Señala al cielo, señala al suelo, señala el océano de alrededor. Gira la peonza, gira la peonza, ¡cáete sin temor! |
Rima infantil tradicional Islas Korel |
No se llamaba Suth, pero el oficial de reclutamiento malazano del puesto que se mantenía abierto todo el año al norte de las tierras de Dal Hon le abrevió el nombre, y así lo inscribieron en las listas oficiales malazanas. A él le daba igual. Los nombres que otros elegían para llamarte no importaban. La gente usaba las formas de dirigirse a ti que querían. No eran más que términos impuestos por otros. Para Suthahl ‘Ani, lo único que importaba en realidad era lo que uno se llamaba a sí mismo.
Y quizá fuera su indiferencia a los nombres y a las pequeñas rivalidades y contiendas por el estatus entre los nuevos reclutas, hombres y mujeres, lo que evitó que Suth atrajera otro nombre más, un apodo que utilizaran en las filas, como tantos de los reclutas: Lerdo, Gusano, Manteca, Cucaracha o Pulgares.
Él se había alistado por las historias de grandes batallas en el norte, pero cuando llegó allí, la lucha ya había terminado. Solo quedaban las palabras, demasiadas palabras para su gusto. Alardes e historias. La charlatanería barata de los cobardes en el campo de batalla, pues solo aquellos que huían o se escondían de la lucha podrían haber sobrevivido a las matanzas que describían.
A un puñado de reclutas y a él los habían destinado a sus pelotones. Tras un adiestramiento básico por el camino, Lerdo, Manteca y él mismo terminaron en el decimoséptimo pelotón, cuarta compañía, segunda división del Cuarto Ejército malazano, acampado en las colinas y la costa que rodeaba la capital, Unta. Se sintió privilegiado; en lugar de tener que meterse debajo de ponchos o tiendas improvisadas bajo la lluvia, el decimoséptimo se alojaba en la cabaña de un pescador, con su tejado de paja y todo, una vivienda que había sido abandonada o incautada. Suth se preguntó si quizá el pelotón se había ganado tal lujo por el hombre que los había recibido de noche, bajo el chaparrón, junto a la puerta.
Vestía una maltratada coraza janzeriana con mangas recubiertas de hojuelas. Una espada larga, muy gastada, le colgaba del cinturón asegurada con un lazo de paz. La lluvia le corría por la cofia de malla bajo el sencillo yelmo de hierro. Unos ojos pálidos y afables los miraron de arriba abajo por debajo del borde oscuro de ese yelmo.
—Bienvenidos al decimoséptimo —dijo el hombre con una voz sorprendentemente suave. Hablaba el dialecto imperial común, el taliano, bastante parecido al dalhonesio de Suth—. Soy vuestro sargento, Tela. Vosotros tres estáis aquí porque os han clasificado como pesados, y el decimoséptimo siempre ha sido un pelotón de infantería pesada. —Señaló a Manteca—. ¿Cómo te llamas, soldado?
—Weveth Lethall —dijo Manteca.
Su sargento miró al hombretón de arriba abajo otra vez.
—¿Seguro? ¿No Gordito? ¿O Bhederin? ¿O Buey?
—Lo llamamos Manteca —dijo Lerdo con una sonrisa cordial.
—¿Y tú?
—Lerdo.
—Ya. —Levantó la barbilla y señaló a Suth—. ¿Tú?
—Suth.
—¿Suth? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Es un nombre.
—Bueno, eso sí. Está bien, vosotros tres podéis dormir dentro. Yo me ocuparé de conseguiros el equipo. —Pero se quedó allí, inmóvil, delante de ellos. A Suth le pareció que estaba esperando algo. Entonces recordó su adiestramiento e hizo un saludo militar. Lerdo y Manteca lo imitaron. Tela respondió al saludo—. De acuerdo. Hasta luego.
Su sargento desapareció bajo la cortina de agua. Suth, Lerdo y Manteca intercambiaron miradas. Manteca se encogió de hombros y se dirigió a la puerta abierta. Suth y Lerdo lo siguieron. Dentro brillaban las brasas en un hogar de piedra, paja vieja yacía repartida a patadas por un suelo de tierra batida. Un tipo pequeño con cara de rata estaba sentado a una mesa de tablones cortados, fumando una pipa. El ambiente era cálido, húmedo y hedía a sudor y estiércol. Manteca se dirigió a una puerta interior.
Los ojos del hombrecito lo siguieron.
—Oh-oh… —advirtió, sus dientecitos puntiagudos apretaron el tubo de la pipa blanca de arcilla.
—El sargento nos dijo que durmiéramos aquí dentro —dijo Manteca con tono irascible. Suth se limpió la lluvia de la cara.
—Sé lo que dijo. Vosotros tres dormís aquí. —Señaló el suelo.
—¿Qué? ¿En el suelo? ¿En la tierra?
—Es eso o fuera. —Exhaló humo por la nariz puntiaguda—. Vosotros veréis.
—¿Y tú quién eres?
—Faro me llaman.
—¿Y por qué Embozado deberíamos escucharte a ti?
—Porque sería inteligente que siguierais el juego hasta que conozcáis las reglas. —Y les enseñó los dientecitos blancos.
Con un encogimiento de hombros Suth se sentó junto al hogar y reunió una brazada de paja. Lerdo se sentó con pesadez enfrente de él y sonrió.
—¡Como en casa! —dijo cuando se inclinó hacia su compañero.
Suth no dijo nada, pero sí que era como en casa, arrimándose a la hoguera para entrar en calor después de cuidar el rebaño bajo la lluvia todo el día.
Manteca se sentó con torpeza, maldiciendo y rezongando.
—¡Renuncié a una puñetera cama caliente por esto! Debería haberme quedado en mi casa. Mis putas decisiones.
Suth se echó delante del resplandeciente hogar, sin hacer caso del hedor de su chaleco de cuero calado, los pantalones de lana que le picaban y los pesados trapos empapados que le envolvían las piernas. Esperaba por todos los dioses dalhonesios que aquel tipo se callara de una vez.
Una patada lo despertó a la luz que entraba a raudales por la puerta abierta. Se las había arreglado para dormir a pesar de las ropas irritantes que esos malazanos le habían entregado, a pesar del hambre, y a pesar de los inmensos pedos que se tiraban sus dos compañeros, grandes como bueyes. Alguien se inclinaba sobre él y le ofrecía algo, el cuerno de una bestia.
—Tómalo, está caliente. —Era un tipo mayor, un veterano, no su sargento, la voz ronca y árida.
—Gracias. —Estaba caliente. Una especie de té flojo—. Soy nuevo.
Una sonrisa cansada e indulgente levantó los labios del hombre. Con qué ironías podría responder a una afirmación tan dolorosamente obvia, pero él estaba muy por encima de agenciarse puntos tan fáciles. Una barba gris cortada a hachazos rodeaba esa boca, y unos ojos oscuros se asomaban a los pozos profundos cercados de arrugas sombreadas.
—Len me llamo. Saboteador.
—Suth.
—Un placer tenerte aquí.
Suth miró a sus compañeros, que seguían roncando en el suelo.
—Que descansen —dijo Len—. Hay que hacer más té.
El fulgor del sol que entraba por la puerta se oscureció, Suth se protegió los ojos y se quedó mirando lo que vio allí. Era sin lugar a dudas la mujer menos atractiva sobre la que había puesto los ojos jamás. Vestía un uniforme sucio y ajado, jubón gris sobre antiguos cueros, estaba delgada hasta el punto de parecer malnutrida y los ojos saltones, que parecían mirar en ambas direcciones a la vez, no podían apartar toda la atención de una boca de dientes irregulares y amarillentos.
—¿Dónde está Cazador? —preguntó.
—Fuera. ¿Qué se dice, Urfa?
Los ojos saltones giraron y se concentraron en Suth; la mujer no hizo mucho caso de la pregunta de Len.
—Más pesados —anunció, hizo una mueca pensativa—. Pesados y saboteadores es todo lo que tenemos. Casi no hay ligeros ni caballería. Parece que se está montando un asalto contra fortificaciones pesadas. Quizá al sur de Genabackis.
—El sur de Genabackis es un agujero de mierda —comentó Len—. Y ahí no hay na que merezca la pena asaltar. Ni siquiera sus mujeres.
—Está Elingarth.
—No hay nadie tan estúpido.
—Está esa isla junto a la costa. La vi una vez en un mapa. Algo así como… «la isla de los seguleh».
Len se atragantó con su cuerno de té.
—Claro, los quince mil que somos quizá hasta podamos tomar una aldea de pescadores de esa isla concreta.
La mujer sonrió haciendo alarde de sus dientes mellados.
—Solo lo miraba por el lado bueno. Pero bueno, se dice que zarpamos, así que recoge tus cachivaches y échale el último polvo a la oveja que te hayas agenciado.
—La que es más guapa que tú, Urfa —dijo Len con una mueca alegre.
—Debe de ser el olor a cabra que te gastas.
Con una inmensa sonrisa, Len hizo un saludo militar y la mujer respondió.
—Díselo a Cazador —dijo, y se fue.
Lerdo gruñó entonces, parpadeó y chasqueó los labios.
—¿Quién era esa? —preguntó Suth.
—La teniente Urfa. Está al mando de los zapadores, los saboteadores, de la compañía.
—¿Teniente?
—Sí. —Len le dio una patada a Manteca, que gruñó—. Hay que hacer té —les dijo—. Tengo que ir a buscar a Cazador, que es Tela, el sargento.
Suth hizo un saludo militar. Len lo desechó con un ademán.
—Hasta luego.
Mientras Lerdo y Manteca trasteaban con la olla que había en el fuego, Suth salió. Una bruma matinal densa y pesada ocultaba las colinas, se mezclaba con el humo blanco y denso del sinfín de hogueras de un ejército acampado que quemaba la madera con la que había podido arramblar, toda ella verde y sin curar. A lo lejos, las aguas de la bahía de Unta parecían reposar inmóviles, apagadas y grises. Una flotilla de barcos de los tamaños más dispares atestaban los bajíos. ¿Su medio de transporte? El frío húmedo hizo mella en Suth, que se frotó los brazos para entrar en calor; nunca hacía tanto frío en las estepas.
Pasaron junto a él pesadas carretas tiradas por bueyes que trasladaban material hasta la orilla. Pelotones de soldados marchaban también en esa dirección. Se acercó una mujer ladera arriba, a contracorriente. Era alta («fornida», podría haber dicho su padre), y acarreaba fardos sueltos de equipo bajo los brazos. Vestía una camisa de cuero acolchada y pantalones como los que se llevarían bajo una armadura pesada de metal. Dejó caer los fardos en el porche seco de la cabaña y le hizo un gesto con la cabeza a Suth. La tez olivácea de la mujer y el cabello negro como la noche y cortado a hachazos la identificaban como kanesiana, la única nación capaz de guerrear con cierto éxito contra la liga dalhonesia de reinos de donde procedía Suth. Pero se suponía que las mujeres de Itko Kan eran cositas pequeñas y recatadas. Esa mujer era gigante, igual de alta que él, con la anchura de hombros de un espadachín pesado.
—Yana —dijo a modo de presentación.
—Suth.
—¿Suth? Eso no suena dalhonesio.
—No lo es.
Un gruñido de comprensión. Lerdo y Manteca salieron tambaleándose y parpadeando. Manteca se volvió hacia el muro, se desató los cordones del frente de los pantalones y soltó un gran chorro de pis que siseó contra los tablones salpicados de barro.
—La próxima vez, prueba con el retrete de ahí detrás —comentó Yana alargando las palabras.
Manteca se volvió mientras se ataba los cordones y le guiñó un ojo.
—¿También me la vas a sujetar?
—Ni aunque te la pudiera encontrar. —Les señaló los fardos—. Son para vosotros, armadura y armas. —Suth se arrodilló junto al más cercano y desató las correas de cuero. Enrollado alrededor del exterior había una prenda interior acolchada de cuero y fieltro, que su pueblo llamaba jubón, con mangas largas. Cuando se la puso por la cabeza, le colgaba hasta las rodillas. Dentro del fardo le asombró ver dos mitades de una coraza de bandas de hierro, un camisote con mangas de cota de malla y una espada larga envainada. Cuando metió los brazos a la fuerza por el camisote y se lo bajó, le llegaba un poco más arriba que el jubón. Después se puso la coraza y empezó a atar el lado abierto. Estaba perplejo; entre los suyos, solo un rey podría permitirse semejante conjunto. El modo en que los malazanos se habían hecho con tal botín, sin embargo, lo reveló la mancha negra de sangre seca en un lado y la brecha entre las bandas, por donde había penetrado una hoja ancha.
Manteca estaba levantando su propia camisa de armadura de hojuelas con el ceño fruncido.
—¿Qué es esta mierda hecha polvo?
El comentario ofendió a Yana mucho más que la burla anterior. Observó el modo en que Manteca estaba examinando su armadura.
—Tela tuvo que rogar y negociar toda la noche para poder reunir este equipo, así que más vale que lo sepáis apreciar. Es eso o nada. —Se volvió hacia Lerdo—. ¿Tú qué dices?
El hombre, de hecho, se sonrojó bajo el enmarañado cabello de color rubio sucio.
—Buena como la bendición de Ascua.
—¿Y tú, Suth?
—Mucho más de lo que me esperaba.
Yana gruñó.
—Eso es, coño. Bueno, sois de la pesada y del decimoséptimo. Así que, como mínimo, deberíais aguantar el primer combate. —Levantó la barbilla y miró más allá de ellos—. Pyke, ¿sigues ahí dentro?
Le respondió una queja ahogada.
—Recógelo todo. Zarpamos.
—¿Qué soy yo? ¿El puñetero sirviente del Embozado?
—Eres el último, eso es lo que eres. Como siempre. De acuerdo, vosotros tres —señaló con un gesto el equipo apilado en un extremo del porche—, recoged eso y venid conmigo.
Lerdo hizo un saludo militar, pero Yana se lo quedó mirando con los ojos castaños entrecerrados.
—¿A qué vino eso?
—¿No eres él, eh… cabo?
—No. Es Pyke.
Lerdo cargó con el fardo de su armadura y otro petate de equipo.
—Pero es que actúas como si lo fueras y eso.
—Eso es porque Pyke es un cabrón inútil y un vago, por eso.
—¡Te he oído, zorra asexuada! —chilló Pyke desde el interior.
Yana hizo caso omiso de la voz sin cuerpo.
—Venga, vamos.
Siguieron a Yana. Suth se colocó bien el cinturón y la vaina con una mano, un fardo sujeto con cuerdas bajo un brazo. Alrededor de ellos la multitud fue aumentando hasta que ya no pudieron avanzar más y se unieron a una de las muchas filas desiguales de hombres y mujeres agachados y sentados en la embarrada hierba pisoteada, entre rollos y cajones de equipo empaquetado.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó Lerdo.
—No nos lo dicen —respondió Yana con suavidad mientras examinaba las caras más cercanas. Saludó a muchos con la cabeza.
—Una mujer pasó antes por aquí para hablar con Len —dijo Suth—. Una tal teniente Urfa.
Yana lanzó un gruñido.
—Esa sí que está loca. Va a terminar matándonos a todos. Los zapadores y sus chifladas intrigas.
Manteca estaba examinando su arma, un pesado alfanje.
—Había un tipo en la cabaña anoche. Dijo que se llamaba Faro.
La mujer se quedó callada un rato.
—Faro es un asesino. De los que se ejecutarían en tiempos de paz, ya sabéis. No os acerquéis a él. Solo responde ante Tela.
—Y Tela… ¿su otro nombre es Cazador? —preguntó Suth.
Yana se volvió y lo estudió.
—¿Dónde oíste eso?
—Lo dijo Urfa.
Yana rezongó, comprensiva.
—Bueno, pues olvídalo. No es un nombre para ti.
La mañana se fue calentando, la bruma desapareció con el sol. Nubes de moscas minúsculas atormentaban a todo el mundo. La cacofonía de mugidos y quejas animales, hombres y mujeres que gritaban, los chirridos de las ruedas de las carretas sin engrasar, todo impedía adormilarse a Suth. Observó todo el material que se estaba trasladando por largas pasarelas de tablones tendidas sobre las marismas hacia las lanchas que esperaban. No sabía nada de barcos (solo había visto el océano dos veces), pero los veleros anclados en la bahía no tenían un porte muy militar. Parecían más bien gabarras mercantes, pesadas y torpes.
—Perdone, señora, pero tengo mucha hambre —anunció por fin Lerdo después de suspirar y hacer muecas en vano—. Llevamos sin comer desde ayer al mediodía.
Yana lanzó otro gruñido, parecía su forma habitual de comunicarse, y se levantó.
—Veré que puedo apañar. Vosotros quedaos aquí.
Pasó el mediodía y Yana no regresó. Suth se preguntaba si ya habían conocido a todos los de su pelotón; sospechaba que no. Una banda de hombres y mujeres llegó y se sentó entre los cajones y los fardos de equipo apilados justo delante de ellos, después lo recogieron todo y empezaron a alejarse. Suth, Lerdo y Manteca observaron hasta que comenzaron a reunir el equipo de su pelotón en el proceso. Manteca se levantó de un salto.
—¡Oye! Eso es nuestro.
Los otros se quedaron paralizados.
—No intentes hacerte el listo —dijo un tipo, ofendido—. Dejamos todo esto aquí antes.
Suth y Lerdo se levantaron. Manteca cogió un fardo.
—Bueno, pues estos son nuestros.
—Anda y que te den. Es todo igual, ¿estamos?
—Entonces déjalo —sugirió Suth con suavidad.
La banda (un pelotón completo, supuso Suth), dejó todo en el suelo y se irguió. Ocho contra ellos tres. Como pelea era un desafío. Suth empezó a desabrocharse el cinturón de la espada.
Los ocho se miraron unos a otros con una sonrisa astuta.
—No seáis idiotas —dijo el portavoz—. No merece la pena.
—Tal y como yo lo veo —dijo Manteca—, podéis dejar el equipo o llevaros una paliza. —Él también sonrió—. Allá vosotros.
Los ocho empezaron a desplegarse en un amplio círculo que los rodeó. El líder, un veterano achaparrado y lleno de cicatrices, se quedó. Levantó las manos, abiertas y vacías.
—De acuerdo. ¿Tenéis algo más que palabras?
—Tengo esto —dijo Manteca, y blandió un gran puño.
El cabecilla se agachó para esquivar el golpe salvaje y estrelló el puño contra la cabeza de Manteca. Suth hizo una mueca al oír el tortazo sólido del puñetazo. Manteca se irguió en toda su considerable altura y se frotó la mandíbula.
—Buen golpe.
Una multitud salida de las filas cercanas se reunió alrededor. Suth oyó que se gritaban apuestas y un nombre, Keth, que se repetía. Manteca volvió a lanzar un puñetazo con una larga trayectoria y de nuevo Keth, si ese era su nombre, esquivó con facilidad el golpe para aporrear a Manteca con puñetazos sólidos en el estómago y la cabeza.
Pero nada perturbaba al hombretón, que acosaba sin descanso al tipo más rápido. Al final, Manteca cogió a Keth por un brazo y lo atrajo hacia sí en un gran abrazo, después lo levantó por encima de la cabeza y lo estrelló contra un cajón que se derrumbó hecho pedazos. Entre una lluvia de serrín y trapos, un puñado de pequeños globos de color verde oscuro rodó por el barro.
De inmediato todo el mundo se quedó callado. Los ojos casi se saltaron de las órbitas. Suth miró a su alrededor, desconcertado. Tan rápido como había llegado, la multitud se desvaneció. Hasta el otro pelotón recogió a su camarada aturdido y se fundió con el paisaje. Suth y Lerdo se acercaron a Manteca, que resoplaba, sin aliento, y se limpiaba la sangre que manaba con generosidad de la ceja partida y la mejilla.
—Serán burros, los pesados estos —rezongó una mujer, y se volvieron.
Habían quedado dos de toda la multitud, una mujer y el saboteador, Len. Sin hacer caso de los otros tres, ellos se arrodillaron junto al cajón roto.
—Esto no debería estar aquí —dijo la mujer. Su mirada se disparó hacia arriba y miró a su alrededor.
—¡Mangado! —dijo Len. Su voz era un graznido.
Los dos intercambiaron miradas que a Suth le parecieron, con mucho, las más alegres y maléficas que había visto en mucho tiempo y después se hicieron con mantas y ponchos para cubrir a toda prisa los restos de la caja. Suth, Lerdo y Manteca observaron, desconcertados.
Una vez todo cubierto, Len por fin se volvió hacia Suth, aunque su mirada no dejaba de dispararse por las llanuras.
—Lerdo y Manteca —dijo Suth para presentar a sus compañeros—. Len.
—Keri —contestó Len, indicando a la mujer. Esta asintió mientras uno por uno iba envolviendo con suavidad los globos en trapos y los iba metiendo en una mochila.
—Necesito otra bolsa —le dijo la mujer a Len, que asintió y empezó a buscar entre el equipo.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Suth.
—Municiones —dijo Len. Alzó la vista—. ¿Sabes qué quiero decir?
Suth, que había oído hablar de ellas, asintió. Manteca indicó que comprendía con un gruñido que incluso transmitió cierta medida de asombro. Lerdo se limitó a mirarlos, confuso.
Poco después de que Keri y Len hubieran terminado de empaquetar todas las municiones, apareció Yana con un saco de arpillera en una mano. Saco que le pasó a Suth.
—Repártelo. —Y a Len—. ¿Qué ha pasado aquí?
Los dos saboteadores la miraron como si no supieran muy bien con qué historia probar. Fue Suth el que habló.
—Se cayeron unos cajones.
Len le guiñó un ojo.
Yana rezongó sin mucho interés.
—Limpiad esto y nos vamos. He encontrado a Tela. Tenemos las literas asignadas. Recogedlo todo. —Miró a Manteca—. Por la misericordia de Soliel, ¿qué te ha pasado?
El hombre se limpió sangre de la boca y esbozó una sonrisa desafiante.
—Me caí.
Sus literas estaban a bordo de una carabela mercante cawnesa convertida, la Lasana. Allí Suth conoció a los restantes miembros del pelotón, Wess y Pyke, ambos de la infantería pesada. De hecho, la Lasana iba casi gimiendo bajo el peso de la infantería pesada. Transportaba unos cuatrocientos hombres y mujeres de la cuarta compañía, casi todos de la pesada, con unos cuantos saboteadores repartidos entre ellos. Le pareció a Suth que las predicciones de Urfa eran correctas; fueran donde fueran los malazanos, iba a ser una pelea sucia. Wess ya estaba dormido en una de las filas de hamacas asignadas. Para Suth era un misterio cómo podía estar durmiendo aquel hombre con el caos aplastante del proceso de embarque. Pyke era un veterano alto y larguirucho que no hizo caso de los tres recién llegados. Todo el mundo metió su equipo en las hamacas hasta que Yana les dijo que no lo hicieran porque iban a compartirlas con otros, con los que tendrían que rotar en turnos de ocho horas. Len les señaló unos ganchos de los que, como cuerpos empalados en la oscuridad, ya colgaban bolsas de equipo con ropa y piezas de armadura.
—¿Dónde está Tela? —le preguntó Yana a Pyke.
—Arriba.
—Bien. —Y a todos—: Guardad vuestro equipo y empezad a subir para mantener esta zona despejada.
Suth se quitó la armadura y la colgó, pero Len la bajó y se la devolvió.
—Límpiala, repárala y acéitala.
—No tengo nada que usar.
—Yo sí.
—Gracias.
El viejo saboteador quitó importancia al agradecimiento con un gesto de la mano y volvió a salir a la escalerilla. Suth lo siguió. Tuvo que encorvarse casi hasta el suelo para poder atravesar los atestados alojamientos. Encontraron la cubierta repleta de soldados. Tan densa era la multitud que a los marineros les resultaba casi imposible cumplir con sus tareas. Había poco trabajo para ellos, sin embargo, ya que la partida se retrasó una y otra vez y después volvió a retrasarse. Subió la marea nocturna antes de que alguno de los veleros comenzara a salir despacio, con torpeza, de la bahía.
Suth y Lerdo se sentaron con Len, la armadura en el regazo, mientras el saboteador los instruía en el arte de cuidar sus recién halladas riquezas. La mitad del tiempo, sin embargo, Suth escuchaba los rumores que circulaban a su alrededor. Se dirigían al norte, a Siete Ciudades, a consolidar su pacificación. Al norte de Genabackis a relevar al Quinto. Al este, al centro de Genabackis a ocupar una rica ciudad llamada Darujhistan. O al sur de Genabackis para abrir un nuevo frente.
—¿Adónde vamos en realidad? —le preguntó Suth por fin a Len.
El veterano se limitó a fruncir el ceño, visible por encima de los cueros que estaba cosiendo.
—Da igual. Para nosotros todos los sitios son lo mismo.
Suth comprendió el razonamiento frío que había detrás de esa frase, pero aquello estaba mucho más lejos de lo que había imaginado jamás que lo llevaría su voto de unirse a los malazanos.
—¿Adónde crees tú que nos dirigimos?
Len alzó la cabeza, guiñó un ojo y miró el cielo nocturno nublado del este.
—Bueno, a mí me suena que toda esta especulación sobre adónde podríamos dirigirnos está rehuyendo una de las posibilidades. La que nadie quiere plantearse.
—¿Y que es cuál, viejo? —preguntó un soldado cercano, y levantó una mano para acallar a sus compañeros.
Len se encogió de hombros.
—Que nos dirigimos al sur, a las tierras de Korel.
—¡Eso es una gilipollez! —chilló el soldado. Todo el mundo empezó a hablar a la vez. Suth observó, asombrado, que esa versión se convertía en el nuevo rumor que se extendía como una onda por la cubierta atestada, avanzando hacia la parte posterior y también la delantera, provocando gritos de alarma e incluso horror a su paso.
—¡Vete al Embozado, viejo! —gritó el soldado que había pedido la opinión de Len en primer lugar.
Len se limitó a dedicarle a Suth una sonrisa astuta.
—¿Ves por qué siempre deberías mantener la boca cerrada? La gente solo quiere oír lo que quiere oír.
Suth asintió. También se le había ocurrido que todas esas especulaciones sobre Genabackis y una ciudad llamada Darujhistan parecían ser donde los que hablaban querían ir más que donde pensaban que podrían ir. Todo el mundo quería dirigirse a puestos allende el mar, en Genabackis, o incluso Siete Ciudades.
Su filosofía personal de la vida le decía que, por tanto, allí era exactamente adonde no se dirigían. Ese nombre, Korel, lo había oído una o dos veces con anterioridad. Siempre se mencionaba más como una maldición que como otra cosa. Se consideraba la peor, la más fea de todas las propiedades del extenso Imperio de Malaz. Bueno, él se había alistado para ponerse a prueba, y al parecer se dirigía a una de las pruebas más duras de toda su vida. Mejor. De otro modo sería una pérdida de tiempo.
Los huérfanos callejeros estaban jugando en el patio que había enfrente del templo, al otro lado de la calle. Ella estaba agachada en el umbral, preparando la comida del mediodía mientras los vigilaba con mirada afectuosa. Casi no se podía creer que solo unos años atrás fuese ella quien corría con su propia pandilla de golfillos. Ya casi nunca los veía. La Guardia le había dado una paliza de muerte a Harl como probable ladrón. Miradita había desaparecido y los chulos se habían llevado a Tillin. Ese habría sido también su destino si no hubiera empezado a escuchar al sacerdote.
Era allí adonde había corrido cuando había ido a buscarla la partida de pesca: matones de alquiler que barrían la ciudad en busca de chicos y chicas jóvenes para alimentar los burdeles y mercados de esclavos de todo el archipiélago. Y había sido en ese umbral donde el sacerdote se había enfrentado a ellos. Un hombre desarmado contra siete armados, y los tipos habían retrocedido. Machacó con la mano del mortero y sacudió la cabeza. El sacerdote. Seguía sin poder entenderlo. No se parecía a nada de lo que le había enseñado su experiencia infantil, abandonada para que se las arreglara por su cuenta en las calles de Banith. Una educación muy limitada, admitía. Una escuela de violencia casual, hambre constante, explotación y violaciones.
Pero ni una sola vez se había permitido el sacerdote prácticas similares: los más fuertes obtenían lo que deseaban de los más débiles, incluyendo gratificación sexual. Y no era que el hombre fuera un eunuco. Parecía que solo se limitaba a negarse a aceptar las formas antiguas y tradicionales de hacer las cosas.
—No nos han llevado muy lejos, ¿verdad? —le había dicho en una ocasión.
Unas risitas la devolvieron de nuevo al presente. Una multitud de caritas sucias y sonrientes habían dibujado un semicírculo a su alrededor.
—Hora de comer, ¿eh?
Obedeciendo las reglas de la calle, los niños, como pequeños animalitos, no dijeron nada, no fueran a equivocarse y perder su oportunidad de comer. Sonrieron en su lugar, como si fueran felices, y pusieron «caritas de niños buenos», como solían llamarlo en tiempos de Ella. Pero en los ojos demasiado brillantes de los pequeños vio el tormento despiadado del hambre constante que los atenazaba. Echó mano de la cesta que tenía a su lado, apartó el trapo que la cubría y distribuyó las pequeñas tortas que había horneado ese mismo día. Entre risas, los chiquillos le arrebataron los premios y salieron corriendo, metiéndose todo en la boca antes de que alguien, o algo, pudiera quitárselo.
Se quedó una niña pequeña. Sus ropas eran más elegantes que las del resto, aunque igual de desgarradas y sucias. Seguía sujetando el pan en una mano. Observaba a Ella con unos ojos grandes y oscuros, con una expresión curiosa, serena y solemne. Ella volvió a preparar la comida del sacerdote.
—¿Qué pasa, niña? —preguntó.
—¿Es esta la casa del extranjero santo?
—Sí.
—¿Es cierto que come bebés?
Ella dejó de machacar.
—¿Qué?
—Eso es lo que dice todo el mundo.
Ella se meció sobre los talones y contempló la atestada plaza, el pequeño mercado, los ganchos y vendedores ambulantes que se abrían paso a empujones hasta los peregrinos, recién bajados de los barcos que se arremolinaban para organizar una procesión hasta el Claustro.
—Así que eso es lo que dicen… —musitó.
—Sí. Dicen que por la noche se convierte en una bestia, roba a los bebés de las casas y se come sus corazones.
—¿Y tú qué crees? —preguntó Ella, extrañamente desconcertada por la horripilante imaginación de la cría.
La niña se quitó el pelo enmarañado de la frente pálida. Muy pálida, ¿no es de Puño? ¿Engendrada por un ocupante malazano, quizá? ¿Como sospechaba que era su caso también? La niña ladeó la cabeza, pensativa.
—Oh, yo no creo que haga ninguna de esas cosas. Yo creo que es mucho más peligroso que todo eso.
Ella se quedó mirando de nuevo a aquella niña extraña. Qué cosa más rara había dicho. Pero la pequeña solo sonrió, sus ojos casi burlones, y al tiempo que se retorcía un mechón de cabello entre los dedos y ponía «cara de niña buena», se alejó. Mientras la veía irse, a Ella le sorprendió sobre todo no el precoz autodominio de la jovencita, sus maneras seguras de sí misma o lo que había dicho. Más bien el hecho de que la banda de golfillos hambrientos corría a su alrededor, la mayor parte mucho más grandes y mayores que la niña, pero ni uno solo intentó arrebatarle el pan que sostenía con tanta despreocupación en una mano pequeña.
Más tarde, estaba disponiendo la salsa y el pescado hervido en una fuente para el sacerdote cuando todo cambió entre la multitud de la plaza. Como niña de esas calles, y sensible a sus humores, ella también se quedó quieta. Los golfillos habían desaparecido, al igual que los holgazanes más mayores; los gritos de los mercaderes se habían acallado, igual que la charla general. En el silencio, Ella oyó que se acercaba el ruido medido de unas botas. Una patrulla malazana.
Hasta los peregrinos hicieron una pausa en sus reverencias, las manos alzadas suplicando a las torres del Claustro. La columna entró en la plaza por una calle lateral y cruzó marchando la amplia explanada. Todos los ojos siguieron su avance. Los precedía un estandarte, un paño negro que lucía el cetro imperial. Las sobrevestas eran de un color gris oscuro ribeteado de rojo sangre. Cuando la columna desfiló junto a la fachada del templo, un destacamento se separó y se detuvo. Lo encabezaba una figura conocida para todos los que frecuentaban los muelles de Banith: el sargento Billouth, extorsionador principal y el brazo de la ley del comandante de la ciudad, el capitán Karien’el.
—¿Está el sacerdote? —preguntó Billouth en rooliano con fuerte acento.
La chica se inclinó.
—Iré a ver…
—¿Sí? —Era el sacerdote, en la puerta, una túnica abierta hasta la cintura mostraba su pecho ancho y el estómago sobresaliente, ambos cubiertos por una densa mata de vello erizado y las volutas azules de los tatuajes. Ella apartó la mirada; ya había vislumbrado que las marcas se extendían mucho más allá de la cara, pero jamás habría adivinado que bajaban tanto—. ¿Qué pasa?
—Estamos buscando a un hombre —dijo Billouth, y se cruzó de brazos sobre el camisote de cuero tachonado; una sonrisa complacida iba creciendo en sus labios—. Un criminal fugitivo. Un ladrón. Un tipo grande. Se dice que anda por el barrio. —Se inclinó hacia delante y moduló el tono de voz—. ¿Sabes algo que pueda ayudarnos?
La expresión del sacerdote no cambió.
—No.
Ella bajó la mirada.
—¿En serio? Tú no te guardarías información, ¿verdad? Porque cuando atrapemos a ese tipo y lo apretemos como es debido… Bueno, a ti no te iba a ir bien.
—No sé de qué hablas.
Billouth se pasó el dorso de una mano por las mandíbulas sin afeitar.
—Si tú lo dices. Pero creo que vamos a volver a charlar muy pronto. —Y le guiñó un ojo. El sargento se irguió y alzó la voz—. Muchas gracias por toda esa información, sacerdote. Muchos de los vecinos van a terminar bailando en la muralla de las Tormentas gracias a ti.
Ella se quedó con la boca abierta. ¡Pero si no ha dicho nada!
Billouth hizo un gesto para que el destacamento avanzara y le dedicó un saludo militar al sacerdote.
—Cabrón —articuló el sacerdote.
Ella se quedó observando a los malazanos irse con paso marcial, las sonrisas maliciosas ante la discordia que habían sembrado, y los odió. El sacerdote le cogió la bandeja de las manos.
—Gracias, Ella.
—Quieren que te vayas.
—Sí.
—¿Por qué no se limitan a… ya sabes…?
—¿Deshacerse de mí?
—Sí.
La amplia boca de rana del hombre se alzó con una mueca.
—Lo han intentado. Varias veces. Ahora mismo estamos en una tregua incómoda. —Se encogió de hombros—. ¿Para qué iban a molestarse cuando pueden hacer que los vecinos de por aquí lo hagan por ellos? —Y se metió dentro.
Ella ahogó un grito, ya lo entendía. Lo siguió al interior.
—¡Rumores! ¡Están divulgando rumores sobre ti!
—Sí. Ellos y alguien más. Los sacerdotes del Claustro, me imagino. —Se sentó a comer con las piernas cruzadas en una esterilla.
—Pero ¿por qué iban a hacerlo?
El sacerdote volvió a encogerse de hombros.
—Ellos están en la cima y yo soy una incógnita. Cualquier posible cambio es una amenaza a su posición. Así que la reacción es suprimir.
Ella se volvió hacia la entrada como si quisiera salir a enfrentarse a todos ellos.
—Pero ¿por qué? Dejas que los críos sin hogar duerman aquí. Das refugio y comida a los deudores.
—Y reclamo dinero y sexo por el privilegio, ¿no?
La joven bajó la mirada y sintió que se ponía roja.
—También había oído eso.
El sacerdote asintió con gesto pensativo mientras masticaba.
—Puede que incluso lo crean, visto que en el fondo saben que eso es lo que harían ellos en mi lugar. Pero yo no estoy aquí para eso.
Ella se sorprendió incluso a sí misma y preguntó con voz débil:
—¿Para qué estás aquí?
Sin dejar de asentir, el sacerdote habló, la mirada baja, concentrada en la comida.
—He visto la religión desde la cima y desde el fondo, Ella. He tenido una relación íntima con la fe toda mi vida. Y se me ocurre que la transfiguración del éxtasis, esa sensación arrebatada de ser uno con un dios, es la misma en todas partes. No importa ante qué imagen o ídolo te inclines o cuál cuelgue de la pared, ya sea la figura encapuchada del Embozado, o una cabeza cortada de toro. Todo es lo mismo porque la sensación, la emoción, es la misma, sale del interior de todos nosotros. Del interior. No del exterior. —Alzó la mirada con los ojos entrecerrados—. Eso es lo importante. Es una emoción innata y natural, una cualidad humana, que se puede explotar. Por eso estoy aquí.
En algún momento Ella se había llevado la mano a la garganta, como si quisiera asegurarse de que podía respirar todavía. Cogió esa bocanada de aire, se inclinó ante el sacerdote y abandonó la habitación vacía en busca del fresco exterior. En el pequeño patio delantero se obligó a relajar el pecho y a respirar hondo el aire refrescante que iba a evitar que le diera vueltas la cabeza. Esa niña espeluznante tenía razón. Ese hombre era, de algún modo, mucho más peligroso de lo que nadie podía sospechar siquiera.
Y la pregunta: ¿se atrevía ella a seguirlo? Empezaba a entender que hasta ese momento su vida no había sido más que una pelea loca por llenarse el estómago, evitar el peligro y encontrar refugio. Pero le acababan de mostrar algo más; mucho más de lo que había sospechado que existía en el mundo. Se sentía como si le hubieran concedido vislumbrar algo aterrador y enorme, pero también asombroso, de una grandeza imposible. Por extraño que pareciera, sintió humildad al vislumbrarlo, en lugar de la prepotencia hinchada que había visto en los que afirmaban estar llenos del espíritu de los dioses. ¿Era esa sensación a lo que se refería el sacerdote? Si era así, supo de inmediato que lo seguiría sin vacilación. Era lo que buscaba. Lo que, suponía, era su fuerza y también su peligro.
Ivanr distinguió la columna montada cuando entró en la grieta septentrional del valle al que se asomaban sus campos. Podía huir, suponía, abandonar su casa y todo lo que le había costado tanto trabajo construir durante los últimos años. Pero algo se lo impidió. Una especie de testarudez obtusa que se imponía siempre en los momentos más inconvenientes. Además, siempre cabía la posibilidad de que no fueran tras él. Y así fue cómo la columna de caballería jourilana lo rodeó mientras él se apoyaba en su azadón en medio de su campo de alubias.
El capitán se quitó el yelmo y la gorra de fieltro que llevaba debajo, después se echó hacia atrás el pelo apelmazado por el sudor. Inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Ivanr de Antr. Quedas arrestado en el nombre del emperador jourilano. ¿Vendrás de forma pacífica o debemos someterte?
Ivanr miró a su alrededor, a la caballería que lo rodeaba. Doce hombres armados. Todo un cumplido. Se protegió los ojos para mirar al capitán.
—¿Y los cargos?
Dentro de su coraza de bandas de hierro, el capitán se encogió de hombros con absoluta indiferencia.
—Se te ha denunciado por ayudar e instigar a los herejes de ese culto.
Ivanr asintió, sabía que era inevitable. Sabía que al final habría llegado recado a la policía secreta del emperador, o a los sacerdotes de la Señora, que él hacía la vista gorda mientras los refugiados y viajeros bebían de su pozo y dormían en los cobertizos que había erigido en sus campos. Con toda probabilidad se lo habían sacado con torturas a alguno que hubieran atrapado.
—¿Y si cooperara? ¿Entonces qué?
—Serás juzgado.
Bueno. Así que un juicio para hacer propaganda. Una demostración pública de que nadie estaba por encima de la ley, ni siquiera antiguos grandes campeones caídos en desgracia. En ese momento, sin embargo, se enfrentaba a doce hombres armados. Y la capital estaba muy lejos. Podía pasar cualquier cosa mientras tanto. Dejó caer el azadón.
—No opondré resistencia.
—Una sabia decisión, Ivanr. —El capitán les hizo un gesto a sus hombres. Dos desmontaron. Uno cogió una cuerda de su silla de montar. Se acercaron con cuidado. Ivanr les tendió los puños juntos y los soldados lo ataron por las muñecas.
Con un crujido del cuero de la silla, el capitán se volvió para estudiar las laderas del valle circundante. Después volvió a ponerse el yelmo.
—Decían que habías perdido el fuego, Ivanr. Que habías hecho una especie de juramento de no volver a quitar nunca otra vida. Pero yo no podía creerlo; te había visto luchar, después de todo. —El soldado ató la cuerda a su arzón trasero y volvió a montar. El capitán sacudió la cabeza—. Resulta difícil creer que seas el mismo hombre que vi esa tarde en aquellas arenas, aceptando el reto de todos los que llegaban. Entonces eras intocable. —Contempló a Ivanr durante un rato bajo el borde del yelmo, su mirada pesada, casi arrepentida—. Hubiese sido mejor, creo yo, que hubieras muerto entonces.
Señaló con la mano un árbol cercano, con las ramas desnudas, negro y gris.
—Ese servirá.
La tropa azuzó sus monturas. La cuerda se tensó, serpenteando, y después tiró de Ivanr.
—¡Capitán! ¿Mencionaste algo de un juicio?
El capitán miró atrás. Metió una mano enguantada en una cartera y sacó un pergamino enrollado.
—¿No mencioné que ya había ocurrido? Se te halló culpable, por cierto. Estamos aquí para cumplir la sentencia.
Eso, se dijo Ivanr con gesto ácido, también debería haberlo visto venir. Como el capitán había dicho, estaba perdiendo facultades. Bueno, el capitán había disfrutado de su pequeña sorpresa, pero ya le tocaba a él, y rápido. Mientras corría a trote corto giró las muñecas para probar la cuerda y se encontró con que no lo habían atado mejor de lo que habrían atado a cualquier otro prisionero, lo cual era un error. Con un gruñido de esfuerzo, y el dolor correspondiente, retorció los brazos alrededor de las ligaduras de las muñecas hasta que la cuerda se partió. Dos zancadas lo llevaron a la altura del soldado que lo arrastraba. Se sujetó a la silla, se aupó y de una patada derribó de la silla al sobresaltado hombre. Sintió las costillas que se partían bajo su talón.
Gritos de alarma alrededor. Las monturas se arremolinaron, coceando, nerviosas.
—¡Matadlo de una vez! —gritó el capitán, asqueado.
Ivanr le arrancó a un soldado la lanza que apuntaba y la blandió hasta azotar las ancas de una montura que se encabritó, asustada, y tiró a su jinete. El hombretón se agachó para esquivar otra lanza y, con la intención de quitarle el aliento, clavó el extremo posterior a un cuarto jinete, al que muy posiblemente le perforó órganos internos. El capitán pasó a su lado a la carga, blandiendo su espada. Ivanr lo bloqueó con el mango de la lanza, que giró para azotar con la caña de hierro la nuca del hombre por debajo de la hoja de este. El golpe proyectó al hombre contra el cuello del caballo, donde quedó colgado, al parecer inconsciente. Ivanr lanzó otro golpe, paró varias estocadas y se hizo con otra lanza tras derribar de espaldas al que la empuñaba y tirarlo de su montura. Al mismo tiempo, se arrojó al suelo. Maniobra que quizá le salvara la vida, ya que los filos de dos soldados que pasaban sisearon sobre él.
Recogió otra lanza caída y le dio una patada a un soldado mareado para que no se levantara. A los dos jinetes siguientes los desmontó con su lanza, dejando cuatro que lo rodeaban blandiendo sus armas. Si se hubieran limitado a desmontar y rodearlo, sabía que sus posibilidades se habrían reducido considerablemente. Pero resultó que habían renunciado a la ventaja principal de la carga montada y se limitaban a bloquearse el camino unos a otros. Le lanzaban estocadas mientras él se agachaba y golpeaba. El polvo rojo levantado cubría a todo el mundo. Se le pegaba a Ivanr en la garganta y hacía que le escociesen los ojos. Esquivando, manteniéndolos en el camino para que se molestaran unos a otros, Ivanr lanzó estocadas y los fue pinchando uno por uno hasta desmontarlos, hasta que al fin el polvo se fue disipando y el último de los caballos sin jinete salió corriendo. Solo él quedaba en pie. Les dio unas patadas a dos que parecían estar despertando y después buscó al capitán allí donde se había caído de su montura, le quitó el yelmo al tipo y lo abofeteó en la mejilla.
—¿Capitán?
Los párpados del hombre aletearon. Gimió e hizo una mueca. La tierra le manchaba ese lado de la cara, el que impactó contra el suelo. Los ojos se centraron por fin.
—Creí que habías hecho una especie de voto —le dijo con tono acusador.
—Juré que nunca volvería a matar, no que no lucharía. Creo que verás que ninguno de tus hombres está muerto. Aunque unos cuantos podrían morir si no les consigues atención rápido. Sugiero que regreséis por donde habéis venido, hasta la aldea de Doun-el. Me parece que allí hay un sacerdote.
—Quieres decir que debería hacer eso en lugar de seguir tu rastro.
—Eso allá tú. —Ivanr le quitó de un tirón el cinturón con las armas—. Y ahora te voy a enseñar cómo hay que atar a una persona.
—Encontraremos tu rastro —juró el capitán mientras Ivanr le daba la vuelta y le ponía las manos a la espalda—. Enviarán a otros. Asesinos, los ejecutores del emperador.
—Pues que intenten perseguirme. A ver, ¿tengo que amordazarte también?
El silencio hosco del capitán le demostró a Ivanr que era más listo de lo que su actuación hasta el momento había indicado. Ató al resto de los hombres; se liberarían en no mucho tiempo ayudándose unos a otros. Después sujetó con suavidad las riendas del caballo más cercano y montó. Giró al sur, atrapó de un manotazo las riendas de otro animal para contar con una montura de refresco y se alejó. Sabía que debería prepararse con más cuidado, tomarse su tiempo para rebuscar entre sus mochilas y su equipo, pero estaban forcejeando y él no sabía cuánto castigo más podrían soportar los pobres tipos.
Hizo alarde de dirigirse al sur, manteniéndose a la vista durante un rato en las laderas más bajas. Tras dos días, viró al este.
En las estribaciones, Ivanr pasó por campos de cebada y mijo todavía sin cosechar a pesar de que la estación terminaba. En los caminos para carretas que seguía resultó haber una extraña escasez de tráfico, dado que era la época de comerciar y prepararse para el invierno.
Sí que se encontró con un caballo sin jinete dirigiéndose con despreocupación y sin prisas a climas más cálidos. Por el estado del pelo apelmazado y lleno de erizos supuso que llevaba libre un tiempo, y eso le sorprendió; los caballos eran escasos y él con dos ya era un hombre rico. A ese fugitivo no se molestó en atarlo. Aunque era bastante amigable y le frotó la palma de la mano con el morro en busca de algún dulce, parecía hinchado, enfermo. Seguro que había comido un gran número de plantas que no debería haber comido. Ivanr lo dejó marchar sin molestarlo. Cuando coronó un altozano, su última visión del valle que dejaba atrás fue de una extensión inmensa y vacía, salvo por el solitario caballo sarnoso que se dirigía al norte.
Tras el altozano llegó a una granja y a una aldea acurrucada más allá, en un valle boscoso. No había humo que se alzara de la chimenea adoquinada de la casa. La puerta permanecía entreabierta, asomada a la oscuridad. Un corral cercano estaba vacío. Se planteó investigar, pero con un papirotazo de las riendas cambió de opinión. Su montura se abría camino entre las altas hierbas descuidadas que había junto al patio de la granja cuando el grito agudo de una mujer lo aturdió a él y sobresaltó a su caballo, que se encabritó y lanzó su propio chillido aterrado. Ivanr terminó tirado de espaldas, sin aliento, mientras tanto su montura como la de repuesto se alejaban al galope.
Se irguió y observó que los dos caballos subían por el camino que llevaba a la aldea, después se volvió para buscar entre las hierbas.
—¿Hola? ¿Quién hay ahí?
Un segundo chillido repentino y una explosión de carne rosada que lo hizo saltar cuando una camada de lechones y su madre salieron en tromba de su refugio. Ivanr exhaló para relajar los hombros tensos. Qué sonido más espeluznante hacen estos animales.
Siguió a la camada hasta su antiguo corral, las paredes de palos entretejidos derribadas. Pero su sonrisa se desvaneció poco a poco y el pecho se le agarrotó todavía más; huesos revueltos y pisoteados, pelo y tendones allí, en el barro seco, que se convirtieron en los restos de varios adultos y niños, todos mordisqueados, consumidos por los cerdos.
Se apartó con un gesto instintivo y el estómago se le subió a la boca.
Por todos los dioses olvidados… ¿qué ha pasado aquí?
La casa abierta lo llamaba, pero él le dio la espalda. No, no, gracias. A veces es mejor no saber. Aunque la silenciosa y quieta aldea no hizo nada por sofocar su intranquilidad, siguió a sus monturas hasta el centro.
Nadie caminaba por las calles. Las puertas estaban atrancadas, las contraventanas colocadas. Reinaba la tranquilidad, pero un hedor impregnaba el aire, un tufo a osario. Lo estaban esperando en una plaza central de tierra. Los hombres de la aldea, armados con un surtido de lanzas, picas, bastones, hachas de madera y unas cuantas espadas. Más aldeanos salieron para impedirle el paso por retaguardia.
Un tipo joven, con las túnicas oscuras de un sacerdote de la Señora, se adelantó con una ligera inclinación.
—Saludos, desconocido —exclamó.
Ivanr hizo su propio y cauto saludo.
—Hay cuerpos en la granja, por allí.
El sacerdote pareció conmocionado de verdad, se llevó la mano a la perilla fina y negra.
—¿Los hay? Siento mucho oír eso. —Su mirada se deslizó hasta concentrarse en un anciano—. Se debería haber traído a todos los desafortunados juntos para su purificación.
El aldeano acusado palideció, sus mejillas hundidas y sin afeitar adquirieron un tono más enfermizo todavía, se inclinó y huyó.
El delgado sacerdote volvió a mirar a Ivanr.
—¿Y qué hay de ti, desconocido? Supongo que no sigues ninguna de las perversiones extranjeras que se apartan de nuestra fe verdadera.
Ivanr se encogió de hombros con tranquilidad.
—Por supuesto que siempre he sido fiel a Nuestra Santísima Señora.
El sacerdote compartía el porte sereno con Ivanr.
—Por supuesto. Así que puedo suponer que no te opondrás a demostrar tu devoción con una prueba de fidelidad.
Ivanr examinó la multitud de aldeanos que lo rodeaba; no le costaría pasarla, ¿pero dónde estaban sus monturas? ¿Sus provisiones?
—¿Y esa prueba implica…?
—Lo más simple del mundo. —Los labios del sacerdote se retiraron con gesto ávido de los dientes amarillentos y medio podridos—. Se te coloca una barra de hierro al rojo vivo en las manos y debes aferrarte a ella mientras recitas la Devoción Inaugural. Como es natural, Nuestra Señora la Santísima, que nos protege a todos, también te preservará a ti, si tu fe fuera pura.
—¿Y si resultara… insuficiente?
Los labios finos del sacerdote se plegaron en una mueca de pesar.
—Ha habido una notable falta de pureza entre el rebaño en los últimos tiempos. —Le hizo un gesto a Ivanr para que lo siguiera—. Ven, te lo mostraré.
La multitud se separó al paso del sacerdote, que llevó a Ivanr a un pozo en el centro del ejido. El hedor enconado que había estado poniendo enfermo a Ivanr se convirtió en un tufo asfixiante a carne podrida que le produjo náuseas. Se cubrió la nariz y la boca con la manga del antebrazo. El sacerdote asintió, comprensivo.
—Ofensivo, sí, pero te acostumbras. Ahora me parece el dulce aroma de la purificación. —Le indicó a Ivanr que se asomara al pozo—. Ven. No tengas miedo. Da la bienvenida a la liberación que te lleva a Nuestra Señora.
Aunque sabía con exactitud lo que iba a ver, Ivanr no pudo evitar asomarse al pozo recubierto de piedra. Una extraña fascinación exigía que fuera testigo de todo lo que había ocurrido. Las moscas, en una masa oscura y revuelta, atascaban la entrada. Las apartó con unos manotazos y se inclinó hacia delante. Al principio no vio nada. Después, a medida que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que el pozo no era en absoluto tan profundo como había supuesto. Algo lo llenaba. La masa oscura de miembros y cabezas que sobresalían y los torsos doblados de una masa de cuerpos humanos metidos a presión en el pozo casi hasta el borde. Ivanr se apartó con un estremecimiento e intentó contener la bilis que le subía a la garganta.
—¡Esto es monstruoso!
—Estamos haciendo el trabajo de la Señora. —El sacerdote alzó la voz y le gritó a todo el mundo—. ¡La fe debe ser protegida! ¡La doctrina herética ha de ser purificada!
—¿Herejía? ¿Quién dice que se debe venerar a un solo dios?
El sacerdote dirigió entonces su respuesta a la multitud.
—¿Y dónde estaban esos supuestos dioses cuando a nuestros ancestros los borraban de la faz de la tierra las depredaciones de los jinetes demoníacos? ¿Dónde estaba ese antiguo dios del mar del que algunos no dejan de hablar? ¿Ese dios de la curación? ¿O esa tal diosa de la tierra? ¿Y la multitud de los demás? ¿Dónde estaban entonces?
Pero la multitud permanecía en silencio, más acobardados que entusiastas. Parecía que el celo fanático del sacerdote no se extendía a ellos. Sus rostros no brillaban con la convicción de los verdaderos creyentes. El hambre, el agotamiento y los días de miedo constante los habían sumido en una palidez gris. Le pareció a Ivanr que la suya era una suspicacia hosca dirigida más hacia el de al lado que hacia él. Les aterra este hombre, y sus propios vecinos. Han entretejido una existencia amarga de pavor mutuo constante aliñado por explosiones de derramamiento de sangre. Examinó los rostros demacrados, los puños sudorosos que se aferraban a las lanzas improvisadas, y las miradas enfebrecidas. ¿Los habían intimidado y dominado de tal forma que creían cualquier cosa? ¿Que seguían a cualquiera?
—¿Qué es esto? —quiso saber Ivanr y estiró de repente una mano para coger las túnicas del sacerdote por el cuello. El hombre lanzó un chillido y palmoteó las manos que lo aferraban. Ivanr dio un tirón como si arrancara algo y después alzó la mano, de ella colgaba un objeto pequeño—. ¡Mirad! —bramó—. ¡Mirad lo que este hombre lleva oculto bajo sus túnicas!
El objeto pendía de un cordel de cuero. El recuerdo que le había regalado la sacerdotisa: el símbolo de la espada del culto de Dessembrae.
Ivanr sintió que todos los ojos iban a posarse sobre el sacerdote. El joven les devolvió la mirada furiosa, llena de desdén.
—¡Necios! ¿Hasta qué punto podéis ser estúpidos?
Por ahí vas mal, amigo mío.
Los rostros se crisparon, convertidos en máscaras de rabia cuando el enfado y el resentimiento largo tiempo suprimido encontraron un camino para liberarse. Demasiado tarde, el sacerdote comprendió la posición en la que se hallaba y alzó una mano para pedir una pausa. Fue como si esa mano hubiera dado una señal: un sinfín de lanzas y mangos afilados de herramientas rotas se clavaron en él. A Ivanr lo apartaron a empujones, tan impaciente estaba todo el mundo por participar en la muerte del hombre. Con los mangos de las armas levantaron a la figura que todavía se retorcía y la empujaron hasta tirarla al pozo. Después retrocedieron, alzaron las herramientas húmedas y brillantes y se miraron unos a otros, asombrados por lo que habían logrado.
Y entonces todos esos ojos se volvieron hacia él.
Ah… el fallo en el plan.
El chirrido de madera sobre madera anunció el regreso del anciano a la plaza. Iba empujando una carretilla con una pala encima. El anciano dejó la carretilla y se quedó mirando con la boca abierta a todo el mundo.
—¡Y ahí está su lacayo! —gritó Ivanr.
Con el gruñido gutural de una bestia, la multitud se fue a por el hombre. Este corrió, demostrando contar con un buen par de pies para ser un viejo tan flaco. Ivanr se encontró solo por completo en la plaza.
Y ahora a ver dónde están mis puñeteros caballos…
No le costó mucho rastrearlos; habían comido y bebido en un corral. Atravesó el villorrio con ellos, el caos asesino bramaba a su alrededor. Vecinos masacrando a vecinos, fruto de las antiguas enemistades, rencores y odios puros y duros que estallaron en una orgía de gente acechando y apuñalando. Ivanr tranquilizó a sus monturas y pasó junto a cadáveres ensangrentados, despatarrados en los umbrales, pisoteados en los estrechos callejones adoquinados y derrumbados contra paredes. Hombres, mujeres, incluso niños.
Llegó a la conclusión de que no parecía haber forma de parar algo así cuando se eliminaban las restricciones. Una trampilla que engrasaba la sangre.
Como forastero que era, y al no formar parte de sus disputas, nadie hizo caso a Ivanr. Solo una vez se detuvo, y fue delante de una criatura, un niño pequeño que permanecía de pie delante de una entrada, la sangre de una brecha en la cabeza le mojaba el hombro y la pechera de la camisa. La mirada solemne de los profundos ojos castaños del pequeño conmocionó a Ivanr más que todo lo que había visto. Se inclinó, recogió al muchachito y lo subió a la montura de refresco. El niño no se quejó; de hecho, no dijo nada. El alivio de Ivanr fue palpable cuando alcanzaron la brisa fresca de los pastos abiertos que había sobre la aldea. Al mirar atrás, vio penachos de humo negro que surgían del pueblo entero.
Total y absoluto derrumbamiento. ¿Las consecuencias naturales de la guerra religiosa? ¿O algo más? ¿Quién podría decirlo? Todo es nuevo para estas tierras donde la Señora ha gobernado indiscutida durante tantas generaciones. Quizá sea natural que estalle todo, dada la dureza con la que han ejercido el dominio la Señora y sus sacerdotes, y todo el tiempo que dura.
Ivanr contempló al muchachito, que iba sentado con torpeza, las piernas delgadas muy abiertas, los pies descalzos y sucios. Probablemente la primera vez que monta a caballo.
—¿Cómo te llamas?
Pero el niño se limitó a mirarlo, no con hosquedad, más bien sin expresión, sin emoción alguna. ¿Tampoco tú me has de responder? Así sea. Me desdeñan por ser mestizo thel, ¿no? Entonces al Abismo con estos pueblos y terrenos jourilanos, y todos sus dioses, nuevos y viejos, con ellos. Se acabó.
Ivanr le dio la espalda. Las altas laderas de las estribaciones lo llamaban, y las alturas envueltas en nieve de la cordillera de Yermo Helado que había detrás relucían bajo la luz ambarina sesgada del final del día.
—Fue rápido, si sirve de consuelo.
Hiam miró a su mariscal del muro, Quint. El hombre había clavado los ojos en el equipo roto y los cuerpos destrozados en las rocas. La indiferencia del rostro marcado inquietaba al lord protector Hiam. Su crueldad otra vez. ¿Fue por eso por lo que pasaron por alto a este hombre cuando el antiguo lord protector eligió al nuevo mando? Hiam se dio la vuelta y le hizo una seña a la mariscal de sección, Felis, la única mujer que él conociera que había conseguido ascender tanto en la orden.
—¿Qué ocurrió?
Felis hizo un saludo militar y se quitó el yelmo, revelando el cabello castaño corto que llevaba muy crecido en la frente, casi hasta las cejas.
—Los testigos hablan de un fallo de equipo. Cuerda vieja. Me hago responsable por completo, por supuesto.
Qué vergüenza. ¿Qué dirían sus predecesores si vieran la orden reducida así?
—¿Los constructores?
—Peones de Robo. Parte de su cuota.
Hiam se asomó una vez más a la mareante ladera de la contramuralla. Lo zarandeó el viento frío. Examinó el lugar en el que los tablones y las cuerdas colgaban enmarañadas, balanceándose sobre una raja larga y oscura, una fisura en la superficie de los bloques ciclópeos que componían el muro.
—¿Y esa brecha?
—La más grande en estas tres secciones del oeste —respondió Quint.
Lo vio en su imaginación: el bloque de tamaño especial que se iba bajando hasta los trabajadores suspendidos en sus planchas, allí abajo, donde lo encajarían y clavarían. Pero algo salió mal, el bloque cayó, arrastró a los trabajadores y se estrelló contra el rompiente. Y ya no había tiempo para cortar uno nuevo. Tenían encima la escarcha.
Los diablos podían clavar las garras en esa brecha para deshacer el muro.
La respuesta llegó con tono reflexivo, como debía. Confió en sus instintos.
—Colocaremos al campeón en este sector.
Quint no lo desilusionó.
—¡Hiam! ¡Es decir, lord protector! El centro es el que soporta la mayor presión. Siempre ha sido el puesto del campeón.
Hiam le dedicó a su subordinado, el mariscal del muro, una sonrisa divertida.
—¿Me estás diciendo cosas que no sé?
La mirada brillante de Quint se posó en el elegido que tenían más cerca. En su expresión Hiam pudo leer: Si estuviéramos solos ahora mismo…
—Notarán algo. No debes subestimarlos.
La sonrisa del lord protector se ensanchó: eso era lo que siempre había dicho él. Era obvio que el mariscal del muro no le hacía ascos a apropiarse de los argumentos ajenos. Lo que fuera para ganar la escaramuza.
—Es posible. Observaremos sus patrones, como siempre.
El mariscal del muro no se tranquilizó, pero sí que cerró los labios de golpe, una retirada temporal, quizá. La lluvia que llevaban prometiendo todo el día las nubes bajas que llegaban del norte empezó a salpicarlo todo. Hiam se subió el grueso manto y se lo ciñó mejor.
—Mariscal de sección Felis… —La mujer hizo un saludo militar—. Mis disculpas por no haber podido proporcionarle el material adecuado para que defienda como es debido su sección. Lo siento.
Felis pareció llevarse un susto de muerte.
—¡Señor! ¡Admito toda la responsabilidad! La inspección…
—Fue más que meticulosa, estoy seguro. No, no se eche la culpa, mariscal. Por favor, transmita mi pesar al resto del equipo de Robo y elógielos por sus esfuerzos.
La mariscal de sección hizo un saludo nítido y elegante, con un gran brillo en los ojos.
—Sí, lord protector.
Hiam respondió al saludo.
—Puede irse. —Invitó a Quint a que siguiera con él—. Ya que estamos aquí, echémosle un vistazo a la torre de las Lágrimas de Ruel.
—Sí, lord protector.
El mariscal del muro Quint caminó en silencio al lado de su comandante. Una vez más, el hombre lo había desconcertado con su aparente indiferencia por la tradición y los conocimientos que tanto les había costado conseguir a sus predecesores. ¿No era consciente de que miles habían muerto para adquirir la inestimable sabiduría que suponía saber dónde era mejor colocar sus defensas y cuál era el mejor modo de desplegarse para cada situación? Pero por supuesto que Hiam lo sabía, quizá hasta mejor que él; después de todo, era estudiante de historia. Un lector de pergaminos y libros, al contrario que él.
Él era un hombre de lanzas. No tenía más que dos respuestas para todo lo que la existencia pudiera arrojar en su camino: el cabo o la hoja. No había más complicación.
Sin embargo, el cargo de protector no se lo habían encomendado a él. A pesar de llevar cinco estaciones más. ¿No era la Lanza del Muro? ¿No había servido lo suficiente? Pero en los últimos tiempos se había empezado a preguntar una cosa: ¿había algo de lo que carecía? ¿Una cualidad que era incapaz de desentrañar? En días como aquel, Hiam lo hacía pensar. Esa mujer, la mariscal de sección Felis… ¡una mujer! ¿De verdad escaseaban tanto los hombres? Pero con sus palabras de apoyo, el lord protector se la había ganado, del yelmo a las sandalias. La había hecho suya y ella haría cualquier cosa por él. Lo había visto en sus ojos. Hiam lo conseguía con una simple palabra o una mirada, ¿cuál era esa cualidad indefinida? Y lo que era más importante, ¿era lo que necesitaban los elegidos en ese momento?
¿O era el cabo o la hoja?
Entraron en la torre de las Lágrimas de Ruel. Aposentos de la guardia en el primer piso, camas que también hacían las veces de enfermería. Subiendo por la escalera de caracol se llegaba a los dormitorios. Los elegidos se levantaron de un salto y adoptaron la posición de firmes. Hiam y Quint respondieron a los saludos.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó Hiam.
—Sí, señor —respondió el elegido de más rango presente, un preboste del muro, o sargento, por su aspecto.
Hiam señaló a un guardia que estaba al otro lado de la habitación de techos bajos.
—Allan, ¿no?
El guardia sonrió, complacido.
—Sí, señor.
—Baluartes de las Estrellas, hace tres temporadas. Toda una refriega, ¿eh?
—Sí, lord protector. Muy fría.
—Me alegra verlo. Prosiga. —Hiam se llevó el puño al corazón en un saludo militar.
—¡Señor! —resonó el grito de respuesta.
Continuaron subiendo la escalera y pasaron junto a otros niveles de dormitorios, esos vacíos, que aguardaban la llegada de los contingentes de la temporada procedentes del extranjero. A continuación vieron un arsenal repleto de rejillas de lanzas, espadas y unas cuantas armaduras de sobra, sobre todo corazas de cuero hervido. Junto a las paredes había barriles de los últimos recursos: alquitrán, brea y sustancias alquímicas poco comunes capaces de provocar una barrera de llamas. Más arriba, las escaleras terminaban en una trampilla que llevaba a la última cámara. Hiam la empujó y salió. Quint lo siguió.
Allí las amplias ventanas se asomaban a todas direcciones, todas cerradas en ese momento por sólidas contraventanas de madera sujetas por hierros. En el centro de la pequeña cámara abierta se erigía una columna de piedra coronada por una pantalla de hierro que se podía subir y bajar con una palanca. Hiam se inclinó y la examinó.
—¿Esto se probó este verano?
—Sí. Se probó e inspeccionó.
—Bien. Si hay una cosa en la que no debemos escatimar es en esto.
—Sí. —Su sistema de comunicación. Dentro había una llama de aceite que podían hacer que ardiera con un brillo extremo si añadían ciertos polvos minerales. La subida y bajada de la pantalla les permitía enviar mensajes codificados por toda la muralla. Comunicados muy sencillos: ataque, ayuda, todo despejado.
Quint examinó a su alto comandante: las canas comenzaban a aparecer en la barba y en la mata descuidada de cabello espeso. Pero sus gestos lo hacían parecer más joven. No era un lancero excepcional, todo había que decirlo. Pero había algo en sus ojos y su expresión. Quint siempre se había sentido cómodo con ese hombre, aunque él pocas veces se sentía cómodo con nadie. Se cruzó de brazos bajo el manto.
—No me habrás arrastrado hasta aquí arriba para hablar de nuestro sistema de comunicaciones.
Una sonrisa irónica.
—No. Tan directo como siempre. Eso me tranquiliza, Quint. Has estado muy callado últimamente. —Se acercó a la ventana cerrada que miraba al norte, le quitó el cerrojo, la abrió y se asomó—. No. Ha llegado recado del contingente jourilano y dourkano a través de mi siempre eficiente mariscal del estado mayor Shool. —Se volvió, se apoyó en el alféizar de la ventana y se sujetó con las manos los bordes del grueso manto—. Lo han reducido a la mitad.
—A la mitad. ¿La mitad? Bueno, ¿y qué sentido tiene eso? ¿Quieren que los invadan? ¡Para eso, que no envíen a nadie!
Hiam alzó una mano para expresar su acuerdo.
—Sí, Quint. Sí. Pero lo hecho, hecho está. No podemos hacer aparecer más hombres o mujeres por arte de magia. Solo podemos esperar unas tres mil lanzas de Jourilan y Dourkan. Eso deja nuestra fuerza para la próxima temporada en unas veinte mil lanzas de hombres y mujeres en servicio activo. Veinticinco si presionamos a todos los cuerpos que se tengan en pie. Incluyendo, supongo, hasta a nuestro maestro ingeniero Stimins.
A pesar de la noticia, al imaginárselo, Quint lanzó una gran carcajada.
—Puede que merezca la pena solo por verlo. Pero —y sacó una mano del manto para acariciarse la barbilla hendida con el pulgar y el índice—, como dices, no parece haber nada que debatir. Lo hecho, hecho está.
—Sí. No hay nada que debatir —y la expresión del lord protector se endureció—, salvo cómo vamos a responder al hecho de que ahora contamos con menos de la mitad de las fuerzas necesarias para la temporada que se avecina.
Quint se encogió de hombros, sin más.
—Entonces no hay nada que debatir. Defendemos. Somos los elegidos, la Guardia de la Tormenta. La nuestra es una responsabilidad sagrada, hemos de defender todas las tierras.
Hiam se apartó del muro de un pequeño empujón y asintió.
—Muy bien, Quint. Sabía que esa sería tu respuesta. Solo quería que lo habláramos sin tapujos. Estamos de acuerdo por completo. Luchamos. Defendemos hasta que caiga el último hombre y mujer. No hay alternativa. —Apretó el hombro de Quint y miró por la cámara—. ¿Sabes que esta torre se llama las Lágrimas de Ruel porque se dice que hace un milenio el lord protector de esa época, Ruel, se arrojó desde esta misma ventana después de que lo invadiera una visión terrible?
Quint asintió, había oído la leyenda.
—Algunos dicen que su visión fue la derrota definitiva de la Guardia de la Tormenta. ¿Lo habías oído?
Quint solo pudo pellizcarse la barbilla con furia; lo había oído en susurros una o dos veces.
Mirando a lo lejos como si pudiera ver más allá de los muros de la pequeña cámara, Hiam siguió hablando en voz baja.
—Nunca pude entender esa reacción, Quint. Todo lo que yo siento es admiración. Y a veces pienso que si fuera a morir de algo, sería de un orgullo insoportable… —Sonrió entonces y apartó la mirada—. Muy bien, mariscal del muro. Estamos de acuerdo. —Y empezó a bajar las escaleras.
Solo más tarde, mucho después de que él y Hiam hubieran completado en silencio la visita de inspección del día, se le ocurrió a Quint que la conversación sobre las Lágrimas de Ruel en realidad no había sido para que Hiam viera cómo reaccionaba él ante la noticia de la escasez de personal de esa temporada, sino que había sido más bien para tranquilizarlo a él, Quint, sobre la resolución firme de Hiam ante semejante noticia.
Pues no estaba en la naturaleza de Quint doblarse o vacilar jamás, ni el cabo ni la hoja lo permitían. Sin embargo, en los meses que tenían por delante quizá llegara a preguntarse por la determinación de su lord protector. Y Hiam acababa de anticipar y eliminar con toda limpieza cualquier recelo que pudiera tener su segundo al mando. Cuando colgó su manto y se sentó a contemplar el fuego en la sala común de la torre de Kor, a Quint se le ocurrió que quizá había algo más de lo que parecía en esa cualidad indefinible que convertía a Hiam en el lord protector.
Rillish estaba jugando con su pequeñuelo, Halgin, en el patio de su casa, justo a las afueras de la aldea de Halas, cuando una columna de caballería malazana subió por el camino de tierra que salía del pueblo. Rillish se irguió y le hizo una seña a la niñera para que se llevara al chiquillo, después salió a recibirlos. Se tomaron su tiempo. El polvo gris del oeste de Cawn cubría los mantos de viaje y los flancos sudorosos de sus monturas. Cuando se acercaron, Rillish pudo ver (por el brazalete que lucía el líder en la parte superior del brazo) que el comandante era capitán, lo que no era habitual para un destacamento tan pequeño. Su mujer, Talia, con un embarazo ya muy avanzado, apareció a su lado.
—No hacía falta que salieras —le dijo—. No es nada, estoy seguro.
—No estarían aquí si no fuera nada —dijo ella con tono grave.
La capitán dio el alto y saludó con la cabeza. Se quitó los guantes y se limpió el polvo del manto.
—¿Puño Rillish Jal Keth?
—Ese ascenso fue solo honorario. Estoy retirado.
La capitán se quitó el yelmo y la capucha de cuero acolchado que llevaba debajo. Era rubia, de un rubio sorprendente, el cabello largo y casi blanco lo llevaba recogido en trenzas apretadas. Aunque lo mataran, Rillish habría sido incapaz de ubicar su procedencia. Pocos en Quon eran tan pálidos, y había algo en su voz, el acento era inusual.
—Ese retiro era voluntario. Según los términos del servicio, usted todavía está en la reserva. El Imperio, señor, no lo ha liberado de sus obligaciones.
—Ese sapo gordo del trono… —siseó Talia por lo bajo.
Rillish alzó una mano para pedirle silencio.
—Lo siento, capitán, pero tiene que haber algún malentendido. Llegamos a acuerdos firmes sobre los términos de mi servicio y mi jubilación. Ya nada tengo que ver con el Imperio.
La capitán asintió con gesto juicioso.
—Es posible, señor. Pero, como he dicho, el Imperio puede que tenga algo que ver con usted.
La mano de Talia encontró la suya, caliente y sudorosa. Él la apretó.
—No hay nada, capitán, que pueda persuadirme para que regrese.
—¿Nada? —La capitán echó una ojeada al patio, la modesta huerta, los campos, los potreros de caballos, antes de volver a mirarlo al fin—. ¿Quizá haya algún sitio donde podamos hablar, señor?
Rillish se encogió de hombros.
—Bueno, podemos ir a dar un paseo, si lo desea. —Soltó la mano de Talia—. Pero creo que ha hecho un largo camino en vano. Pueden dar de beber a sus monturas, por supuesto, y quizá podamos encontrar algo que darle a su tropa.
—Es muy amable, señor. —La oficial se volvió hacia el destacamento—. Desmonten. Ocúpense de los caballos.
Una vez desmontada, la mujer era tan alta como Rillish y mucho mayor de lo que él había pensado, quizá cerca de sus propios cincuenta. Las arrugas que le rodeaban los ojos y la boca traicionaban su edad.
—¿Y usted es?
La mujer hizo un saludo militar.
—Peleshar es mi nombre completo, pero me llaman Peles. A su servicio, puño.
Rillish pasó por alto la referencia al rango.
—Peleshar… un nombre poco habitual…
Ella asintió.
—Soy del sur de Genabackis.
A Rillish eso le sorprendió, e impresionó.
—¿Sirvió en la hueste de Unbrazo?
—No, señor. Vi algo de acción en las campañas de Ciudad Libre. Después serví en el contingente de enlace con los moranthianos.
Incluso más impresionante. Un historial de servicio que debería hacerla merecedora de un rango muy superior al de capitán. Y las campañas de Ciudad Libre, eso se remonta muy atrás. Rillish consiguió contenerse antes de cometer la torpeza de preguntar hasta cuándo se remontaba e invitó a la capitán a acompañarlo.
—Veré qué puedo improvisar para los soldados —dijo Talia con la mirada dura puesta en la capitán.
Peles se inclinó.
—Se lo agradezco.
Se detuvieron en los potreros. Suspicaces ante desconocidos, los caballos bufaron y se fueron apartando. La capitán los estudió con admiración.
—Espléndidas monturas. ¿Son wickanas?
Rillish sonrió con afecto observando él también a los caballos.
—Sí. ¿Está usted en caballería?
Una carcajada.
—Por Fanderay, no. No he tenido mucho contacto con caballos. En mi tierra no somos grandes jinetes. Tenemos otras… especialidades. Soy comandante de marines.
Rillish asintió y quitó corteza medio seca de la madera todavía verde de la valla.
—Bueno, capitán. ¿Por qué está aquí?
—Solo soy la mensajera, por supuesto. Se me pidió que entregara esto. —Le tendió un pergamino delgado y muy bien enrollado—. Me han dicho que viene de manos del propio emperador Mallick.
Rillish lo contempló sin moverse. Por un momento temió que estuviera envenenado. Después se burló de sí mismo pensando, ¿para qué iba a molestarse ese hombre cuando podía limitarse a enviar a sus asesinos de la Garra para matarlos mientras dormían? Cogió el pergamino, rompió el sello y leyó.
Tardó mucho tiempo en bajar la corta nota.
La capitán Peles no se había movido ni hablado en todo el rato. Se había conformado con observar a los caballos, con los antebrazos, de un grosor sorprendente, por cierto, apoyados en la valla del potrero. Esta es paciente. Puede que hasta nos llevemos bien. Rillish le devolvió el pergamino.
—Muy bien, capitán. Acepto. Como él sabía que haría, sin duda.
—Sí, puño. Eso me dijeron.
Rillish se volvió para mirar el patio donde su mujer y los sirvientes estaban repartiendo pan y carnes frías.
—Y ahora la parte más difícil, capitán.
La mujer asintió y se aclaró la garganta.
—Prepararé a mis hombres y mujeres.
Antes de que empezara a hablar siquiera, ella ya lo supo. Su rostro se contrajo y se dio la vuelta para entrar en la casa sin decir una sola palabra. Rillish la siguió, pero ella se había ido, había huido a alguna de las habitaciones del fondo. Rillish fue a la despensa, donde su equipo permanecía enrollado en cuero. Rebuscó hasta hallar sus hojas, las antiguas espadas largas untan de doble filo de su padre. Las encontró bajo los estantes, envueltas en trapos aceitados. Cuando se irguió, ella estaba en la puerta. Las lágrimas le brillaban en las mejillas.
—¿Qué te ofreció?
—Todo.
Ella hizo un gesto salvaje que abarcó el entorno, la casa, el patio.
—Tienes todo lo que necesitas aquí, ¿no?
—Sí.
Ella se limpió las lágrimas de la cara.
—¿No es suficiente?
—Sí. —Se acercó a abrazarla, pero ella retrocedió—. Esto es todo lo que necesito, Talia. Pero me ofreció devolvérmelo todo, todo. ¿Cómo podía rechazarlo?
La boca femenina se endureció hasta convertirse en una simple ranura.
—No lo queremos —escupió.
Él bajó la mirada, sacó unos centímetros de hoja de la vaina y después volvió a meterla de golpe. Cuando alzó la cabeza, ella se había ido.
La capitán Peles había detenido su destacamento al poco de empezar a descender por el camino de tierra. Con la ayuda de su capataz, Rillish ensilló su montura favorita y después la sacó al patio. Allí lo esperaba Halgin con su niñera. Cuando el crío lo vio, se liberó y echó a correr. Rillish se arrodilló para cogerlo por los hombros. El pequeño alzó la cabeza, su mirada tan azul y abierta como el cielo. Rillish lo besó en la frente. Apenas era capaz de hablar.
—Me voy de viaje un tiempo, hijo. Lo que hago, lo hago por ti y por el pequeño Nada o Menos cuando llegue. Quiero que sepas que te quiero más de lo que podría expresar. Adiós por ahora.
Se irguió, pero Halgin se aferró a su pierna y no quería soltarlo. Al final llegó la niñera para llevarse al lloroso pequeño. Rillish montó y buscó a Talia con la mirada, pero no la vio por ninguna parte. Le dolió, pero giró las riendas un poco y empezó a bajar por el camino.
Cuando llegó junto al destacamento, la capitán Peles alzó la barbilla para señalar algo tras él y él se giró. Allí estaba, de pie. La capitán hizo una seña para que su destacamento se pusiera en marcha.
La observó. Durante mucho tiempo permanecieron inmóviles, estudiándose el uno al otro por encima del trozo de camino polvoriento de tierra que los separaba, ella sin moverse de la verja sin terminar, que llevaba a su pequeño patio incrustado entre la casa y el potrero. Una parcela tan pequeña, apenas suficiente para sobrevivir, y no digamos ya prosperar. Pensó en las muchas fincas que tenía su familia en Unta. La más grande, muy cerca de la frontera con Gris, un hombre no la podía cruzar entera ni cabalgando todo el día. Todo eso había sido suyo antes de la Insurrección, antes de que la decisión de enfrentarse a los edictos de la emperatriz sobre el pogromo wickano lo despojara de todo. El emperador acababa de ofrecerle devolvérselo a cambio de que regresara al servicio activo, y el lugar creía saberlo. Y había aceptado. No por sí mismo, por supuesto, sino por Halgin. Sería su legado. Esperaba que su hijo tuviera mejor suerte que él o su padre antes que él.
Levantó una mano a modo de despedida y ella le respondió, poco a poco. Él bajó la mano y se dio la vuelta.
Al final Kiska no tenía ni idea de por qué había accedido a la petición de Agayla de que la acompañara isla arriba, a dar un paseo entre las colinas barridas por el viento. Quizá había sido la visión diurna de la Casa de Muerte: si acaso, incluso más amenazadora a plena luz del sol, e incluso más inquietante para sus sentidos que lo que recordaba de su juventud.
¿Esa especie de desvencijada tumba pesada podía ser de los Azath de verdad? ¿Una misteriosa red de moradas, cuevas o casas, o comoquiera que se las pudiese llamar (en cualquier caso estructuras de algún tipo), que algunos afirmaban que impregnaban la creación? Lo único que Kiska sabía de ellas era lo que había oído por casualidad que especulaban en presencia de Tayschrenn, y eso había sido muy poco. De hecho, recordaba eruditos que se habían acercado a Tayschrenn por el conocimiento que tenía el mago de ellas, y su indignación cuando su jefe había expresado su opinión de que las Azath no eran asunto para la investigación humana.
—Están decayendo —le había oído decir una vez—. Deberíamos dejarlas irse en paz.
Posó una mano en el muro bajo de piedras apiladas que rodeaban los terrenos de la casa y pensó en otra noche, una noche que parecía tan lejana, cuando se había enfrentado por última vez a aquella presencia siniestra. Esa noche había sido testigo del único asalto conocido que se había realizado con éxito contra una Azath; y lo había hecho el mago más astuto, y quizá el más loco, de su tiempo. El propio emperador. Todos los demás aspirantes a asaltantes a lo largo de las épocas, humanos, demonios, jaghut, atestaban los muchos montículos que levantaban los terrenos muertos, esclavizados por la casa.
Agayla seguramente tenía razón. Quizá, si no hubiera sido por la intervención de aquella mujer madura, también estaría en esos momentos pudriéndose dentro de uno de esos montículos funerarios. Una jugada demasiado peligrosa, sin duda. Se dio la vuelta para dirigirse al camino del río y reunirse con Agayla para su paseo. Pasaría el día con ella y se despediría. Un cambio de rumbo, luego, para encontrar a Tayschrenn. Genabackis, quizá. Los moranthianos podrían ser de ayuda.
Al irse, se fijó en un anciano que se había apoyado en un muro de piedra enfrente de ella, a gachas; sus grandes brazos huesudos le colgaban sobre las rodillas, y una maraña blanca de cicatrices le cruzaba la calva. La mirada del hombre la siguió cuando se fue. Le resultaba conocido, de una forma vaga, quizá de su juventud en la isla.
Se encontró con Agayla fuera de la ciudad en sí, donde las parcelas y los huertos se ensanchaban y los canales de irrigación de pizarra engastada bordeaban el camino de pedernal. En los campos sin brillo reinaban los tallos muertos. Unas nubes bajas y oscuras encapotaban el cielo, expulsadas del sur, del estrecho de las Tormentas. Los vientos fríos insinuaban que lo peor estaba por llegar.
Su tía llevaba una cesta de mimbre en un brazo y un chal sobre los hombros.
—¿Te recuerda a los viejos tiempos? —preguntó, y le apartó unos mechones sueltos de la cara.
—Supongo.
Agayla echó a andar sin un solo comentario más, con el paso rápido y vivo que Kiska recordaba de esos viejos tiempos. La siguió y se ciñó mejor su grueso manto forrado, después buscó sus guantes.
—Vamos a por setas, ¿no? —exclamó tras un rato.
—Un poco tarde para eso. Raíces sobre todo. Algunos tallos. Como la acocantera.
Kiska no habría sabido distinguir una acocantera ni aunque la pinchara en un ojo.
Treparon hacia el interior. Agayla se apartó del camino y siguió un estrecho sendero de tierra que serpenteaba entre arbustos bajos. Kiska miró atrás y vislumbró la ciudad y la bahía que había más allá antes de que un montículo le impidiera toda visión. Empezó a preguntarse hasta dónde pensaba llevarlas su tía.
Al fin se abrió camino entre un denso bosquecillo de alisos, sus ramas sacudidas por los constantes vientos marinos, y se encontró a Agayla sentada en un trozo de roca ante un círculo de piedras altas y derechas.
—¡Ahí estás! —anunció su tía mientras daba unos golpecitos en la roca, a su lado—. Ven a sentarte conmigo.
Kiska se encogió de hombros dentro de su pesado manto y fue junto a su tía.
—Agayla —empezó a decir con cierta torpeza—, esto ha sido… agradable. Pero de verdad que tengo que volver a la ciudad…
La mujer levantó una mano para pedir silencio.
—Shh. Es casi la hora. Y ahora, siéntate. —Sacó una manzana de la cesta.
Kiska se sentó de mala gana.
—¿Hora de qué?
—Este círculo es sagrado para muchos dioses. ¿Lo sabías? —Antes de que Kiska pudiera responder, continuó—. En los viejos tiempos, aquí sacrificaban personas.
Kiska miró a su tía y se preguntó de qué estaba hablando la anciana. Su mente no estaba empezando a divagar con la edad, ¿verdad? Mordió la manzana.
—Ah… aquí estamos.
Pero Kiska también lo había sentido. Se levantó, dejó caer la manzana, y metió las manos en el manto para posarlas en el lugar donde sus dos cuchillos largos colgaban en las vainas pegadas a sus costados. Una luz trémula trepaba entre las piedras… una cortina vacilante de luz opalescente. Cobró vida con un parpadeo alrededor de toda la línea que demarcaba el círculo.
—¿Qué es esto?
—Ahora compórtate —dijo Agayla. Estaba atusándose el pelo y colocándose bien el chal.
Kiska la miró, desconfiada.
—¿Qué pasa aquí?
Agayla se levantó delante de ella, la miró de arriba abajo y después le puso una mano con suavidad en la mejilla. La palma era cálida, lisa y seca. Parecía como si la mujer estuviera examinándole la cara en busca de algo y Kiska no tenía ni idea de lo que quería encontrar.
—Estamos a punto de hablar con uno de los mayores poderes que en estos momentos libran la partida en este mundo —empezó a decir—. No, shh. Muchos la llaman diosa, pero para mí es más, y supongo que menos, que eso. No como Ascua, Fanderay o Togg. No una entidad o fuerza antigua que ha venido a representar lo que elegimos proyectar sobre ella. Sigue siendo una persona viva, real, cuya influencia trasciende la de otros porque está aquí, ahora, y puede intervenir de forma directa como crea conveniente. —Apretó un momento la barbilla de Kiska y le movió la cabeza con suavidad de un lado a otro—. Así que pórtate bien. Habla solo cuando te pregunten. Inclínate. Demuestra esos modales tan elegantes que deberías haber aprendido en Unta.
La mujer la soltó y Kiska sacudió la cabeza como si quisiera recuperarse de un hechizo o un golpe. ¿Mayor influencia que la de los dioses? ¿De qué podía estar hablando su tía? Notó una barrera de luz trémula.
—¿Entonces quién? ¿Qué mago?
Agayla se echó a reír.
—Oh, Kiska. No un mago o un nigromante. La más grande. La Encantadora. La ama y señora de Thyr. La reina de los Sueños. —Cogió la mano de su sobrina y la guio a través de la cortina de luz.
El fulgor brillante cegó por un momento a Kiska; parpadeó para aclarar su visión y empezó a ser consciente poco a poco de su entorno. Era el círculo de piedras rectas que conocía, pero rodeadas por un borde plateado, trémulo y lustroso. Y, de pie en el centro, esperando por ellas, una mujer envuelta en una tela suelta de color azul pálido que la cubría con un sinfín de pliegues. Kiska vaciló, deslumbrada por la visión de aquella belleza diminuta, delgada, de cabellos negrísimos. ¿Cómo podía ser real? Había oído que aquella mujer había caminado con Anomander generaciones atrás. ¿Pero acaso no era la mayor encantadora de la época? Podía aparecer como desease y eso era lo que había elegido; Kiska podía pensar lo que quisiese.
Agayla no vaciló tanto. Se arrodilló ante la mujer y murmuró algo muy parecido a una invocación. Pero la Encantadora se echó a reír y la levantó.
—No te arrodilles ante mí, Agayla —dijo—. No creo que tú precisamente hayas caído en el culto de la veneración.
Agayla se inclinó.
—Rindo homenaje donde me place, mi señora.
La Encantadora se volvió a mirar a Kiska.
—Así que es esta.
La fuerza de la mirada de la mujer la golpeó como puñetazo. Kiska descubrió que era incapaz de ordenar sus pensamientos, era como si estuviese delante de una catarata titánica o un frente tormentoso en el mar; lo único que podía hacer era mirar, maravillada por la visión.
La mujer había avanzado y le había cogido las manos, una en cada una de las suyas.
—Quieres seguir un camino peligroso, Kiska. —Buscó algo en su cara, como había hecho Agayla, y asintió, como si hubiera encontrado satisfacción a una pregunta tácita. Motas de oro parecían flotar en sus ojos—. Está bien que no persigas esto por una especie de encaprichamiento. Pues a él no lo veo capaz de esos sentimientos. Aun así… —Miró a Agayla—. Que viaje sola…
—Se me ocurren uno o dos en los que yo confiaría —dijo Agayla con el ceño fruncido—. Pero han asumido otras obligaciones.
—Hay alguien a quien puedo recurrir…
—Puedo cuidarme sola —soltó Kiska de repente.
Agayla la miró furiosa e hizo un gesto irritado. La Encantadora agitó una mano.
—No es esa la cuestión. Tienes que dormir en algún momento. Un viajero solo es una tentación demasiado grande. Por fortuna tengo a alguien en mente… —E hizo un gesto a un lado, invitadora.
Un hombre cruzó la barrera. Era de estatura media pero enjuto, y era obvio que poderoso. Bajo las túnicas del desierto vestía una armadura que Kiska reconoció como del estilo de Siete Ciudades, una mezcla de cuero hervido y cota de malla. Sus rasgos oscuros y planos y el largo bigote negro sellaban su identidad como hijo de esa región. Unas armas ridículas le colgaban del cinturón, atadas a él: dos manguales.
—¿Quién es este? —preguntó.
De nuevo su tía la miró furiosa para que se callara.
El hombre tampoco parecía demasiado impresionado. Señaló a Kiska con un gesto de la barbilla, pero se dirigió a la Encantadora.
—Cuando hicimos nuestro trato te dije que ya no quería proteger más.
—Yo no necesito la protección de nadie.
La Encantadora levantó una mano.
—Este es… ¿qué nombre preferirías?
—Maldito idiota es lo primero que se me ocurre —dijo el hombre entre dientes. Pero se inclinó—. Jheval.
—Esta es Kiska. Está buscando a alguien. Y es una misión que cuenta con mi bendición. El hombre que desea localizar quizá te interese, Jheval. Es Tayschrenn, en otro tiempo mago supremo del Imperio de Malaz.
El hombre abrió mucho los ojos y estuvo a punto de dar un paso atrás.
—¿Quieres pedirme a mí que ayude a encontrarlo a él?
—Sin duda la gratitud del Imperio sería extraordinaria si se le pudiera hallar y traer de vuelta.
Los ojos oscuros se entrecerraron entonces dentro de sus muchas arrugas y una sonrisa decididamente lobuna le trepó a los labios de un modo que a Kiska no le pareció demasiado tranquilizador.
—Muchas gracias por su preocupación… mi señora —dijo la joven—, pero no necesito a este tipo.
—Fracasarás si vas sola.
El modo terminante en que pronunció esa frase dejó helada a Kiska.
—¿Cómo vamos a…? —empezó a decir Jheval, después se corrigió—. Es decir, ¿cómo se va a rastrear al hombre?
La Encantadora señaló un saco de arpillera que había sobre una piedra ancha en el centro del círculo. Kiska no recordaba haberlo visto allí antes.
—El vacío que se llevó al mago supremo se abrió al Caos y allí os llevará vuestro rastro. Cuando lleguéis a sus fronteras, abrid esto. Lo que hay en el interior será vuestro guía a partir de ahí.
Kiska envolvió el saco en su manto. Estaba sucio, como si hubiera estado enterrado. Por lo que pudo vislumbrar en el interior, lo único que parecía contener eran ramitas rotas y unos cuantos jirones de tela.
—Puedo poneros de camino desde aquí —dijo la Encantadora—. ¿Os parece aceptable?
—Gracias, mi señora —dijo Kiska con una inclinación.
Jheval asintió con un gruñido.
Agayla, que a Kiska le había parecido muy callada todo ese tiempo, cosa muy poco propia de su tía, la abrazó y la besó en las mejillas.
—Ten cuidado —susurró—. Veo en el tejido que esta búsqueda no será la tarea sencilla que tú crees. Quizá no sepas tras lo que vas en realidad.
Kiska habría hablado, pero la callaron las lágrimas que brotaron en los ojos de su tía. Un momento antes algo así le habría parecido imposible. Nunca pensé en ella como una anciana, pero ahora, de repente, la veo así. El tiempo es cruel.
La Encantadora señaló un lado.
—Veréis colinas. Mantenedlas a la izquierda. —Kiska se inclinó otra vez y se dio la vuelta. Jheval la siguió con las manos metidas en el cinturón de cuero.
Después de que se fueran los dos, la Encantadora pasó con suavidad una mano por la cara de Agayla.
—No llores, tejedora.
—Temo haber enviado a la niña a la muerte.
—No puedo ver en el interior del Caos. Pero lo que ha asumido que fue su fracaso la ha herido en lo más hondo. Solo puedo esperar que llegue a perdonarse a sí misma.
—Hay tanto de camino, T’riss. Lo veo en el hilado. Los nudos que hay por delante llegan tan densos que quizá asfixien la lanzadera. La tela podría partirse.
—Es posible. Solo podemos hacer todo lo que podamos para que solo se rasgue en ciertos sitios.
Agayla sonrió entonces, quizá se reía de sus propios miedos.
—Sí. Será un nuevo orden.
La cara de la reina de los Sueños se endureció cuando miró a lo lejos.
—Sí —dijo, y en su voz tensa había algo muy parecido al asco—. Esperemos que sea uno mejor.
A Bakune le llevó dos meses de interrogatorios, de buscar en los archivos y sonsacar a funcionarios menores de la ciudad, pero al fin encontró el rastro del apellido y probable residencia actual de la familia de la hermana Caridad. Todavía quedaba por descubrir si la mujer seguía viva.
Dejó su despacho al mediodía. Se fue a pie, envuelto en un sencillo manto de lana. Tomó el camino del oeste hasta que salió de la ciudad en sí y allí se desvió y bajó hacia la costa, donde un gueto de chabolas y chozas se derramaba por la ladera. Los perros se enfurecían junto a sus talones, sabiendo de sobra que ese no era el sitio de aquel hombre. Niños sucios y medio desnudos se lo quedaban mirando, muchos eran (con toda claridad) los frutos mestizos de madres roolianas y ocupantes malazanos. Jóvenes matones se reunían en los estrechos senderos embarrados, mirando sin decir nada lo que él imaginaba que debía de ser toda una aparición: un ciudadano rooliano perdido en el laberinto de su barriada. A cada giro que daba junto a una tienda plantada o una choza de zarzos y barro, la multitud parecía crecer hasta que se enfrentó a una pared sólida de hombres y mujeres jóvenes, vestidos no mejor que los golfillos, y muchos luciendo miembros atrofiados, ojos lechosos y ciegos, feas hinchazones y otras desfiguraciones de enfermedades, todas provocadas por la suciedad de su pobreza, sin duda.
—Busco a la familia Harldeth —exclamó dirigiéndose a uno de los jóvenes—. Harldeth. ¿Conoce el apellido?
El tipo, que bloqueaba el camino de Bakune, se limitó a observarlo. Tenía un labio leporino y Bakune habría sospechado que era un poco retrasado de no haber sido por la inexplicable hostilidad que parecía a punto de estallar en su mirada.
—Desconocido —exclamó una voz débil desde una choza cercana. Bakune agachó la cabeza para mirar con los ojos guiñados la oscuridad.
—¿Sí?
—Entre.
Tuvo que doblarse casi en dos para meterse dentro. Encontró a un anciano con las piernas cruzadas sentado en una esterilla trenzada junto a un fuego muerto y ennegrecido. El hombre llevaba el torso desnudo a pesar del frío creciente del otoño. Bakune se presentó y lo invitaron a sentarse. El hedor a humo y comida podrida casi le produjo náuseas; optó por ponerse en cuclillas. El anciano se quedó allí, en silencio, examinándolo durante un rato; sus ojos, negros como la noche, ilegibles.
—¿Sí? ¿Conoce a la familia Harldeth? —le volvió a preguntar Bakune.
—Conozco a la familia.
—¿Me llevará hasta ellos?
—¿Por qué los busca?
—Estoy investigando una muerte. Necesito interrogar a Lithel Harldeth. Fue monja en el Claustro. Me han dicho que su familia ahora vive aquí fuera.
El anciano ladeó la cabeza.
—Así que está investigando una muerte… ¿Dónde está la Guardia? ¿Dónde están sus porras? ¿Dónde está su confesión firmada?
Bakune se apartó, ofendido.
—No es así como hacemos las cosas. Lo examinamos todo para asignar la inocencia y la culpabilidad.
El anciano se limitó a esbozar una sonrisa triste e indulgente.
—Debería pasar más tiempo aquí fuera, examinador Bakune. —Se puso en pie con cierto esfuerzo y levantó un bastón alto que sostuvo en horizontal—. Venga.
Fuera, el anciano hizo un gesto y la multitud retrocedió. Bakune lo observó con atención; vestía solo unos pantalones sucios y un chaleco, el cabello canoso le caía fibroso y enmarañado, pero sus miembros prietos, oscuros como la madera manchada, conservaban una fuerza obvia. Una piedra en un cordel alrededor del cuello era el único adorno del hombre, aparte de la rama vieja que sostenía a modo de cayado. Había empezado a caer una lluvia fina y gélida de la que el anciano no hizo caso alguno, aunque dejó helado a Bakune.
—¿Lo conozco? —preguntó al recuperar de repente un recuerdo vago.
—No, examinador. Desde luego que no me conoce. Por aquí…
Gritos sorprendidos resonaron por el sendero de barro por el que había llegado Bakune; la multitud se separó y reveló la presencia de sus dos escoltas de la Guardia, los mantos apartados de las espadas cortas que les colgaban en los costados.
—¿Quiénes son estos? —preguntó el anciano.
Bakune suspiró. ¡Malditos idiotas de la Señora! ¡Lo van a estropear todo!
—Escoltas que el capitán de la Guardia insiste en que me sigan.
Los ojos oscuros del anciano se deslizaron hasta Bakune; la sonrisa indulgente, casi compasiva, regresó.
—¿Escoltas, examinador? ¿O niñeros? —Echó a andar antes de que Bakune pudiera responder.
El camino que siguió el anciano era desconcertante y enrevesado, seguramente de forma deliberada. Sus dos guardias lo seguían con andar pesado, las manos en los cinturones. Cada pista embarrada que tomaban entre las atestadas chabolas parecía idéntica a la anterior. Nadie hacía caso de Bakune y continuaban con sus asuntos diarios, llevando fardos de madera, ollas de barro llenas de agua. Las mujeres cocinaban, inclinadas sobre fuegos bajos que humeaban.
Entonces el viejo se detuvo de pronto ante una choza de zarzos y barro no muy diferente de cualquier otra. Le hizo un gesto para que entrara.
—Gracias.
El otro no respondió, se limitó a hacerle otra seña para que accediese al interior.
Dentro había una familia sentada, comiendo. Sorprendido, Bakune estuvo a punto de retroceder hasta que la mujer presente, madre, supuso Bakune, de los cuatro niños de ojos muy abiertos, indicó una colgadura de juncos tejidos un poco más adentro. Bakune se inclinó, rodeó a la familia, que no le quitaba los ojos de encima, y apartó la colgadura. Una densa nube de humo lo cegó. Había entrado en lo que resultó ser no más que un rincón diminuto y tuvo que taparse la nariz y la boca con un pliegue del manto. Al final pudo distinguir una forma baja, encorvada ante una especie de altar en el que se amontonaban cabos de velas quemadas, lámparas de arcilla, pequeñas estatuas talladas con tosquedad y soportes de palitos de incienso que se quemaban.
—¿Lithel Harldeth?
La forma, que había estado meciéndose con suavidad de un lado a otro y canturreando para sí, se quedó quieta. La cabeza se alzó, buscando algo.
—¿Quién anda ahí?
—El examinador Bakune. Estoy investigando la reciente muerte de la hermana Prudencia. Me han dicho que usted la conocía bien.
—Así que está muerta. Llevamos muchos años esperando. —Una mano nudosa se acercó temblorosa al altar y señaló una estatua tosca—. Mire ahí. La gran diosa Madre. Tenía un sinfín de nombres, aunque Señora no es uno de ellos. —La mano se acercó a otra—. El gran padre Cielo se llama este, aunque la Luz es su orientación. Aquí el Gran Embustero querría avanzar, sin darse cuenta de que el triunfo significaría su disolución. Aquí la Bestia de la Guerra se remueve otra vez, ¿cuál será la forma definitiva de su alzamiento? Aquí el Acaparador Oscuro de Almas. Ahora tiene a mi amiga, ojalá los dos lleguen a conocer la paz. Y aquí, el recién llegado, el dios Roto, que observa e intriga desde lejos.
Bakune reconoció los antiguos nombres y títulos por la investigación que había hecho sobre los pueblos indígenas del archipiélago, los antiguos espíritus animistas de la tierra, el aire y la noche. El carácter de todos tenía un vago parecido con las fes extranjeras malazanas, de las cuales era de presumir que eran parientes lejanos. Las viejas creencias paganas que se habían multiplicado de forma indiscriminada antes de la llegada de la Santísima Señora y la única fe verdadera.
—¿A qué llamaría usted el mal, examinador? —inquirió de repente la anciana.
A Bakune le sorprendió la pregunta. Respiró en medio de aquel humo embriagador que lo mareaba y fue poniéndose de rodillas poco a poco. De una forma vaga se preguntó qué drogas habrían mezclado con las maderas exóticas y las hierbas que se estaban quemando allí. Ya se había dado cuenta de que no conseguiría arrancarle ninguna respuesta directa a aquella vieja arpía, y desde luego no podía presionarla.
—No lo sé. Los simples responderían que lo que sea que se opone a ellos. El enemigo o rival al que se estén enfrentando en ese preciso momento. Por mi parte, yo creo que el verdadero mal yace en las acciones. En los actos dañinos deliberados.
—Ha hablado como un magistrado. Y hay que decir que existe cierta sabiduría en su enfoque. Sin embargo, ¿no puede un acto ser dañino en el momento inmediato, pero beneficioso a largo plazo? ¿Se podría llamar maligno a un acto así?
Bakune despejó con la mano las espirales de humo que se le metían por la cara y lo ahogaban. Lo último que había esperado era que lo desafiaran a un debate filosófico.
—Una vez más, no lo sé. Supongo que habría que sopesar el daño en comparación con el beneficio último acumulado.
La anciana volvió la cabeza para contemplarlo de frente. El cabello sucio le colgaba como un velo ante la cara.
—Exacto. Tendría que ser… examinado.
Bakune sintió de repente que aquello lo afectaba.
—¿Adónde quiere llegar, Lithel?
La mujer le dio la espalda y empezó a mecerse.
—He meditado largo y tendido sobre esta fastidiosa cuestión, examinador. En realidad, solo hay un pequeño conjunto de respuestas finales. Mi destilación es un perfeccionamiento de una de ellas. El verdadero mal, el mal puro, examinador, es desperdiciar. Es despuntar el potencial, amputar la promesa, o las opciones, de una persona o un pueblo para desarrollarse. Es, de forma emblemática, la muerte de un niño. —La cabeza de la anciana se hundió—. Mire, así pues, examinador, a los niños.
—¿Lithel? ¿Lithel?
La anciana empezó a canturrear una vez más para sí, y Bakune pudo oír el antiguo dolor bruñido en sus gemidos.
Una vez fuera, Bakune se estiró y tosió. Uno de sus escoltas le ofreció un cuero de agua, lo cogió con gratitud y se enjuagó la boca.
—¿Qué oyó? —preguntó el anciano.
—Justo lo que no quería oír.
La sonrisa del anciano se desprendió de toda reserva.
—Bien. Entonces hemos terminado. Y, examinador…
—¿Sí?
—No vuelva. No intente encontrar de nuevo esta morada. Porque nunca lo conseguirá.
Bakune entrecerró los ojos y miró al hombre.
—¿Intenta amenazar a un magistrado?
—Nada de amenazas. Es un hecho.
Los guardias bufaron con tono incrédulo. Bakune se encogió de hombros. Su mirada se detuvo en la piedra que llevaba el hombre en el cuello. Grabado en ella había un círculo con una línea por el medio, como la línea de un horizonte. El mismo sigilo arañado en la estatua que Lithel había llamado la gran diosa Madre. Bakune señaló con un gesto el collar.
—El símbolo de la antigua Madre Tierra pagana.
La mano del anciano fue a la piedra.
—Sí. La antigua fe. Soy drenn.
Bakune no podía quitarse de encima la sensación de familiaridad.
—Me parece que ya nos hemos visto antes.
—Quizá por un momento. Vamos, por aquí.
El anciano, que en otro tiempo le había dicho al examinador que se llamaba Gheven, se detuvo dentro de los límites del barrio de chabolas y observó mientras el magistrado y sus niñeros trepaban al camino del oeste. Le había sorprendido, complacido y entristecido, todo al mismo tiempo, habérselo encontrado otra vez. Sorprendido por la resistencia de aquel hombre, que se había atenido a sus principios a pesar de todo a lo que se había tenido que enfrentar a lo largo de su carrera; complacido de verlo aferrándose todavía al sendero de la justicia (tal y como él la interpretaba, en cualquier caso), y entristecido porque sabía lo que todo eso le costaría al hombre si continuaba por ese sendero, tal y como él, Gheven, esperaba que hiciese.
Era triste pero necesario. Se infligiría dolor, ¿pero no era todo por un bien mayor? Una pregunta espinosa. Una que él no se sentía cualificado para resolver.
De regreso en su despacho, Bakune se acomodó en su sillón y apoyó la cabeza en las manos. Sus guardias se habían escabullido en cuanto habían llegado al centro de la ciudad y a los bloques que albergaban el palacio del alcalde y las cortes. No sabía si agradecer su dedicación o maldecirlos por ella. Las insinuaciones del anciano se habían deslizado en profundidad por los senderos de sus propias sospechas. Sus secretarios aparecieron en su puerta con gruesas carpetas en las manos, pero Bakune los mandó marchar con un gesto.
Se levantó, cruzó el despacho y cerró la puerta con llave. Fue a un armario que tenía junto al escritorio y lo abrió con una llave. Del estante superior sacó un rollo que dejó en su mesa. Tiró de la cinta que sujetaba la tela y lo desenrolló. Era un mapa de Banith que Bakune había ordenado que se dibujara años antes. En él, desde entonces, el examinador había ido marcando con esmero con puntos rojos la ubicación exacta de cada chica y chico asesinados que él había visitado en persona, o que podía situar de manera fiable. Los puntos rojos se repartían en una fina extensión por toda la ciudad; no había distrito que estuviera libre por completo de sus manchas. El carmesí brillante, sin embargo, era más denso a lo largo de la costa, donde habían abandonado muchos cuerpos. Pero no de modo uniforme, no al azar. A lo largo de los años, las marcas se agrupaban, de forma evidente, en tres macizos principales. Uno al oeste, uno al este y uno al sur, cerca del centro de los muelles de la ciudad. Saliendo más o menos en línea recta de cada agrupamiento había un camino principal que entraba en la ciudad. Y si se trazaba cada camino, el dedo terminaba justo en el centro de la ciudad, donde se hallaba el sagrado Claustro de Nuestra Santísima Señora, cerca del cual, y de modo harto revelador, no había ni un solo punto ensangrentado.
Bakune se sentó y se quedó mirando el mapa, con la barbilla casi tocando el pecho. Maldito seas por hacerme esto. Me estás matando. Punto por punto, me estás matando de verdad. Por favor, no querrás parar. Vete de una vez.
Se apretó las sienes palpitantes con las yemas de los dedos y se quedó inmóvil, con la mirada fija. Por la Santísima Señora, ¿qué se esperaba que hiciera él?
Alrededor del mediodía el capitán del barco fue a hablar con Kyle. Este estaba dormitando a la sombra de un toldo, con la pierna vendada levantada, cuando empezó a ser vagamente consciente de que ya no estaba solo. Abrió un solo ojo y vio a un tipo enjuto mirándolo desde arriba: viejo, cabello canoso desarreglado, la sombra clara de un bigote en la boca, y una pipa sujeta con fuerza entre los labios. Múltiples aros de oro le brillaban en los lóbulos de las orejas y unos brazaletes de oro atestaban las muñecas de ¿la? capitán.
—¿Sí? —preguntó Kyle, cauto.
—Qué cómodos estamos, ¿eh?
—Sí, gracias. Su arreglahuesos conoce su oficio.
Una sonrisa de agradecimiento estiró los labios finos.
—Hablando de oficio y negocios…
—Ah. ¿Usted es el capitán?
—Sí. June. Maldita June, me llaman.
—Kyle. ¿Maldita? ¿Me permite preguntar por qué?
Un alzamiento de hombros huesudos.
—Tuve siete maridos, por eso. —La mujer ladeó la cabeza y lo examinó de arriba abajo—. Admito que no te ubico. Hay algo de los wickanos en ti, con ese bigote y el tono moreno y todo eso. Pero no del todo.
—Quizá seamos parientes lejanos.
—Quizá.
Kyle se quitó una saquita del cinturón y se la tendió.
—Todo lo que tengo para que nos transporte hasta su siguiente puerto.
La mujer la sopesó y frunció el ceño.
—No es mucho…
—Mi compañero puede que también tenga algún dinero. —Un gruñido evasivo—. ¿Adónde nos dirigimos, si me permite preguntar?
—Al este, a Belid. Cinco días de navegación.
—Se lo agradecemos.
La mujer volvió a gruñir y exhaló un chorro de humo. Era obvio que estaba ansiosa por interrogarlo acerca de los antecedentes de ambos y qué había tras su precipitada huida, pero también era evidente que era lo bastante vieja y astuta como para saber que no le iban a contestar. Asintió en su lugar con un gesto cauteloso y vagamente acogedor y siguió su camino.
La arreglahuesos, Elia, se dejó caer al lado de Kyle con un ruido sordo en la carga envuelta en arpillera que habían atado a la cubierta.
—Bueno, ¿qué piensas de nuestra capitana?
—No es común ver una capitana.
—Aquí sí, en Falar. Los barcos de Curaca son todos propiedad de la ciudad y es la ciudad la que los gestiona, exige beneficios y una gestión estricta. Los capitanes hombres se emborrachan o se juegan los márgenes. No como las mujeres. ¿Qué dices a eso? —La anciana le dio un golpecito en el hombro.
—Yo diría que cualquiera que se hace a la mar de forma voluntaria tiene que estar mal de la sesera.
La mujer lanzó un alarido y después una gran carcajada.
—Has hablado como un auténtico hijo de las praderas, Kyle.
Él la miró, y se preguntó si lo estaba sondeando.
—Dijo que la llamaban maldita… ¿es eso cierto?
—Sí, es cierto. Pero ahí está la trampa… ¿es cierto porque ha tenido siete maridos o porque ha tenido siete maridos?
Kyle solo pudo mirarla, el ceño tenso. Pero ¿qué coño dice, en el nombre del torturador Embozado? El joven sacudió la cabeza.
—¿Cómo está… mi compañero, Orjin?
—¡Anda! ¿Así que Orjin, eh? Durmiendo como una ballena ahí abajo. Cuatro tripulantes no pudieron moverlo.
—¿Alguna herida?
—Nada grave. Y ha visto lo suyo en rituales Denul.
—¿Y eso qué significa?
—Quiero decir que ese hombre es mucho mayor de lo que parece, y que se cura más rápido que la mayoría.
—Supongo que ahí es donde metió su dinero —sugirió Kyle mientras apartaba la vista.
—Supongo.
Tres días después, justo tras el amanecer, un tripulante despertó a Kyle, que estaba acostado en una hamaca, abajo. Atontado, frotándose la cara, trepó las cortas escaleras empinadas hasta la cubierta. Arriba, un banco de nubes bajas reflejaba el dorado y el rosa del amanecer. Había mar alta en el mar de las Tormentas, pero no estaba picado. Se le ocurrió que cada región parecía tener su cuerpo de aguas difíciles o temporales, su «mar de las tormentas». En proa se encontraba la capitana June, el primer oficial, Masul, Elia y Melena Gris. Se reunió con ellos. Melena Gris le dedicó una mirada tensa, preocupada.
La capitana June señaló al sureste, no muy lejos de la proa.
—¿Amigos vuestros?
Kyle guiñó los ojos contra la luz: tres formas oscuras surgieron del fulgor del amanecer. Navíos grandes, muchas velas.
—¿Quiénes son?
—Buques de guerra malazanos —dijo June—. Parecen haber puesto rumbo de interceptación y no podemos dejarlos atrás. No somos ningún ágil corsario.
—Ni le sugeriría que lo intentara, capitán.
—¿No?
—No —afirmó Melena Gris.
Las cejas expresivas de June se alzaron. Después le dio una buena calada a su pipa.
—No habrá hostilidades, ¿verdad? Porque mi gente no va a meterse en follones.
Melena Gris se pasó una mano por el enmarañado cabello plateado.
—No, capitán. Nada de hostilidades.
—¡Hmm! Muy bien entonces. —Se volvió hacia la popa—. ¡Rumbo constante!
—¡Rumbo constante, sí, capitán!
Kyle fue a colocarse junto a Melena Gris.
—¿Qué va a ocurrir? —preguntó con los ojos puestos en los barcos lejanos.
El hombre exhaló un largo suspiro.
—No quiero que estos tipos sufran. Y yo no sé nadar. Así que los dejamos que se pongan al pairo y nos ocupamos de ellos uno por uno.
—¿No de dos en dos?
El otro miró de soslayo a Kyle. Una sonrisa franca le tiró de las comisuras de la boca.
—No nos pasemos.
Era una flota de buques de guerra malazanos, altos y de una anchura moderada para conseguir mayor estabilidad, encargados para la guerra en alta mar. Por los soldados que bordeaban las altas barandillas y los castillos de popa y de proa, Kyle calculó que cada uno de los veinte navíos transportaba unos cuatrocientos marines. Se podían ver transportes de tropas mucho más grandes al este, en un convoy que se dirigía con ritmo lento al sur, en largas columnas rectas. Incluso desde esa distancia hubo algo que le extrañó en los navíos: parecían demasiado grandes, joder, y de un color extraño, casi como el de las aguas que surcaban.
A Kyle le parecía una flota de invasión reunida para atacar un continente.
—¿Has visto alguna vez algo parecido? —le murmuró a Melena Gris, asombrado.
Tras un momento el hombre respondió, había una nota extraña, casi resignada, en su voz.
—Sí, Kyle, lo he visto.
La capitana June, que no era tonta, ordenó que recogieran las velas. Apareció una lancha que habían bajado del barco de guerra más cercano. Melena Gris y Kyle la observaron cruzar la distancia que separaba los navíos. A los remos había unos dieciocho marines.
June ordenó que se arrojara una escala de cuerda por un costado. Tres oficiales atestaban la lancha, incluyendo uno que era con toda claridad un moranthiano azul. El primer oficial ascendió a bordo sin dificultad y se quedó en cubierta con gesto incómodo, las manos entrelazadas a la espalda. Era sin duda un veterano, bajo y fornido, con una calva curtida por el sol y, a juzgar por el sombreado en el brazalete de plata que llevaba en el brazo, era un oficial de alto rango. Tenía la boca fina y tensa, y todo el aspecto de no abrirla mucho.
—Permiso para subir a bordo —le preguntó a nadie en concreto.
June exhaló una bocanada de humo.
—No podría negarlo ahora, ¿no?
La boca del hombre no se movió.
El segundo oficial era una mujer dalhonesia vestida con sedas oscuras y un sigilo con una pequeña garra de plata en el pecho. Esa visión dejó helado a Kyle, aunque la cara cenicienta de la mujer y la mano que se aferraba a la regala le quitaba cierto poder a su presencia. El moranthiano azul trepó a bordo con facilidad a pesar del peso de su armadura de placas quitinosas, y permaneció en silencio y sin dirigirse a nadie. Él (o ella) saludó a la capitana June con un asentimiento.
Melena Gris rompió el prolongado silencio.
—Deduzco que estoy arrestado.
Las cejas lampiñas del oficial malazano se alzaron.
—¿Arrestado? En absoluto, comandante.
¿Comandante?, se preguntó Kyle.
Melena Gris compartía la confusión de Kyle. Su mirada fue rotando de cara en cara.
—¿No estoy arrestado?
—No. —El hombre hizo un saludo militar—. Puño Khemet Shul a su servicio, señor. Encabezando el convoy. —Señaló a la garra—: Reshal. Y le presento a Halat, enlace con el bhuvar, es decir almirante, y moranthiano azul, Torbellino.
El moranthiano azul se inclinó ante Melena Gris.
—Un honor.
Los ojos gélidos de Melena Gris se habían entrecerrado hasta convertirse en meras ranuras.
—¿Por qué me ha llamado comandante?
A modo de respuesta, Reshal se sacó un pergamino de la camisa y se lo tendió, la mano izquierda sujetando la derecha, después se inclinó.
—Una misiva del emperador Mallick Rel el Glorioso que ha de entregarse en persona y en mano.
Melena Gris miró el pergamino que le tendían como otro habría mirado una daga desnuda. Sin embargo, de mala gana, lo cogió. Kyle esperó mientras el hombre leía. Reshal tragó saliva y se irguió, las mandíbulas muy apretadas y las manos apoyadas en los costados. Kyle pensó que la había visto mirarlo antes y sonrió al verla en ese estado. La sonrisa de respuesta de ella parecía prometer una puñalada… pero más tarde.
Melena Gris bajó el pergamino. Miró a Kyle e intentó tranquilizarlo con los ojos, que a Kyle le parecieron más alarmados que otra cosa.
—Una locura, capitán. Una auténtica locura. Dos veces se ha intentado y dos veces los jinetes y las galeras mare destruyeron las flotas. Esta no conseguirá mejores resultados.
Shul se inclinó, aceptaba el argumento.
—Bien hablado, comandante. Sin embargo, esta vez el emperador ha ofrecido un contrato a los moranthianos. Y ellos han cumplido. —Miró a Halat—. ¿Enlace?
El moranthiano azul se inclinó. Unos tonos de color verde mar se revolvieron sobre las placas pulidas de su armadura cuando se movió.
—Romperemos el bloqueo mare, Melena Gris —dijo, su voz sonaba hueca dentro de la máscara del yelmo—. Esa es nuestra promesa.
—¿Está seguro?
—O moriremos intentándolo. Hemos dado nuestra palabra.
—Entonces, acepto el nombramiento.
Shul hizo un saludo seco.
—Muy bien, puño. Su flota de invasión se está reuniendo junto a la costa de Kartool.
—Pero ¿tú estás loco? —preguntó Kyle en cuanto se quedaron solos en los alojamientos vacíos de la tripulación—. ¿Cómo has podido aceptar, después del modo en que te trataron?
Metido en un banco, el hombretón levantó una mano conciliadora.
—Sí, Kyle. Lo entiendo. —Examinó una taza de madera tallada y vacía, casi invisible en la pala ancha que tenía por mano—. Créeme, yo antes sentía lo mismo. —Respiró hondo e hizo girar la taza en pequeños círculos sobre la mesa que tenía delante—. Pero ahora soy más viejo. Ese ataque de los elegidos, y los malazanos encontrándome… Jamás podré esconderme. Y quizá lo que ocurre es que no debería haberme ido. Tenía gente en Korel. Gente que dependía de mí. Un tipo, Ruthan se llamaba, estaba dispuesto a luchar, pero espero que siguiera mi advertencia. Cuando me vi obligado a irme… bueno, siempre me ha remordido la conciencia. Fue como una traición. A veces me he sorprendido preguntándome… ¿siguen vivos?
Kyle llenó la taza de Melena Gris y otra para él con una jarra de vino aguado, se agachó bajo las hamacas y se sentó. Estudió a su amigo, al otro lado de la mesa. El cabello largo y sucio del hombre, del color del hierro bajo la luz tenue, le llegaba casi hasta la mesa. Estaba sin afeitar, las mandíbulas amplias pintadas de gris por la barba incipiente. Viejo. El tipo parece viejo y cansado. ¿Estaba haciendo una especie de esfuerzo desacertado por compensar antiguos fracasos? Pero por lo que él había entendido, los fracasos no eran culpa suya… Aun así, era obvio que se sentía responsable.
Responsabilidades. Obligaciones. ¿Por qué era que los que asumían esas cargas lo hacían porque querían? Kyle suponía que, al final, esos eran los únicos que importaban en realidad. Como que él se sentara allí, enfrente de su amigo. Nadie se lo había pedido. No tenía que acompañar a aquel hombre. Su mano se deslizó hasta la espada que llevaba al costado. Las cargas asumidas por propia voluntad, decidió, son las que terminan por definir al portador.
—¿Así que estás tú al mando? —dijo Kyle al fin, en el silencio relativo de las planchas del casco que crujían y el oleaje del mar.
—De todas las operaciones en tierra, sí. Una vez que lleguemos… ¡Embozado! Si llegamos.
—¿Pero no de la flota?
—No.
—¿Quién es el de la flota?
Melena Gris esbozó una media sonrisa, en sus pálidos ojos del color del zafiro una expresión de humor atemperado.
—Tendrás oportunidad de conocer una leyenda viva, Kyle. El nombre no significará nada para ti, puesto que eres un maldito extranjero, pero el asalto naval lo comandará el almirante Nok.
Pero Melena Gris se equivocaba. Kyle sí que había oído hablar de él.