un pie en la barandilla baja y los miró. Llevaba armadura y la luz naranja previa al amanecer captó una filigrana brillante de plata que le adornaba la coraza y el casco y le trazaba la vaina de la espada larga.

Rillish se quedó sin aliento. ¡Que Ascua los protegiese! Volvió corriendo con el navegante.

—¡Tome ese barco!

El hombre parpadeó, adormilado.

—¿Qué?

—¡Póngase al pairo! ¡Tómelo! ¡Ahora!

El navegante miró el navío con los ojos entrecerrados.

—¡Ni siquiera es un barco de guerra!

—¡Hágalo! —Rillish cogió su espada—. O tendré que obligarlo.

El hombre frunció el ceño tras la barba.

—¡Muy bien! —Se apoyó en el timón y la galera empezó a avanzar a cabezadas.

Rillish se enfrentó al atestado navío y los animó a gritos.

—¡Remad! ¡Remad ahora con todas vuestras fuerzas! ¡Una última carga!

Los soldados gimieron y protestaron, pero la galera ganó velocidad. Los marineros malazanos que iban con ellos ajustaron la vela para aprovechar mejor el débil viento. Rillish observó durante un rato y después se volvió hacia el navegante.

—Apenas acortamos distancias. ¿No puede hacer más?

—Sus soldados reman como retrasados. No llevan el ritmo. Hacen falta años de adiestramiento. Pese a eso —se encogió de hombros—, acortamos.

Rillish se protegió los ojos con las manos y miró atrás. La otra galera capturada los seguía, pero lejos. El navegante vio su mirada.

—Ahora mismo le está lanzando todo tipo de maldiciones, creo.

—Sí. Ya me imagino.

Encontró a la capitán Peles en la proa. La mujer lo miró, confusa.

—¿Un premio de guerra, puño?

—Una corazonada. Vamos a abordar. No se lancen a la carga. Formen una fila, escudos listos, ¿de acuerdo?

La mujer hizo un saludo marcial.

—Como ordene, señor.

—Muy bien.

Su avance era agónico. El fulgor pálido previo al amanecer iba creciendo en el este. Las flechas salían volando del carguero, pero eran escasas y poco inspiradas. Cuando se acercaron por un lado, Rillish vio que tenía razón. Tres hombres con armadura oscura con grabados de plata los esperaban en la cubierta central. Tres elegidos korelrianos, veteranos del muro. Se alegró de tener más de cien soldados de infantería pesada respaldándolo.

Al final, el navegante se dio por satisfecho con sus posiciones relativas, la proa de la galera viró hacia la proa del carguero y le cortó el camino.

—Arrojad arpeos —exclamó—. ¡Embarcad remos!

Los marines lanzaron los arpeos de hierro con las puntas que arrastraban las cuerdas. Los navíos se juntaron. Los remos que tardaron demasiado en retirarse se partieron en dos. Los extremos giraron de repente y derribaron a los soldados.

—¡Al abordaje! —chilló Rillish, se subió a la barandilla y saltó. Los soldados lo siguieron con los escudos a la espalda. Rillish cayó, rodó y después se levantó de un salto y se retiró hasta la fila de infantería que bordeaba el costado del barco. Los marineros del carguero permanecieron allí con las manos vacías, se habían rendido. Los tres hombres de las armaduras se enfrentaron a los intrusos con actitud serena, ellos solos, sin sacar las armas—. Preparen escudos —ordenó Rillish. Los soldados obedecieron y formaron una fila. Rillish sacó las espadas de duelo y señaló a uno de los guardias de la tormenta korelrianos—. Ríndanse y se les perdonará la vida.

—¿Sabe quiénes somos? —preguntó el hombre desde detrás de la estrecha ranura de su ornamentado yelmo negro azulado.

—Sí, lo sé.

—Entonces conoce la respuesta.

—Sí.

—No podemos permitirle que haga alarde de nuestra derrota, invasor. No se quedará con nuestras espadas ni armaduras para escupir sobre ellas como despojos de guerra. Sería un insulto a Nuestra Señora. Intolerable. Y por tanto…

Rillish cogió aire para gritar y se abalanzó.

—¡No!

Los tres se dieron la vuelta y saltaron por la borda. Rillish corrió hasta la barandilla y se quedó mirando abajo. Tres formas oscuras se iban hundiendo, las espadas en la mano, reluciendo bajo la luz sesgada, sostenidas ante los yelmos. ¡Dioses! Era inconcebible. Tanto fervor. Tanta dedicación. Qué desperdicio. Notó que se le empezaban a llenar los ojos de lágrimas y les dio la espalda.

La capitán Peles estaba allí asomada, inquieta.

—Esos eran korelrianos, ¿no?

Rillish carraspeó.

—Sí —dijo con voz pastosa.

—¿Y hemos de invadir sus tierras?

Rillish casi se echó a reír cuando lo pensó.

—Sí.

La mujer no dijo nada; su expresión escéptica fue suficiente.

—¡Cautivos, señor! —Un soldado se acercó corriendo y saludó—. La carga, cautivos humanos. Cientos metidos a presión ahí abajo.

Rillish respondió al saludo marcial.

—Gracias, soldado.

—¿Esclavos? —dijo Peles, sorprendida—. ¿Trafican con esclavos?

—En cierto modo, capitán. Cuerpos. Cientos de cuerpos destinados a la muralla. Cuerpos cálidos para ocuparlo y defenderlo contra los jinetes de la tormenta. —Rillish se dio cuenta de que la mujer estaba conmocionada—. Conduciremos el velero a Aamil. Allí los liberaremos, si podemos llegar al puerto. Que el navegante envíe a los marineros de los que pueda prescindir.

La capitán Peles hizo un saludo marcial.

—Sí, señor.

Justo después de que el sol abandonara el horizonte, el navío skolati capturado por Rillish chocó contra el muelle de piedra de Aamil en uno de los últimos amarraderos disponibles. Los soldados malazanos arrojaron las cuerdas. La maga de Ruse, Devaleth, estaba allí, esperando para recibirlo. Tras las últimas órdenes al navegante del barco, el puño fue a la pasarela y se encontró allí a la capitán Peles con un destacamento de la pesada malazana.

—No es necesario, capitán.

—Sí que lo es, señor. —Le hizo un saludo marcial—. Es usted un puño imperial. Debería tratársele como tal.

Rillish respondió al saludo y asintió con la cabeza, agotado.

—Muy bien, capitán. —Trepó a la pasarela y se inclinó ante Devaleth, que recibió el saludo con gesto irónico pero satisfecho.

—Me alegro de ver que lo ha conseguido —le dijo a la bruja.

—Lo mismo digo. —La mujer señaló el muelle—. Por aquí.

Lo llevó a una entrada alta y gruesa. Peles los siguió con la guardia. Los desechos de guerra se apilaban allí, y los equipos iban y venían, todavía sacando cuerpos de los restos amontonados y llevándoselos en carretas para enterrarlos o quemarlos. A Rillish le sorprendió que el amplio arco de piedra siguiera intacto. Cuando pasaron por debajo, las piedras estropeadas por manchas oscuras, Rillish no pudo evitar hacer una observación.

—¿Por qué los azules no se limitaron a volar la entrada?

Devaleth caminaba con las manos entrelazadas a la espalda. Fruncía el ceño mirando al suelo, el rostro demacrado, ojerosa.

—Sí, ¿por qué no? Lo demás lo han quemado y reventado.

Rillish carraspeó.

—Yo… lo siento por sus compatriotas, Devaleth.

La mujer asintió con aire ausente y siguió caminando.

—Nunca pensé que vería esto. El bloqueo roto. No me malinterprete, me alegro, por supuesto. Es necesario. Aun así… —Le dedicó una sonrisa glacial—. Es un golpe para el orgullo.

Un pelotón apostado en una intersección se irguió y saludó. Rillish respondió al saludo. Devaleth lo guio y doblaron la esquina.

—Tengo entendido —dijo la bruja— que los azules temen un contraataque de Mare. Así que dejaron las defensas tan intactas como les fue posible.

—Ah. Entiendo. ¿Cómo están los skolati?

—Tranquilos. Igual de conmocionados, quizá. Permanecen en sus casas. No cabe duda de que su esperanza es que nos vayamos sin más.

—¿Estuvo usted aquí para el ataque?

—No. Estaba con el almirante. Cuando rompimos el bloqueo me envió con unos mensajes de última hora para el puño supremo.

Rillish sintió un nudo en el pecho.

—Ah. Sí. Por supuesto. —El hedor a humo que flotaba sobre la ciudad puso enfermo a Rillish. Siempre había sabido, claro está, que tendría que presentarse ante el tipo, pero de alguna forma había conseguido no pensar en ello.

Devaleth señaló con un gesto el estrecho camino adoquinado que llevaba a una posada donde hacían guardia soldados malazanos.

—Hemos llegado.

Cuando Rillish entró, dos pelotones que haraganeaban en la sala común se pusieron en pie y saludaron. Rillish les respondió con un asentimiento. Después le hizo una seña a la capitán Peles para que esperara allí con su guardia y siguió a Devaleth escaleras arriba.

Dos soldados hacían guardia ante una puerta del tercer piso. La maga llamó y le abrió el joven adjunto, Kyle. Su denso cabello negro estaba hecho un desastre y la cara ancha y oscura moteada de hollín; todavía vestía el camisote blindado, ni siquiera se había aseado aún tras el combate. Inclinó la cabeza a modo de saludo.

—El puño Rillish —exclamó, y abrió la puerta de par en par.

El puño supremo estaba dentro, delante de un hombre con unas túnicas de aspecto costoso, con barba y sudando, flanqueado por soldados malazanos. Melena Gris despidió al hombre con un ademán.

—Eso es todo por ahora, patriarca Thurell. Lo quiero todo reunido en la plaza mayor. Suministros, las monturas, carretas.

—Sí, sí. Desde luego. —El hombre se inclinó a sacudidas con las manos entrelazadas con fuerza en el regazo. Parecía aterrado. Los soldados lo escoltaron hasta la puerta, pasaron junto a Rillish y lo sacaron de la habitación.

Melena Gris bajó la cabeza y miró a Rillish. Sus ojos parecían de un azul más brillante de lo habitual, resplandecientes bajo el ancho estante de la frente. Rillish se inclinó.

—Felicidades por su victoria, puño supremo.

Melena Gris apoyó el cuerpo en una mesa y se cruzó de brazos.

—Aquí al fin, puño Rillish Jal Keth. Ahora que los combates han terminado.

Rillish apretó los dientes para contener el impulso de reírse del comentario y carraspeó.

—Vimos mucha acción en el mar.

—Sin duda.

Rillish tragó saliva y se apretó una mano enguantada hasta que le dolió. Sintió a Devaleth allí, a su lado, y la rigidez de la mujer, pero no se atrevió a mirarla.

—¿Tiene órdenes, señor?

Quizá fuera la mala iluminación de la sala, pero a Rillish le pareció que el hombre lo miraba con el ceño fruncido, como si intentara pensar qué podía hacer con él. Inclinó la boca amplia y aspiró una bocanada pesada de aire.

—Resulta que varios pelotones del Cuarto han seguido avanzando hacia el interior, que resulta que era mi intención. Usted debe encabezar al resto del Cuarto e ir tras ellos. Presione, puño. Siga presionando hacia el oeste. Yo lo seguiré con el puño Shul y el cuerpo principal. Aquí mi adjunto Kyle lo acompañará. Al igual que la maga suprema.

Rillish asintió con una sacudida.

—Desde luego, puño supremo. Lo entiendo. Desea abrirse camino antes de que los skolati puedan organizar un contraataque. —Saludó con la cabeza al adjunto, que permanecía en la puerta, la cara sin emoción alguna y las manos en el cinturón—. Sea usted muy bienvenido. —El joven se limitó a asentir, autosuficiente por completo. Así que mi niñero. Esta vez Melena Gris no va a correr riesgos con sus subordinados.

—Partirán de inmediato. Tengo entendido que incluso podemos ofrecerles algunas monturas.

—Eso también sería bienvenido.

El puño supremo hizo una mueca, como si estuviera incómodo, y se frotó la mandíbula sin afeitar. Rillish esperaba que fuera porque el tipo estaba tan a disgusto con la entrevista como él. Después, Melena Gris se limitó a señalar la puerta con un ademán.

—Eso es todo.

Rillish se puso firme con gesto rígido e hizo un saludo marcial.

—Puño supremo.

El adjunto abrió la puerta.

Al llegar a la calle, Rillish no dijo nada. Filas de infantería pasaron a su lado a paso de marcha. Brotaban columnas de humo de los edificios que seguían ardiendo. Escombros rotos tapaban una calle lateral. Nada de ello quedaba registrado con claridad en su memoria; todo le daba vueltas, el pulso le palpitaba en el pecho y las sienes. Caminaron uno junto al otro, Devaleth y él, el adjunto se había quedado atrás de momento.

—Muestra gran paciencia, puño —dijo Devaleth en voz baja.

Rillish miró atrás, a la capitán Peles y su guardia, e hizo un ademán brusco, como si quisiera apartar el recuerdo.

—Da igual si bramo y vocifero, él sigue siendo mi oficial al mando. No hay nada que pueda hacer. Por tanto, prefiero cultivar la ecuanimidad. Para mi tranquilidad mental.

—Su paranoia amenaza con incitar las mismas acciones de las que sospecha.

Rillish le lanzó una mirada dura.

—Le agradeceré que no vuelva a hablar de tales cosas, maga suprema.

La bruja inclinó la cabeza.

—Como prefiera, puño.

—Por ahora vamos a organizar al Cuarto. Celebraré una reunión de personal a mediodía.

—Muy bien, señor.

Orzu llevaba toda su vida pescando en los mares interiores de Korel y sus archipiélagos. Había nacido en un barco, no formaba parte de ninguna nación ni estado, y había crecido sin saber de lealtades a tierras o países. En los últimos tiempos él y su clan habían estado viviendo en una aldea de pescadores diminuta, tan pequeña que no aparecía en ningún mapa. Era una colección de chozas de piedra con tejado de pizarra en las orillas de las Llanuras de Plaga. Y si uno trepaba a la colina más alta a un día de camino de allí y guiñaba los ojos con fuerza mirando al sur, podían distinguirse apenas los picos nevados de la cordillera de Yermo Helado. Así que fue toda una sorpresa cuando tres hombres y una mujer bajaron a pie la desierta orilla de piedras negras, pulidas por las olas, y se acercaron adonde él estaba sentado, remendando sus redes al socaire de su barca.

Los observó aproximarse sin ocultar su mirada franca. Llegaban de un viaje duro. ¿Quizá un naufragio costa arriba? Armas y armaduras. Soldados. Pero ¿de quién? ¿Estigios? ¿Jasstoneses? No lo parecían. El más bajo tenía un aspecto claramente extranjero, con ese tono oscuro, casi azul.

Si eran corsarios, eran los bandidos de aspecto más lamentable que Orzu había visto jamás. Había ladrones que pasaban por allí de vez en cuando: prófugos de Jasston, matones de Estigio. Él y los otros aldeanos no tenían armas especiales ni armaduras con los que presentar oposición; su principal defensa era la apariencia de no tener nada. Así que se limitó a mirar a los cuatro mientras se acercaban. El que iba en cabeza, el tipo de piel azulada, posó una mano en el costado de su barco varado en la arena, y se dirigió a él en mal katakano.

—¿Tú vender barco?

Orzu se sacó la pipa de la boca.

—No, yo no vender barco.

—Nosotros pagar mucho oro, mucha moneda.

—Peces no quieren moneda.

Los cuatro hablaron entonces, el idioma era extranjero, pero con un tono cantarín muy conocido. A Orzu le pareció que casi podía captar alguna palabra que otra. Se habían acercado más y fue entonces cuando observó que un tipo tenía la punta de la nariz negra, y otro los bordes de las orejas. La piel de los cuatro estaba agrietada y ensangrentada, desprendida. Congelación. Y además bastante grave. No habrían bajado de los Baldíos de Hielo, ¿verdad? Pero si eso era un vacío desolado.

—Nosotros pagamos para que tú nos lleves. A Korelri. ¿Sí?

Orzu lo pensó.

—¿Cuánta moneda?

El portavoz señaló al más alto de todos, un guerrero grande y fuerte con una cota de malla que le colgaba hasta los tobillos, un escudo ancho a la espalda y un yelmo atado al cinturón. Su largo cabello negro era una gran melena. Este le pasó al que hablaba un grueso saco de cuero. El portavoz se lo tendió a Orzu. Era asombrosamente pesado. Orzu miró dentro y sacó una moneda. Oro. Una fortuna más grande de la que había soñado tocar jamás. Cerró la bolsa y apretó bien los cordones.

—Os llevo. Pero debo llevar esposa, hijos.

Los cuatro se miraron unos a otros.

—¿Llevar a tu… familia? —dijo el portavoz.

—Sí. Mi precio. Llevo esposa, hijos. Vamos mañana por la mañana. ¿Sí?

—¿Por qué…?

—Mi precio. No tan alto, ¿sí?

—Bueno…

—Llamo Orzu. Hacemos trato, ¿sí?

—Penas. Trato hecho.

¿Penas? Qué nombre más raro. Debía de ser por el tono de la piel, que era penoso. Orzu se encogió de hombros para sí. Daba igual. Dejó en el suelo la red que estaba remendando y se puso en pie.

—Primero comemos. Mi mujer hace estofado de pescado. Es bueno, veréis.

Eso captó su interés. Los cuatro se animaron en cuanto se mencionó la comida caliente.

Náufragos. Tenía que ser. ¿Qué otra explicación podía haber? De acuerdo. Comerían bien, conocerían a la familia.

Y él tenía una familia muy grande.

El hedor era lo que más le costaba soportar a Shell. Se sentó cerca de la entrada (simplemente un agujero abierto en las piedras apiladas de los muros de la choza) y sostuvo el cuenco de arcilla en las manos, lejos de la cara. Entre tanto, la mujer gorda, la esposa del tipo, le sonreía sin dientes, la única mujer presente, aparte de ella. A sus pies, una caterva de chiquillos lloraban, luchaban entre ellos, la miraban con la boca abierta, tan pegados a ella que podía olerles el aliento maloliente, y engullían el estofado podrido. ¿De quién eran? No de aquella anciana pareja, seguro.

—Penas —lo llamó al tiempo que apartaba a un crío que parecía decidido a encontrar algo oculto en lo más profundo de su nariz—. Les quitamos la barca y nos vamos. Estamos perdiendo el tiempo.

Desde donde se había sentado junto al ininteligible viejo, al parecer el patriarca de aquella horda, Penas sacudió la cabeza.

—Es su sustento, Shell. Se morirían de hambre.

Lazar metió la cabeza.

—Ahí fuera llegan más. Han amarrado dos barcos más.

—Gracias. —¡Más! ¡Una puñetera reunión familiar!

Al menos Dedos parecía en su elemento: se dedicaba a fascinar a los críos con trucos de magia. Los pequeños chillaban encantados cuando el hombre hacía aparecer piedras en sus narices y bocas. Shell llamó a Penas.

—Hay más fuera.

Penas habló con el viejo, escuchó y ladeó la cabeza, concentrado. Familia política. Los hermanos y hermanas de los cónyuges de sus hijas e hijos y sus retoños.

—Bueno, pero en el nombre de la Reina, ¿quiénes son estos niños?

Penas pareció sorprendido.

—¿Es que no lo has escuchado? Nietos, por supuesto.

—Penas…

—¿Qué te parece la comida?

—Es repugnante. ¿Por qué?

Una carcajada.

—Solo me lo preguntaba, porque parece que nos espera mucha más.

—¿A qué te refieres?

Penas agitó la mano para abarcar a los niños, los hombres y las mujeres sentados fuera, en las piedras lisas y desnudas, observando y esperando.

—Porque parece que acabamos de contratar al clan entero.

—¡Penas!

A la mañana siguiente, doce amplios barcos pesqueros (o botes largos, imaginó Shell que se podían llamar), se encontraban varados en la arena. El clan pescador de Orzu estaba muy ocupado cargándolos con sus escasas y malolientes posesiones. Después de reflexionar un tiempo, Shell empezó a entenderlos: era su oportunidad de escapar de esa costa desolada. Otros se habían armado también de valor para hablar; una chica, con un embarazo muy adelantado y con otro en brazos, parecía haberse encariñado con Shell.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la chica.

—Ena. —El pequeño que llevaba en brazos luchaba por abrir la blusa para alcanzar un pecho hinchado. La chica apartó las manitas—. ¿Tú?

—Shell. ¿Dónde iréis?

La chica se encogió de hombros.

—Vamos a Robo.

—¿Qué haréis allí?

De nuevo el encogimiento de hombros indiferente.

—Lo mismo que aquí.

Eres más sabia de lo que crees, joven niña-mujer. Para ti, por desgracia, es improbable que cambien las cosas.

Ena miraba los cueros suaves que Shell vestía bajo el grueso manto de viaje, también los guantes de cuero y las botas altas.

—¿De qué lugar venís?

—Del sur. Muy al sur. Antes de eso, muy al norte.

Una mujer mayor, parentesco exacto incierto, se acercó y le quitó el niño a Ena, después las dos estuvieron discutiendo durante un rato hasta que la mujer mayor se fue con gesto colérico.

—¿Qué pasa? —preguntó Shell.

Una sonrisa.

—Madre dice que soy vaga. Trabajo que hacer. Pero yo le digo que ya no soy una niña que pueda mangonear. La… Santísima Señora… ¿se conoce de donde tú eres?

A Shell le sorprendió el repentino cambio de tema. Tardó un momento en contestar.

—No. No se la conoce. Solo se la conoce aquí.

Ena metió una mano bajo la hinchazón de su vientre. Sus muchos parientes iban de un lado a otro preparando los barcos. Penas estaba discutiendo con Orzu junto a un esquife especialmente cargado; parecía imitar un hundimiento.

—Sí. Eso pensamos. Dan igual las palabras de sus sacerdotes.

—¿Sus sacerdotes? ¿Los habéis oído?

Ena asintió con una seriedad infantil.

—Oh, sí. Vienen aquí. Vagabundos medio muertos de hambre. Se quedan y nos predican. La Señora esto y la Señora aquello. Intentan convertirnos.

—¿Convertiros? ¿No veneráis a la Señora?

La chica asintió, muy seria.

—Oh, no. Nosotros somos el pueblo del mar. Seguimos las viejas costumbres. Oh, el último de los sacerdotes parecía bastante inofensivo hasta que intentó usar a los niños para satisfacerse. Así que lo atamos y lo arrojamos al Padre Mar.

—¿El Padre Mar? Oh, sí. Las viejas costumbres.

—Sí. El Padre Mar. El Padre Cielo. La Tomadora Oscura. La Madre Fértil. Y la Encantadora. Los sacerdotes hablaron sobre todo contra ella. Pero nosotros no escuchamos. Conocemos a la Señora por su antiguo nombre: Shrikasmil, la Destructora.

Shell estudió a la niña-mujer mientras esta contemplaba el mar. Era bonita a pesar del pelo grasiento y la cara sucia. Bonita quizá solo por su juventud y su embarazo.

—¿Para qué viajar a Robo, entonces? Seguro que no seréis bienvenidos.

De nuevo el encogimiento de hombros despreocupado, aunque teñido por una sonrisa irónica.

—En ningún sitio somos bienvenidos. Somos el pueblo del mar. Vamos y venimos como nos place. Elegimos buscar abrigo en Robo hasta que nos echen. Fue raro, ¿sabes?… —Y ladeó la cabeza, las cejas se le arrugaron—. Se alegró cuando lo tiramos. Contento. Quería ser un mártir de la Señora. Todos quieren morir por ella. Es perverso. ¿La fe no debería buscar la vida?

Shell no dijo nada. Ena respondió a su propia pregunta con lo que parecía su respuesta para todo: un encogimiento de hombros indiferente. Después se desperezó y se alejó para echarle una mano a su familia. Shell se quedó mirando al mar, inquieta. Una cosa que la chica había dicho. Morir por ella. «Todos quieren morir por ella.» Algo en eso despertaba sus instintos. No sabía lo que era, todavía. Pero había algo. Podía sentirlo, igual que podía sentir la mirada torva y ardiente de la propia Señora, que los contemplaba con gesto colérico desde el norte. A partir de ese momento, ninguno de ellos podría invocar sus sendas.