3

¡Dominador de la violencia!

Y violencia dominada.

Compañero de la oscuridad.

¡Salve, señor de la guerra!

El martillo cayó

y el puño pesado.

¿Qué antiguos filones

explota él cuando

los pensamientos nocturnos se vuelven

hacia la falla, la fractura,

y a lo que debe hacerse?

Lamento por el Caudillo

Pescador Kel’Tath

Cortesanos en galas brillantes atestaban antaño el salón de recepciones de Fortaleza Paliss, capital de lo que había sido el reino soberano de Rool. Los tapices cubrían los muros de piedra. Largas mesas ofrecían manjares y vinos de tierras lejanas y exóticas en aquel, el estado más poderoso de Puño, rival del korelriano.

En otro tiempo.

Pero en esos tiempos el amplio salón permanecía vacío, oscuro y frío. Un único ocupante, aparte de sus guardias, se sentaba a una mesa desnuda, de espaldas a una conflagración de llamas que rugía en un hogar de piedra a cuatro pasos de distancia.

Ussü entró y cruzó el ancho salón sin iluminar. Las sombras danzaban sobre él, parpadeando desde el lejano fuego. Su amo y señor, Yeull’ul Taith, comandante de lo que quedaba del Sexto Ejército malazano, jefe supremo de Puño, permanecía sentado, poco más que una silueta de la noche, aguardándolo.

A Ussü lo acompañaba Borun, moranthiano negro, líder de un contingente de esa raza que había naufragado en Puño unos quince años antes y se había convertido en el segundo de Yeull. Comandante de lo que los nativos maldecían como las «Manos Negras» de Yeull.

Ussü observó que las botas de la armadura de Borun arañaban la piedra mientras que sus pasos avanzaban en comparativo silencio. Bajó la vista y contempló sus sandalias de cuero casi invisibles bajo capas de túnicas. Silencioso. Oculto. Y así había sido siempre. ¿Quién iba a saber que él, Ussü, otrora mago de poca monta dentro del Imperio, se dedicaba a perseguir el poder por otros medios más oscuros?

Se detuvieron delante de su comandante. Sí, comandante, eso era. Yeull’ul Taith. Jefe supremo. Puño, en cierto modo. Primero desapareció Melena Gris, expulsado por sus indignantes inclinaciones. Después ese gobernador nombrado por el Imperio, ¿cómo se llamaba? Lo habían encontrado muerto. Y después la puño Udara, pero su suicidio había parecido genuino. Y al final Yeull, aferrándose como un hombre que se agarra a un tablón en una tormenta. Le aterraba la traición. Pero seguía aguantando de todos modos, incluso más aterrado de soltarse.

Yeull se irguió, un espeso rebozo de piel de oso le colgaba de los hombros. El largo cabello negro le caía húmedo por el sudor sobre una cara pálida repleta de cicatrices. Los ojos oscuros pasaban indiscriminadamente de Ussü a Borun.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Noticias, mi señor. De cierto tipo.

Yeull se inclinó en su sillón alto y envolvió el respaldo con un brazo.

—Miraos. —Señaló a Ussü—: Blanco. —Después a Borun—. Y negro.

Ussü prefería los tonos pálidos, como el marfil y el color crema. Y tenía el pelo largo y gris por completo. Mientras que Borun era, por supuesto, negro.

—¿Uno va a sugerir cautela, el otro precipitación?

—Mi señor…

—¿Uno va a demostrar ser digno de confianza, el otro… bueno… no tanto?

—¡Mi señor!

Los ojos oscuros se aguzaron.

—Jefe supremo.

Ussü se inclinó.

—Sí, jefe supremo.

—¿Qué pasa? —Se sirvió un vaso de vino de un decantador de barro—. ¿Hace frío aquí? Siento frío.

En pie, delante del fuego vivo, el sudor empezaba a escocer en las axilas de Ussü, en el pecho y la cara.

—No, mi… jefe supremo. Yo no tengo frío.

—¿No? ¿No tienes frío? —Se tomó el vaso entero de un solo trago—. Yo sí. Hasta los huesos.

—Lo llama.

Yeull alzó la vista, había estado estudiando el vaso vacío.

—¿Qué? ¿Alguien me llama? ¿Quién?

—El prisionero —dijo Borun, su voz era un gruñido áspero.

Yeull dejó el vaso con cuidado y se irguió en su asiento.

—Ah. Ese. ¿Qué quiere?

—Debe de tener noticias para nosotros, puño supremo. Algo que ofrecer, en cualquier caso.

—Hace frío… Juro que hace frío. —Yeull se volvió—. Más madera para el fuego.

Ussü le lanzó una mirada rápida a Borun, pero no vio nada por la ranura de la celada bajada. ¡Esos moranthianos y sus armaduras! El hombre debía de estar asándose.

—¿Y bien? —exigió Yeull—. ¿Por qué estáis aquí hablando conmigo? Hablad con él.

—Solo hablará con usted.

—¿Conmigo?

—Sí, puño supremo.

—Imposible. —El puño supremo se ciñó mejor el manto de piel de oso alrededor de los hombros.

Ussü contuvo su irritación.

—Ya hemos tenido esta conversación, puño supremo. Tiene que ser usted. Ningún otro.

El hombre había vuelto la cabeza, la mirada distante, casi vacía.

—Hará frío ahí abajo. Tan abajo.

—Llevaremos antorchas.

—¿Qué? ¿Antorchas? Sí. Fuego. Debemos llevar fuego.

Recorrieron los salones oscuros y vacíos de la Fortaleza Paliss. Los guardias (todos regulares malazanos) hicieron saludos militares y descorrieron los cerrojos de las puertas que llevaban a pasajes más profundos. Ussü observó las numerosas barbas grises que había entre ellos. Ninguno se estaba haciendo más joven, incluyéndolo a él. ¿Quién continuaría? Habían reclutado y adiestrado a miles de soldados entre los ciudadanos de Rool y Skolati, habían organizado un ejército de más de setenta mil soldados, pero muy pocos de los nativos ostentaban un rango superior al de capitán.

Los oficiales malazanos originales constituían el cuerpo de gobierno. Era, de hecho, el gobierno permanente de una élite militar de ocupación. Pero su generación iba desapareciendo. ¿Quién recogería el cetro, (o la maza, en ese caso) del gobierno? La mayoría tenía hijos, convertidos ya en hombres y mujeres, pero esos formaban la nueva aristocracia mimada, en absoluto interesada en el servicio, o en el mundo que se extendía más allá de sus extensas fincas. No, con cada año que pasaba, Ussü estaba cada vez más convencido de que la política local de Puño y la korelriana se limitaba a hacer caso omiso de los invasores, hasta que desaparecían. Como iban a desaparecer ellos, soldado tras soldado, hasta que no quedara nada, salvo armaduras podridas y estandartes llenos de polvo de olvidadas y lejanas tierras expuestos en lo alto de un muro.

El punto muerto de la invasión inicial se había osificado en unas relaciones formalizadas. Parecía que, en lo que a los korelrianos se refería, los malazanos se limitaban a gestionar la isla de Puño como la última dinastía rooliana había hecho antes que ellos. Un simple cambio en la administración. Frustración no era la palabra. Fracaso, quizá, era lo que más se acercaba a describir el mordisco ácido en el estómago y el alma de Ussü siempre que pensaba en ello. Le había fallado a sus superiores, a cada comandante en su momento; no había conseguido cumplir la única tarea asignada: lograr la dominación malazana en ese teatro de operaciones. Décadas atrás, antes de que la flota invasora dejara Unta, el propio Kellanved le había encomendado la tarea.

Recordaba la sorpresa y el terror que había sentido ese día, tanto tiempo atrás ya, cuando el viejo ogro lo había cogido por el brazo y lo había llevado por el espigón del puerto de Unta. Danzante los había seguido, ¡cómo había perseguido la mirada de aquel hombre cada uno de sus movimientos!

—Ussü —había dicho Kellanved—. Te diré una cosa: al final, la conquista no se trata de qué territorio o recursos controlas… se trata de repartir toda la baraja.

Y él había articulado algo insípido sobre que desde luego esa era su intención; el emperador le había soltado el brazo y había apuntado al sur con el bastón, con gesto impaciente.

—En todas partes, para cada región, para cada persona, se reparten manos de la baraja de los Dragones. Para crear un verdadero cambio fundamental, debes forzar que todas las manos se vuelvan a barajar y repartir. Concéntrate en eso.

Y el hombre había sonreído con astucia, apoyado en la cabeza de mastín de plata del bastón, con los ojos clavados en el agua, y Ussü recordaba haber pensado: Como has hecho tú, allá donde has ido.

Llegaron a los niveles inferiores de la construcción. Una puerta de hierro cerrada con llave impedía la entrada a los túneles más profundos tallados en la roca nativa. Allí Ussü utilizó una llave de su propio cinturón para abrir el portal; no quedaba ningún guardia. Delante de él, Borun y Yeull encendieron antorchas con unos faroles y continuaron. Ussü cerró la puerta con llave a su espalda.

Creía que esos toscos pasadizos serpenteantes databan de antes del establecimiento de Paliss como capital del estado, o incluso como asentamiento. Le parecía que el polvo que levantaban sus pisadas portaba un sabor acre a humo y sulfuro. Quizá un resto de aquel lago, el inmenso cráter que dominaba la gran isla.

La antorcha de Yeull chisporroteó y siseó en sus manos; el hombre iba temblando por delante de Ussü, murmurando por lo bajo como si conversara consigo mismo. Ussü se preguntó, y no por vez primera, cuándo empezaría a ser necesario un nuevo jefe supremo. Ni él ni Borun; ambos habían encontrado ya su lugar. Quizá uno de los comandantes de división que quedaban, Genarin, o Tesh kel. Yeull jamás había sido muy popular entre los hombres, era dado a ensimismarse. Pero en los últimos tiempos se había ido haciendo cada vez menos fiable.

Borun encabezó la marcha a una cámara tallada en piedra. En un lado se abría una fila de alcobas más pequeñas, cada una con barrotes. Celdas. Y alrededor de la sala principal, instrumentos de… «castigo y persuasión».

Tal y como Ussü los había encontrado hace tantísimo, cuando había caído la fortaleza. Seres sedientos de sangre, esa última dinastía rooliana. Y olvidado en el pozo más lejano, soportándolo, quizá más viejo incluso que esa generación misma, el último ocupante. ¿Se les había pasado por alto durante esos últimos días de pánico, cuando se cerraba el puño malazano? ¿O ya lo habían olvidado, filtrándose de la memoria viva de la humanidad a medida que dinastía seguía a dinastía en sus ciclos de rebelión y declive? ¿Quién podía decirlo? El prisionero desde luego se negaba a iluminarlos.

Borun se detuvo ante un gran sarcófago de hierro de unos tres pasos de longitud que yacía dentro de un armazón de metal sobre la piedra desnuda. Colocó su antorcha en un brasero y después echó mano de una alta rueda de hierro que había junto al armazón. Esta la fue moviendo con un trinquete, la respiración entrecortada por el esfuerzo. A medida que la rueda se movía, unos largos pinchos de hierro fueron saliendo poco a poco de unos agujeros abiertos en los lados del sarcófago, y en filas en la parte delantera.

Cuando los extremos de este sinfín de pinchos de hierro surgieron del interior de las aberturas manchadas, un fluido denso y negro, una especie de sangre, goteó viscosa y espesa de las puntas de las agujas. Una exhalación de aliento baja y profunda resonó entonces. Removió el polvo que rodeaba el sarcófago.

Ussü se inclinó sobre el ataúd.

—¿Cherghem? ¿Me oyes?

Una voz no más sólida que ese aliento resonó en el interior. Te oigo.

—¿Dices que tienes información para nosotros? ¿Percibes algo?

Comida. Agua.

—No hasta que hables.

Agua.

Ussü cogió un cucharón de un cubo cercano y regó con su contenido los agujeros que los pinchos habían abierto en el hierro que ocultaba la cabeza del cofre.

—Toma. Ya tienes agua. ¡Ahora habla!

¿Y el jefe supremo? ¿Está aquí?

—Sí. —Ussü le hizo un gesto a Yeull para que se adelantara.

Pero el jefe supremo no quiso moverse; permaneció inmóvil, con los ojos clavados, una mano aferrada al cuello de piel, la otra blanca alrededor del mango de una antorcha sujeta tan cerca que casi le podía prender el pelo. Su rostro parecía exangüe; la madeja de cicatrices, lívida.

—Puño supremo… —empezó a decir Ussü con tono zalamero—, debe hablar.

La boca se abrió, pero no salió sonido alguno.

Lo percibo ahí, el corazón martilleando como una estrella en la noche. Jefe supremo, tengo noticias para ti.

—¿Sí? ¿Noticias? —graznó el hombre, acongojado—. ¿Qué noticias?

Vienen a por ti, Yeull.

—¿Qué es eso? ¿Quién?

Ussü lanzó una mirada incierta por encima del sarcófago a Borun, que había ladeado la cabeza recubierta por la armadura, los guanteletes apretados en un puño.

No creerías que te permitirían tener tu propio señorío, ¿verdad? Tus superiores, a lo lejos, al norte, vienen a reafirmar el control de su territorio. Seguro que te cuelgan como usurpador.

—¿Cómo puedes saber eso? —inquirió Ussü.

Noto su acercamiento.

—¿De dónde vienen? ¿Del oeste o del este?

El este.

A Ussü no le parecía posible que el puño supremo pudiera empalidecer todavía más, pero lo hizo.

—Puño supremo… no podemos estar seguros…

Pero Yeull ya estaba retrocediendo, agitando la cabeza en una aterrada negación, los ojos convertidos en enormes pozos oscuros.

—No, ya vienen… jamás pararán. Jamás me dejarán en paz.

Ussü se movió para seguirlo.

—Puño supremo…

¿Y adivinas quién los lidera?

Aunque Ussü sabía que aquel antiguo ser estaba riéndose en el fondo, saboreando el poder que tenía sobre ellos, se volvió para mirar la impasible máscara de hierro, tenía que preguntarlo.

—¿Quién?

Tu viejo amigo, jefe supremo… el que algunos llaman Empuñapiedras.

Yeull dio un salto hasta la rueda y se le cayó la antorcha.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

Percibo lo que lleva al costado, un artefacto único en toda existencia, salvo por otro.

El ruido del trinquete del mecanismo sorprendió a Ussü cuando giró bajo la mano de Yeull.

Los pinchos se incrustaron, implacables, en la carne de Cherghem (la poca que había), a mucha más profundidad, más clavados que nunca, y el prisionero gimió y sufrió una convulsión, una sacudida que agitó la piedra bajo los pies de los humanos. Y después, silencio. Ussü escuchó con atención en busca de una inspiración, no oyó ninguna.

—Ya has dicho bastante —rezongó Yeull con los dientes apretados y un gesto de desdén. Recuperó su antorcha y señaló las escaleras. Cuando echaron a andar, el comandante moranthiano se retrasó para unirse a Ussü.

—¿Cree que estaba mintiendo?

—No. Era inevitable… solo que antes de lo que yo esperaba.

—¿Qué debemos hacer?

Ussü observó la espalda del jefe supremo, casi invisible en la oscuridad.

—Más relevante para mí es la pregunta… ¿qué hará usted?

Las placas de la armadura quitinosa del moranthiano chirriaron en un encogimiento de hombros que sugería indiferencia.

—He comprometido mi palabra con Yeull, mi comandante. Él ordena, yo obedezco.

—Entiendo. —Ussü no se molestó en disimular el alivio que sentía. Más de mil moranthianos negros, nuestro núcleo de hierro. Puede que todavía tengamos una oportunidad—. A través de mis contactos avisaré a Mare, que sepan que se acerca otra flota invasora. —Llegaron de nuevo a la puerta cerrada con llave y el jefe supremo Yeull esperó, las mandíbulas apretadas y rígidas, un gesto de frustración y rabia frustrada—. Con un poco de suerte —terminó Ussü—, ni un solo barco escapará de ellos, como antes.

No menos de cinco veces, Tal, Primera de la Caza, le prometió sangre a su banda de guerra. Y en cada ocasión los intrusos se deslizaban entre sus dedos. Ninguna emboscada triunfó. Ni siquiera el frío creciente ralentizó el paso de esos extranjeros por los campos de hielo. Y la Caza, la principal batida jhek, debió contentarse con una larga persecución por las grietas del Gran Agal del Norte.

Tal dio el alto y se quitó los abultados mitones de pelo y piel. Su aliento nubló el aire. Hemtl, su segundo, se detuvo junto a ella. La capucha de piel y la protección de marfil para los ojos le oscurecían la cara, pero la líder podía imaginar la mueca enfurruñada e infantil. El joven señaló las huellas que marcaban la nieve.

—Todavía llevan la delantera. Deben de ser de los demonios de antiguo, los forkrul.

—Los forkrul no huirían —dijo una tercera voz y Tal contuvo una sacudida de sorpresa. Ruk lo había vuelto a hacer. Se volvió, ahí estaba, brazos y piernas retorcidos, envuelto en sus pieles blancas, el cabello más blanco aún, la plata pálida de la escarcha—. Al menos no de nosotros —terminó.

—¿Qué sabrás tú de los forkrul? —quiso saber Hemtl. Con una mueca, Tal les dio la espalda. El segundo eres tú, Hemtl. Ruk no buscó el cargo. No hace falta recordárselo a nadie, salvo a ti mismo.

Ruk se quedó callado y permitió que el viento susurrara su respuesta a cada uno: «Más que tú».

El resto de la partida se había detenido a cierta distancia y se había agazapado, indistinguible entre los ventisqueros barridos por el viento.

—Esto es inútil —le dijo Tal al horizonte de un blanco cegador—. Ya he perdido la cuenta de los rastros que hemos pasado.

—Cinco osos de nieve y algunos rezagados del rebaño del río Hielo —le indicó Ruk.

—¡Ha de responderse al insulto! —gruñó Hemtl.

Todavía sin mirarlos, Tal dejó escapar una larga columna de aire.

—¿Qué dice la tierra?

—La piedra y la roca están muy lejos, Tal —dijo Ruk—. El hielo jaghut ahoga todas las demás voces.

—¿Sin embargo?

—Sin embargo, hay susurros…

Se volvió hacia el anciano. ¿Por qué la reticencia? La mirada protegida del viejo estaba vuelta. El cabello volaba al aire. ¿Es que el hombre no sentía el frío cortante de su viejo enemigo? Por primera vez en aquella partida de caza, Tal sintió la tirantez en la garganta que te atenaza cuando arrinconas a un oso de nieve o a una bestia de grandes colmillos. ¿Quiénes eran esos desconocidos?

—¿Susurros de qué? —dijo sin aliento.

—De la Fortaleza Ancestral. Tellann.

—¡Imposible! —estalló Hemtl—. Eso no puede ser.

—No es imposible —respondió Tal, pensativa—. Los ancestrales todavía recorren la tierra. Logros, Kron, Ifayle. El camino sigue abierto… solo hemos perdido el rumbo.

—La maldición jag del hielo lo ha asfixiado —asintió Ruk.

—Hay otros modos… —dijo Hemtl, la voz hosca—. El dios Roto llama.

—Él no es de la tierra —respondió Ruk con un rechazo absoluto.

Tal alzó una mano para dar el alto.

—Ruk y yo nos adelantaremos, para ver si quieren hablar con nosotros.

—¿Hablar? —dijo Hemtl—. ¿Con qué fin?

—¿Quién sabe? —Y se echó a reír para reprender a Hemtl—. Quizá se rindan, ¿eh?

Tal y Ruk avanzaron a la carrera. Intensificaron el trote habitual de la persecución que habían sostenido legua tras legua y acortaron la distancia que había entre ellos y sus presas. Tras un tiempo, el cambio de táctica se descubrió y los cuatro que iban por delante fueron frenando hasta detenerse; los aguardaron al otro lado del hielo. Al acercarse, Tal y Ruk también fueron disminuyendo la velocidad y se detuvieron al fin. Tal extendió las manos enguantadas.

—¿Me entendéis? —preguntó en korelriano.

—Te entendemos —respondió una voz con acento marcado desde el otro lado del campo barrido por el viento—. ¿De qué tendríamos que hablar?

¿De qué tendrían que hablar? ¿Por dónde podría empezar?

—¿Con qué derecho cruzáis nuestras tierras con tanta arrogancia?

Los cuatro hablaron entre sí. Uno se llevó las manos alrededor de la boca.

—¿Vuestras tierras? Creíamos vacíos estos yermos. ¿Por qué nos perseguís?

¿Por qué? ¡Pero qué necios resultan estos extranjeros!

—¿Por qué? ¡Porque estas son nuestras tierras! Sois intrusos. Coméis caribúes, es alimento arrebatado a nuestras familias.

Los cuatro volvieron a hablar.

—Queremos disculparnos. Pero hay muchos. ¡El rebaño se cuenta por miles!

Tal y Ruk no pudieron evitar intercambiar miradas de exasperación. ¡Extranjeros! Que los dioses ancestrales los libraran de los necios incapaces de comprender. Tal les contestó a través del hielo.

—Sí, eso parecería. ¡Sin embargo, cada uno de esos ya está reservado, y lo están para todas nuestras familias! ¿Qué hay de los rebaños de vuestros señores? ¿Y si todos se mantuvieran juntos y alguien, al ver su número, se quedara con uno al ver que su número asciende a tantos? ¿Qué le ocurriría entonces a esa persona?

—Sería encarcelado o mutilado —admitió el intruso extranjero, su voz sonaba cansada—. Muy bien. Adelantaos. Quizá deberíamos hablar.

Tal miró a Ruk, que asintió con la cabeza. Encontraron a tres hombres y una mujer, los cuatro mal vestidos para el frío, temblando, los cueros bajo los mantos empapados en sudor que se congelaba y convertía en escarcha y hielo ante los ojos de Tal. ¿Cómo habían podido esos desgraciados tan mal preparados haberlos adelantado una y otra vez? Pero el portavoz, un tipo musculoso y achaparrado, de piel oscura, estaba acuclillado esperándolos con calma. Tal se agachó junto a él.

—Saludos.

—Saludos. Parece que os debemos una disculpa y algún tipo de compensación. Cosa que es aceptable para nosotros si lo es para vosotros. ¿Qué pago requeriríais?

Asombrada, Tal alzó la mirada hacia Ruk, pero se encontró con que el hombre le sonreía de oreja a oreja a uno de los desconocidos, un jovencito flaco con una mata rebelde de denso cabello negro. Lucía también un broche en el manto de lana, una serpiente o dragón de plata sobre un campo rojo. La visión de esa insignia provocó un reconocimiento lejano en Tal.

—Vuestros nombres, primero —preguntó al pensar en esa vaga impresión.

Los cuatro intercambiaron miradas inseguras. ¿Por qué la inquietud? ¿Qué podrían tener que ocultar? Pero entonces el portavoz se encogió de hombros.

—De acuerdo. Yo soy Penas. Estos son Dedos, Lazar y Shell. Somos de la Guardia Carmesí.

Tal se balanceó sobre los talones. Ese era un nombre que conocía. La Guardia Carmesí. Habían gobernado Stratem, hacia el sur, en la época de su abuelo. Guerreros y magos, le había contado este. La guerra es para ellos lo que la caza para nosotros. Al examinar a aquellos cuatro, Tal empezó a preguntarse quién había dejado escapar a quién tantas veces ahí atrás, durante la persecución.

Los dos llamados Dedos y Shell se irguieron entonces y empezaron a pasear la mirada. Penas frunció el ceño.

—¿Qué…?

—Es una trampa —dijo Dedos—. Estamos rodeados.

Ruk se irguió de un tirón y maldijo.

—¡Ese joven necio!

Tal también se incorporó, ya sabía lo que iba a ver. Hemtl había dispuesto la Caza en un amplio círculo y se estaban acercando, él en cabeza. Los señaló con la lanza.

—¡Haced daño a esos dos nuestros y morís todos! —exclamó.

Ninguno de los cuatro había hecho movimiento alguno para defenderse o retener a Tal y Ruk. Tal alzó las manos y miró a Penas.

—No teníamos conocimiento de esto.

Penas asintió con gesto suave.

—Lo sé, no os habríais entregado de otro modo.

—Déjame hablar con él.

—Mejor será —respondió el hombre en voz baja.

Esa pequeña advertencia empujó a Tal a correr hacia Hemtl. Ruk se quedó donde estaba, como si se ofreciera como rehén por pura vergüenza.

—¡Necio! —rezongó la mujer al acercarse.

El joven resollaba y tenía el rostro acalorado.

—Los tenemos. Vuestro truco los detuvo.

—No fue ningún truco. Esto no es un juego. Estaba llegando a un trato. Y ahora, gracias a ti, dudo que sea capaz de salvar algo…

Pero Hemtl no la estaba mirando. Con la lanza en ristre se puso a gritar.

—¡Liberad a nuestro hombre o moriréis todos!

Tal le dio un empellón. El golpe mandó la visera del joven por los aires y le soltó la melena de largo cabello ondulado, que quedó a merced del viento. Abrió mucho los ojos.

—Ahora lo entiendo —dijo sin aliento—. Querías traicionarnos, y dejar que escaparan a cambio de un pago. Eres una puta…

Tal alzó el brazo para abofetearlo otra vez, pero él fue más rápido y fue como si al instante la lanza del hombre le hubiera atravesado el estómago. La mujer sintió la ancha cabeza de pedernal que le rozaba el hueso de la pelvis. Qué fácil es morir, pensó, asombrada, antes de que un mar de dolor borrara todo lo demás. Para su vergüenza, chilló, pero por encima de eso oyó el rugido de rabia desquiciada de Ruk.

Tal no esperaba volver a despertar jamás, pero lo hizo. Era de noche. Las luces de las fortalezas rielaban de color rosa y verde en el cielo negro lleno de estrellas. Un fuego ardía cerca. La cara de una mujer se cernió sobre ella. La extranjera, Shell. Y después Ruk, la cara húmeda de lágrimas.

—Qué… qué… —murmuró antes de que el sueño se la llevara una vez más.

Cuando volvió a despertar, ya era de día y estaba sujeta a un travesaño. Los hombres y las mujeres de su partida de caza se habían reunido a su alrededor. Ruk se abrió camino hasta ella y le cogió la cabeza con las manos ásperas.

—Creí que te habíamos perdido.

—¿Qué pasó?

—Te curaron. Los extranjeros te curaron. Estaba muy por encima de nuestras habilidades. Ahora te llevamos a casa.

—¡Ruk! —gruñó ella, después jadeó de dolor—. ¿Qué pasó?

El anciano apartó la mirada. El viento sacudió su cabello largo y brillante como la nieve.

—Lo maté.

Eso le había parecido a Tal. Bien, al menos se las había arreglado para que quedara entre ellos. Nada de nuevos odios mortales. Ruk se presentaría ante el guth ull, el consejo de jefes, y escucharía su fallo. Tendrían que ser benévolos, dadas las circunstancias.

—¿Y los extranjeros?

—Se han ido.

—¿Ido? ¿Ni siquiera puedo darles las gracias?

Ruk sacudió la cabeza, maravillado ante las extrañas costumbres de los que no disfrutaban de la bendición de ser de los jhek.

—Se fueron en cuanto supieron que estabas curada. No quisieron esperar. Dijeron que debían apresurarse porque debían ir a rescatar a un amigo. Qué raros son estos extranjeros, ¿no?

No. Quizá no tan raros, viejo amigo.

—Bueno, ¿y dónde estamos, si se puede saber, en el nombre de todos los puñeteros Falah’dan?

Kiska miró al hombre. Su… ¿qué? ¿Protector? Con franqueza, antes preferiría morir. ¿Guía? Era obvio que no. ¿Compañero? Poco probable. ¿Aliado?… Quizá. Siendo generosa, quizá. No sabía nada del tipo, aunque le gustaría pensar que la Encantadora no era tonta. Se estaba envolviendo la cara y el cuello con un paño con movimientos que indicaban mucha práctica, estaba en su salsa. Kiska examinó el horizonte, legua tras legua de desierto casi desolado postrado bajo un cielo apagado de color pizarra. Conocía ese lugar. Había pasado mucho tiempo, pero ¿cómo podía olvidarse nadie de él?

—Sombra. Estamos en el reino de Sombra.

El hombre lanzó un gruñido de disgusto.

—¿El reino del Embustero? En mis tierras se lo insulta.

Kiska se arrodilló y dejó su petate en el suelo. Sacó varios artículos de sus bolsillos y cintura, incluyendo un pellejo de agua, carne seca envuelta y el saco, y lo dobló todo bien para meterlo en el petate, que después ató con una cuerda y se lo echó a la espalda. Sacó un trapo gris de debajo de su camisote de cuero y, como Jheval, se envolvió la cabeza y la cara con él. Unos guantes finos de cuero completaron el cambio, se los subió bien de un tirón y después comprobó las lazadas de los dos cuchillos largos que llevaba hacia la parte posterior de cada cadera.

Jheval la miró de arriba abajo, desde las botas ya polvorientas que le llegaban a las rodillas, subiendo por los pantalones hasta el camisote de manga larga y el tocado que se estaba remetiendo.

—Vas con una armadura demasiado ligera —comentó.

—Tendrá que servir.

—No servirá.

—Ese es mi problema.

—No si tengo que llevarte yo.

—No lo harás.

El nativo de Siete Ciudades se había vuelto a medias para examinar el entorno, pero la miró de reojo, perplejo.

—¿Cómo lo sabías?

Gilipollas. Kiska señaló a un lado.

—Vamos a echar un vistazo desde ese otero —dijo, y se alejó. Tras un momento oyó que la seguía. Al menos no ha intentando ponerse al mando. Ya es algo. Y tuvo la elegancia, o la confianza, de admitir que no tenía ni idea de dónde estábamos. Nada demasiado insufrible todavía.

Las arenas flexibles tiraban de sus pies; ya estaba cansada. Desde la pequeña elevación vio lo que supuso que eran las colinas de las que había hablado la Encantadora. No eran más que bultos en el horizonte, a lo lejos, o lo que Kiska supuso que era lejos; en Sombra no había forma de saberlo. Junto a ella, Jheval gruñó al ver las colinas y en esa única vocalización, Kiska leyó su frustración y disgusto ante aquella vista.

Con una sonrisa tras el pañuelo, Kiska empezó a bajar la ladera.

Algo más tarde (y la joven no tenía forma de saber cuánto tiempo habría pasado), mientras caminaban más o menos uno al lado del otro pero separados, Kiska se cansó de guiñar los ojos para mirar a lo lejos en busca de alguna pista de la geografía que había encontrado durante anteriores visitas a ese reino. No veía nada conocido y decidió que era ridículo buscarlo; Sombra debía de ser inmenso, era como si un viajero en Genabackis esperara vislumbrar las montañas Fennen en cualquier momento.

Durante todo ese tiempo no había dicho nada. Claro que, tampoco lo había dicho Jheval. Kiska carraspeó y, con la mirada clavada en el frente, se decidió.

—Bueno. En el sentido estricto de la palabra, ¿deberíamos ser enemigos?

Una pausa silenciosa, quizá lo bastante larga para un encogimiento de hombros.

—En absoluto. ¿Eres una especie de fanática del Imperio?

—¡No! Me retiré del servicio. —Lo miró, furiosa, y vio que los ojos masculinos esbozaban una mueca divertida sobre lo que debía de ser una sonrisa oculta por el pañuelo—. Era guardaespaldas privada.

No era fácil distinguirlo, pero le pareció que la sonrisa desaparecía.

—No tan diferentes, entonces.

—Somos bastante diferentes, muchas gracias —contestó ella con arrogancia, y lo lamentó al instante, ese tono gazmoño de superioridad. Él se limitó a lanzar una risita profunda de complicidad y Kiska se alegró entonces de contar con el pañuelo para ocultar su arrebol avergonzado.

A pesar de todo lo que caminaron, la cordillera no parecía más cerca. Los campos de colinas intercalados con llanuras de rocas se sucedían con monotonía. Pasaron junto a alguna que otra ruina de columnas inclinadas y muros de piedra destrozados medio enterrados en las arenas. El vacío le pareció extraño a Kiska; ella recordaba un lugar mucho más atestado.

—Fuimos enemigos en otro tiempo, supongo —dijo el hombre tras un rato, quizá solo para oír una voz humana en todo ese silencio—. Pues tú pertenecías a la Garra.

Kiska se volvió hacia él, a punto de pedir cuentas sobre quién había dicho eso y negarlo rotundamente, pero entonces cayó en la cuenta de lo absurdo que era todo, se le bajaron los humos y dejó caer los hombros. Hizo un gesto despectivo y continuó.

—¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo la Encantadora?

—No. Lo llevas en los andares. En el modo en que te mueves.

—¿Has visto muchas, no, ahí arriba, en Siete Ciudades?

—Me acecharon unas cuantas —respondió él, sin una sola nota de alarde.

Ella volvió la cabeza hacia él e intentó penetrar en las capas de armadura, en el pañuelo que le ocultaba la cara.

—Estoy impresionada.

Le tocó a él desechar el asunto con un ademán.

—No deberías. Mi amigo mató a la mayor parte. Se le da muy bien matar. A mí no.

A Kiska la cogió desprevenida esa sorprendente afirmación, o confesión.

—¿En serio? ¿Y entonces qué se te da bien a ti?

Entonces brotó una sonrisa amplia e inconfundible tras el pañuelo.

—Vivir.

Kiska estuvo a punto de compartir la sonrisa contagiosa antes de volverse a toda prisa. Después de caminar otro rato, empezó a hablar de nuevo.

—Sí. Fui garra. Me adiestré como tal. Se me ofreció el mando de una mano. Pero lo rechacé. Me retiré.

—Creí que eso no lo permitían —comentó él—. Que te matan y ya está.

—A veces. Si te haces independiente. No si te unes a las filas de regulares. O, como hice yo, si sirves como guardaespaldas dentro del Imperio.

—Debe de haber sido duro… alejarse de todo eso…

—En absoluto. Fue lo más simple… —Se detuvo y escudriñó a un lado—. ¿Qué es eso?

El terreno ondulado había dejado a la vista un hueco en el que yacía una gran masa oscura retorcida entre terreno roto. Unas huellas amontonadas se alejaban de la forma hacia la derecha.

—No se mueve —dijo Jheval.

Kiska señaló al frente.

—Vamos a seguir.

—Deberíamos al menos echar un vistazo.

Ella negó con la cabeza.

—No. Esto es Sombra… no debemos implicarnos.

Pero Jheval ya estaba bajando la ladera.

—¿Ni siquiera sientes curiosidad?

—Este no es un sitio para ser curiosa… ni estúpida —añadió por lo bajo, mientras examinaba con cautela el paisaje. Pero sí que lo siguió. Era el cadáver fresco de una especie de lagarto titánico. En pie debía de medir el doble que ella. Los antebrazos terminaban en hojas curvas, magulladas y manchadas. Jheval estaba agachado junto a la gran cabeza y se había bajado el pañuelo.

—Así que… esto es un k’chain che’malle —dijo, pensativo.

—Sí. Un guerrero. Uno de sus cazadores kell.

—Me pregunto qué está haciendo aquí.

—No tengo ni idea. —Fuera lo que fuera lo que había pasado, la muerte de la bestia no había sido fácil. Unas grandes heridas salvajes le abrían los costados y las piernas. La sangre seca le envolvía la piel escamada. Kiska observó un rastro cerca y se arrodilló: una enorme huella de una zarpa más ancha que la palma de su mano. Se irguió, rígida—. Jheval…

El siseo de la lija de una cola que se movía los advirtió y una pata delantera segó el aire en el lugar donde se había agachado Jheval. Sus manguales aparecieron casi al instante como figuras borrosas. La bestia se retorció y se alzó sobre las patas terminadas en garras. Algo similar a un arnés de cuero y metal le colgaba del cuerpo, hecho trizas. Kiska comprendió que no tenía sentido correr: la zancada del bicho era más alta que ella. Jheval cedió terreno con desesperación en una serie de paradas estruendosas, consiguiendo desviar como pudo cada una de las pesadas cuchilladas del cazador kell. Kiska estaba aterrada, le parecía que cualquiera de esos golpes podría haber tumbado un edificio.

Puesto que no podían dejarlo atrás corriendo, tenía que frenarlo. Y el bicho no parecía hacerle ningún caso. Se precipitó tras la bestia con los cuchillos largos sacados. Rodó por el suelo y terminó al alcance de la pierna que la criatura dejaba atrás, Kiska lanzó una cuchillada. Un bramido de dolor fue su recompensa, junto con un golpe de la cola que le quitó el aliento y la mandó dando vueltas por las arenas.

Despertó tosiendo y con arcadas. Jheval estaba agachado junto a ella con el cuero de agua levantado. Kiska se limpió la cara y miró a su alrededor. A lo lejos, un trompetazo de dolor y frustración estalló en el aire.

—Me llevaste.

Él se había sentado con pesadez, sin aliento.

—No. Te arrastré.

—Muchas gracias.

—De nada.

Kiska recordó de repente lo que había encontrado junto al cazador kell caído e intentó levantarse.

—Tenemos que movernos.

Él la obligó a permanecer echada con suavidad.

—No, no. Lo lisiaste. Y de todos modos era demasiado estúpido para saber que estaba muerto.

Ella le apartó la mano de un manotazo.

—No, idiota. —Después, al no poder incorporarse, le agarró la mano—. Oh, ayúdame a ponerme en pie.

Jheval la levantó y ella siseó de dolor mientras se sujetaba el costado. Era como si alguien le hubiera tirado un árbol encima.

—Tenemos que irnos —jadeó—. Podrían regresar.

El hombre la miraba con expresión suspicaz.

—¿Quién?

Kiska se agarró el hombro y probó a dar un paso.

—Las criaturas que destrozaron al cazador kell. Los mastines. Los mastines de Sombra…

—Ni siquiera ellos podrían…

—Confía en mí —dijo Kiska, impaciente—. Los he visto. —Dio un paso vacilante sin ayuda—. Y ahora, tenemos que irnos.

El hombre examinaba el entorno con el ceño fruncido, era obvio que no lo tenía muy claro. Pero al final se encogió de hombros y se conformó.

—Si insistes. —La cogió por el codo para ayudarla a avanzar.

Los cadáveres quizá fueran de pescadores con la poca fortuna de que se les hubiera hundido, o volcado, el barco. Quizá. Los encontraron enredados en la orilla de la diminuta isla Torre del Cielo, un afloramiento rocoso en el centro del mar de la Torre. Pero puesto que el acceso al mar, y a la isla, estaba prohibido a todos por orden de los elegidos korelrianos, no era muy probable que hubieran llegado allí por gusto.

Llamado por la guardia, el mariscal de torre Colberant, comandante de la guarnición, bajó trepando de mala gana la confusión de rocas desnudas de la empinada costa de la isla.

Era viejo y, con franqueza, no le importaba nada el mundo más allá de la obligación de su vida, que era supervisar aquella, la fortaleza más aislada y segura de los elegidos korelrianos. Si los pescadores y marineros vivos de los cercanos Jasston o Dourkan no le interesaban mucho, sus restos mortales mal podían ser dignos de su atención. Pero Javus, su recluta más joven en ese, el puesto más exigente e importante que podían lograr los elegidos, se había mostrado muy insistente. Un entusiasmo que había que alentar.

Así que Colberant se subió el manto largo y se apoyó en el mango de la lanza mientras pisaba con mucho cuidado entre las afiladas rocas negras que bajaban a la desolada costa de la isla. Desolada porque dentro del mar de la Torre no nadaban peces, no anidaban aves y no había plantas que extendieran sus hojas verdes. Pues allí, contra la Torre del Cielo, eras antes, la furia íntegra de los jinetes demoníacos se había estrellado invierno tras invierno mientras los ancestros de Colberant luchaban por terminar las últimas secciones de la gran muralla de las Tormentas. Y allí, incluso en esos tiempos, después de tantos miles de años, la tierra todavía tenía que sanar y volver a encontrar su vida.

Ladera abajo, Javus esperaba a algo más de la altura de un hombre por encima de la más alta de las marcas de la marea. Al menos, caviló Colberant, el muchacho sabía lo suficiente como para no estirar el brazo para ayudar a su envejecido comandante. Colberant plantó la lanza e hizo alarde de mirar a su alrededor.

—Bueno, ¿dónde están esos cuerpos que tanto te han asustado, joven Javus?

Este sonrió, familiarizado ya con los modales burlones de su comandante. Sacó un brazo del manto que lo envolvía.

—Justo allí, mariscal. Y no son los cuerpos lo que es inquietante, más bien el modo en que murieron.

Colberant alzó una ceja, mordaz.

—¿Eh?

Pero el joven elegido, la mirada gacha, no quiso decir más. El mariscal tanteó las rocas y continuó unos pasos más. Allí se detuvo, después se acuclilló, con los dos puños sujetando con fuerza el mango de la lanza.

No los habría creído cadáveres si se los hubiera encontrado él. Trozos enredados de madera secada al sol, quizá. Más de diez individuos desde luego, depositados muy por encima de la más alta de las mareas. Pero cada uno estaba tan curtido y desecado como si se hubiera encontrado en el interior de una cueva.

Habían pasado muchos años desde la última vez que él, un anciano entre la Orden de los Elegidos, había oído hablar de tales cosas. Sentado en cuclillas, las piernas doloridas, alzó la vista a las alturas de la torre negra de roca volcánica que se cernía sobre ellos. Dicen que la Santísima Señora desdeña a muchos y que pocos logran permiso para sentarse a su diestra. ¿Es esto una advertencia? ¿La hemos enfadado con nuestra debilidad de los últimos tiempos? ¿Quién podía saberlo? Ni siquiera él, considerado el más ardiente en su devoción, se atrevía a adivinar el humor de la diosa. Se irguió y regresó junto al expectante Javus.

Sonrió para tranquilizarlo.

—Pescadores ahogados. Su barca debe de haber volcado. Da igual cuántas veces les digamos que no entren en el mar de la Torre, siguen viniendo.

El joven seguía inquieto.

—Con el debido respeto, mariscal, he visto cuerpos ahogados. Esos hombres y esas mujeres no han estado en el mar.

Colberant se encogió de hombros con gesto indiferente y empezó a buscar un modo de subir.

—El sol, entonces, los ha secado desde entonces.

—Solo digo, mariscal, porque soy de Skolati en origen…

—¿Oh?

—Sí… y en Puño hay un mar interior parecido, el mar Puño. Y allí, en sus orillas, a veces encontramos cosas… parecidas.

Colberant se volvió para mirar al recluta cara a cara.

—No me parece sorprendente, Javus, que la gente se ahogue en uno u otro mar.

—Pero, como he dicho, ninguno…

El mariscal había alzado una mano para pedir silencio.

—Tu diligencia es de elogiar… pero ahora esto es un asunto para la orden. No hablarás con nadie sobre este tema.

El joven se irguió con el cuerpo tenso e hizo una reverencia brusca.

—Como diga, mariscal.

—Gracias. Y ahora, quizá podrías mostrarle a un viejo como yo el camino más fácil para volver a subir a la torre, ¿sí?

Otra inclinación rígida.

—Por supuesto, mariscal.

Colberant había pedido a Javus que lo guiara, pero no lo necesitaba; llevaba décadas recorriendo esas rocas. Sus pies embutidos en sandalias encontraban solos puntos de agarre mientras sus pensamientos echaban a volar. Debo enviar recado a Hiam de inmediato. Se ha de preparar la lancha de abastecimiento. Javus se preguntará… pero para tener el honor de tener este puesto, su lealtad ya debe de estar por encima de todo reproche. Pues aquí, en esta torre, apartadas de la muralla de las Tormentas, protegidas por cuatrocientos de los más dedicados elegidos, están encerradas las reliquias más sagradas de la orden. Incluyendo, según dice nuestro antiguo saber, el regalo responsable de la fundación de nuestra orden, entregado de manos de la propia Santísima Señora.

Desde que comenzó el día, Ivanr supo del acercamiento del ejército. No le dijo nada al muchacho. El humo y el polvo eran una calima lejana que oscurecía el valle más alto. La insinuación de las hogueras y la peste miasmática de sudor humano viciado y cuero mal curtido lo hacían estremecerse; llevaba mucho tiempo lejos de cualquier asentamiento humano.

Montó el campamento ya caída la tarde y maneó las monturas. El muchacho se había sentado, con los brazos rodeándose con fuerza las espinillas, y lo observaba, en silencio todavía.

Ni una sola palabra desde que dejamos esa aldea patética. Ver a tu familia masacrada delante de tus propios ojos puede poner fin a toda discusión.

Pero mírame a mí…

—¿Hambre?

No hubo respuesta, la barbilla en las rodillas, los ojos grandes y el cabello despeinado.

Ivanr se aclaró la garganta.

—Tenemos pan. Carne. Conservas. ¿Te apetece un poco de queso?

Nada. Un estremecimiento por el fresco creciente.

Ivanr suspiró.

Llevo un mes solo en las montañas y el único ser humano que elijo para que viaje conmigo no suelta ni una puñetera palabra. Me está bien empleado, supongo.

Se puso a reunir madera para el fuego. Mientras recogía helechos secos y ramitas, se dirigió al chico.

—Un hombre solo tiene dos manos, ¿sabes? Estaría bien un fuego caliente encendido a estas alturas…

Hizo una pausa y miró por encima de su hombro. El chico lo miraba por encima del suyo.

—Da igual. Un asunto delicado, este, acechar ramitas. Quizá cuando seas algo mayor…

Se sentó mirando a la hoguera y se terminó el pan; el chico lo miraba a su vez, el trozo de carne seca que Ivanr le había puesto en la mano seguía allí. Ivanr estaba esperando a que los exploradores de la fuerza que había valle arriba decidieran que eran inofensivos.

—¿Soy malvado? —preguntó el niño de forma tan repentina, tan espontánea, que Ivanr creyó que otra persona había hablado desde la oscuridad.

—Lo siento, pequeño, ¿qué decías?

La seriedad en la mirada del muchacho era como una punzada en el pecho de Ivanr.

—¿Soy malvado?

—Por todos los dioses verdaderos o falsos… ¡no! Pues claro que no. ¿Quién diría semejante cosa?

—Mi padre lo dijo. Cuando nos reunió a todos. A ma y a los chiquitines. Dijo que éramos malvados a los ojos de la Señora y teníamos que morir por ello.

Ivanr se lo quedó mirando a través del fuego que tenían en medio. Sintió que su rostro se oscurecía y un dolor le aprisionaba el corazón. Por todos los dioses impíos. ¿Qué se puede decir a eso?

—No, muchacho —consiguió articular, luchando por mantener la voz ligera—. Eso no es así. A tu padre lo… informaron mal.

Los oyó acercarse entonces a través del accidentado chaparral. Los rodearon, al menos eso lo hicieron bien. Cuando los exploradores salieron de la oscuridad, dos hombres y dos mujeres, el chico se levantó de un salto con un gañido inarticulado. Ivanr cruzó a toda prisa el espacio que los separaba para ponerle una mano en el hombro. Bajo su palma, el muchacho temblaba como un potrillo.

—¿Quiénes sois? —quiso saber Ivanr, aunque solo fuera porque no habían dicho nada.

—¿De dónde eres, thel? —preguntó una de las mujeres.

—He estado cultivando. Hay una aldea bajo esa ladera de ahí. Están matando a todo el mundo. Nosotros huimos.

La mujer lo estudió mientras los otros tres recogían su equipo y soltaban su montura.

—¡Eh! Ese es mi caballo.

—Ya no —dijo la mujer. Apenas había dejado atrás la niñez—. ¿Por qué huisteis?

—Ya me había cansado de matanzas.

Eso a la mujer le pareció gracioso y lanzó un bufido desdeñoso.

—Entonces deberías haberte quedado en tus campos, porque ahora formas parte del Ejército de la Reforma.

—¿Reforma? ¿A quién se le ocurrió eso?

La mujer apoyó la punta de su espada larga jourilana en el pecho de Ivanr.

—Cuidado, recluta. —Los ojos del muchacho, enormes, se habían clavado en la espada de la mujer.

—No matáis reclutas, ¿verdad?

—Solo a los espías y a los infiltrados.

—No soy de esos.

—¿No? ¿Entonces qué eres?

—Soy pacifista. He renunciado a matar.

Otro bufido desdeñoso, la mujer bajó la hoja y la envainó. Sacudió la cabeza con gesto incrédulo.

—Un puñetero pacifista thel. Ahora sí que ya lo he visto todo. —Examinó a los otros—. ¿Estamos listos?

—Sí.

—De acuerdo. Regresamos al campamento. —Le hizo una seña a Ivanr para que se adelantara—. Beneth quizá quiera hablar contigo.

Mientras caminaba en la noche, con un brazo reconfortante rodeando los hombros del muchacho, Ivanr le dio vueltas a ese nombre, Beneth. ¿Podría ser de verdad el mismo sobre el que tanto había oído a lo largo de los años? El místico hereje de las montañas, perseguido durante tanto tiempo. ¿Había conseguido reunir un ejército de seguidores? ¿O acaso los refugiados se habían limitado a coincidir de forma natural a su alrededor? La apariencia de esos exploradores apoyaba la teoría: la destartalada armadura mal emparejada, sin uniforme. La posibilidad era inquietante; a Ivanr no le hacía gracia verse metido en un ejército de fanáticos religiosos. Sabía algo de historia. Había habido levantamientos en el pasado, movimientos milenarios, carismáticos, cismáticos, rebeliones campesinas. Todas aplastadas bajo los cascos de la caballería imperial jourilana y el estandarte de la Santísima Señora.

A última hora de esa noche pasaron entre piquetes y alcanzaron el campamento del ejército. Allí la mujer lo detuvo.

—Solo tú.

El chico alzó los ojos y lo miró, las cejas crispadas. Ivanr le dio unas palmaditas en los hombros.

—Viene conmigo.

El ceño amargo de la mujer, al parecer su expresión habitual, se suavizó en algo parecido al ligero desagrado.

—Tenemos una larga recua de seguidores. Refugiados. Familias. Puede unirse al campamento.

Se le ocurrió a Ivanr que, por todo lo que había visto hasta el momento, aquella reunión no era más que una abotargada colección de refugiados, pero no le pareció muy prudente decirlo en ese momento. Se agachó delante del muchacho.

—Ve con esta chica. Te llevará a una familia y ellos te darán de comer. Te acogerán. ¿De acuerdo?

El chico se limitó a mirarlo sin más, las costras de sangre seca que Ivanr no había podido quitar eran negras bajo la tenue luz de las antorchas. Los ojos permanecían tan vacíos como antes. ¡Muestra algo, maldito seas! Lo que sea. Incluso miedo.

Se irguió y le hizo un gesto con la cabeza a la mujer. Esta cogió la mano del muchacho.

—¿Está…? —Y se señaló la cabeza.

Ivanr estuvo a punto de abofetear a la joven exploradora.

—¡No! —Después suavizó la voz—. Ha visto cosas terribles.

Ella lanzó un gruñido suspicaz y se llevó al muchacho. Este la acompañó sin un solo sonido. Miró atrás una vez por encima del hombro, los ojos grandes y brillantes en la oscuridad. De algún modo entristeció a Ivanr que se fuera con tanta facilidad, y sintió una punzada de dolor cuando se preguntó si quizá ya se había olvidado de él. Uno de los exploradores que quedaban le hizo un gesto.

—Por aquí.

La tienda era grande, pero no muy diferente de cualquiera de las otras que la rodeaban. Había guardias ante la solapa cerrada. Lo registraron y después le indicaron que entrara. Cuando se agachó para acceder al interior, lo primero que chocó contra Ivanr fue el calor, eso y la luz brillante del fuego y de las numerosas lámparas. Se levantó parpadeando, encorvado bajo el techo bajo.

—Siéntate —dijo alguien, un hombre—. Me siento incómodo con solo mirarte.

Ivanr entrecerró los ojos y distinguió mantas esparcidas y cojines. Se sentó.

—Te lo agradezco.

—Así que acabas de subir de las tierras bajas.

—Más o menos.

—¿Y qué nos aguarda allí?

—Caos y un baño de sangre.

Una carcajada seca.

—Acabas de estar allí, ¿no?

Cuando su visión se acostumbró, Ivanr distinguió a tres ocupantes. El que hablaba era de mediana edad, con barba, bien vestido, con una camisa hecha a medida y una chaqueta de las que habían estado de moda en las cortes jourilanas. Eso y su acento lo situaban en la aristocracia jourilana. El segundo ocupante era una mujer, huesos grandes, vestida con una sencilla y estropeada cota como las que también podrían servir de forro para la armadura pesada. Tenía el cabello cortado a hachazos, con toques de gris, y la nariz aplastada y desviada, destrozada mucho tiempo atrás por un golpe temible. Ivanr fue incapaz de ubicar su origen, Katakan quizá. El ocupante más grande estaba inmerso en las sombras, un montículo de mantas apiladas coronadas por la calva resplandeciente de un anciano; un trapo le envolvía los ojos.

—¿Qué queréis conmigo? —preguntó Ivanr—. Soy un simple refugiado.

La cara del anciano se alzó en una sonrisa arrugada.

—Saludos, refugiado. —Ladeó la cabeza a un lado y la levantó como si mirara a lo lejos, justo por encima de Ivanr—. Me llamo Beneth. Descríbelo, Hegil.

—Es lo más cercano a un thel de pura raza que he visto jamás —dijo el barbudo—. Otrora estuvo mejor alimentado, pero ha perdido peso en tiempos recientes. Su porte es el de un soldado, seguramente sea un veterano. Y monta un caballo robado hace poco al ejército.

—¿Qué dices a eso, thel?

—Yo diría que tu amigo tiene razón, y que él también ha estado en el ejército.

El anciano (ciego desde hacía algún tiempo, decidió Ivanr) pareció guiñar un ojo tras la venda.

—Los dos tenéis razón, por supuesto. Me atrevería a adivinar que eres Ivanr. Bienvenido a nuestro campamento.

Ivanr no pudo evitar el sobresalto, asombrado.

—¿Pero cómo…?

—¿Ivanr, el gran campeón? —dijo Hegil, igual de asombrado.

La expresión del anciano ciego no cambió, enloquecedora y hermética, casi maliciosa.

—Como podría decir un vidente, lo vi en un sueño. Ahora ven. Tenemos té y carne.

Ivanr no puso objeciones cuando empezaron a pasar fuentes de comida: cabra en brochetas, yogur y tortas recién hechas.

—Así que aquí hay alguien que me conoce —le dijo al anciano.

Beneth estaba masticando su pan con aire pensativo.

—No que yo sepa. ¿Lo conoces, Hegil?

Hegil, que era obvio que había sido oficial jourilano, estaba mirando a Ivanr con una hostilidad clara.

—Solo por su reputación.

Beneth asintió.

—Ahí lo tienes. Pero no nos adelantemos. Acerté porque estaba advertido de que podrías venir a nosotros.

—¿Advertido por quién?

—Por la sacerdotisa.

Ivanr estuvo a punto de atragantarse con la carne de cabra.

—¿Está aquí?

De nuevo la sonrisa astuta.

—Parece por tu voz que la conoces. No, no está, pero muchos de los reunidos aquí son seguidores de ella. Ellos comunicaron la información. En cualquier caso, como ya he dicho, no nos adelantemos. Presentaciones, primero. —Señaló a su izquierda, donde estaba sentada la mujer con la cota de aspecto práctico—. Esta es Martal, de Katakan. —La mujer inclinó la barbilla en un saludo cauto—. Martal se encarga de organizar nuestras fuerzas.

Buena suerte con eso, Martal.

—Hegil es el comandante de nuestra caballería.

Ivanr saludó con la cabeza al aristócrata. Un extraño arreglo, ¿y quién estaba al mando, entonces? ¿Hegil o la mujer? Cambió de postura con gesto incómodo y estiró una pierna que amenazaba con agarrotarse.

—Bueno, gracias por la carne, y os deseo todo lo mejor, pero debo seguir mi camino. Estoy seguro de que disponéis de mejor información de la que yo puedo proporcionar.

Beneth volvió a ladear la cabeza, pensativo, como si escuchara voces lejanas que solo él podía oír.

—¿Me permites preguntar cuál es tu camino, Ivanr? ¿Te has planteado hacia dónde podrías dirigirte?

Ivanr masticó un bocado de torta. Se encogió de hombros.

—Bueno, no te ofendas, pero tampoco te lo iba a decir a ti, ¿verdad?

El anciano asintió ante tal prudencia.

—Cierto. Pero déjame adivinar. Estabas pensando en cruzar el mar interior hasta las Llanuras de Plaga, y quizá continuar hacia el este, hasta la costa, para coger un barco a otras tierras donde no se conozca el nombre de Ivanr.

Ivanr se atragantó con su torta y la bajó con un trago de leche de cabra. Miró furioso al tipo aquel que lucía una sonrisa radiante e inocente.

—¿Y lo dices por qué, viejo?

—Lo digo porque todos los que están aquí han llegado arrastrados hasta este lugar por una razón. Nos hemos reunido aquí y en otros lugares con un propósito. Cuál es ese propósito no lo puedo decir con exactitud. Solo puedo percibir sus vagos perfiles. Pero sí que te aseguro una cosa: es un fin mucho más grande que el que cualquiera de nosotros podríamos lograr en la persecución de nuestros objetivos individuales.

Ivanr se quedó mirando al viejo ciego. Delira. Y es un demagogo. Las dos cosas tendían a ir de la mano. Somete a alguien a un proceso, persíguelo hasta aislarlo en el monte y no podrá evitar sacar la conclusión de que todo es por una especie de bien mayor; después de todo, la alternativa sería devastadora. Hace falta una mente inusualmente filosófica para aceptar que tanto sufrimiento quizá no tenga sentido en realidad, en el gran marco de las cosas.

Tras un largo y pensativo sorbo a la leche de cabra, Ivanr levantó y bajó los hombros.

—Te aseguro que a mí no me arrastró nada.

Beneth no pareció inquietarse. Agitó una mano temblorosa, marcada por las manchas de la edad.

—Una mala analogía, quizá. Guiado. Empujado por los acontecimientos, entonces.

Ivanr frunció el ceño ante su propia necedad por intentar debatir con el anciano ermitaño, después se encogió de hombros. Así no llegaría a ningún sitio.

—Bueno, una vez más, gracias por la comida. ¿He de suponer que soy vuestro prisionero? Después de todo, el permitirme abandonar esto quizá revelaría vuestra presencia en las colinas.

—Saben que estamos aquí —dijo Hegil.

—Hay espías infiltrados entre nosotros —añadió Martal, que habló por primera vez.

A Ivanr le costó descifrar su acento.

—¿De veras? ¿Por qué no os deshacéis de ellos?

La boca del anciano se alzó en una sonrisa socarrona.

—Mejor saber quiénes son los espías que no saberlo. Y podemos utilizarlos para enviar la información que queremos que se envíe.

Así que no eres tan espiritual, ¿eh, santón? Ivanr no pudo negar que sentía cierto grado de admiración por esa sutileza de pensamiento y sus tácticas.

—En cualquier caso —continuó Beneth—, no podríamos impedirle al gran campeón Ivanr que dejara nuestro modesto campamento si así lo decidiera, ¿verdad?

Este se limitó a alzar una ceja. Sabes de sobra que podríais si así lo decidierais. Unos diez lanceros que sepan lo que hacen se encargarían de eso.

—Pero antes de que nos retiremos, ¿por qué no te cuento un cuento? Mi cuento, para ser exactos. Un cuento que espero que arroje algo de luz sobre por qué estamos aquí y lo que esperamos lograr. Soy viejo, ya lo ves. Muy viejo. Nací mucho antes de que los malazanos llegaran a nuestras costas con sus costumbres extranjeras y sus dioses extranjeros. También nací diferente. Toda mi vida he podido ver cosas que otra gente no podía. Sombras de otras cosas. Esas sombras me hablaban, me mostraban visiones extrañas. Cuando les hablaba de esas cosas a mis padres, recibía una paliza y se me decía que jamás volviera a entretenerme con semejante maldad. De esa manera son tratados todos los nacidos «diferentes» aquí, entre los korelrianos y los roolianos, todos esos que los thel llamáis invasores.

»De una forma tonta, sin embargo, o puede que obstinada, insistí en complacerme en mis dones, pues eran mi solaz, mi compañía, lo único que me quedaba después de que me llamaran «tocado». Así que un día, unos representantes del sacerdocio, los asesores de la Señora, vinieron a por mí. Puesto que insistes en tus malignas visiones, dijeron, pondremos fin de modo permanente a tus perversas costumbres. Y calentaron hierros y los llevaron a mis ojos. No tenía más que catorce años.

El anciano se aclaró la garganta. Martal le puso una bota de agua en una de las manos, bota que él cogió y de la que bebió.

—Me dejaron para que me muriera de hambre, ciego, en las estribaciones de las montañas al sur de Estigio. La cordillera Ebon. Pero no perecí. Cuando desperté, descubrí que poseía otro tipo de visión. La visión de una tierra como esta, pero con una sutil diferencia… una especie de versión en sombras. Vagué por el monte, por los terrenos gélidos y estériles, por la cordillera nevada de Yermo Helado. Allí me fueron mostradas imágenes del pasado y del presente que laceraron mi espíritu, me horrorizaron hasta dejarme sin palabras. Se me mostró que estas tierras están en las garras de un gran mal, una deformación monstruosa de la vida que ha persistido, entrelazándose en nuestras costumbres, aquí, en estas tierras, desde hace miles de años. Un mal que hay que arrancar de raíz y purificar. Y con ese fin estamos todos reunidos aquí.

Ivanr miró una cara tras otra en busca de escepticismo o sensación de ridículo, pero solo vio una especie de afecto gentil por el anciano. Hegil asentía con la mirada gacha. Incluso Martal, que parecía la veterana más endurecida que Ivanr había conocido en mucho tiempo, estaba afectada: su rostro chato y amplio se crispaba en un ceño feroz. Que la Señora lo protegiese, era mucho peor de lo que había imaginado. ¡Cruzados! La sacerdotisa había infectado a toda esa gente con su locura. Justo entonces vio que tenía que enfrentarse a ella. Tuvo visiones de esa chusma de refugiados marchando solo para que los aplastaran los imperiales jourilanos. Asesinato en masa. Todo en nombre de ella. Alguien tenía que obligarla a hacerse responsable de todas esas muertes. Obligarla a detener esa causa imposible. Y desde luego no iba a ser ninguno de aquellos.

Ivanr se aclaró la garganta y levantó la mano en un gesto de impotencia.

—Siento todo lo que has sufrido, Beneth. Pero una vez más, esto nada tiene que ver conmigo. Os deseo suerte. Aunque he de decir que no creo que os vaya a ir muy bien contra el ejército jourilano.

—No luchamos contra el ejército jourilano. Ni siquiera contra el propio emperador jourilano. Pero, aparte de eso, me sorprende oírte decir que nada de esto tiene que ver contigo.

El thel no pudo evitar un estremecimiento de inquietud.

—¿A qué te refieres? —Podría haber jurado que el anciano había alzado una ceja bajo la venda que le cubría los ojos.

—Bueno… ella te buscó, por supuesto. Y ahora te has abierto camino hasta nosotros. ¿No creerás que es una simple coincidencia?

¿Y por qué cayó el árbol sobre mi casa? Porque los otros cien que cayeron no lo hicieron, viejo. Inventamos patrones cuando miramos atrás y buscamos lo que nos ha traído adonde quiera que resultamos estar. Esa elección concreta o ese giro concreto. Todo en retrospectiva… cuando en realidad fue simple azar. Aquí es donde viene la gente para huir de la carnicería de ahí abajo, y así (maravilla de las maravillas) aquí nos hemos congregado todos. Es lo que hay, viejo. Nada más. Ivanr se terminó la leche de cabra.

—Bueno, sencillamente no estamos de acuerdo en eso.

Una vez más, la sonrisa astuta, indulgente.

—Eso dices. Pero es tarde. Debo dormir. Un guardia te acompañará a un alojamiento. Buenas noches.

Ivanr asintió.

—Buenas noches. Es un honor conocerte, no obstante.

—El honor es mío, Ivanr.

Cuando el thel salió de la tienda, el aristócrata jourilano se aclaró la garganta.

—¿Sí, Hegil? —dijo Beneth, y de algún modo transmitió un conocimiento exacto de lo que iba a decir el hombre.

—No se lo dijiste.

El anciano sacudió la cabeza.

—Eso habría sido demasiado cruel.

—Lo averiguará con el tiempo, quizá de un modo peor —advirtió Martal, la voz áspera y apagada, quizá por la nariz aplastada.

—Quizá —admitió el anciano—. Pero no va a andar paseando su nombre por ahí, y nosotros tampoco. Y todavía no nos han llegado muchos del culto.

Hegil lanzó un bufido.

—El culto de Ivanr. ¡Un culto pacifista en el nombre de un gran campeón sediento de sangre! Las cosas ya han ido demasiado lejos en esta proliferación de cismas y sectas, Beneth.

—Cientos han sentido la inspiración de rechazar el servicio. ¿Cuántos más han sido encarcelados o torturados hasta la muerte? Todo en su nombre. —El anciano sacudió la cabeza con una determinación rígida—. No. Me gustaría ahorrarle esa carga. Al menos todo el tiempo que nos atrevamos.

Cuando la escarcha resplandeció en los goznes de la puerta de su celda, Corlo supo que había llegado el momento de que fueran a por él. Esa temporada la espera no fue larga. Estaba meditando. Aunque la torques de otataralita que llevaba en el cuello impedía todo acceso a las sendas, al igual que la presencia maligna y vigilante de la Señora, todavía podía practicar las disciplinas mentales que facilitaban y profundizaban su alcance.

La cerradura traqueteó y la puerta se abrió con un chirrido y reveló al elegido habitual, respaldado por unos ballesteros. El hombre le hizo un gesto para que se levantara.

—Hora de irse.

Corlo se levantó del suelo frío de piedra y se estiró el chaleco.

—¿Hora de moverlo?

Como siempre, el korelriano no contestó. Lo hicieron marchar por los túneles laberínticos de celdas y almacenes; esa vez pasaron junto a muchas puertas abiertas, puertas por lo general cerradas a cal y canto en cualquier otra época del año. Lo que vio lo desconcertó. Vacías… ¡tantas habitaciones vacías!

Fuera, el frío le apretó la garganta como un enemigo y Corlo ahogó un jadeo. ¡Que el Embozado se los lleve, los jinetes habían caído sobre ellos con ganas! Sus guardias lo empujaron a las escaleras de piedra que subían a los barracones que había detrás de la revuelta ladera de rocas de la base del muro. Era un camino conocido el que llevaba a los aposentos de Barras, y Corlo arrastró los pies para disfrutar de ese brevísimo período de libertad relativa.

Una tropa de guardias impresionados (veteranos engrilletados del muro) bajaba por allí. Un hombre se puso a su altura y Corlo se quedó sin aliento al reconocerlo; al mismo tiempo, la boca del hombre se abrió en una mueca de sorpresa muda. ¡Mediopico! Corlo estiró el cuello para ver bajar al hombre. Con grilletes en los tobillos, su compañero de la Guardia Carmesí levantó un puño desafiante y lo agitó.

Corlo respondió a ese puño con el suyo. La culata de una ballesta lo golpeó en la cabeza y lo hizo avanzar a tropezones. ¡Mediopico vivo! ¿Cuántos más habrá todavía? La última vez estaba seguro de que había siete, incluyéndolo a él y a Barras. Toda la Espada. Del destino de la tripulación no sabía mucho. Barras insistía en tratar a la tripulación superviviente de su barco, el Ardiente, como parte de su tropa. Pero a Corlo solo le interesaba la Espada. Quizá Mediopico supiera de otros… ¿hacia dónde se dirigía ese contingente?

Corlo subió las escaleras, su mente ardía. ¿Y dónde podría estar cada superviviente? ¿Dónde, entre los miles de cuerpos y las leguas de muro, podrían estar ocultos? Si se librara de la otataralita, podría saberlo en un instante, pero la Señora también sería entonces consciente de su presencia. Y él había visto demasiado de la locura cruel que provocaba el toque de la diosa como para arriesgarse.

Ante la puerta del alojamiento de Barras, el elegido ordenó que se apoyara la ballesta en la cabeza de Corlo, y después golpearon con el pomo de la espada las tablas. No respondió nadie.

Tras un momento, el elegido hizo un gesto a Corlo para que hablara.

—Soy yo, Corlo. Están aquí para trasladarte.

Nada al otro lado. El elegido desenganchó la barra que cruzaba la puerta, la bajó y dio un paso atrás. La puerta se abrió de un tirón, desde dentro.

Corlo se quedó mirando, horrorizado. El cabello de su comandante colgaba en una maraña fibrosa y sin lavar. Sus ojos lo observaban, furiosos, enrojecidos y agotados. Una barba gris añadía décadas a su apariencia, por no mencionar la camisa manchada y rasgada de lino que le quedaba muy suelta. Sostenía una jarra de barro en un puño. Jarra que tiró por encima de un hombro y se estrelló contra el suelo a su espalda.

—¿Así que nos vamos a los cuarteles de invierno?

La ballesta embistió con dureza la nuca de Corlo a modo de advertencia. Corlo levantó las manos.

—Tómatelo con calma, comandante. Solo un pequeño paseo.

Barras zigzagueó y agitó las manos para tranquilizarlos.

—Sí, sí. Bonitas vistas del océano para mi disfrute, ¿eh?

El elegido señaló el camino con la espada desnuda.

Durante toda la marcha hasta el camino de ronda del muro, Corlo luchó con la decisión de decírselo o no. ¡Había visto a Mediopico! ¿Cuántos supervivientes más podría haber? ¿Pero hasta qué punto darle la noticia sería hacerle un favor?

Recorrieron un trecho del patio de armas principal, la cima del muro en sí, justo detrás de las pasarelas elevadas de los matacanes exteriores. Corlo sintió, a través de las botas, las olas que azotaban los muros, y unas gotas gélidas le quemaron las mejillas. Los estandartes colgaban pesados y rígidos, impregnados ya de espuma helada. Soldados de todas partes del subcontinente iban y venían: jourilanos, dourkanos, estigios y otros. Eran veteranos respetados, pero no auténticos elegidos korelrianos de la Guardia de la Tormenta. A esos se los podía ver arriba, en los muros. Cada veinte pasos se alzaba una figura erecta envuelta en su manto de color azul profundo, la alta lanza grabada en plata sujeta en la mano, mirando al mar.

El elegido asignado para encabezar su partida los dirigió por la curva de la contramuralla hasta la torre más cercana, la torre de las Estrellas, la guarnición principal de esa sección de la muralla de las Tormentas.

Cuando entraron en sus estrechos pasadizos de piedra y escaleras, de nuevo Corlo sintió que lo atenazaba la congoja. ¿Debería contarlo? Las oportunidades iban menguando a toda prisa. Pronto llegarían a la celda de Barras. De hecho, el elegido no tardó mucho en dar el alto y quitar el cerrojo a una puerta ribeteada de hierro.

Barras permaneció allí, mirando al hombre, una sonrisa torcida, casi maligna, en los labios. Corlo se quedó sin aliento. ¡Dioses, no, no lo hagas! El elegido se apartó y le hizo un gesto con la espada para que entrara. Los ojos de color azul gélido de Barras se posaron en Corlo y el mago hizo una mueca al ver la rabia que hervía en ellos, sí, y un matiz enfebrecido y brillante de locura, pero no estaba desmoralizado. No había resignación. Entonces tomó la decisión.

Barras entró y cerraron la puerta de un empujón tras él.

Corlo esperaría al abatimiento.

Cuando él y la capitán Peles atravesaron a caballo la puerta norte de Unta, abierta como un bostezo, Rillish tuvo que admitir que la reconstrucción de la capital estaba avanzando a buen ritmo. Había que reconocerle al emperador nuevo sus méritos. Tras las emergencias y el caos de la Insurrección (como había llegado a ser conocida), las autoridades plenipotenciarias que el hombre tan generosamente se había concedido a sí mismo le habían permitido deshacerse de cualquier tipo de resistencia a sus planes. Era obvio que ostentaba más autoridad personal de la que había tenido jamás el antiguo emperador.

Y la arrogancia engreída de la que solía hacer gala la capital era, si acaso, incluso mayor. La capitán Peles y él, a la cabeza de sus tropas, tuvieron que abrirse paso entre una masa indiferente (casi desdeñosa) de peatones y acarreos generales. Era una experiencia de la capital nueva para Rillish, que poco antes había formado parte de la delegación wickana ante el trono. Entonces había viajado con una guardia de honor de los clanes. Y entonces también, los ceños pronunciados y los roces de bigote de su escolta habían recibido las miradas duras y los gestos furiosos de los ciudadanos. Los veteranos destinados en su escolta habían saboreado todo ello a conciencia, pero Rillish se había sentido desalentado. ¿Es que no iba a haber armonía jamás entre esos vecinos desconfiados?

Y tiempo después se encontraba con que ni siquiera podía apartar de su camino a un mocoso que tiraba de un burro de patas arqueadas. Se encorvó hacia delante para apoyar los brazales de cuero y bronce en el pomo de la silla y le lanzó una mirada irónica a la capitán Peles. La mujer sostenía el yelmo bajo un brazo, el largo cabello blanco como la nieve recogido en una única trenza apretada. El sudor le brillaba en el cuello y estaba examinando la multitud, los ojos pálidos entrecerrados. Un gran pendiente de plata llamó la atención de Rillish: un lobo rampante, las zarpas estiradas, galopaba con la lengua colgando. Recordó las dos cabezas de lobo de plata, las mandíbulas entrelazadas, que formaban el broche del cinturón de armas de la mujer.

—¿Es usted partidaria de los Lobos de la Guerra, capitán?

La cabeza de la mujer se volvió de golpe, sorprendida, después sonrió con timidez.

—Sí, señor. Los «Lobos del Invierno» los llamamos nosotros. He jurado lealtad.

Rillish apartó con un ademán un haz de varillas aromáticas que un vendedor ambulante de especias le metía por los ojos.

—¿Lealtad, capitán?

La sonrisa vaciló y la mujer apartó los ojos.

—A nuestra fe local.

Mucho más que eso, por supuesto, pero ¿acaso es asunto mío?

—¿Puño Rillish? —exclamó una voz entre la multitud—. ¿Rillish Jal Keth?

El aludido buscó entre el gentío y observó una cara alzada, un brazo levantado que se esforzaba.

—¿Sí?

Era una mujer joven, una sirvienta. Le ofrecía un trozo doblado de papel.

—Para usted, señor.

—Se lo agradezco. —Abrió la misiva y se encontró contemplando unas runas, los glifos escritos de la lengua wickana. ¡Que la bendita Mowri me libre! Volvió a revivir las horas pasadas rompiéndose la cabeza con aquellos garabatos cuando era miembro de la delegación wickana. Frunció el ceño y miró los símbolos: «Ven. Su».

Ah. Uno no rechazaba los imperativos de la chamán Su. Sobre todo cuando esa anciana era tan respetada (o temida) que manejaba a la bruja y al hechicero más poderosos y afamados de los wickanos, los gemelos Nada y Menos, como si fueran sus propios hijos. Una relación no muy alejada de la verdad, caviló Rillish, en una cultura que llamaba a todos los ancianos «padre» y «madre».

Y ese mensaje transmitido de un modo que garantizaba también la discreción. Rillish imaginaba que nadie más en toda la capital del Imperio, aparte de un wickano, podía desentrañar esas runas. Se metió el trozo de papel en el guante y contempló a la capitán Peles.

—Nos separamos aquí, capitán. Tengo un recado que hacer.

Ella frunció el ceño con gesto de desaprobación.

Una que se preocupa mucho, siempre impaciente.

—Mis órdenes…

—Eran trasladarme a la capital. Ya lo ha hecho. Ahora tengo asuntos que solucionar.

Una fría inclinación de la cabeza.

—Muy bien, puño.

Rillish apartó la montura con un tirón de las riendas. No le hace ninguna gracia que me vaya por ahí yo solo. Quizá a una cita… Se detuvo y se volvió en su silla.

—Capitán, quizá quiera acompañarme. Que un oficial conduzca a la tropa a la guarnición.

La mujer hizo un saludo militar, la sorpresa y la confusión obvias en su rostro amplio y expresivo.

Descolócalos siempre, los mantiene alerta.

Rillish llevó a la capitán al barrio este de la ciudad, un distrito de fincas acaudaladas. El año anterior, durante los días de la Insurrección, el ejército de mercenarios de la Guardia Carmesí, viejo enemigo del Imperio, había intentado destruir la capital volando en mil pedazos el arsenal imperial. Los voraces incendios que prendió la gran explosión se habían propagado durante días por las grandes propiedades familiares: D’Arl, Isuneth, Harad ‘Ul, Paran y la suya propia, Jal Keth. La devastación había sido generalizada porque, con franqueza, el populacho en general no se había sentido demasiado motivado para ayudar.

Y así recogemos lo que sembramos.

Enganchó una pierna en el pomo alto de su silla y se acomodó al estilo wickano, aunque con una punzada cuando una antigua herida le agarrotó el muslo.

—Mi familia es de aquí, ¿sabe, capitán?

—¿Es eso cierto, puño?

—Sí. —No muy locuaz, tampoco—. ¿Y qué hay de usted? ¿De dónde es su gente?

Las mandíbulas anchas se apretaron y abultaron. Y después, de mala gana:

—Una tierra al oeste de la región que ustedes llaman Siete Ciudades. Una tierra montañosa de costas escarpadas.

—¿Y esa tierra tiene nombre?

La mujer, de hecho, pareció sonrojarse. ¿O será el calor bajo toda esa armadura?

—Perecedero, puño.

¿Perecedero? No lo conozco, aunque me resulta familiar.

—No es una propiedad imperial, entonces.

Una sonrisa divertida, llena de confianza, envolvió los labios, casi lobuna.

—No. Y yo aconsejaría al Imperio que jamás lo intentara.

—Parece que es posible que nos llevemos bien después de todo, capitán. Los wickanos sienten lo mismo, el Imperio afirma lo contrario. —Rillish tiró de las riendas ante los restos de una entrada consumida por el fuego—. Hemos llegado.

La mujer arrugó la nariz al notar el hedor persistente del antiguo incendio.

—¿Está seguro, señor?

Dos figuras se irguieron entre las malas hierbas que llegaban a la cintura y que asfixiaban la entrada: dos viejos veteranos wickanos. A uno le faltaba un brazo y al otro un ojo. Los dos le dedicaron a Rillish unas sonrisas salvajes y le indicaron con un ademán que entrara. El puño azuzó su montura por el camino de ladrillos.

—Parecen conocerlo bien, señor —observó Peles.

—Compartimos una cabalgada larga y difícil en otro tiempo.

Algo más adelante las paredes de piedra de una mansión destripada por el fuego se cernían entre la luz de la tarde que iba cayendo. Las parras ya habían trepado por algunas galerías. En su imaginación, Rillish vio esas ventanas abiertas y vacías brillando con las luces de los faroles, los carruajes que llegaban por ese mismo camino con los invitados a las veladas nocturnas. Casi podía oír el estrépito de las espadas de madera en el sinfín de guerras que sus primos y él habían librado por esos terrenos, en otro tiempo perfectamente cuidados. Sacudió la cabeza para quitarse de encima tantos ecos antiguos. Lo que vio fueron malas hierbas enredadas en el ladrillo ennegrecido. Las fuentes se alzaban silenciosas, el agua llena de verdín. Las dependencias, las casas de invitados, los establos, se alzaban vacíos como armatostes de piedra. Y en mitad de todo, con el humo que surgía de las hogueras, como conquistadores entre las ruinas, habían montado un campamento de yurtas wickanas.

Rillish pasó una pierna por encima de la silla para deslizarse al suelo con facilidad. La capitán luchó con su montura, que parecía disgustada por su inexperiencia y decidida a hacérselo saber. Unos jóvenes wickanos se acercaron corriendo a tirarle del bocado.

—¿Qué es esto? —preguntó la capitán, asombrada.

—Bienvenida a la delegación wickana. Esta finca es ahora propiedad del trono. Sugerí que quizá se los podría albergar aquí. —Y no es que nadie más fuera a aceptarlos—. ¿Wan ma Su? —le preguntó a una niña.

La pequeña señaló.

—Othre.

—Por aquí, capitán. —Llevó a Peles por los terrenos hasta la base de un imponente árbol de hierro, el único superviviente del incendio que había asolado el distrito. La anciana y chamán wickana, Su, parecía vivir allí, metida entre sus raíces expuestas. El gigante había sido uno de los favoritos de la niñez de Rillish, aunque sus ramas eran demasiado altas para que pudiera trepar. Se preguntó si el árbol debía su supervivencia continuada a la presencia de la mujer o, a juzgar por la edad extraordinaria de esta, si era al revés.

En cualquier caso, le pareció que la mirada de la anciana era tan perspicaz como siempre y seguía su acercamiento con la expresión de un halcón.

—¿Y quién es esta gigante? —preguntó la chamán con su tacto habitual.

Pero Rillish se limitó a sonreír. Recordaba que había logrado imponer ciertas cláusulas difíciles en el tratado wickano de alianza, y para ello solo había tenido que meter a Su en los aposentos, ¡cómo se había retorcido Mallick bajo su mirada! Mientras que el emperador a él todavía le ponía los pelos de punta.

—Su, permíteme presentarte a la capitán Peles, de Perecedero.

Su ladeó la cabeza, sus ojos negros se aguzaron incluso más.

—¿Perecedero, dices? Interesante… Ven aquí, niña.

Rillish se preguntó si en realidad Su habría oído hablar de Perecedero; la mujer tenía la molesta costumbre de actuar como si cada uno de sus pronunciamientos o actos estuvieran repletos de significado. Pero también había aprendido a guardarse sus dudas porque cualquier cuestionamiento te granjeaba una regañina aterradora. Y Peles, todo había que decirlo, se arrodilló como una niña buena.

—Sí —murmuró Su al tiempo que examinaba a la mujer—. Veo los lobos corriendo en tus ojos. Hagas lo que hagas, Peleshar Arkoveneth, no debes abandonar la esperanza. ¡Aférrate a ella! No caigas en la desesperación. —Y despidió a la capitán con un gesto—. Esa es mi advertencia para ti. Ahora vete. —Peles se irguió con una pequeña reverencia. Parecía, si acaso, más pálida que antes. Esos ojos penetrantes se clavaron después en Rillish—. ¿Y qué hay de ti? ¿Cuántos hijos tienes ahora?

—Otro de camino.

La anciana chamán sorbió por la nariz.

—Muy bien. Al menos todavía sirves para algo.

—¿Tienes noticias, entonces? ¿O solo me has pedido que viniera para intercambiar cumplidos?

Se alzó un dedo encorvado.

—Cuidado, amigo de mi pueblo. Me recuerdas a un tipo de Li Heng que conocí. Mi paciencia no carece de límites. Te vas a Korel, esa tierra torturada. Aquí va mi advertencia. Los malazanos vais a librar una guerra en nombre del emperador, pero vais a combatir en la guerra que no es. Las espadas no pueden ganar esta guerra. Aunque el Imperio envíe muchas, quizá incluso las más potentes de todas sus espadas, la paz jamás se llevará a esa tierra con la fuerza de las armas. Como ha descubierto el Sexto para su vergüenza y fracaso.

La anciana hizo un gesto a un lado y chasqueó los dedos.

—He dispuesto que esta mujer sea destinada a tus tropas como maga del cuadro…

Surgió una figura de una yurta cercana, una mujer de mediana edad, cintura gruesa, el cabello una maraña de color pardusco.

—Esta es Devaleth. Es de Korel. De Puño, en realidad.

Rillish se quedó sorprendido.

—¿Una maga de Korel? ¿Cómo íbamos a…?

—¿Confiar en ella? ¡Rillish Jal Keth! Como noble untan que negoció un tratado para los wickanos, me decepcionas. No, hemos hablado largo y tendido y está preocupada, Rillish. Preocupada por su pueblo y por su tierra. No os traicionará.

El puño le dedicó a la mujer un asentimiento cauto.

—Así que este es el tipo —le dijo la mujer a Su, su acento muy marcado.

—Sí. Lo mejor que se pudo disponer. El tiempo apremiaba, después de todo.

Rillish miró a la una y a la otra.

—Oye, esperad un momento…

—¿Se le ha informado?

—Sí. Hasta el punto que es capaz de entender.

—¡Su! —Rillish miró a Peles y se la encontró ocultando con la mano una gran sonrisa. El puño le dedicó a la chamán wickana un saludo brusco con la cabeza y se dio la vuelta—. Parece que estoy en minoría.

—¿Una retirada táctica, señor? —sugirió Peles mientras lo seguía.

—Desde luego, capitán. Desde luego.

En el mando imperial, el rango de puño honorario no le proporcionó ni siquiera una audiencia con el secretario del puño supremo D’Ebbin. En su lugar, un escribano con rango de teniente estudió el paquete de órdenes que le proporcionó la capitán Peles y frunció los labios en un gesto de incredulidad.

—Debería haber pasado por aquí hace semanas.

A Rillish ya le dolían los dientes de tanto apretarlos.

—Es puño, teniente.

—Sí, puño. —El hincapié que hizo el teniente en la palabra dejó claro que un rango tan vulgar no iba a impresionar a nadie allí, en el mando. Cerró de un papirotazo la saquita de cuero y se la tendió—. Preséntese en la torre Occidental.

—¿La torre del Polvo? ¿No la han dejado en manos del cuadro de magos? —La mirada cansada del oficinista le dijo a Rillish que lo acababan de degradar a la categoría de tonto del pueblo. Le quitó el paquete al hombre de la mano sin fuerzas.

—La torre está…

—Conozco el camino, teniente —masculló, recalcando el rango.

Rillish se volvió hacia la capitán Peles, que se había quedado a una distancia discreta con el yelmo bajo el brazo.

—Parece que voy a la torre Occidental.

Peles hizo un saludo marcial, en sus brillantes ojos azules había una expresión confusa.

—¿No va a acompañarnos? Embarcamos con la marea. Nosotros y unos últimos elementos debemos alcanzar a la flota.

—Da la sensación de que tienen otra cosa en mente para mí.

Peles se inclinó y aceptó los caprichos de las órdenes.

Rillish respondió a la inclinación. Esta no tiene problemas con la cadena de mando, reflexionó.

Rillish no había pasado siquiera por la entrada principal de la torre Occidental cuando sus papeles suscitaron una incredulidad escandalizada en la mujer de aspecto oficioso que daba el alto a todos los recién llegados.

—Llega tarde —lo acusó.

Conociendo como conocía al ejército, Rillish no se molestó en señalar que había aceptado su reactivación hacía solo unos días.

—Por aquí. —El tono no permitía dudas, estaban claros todos los problemas que la mera existencia del puño estaba causando a aquella mujer.

La mujer bajó con él por una escalera de caracol. Rillish nunca había estado dentro de la torre del Polvo, ni bajo el antiguo palacio, y la sensación lo inquietó. Pero esta es mi ciudad natal. ¿Es la mancha del antiguo emperador lo que parece flotar sobre estos pasadizos polvorientos?

Entraron en un aposento redondo con suelo de piedras talladas. Rillish observó las guardas y los símbolos grabados en plata que rodeaban la circunferencia del suelo. Un polvo negro y arenoso yacía en montones, apartado a patadas por uno y otro sitio. Dentro esperaban dos anodinos magos del cuadro, un hombre y una mujer, las túnicas decoloradas por el polvo. También aguardaba la maga de Puño, Devaleth.

Rillish se inclinó ante la mujer.

—¿Por qué no mencionó…?

—Yo misma no lo sabía —dijo entre dientes. Era obvio que estaba más desconcertada todavía que Rillish; su rostro redondo y pálido relucía de sudor incluso bajo el aire fresco, y tenía las manos apretadas a los lados—. Esto me horroriza —siseó.

—¿El qué?

—Viajar por las sendas.

Rillish empezó a entender y sintió que la boca se le crispaba con una ironía seca.

—Yo tampoco tengo recuerdos muy agradables.

Los dos magos del cuadro dieron unas palmadas y les indicaron con gestos que se hicieran a un lado. Se pusieron uno enfrente del otro y empezaron a trazar una intrincada serie de gestos y movimientos. El espacio entre ellos se oscureció ante los ojos de Rillish. Unas vetas grises aparecieron detrás de cada gesto, como si los magos estuvieran pintando o acuchillando el aire. Al poco, las cuchilladas se ensancharon, se engrosaron y se conectaron. Una gran ráfaga de aire polvoriento y cálido estalló en la cámara. Rillish parpadeó y levantó una mano delante de la cara, vio una brecha dentada que se abría a una llanura oscura y sin vida.

Los dos magos entraron. Uno hizo un gesto impaciente a Rillish y Devaleth para que lo siguieran. El puño entró con cautela. Casi de inmediato, lo empujó una ráfaga de aire. Miró a su alrededor y se encontró con que los cuatro estaban solos en medio de un paisaje feo de cenizas y suelo arenoso y muerto.

Los dos magos se pusieron en marcha sin más comentarios. Rillish dejó a Devaleth ir delante.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—La senda Imperial —exclamó el mago por encima del hombro, enojado.

Devaleth lanzó una carcajada seca y cortante. El hombre la miró con furia, pero no dijo nada. Al poco se volvió con los hombros encorvados.

—Se lo ruego, ¿qué le divierte tanto? —preguntó Rillish mientras seguían caminando. Las sandalias de los magos y sus propias botas de montar levantaban pequeñas nubes de polvo que flotaban sin vida en el aire pesado.

—¿La senda Imperial? —se burló la mujer—. Qué arrogancia. También pueden las pulgas de un perro llamar al perro el Perro de las Pulgas.

Los hombros del mago se estremecieron todavía más.

—¿Está diciendo que somos intrusos aquí?

La mujer se aclaró la garganta reseca por el polvo y escupió.

—Menos que eso. Cucarachas que invaden la casa abandonada de un dios perdido. Gusanos que se arrastran por un cadáver y lo reclaman como propio…

—Ya me hago una idea —comentó Rillish, y se volvió para aclararse él también la garganta del polvo que la irritaba. Dioses, qué compañía más agradable. ¿Esa va a ser la maga del cuadro?—. ¿Así que es de Puño?

—Sí. De Mare.

Rillish la miró de forma nueva. ¡Mare! ¡Una bruja del mar de Mare, experta en Ruse! ¿Qué podría haberla vuelto contra su propio pueblo?

—Yo soy veterano de la invasión, ¿sabe?

—Sí. Su me lo dijo.

—Y… si me permite la indiscreción…

La mujer lo miró de soslayo.

—¿Por qué estoy ahora aquí, con ustedes, los malazanos?

—Sí.

Ella encogió los redondeados hombros.

—Los viajes ensanchan la mente, mi puño.

Rillish estaba a punto de seguir sondeando en busca de más aclaraciones, pero la mujer se había quedado mirando a lo lejos, la boca apretada, así que el puño decidió esperar y concederle el tiempo que necesitara para superar lo que parecía una reticencia natural (y para él comprensible) a hablar.

—Todo lo que sabes o te han enseñado te lo vuelcan como si fuera un profundo pozo de mentiras, una experiencia que si enseña algo, es humildad —dijo al fin la mujer, con la mirada todavía perdida—. No es de extrañar que no se permita a nadie salir de nuestra tierra natal. —Los labios llenos se alzaron en una sonrisa sin humor—. Nos dijeron que era porque la nuestra era la más feliz y rica de todas las tierras, y que cualquiera que la abandonara regresaría para corromperla con ideologías y costumbres inferiores. —La maga contempló el apagado cielo plomizo, pensativa—. Y supongo que es cierto, al menos en parte.

—Entiendo. —Las opiniones de la mujer encajaban con la poca información que Rillish había reunido en las entrevistas con nativos del archipiélago. Esperaba poder contar con ella. Sería un miembro inestimable. Aunque no duraría mucho una vez que la expusieran como traidora. La condenarían a muerte, igual que habían condenado a Melena Gris por sus herejías contra el culto local.

Rillish la miró mientras caminaba, con la cabeza gacha como si estudiara el polvo, las manos entrelazadas a la espalda.

Ella lo sabe mucho mejor que yo.

La llegada fue una decepción, incluso después de un paseo tan soso y anodino. Los magos del cuadro se limitaron a representar otra vez su ritual y después los hicieron pasar con ademanes bruscos. Sin duda ellos también tienen prisa por dejar este reino desconcertante y enervador. Entraron en una habitación vacía con losas de piedra, iluminada por antorchas y con un parecido desconcertante con la que acababan de abandonar. La perplejidad de Rillish la alivió la entrada de un mago malazano que no conocía, esta vez un anciano cadavérico.

—Bienvenido a Kartool, señor —resolló el tipo—. La flota se está reuniendo. Llega justo a tiempo.

—Se lo agradezco. —Kartool. Vil lugar. Nunca me gustó—. Por casualidad, ¿sabría usted quién está al mando de la fuerza?

El anciano mago parpadeó con los ojos enrojecidos, sorprendido.

—Bueno, sí, puño. ¿No se ha enterado? No se habla de otra cosa.

Rillish esperó a que el hombre continuara, después se aclaró la garganta.

—¿Sí? ¿Quién?

—Bueno, el emperador ha indultado al antiguo puño supremo, Melena Gris. Lo ha restituido a su puesto. ¿No es una noticia asombrosa?

Rillish se quedó aturdido, pero olvidó su conmoción ante el gruñido de sorpresa y alarma de Devaleth. La mujer se había puesto pálida y se tambaleaba como si estuviera a punto de desmayarse. A pesar de su propio impacto… (¡su antiguo comandante, a quien él había dado la espalda!), Rillish cogió a la mujer por el brazo y la sujetó.

Devaleth se lo quitó de encima.

—Mis disculpas. Una cosa es unirse al enemigo, pero otra muy diferente encontrarse sirviendo a las órdenes de un hombre condenado como el mayor demonio de esta época. El Traidor, lo llamaron los korelrianos. El Gran Traidor.

¿Traidor? ¡Dioses! ¿El tipo no lo consideraría a él, a Rillish, del mismo modo? ¿No lo sabían en el mando? No. No podían saberlo, ¿verdad? Los Gemelos debían de estar partiéndose de risa. ¿Pues no era su propio silencio lo que iba a condenarlo ahora?

Estuvo a punto de estallar en una carcajada loca cuando contempló la ruina absoluta en la que había caído él solo.

No bien había aparecido en la puerta de su despacho uno de los escribanos de Bakune para anunciarle a toda prisa «Karien’el, capitán de la Guardia», cuando el hombre en persona entró y cerró la puerta, con suavidad pero firmeza, tras él.

Bakune se quedó sentado, mirándolo, la pluma levantada, la sorpresa dolorosamente obvia en su rostro. Tras recuperarse, el examinador devolvió la pluma al tintero y abrió la boca para invitar al hombre a sentarse, pero el capitán de la Guardia se dejó caer con un ruido sordo antes de que Bakune pudiera decir nada.

Bakune cerró la boca y asintió con un saludo neutral, del que el recién llegado hizo caso omiso mientras escudriñaba el despacho y estudiaba los muchos estantes que gemían bajo sus cargas de pergaminos y expedientes amontonados.

—¿Me permite ofrecerle un poco de vino estigio? —sugirió Bakune al tiempo que señalaba un aparador.

—No. —El hombre todavía no lo había mirado—. ¿Tiene algo más fuerte?

—No.

—Una pena. —Los ojitos duros se posaron en Bakune—. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, examinador?

Oh, vaya, malas noticias.

—Mucho tiempo, capitán.

Karien’el asintió y se le abultó el cuello. Bakune estudió al hombre y se le ocurrió que todos esos años intermedios no lo habían tratado bien. Había ganado peso, estaba sin afeitar, y tenía un aspecto general poco sano, con los ojos entrecerrados y enrojecidos, los dientes grises y una complexión pálida. También bebía demasiado. Él, por otro lado, se estaba consumiendo, con su pelo cada vez más ralo, los dolores constantes de estómago y la rigidez de las articulaciones.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Un bufido desdeñoso seguido por una mirada calculadora con un solo ojo.

—¿Se ha preguntado alguna vez por qué lleva en Banith todo este tiempo… ni un solo ascenso mientras tantos otros dejaron Homdo o Thol rumbo a la capital?

Bakune se apartó un poco de su escritorio.

—Supongo que no soy de los que buscan favores o se hacen notar para que los tengan en consideración.

—Es obvio.

Bakune no pudo evitar que la irritación le tensara la cara.

—¿Qué es lo que quiere, capitán?

—Y su mujer lo abandonó, ¿verdad?

—¡Capitán! Considero esta entrevista terminada. Por favor, váyase.

Pero el hombre no se movió; se quedó allí sentado, las manos anchas y romas metidas por el cinturón, encima del estómago. Ladeó la cabeza como si estuviera evaluando el efecto de sus comentarios. El examinador tuvo un destello de introspección que le puso el vello de punta. Justo como debe de hacer cuando interroga a un sospechoso.

Bakune tragó saliva y se tranquilizó lo suficiente como para hablar.

—¿De qué se trata? —preguntó con cautela.

Un asentimiento satisfecho del capitán.

—A decir verdad, examinador, en realidad ni siquiera debería haber venido. Estoy aquí como favor, por todos los años que hemos trabajado juntos. Se trata de su investigación.

—¿Y qué investigación sería esa?

El hombre ladeó la cabeza y miró los armarios cerrados con llave.

Mareado, Bakune sintió que toda la sangre abandonaba su rostro.

—Sus hombres han registrado mi despacho.

Un encogimiento de hombros indiferente del capitán.

—Solo hacía mi trabajo.

—Su trabajo es hacer cumplir la ley.

El rostro pálido, redondo y sin afeitar se movió de lado a lado.

—No, examinador. Ahí está lo que no ha cuestionado lo suficiente. Yo hago cumplir la voluntad de los que deciden qué es la ley.

Así que aquí está. La verdad más brutal del poder. ¿Por eso no cuestioné más? ¿Una ceguera selectiva interesada? ¿Una incapacidad, o reticencia, a admitir la verdad poco halagüeña detrás de todo lo que yo representaba, o en lo que creía? ¿O solo era la aversión más pedestre y mundana a despegar la máscara y revelar la fealdad que hay detrás?

—En cualquier caso —dijo Karien’el—, tenemos a nuestro sospechoso.

—¿Lo tienen?

Un asentimiento lento y firme.

—Oh, sí. Ya hace algún tiempo que le teníamos echado el ojo. Un extranjero y además sacerdote de uno de esos degenerados dioses foráneos.

Bakune apretó las manos contra el escritorio atestado.

—¿Y cuánto tiempo lleva ese hombre en la ciudad?

De nuevo el otro encorvó los hombros en un encogimiento despreocupado.

—Ya unos cuantos años.

Bakune no tuvo que decir que los asesinatos se remontaban a décadas atrás.

Con un suspiro, Karien’el se irguió y se levantó de un tirón.

—Bueno, examinador. No hace falta que continúe su investigación. Tenemos a nuestro hombre. En cuanto cometa un error, lo detendremos.

Lo que quiere decir que cuando aparezca el próximo cuerpo, lo arrestaréis, echaréis mano de unos cuantos testigos pagados y después ejecutaréis al tipo antes de que alguien se pare a pensar.

Y se le ocurrió a Bakune que, para que esa ejecución se llevara a cabo, él tendría que redactar y firmar los papeles. Mi nombre será la autoridad detrás de esa ejecución.

Apenas fue consciente de la inclinación de Karien’el antes de que dejara su despacho y cerrara la puerta tras él sin ruido. Se quedó sentado, inmóvil, con los ojos clavados en el espacio vacío que había sobre la silla, en silencio.

¿Y si me niego? ¿Quién escribiría mi nombre en ese espacio en blanco?

¿Lo haría Karien?

Sí, sí que lo haría.

Pero no tiene la autoridad suficiente.

Bakune se levantó, fue a la diminuta ventana acristalada de su despacho y se quedó mirando la vista ondulada de los tejados de Banith, como guijarros que llevaran a las altas agujas y tejados a dos aguas del Claustro. Pero había otro en la ciudad que sí que la tenía.

Tú, mi querido abad. Y has enviado tu mensaje por medio de Karien. Puede que haya cuestionado lo suficiente. Puede que me haya acercado lo bastante para que al fin actuaras.

La mirada del examinador cambió y se posó en el alto armario cerrado con llave; un miedo frío se acurrucó en su estómago, un dolor demasiado conocido le hundió los dientes en el vientre. Cruzó el espacio que lo separaba del armario, el mueble más sólido que tenía en el despacho, y examinó sus puertas. Sin un rasguño siquiera, que él pudiera ver. Sacó una llave del juego que llevaba en la cintura, la metió y la giró dos veces.

Abrió las puertas de golpe y se quedó mirando el interior.

Polvo que giraba. Trozos rotos. Estantes vacíos.

Fracaso.

Su carrera, décadas de pruebas examinadas con todo cuidado, alegatos firmados, mapas, certificados de nacimiento y tantos (demasiados) certificados de defunción. Declaraciones juradas, archivos y relatos de testigos.

Desaparecido. Todo ha desaparecido.

Bakune se dejó caer en su silla. Se abrazó cuando el dolor de estómago lo hizo doblarse sobre sí mismo, con náuseas y arcadas secas. Se limpió la boca y dejó una mancha de sangre en la manga.

Malditos sean. Maldito sea todo el mundo. Maldito sea el abad y su puñetera, maldita y preciosa Señora.

El soldado estaba, sin lugar a dudas, muerto. Sin fuerzas, parecía carecer de huesos en la cubierta de la Lasana, el chico (y desde luego era un chico, desnudo como estaba) había sufrido una muerte fea, angustiosa.

—¡Echad un buen vistazo, soldados de la cuarta! —gritó el capitán Apuestas.

Y no era que tuviera que gritar. Suth observó que el cadáver pálido como un pez y tirado en la cubierta silenciaba la cháchara constante con más eficacia que el bramido de cualquier sargento.

—Este soldado escogió desertar… un delito castigado con la muerte.

Los soldados de la cuarta compañía estiraron el cuello y miraron por encima de sus compañeros. Apuestas, que procedía del archipiélago de Falar, sacudió la cabeza, asqueado, con el ceño fruncido tras la perilla y el bigote de color óxido.

—Pero el verdadero error que cometió este soldado fue intentar desertar aquí y ahora, en la isla de Kartool. —Suth, y todos los presentes a bordo, miraron hacia la orilla de Kartool, arbolada y en sombra, orilla que los llamaba, ah, con lo cerca que estaba—. ¡Un error terrible! ¿Y por qué?

—Las arañas —repitieron todos al unísono, sin muchas ganas.

—Exacto, chicos y chicas. Las arañas paraltinas de rayas amarillas, para ser exactos. ¡Se os ha advertido repetidas veces! La isla está repleta de ellas. Mirad cómo el veneno ataca los nervios y los músculos. Me han dicho que uno puede morirse de entrada del dolor insoportable.

Era cierto que la cara del hombre estaba contorsionada de un modo horrendo; tanto que dolía con solo mirarla. Suth no pensaba que nadie pudiera reconocer al tipo siquiera. Y sus miembros estaban retorcidos, como si alguien le hubiera roto las articulaciones.

—… mirad la ingle y el cuello, donde se reúnen los nódulos de vuestros humores claros. Se han hinchado y estallado…

La mirada de Suth se apartó de la ingle donde, sí, unas pústulas que habían reventado eran las responsables de la horrible mutilación de la carne.

—… pobre tipo. Casi lo siento por el cabrón. Mejor una estocada limpia, ¿no? ¿A alguien le apetece echar una mirada más de cerca?

Nadie se presentó voluntario. El capitán Apuestas ordenó que se dejara el cadáver tirado en los tablones. Con el sol ardiente, menos de una campanada de barco después, el hedor empujó a todos a la cubierta de popa, detrás del mástil. Suth sabía que Manteca estaba en el destacamento de castigo ese día. El destacamento que tendría que deshacerse del cuerpo y fregar la cubierta al atardecer. Suth solo pudo sacudir la cabeza; el muy idiota lo mismo se amotinaba.

Por horripilante que hubiera sido, la opinión a bordo de la Lasana era que el numerito del capitán de la compañía había sido el punto culminante del mes, un alivio que se agradecía tras el empalagoso aburrimiento de semanas encerrados, esperando como prisioneros a bordo de una flotilla de naos reunidas. Los permisos en tierra eran rotatorios, una vez cada cinco días, y estrictamente dentro de los terrenos de la guarnición imperial en la ciudad de Kartool. Y ese era un día de instrucción cerrada que dejaba a todo el mundo deshecho como cuero mojado.

Aparte de la instrucción y los destacamentos de limpieza a bordo de los atestados navíos, no había mucho más que hacer salvo dedicarse al pasatiempo favorito de todo soldado: adivinar la estrategia del mando. Suth estaba acuclillado junto al costado del barco con sus compañeros de pelotón, Lerdo, Len, Keri, Yana, Pyke y Wess. Los dos saboteadores del pelotón, Len y Keri, estaban pendientes del sedal que habían tirado al agua; Lerdo podía pasarse el día entero sentado con la mirada perdida, y tan contento; Yana estaba inspeccionando su armadura; Wess al parecer dormía; y Pyke estaba perorando, como tenía por costumbre.

—Van a hacer que nos maten a todos, los oficiales que dirigen este circo.

Lerdo se incorporó un poco y se protegió los ojos con las manos.

—¿Y eso por qué?

El cabo del pelotón le lanzó al gran recluta booriano una mirada burlona de desdén ocioso.

—¿A que no nos destinaron ningún mago de pelotón? Ni sanadores o sacerdotes dignos de ese nombre.

—Puede que lo sepan —dijo Yana arrastrando las palabras sin levantar la mirada del orín que estaba frotando en la malla de una manga.

Un espasmo de irritación crispó la cara del hombre, que bajó la mirada furiosa desde las bolsas de lona y los cajones en los que se reclinaba.

—¡Pues puede que tuvieran que hacer algo!

—Puede que lo hayan hecho… ¿por qué tendrían que decírtelo? —le contestó ella con tono distraído, y frotó la cota de malla con un puñado de arena que guardaba en una saquita.

Pyke solo hizo una mueca; entrecerró los ojos y miró a Len, que se asomaba a la regala con el sedal en la mano.

—¿Y tú qué, Len? ¿Todavía crees que nos dirigimos a Korel?

—Es una buena apuesta —respondió el saboteador en voz muy baja, como si hubiera peces cerca de su cebo de viejo cuero podrido.

—¡Ja! ¡Un cubo de mierda, eso es lo que es! ¡Korel! Más te valdría saltar por la borda con una piedra atada al cuello ahora mismo. Ahórrale a los mare la molestia de hacértelo más tarde. Sois todos idiotas. Nadie ha atravesado jamás ese bloqueo.

—Algunos sí —respondió Len, todavía sin alzar la voz.

Pyke volvió a hacer una mueca de burla y esa vez su mirada se posó en Suth.

—¿Y tú qué dices, dalhonesio? ¿Cómo dices que te llamas? ¿Suuz? ¿Hola? ¿Hablas taliano?

A Suth se le ocurrieron varias respuestas allí agachado, mientras comprobaba su equilibrio contra los movimientos del barco y tensaba de forma alterna primero un brazo y después el otro. Una era arrojarle al cuello la daga tradicional jamya que llevaba envainada al costado. Pero asesinar a un compañero (por muy irritante que fuera) se interpondría en el proceso de probar su valía contra el enemigo al que tuvieran que enfrentarse. Así que exhaló una bocanada de aire, relajó los músculos de los hombros y le contestó sin levantar la cabeza.

—Son muchos los vómitos y heces que corren a bordo de este barco. Por favor, deja de añadir más.

Pyke, nativo de Tali, se quedó con la boca abierta un momento, sin comprender. Después, Lerdo lanzó una risita tras haber desentrañado él solo el comentario, y el cabo saltó de la pila de equipo y se sacó un cuchillo de lucha de la parte posterior del cinturón.

—¡Dalhonesio ignorante! Ya te enseñaré yo respeto.

Suth también se incorporó. Su hoja curva jamya se deslizó con facilidad de la vaina de madera de hierro engrasada.

—Tu cháchara constante me aburre.

—¡Dejadles sitio! —bramó Yana, que se irguió y utilizó la armadura para hacer retroceder la multitud.

El rumor se extendió como una alarma entre los cientos de hombres y mujeres reunidos en cubierta, y todos se empujaron para ver mejor, treparon a los montones de cajones y fardos y bordearon la cubierta superior. Hasta el momento nadie había conseguido abrirse camino para poner fin al enfrentamiento.

Pyke apuntó la hoja recta con un alarde. Tenía los ojos oscuros muy abiertos y en ellos brillaba un amor sedoso por la violencia.

—¿Hablas? ¿Qué tal si te corto la lengua?

Suth se limitó a doblar las rodillas con los brazos extendidos. De momento Pyke se había escaqueado de cada instrucción, había esquivado cada práctica y se había zafado de todos los destacamentos de trabajo. Pero era un tipo alto, de constitución sólida, un veterano del combate. Y según todas las apariencias era experto en matar, pero también lo era Suth. Ese tipo de reto, uno contra uno, era su especialidad; había crecido practicándolo con sus amigos (y rivales) todos los días. Lo que era nuevo para él eran todos esos ejercicios militares malazanos.

—¡Guardadlas! —bramó una voz nueva.

Suth se hizo a un lado poco a poco. El sargento Tela se había abierto paso hasta el círculo despejado. Puesto que el cabo no daba señal alguna de obedecer, Suth decidió que él tampoco. Tela señaló a Pyke.

—¿Tengo que decirlo dos veces?

Pyke frunció el ceño, se incorporó y dejó caer los brazos.

—Este recluta necesita que le den una lección, sargento.

—Acuchillarlo no se la dará. —Tela se volvió hacia Suth—. Guarda eso, soldado.

Suth obedeció.

Tela levantó la barbilla hacia unos trescientos infantes que atestaban la cubierta.

—Sé que se empiezan a perder los estribos. Sé que estamos todos apiñados aquí dentro como ovejas, sin nada que hacer. Pero la espera ya casi ha terminado. ¡Recordad, la disciplina es lo que os mantendrá vivos! Y… —y el hombretón bajó la voz— a bordo de un barco rige el castigo naval. Y creedme… no queréis que os azoten las púas del pez demonio. Desearéis estar muertos. Eso es todo. Rompan filas.

Mientras la multitud se daba la vuelta, el sargento hizo un gesto para que se acercara su pelotón.

—Pyke —dijo en voz más baja todavía—, desde ahora quedas despojado de tu rango…

—¿Qué?

Tela se limitó a mirar al más alto, los ojos casi perezosos en su nido de arrugas. Ladeó la cabeza solo un poco. Pyke se encorvó y murmuró algo por lo bajo.

—… mejor yo solo…

—Yana…

—No.

—¿No?

—No pienso hacer de madre de estos simios.

Tela rezongó que lo entendía.

—Len, para ti.

—Pues muchas gracias —respondió el maduro saboteador, que parecía cualquier cosa menos complacido.

—Eso es todo. —Suth y los otros hicieron un saludo militar; Pyke se limitó a dar un papirotazo con la mano mientras se daba la vuelta.

Tras un almuerzo de pescado, gachas calientes y fruta fresca de la isla, Suth buscó a Len. Al menos, reflexionó, esos malazanos se estaban asegurando de que comían bien antes de lanzarlos a lo que fuera que el Abismo les reservara…

Se encontró con el que saboteador había regresado a su pesca.

—¿Qué, pican?

—Nada comestible. Todo el pescado de la costa de esta isla maldita por D’rek es venenoso, igual que las arañas.

—¿Qué sabes del sargento?

—¿Tela?

—Sí. Todo el mundo lo mira con recelo. Estamos más apiñados aquí, a bordo de este barco, que una manada de thanu en el cruce de un río. Tengo que pelearme para llegar adonde sea. Lo he observado cruzar la cubierta y todo el mundo se aparta de su camino.

Len se volvió para mirarlo y apoyó los codos en la regala. Las gaviotas y otros pájaros marinos se lanzaban en picado sobre las olas, entre los transportes de tropas anclados; reñían por la basura y las sobras que tiraban por la borda. Aunque era casi invierno, el calor del sol irritaba la espalda y el pecho de Suth. En su infancia y primera juventud pocas veces se había puesto algún tipo de camisa, pero la estandarización militar malazana lo tenía a él y a todos los demás con gruesos jubones de manga larga de lana, fieltro, cuero o lino forrado, las prendas interiores de su armadura pesada.

—Tela, ¿eh? —repitió el viejo saboteador con aire pensativo, se frotó el lado izquierdo de la garganta y la mandíbula, aplastado e irregular, responsable de su voz ronca—. Solo sé lo que se dice. Rumores. Ya sabes cómo es la cosa. Se intercambian todo tipo de historias, pero nadie sabe nada en realidad. En fin, que ha servido toda su vida y está a punto de cumplir los cincuenta. El caso es que es nuevo en los regulares. Así que la pregunta es… ¿con qué unidad estuvo todo ese tiempo? —El hombre le guiñó un ojo a Suth—. Algunos piensan que quizá con la Garra.

La Garra. Asesinos imperiales. Homicidas adiestrados. Esos soldados hablaban de ellos con asombro y temor. Por su parte, Suth ansiaba probar su valía contra uno de ellos. Asintió con aire de entenderlo.

—Esa teniente de saboteadores, Urfa. Lo llamó «Cazador».

—Eso es. Los perros viejos, es su código para una garra.

Suth examinó la atestada cubierta; en el centro del barco se había hecho espacio para la instrucción en formación cerrada y los ejercicios con los escudos. Un destacamento estaba comprobando si había podredumbre en las velas del navío de tres mástiles.

Len lanzó un gran bostezo.

—Pero solo es hablar por hablar. Nadie lo sabe con seguridad. Y él no suelta prenda.

Enfrente de ellos, Suth sorprendió a Pyke vigilándolos. El tipo lo señaló como si todavía sujetara su hoja y sonrió, era una promesa. Suth apartó la mirada; en su experiencia, los que más presumían siempre eran los menos peligrosos.

—Escucha —Len le dio unos golpecitos en el pecho y levantó la barbilla en la dirección que Suth estaba mirando—, no te preocupes por Pyke. Te habría dado la tabarra hasta que te rindieras. Ahora sabe que no puede.

Una pena. Llevo mucho tiempo sin practicar.

—¿Y el pequeño de aspecto mezquino, Faro?

—¿Faro? —Len agitó la mano con asco—. ¡Bah! A ese hombre lo buscan por asesinato en más ciudades y provincias de las que puedo nombrar. Le encanta buscar pelea y acuchillar a la gente. Procura no acercarte a él.

—Pero a Tela le hace caso.

—Sí… muy raro, eso. —Y el saboteador le dedicó una mirada astuta de soslayo antes de volver con sus peces.

Esa noche su pelotón tenía la última guardia. Pyke ni siquiera se presentó. Wess apareció, pero enseguida se echó entre el equipo apilado y volvió a dormirse. Manteca seguía en el destacamento de castigo por pendenciero. Suth había llegado a cubierta y se había encontrado a Len ya pescando; el mejor momento del día para eso, había susurrado el saboteador con voz ronca. Eso los dejaba a él, Keri, Yana y Lerdo. A Faro, por supuesto, no se le veía por ninguna parte. A Suth no le importaba estar con Keri y Yana, ambas veteranas. Pero Lerdo… bueno, no era culpa suya, pero el tipo era lerdo hasta un punto doloroso.

El agua y sus humores le resultaba ajena, habiendo crecido en las llanuras de Dal Hon. Allí, los oídos eran tan importantes como los ojos. Y todavía más, por supuesto, por la noche. El amanecer también llegaba de forma diferente, un fulgor lejano, una llama naranja que crecía por el este nublado del mar y se difuminaba con una luz azulada alrededor. La bahía estaba en calma, al igual que la extensión de color gris pizarra del océano del Alcanzador que se abría más allá. Un viento suave traía el oleaje más pesado del exterior de la bahía. Los movimientos de los cordajes y el crujido de las planchas del casco del barco resonaban con un ruido sobrenatural en la quietud. En otro de los veleros anclados sonaron cinco campanadas.

Suth dejó sus lentos paseos y miró al este. El viento traía algo más. Otro ruido se alzó y cayó detrás. Ladeó la cabeza y escuchó. ¿Una llamada lejana? ¿Cuernos? ¿En el mar?

—¿Has oído eso? —Keri se había acercado a su lado y susurraba.

—Algo… ¡Ahí! —A lo lejos, en las aguas abiertas, un barco asomaba el morro tras el cabo de la bahía. Un barco mucho más grande que cualquiera de los veleros de carga y los corsarios costeros que Suth había visto hasta el momento. Mientras él y Keri miraban, fue apareciendo otro, la silueta idéntica, tres filas de remos destellando al amanecer. Y otro.

—Barcos de guerra moranthianos azules. —Len se encontraba al lado de los dos—. ¿Veis las torres en los castillos de proa?

Suth asintió, los ojos convertidos en meras ranuras. Los cuernos relincharon a su alrededor, la flota reunida daba la bienvenida a los recién llegados.

—Nuestra escolta.

Suth se volvió hacia Len.

—¿Y eso?

—Construidos solo para batallas navales, esos barcos. No son corsarios. No son transportes. Solo aguas profundas. Por el Embozado, tienen demasiado calado hasta para entrar en un puerto. —El viejo veterano escupió por la borda—. Ya no cabe duda de adónde nos dirigimos. —Suth, Keri, Lerdo y Yana estudiaron todos al saboteador—. Una batalla naval como esa no se ha visto desde el aplastamiento de las flotas falari. El Imperio jamás olvida. Por fin va a responder a esas derrotas mare. Así que es Korel.

La conmoción de Yana y Keri fue obvia. La reacción de Suth fue solo de alivio. Se alegraba de que al fin se terminara la espera.

Esa mañana, el silencio que reinaba en los veleros de tropas era antinatural, y eso que los reclutas y veteranos de la cuarta bordeaban los costados observando reunirse la flota. Hasta Wess encontró el interés, o la energía, para levantarse de entre los pliegues de su manto y unirse a la multitud de la regala. A Suth le sorprendió ver que el tipo era mucho mayor y más canoso de lo que él había pensado, y se preguntó cuántas campañas se habría pasado durmiendo.

Len señaló los navíos de Falar, lustrosos y rápidos, las galeras amplias de Siete Ciudades y un buque de guerra de tres mástiles de Quon. Pero los barcos de guerra moranthianos azules eran los que captaban el interés de todos. Se acercaban con ritmo pausado, como los gigantes con colmillos de la sabana dalhonesia de donde era nativo Suth. Unas torres blindadas en las proas alcanzaban una altura de tres pisos.

Durante todo el día, a medida que los transportes maniobraban para unirse al convoy, las charlas se concentraron en su supuesto destino. Muchos todavía tenían la esperanza de que fuera Genabackis; quizá un nuevo frente en el sur que atajara para unirse a Coral Negro. Pero Len se limitó a sacudir la cabeza. El viejo saboteador atrajo un buen número de miradas asesinas, como si al sacar a colación Korel los hubiera condenado a todos a eso.

—¿Qué hay de esos elegidos korelrianos, la Guardia de la Tormenta? —le preguntó Yana a Len mientras estaban sentados a la sombra de una vela arrizada.

El veterano frunció el ceño.

—No me he enfrentado a ellos, pero dicen que son los mejores soldados que hay por ahí, hombre por hombre.

Yana pareció ofendida.

—Entonces es cosa de mujeres, nosotras, como siempre.

Keri asintió con fiereza. Pero Len alzó una mano.

—Quiero decir entre ellos. Dicen que hay una escasez bestial de mujeres entre sus filas, por una u otra razón.

Pyke había estado escuchando, era obvio que no muy impresionado.

—Tengo entendido que esos seguleh genabackeños son mucho más peligrosos.

—Los seguleh no son soldados —respondió Len. Miró al hombre a la cara—. Nunca lo olvides. Si llegara el caso de librar una guerra con ellos, ganaríamos.

Pyke se echó a reír y desechó la afirmación de Len con un ademán, como si el otro hubiese dicho una tontería.

—Los korelrianos luchan contra un solo enemigo —anunció Wess bajo los pliegues de su manto, sorprendiéndolos a todos.

Suth dio un mordisco a la fruta fresca de la costa y observó asentir a Len.

—Muy cierto. Si te enfrentas a un muro de agua de nueve metros de altura que viene a por ti cada invierno, terminas engendrando cierta disciplina. Son los otros soldados a los que nos enfrentaremos, los dourkanos, roolianos y jourilanos. Luchan porque saben que los korelrianos están justo ahí, tras ellos, y no cederán. Nunca se rinden. No pueden.

—Si podemos llegar a ellos —añadió la voz sin cuerpo de Wess.

Len se limitó a fruncir los labios, era obvio que le desagradaba el comentario de Wess. Yana, que parecía inquieta, tampoco dijo nada. Suth estudió sus rostros; allí había algo. Algo que él se estaba perdiendo.

Fue Pyke el que rompió el silencio. Se echó a reír y señaló a Suth.

—¡El imbécil del dalhonesio! Será mejor que aprendas a nadar antes de llegar allí. Porque ninguno de vosotros vais a ver siquiera la orilla. Ningún barco malazano ha alcanzado Korel en más de veinte años.

—Cierra ese pico del Embozado, Pyke —gruñó Len. Pero no negó la afirmación del hombre. Nadie la negó.

La nieve acuchillaba el aire casi en diagonal bajo el gélido viento que azotaba las almenas delanteras de la muralla de las Tormentas, allí, junto a la torre de las Estrellas. El lord protector Hiam observaba los copos planos pegarse como la ceniza a su manto. Relucían contra el tejido azul oscuro y después se fundían con un siseo casi audible. Más abajo, las olas pesadas que llegaban del estrecho lamían con gesto hosco la base de la muralla. La escoria de aguanieve y hielo rechinaba como los dientes masivos de un millar de demonios de las profundidades. Lo cual era una imagen poética no muy alejada de la realidad, aunque los cantantes y bardos abusaban un tanto de ella. Las yemas de los dedos entumecidas le contaron a Hiam todo lo que necesitaba saber sobre lo que presagiaba ese tiempo. Tenían encima la estación de las tormentas. A partir de esa noche, los braseros de hierro y los soportes de las antorchas de todas las contramurallas y torres de vigilancia permanecerían encendidos día y noche en prevención de la llegada del enemigo, los extraños jinetes demoníacos que cabalgaban las olas.

Pero no sus únicos enemigos.

Estaban de camino. Esos expansionistas absurdos del norte. Hiam golpeó con el cabo de hierro de la lanza la losa de piedra y continuó con su visita informal de la muralla. Había llegado recado del sacerdocio rooliano de la Señora: se estaban reuniendo todas las tropas, la nación se ponía en pie de guerra. Las columnas marchaban al este, a la frontera de Skolati. Y habían llegado noticias de sus agentes entre los puertos de Mare: todos los navíos disponibles se estaban abasteciendo y preparando. ¿Qué podrían querer esos invasores de esta (y había que decirlo) región bastante empobrecida y, con toda franqueza, más que remota?

Los oficiales de los elegidos y los soldados regulares surgían de la nieve torrencial y se presentaban ante el lord protector; cada uno hacía un apresurado saludo militar, la lanza cruzando el pecho. Hiam respondía, ofrecía una palabra tranquilizadora o un chiste irónico allí donde sus instintos le indicaban que no sería mal acogido. ¿Podrían haber estado en lo cierto los sacerdotes todo el tiempo? Decían que solo había una cosa en estas tierras que podría atraer a un poder extranjero: la fe de la Santísima Señora. Que esos malazanos habían venido a aplastar la verdadera religión.

Parecía inconcebible. ¿Pero para qué iban a venir si no? No se le ocurría ninguna otra explicación. Seguro que esos malazanos tenían tierras suficientes por todo el mundo. Toda esa sangre y esos tesoros invertidos. ¿Y para qué? ¿Una isla miserable cuyos habitantes eran tan egocéntricos, se engañaban de tal modo que, de hecho, habían llamado continente a su isla?

Entre la ventisca se vislumbraba un gran grupo oscuro de hombres y equipo. Aunque era por la mañana, las nubes bajas y densas como el humo le prestaban al día el palio crepuscular del atardecer. Junto a una ballesta escorpión gigantesca montada en el muro se había reunido un equipo de trabajo que se soplaba las manos, daba patadas y se asomaba al borde de los matacanes delanteros. El carro del cabrestante móvil descansaba con ellos, la cuerda extendiéndose hacia abajo.

Hiam esperó mientras la noticia de su presencia corría entre ellos con codazos y miradas. Los jubones azules encima de los cueros los identificaban como aprendices de ingenieros que habían prestado juramento, no era una cuadrilla obligatoria. Hicieron un saludo militar, el brazo cruzado sobre el pecho. Hiam respondió al saludo y después indicó la cuerda.

—¿Ya andamos pescando jinetes?

Sonrisas todo alrededor.

—Es maese Stimins, señor —respondió uno—. Hemos estado comprobando las reparaciones de toda la muralla en los últimos días.

Hiam se asomó al borde; la cuerda desaparecía en el blanco revuelto sin fondo.

—Un poco tarde ya para eso…

Otro saludo marcial.

—Sí, señor. Así es.

Hiam esbozó una sonrisa irónica.

—Nuestro maese Stimins no le tiene miedo a nada, ¿eh? Sería capaz de apartar a los propios jinetes de un empujón para inspeccionar una grieta, ¿no?

Le respondieron unas cuantas risitas apreciativas, todas las cuales a Hiam le parecieron más bien forzadas. Señaló el cabrestante.

—Avisadlo de que tiene que subir.

—Sí, señor.

Hiam clavó la mirada en el norte, en el gris pizarra revuelto donde el cielo y el mar se fundían en una única cortina amenazadora. ¿Qué podía ser tan urgente? El momento de las reparaciones ya hacía mucho que había pasado… aunque bien sabía la Señora que nunca tenían suficiente. Cada verano parecía que lo único que conseguían hacer era apuntalar los peores daños, y no digamos ya comenzar una serie de reconstrucciones. Los pensamientos del lord protector se acercaron, pero se negaron a perseguir, a las consecuencias lógicas de años y años de ese tipo de reparaciones improvisadas: degradación, deterioro. Debilidad estructural progresiva…

El estruendo de los dientes de hierro del cabrestante interrumpió el ensueño del lord protector. Observó la cuerda que se iba enrollando. Tardó algún tiempo. Por todos los dioses falsos del infierno, esos eran muchos metros. ¿Es que aquel hombre estaba probando el agua? ¡Qué idiota! ¿No sabía que a veces se habían visto exploradores avanzados a esas alturas, por pronto que fuera?

Una maraña especialmente fea de la cuerda captó la atención de Hiam. ¿Eso era un empalme? ¿El hombre le estaba confiando su vida a una cuerda empalmada? Solo pudo sacudir la cabeza. Cualesquiera que fueran los defectos de aquel tipo, la falta de valor no era uno de ellos.

Al final les llegó desde el fondo de los matacanes un gran chillido y una voz que farfullaba.

—¡He dicho que todavía no he terminado, malditos hideputas! ¡Escuchadme! Queréis… ¡oh, ayudadme a subir de una vez!

Apareció una mano con mitones que revolvieron por el saliente de piedra. Los trabajadores se inclinaron por el borde para aupar al hombre.

—¡La Señora os maldiga a todos! —rezongó mientras se erguía y los apartaba de un empujón. Estaba temblando de frío—. Que sepáis… —Vio entonces a Hiam y cerró de golpe la boca.

—Unas palabras, por favor, maese ingeniero.

Sin cambiar la expresión tozuda, el anciano se enredó con las hebillas de su arnés. Tenía las manos demasiado entumecidas, así que un aprendiz se las desató por él. El ingeniero se quitó las correas de cuero.

—Llevad el cabrestante a la decimocuarta torre —le dijo a la dotación—. Y esperadme allí.

La cuadrilla empezó a recoger el equipo. Hiam le hizo un gesto a Stimins para retirarse.

—¿Por qué sigues llevando a cabo inspecciones, Toral? —le preguntó cuando estuvieron a cierta distancia—. Esa dotación está extrañada.

El anciano se masajeaba y se soplaba las manos. Un estremecimiento sacudió su cuerpo de araña. Tras la barba gris tenía los labios azules. Miraba a lo lejos y era obvio que tenía la cabeza en otra parte.

—Solo vamos con retraso, nada más.

—Todos los años vamos con retraso. Eso no es excusa. Estás comprobando algo, ¿qué es?

—Solo… una antigua investigación.

—¿Tiene que ver con aquello de lo que hablamos…? —Hiam se acercó más y bajó la voz a pesar del gemido de las olas y el viento—. ¿La degradación?

El maestro ingeniero tenía la mirada perdida en la media distancia una vez más, el rostro arrugado casi melancólico.

—Sí… Es decir, no. Influye.

Hiam luchó por contener el impulso de agarrar a aquel hombre por el cuello. ¿Qué era lo que lo había conmocionado así?

—¿Qué pasa? Dímelo. Te ordeno que me lo digas.

Pero Stimins se limitó a mirarlo, a estudiarlo, los ojos enrojecidos llenos de lágrimas, y después alzó los labios en un intento grotesco de esbozar una sonrisa tranquilizadora. A Hiam le sobresaltó ver en esa expresión la misma cara que él les ponía a sus subordinados cuando le preguntaban por las patrullas faltas de personal y los asientos vacíos en los comedores.

—No se preocupe, señor —dijo el anciano—. Ya tiene bastante de lo que preocuparse.

Y con eso se alejó y desapareció entre la nieve torrencial, dejando a Hiam solo con la mirada clavada en esa agua blanca y revuelta que parecía estar consumiendo el muro mientras él giraba en su islita de piedra y lo único que podía pensar era… la decimocuarta torre. La torre de Hielo. El punto más bajo de todas las leguas de la muralla de las Tormentas.