4

Se dice que la sacerdotisa salió sola de lo más intrincado del gélido Vacío del Sur, vistiendo solo harapos, los pies desnudos dejaban un rastro de sangre. Pero todos con los que se encontró, clérigos y laicos por igual, se inclinaban ante el fuego de su mirada. También se ha dicho que, con un simple ademán, aplastó un torreón jourilano a las afueras de Pon-Ruo, donde el sacerdote local de Nuestra Señora la Salvadora la denunció. Este último rumor no es cierto. Pues ella no exige nada, ni siquiera reconocimiento; no le pide nada a nadie. Todos los que quieren seguirla, deben hacerlo por propia voluntad. Y no os engañéis. La siguen. Por decenas.

Escritos de la prisión

Polvo Menguado, apóstata

Dourkan

En una orilla rocosa al este de la ciudad de Ebon, las hogueras de los parias e indigentes de la ciudad parpadean como la miríada de luces de esa gran fortaleza y todos sus barrios. Ante uno de esos fuegos de madera de desecho se sientan dos ancianos y tres ancianas, las mujeres envueltas en chales y faldas raídas, los hombres en viejas galas muy remendadas y desgastadas.

Una de las mujeres se mecía y cantaba por lo bajo sin mucho tino mientras tejía. Lanzó una mirada astuta de soslayo por debajo del cabello gris encrespado.

—Te estoy viendo, Carfin —canturreó—. ¡Déjate de sigilos, a la vieja Nebras no hay forma de sorprenderla!

Una sombra se separó de la oscuridad circundante y se irguió, larga y alta.

—No es sigilo —respondió una voz tan profunda y lenta como las olas que lamían casi hasta el borde del fuego—. Me limito a andar sin ruido. —El tipo que surgió de la noche era un hombre alto, de miembros estrechos, con camisa y pantalones oscuros, ambos una labor de retazos remendados. Se sentó alejado del fuego.

—Somos seis —anunció la segunda mujer, y se tomó un trago rápido de una petaca de plata que después desapareció en el interior de su chal.

—Sí que lo somos, hermana Gosh… —respondió uno de los hombres, que se puso en pie. Alzó la mirada al cielo nocturno y se llevó una mano a la perilla desigual. Nebras puso los ojos en blanco; el otro hombre dejó caer la cabeza—. Las estrellas están alineadas para permitir nuestra reunión. La diosa del Inframundo espera todavía, el aliento contenido. El maestro de las Cadenas busca sin éxito. Nosotros, el sumo y poderoso Sínodo de teúrgicos, brujas y hechiceros de Estigio…

—Si es lo que somos… —murmuró Nebras sin hacer una pausa en su labor.

—Por la presente abrimos la sesión. Totsin Jurth Tercero preside como miembro de más edad. Bien, primer punto de la agenda. Hermana Gosh, ¿quieres bendecir nuestra asamblea?

La petaca de plata desapareció una vez más en el chal. La hermana Gosh se sentó muy erguida y volvió a colocarse los pliegues de sus capas de ropa. Alzó un dedo retorcido y guiñó un ojo.

—Veamos. Sí. Que la Señora no nos rastree ni olisquee. Que no nos coja con sus manos codiciosas para meternos por su garganta ávida. Que no nos chupe la médula de los huesos, ni hierva nuestra sangre en el calor de su hambre eterna hasta que los ojos se nos salgan y las lenguas nos estallen en llamas. —La vieja miró a Totsin—. ¿Qué tal así?

Las cejas grises de Totsin se habían alzado bastante.

—Bueno… sí. Gracias, hermana Gosh. Bastante adecuado, aunque un tanto visceral. —Se aclaró la garganta—. Bien, segundo punto de la agenda. Miembros ausentes. ¿Qué noticias hay de la hermana Prentall?

—Atrapada por los cazabrujas y entregada a la Señora —anunció la tercera mujer.

—Ah. —Totsin miró con furia a la hermana Gosh, que articuló «No lo sabía»—. Gracias, hermana Esa. ¿Alguna otra noticia? ¿Qué hay del hermano Piernanegra?

—Muerto —dijo el otro hombre, con los ojos clavados en el fuego y la barbilla en las manos.

—Ah. ¿No… la Señora…?

—No. El hígado.

—Ah. Lo había creído indestructible.

—Como es obvio que se creyó él —comentó el hombre con tono lacónico.

Totsin asintió y se limpió las manos en los pantalones grasientos.

—Muy bien. Tristes noticias. Nuestro número se ha reducido mucho. Pero la noche gira de forma inexorable y llega el invierno. Hemos de considerar el futuro y qué medidas vamos a tomar dada la proliferación de señales y portentos a los que nos enfrentamos… —Nebras se había ceñido mejor los chales y levantó una mano. Totsin la miró con un parpadeo—. Ah, sí… ¿hermana Nebras?

—Como bien dices, Totsin, los viajes de las Fortalezas no esperan a nadie, como la marea. Y está extrañamente alta esta noche. Pongámonos ya en camino, entonces.

—Pero… aún hemos de decidir…

—Muy bien, Totsin —lo interrumpió la hermana Gosh—. Yo voto que decidamos. ¿Carfin?

El hombre desgarbado que estaba lejos del fuego se apartó el cabello negro y suelto y se sujetó el chaleco deshilachado.

—Me abstengo.

—¿Te abstienes? —soltó de repente la hermana Gosh—. ¿Has venido hasta aquí solo para abstenerte? ¿Por qué no te quedaste en tu cueva llena de moho, entonces?

—No es una cueva, es un domicilio subterráneo.

—Quizá podríamos… —empezó a decir Totsin.

—Y tú eres un ingrato obtuso.

—Arpía.

—Eunuco.

—Si pudiéramos solo…

—De hecho, eunuco no es el término técnico correcto…

—¡Veo algo! —anunció el tipo que miraba el fuego.

La hermana Gosh se sentó más tiesa, igual que Totsin. Hasta Carfin se acercó más.

—¿Qué pasa, Jool? —susurró la hermana Esa.

El hombre estiró una mano crispada.

—¡Las losas!

La hermana Nebras sacó una saquita de entre sus ropas acolchadas y la volcó en la mano del hombre. Este hizo una pasada rápida con la otra mano por el fuego para apartar las brasas ardientes y revelar las arenas humeantes de debajo.

—Fuego, noche, tierra, luz, mares, vida, muerte. Todos se han reunido para esta próxima estación en la muralla de las Tormentas. —Jool arrojó las losas por las arenas humeantes—. Veo conflagración.

—Bueno… es una hoguera —le susurró Totsin a Carfin.

Una mirada furiosa de la hermana Nebras lo hizo callar.

Jool estudió el patrón de las pequeñas tabletas de madera y marfil.

—Todos los senderos conducen a la destrucción. Nadie puede escapar. Esta estación verá tensarse la mano de la Señora, incapaz de soltar nada. O hecha pedazos e imposible de reparar.

—¿Quién se opone? —siseó la hermana Esa.

El hombre estiró un brazo para sacar con cuidado una losa de la arena. La levantó a la luz de las brasas que quedaban y la examinó, confuso.

—¿De dónde es esta? —le preguntó a la hermana Nebras.

La mujer se la colocó en la palma de la mano. Todo el mundo se acercó más.

—Es la más antigua de todas mis pequeñinas —dijo la hermana Nebras sin aliento. Alzó las cejas, asombrada—. Y, sin embargo, la que en tiempos más recientes he adquirido.

—Palosangre —comentó Carfin.

—Grabada con una Casa —dijo Totsin.

—La Casa de Muerte —dijo la hermana Nebras, en voz muy baja.

—Es de Jakata —dijo Jool, convencido.

La hermana Esa dejó escapar un pequeño gañido.

—¡Jakatakanos! Entonces… son ellos.

La hermana Gosh se irguió y asintió. Se tomó un sorbito fortalecedor de su petaca y se chupó los dientes. Todos esperaron, tensos, mientras ella ordenaba sus pensamientos.

—Jakata. Antigua isla. La isla mítica que hay más allá de los jinetes. —Se dirigió a los otros—. Pero no tan mítica, ¿no?

—Hasta que llegaron ellos —dijo por lo bajo la hermana Esa.

—¿Y qué nombre portaban al venir? —preguntó la hermana Gosh.

—El nombre de la isla de la Casa de Muerte —dijo Totsin.

—Malaz —dijo Carfin, y se volvió hacia la noche.

—Ya vienen —afirmó la hermana Gosh—. Todos compiten ahora. La Señora. Los jinetes de la tormenta. Los invasores. Y quienquiera que prevalezca esta estación, la tierra verá cómo aprietan el puño, su poder tan incrementado, que jamás escaparemos.

Totsin se mesó la barba.

—¿Pero qué hay de su dominación? Los extranjeros…

—Todos somos extranjeros aquí —se burló la hermana Nebras.

Jool aspiró una bocanada sorprendida.

—Palosangre…

—¡Por supuesto! —respondió la hermana Esa—. Los ancestrales. Los primeros. Nunca capitularon.

—Sangre —canturreó Carfin a la noche, malhumorado—. No me gusta.

La hermana Nebras se agachó para recoger las losas.

—Así que el tiempo de huir y esconderse ha pasado. Debemos unir nuestras manos en esta invocación. ¡Aya!

Jool se arrodilló.

—¿Qué pasa?

La anciana levantó una mano nudosa, las articulaciones hinchadas y torcidas.

—¿No viste esta? —Acurrucada en su palma había una losa que rielaba con un brillo de madreperla, tallada en una concha. En ella había grabado un guerrero estilizado armado con una lanza larga.

Jool la examinó, pero no se atrevió a cogerla.

—La losa de los jinetes oculta ahí, en lo más profundo del corazón del fuego.

—Y sin embargo, incluso ahora, fría y letal en mi piel.

Los dos trabaron las miradas y no dijeron más. La hermana Nebras cogió aire, asombrada.

—Los jinetes. La Señora y los invasores se desangrarán entre ellos, y ellos al fin prevalecerán.

—La invocación es… sugerente —admitió Jool.

—Quizá deberíamos reconsiderar… —empezó a decir Totsin.

—No —dijo la hermana Nebras—. Ya estoy harta de su supuesta protección.

—Basta de hablar —asintió la hermana Esa, y añadió—: Nunca deja de escuchar.

Y con eso, los seis se separaron. Cinco echaron a andar en diferentes direcciones. El que quedó permaneció en silencio, con los ojos puestos en la noche durante un rato. Dio unas patadas a las arenas de la lectura y después se irguió con gesto rígido. Estaba solo, se colocó los puños raídos y se alisó la perilla.

—Muy bien —anunció—. Muy bien. Hemos tomado una decisión. Por la autoridad que me confiere ser el miembro de más edad, se levanta la sesión de esta asamblea.

—Los puñeteros perros más grandes que he visto… —dijo Jheval sin aliento, después se aclaró la garganta y escupió.

Kiska y él estaban agazapados en una fisura estrecha que partía una superficie de roca. Aunque los dos mastines de Sombra se habían retirado, Kiska vislumbraba algún que otro contorno desdibujado de marrón pardo y canela lanudo. ¡Ay, dioses, qué monstruos estos guardianes del reino de Sombra! Todavía más aterradores que cuando los había visto en su juventud. Todavía oía alguna que otra rozadura de las piedras empujadas a patadas y a veces sentía los gruñidos de las grandes bestias vibrando en la piedra a su espalda. Incluso cuando el silencio se alargaba, no se dejaba engañar. Sabía que seguían ahí fuera, a la espera. Bestias astutas. Aspiró el aire a grandes bocanadas y puso la cabeza entre las piernas para luchar contra la oscuridad creciente del agotamiento. Se sujetó el costado. Por poco. Por tan poco que tenía la impresión de que los mastines habían estado jugando con ellos, permitiéndoles albergar la ilusión de poder escapar. Fue solo por casualidad que se encontraran con aquel refugio diminuto. Pero en realidad no hemos escapado en absoluto, ¿verdad? Solo estaban retrasando lo inevitable.

Al menos estaba con alguien que no perdía la cabeza con facilidad. En ese mismo momento, Jheval estaba echando un trago de su cuero de agua, solo lo justo para mojarse la boca. Sabía sobrevivir en un desierto, aunque aquello no fuera en realidad un desierto. Un desierto diferente, supuso Kiska. Un desierto de eternidad.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —le preguntó él mientras se quitaba el pañuelo de la cabeza.

—¿Te refieres a cuánto tiempo podemos durar?

Él usó el pañuelo para frotarse el pelo corto empapado en sudor.

—Sí, supongo.

—Buena pregunta… Esto es Sombra. Por lo que he oído, es posible que en principio sea para siempre. Tardaremos más en tener hambre y sed. Al final, supongo que a uno de los dos le volverá loco esta situación y el otro se verá obligado a matar a ese…

—O viceversa.

La joven parpadeó y miró al hombre, después asintió.

—Exacto… A esas alturas, ¿quién podría decirlo?

Él apoyó la cabeza atrás y se quedó mirando la bóveda del estrecho techo.

—Así que es el juego de la espera. —Le dedicó a Kiska una sonrisa sesgada—. Por suerte, es un juego que se me da especialmente bien. —Buscó sin prisas una posición más cómoda, daba la impresión de ser un hombre que estaba a gusto consigo mismo—. Tengo todo el tiempo del mundo. ¿Qué hay de ti?

Kiska se planteó la pregunta. ¿Podía argüir con absoluta seguridad que el tiempo era primordial? Nadie podía saberlo. Pero la prudencia dictaba que no se demorara.

—Por desgracia, yo no puedo decir lo mismo.

Un encogimiento de hombros.

—Bueno. Esperemos entonces que cambien las condiciones. En cuanto a mí, me importa poco.

—¿De veras? ¿De verdad no te importa en un sentido u otro?

—No. —El hombre estaba tirando piedrecitas a la tierra agrietada que había ante la abertura. La primera reacción de Kiska fue irritarse, pero entonces vio el razonamiento tras ese tic en apariencia insignificante y sonrió. Provoca. El tipo estaba, de hecho, provocándolos. Y quizá con el tiempo se cansasen de investigar esas constantes falsas alarmas y terminaran por no hacerles caso. Y entonces…

—Cuando… dejé… Siete Ciudades —empezó a decir con aire pensativo—, estaba con una mujer. Teníamos mucho en común. Pensé que al fin había conocido a una mujer a la que podría llegar a considerar una compañera. —Dejó escapar un largo suspiro, un suspiro melancólico—. Pero… ella tampoco podía creer que el futuro no albergara fascinación alguna para mí. A ella sí que le interesaba, sin embargo. Mucho. Tenía ambiciones. Al parecer, yo no. Así que nos separamos, y hubo muchos gritos y ollas rotas. Una escena doméstica muy fea, de esas en las que juré no verme envuelto nunca. —La miró, sus ojos oscuros entrecerrados en lo que ella imaginó que debía de ser un guiño habitual—. ¿Qué hay de ti?

Kiska estiró los brazos por encima de la cabeza. Echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando la grieta oscura que tenía encima.

—Preguntaste por la Garra. Bueno… ¿alguna vez te has unido a algo porque pensabas que era el ejemplo perfecto de lo que podía ir bien en el mundo? ¿Solo para, con el tiempo, descubrir que era tan corrupto, mezquino y, con franqueza, tan estúpido como todo lo demás? —Lo miró y lo sorprendió contemplándola con una extraña intensidad. Después Jheval bajó la mirada—. Así fue con la Garra. Era muy joven cuando me alisté. Había crecido protegida… y un tanto mimada. Como todo el mundo, supongo. —Kiska cambió de postura para buscar un asiento más cómodo en la roca y empezó a masajearse el costado—. No sabía nada. Claro que, esa es la definición de la juventud, ¿no? ¿Así que, cómo reprochárselo a nadie?

»En cualquier caso, empecé a ver y oír a mi alrededor cómo se daban los ascensos a los miembros de determinadas familias, o a los que conocían a ciertas personas de la organización. El éxito y progreso de los incompetentes es un misterio universal, ¿no? Algunos dirían que es porque los de arriba prefieren subordinados que no sean una amenaza para ellos. Yo no estoy de acuerdo. Yo diría que ese razonamiento solo revela las preferencias del que habla. Yo, yo solo querría a los más hábiles y consumados a mi alrededor, ¿de qué otro modo se podría tener asegurado el éxito?

—No todo el mundo piensa lo mismo —murmuró Jheval con tono lúgubre, la mirada perdida en su propio interior.

—No —asintió Kiska—. Eso descubrí que pasaba en la Garra. Comprendí que a muchos solo les preocupaba su propio progreso, y que evitaban hacerse responsables de los errores, y vi que eso era un riesgo para las vidas de los que los rodeaban y de sus subordinados. Incluyéndome a mí. Así que me fui en lugar de convertirme en la víctima del egoísmo de alguien.

Volvió los ojos hacia él y le sorprendió ver que el hombre la estudiaba de nuevo. Jheval fue consciente de la mirada de su compañera y apartó la vista a toda prisa.

—Hace ya un rato que no oímos nada, ¿no? —preguntó él—. Quizá se han rendido. —Y sonrió, sabía muy bien la respuesta.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Kiska.

Jheval mantuvo la mirada baja y no la miró.

—En otro momento, quizá —murmuró tras una larga pausa.

Siguió a eso un silencio un tanto incómodo en medio del cual Jheval dio una palmada, se puso en pie y se agachó.

—Bien. Vamos a echar un vistazo, entonces.

—No seas tonto.

Él le dedicó una sonrisa loca.

—Hay que tantear un poco de vez en cuando, ¿no?

—No…

Pero él ya había salido de un salto, había rodado y se había puesto en pie con las rodillas dobladas.

—¡Eh, peluditos, perritos! ¿Dónde estáis?

La respuesta llegó a una velocidad asombrosa. Una gran montaña parda de piel musculosa y destellos de dientes se abalanzó sobre el lugar exacto en el que se encontraba Jheval, o en el que se habría encontrado si no se hubiera arrojado hacia atrás para aterrizar debatiéndose y dando patadas hasta volver a meterse en su estrecho agujero. Kiska lo ayudó a entrar de un tirón mientras un gran golpe arrancaba fragmentos de roca de la fisura y los gruñidos rabiosos se convertían en una avalancha. Jheval se quedó tirado encima de ella, jadeando. Después le dedicó una sonrisa por encima del hombro.

—La próxima vez te toca a ti —dijo, y se apartó rodando.

Kiska se limitó a sacudir la cabeza. ¡Será lunático! ¡Se lo estaba pasando bien y todo! Aun así, esa sonrisa… la de un maldito muchachuelo.

Cada sacudida de la estrecha embarcación provocaba en Rillish relámpagos de dolor ante tal panorama. Hizo una mueca y arrugó la frente mientras la tripulación de dieciocho marines los trasladaban a Devaleth y a él por el mar que los separaba del buque insignia del almirante Nok, el Estrella de Unta. Los últimos días había bebido demasiado licor kartooliano mientras intentaba encontrarle algún sentido a ese nuevo destino.

Melena Gris, restituido. ¿Quién lo habría imaginado? Había oído que las propias tropas de aquel tipo habían intentado matarlo; que unos asesinos korelrianos le habían arrancado el corazón; que había huido, condenado por el mando supremo malazano. Y resultaba que regresaba tras haber servido durante un tiempo en las filas del enemigo más perdurable del Imperio, la mercenaria Guardia Carmesí. Era obvio que a Mallick Rel le importaba un pimiento el historial de aquel hombre bajo los gobernantes previos, lo que encajaba a la perfección con lo que Rillish se imaginaba del emperador: era alguien al que le daban igual las viejas tradiciones y era capaz de hacer lo que fuera para ganar. Quizá Mallick veía algo parecido en Melena Gris. ¿Quién sabía? Con el desalentador amanecer nublado de ese día, Rillish había tirado la última botella vacía por la ventana y había llegado a la conclusión de que lo mejor que podía esperar era que ese hombre no se acordara de él.

Esa sería la mejor posibilidad, casi la única. De otro modo… dioses, ¿cómo iba a soportar enfrentarse a él?

Devaleth estaba sentada al otro lado, en la proa, relajada y cómoda en aquella nave que cabeceaba; después de todo era una maga de Ruse, la senda de la magia del mar. La mujer le lanzó una mirada con los ojos entrecerrados, no de apoyo (ni, gracias a Ascua, de pena) sino observadora, como si lo evaluara con frialdad. Sabía que había algo entre su puño supremo y él, pero o bien no tenía por costumbre hacerse de notar o bien no le importaba en absoluto. Y, después de todo, ella tampoco tenía prisa para conocer al tipo, condenado como anatema andante en su tierra.

Al final, fue esa aparente indiferencia lo que empujó a Rillish a que le hiciera un gesto para que se acercara. Apoyó una mano en la regala y se sujetó contra los mares picados mientras los marines luchaban por seguir avanzando. Devaleth se limitó a agacharse delante de él, capaz de algún modo de adaptarse a cada cabeceo de la barca. La espuma fría salpicó el brazo de Rillish y la conmoción le despejó un poco más la cabeza.

—Era mi segundo destino —dijo él sin alzar la voz. Al menos allí, al contrario que a bordo de cualquier barco atestado de tropas, podía mantener el secreto necesario—. Formaba parte de un contingente de refuerzos. Unas galeras de guerra mare nos sorprendieron poco antes de llegar a Puño. Apenas una quinta parte de nosotros logramos alcanzar la costa. —Se estremeció al revivir el recuerdo, las aguas gélidas, los gritos de los que se ahogaban. Sus palabras no hacían justicia a la impotencia de ver cómo tus tropas quedaban destrozadas ante tus propios ojos—. Nos incluyeron en el Sexto. Poco después, como noble, me hicieron llamar para que prestara declaración como testigo en el juicio del gobernador Hemel y el consejo de guerra de Melena Gris. —No pudo evitar que se le cerrara la garganta al rememorarlo—. Yo era novato, un simple teniente. Sabía que el procedimiento se había hecho a la carrera. Los testimonios eran poco concluyentes, cuando no inventados. Pero también sabía que la campaña se había desmoronado y que el mando estaba buscando alguien a quien colgarle el muerto. Opté por no interferir. —Alzó la vista y encontró los ojos de la mujer, duros y oscuros, clavados en él, estudiándolo con una expresión despiadada, y apartó la mirada—. Y ya está. Fue la única vez que puse mi carrera por delante. Y ahora, al parecer, voy a pagar por ello.

La mirada femenina se desvió hacia donde se vislumbraban los altos mástiles del Estrella más allá de las subidas y caídas de las crestas y senos acerados. El viento agitaba el cabello descuidado de la mujer.

—Era joven y aquella situación era nueva para usted, quizá por eso precisamente lo eligieron. En cualquier caso, por cómo actúa veremos qué tipo de hombre es ese tal Melena Gris. Observaré, pero recuerde que no puedo ser de mucha ayuda. Soy, después de todo, una traidora.

Como, al parecer, lo soy yo también.

Calentaba el camarote el aliento y la presencia de demasiados cuerpos en un espacio muy reducido. Devaleth y él fueron los últimos en llegar. Nok, a quien Rillish no conocía, hizo las presentaciones; el homólogo de Rillish, el puño Khemet Shul, del Octavo Ejército, la cabeza calva y llena de cicatrices parecía el proyectil de plomo de una honda. El hombre saludó con un asentimiento cauto. El comandante moranthiano azul, Torbellino. Sus placas blindadas brillaban con el azul profundo del océano abierto. Kyle, un joven moreno con bigote que parecía un guerrero wickano, aunque mucho más ancho y con los miembros más largos, y que era el adjunto de Melena Gris. Y el propio puño supremo, que (pensó Rillish) lo había estado vigilando todo el tiempo con un brillo frío y siniestro en los ojos.

—Puño supremo —dijo Rillish con una inclinación.

El hombre hizo caso omiso de él y estudió a Devaleth.

—Sea usted muy bienvenida, maga. Como sabe, andamos escasos de cuadro.

—Con razón, puño supremo. La, eh… influencia… de la Santísima Señora los inutilizará.

—¿Pero no a usted, ni a sus compañeros? —interpuso Nok, y sonrió tras el bigote para tranquilizarla, aquello no era un interrogatorio.

—No, almirante. En Mare hemos vuelto los ojos hacia el mar y los misterios de Ruse. Cosa que, me imagino, nos lleva al asunto que nos ha traído aquí.

El almirante inclinó la cabeza.

—Así es. —Se volvió hacia una mesa pequeña y un mapa dibujado en papel vitela. Con un largo dedo pálido esbozó la línea de avance—. Anticipamos entrar en contacto dentro de tres semanas, junto a la costa cerca de Gost…

—Disculpe —interrumpió Devaleth—, pero tendrán suerte si llegan a Falt.

Nok alzó las cejas blancas como la nieve, pero fue el comandante moranthiano azul, Torbellino, el que habló.

—¿Tan segura está?

Todos los ojos se posaron en Devaleth; Rillish se sentía como un mero espectador en su propia sesión informativa. Aquella mujer corpulenta no se sentía en absoluto intimidada por el peso de la mirada ni de Melena Gris ni de Nok, y Rillish se preguntó si era porque estaban en su elemento.

La bruja se limitó a encoger los hombros redondeados.

—En el momento en que sus proas pusieron rumbo al sur, el murmullo de esas olas llegaron a Mare. En estos mismos instantes están disponiendo sus barcos de guerra, que zarpan en cuanto están preparados. El objetivo será alcanzarlos a ustedes tan al norte como sea posible.

El puño supremo y el almirante intercambiaron miradas.

—Gracias, Devaleth —dijo Melena Gris—. Su información ha sido muy útil.

—¿Podemos anticipar, entonces, algún tipo de concentración de fuerzas al norte de Puño? —preguntó Nok.

Otro encogimiento de hombros.

—Tanto como se pueda lograr… sí.

Nok se alisó el bigote.

—Entiendo. Gracias. Bien, puño Rillish, he leído el informe de la operación que hizo cuando regresó de Korel, pero me pregunto si podría iluminarnos a todos en cuanto a las condiciones de Puño cuando lo enviaron allí.

Rillish comprendió la pregunta, pero se sentía confuso.

—Eso fue hace casi diez años, almirante. Supongo que tendrán información más reciente, ¿no?

—Nada fiable. Rumores, cosas que se dicen. No hay testigos directos como usted.

Oh, dioses. ¿Una década de silencio? ¿Qué había estado pasando todo aquel tiempo? Rillish se aclaró la garganta.

—Bueno, almirante, puño supremo… Me hallaba a las órdenes de la capitán Jalass, undécima compañía…

Melena Gris lanzó un gruñido que hizo que Rillish se detuviera. Todos los ojos se volvieron hacia él, y el puño supremo pareció avergonzarse. Se aclaró la garganta antes de hablar con voz profunda.

—La recuerdo. Ella sí era una buena oficial.

—Sí —asintió Rillish—, lo era. —El énfasis del puño supremo en aquel «sí» lo afectó, pero continuó—. La capitán abasteció cuatro mercantes skolati y los envió bajo mi mando. Debíamos esperarla junto a Punto Falso, justo al norte de Aamil. Esperamos cinco días, pero no apareció. Al quinto día abrí nuestras órdenes y vi que nuestra misión era llegar al alto mando malazano y entregar un paquete sellado de comunicaciones… —La mirada de Rillish se alzó a las vigas de madera del techo y respiró hondo para tranquilizarse—. Dado que la ruta del norte era muy peligrosa, opté por poner rumbo recto hacia el este, con la esperanza de encontrarme con un contingente genabackeño y regresar a través de la ruta mercante segura de Falar…

Devaleth intervino entonces, incrédula.

—¿He de entender que cruzó el océano entero, lo que llamamos el océano de Maresangre en una bañera skolati?

Rillish asintió.

La mujer sacudió la cabeza, horrorizada.

—Dios de las aguas… y yo creí que la marinera aquí era yo.

Nok alzó una mano para hablar.

—El informe del viaje en sí ya supondría un relato asombroso. Dos navíos alcanzaron al fin una isla junto a la costa de Genabackis. Allí bajaron a tierra en busca de agua dulce. Esa noche el barco estalló en llamas y el ataque de una banda de niños con máscaras negras masacró a un contingente de treinta marines en el tiempo que puede llevar tomar aliento…

—Los seguleh —rezongó Torbellino—. Bajaron a tierra en la isla de los seguleh…

—Eso descubrimos, sí. Fue donde avistamos tierra. Apenas conseguimos escapar.

Torbellino inclinó el yelmo a modo de saludo marcial.

—Que consiguieran escapar ya es una hazaña notable.

—Por una cuestión de tiempo, debo dar un salto y referirme al paquete en sí —continuó Nok—. Se entregó. Y su contenido ha seguido siendo uno de los secretos mejor guardados del Imperio desde entonces. Laseen me puso al corriente a mí. Es posible que a Dujek. Pero aparte de esos pocos de nosotros, no sé quién más puede estar al tanto… Topper quizá. Según las órdenes del nuevo emperador, ahora deben estar informados todos ustedes.

Al otro lado del camarote, la mirada de Melena Gris se había entrecerrado y los gruesos labios adoptaron una mueca de desaprobación. A Rillish le pareció obvio que el puño supremo debía de estar preguntándose por qué no se le había informado de antemano. Pero Nok tendría sus razones; quizá quería generar una especie de cohesión. Después de todo, se dirigían a Korel, y la historia demostraba que cualquier fuerza enviada allí terminaba encontrándose sola por completo.

El almirante respiró hondo para tranquilizarse e hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas.

—En pocas palabras, entre las órdenes y los comunicados contenidos en el paquete había pruebas de que el mando del Sexto se había nombrado a sí mismo jefe supremo de Puño, no en nombre del Imperio, sino para cumplir sus propias ambiciones. Que se había deshecho de toda fidelidad al Imperio y se consideraba soberano. —La mirada pálida del almirante se detuvo en Melena Gris—. En resumen, puño supremo, el Sexto se ha amotinado.

Rillish sintió una punzada en las tripas. Que el Embozado los proteja. Ya es oficial. La sentencia la ha dictado el propio trono. El Sexto ha ido demasiado lejos. ¿Y hasta cuándo se remontaba esa conspiración? ¿El gobernador, y los puños, lo habían tenido en mente todo ese tiempo? ¡Y Melena Gris! ¿Por eso lo habían apartado? Rillish estudió al hombre: su antiguo comandante. ¿Qué debe de sentir?

El hombretón había tomado una bocanada de aire temblorosa y había cerrado los ojos. A la luz débil del camarote parecía haber empalidecido.

Devaleth rompió el silencio.

—Esta expedición… He de entender entonces que no es tanto una fuerza invasora…

Nok asintió con los labios fruncidos.

—Así es, maga. Vamos a invadir, sí. Pero lo hacemos para meter en cintura al Sexto.

Y así, sintetizó Rillish para sí, luchamos no solo contra un subcontinente entero, mare, korelrianos, robos y dourkanos, sino también malazanos. Malazanos traidores. Por todos los dioses del inframundo, ¿somos suficientes para uno siquiera de esos enemigos?

Los caballos escaseaban en el subcontinente de Korel, así que el Ejército de la Reforma iba a pie. Los animales de tiro que habían reunido (bueyes, mulas y unos pocos caballos desechados por alguien y medio muertos) se destinaban a arrastrar las grandes carretas de lados altos que se construían día y noche.

—Para suministros —le habían dicho a Ivanr cuando había preguntado por aquel afán de construcción constante. Él tenía sus dudas, ¿quién necesitaba unas carretas tan sólidas para tirar del material? Pero no era asunto suyo, así que volvió a buscar algún indicio del muchacho entre la masa de seguidores del campamento, artesanos, cocineros, carniceros, orfebres y pequeños mercaderes.

Un muchacho callado. Herida en la cabeza. Quizá no haya dicho ni una sola palabra. Llegó al campamento hace unos días. Al quinto día, una mujer que tiraba de una carreta entre la comitiva de refugiados lo miró con una expresión pensativa en los ojos.

—Quizá lo haya visto. ¿Qué tiene contigo?

—Lo traje yo. ¿Con quién está? ¿Lo sabes?

—¿Con quién está? —La mujer se echó a reír—. Está con todos los muchachos y muchachas con dos brazos que pueden caminar. Lo alistaron, sí señor.

—Lo alis… Solo es un niño.

La mirada de la mujer se entrecerró y escupió a un lado.

—Alto como mi Jenny era el chico, e igual de sano. —Lo volvió a mirar—. Todo el mundo tiene que contribuir. No hay sitio para vagos… ni para cobardes.

Ivanr se detuvo a su lado.

—Muchas gracias.

La mujer soltó un bufido y continuó su camino, la espada encorvada, las manos envolviendo los mangos de la carreta de dos ruedas en la que traqueteaban las pocas posesiones que le quedaban. Un pequeñuelo iba sentando en la parte de atrás, pataleando y con el pulgar en la boca. Ivanr se dirigió a la vanguardia de aquella gran masa serpenteante de humanidad.

¿Ejército de la Reforma? ¿Qué ejército? No veía por ningún lado un ejército en el sentido tradicional de la palabra. Lo único que veía era una chusma de granjeros y refugiados de la ciudad, todos desplazados y aferrándose temerosos unos a otros, y encima les habían entregado picas y lanzas aparatosas e incómodas. Era un suicidio. La caballería jourilana los arrasaría en el campo de batalla.

Y sin embargo… tenía que admitir que, a pesar de las apariencias, reinaba cierto orden. En el valle, mucho más abajo, se podían vislumbrar pelotones de hombres y mujeres registrando y explorando la ruta; había visto los trapos que utilizaban para marcar los mejores senderos. El polvo ocultaba el cuerpo principal, donde las filas de la infantería marchaban entre los grandes armatostes tambaleantes que eran las carretas. ¡Infantería! Si se les podía llamar así: jóvenes con simples jubones de tela, si acaso. Su única arma eran esas lanzas altas difíciles de manejar. Ni una sola espada entre todos. Y cabalgando con el bastón en ristre de uno a otro lado de la marcha, Martal, toda de negro: camisote oscuro lleno de polvo, pantalones ajustados, botas y guantes. Algunos habían empezado a llamarla la «Reina Negra».

Martal… Ivanr se preguntó por ella al verla pasar a caballo. Katakan, había dicho Beneth. No recordaba haber oído hablar de ninguna comandante militar salida de Katakan. Se dirigió a los terrenos de adiestramiento: campos pisoteados de tierra relativamente llana ladera abajo, donde se apiñaban pelotones de reclutas. Pisándose unos a otros y pinchándose con los palos puntiagudos.

Al mirar atrás vio que no estaba solo. Lo seguía un oficial jourilano con su yelmo redondo de hierro, un chaleco de cuero hervido y un grueso manto verde de invierno. Ivanr se detuvo y esperó a ver qué hacía el tipo. Los refugiados fueron pasando en fila, algunos con grandes fardos de posesiones; dos niños descalzos tiraban de un anciano por los harapos.

En lugar de pararse en seco o esquivarlo con aire culpable, como esperaba Ivanr, el hombre le devolvió la mirada furiosa con una sonrisa fácil y le hizo un saludo marcial.

—Teniente Carr, a su servicio, señor.

Ivanr suspiró para sí y continuó.

—¿Mi servicio? Tú solo pasabas por aquí, diría yo…

El hombre le siguió el paso con las manos en el cinturón.

—Con todo respeto, no es así, señor. Me han pedido que lo escolte.

—¿Escoltarme? ¿Escoltarme adónde?

—Bueno, allá donde desee, señor.

—No me llames «señor».

—Creo que debo, señor. Basándome en sus logros.

—¿Logros? —Ivanr miró al hombre de soslayo. Joven—. ¿Qué logros? Aporrear a una persona con un trozo de metal no es ningún logro.

Pero el hombre no se dejó desconcertar; esbozó una gran sonrisa y ladeó la cabeza.

—Bueno, si lo pone así…

Pasaron detrás de una fila especialmente larga de las altas carretas que se mecían como los grandes gigantes de los campos helados del sur. Ivanr manoteó el polvo que se levantaba delante de su cara y tosió.

—¡Por todos los dioses que nos rodean! ¿Por qué se carga Beneth con estos artilugios monstruosos? Deben de reducir a la mitad su ritmo de marcha.

—Para suministros, tengo entendido —dijo Carr, y parecía tan convencido como Ivanr—. En cuanto a su velocidad… no son más lentos que la recua de refugiados.

—Yo también me desharía de esos.

—¡Oh, no, señor! Por ellos estamos aquí.

Ivanr examinó entonces de frente al oficial. Solo un muchacho, apenas ha empezado a afeitarse.

—A mí me parece que es al revés.

Carr entrelazó las manos a la espalda.

—Si nos basamos en la tradición, supongo. Pero esta no es una situación tradicional. Al menos en lo que a estas tierras se refiere.

Ivanr gruñó y siguió caminando. Algo en los gestos del muchacho lo llevó a hacerle una pregunta.

—¿Qué hacías antes de alistarte?

—Era erudito. Sacerdote acólito.

Ivanr volvió a gruñir, eso le había parecido.

—Y como sabías escribir, te dieron un nombramiento…

—Un nombramiento en una organización militar inexistente… eso es, señor. Y debo admitir que mi apellido es conocido. Pero todos los que estamos aquí huimos, o buscamos algo, ¿no? Yo mismo, yo huía… de la rigidez dogmática, podríamos decir. —Un encogimiento de hombros de autodesprecio—. El ejército se formó con los desafectos, los apóstatas o los simples refugiados de la lucha. Existe para protegerlos y escoltarlos.

—¿Escoltarlos? ¿Escoltarlos adónde?

—Pues a Plaga, por supuesto.

—¿Plaga? ¿Y qué ocurrirá cuando lleguéis allí, si me permites preguntar?

—Las puertas se abrirán de par en par y nos darán la bienvenida como liberadores.

Ivanr se detuvo en seco; Carr alzó la vista y lo miró con una ligera sorpresa, parpadeando.

—Estás de broma, espero.

El joven casi se sonrojó y tosió en un puño para cubrir su reacción.

—Solo en parte. Tenemos razones para creer que una gran masa de la población se solidariza con nuestros objetivos. Y que solo hace falta nuestra llegada para prender el fuego.

Ivanr siguió andando. Fanáticos. Todos ellos. En ambos bandos.

—Es posible, teniente. Pero la última vez que las vi, las murallas de Plaga eran altas. Y tengo la sensación de que este ejército no es el único que se ha puesto en marcha.

Se abrió camino hasta los terrenos de instrucción donde un puñado de reclutas novatos, dioses, ¿se les puede llamar así siquiera?, se arremolinaban unos contra otros, con las altas lanzas tintineando. Miraban con los ojos guiñados y la expresión de niños confusos a un tipo con la cara roja de maldecirlos. Ivanr se pasó una mano por la cara manchada de sudor, como si quisiera borrar esa visión de sus ojos. Que los dioses nos protejan a todos. Así no. Debería dárseles alguna oportunidad.

Hizo bocina con las manos alrededor de la boca.

—¡Alto!

Un gran estruendo de astas y la mitad de los reclutas se detuvieron.

El tipo de la cara roja se quedó con la boca abierta, después recuperó la compostura.

—En el nombre de la señora de las Mentiras, ¿se puede saber quién eres?

—Sustituto temporal. —Señaló con una sacudida del pulgar por encima del hombro—. Habla aquí con el teniente.

A partir de entonces Ivanr le dio la espalda al hombre y se dirigió a la infantería reunida. Unos cien chicos y chicas jóvenes, y viejos desdentados. El muchacho podría estar entre ellos. Pese a todo, la mayor parte está aquí porque quiere estar; no son los impresionados casi prisioneros de la infantería imperial. Bueno, lo primero es lo primero.

—¿Aquí quién sabe dónde tiene la mano derecha? —bramó, aprovechando al máximo su gran capacidad pulmonar thel y su apariencia.

Unos cuantos brazos derechos se alzaron con timidez.

—¡Muy bien! ¡Algunos hasta habéis acertado! Bien, ahora coged ese brazo y estiradlo desde el hombro, ¡eso es, moveos! Quiero un brazo de distancia entre todo el mundo. Vamos.

La mayor parte de la multitud se limitó a quedarse mirando, sin comprender.

Ivanr respiró hondo y rugió.

—¡Ahora!

Un bosque de traqueteos cuando todos empezaron a chocar con todos.

Ivanr se volvió hacia el teniente, que de inmediato cambió la risa ahogada por una expresión de atención sombría. El aspirante a instructor de la cara roja no estaba por ninguna parte.

—Teniente Carr.

—¿Señor?

—Necesitaré un tambor y algo parecido a un tamborilero.

—Sí, señor.

La identidad del hombre atado e inmovilizado sobre la mesa era irrelevante para Ussü. Un suero destilado de aceite de durhang dejaba al hombre inconsciente mientras, lo que era más importante, no inhibía de ninguna forma los sistemas carnales. El cuerpo bien podría ser el de un perro o una oveja. De hecho, había comenzado sus experimentos con esos animales. Pero, tal y como había descubierto, para sus propósitos la esencia humana proporcionaba (con mucho) la mayor eficacia. Posó una mano en el pecho desnudo y sintió los latidos del corazón. Fuerte. Excelente. No el habitual prisionero enfermo o muerto de hambre. Quizá ese durara lo suficiente…

Les hizo un gesto a sus aprendices. Uno, Yurgen, dio una última vuelta por la cámara de la torre y comprobó las contraventanas de hierro y la puerta de barrotes de hierro, después sacó la espada y preparó el escudo. Ese tipo de experimentación podía invocar las manifestaciones más alarmantes. Ussü había estado una vez a punto de perder un brazo a manos de una entidad que se apoderó del cadáver de un gran perro jabalinero. Sus otros dos aprendices, Temeth y Seel permanecieron a su lado.

Estiró una mano y Seel le pasó un cuchillo muy afilado tallado en obsidiana con el mango envuelto en cuero. Ussü palpó las costillas del sujeto, sí, justo entre esas, e hizo una incisión por encima del impresionante torso, comenzando por el costado y terminando en el esternón.

Antes de llegar a Korel, ninguno de esos elaborados preparativos habría sido necesario. De hecho, hasta la idea lo habría repugnado. Uno solo tenía que estirar el brazo y allí estaba la senda, al alcance de las yemas de los dedos. Pero, en Korel, él y todos los demás practicantes menores malazanos habían quedado impotentes. Algunos se habían vuelto locos, otros se habían suicidado, de forma directa o indirecta, con brebajes o drogas destinadas a facilitar el acceso.

Tendió el cuchillo y Temeth se lo quitó y le puso en la mano otro instrumento: una herramienta de cuñas de madera y tornillos de metal. Ussü fue metiendo con suavidad las puntas delgadas de las cuñas de madera en la incisión que había hecho entre las costillas. Seel enjuagó la sangre que iba brotando.

—Con cuidado aquí —les advirtió a los dos, que asintieron y se inclinaron hacia delante para mirar más de cerca. Ussü empezó a manipular los tornillos, uno por uno. Las cuñas se separaron. Giro a giro, un pelo en cada ocasión, Ussü creó una cavidad en el costado del cuerpo, donde se curvaban las costillas.

Él, sin embargo, había elegido un camino diferente…

Había poder allí, en el subcontinente de Korel. Los seguidores de la Señora tenían acceso. Y la fuente de ese potencial, como había descubierto, se encontraba en… el sacrificio.

Cuando calculó que la abertura era lo bastante grande, asintió y Seel se hizo cargo del separador. Ussü se inclinó sobre el sujeto, casi abrazándolo, y metió la mano en la brecha del costado. Con delicadeza, casi con gesto reverente, fue introduciendo la mano con los dedos estirados. Palpó alrededor de los órganos, pasó junto a los ligamentos y separó capas de grasa hasta que tocó con las puntas de los dedos la sede de la vida, vibrante, temblorosa. Con un último empujón acunó el corazón y estiró la otra mano en busca de su senda.

Una presión firme sobre el corazón atrajo a su invocación una imagen tenue, fantasmal, de Mockra. Tensó los dedos un poco más; el corazón se esforzó, palpitaba en su puño como un animal aterrado. Buscó una visión en los límites del potencial adivinatorio de la senda de clarividencia.

¡Concédeme una visión de lo que está por venir!

Y vio, vio… desolación. Costas arrasadas por el maremoto invasor de los jinetes demoníacos traídos por el mar. La tierra envenenada, sin vida. Ciudades inundadas, cadáveres que se mecían en las olas en números imposibles de asimilar.

Aniquilación.

¡No! ¿Cómo puede ser?

A solo un palmo de sus ojos, los ojos del sujeto se abrieron de golpe. Los aprendices se estremecieron y se apartaron con un gañido de terror. Yurgen se abalanzó.

—¡Alto! —Ussü devolvió la mirada muerta del cadáver, pues muerto estaba el órgano inmóvil en su mano—. Saludos, Señora.

Una sonrisa, los ojos vueltos y en blanco.

—He tolerado tus herejías, Ussü —articuló apenas el cadáver—, porque percibo en ti un gran potencial. Rechaza tu incredulidad. Adhiérete al verdadero sendero.

—Vienen de camino, Santísima Señora. Nuevas fuerzas imperiales se dirigen aquí. Debemos… —se humedeció los labios— unir fuerzas.

—¿Lo has visto? Qué fuerte eres, Ussü. Ponte a mi lado.

No sabe nada de nuestro prisionero. No es omnisciente.

De nuevo la sonrisa muerta.

—Os permití a los malazanos desembarcar porque trajisteis una nueva vitalidad a la verdadera fe. Me habéis reforzado de tantas maneras… No hay nada como un desafío para inspirar y confirmar una fe. Así que os doy la bienvenida de nuevo.

—Sin embargo, el verdadero enemigo aguarda. ¿Qué hay de los jinetes?

Los labios se crisparon en una mueca desdeñosa.

—No tengo ninguna visión de ellos. Ella me bloquea todavía. ¡Esa zorra de reina siempre se ha interpuesto en mi camino! —El cuerpo se relajó bajo Ussü, el ataque pareció pasar—. Arrodíllate ante mí, Ussü. Abrázame como tu diosa.

El cadáver alzó la cabeza para susurrarle al oído, cercano e íntimo.

—Déjame tocar tu corazón.

Asqueado, Ussü corrió lejos del cuerpo. Yurgen blandió el arma y la hoja atravesó el cuello y se estrelló en la mesa. Ussü apartó a Seel y Temeth y se quedó tambaleándose, el corazón golpeándole en el pecho como si lo hubieran rozado unos dedos fantasmales. ¡Que el Embozado los protegiera! ¿Con qué estaban tratando allí? Cruzó el espacio que lo separaba de un lavamanos y se quitó la sangre de los brazos. Temeth le pasó una toalla y se secó, después se bajó las mangas.

Miró a los tres.

—Una mordaza será la orden del día la próxima vez, Yurgen.

Todos asintieron, los rostros pálidos como la nieve.

Llevaban dos semanas en el mar cuando el sargento Tela bajó a los atestados alojamientos que había bajo cubierta y se agachó entre las hamacas. Le tocaba dormir a su pelotón y algunos se estaban acostando mientras otros observaban partidas de hoyos y de dados. Len hizo un gesto para que se acercara el pelotón. Suth estaba echado en su hamaca y apoyó la cabeza en el brazo doblado. Wess roncaba sobre él.

—Supongo que habéis estado oyendo rumores —dijo Tela cuando la mayor parte se había reunido a su alrededor.

—¿Cuáles? Porque otra cosa no ha habido en todo este tiempo —dijo Pyke.

Suth estaba de acuerdo. A bordo había una plaga de rumores: que todavía virarían al este para poner rumbo a Genabackis, que se dirigían a Stratem para perseguir a una compañía de mercenarios, que era imposible que la expedición triunfase porque el Imperio se había quedado sin magos de cuadro, que Melena Gris estaba al mando y que daba mala suerte, que el emperador había hecho un pacto con los jinetes de la tormenta, que se habían avistado navíos mare siguiéndolos y que el mar se los llevaría a todos. Por su parte, Suth seguía imperturbable. Para él todo aquello solo era un ejemplo especialmente obvio de que toda charla era, de hecho, inútil.

—En primer lugar, se trata de Melena Gris. Ya es oficial. Está al mando.

—¡Por la suerte de Oponn! —exclamó Pyke—. ¿De dónde lo han sacado? Oí que el tipo era tan incompetente que sus propios oficiales se deshicieron de él. Estamos mejor sin él.

—Eso no fue lo que oí yo —rezongó Len—. Los viejos veteranos hablaban bien de él.

—Nada que podamos hacer nosotros —dijo Yana desde donde estaba arrodillada, apoyada en una hamaca para no caerse.

La observación a Suth le pareció de una sabiduría extraordinaria y asintió con gesto sombrío.

—Lo segundo es que se confirma lo de luchar junto a los azules —continuó Tela.

—Sí, eso hemos oído —dijo Pyke—. Una mamonada sobre presentarse voluntario para luchar con ellos. ¿Voluntarios? ¿Para qué? No por la mierda del honor y de la gloria o una maldita cagada de esas, espero.

—Cierra ese ano que llamas boca —murmuró Yana, que a medida que iban pasando los días, cada vez soportaba menos al tipo.

Tela se levantó sin inmutarse y hundió los hombros.

—Hay algunos que lo ven así. Pero no. Se trata de que hay plazas en los navíos de los azules que encabezarán el asalto a la orilla. Así que, podría decirse que hay posibilidades de hacerse con cierto botín.

—Botín —bufó Pyke con tono desdeñoso—. Una tripa llena de hierro más bien.

Combatir en tierra. A Suth eso le parecía preferible a luchar en el mar.

—¿Cómo los eligen? ¿Te ofreces sin más?

Tela aceptó la pregunta con un asentimiento. Se inclinó y se aclaró la garganta en el puño.

—Bueno, va a haber lo que podríamos llamar unas pruebas. Los azules son muy selectivos. No dejan subir a bordo a cualquiera.

Manteca alzó la cabeza de los dados con los que había estado haciendo malabares. Tenía un ojo todavía negro y la calva aún magullada de las últimas riñas en las que se había metido.

—¿Y de qué van? ¿Luchas?

Pyke puso los ojos en blanco. Tela se frotó la barba incipiente que le salía en las mejillas y sonrió.

—Pues sí. Contra los propios azules.

Manteca dejó escapar un suspiro y volvió a sentarse. La carcajada de Pyke fue desdeñosa.

—Pedazo de zoquetes. ¿Y para qué? ¿La oportunidad de hacer que te maten? No, la regla es no presentarse voluntario para nada.

Pero Suth se recostó y se quedó mirando la hamaca manchada de sudor que tenía encima. Él había estado observando a esos moranthianos blindados. Era obvio que eran oponentes dignos. Y él llevaba mucho tiempo sin probar su valía contra nadie.

Demasiado tiempo.

Cuando le llegó el turno a la Lasana y se llamó a los pelotones voluntarios para que se prepararan para la mañana siguiente, el decimoséptimo fue uno de los cinco convocados. Pyke estaba furioso. Bajo cubierta, al primero que acorraló fue a Manteca.

—Fuiste tú, ¿verdad? Maldito idiota gordo del Embozado. —Manteca despidió al tipo con un ademán. Pyke se volvió luego hacia Lerdo—. ¿O fuiste tú, so lerdo?

Lerdo solo lo miró con aire confuso.

—Cállate ya —dijo Yana desde no muy lejos—. Comprueba tu equipo.

—¿Mi equipo? ¡Mi equipo! ¡No pienso presentarme! De eso nada. Los idiotas sois vosotros. —Y salió hecho un basilisco.

—¡Anda y no vuelvas! —exclamó Manteca tras él y, en un aparte, se dirigió a Lerdo—. ¿Fuiste tú?

Lerdo lo miró con un parpadeo.

—¿Fui yo qué?

Manteca captó la mirada de Suth y alzó los ojos hacia las vigas del techo.

—Da igual.

Todas las almas a bordo de la Lasana abarrotaron las cubiertas esa mañana. Los marineros se colgaron en las jarcias, los brazos cruzados bajo las barbillas. El día estaba nublado y un fuerte viento frío soplaba del estrecho de las Tormentas. Dos pelotones de marines moranthianos azules habían cruzado en lancha hasta su barco. Los cinco pelotones malazanos tenían la cubierta de popa para prepararse mientras se despejaba el centro del barco. Los sargentos se apiñaron para echarlo a suertes y determinar el orden. Al decimoséptimo le tocó el segundo. Cuando Tela regresó con la noticia, Suth se inclinó sobre su oreja.

—Cámbielo por el último.

Tela lo miró.

—¿Y si no quieren cambiar?

—Dígales que necesitamos tiempo, que nos falta gente, lo que sea.

El sargento asintió con un gruñido, sí que se podía decir que les faltaba gente. Faro, Pyke y Wess no se habían presentado. Y estaba claro por sus chalecos habituales de cuero que Len y Keri no tenían pensado luchar.

Yana se reunió con ellos. Parecía incluso más alta y grande con su camisa entera de gruesas hojuelas acolchadas, botas, espada ancha en el amplio cinturón de cuero y yelmo completo bajo un brazo.

—El mínimo es cinco —dijo Tela mientras se frotaba la mandíbula y ojeaba los pelotones que preparaban sus armas—. Si no podemos sacar cinco, estamos fuera.

—¿Dónde está Pyke? —preguntó Suth.

Tela apretó las mandíbulas.

—Fuera. Dice que se cayó por una escalerilla al bajar. Se torció un tobillo.

—Ese mierda inútil es un peso muerto —rezongó Yana con furia—. No lo necesitamos. Con usted somos cinco, de todos modos.

—Nada de sargentos. Solo regulares.

—Mierda.

—¿Y Wess? —preguntó Suth.

—Creo que anda por aquí, en alguna parte —respondió Yana.

—Sácalo de donde sea; yo voy a ver qué puedo apañar.

Suth buscó entre las multitudes cercanas. Cuando regresó, Tela había vuelto. El sol calentaba la cubierta y se había levantado un viento más fuerte. Los marineros estaban ocupados ajustando las velas para estabilizar el barco.

—Somos los cuartos —dijo Tela.

—Bien.

El sargento le lanzó una mirada y se pasó los dedos por la barba incipiente que empezaba a encanecer.

—Quieres verlos luchar…

—Y estarán cansados.

Tela se echó a reír.

—No cuentes con eso. —Observó a Suth otra vez, una sonrisita tensa le tiraba de los labios—. Fuiste tú, ¿eh? El que nos apuntó. Creí que quizá lo había hecho Yana solo para fastidiar a Pyke.

—Estoy aburrido.

El sargento apoyó los codos en la barandilla.

—Bueno, muy pronto dejarás de estarlo.

Suth señaló con la cabeza los dos pelotones de marines moranthianos que esperaban en el centro del barco. Las placas de la armadura que vestían de la cabeza a los pies habían adoptado el azul hierro de las nubes, o quizá lo reflejaban. Estaban preparando grandes escudos ovalados y las armas que habían llevado, una especie de espadas cortas de madera.

—¿Tan buenos son?

—Estos podrían estar entre los mejores que tienen. Veteranos con años de guerra a sus espaldas. Yo he oído incluso que, entre los pueblos genabackeños, solo los moranthianos están dispuestos a enfrentarse a los seguleh. Y son los azules los que se los topan en el mar. Sí, son muy buenos.

Lerdo se abrió paso entre la multitud, se había traído con él a un Wess despeinado y con aspecto irritado.

—Aquí está.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Suth.

Las cejas gruesas de Lerdo se cerraron en su expresión habitual de confusión.

—En una hamaca, por supuesto.

Wess se metió las manos en el cinturón y levantó la barbilla para señalar el centro del barco.

—¿Qué es todo esto?

Tela sacudió la cabeza sin poder creérselo.

—Tú solo ponte el equipo —dijo.

El undécimo fue el primero. Todo el mundo tenía que usar las armas de madera que proporcionaban los azules. Si bien no cabía duda de que los bordes eran romos, Suth imaginaba que todavía se podía mutilar a alguien con facilidad con aquellos objetos brutales. Él, Yana, Manteca y Lerdo observaron; Wess se echó sobre su jubón de armadura de bandas y volvió a dormirse de inmediato, o quizá solo lo fingió. Len se puso con Tela junto a Suth. Uno de los pelotones moranthianos se cuadró contra los soldados elegidos por el undécimo, tres hombres y tres mujeres de la infantería pesada. El capitán de la Lasana dio la orden de comenzar haciéndole una seña al trompeta.

Todo terminó mucho más rápido de lo que suponían los peores miedos de Suth. No por ninguna debilidad en el undécimo. Más bien fue por la terrible elección táctica que hicieron: decidieron llevar la lucha a los moranthianos. Cuando el trompeta dio el toque, los soldados cargaron.

Su acometida fue magnífica. Un rugido atronador se alzó entre los hombres y las mujeres reunidos de la cuarta compañía y la Lasana pareció estremecerse. Hasta Suth sintió que se le ponía de punta el vello de la nuca y articuló su vítor: «¡Sí! ¡A por ellos!».

Pero cargaron como individuos, sin trabar los escudos. Los azules resistieron con facilidad y los fueron eliminando uno por uno. Fue una lección brutal y eficiente sobre lo que un muro disciplinado de escudos puede lograr. Suth fue el que más en serio se la tomó; menos de seis meses antes, ese ataque individual generalizado, con su bramido y todo, habría sido el suyo. Y él habría caído con igual rapidez. Después de todo lo que lo habían machacado para inculcarle la disciplina de mantener la línea, al fin entendía algo que ni él ni sus hermanos y hermanas habían podido desentrañar mientras crecían en las llanuras dalhonesias. ¿Cómo era que hombre por hombre, o mujer por mujer, ningún kanesiano o taliano era rival para el guerrero dalhonesio, y sin embargo, años antes, sus ejércitos tribales se habían estrellado como la espuma contra las legiones malazanas? ¿Cómo podía ser? Pocas dotes de mando había sido lo que le habían achacado a los jefes de la época de su abuelo.

Empezaba a entenderlo mejor. Pues el guerrero lucha como individuo, mientras que el soldado lucha con los otros, como uno solo. Ningún guerrero individual, por muy hábil que sea, puede derrotar a diez, o a cincuenta. O, en ese caso, a cinco. Pero él, Suth, podría derrotar a dos… sus compañeros solo tenían que aguantar el tiempo suficiente. Le parecía que Yana y Manteca resistirían. Pero Lerdo… el hombretón era demasiado buenazo, nada parecía alterarlo. Mientras que Wess… por todos los dioses de las llanuras… ¿cuántas campañas se había pasado durmiendo el tipo?

El sexto era el siguiente. Nada de lanzarse a estocada limpia para ellos. Siete escudos de reglamento de la infantería pesada malazana, alineados y trabados. Los pelotones moranthianos se intercambiaron. El trompeta lanzó un toque. Dos muros de escudos fueron acercándose con cautela, poco a poco, por la cubierta. Se oyeron gritos; se cantaron las apuestas sobre la pelea, tres a uno contra el sexto.

—Una buena lección, esta —dijo Len junto a Suth.

—Unas cuantas —respondió Suth con aire ausente, y se pasó un dedo por los labios, concentrado en el juego de espadas de los azules, los escudos chirriando y deslizándose unos junto a otros.

—Incluyendo la más difícil de todas… —Confuso, Suth miró al tipo, que señaló con la barbilla a los otros cuatro seleccionados del pelotón—. La confianza.

Suth estuvo a punto de soltar un bufido para desechar tan ridícula afirmación, pero se contuvo. Confianza. Sí, era comprensible… sí, podía confiar en Yana. Pero en un idiota inútil como Wess… ¿o Lerdo? ¿Cómo iba a confiar en ellos? Para eso haría falta… Se le hundieron los hombros. Dioses burlones… haría falta confianza.

Bueno. Era lo que había. ¿Era esa la lección del viejo y astuto saboteador? Se encontró con la mirada del hombre y asintió, después se volvió hacia sus compañeros de pelotón. Si es lo que hay, entonces si empiezo a quejarme o me enfurruño o me muestro resentido, no soy mejor que Pyke. El paso obvio, así pues, si quiero que el pelotón funcione, es que soy yo el que tengo que hacer todo lo que pueda para que funcione.

—Quiero una punta —pidió Manteca, la mirada clavada en la pelea que se desarrollaba abajo. Resonó un gemido por toda la cubierta cuando cayó un soldado chillando y cogiéndose la tripa.

Suth lo pensó. Al menos si Manteca caía, el centro no quedaría comprometido. Se encogió de hombros.

—Por mí, vale.

Yana asintió.

—¿Qué hay de mí? —preguntó Lerdo.

—Yana y yo te flanquearemos.

Al hombretón se le iluminó la expresión como la de un niño.

—¡Genial!

Suth y Yana compartieron una mirada: o ella o él tendrían más posibilidades de recuperarse cuando el tipo cayera.

—¡Wess! —bramó Yana—. ¡Te quedas con una punta!

Le respondió un gruñido apagado.

Poco después de que cayera el primer soldado, la línea malazana se desintegró y los infantes bajaron los brazos; estaba claro que los habían vencido. Los moranthianos se retiraron e hicieron un saludo marcial.

El vigésimo fue el siguiente. Si la cuarta compañía tenía una élite en la pesada, el vigésimo era lo que más se parecía. Los hombres y las mujeres eran todos veteranos, no había ningún recluta novato. Formaron y esperaron, en silencio. La trompeta sonó y cargaron, cogiendo a todos, incluyendo a los moranthianos, por sorpresa.

Aquello no fue una acometida desorganizada. Los escudos permanecieron trabados y se estrellaron como una línea contra los desprevenidos azules. Los moranthianos se retiraron casi hasta el costado del barco. Estalló un rugido como nunca antes. Los soldados de la cuarta empezaron a dar saltos y chocar unos contra otros, los marineros hicieron temblar las jarcias.

Hasta Tela consiguió esbozar una sonrisa de verdad.

—Nada mal hecho —murmuró. Pero añadió en un aparte a Suth—: No volverán a dejarse engañar por eso.

Después de un fiero intercambio de estocadas, los azules se recuperaron y empezaron a alejarse del costado contra el que los habían arrinconado. Paso a paso, fueron dando la vuelta para regresar al centro del barco. Con una maniobra astuta, el vigésimo imitó el movimiento lateral del muro de escudos para lindar con el palo mayor. Ambos pelotones prefirieron usar el palo mayor para anclar su flanco y entonces la lucha cambió al flanco contrario. Quien pudiera darle la vuelta a aquello, ganaría.

Aunque las armas eran de madera roma, la sangre empezó a fluir por la cubierta. Suth hizo una mueca al pensar en la fuerza que hacía falta para romper la piel. Con un gran tirón, los azules giraron el flanco abierto y derribaron a ese soldado. Al contrario que el sexto, sin embargo, el vigésimo formó un cuadrado y continuó luchando con todas sus fuerzas. Los hombres y las mujeres de la cuarta compañía, silenciados por la maniobra que había abierto el flanco, se recuperaron y volvieron a gritar para alentar a sus compañeros.

Pero el enfrentamiento ya no dejaba lugar a dudas, solo era cuestión de tiempo. El vigésimo se redujo a un triángulo y después los dos que quedaban espalda contra espalda, y por fin el último terminó derribado por estocadas de todos lados.

—Bueno, nos toca —dijo Tela en el silencio que siguió a esa brutal demostración.

Salieron varios marineros y limpiaron la cubierta. Los pelotones moranthianos se cambiaron. Suth y su pelotón se abrieron paso hasta el centro del barco.

Irrumpieron en la cubierta despejada y aunque Suth había librado infinidad de duelos y peleas, se encontró con que tenía la boca seca y el corazón disparado. Vio a Wess meterse una bola de algo en la mejilla.

—¿Qué es eso?

—Resina de amapola de d’bayang y hojas de panizo. Amortigua el dolor. ¿Quieres un poco?

Suth no se molestó en ocultar su asco.

—Dioses, no. No quiero estar drogado.

—Ya querrás un poco más tarde. Créeme, esto va a doler.

Suth se limitó a gruñir; eso no podía discutirlo. Se volvió hacia el resto del pelotón.

—Si parece que vamos a perder un flanco, formad un cuadrado.

Manteca se echó a reír.

—Ya. Un cuadrado de cinco. ¡Ja!

—Vosotros hacedlo.

—Quién te nombró…

—Hazlo —interpuso Yana.

Manteca se calló y se ocupó de apretarse la correa del escudo. Suth se ajustó el yelmo.

—¿Listos? —interrogó el capitán del barco, Rafall.

Yana se puso el alto yelmo completo y entrechocó la espada de madera con el amplio escudo de infantería.

—¡Listos!

El pelotón de azules preparó sus escudos.

Cinco, vio Suth. Uno contra uno. Y entonces se le ocurrió una idea.

—Yana, Manteca, concentraos en vuestro hombre del extremo. Nosotros resistiremos con el resto.

—Dos contra uno, sí —respondió Yana.

Sonó la trompeta.

Después de eso ya no hubo tiempo para estrategias. Suth solo pudo concentrarse en aporrear a su derecha con la esperanza de cubrir a Lerdo, que debería de estar cubriendo a Yana. Solo esperaba que Wess no cayera de inmediato. La punta endurecida de una espada corta de madera se le iba clavando como una víbora. El azul de enfrente estrellaba su escudo como un yunque con la esperanza de dominarlo. Y estuvo a punto de conseguirlo, porque ese tipo de lucha era nuevo para Suth. Un gran grito se alzó por encima del martilleo de la sangre que sentía en los oídos, los alientos contenidos. Observó por el rabillo del ojo a Wess, que con calma y método iba apartando poco a poco las estocadas de la espada corta del azul; sus movimientos eran precisos y eficientes, casi perezosos. ¡Está reservando sus fuerzas! ¡Dioses! Y pensar que había dudado del tipo.

Lerdo, a su derecha, era demasiado lento y torpe con el escudo, y estaba recibiendo un duro castigo de las estocadas de filo romo. Pero no caía. ¡Demasiado imbécil para caerse! Al tipo seguramente ni siquiera se le había ocurrido que era una posibilidad. Un martillazo en la cabeza, que le hizo ver las estrellas, fue la última impresión clara de Suth, y la mortificación al darse cuenta de que había sido él el que había perdido la concentración.

Un tiempo indeterminado más tarde su entorno se fue aclarando y dejó de girar a su alrededor. Se hallaba en pie y alguien lo sostenía por el brazo. Sacudió la cabeza.

—Vale… Estoy bien.

La cara de Tela se le metió por la suya y lo miró con los ojos guiñados.

—Te dieron un buen golpe.

Suth se llevó una mano enguantada a la frente y siseó de dolor. Quitó los dedos húmedos de sangre.

—¿Qué pasó?

—Manteca y Yana formaron equipo. Derribaron a dos azules.

—¡Entonces ganamos!

—Na. Perdisteis. Pero lo hicisteis mejor que la mayoría. Felicidades.

Llegaron entonces soldados de la cuarta a darle palmadas en la espalda y los hombros. La risa basta de Manteca resonaba por encima de las voces. Suth vio que los azules se estaban preparando con calma para el siguiente combate. ¿Todos ilesos? Y luego, tras ese, ¿al siguiente barco y la siguiente serie de duelos? ¡Por la Gran Bruja! Era inhumano.

Miró a su lado y estuvo a punto de gemir; lo estaba sosteniendo Wess. ¡Nada menos que Wess! El hombre lo soltó después de dedicarle una mirada escéptica que calibraba su estabilidad.

—Te lo dije —comentó, y escupió la bola de hojas y resina. Después cruzó los brazos encima del escudo y se apoyó en él, al parecer ni siquiera se había quedado sin aliento.

¡Por la carcajada de Oponn! ¡Para que veas, nunca se sabe!

El segundo fue el último. Se defendieron bien, formaron un cuadrado casi de inmediato y plantearon una defensa testaruda que aguantó más que nadie la presión firme y constante de los azules. A lo largo de los días siguientes, llegó recado de qué pelotones se iban a derivar a los navíos de los azules. De los cinco de la Lasana se solicitó a tres: el vigésimo, el segundo y el suyo, el decimoséptimo. En los dos que no se convocó, se le ocurrió a Suth que cada uno había mostrado un posible defecto imperdonable: uno no había luchado como una unidad, mientras que el otro no había luchado hasta el final. Era una lección preocupante. En opinión de Suth, sugería que los azules esperaban un enfrentamiento feroz donde no se pediría cuartel, ni se daría.

Unos fuertes golpes en la puerta principal de su casa fue lo que despertó a Bakune. Era más de medianoche. Su ama de llaves llegó a la puerta de su dormitorio gimoteando algo sobre rufianes y ladrones. Ordenó a la mujer que se retirara a la cocina. Él estaba muy tranquilo, lo que era sorprendente. Sabía que estaba viviendo tiempo prestado desde que le habían confiscado todos sus expedientes y archivos.

¿Sería traición o herejía? ¿Importaba en realidad? Por supuesto que no.

Cobró ánimo, dejó sus aposentos y bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Abrió la puerta y parpadeó, inseguro. No había tropas de la Guardia, ni Guardianes de la Fe de la Abadía, solo una figura regordeta con un manto del que chorreaba nieve húmeda y que lo apartó de un empujón antes de dar un portazo y cerrar.

La figura se quitó la capucha y se reveló como Karien’el.

Bakune no pudo evitar arquear una ceja.

—Sabía que vendría a por mí, pero no pensé que lo haría en persona.

Karien’el entró zigzagueando y desechó el comentario con un ademán.

—A la mierda con eso. —Estaba borracho, puede que como una cuba, la nariz era un desastre bulboso de vasculares rotos, y una telaraña de venas coléricas e hinchadas le cruzaban las mejillas—. He venido a despedirme, amigo mío. ¿Tienes vino o algo más fuerte en esta miserable casa?

—¿Así que vendrán a llevarme, entonces?

Karien pareció confuso por un momento, después lanzó una risita.

—Por la Señora, no, amigo mío. Soy yo el que se va. Mi justa recompensa, supongo. Ahora vamos a brindar por los viejos tiempos. —Se dirigió al salón como si fuera una visita habitual, cuando, de hecho, Bakune no recordaba haberle visto franquear la entrada de su casa jamás.

Con un suspiro, Karien’el se dejó caer en un sillón con su copa de vino estigio en la mano, mientras Bakune removía las brasas del fuego amontonado para que volvieran a cobrar vida. ¿Qué podía querer allí el capitán de la Guardia? ¿Es que no había destrozado ya su vida? Quizá había ido para pedirle que hiciera lo más honorable.

—¿Así que se va? —dijo con tono rígido.

—Sí. ¿No te has enterado? No, supongo que no.

Bakune lo miró, no muy seguro.

—¡Por la Señora y todos esos dioses extranjeros también, hombre! —rezongó Karien. Se tomó el vino de un trago—. Sigues siendo un imbécil. Pero honrado, que es por lo que estoy aquí.

Bakune no respondió. Frunció los labios y removió la madera con un atizador; parecía que el tipo había ido a hablar y sería mejor que lo dejara desahogarse antes de largarlo.

—Los malazanos, hombre. Se van. Emprenden la marcha mañana. Toda la guarnición.

A Bakune estuvo a punto de caérsele el atizador.

—Señora… Eso es… eso es increíble.

Karien’el se dio unos golpecitos en la nariz con gesto astuto.

—Parte de mi trabajo es saber cosas, examinador. Y he estado oyendo rumores sobre una concentración de tropas en el este, y una llamada a la flota mare.

—¿Los skolati…?

—¡No, hombre! No los inútiles de los skolati. —Luchó por incorporarse del sillón, se rindió y agitó la copa vacía. Bakune llevó el decantador y le sirvió más.

—No, no son los skolati. ¡Mare no saca todas las bañeras capaces de flotar por los puñeteros skolati de la Señora!

Bakune se arrodilló y volvió a reforzar el fuego. La casa estaba helada, el invierno llegaba pronto.

—Entonces… ¿quién?

—Exacto. Así que… ¿quién?

Bakune examinó el fuego y se encogió de hombros.

—Le aseguro, Karien, que no tengo ni idea.

El hombre acunó la copa contra la redonda extensión de su vientre como si fuera un cáliz sagrado. Agachó la cabeza y la hizo rodar poco a poco de lado a lado.

—Por todos los dioses reales o irreales, malditos o benditos… ¿Tengo que hacerlo yo todo por ti, examinador? Te lo he envuelto en un bonito paquetito. ¿Es que no puedes dar el salto?

—Lo siento, Karien. Es tarde. Y la verdad es que yo no trabajo con suposiciones.

El capitán de la Guardia se recostó, se frotó los ojos y suspiró de cansancio, derrotado.

—No, supongo que no. Debería haberlo sabido. —Tomó un sorbo y chasqueó los labios—. Muy bien. Te haré el trabajo, como de costumbre. Una segunda invasión. Una nueva oleada de legiones malazanas.

Bakune se olvidó del fuego y se irguió.

—Pero eso es increíble…

—Creíble. Muy creíble.

—Mare…

—Mare fracasó la primera vez, no se te olvide.

—Entonces la guarnición, el jefe supremo malazano, ¿marcha contra Mare?

El capitán hizo una mueca de asco.

—¡No, no marcha contra Mare! ¡Se ha puesto en marcha para repeler a los malazanos por si alguno consiguiera llegar a tierra!

—Pero es malazano…

Karien’el se quedó mirando a Bakune durante un rato, después se terminó el resto del vino y se levantó de un tirón.

—No sé por qué me molesto. Quizá me dieras pena, examinador. Todos estos años sin aceptar una sola moneda por retirar un cargo, o decidir un caso de modo favorable. —Señaló el diminuto salón—. Mira este sitio. Aquí estás, en un piso pequeño e incómodo del centro cuando otros examinadores ya tienen fincas y mansiones. Sé cuál será tu pensión, Bakune, y, créeme, no resultará suficiente. —Se dirigió al vestíbulo—. Yeull se nombró a sí mismo jefe supremo de Puño, un cargo vitalicio, amigo mío. Todas esas décadas de tributos e impuestos entregados a nuestros gobernantes malazanos. Las ventas de esclavos y prisioneros a los korelrianos… todo ese oro. ¿Ha llegado algo al trono imperial en la remota Quon? —Sacudió el aguanieve de su manto—. ¡Ni un solo penique estigio! El trono exige lo que le corresponde de territorios e impuestos. Colgarán a Yeull por usurpador. Y él lo sabe.

—Pero acaba de decir que usted se va…

Karien lanzó un bufido, se envolvió con el manto y se puso la ancha capucha.

—Los malazanos no se van solos. Se llevan a toda la milicia con ellos, y tienes delante al capitán de la milicia local.

—¿La Guardia emprende la marcha con ellos?

—Sí. No es que tengamos alternativa. Si estoy aquí es para darles a los muchachos tiempo para desertar. Me sorprendería que quedase alguien a mi regreso.

Bakune permaneció allí, sumido en algo parecido al aturdimiento; no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Quién mantendrá la paz? ¿Quién hará cumplir las leyes?

—¡Ah! Ese es el quid de la cuestión. El abad, amigo mío. Los Guardianes de la Fe serán la nueva autoridad.

—¿Los Guardianes? Pero si no son más que una policía religiosa.

—Exacto. Así que mucho cuidado, hombre. —Posó una mano en el cerrojo de la puerta—. Lo que nos lleva a mi último mensaje. Siempre he sido un jugador, Bakune, con el ojo puesto en la mejor oportunidad y todas mis opciones. Nunca he fingido lo contrario en todos estos años. Bien, he hecho una serie de apuestas. Y en caso de que yo no regrese y que los malazanos se hagan con el triunfo, como creo que harán, entonces quiero que sepas que tus archivos siguen existiendo. Me ordenaron que los destruyera, pero yo los guardé… por si acaso.

»Así que ahí lo tienes. ¿Esos dos muchachos que han estado siguiéndote? Los he trasladado a tu oficina. Son de fiar. Y ya está. No puedo hacer más. Buena suerte. Y adiós.

Karien’el salió y cerró la puerta a su espalda. Bakune se quedó mirando el portal cerrado. Y adiós a ti también, Karien. Al parecer nunca llegué a conocerte. Claro que, supongo que los dos somos hombres difíciles de conocer. Que tengas la mejor de las suertes tú también.

El invierno es más que un tiempo implacable en la muralla de las Tormentas. El viento sopla intenso del norte. Corta algo más que la respiración o la piel expuesta. La visión de un mar entero de odio cargando contra ti hace algo más que magullar la visión. Pone a prueba el espíritu. O bien te rompes bajo el peso de toda esa enemistad implacable, o tu espíritu se templa y se hace más fuerte, casi inhumano.

Así fue que con una imparcialidad serena Hiam abrió los ojos a la oscuridad de la noche y a una llamada a la puerta. Se sentó en la cama, notó la punzada de frío en los brazos, su aliento convertido en una bruma en la habitación.

—Adelante.

Su ayudante, el mariscal del estado mayor Shool, abrió la puerta con el yelmo bajo un brazo.

—Mis disculpas, lord protector. Pensé que querría saberlo. Se han avistado jinetes aproximándose vía las torres de comunicación.

—Muy bien, Shool. —Hiam se acercó a la chimenea, donde una tetera se mantenía caliente noche y día y se sirvió un dedal—. ¿Dónde?

—La Gran Torre, las Lágrimas de Ruel y la torre del Viento.

—Un frente ancho.

—Sí, mi señor.

—¿Algún contacto?

—Se informa de ligeras escaramuzas.

—¿El mariscal del muro Quint?

—Torre Nueve, creo, mi señor.

—Muy bien, Shool. Trasladaré el mando a la Gran Torre.

—Sí, mi señor.

Hiam inclinó la cabeza.

—Bajaré en breve.

Shool se inclinó.

—Muy bien, mi señor. —Se retiró y cerró la puerta.

Por primera vez en esa temporada, Hiam se vistió para la guerra. Encima de unas camisas y unos chalecos aislantes de lana gruesa se ató una coraza de cuero hervido recubierta de anillos de hierro y ribeteada de plata, brazales de cuero y grebas en las piernas, después se puso los gruesos guanteletes de cuero recubiertos de cota de malla. Lo último fue su manto de fieltro de varias capas. Se metió el yelmo bajo el brazo y se acercó a la ventana norte. Allí las contraventanas de hierro escarchadas por el hielo sellaban la abertura. Quitó el cerrojo a las contraventanas y abrió una de un tirón, lo que envió una lluvia de hielo que se estrelló contra el suelo. Una gran ráfaga de aire glacial entró con un estallido en el aposento y golpeó el fuego. El frente de nubes de la estación pendía como un techo oscuro, azotado por los relámpagos: el aura de los jinetes de la tormenta que se habían alzado. Abajo, las olas se estrellaban contra las rocas bajas de la orilla muerta y chocaban con la base de la muralla como un martillo demoníaco. Hiam sintió como una vibración el estallido de cada golpe a través de las sandalias que calzaban sus pies.

Así que se lanzan por el oeste. ¿Esperaban atraer la atención y que dejáramos el centro? Aún es muy pronto para saberlo. Y ancho. Abren con un frente ancho. ¿Podrían saberlo? No, ¿cómo iban a saberlo? Algunos afirmaban que espiaban desde los bajíos y contaban los hombres. A él no se lo parecía. Aun así, la tradición dictaba que se hiciera un alarde de fuerza constante en cada sección. Aunque eso significara que se hiciera marchar a los mismos hombres arriba y abajo, por toda la muralla.

Hiam se puso el yelmo; la celada, muy ancha, solo dejaba una ranura estrecha para los ojos. Cerró de un golpe la hoja de hierro. Tras él, el viento había apagado el fuego en la chimenea. Luchó por no darle ninguna importancia a esa señal. Que la Señora les diera fuerzas, pues había llegado el momento de su gran prueba. Bajó las escaleras.

Una vez en los baluartes, los elegidos le hacían un saludo marcial cuando pasaba. Iba flanqueado por Shool y un piquete de guardias.

—¿El campeón? —preguntó Shool por encima de los golpes del viento.

—Que lo saquen.

—Sí, mi señor. —Shool hizo un gesto a un mensajero.

Aunque las olas se estrellaban, la espuma azotaba y el viento era un rugido constante que los castigaba, los clavos de hierro incrustados en las sandalias de los elegidos para no perder tracción provocaban el estruendo mayor en el ritmo que imponía su desfile. Hiam sentía una satisfacción suprema al oír ese compás constante. Por delante, la torre Doce sobresalía aprovechando al máximo un cabo rocoso más alto. Allí, los elegidos y varios guardias señalaban al este y gritaban, aunque sus palabras se perdían. Hiam se detuvo y se inclinó por encima de las almenas para echar un vistazo. A lo lejos, al otro lado de la extensión de unas cuatro contramurallas… contacto.

Olas inmensas batían el mar, su peso rechazado por la ladera curva de la muralla en amplias ringleras de espuma azotadas por el viento. Dentro fluía el fulgor opalescente de los jinetes de la tormenta, que recorrían la muralla de un lado a otro a toda velocidad en busca de puntos débiles en la defensa. Hiam alzó su lanza y la agitó.

—¡Por la Señora!

Un gran grito de respuesta se alzó entre los elegidos, aunque los regulares parecían mucho menos entusiastas, se miraban unos a otros y cambiaban de postura las lanzas.

—Apresurémonos —exclamó Hiam dirigiéndose a Shool—. Este puede ser un ataque generalizado.

El bramido apagado de las olas alcanzó a Corlo a través de las incontables toneladas de roca del muro. Estaba sentado, con los brazos cruzados sobre las rodillas y los grilletes puestos en una celda temporal, en fila con otros impresionados prisioneros, forzosos defensores del muro. Así que no se sorprendió cuando la puerta de barrotes se abrió con un traqueteo, entraron celadores elegidos y empezaron a quitar cadenas.

—¡Firmes!

A Corlo le costó un poco incorporarse, llevaba semanas enteras encerrado en una celda sin nada con lo que caldearla, y tenía las piernas entumecidas y débiles. Junto a él se levantó un gigante que le pareció que debía de tener sangre thelomenia o tarthena.

—Parece que vamos a ver algo de acción —le murmuró al hombre.

—¡No se habla en las filas! —chilló un elegido.

—Si cayera —dijo con voz profunda el hombretón—, soy Hagen, de la Rocanegra, toblakai.

A Corlo le fallaron las piernas y se deslizó por el muro frío y resbaladizo.

—¿Eres toblakai?

—Sí. ¿Y qué?

—Pero los guardias te llaman «thel».

Hagen exhaló un bufido de desdén.

—Aquí, en estas tierras… ¿qué sabrán ellos?

—¿No eres de aquí?

—No. Soy del sur. Una tierra de bosques montañosos, arroyos fríos y rápidos.

Corlo se quedó mirando al gigante con la boca abierta.

—¿El sur? ¿Te refieres a los Eriales Helados?

—No, más allá.

Un celador elegido se detuvo delante de Corlo y le dio una patada en los pies.

—¡Arriba!

Corlo solo pudo mirar al guardia sin comprender. ¿Al sur? ¡Pero eso era Stratem! Mientras pensaba con furia se agarró una pierna.

—¡Ay! No puedo. Tengo las piernas entumecidas. Congeladas.

El elegido de la tormenta expresó su enojo con un ceño marcado.

—Vas a venir, puedas caminar o no. —Señaló al toblakai—. Tú, thel. Llévalo.

Tras su gran mata de pelo enmarañado y barba, el gigante le dedicó a Corlo una gran sonrisa.

Hagen acunó a Corlo en sus brazos como a un niño. Cuando salieron a los baluartes y el viento cortante les mordió la piel, se inclinó para proteger a Corlo de lo peor.

—¿Eres de Stratem, entonces? —preguntó Corlo en voz muy baja.

—No sé nada de ningún Stratem.

—Es la tierra al sur de los Eriales Helados.

—Amigo mío —dijo con voz profunda Hagen—, la tierra al sur de los Eriales Helados es tierra toblakai.

Corlo pensó que era mejor no seguir presionando. Los grilletes del gigante tintineaban y arañaban las piedras ribeteadas de hielo del camino de ronda. El hombretón echó un vistazo atrás y después bajó la cabeza y miró a Corlo con el ceño fruncido.

—Nos siguen ocho ballesteros. Por lo general a mí solo me ponen cuatro.

—Yo siempre tengo ocho.

—Eres un tipo de lo más peligroso, ¿no?

—Soy mago.

El gran tipo volvió a rezongar.

—¿Mago? Siempre oigo lo mucho que estos korelrianos temen a los magos. A mí no me pareces tan temible.

Un asta se estrelló contra la espalda de Hagen.

—¡Nada de hablar!

—¿Está lloviendo? —preguntó Hagen con despreocupación—. Me pareció sentir una gota.

—Quizá solo fue el viento.

—Sí. El viento del culito de un bebé.

—¡Ya estamos! —gritó el guardia de la tormenta—. Para aquí. Tú, thel, déjalo en el suelo. Tú, malazano, levántate o siéntate. Allá tú.

Hagen dejó a Corlo en el suelo.

—¿Eres un mago malazano?

Corlo hizo una mueca al oír la frase, pero asintió de todos modos.

La puerta con soportes de hierro de una torre cercana se abrió de golpe y de allí salió una figura encadenada y con esposas vestida con una camisa de lino desgarrada, el cabello y la barba enmarañados y apelmazados.

—¿Quién es ese desgraciado? —preguntó Hagen.

Corlo respiró hondo, horrorizado (pero no sorprendido) por el deterioro de Barras.

—Estás contemplando al actual campeón de la muralla de las Tormentas, amigo mío.

—Que la Gran Madre nos proteja.

—Pues sí —asintió Corlo en voz baja.

El elegido le cogió una ballesta cargada a un guardia y la apoyó en la cabeza de Corlo.

—Habla con tu amigo, malazano. Déjale clara la inminencia de su muerte. Defenderá el muro con o sin hierro.

Un golpe seco de la culata empujó a Corlo, que se detuvo delante de su amigo y comandante, Barras de Hierro. Este no alzó la vista. Ni siquiera parecía consciente de que había alguien de pie delante de él. Una gran ola se estrelló contra la contramuralla cercana y envió un azote de espuma gélida, impulsada por el viento, que obligó a todos a encorvarse, a todos salvo a Barras, que no se movió ni un milímetro. Corlo agitó una mano delante de los ojos pálidos y fijos del hombre. Ni un rayo de reconocimiento. ¿Locura? ¿Se había retraído hasta que nada podía tocarlo? No, no podía creerlo. El juramento que había hecho no lo permitiría. El juramento de la Guardia Carmesí: resistencia imperecedera, inflexible, al Imperio de Malaz durante el tiempo que este durase. Ese juramento había sostenido a la Guardia original, que lo había cumplido durante unos cien años, y los había convertido en casi inmortales, capaces de desafiar hasta heridas mortales de necesidad. Un juramento así no permitiría derrota alguna.

Era incapaz de decidirse, ¿debía hablar de Mediopico? ¿Supondría alguna diferencia? Levantó una mano.

—Barras… tengo noticias…

—¡Basta, malazano! —El guardia de la tormenta apartó a Corlo de un empujón—. Ya he visto esa pose antes. ¡Una ducha fría del mar de las Tormentas los hace volver en sí al momento!

Unos ballesteros empujaron a Barras para que avanzara. Las cadenas tintinearon cuando empezó a arrastrar los pies.

Corlo y Hagen se vieron obligados a seguirlos a cierta distancia.

—Me temo que tu amigo tiene todo el aspecto de uno que va a saltar —dijo Hagen.

—No lo creo, no saltará.

El toblakai tuvo el tacto de no contestar.

El destacamento los hizo marchar cerca de otra legua más hacia el este, bien pasada la torre del Viento. Allí observaron mientras le quitaban los grilletes a Barras.

—Yo sé por qué estoy yo aquí, Hagen —dijo Corlo—. ¿Por qué estás tú? ¿Por qué nos encadenaron juntos?

—Yo me lo preguntaba también, malazano. Pero ahora ya lo sé.

—¿Lo sabes? —Cubiertos por ballesteros, el elegido condujo a Barras sujeto por una única cadena hasta las defensas más bajas, los matacanes más expuestos de esa sección de la muralla. El camino era traicionero, el hielo ya cubría la piedra con una gruesa manta de color verde azulado. Un martilleo alcanzó a Corlo cuando el elegido golpeó una anilla de hierro incrustada en el hielo—. Bueno… ¿por qué?

Las mandíbulas del gigante se movieron y dejó escapar un suspiro largo y pesado.

—Antes de que llegara tu amigo, malazano, el campeón de la muralla era yo.

Corlo parpadeó sin quitarle los ojos de encima, entonces empezó a comprender, tragó saliva y se masajeó las manos.

—Entiendo.

Una gran ola, una curvada y alta, llegó rodando hasta esa sección de la contramuralla y se estrelló contra las almenas. Elegidos y regulares se plantaron encorvados tras escudos, las lanzas listas, vigilantes y tensos. A media sección de distancia apareció lo que esperaban, en forma de jinete de la tormenta. Se alzó de la espuma, la armadura de hojuelas resplandecía con tonos de madreperla y ópalo. Una larga lanza de hielo dentada salió disparada contra el guardia más cercano, que recibió el golpe con el escudo. De inmediato, los guardias cercanos cerraron filas y las lanzas se hincaron. La segunda fila, ballesteros y arqueros, dispararon sobre la figura, que se dio la vuelta, el escudo alzado, y se sumergió con la ola que se retiraba.

Corlo dejó de apretar los dientes y se le escapó una bocanada de aire que aleteó delante de él. Jamás se acostumbraría al modo en que aparecían así, sin más. ¿Quiénes eran esos seres? Los korelrianos los llamaban demonios llegados para destruir la tierra. Los eruditos malazanos solo los consideraban otra raza, aunque fuera absurdamente hostil.

Hagen se estremeció entonces, los puños alzados, cuando un jinete surgió ante las almenas justo delante de Barras y el elegido. El guardia de la tormenta giró en redondo, el brazo de la espada estirado a ciegas y a toda prisa para detener una estocada de lanza, después rodó hacia atrás y se puso fuera de su alcance. Que dijeran lo que quisieran sobre estos elegidos, reflexionó Corlo, pero eran muy buenos, joder. El jinete atacó a Barras, que se limitó a girarse, y la lanza segó el aire justo donde él se encontraba. Una tormenta de cuadrillos de ballesta mandó al jinete curva abajo tras el muro.

—Ese volverá con la siguiente ola —murmuró Hagen—. Seguro.

El elegido sacó una espada extra, la dejó caer a los pies de Barras y retrocedió. Alrededor de Corlo, los ballesteros volvieron a cargar a toda prisa, usando ganchos de pata de cabra para estirar las cuerdas retorcidas hechas con tendones.

En las defensas, Barras no se movió para recoger la espada.

—¡Cógela, idiota! —bramó Hagen haciendo bocina con las manos.

—¡Cógela, Barras! —chilló Corlo.

Hagen le dio a Corlo unos golpecitos en el hombro y señaló el este.

—Aquí viene…

Una gran ola curva e hinchada golpeó como una avalancha y rodó por la contramuralla. Por toda ella, entre la espuma, los defensores lanzaban estocadas contra las figuras que rielaban con un brillo fosforescente y se precipitaban encabritadas.

—¡Cógela! —rugió Corlo con todas sus fuerzas entre el trueno de la ola que los invadía. Barras parecía inconsciente, una figura desaliñada vestida con una camisa de lino empapada, el cabello largo y apelmazado chorreando, unos trapos le envolvían las ingles y los pies.

Cuando la ola alcanzó el punto contrario, abultada y rompiendo ya, dos jinetes se abalanzaron, ambos empuñando lanzas dentadas. Barras pareció limitarse a apartar una estocada con un ligero movimiento mientras cogía la otra lanza y se la quitaba de las manos al jinete. Los ballesteros y los arqueros dispararon andanadas e hicieron retroceder a las dos figuras de los yelmos. No dejaron de observar a Barras con expresión firme mientras se hundían y desaparecían. Barras tiró lejos la lanza, que estalló en fragmentos sobre los baluartes enlosados.

—Admito que estoy impresionado —comentó Hagen.

El elegido se acercó a Corlo. El vapor brotaba en jirones del guardia de la tormenta. Se quitó el yelmo de un tirón y se echó hacia atrás el pelo empapado.

—¡Tu amigo debe defender la muralla! —rugió—. ¡Si no lo hace, la próxima andanada la recibe él! ¡Y tú eres el siguiente!

—Debo acercarme más.

—Nada de eso. No voy a perder a dos hombres por esta posición.

—El tiempo se acaba —advirtió Hagen—. Ya crece la próxima ola.

Corlo hizo bocina con las manos alrededor de la boca.

—¡Comandante de la espada! ¡Comandante! ¡Juramentado!

En las defensas, la cabeza de Barras se volvió hacia ellos poco a poco. Corlo era incapaz de distinguir su expresión tras el cabello y la barba azotados por el viento. Podría ser el momento, quizá se hubiera rendido ya. Para Corlo era el último recurso y solo de pensarlo le dio un vuelco el estómago. ¡No! ¡Eso sería terrible! Pero tenía que salvarlo… Enfermo, levantó las manos y se obligó a estirar unos dedos entumecidos.

—¡Siete! ¡Siete de la Espada!

Le pareció a Corlo que los ojos se ensanchaban, que la boca se abría como si no pudiera creerlo. Corlo levantó las manos más todavía con los dedos estirados. Barras alzó sus propias manos, se las quedó mirando y después las levantó al aire con siete dedos también estirados.

—La ola… —advirtió Hagen.

—¡Sí! ¡Siete!

Las manos cayeron y la desarreglada figura se quedó mirando a su alrededor, como si volviera en sí. La ola chocó, el impacto hizo que todo temblase, y empujó un coletazo de espuma que ocultó la figura de Barras en las almenas. Cuando cayó la cortina, Barras permanecía allí, empapado, esquivaba las estocadas de dos jinetes y después disparó un brazo para derribar a uno tras la muralla. Al otro le dio un puñetazo, el yelmo se hizo pedazos como una concha agrietada para revelar, por un instante, una cabeza muy parecida a la de cualquier hombre, si acaso más pálida y delgada. Ese jinete también se hundió.

Barras recogió la espada que continuaba a sus pies, se volvió y señaló a Corlo.

En lugar de emocionarlo, a Corlo el gesto lo aterró. Soy hombre muerto. Si no son los jinetes, entonces mi propio comandante. Lo siento mucho, Barras.

El elegido rezongó de alivio.

—Bien. Por un momento me preocupé. La amenaza de la muerte siempre los hace volver en sí. ¡Medio destacamento, retírense! ¡Caliéntense los huesos! Vosotros dos también —añadió, indicando a Corlo y Hagen.

Mientras arrastraban los pies hasta la torre más cercana, Hagen se inclinó hacia Corlo, que lo seguía como podía.

—Impresionante. Tu hombre me recuerda al que era el campeón antes que yo, aunque este no tiene la elegancia de ese hombre. También era malazano. Lo llamaban Viajero. ¿Lo conoces?

Corlo sacudió la cabeza, apenas escuchaba y tenía la sensación de que iba a vomitar, tanto se odiaba en ese momento.

—No. No conozco a nadie llamado Viajero.

—¿No? Una pena. Si alguien merecía la fama, era él. Yo sería capaz de enfrentarme a cualquiera con espada, hacha o lanza, pero no a ese tipo. —El toblakai se inclinó todavía más y miró a derecha e izquierda—. Se escapó, ¿sabes? —susurró con voz ronca, y le guiñó un ojo.

Corlo fue incapaz de mostrar interés por las insinuaciones del otro. De lo que yo he hecho, Hagen de los toblakai, no hay forma de escapar.

Cerca del centro de la muralla, la puerta de una torre menor se abrió con un golpetazo y entraron dos elegidos de la tormenta ayudando a Hiam, el lord protector. Lo sentaron junto a un fuego vivo. Uno le sacó el yelmo y le sirvió un vaso de té humeante. El otro le arrancó los guanteletes cubiertos de hielo y frotó las manos pálidas y agarrotadas.

—Hizo dos turnos en lo peor de la lucha —dijo Shool, agachado, frotándole las manos.

—¡La próxima vez, venid a buscarme! —gruñó el mariscal del muro Quint.

—¡Estaba yo con él!

—Dejad de reñir —articuló Hiam como pudo con los labios entumecidos—. Estoy bien.

Los ojos entrecerrados, Quint ladeó la cabeza hacia la puerta. Shool asintió. En un aparte, Quint se volvió hacia el más joven.

—Jamás debes permitir que pase esto —le siseó, indignado.

—Yo no puedo darle órdenes…

—¡Entonces ven a buscarme! ¡Envía recado! Lo que sea.

—Está resuelto a…

—Lo sé. Pero resistir hasta el final es mi trabajo, no el de él. No podemos permitirnos perderlo. ¿Comprendido?

—Sí.

El rostro lleno de cicatrices del más maduro se suavizó y cepilló el hielo medio fundido y la escarcha del manto de Shool.

—Es demasiado pronto para esto, ¿no? Espera a las hogueras de plena temporada y a las mareas altas. No solicitemos la Gracia de la Señora todavía, ¿de acuerdo?

Un asentimiento brusco de Shool, que apenas era capaz de tenerse en pie tampoco.

—Muy bien. Hasta ahí llega, ya sabes, mi lado comprensivo. De ahora en adelante es el cabo de mi lanza para todos vosotros y el extremo interesante para los jinetes, ¿de acuerdo?

El muchacho consiguió esbozar una media sonrisa.

—Sí, mariscal del muro.

—Bien. Aquí hemos terminado. —Quint se puso el yelmo y abrió de un tirón la puerta, que admitió una ráfaga de viento gélido y un torbellino de nieve, y después se dirigió a grandes zancadas hacia los baluartes.

Shool empujó la gruesa puerta y la cerró tras él. Sí, vieja lanza, no cabe duda de que ya habrá tiempo para la Gracia de la Señora. Lo veo en los ojos de todos los hermanos y hermanas. Puede que todavía pasemos todos a ver a la Señora antes del fin de esta temporada.