¿Qué es un viejo más que un montón de hojas desvaídas? |
Sabiduría de los antiguos Kreshen Reel, recopilador |
Año 33 de la ocupación malazana
Año korelriano 4178 D. M.
Norte de Elri, isla de Korel
El escritorio del lord protector de la muralla de las Tormentas está construido con tablones que se cogieron de los restos de una galera de guerra mare que los jinetes de la tormenta, el enemigo, habían capturado y usado en un intento de embestir la muralla. Había sido una de sus estratagemas más exitosas del último siglo. Más de treinta de los elegidos entregaron su vida en santo martirio para restañar esa brecha. El lord protector de la época, uno de los pocos no korelrianos que había logrado llegar a tan augusto cargo, ordenó que se construyera el escritorio para recordarles a todos sus sucesores que, si bien los jinetes de la tormenta se habían arrojado durante siglos contra el muro con lo que hasta el momento eran tácticas predecibles, incluso repetitivas, uno no podía nunca dormirse en los laureles con respecto a ellos.
El lord protector Hiam, el actual titular del cargo más alto del subcontinente de Korel, el último de un linaje ininterrumpido que se remontaba al primer titular, el legendario fundador, Temal-Esh, pasó una mano por la superficie cálida y lisa del escritorio, y pensó en ese más que notable mensaje del pasado. Durante el punto más álgido de los asaltos de los jinetes, la escarcha pintaba sus esquinas como si todavía llevara en su interior el recuerdo de su subvertido propósito. Aquel había sido uno de los momentos más peligrosos para la muralla de las Tormentas, pero al menos había sido una amenaza externa. Y ese era un peligro que Hiam aceptaría encantado en lugar del que los atenazaba en ese momento.
Alzó los ojos y vio a su ayudante, el mariscal del estado mayor Shool, que esperaba con paciencia mientras él se empeñaba en distraerse. El lord protector se aclaró la garganta.
—Bueno, Shool, más cálculos de reclutamientos a la baja.
Con el yelmo en el hueco de un brazo, el manto de color celeste oscuro doblado en el otro, Shool hizo una reverencia y se sentó. Después posó su sencillo yelmo.
—Sí, lord protector.
—Con las jubilaciones, las bajas y el desgaste habitual… ¿dónde nos deja eso para el próximo otoño?
—Incluso más escasos que el año pasado.
Y ese año había sido peor que el año anterior. Una tendencia innegable que presagiaba un desastre definitivo e inevitable para cualquiera que quisiera trazar esa trayectoria concreta hacia el futuro, pero Hiam no tenía esas inclinaciones. La Señora, su protectora, los salvaría como siempre había hecho. Sabía que la opinión general culpaba del descenso de las cifras a esos invasores, los malazanos. Una creencia que él no hacía nada por desmentir, precisamente porque él sabía que la tendencia se remontaba a mucho antes de su llegada.
Cruzó el espacio que lo separaba de la ventana estrecha que se asomaba a la parte central y más fuerte de la amplia cortina de varias leguas de longitud que era la muralla de las Tormentas. La superficie reluciente del océano de las Tormentas yacía con un color gris hierro y la tranquilidad del verano. ¿Cuántas veces había permanecido allí y se había preguntado lo que disimulaba esa superficie? ¿El enemigo los contemplaba a ellos de la misma forma? ¿O se retiraban entre asalto y asalto a una profundidad inimaginable o a una caverna para pasar durmiendo los meses intermedios? Nadie lo sabía, aunque los poetas y los bardos especulaban en interminables baladas románticas y épicas.
Con la ayuda de la Señora quizá todavía podría borrar a esos jinetes de la faz de la tierra.
Le dio la espalda a la estrecha ranura del muro de piedra de un brazo de grosor.
—Más levas en las provincias, Shool. Presiónelos bien. Recuérdeles a Jasston y Estigio cuáles son sus obligaciones.
Shool cogió su yelmo y empezó a darle vueltas. Pareció estudiar la envoltura de cuero teñido de azul y el grabado de plata de elegido de la tormenta.
—¿Espera una ofensiva de los malazanos con ese nuevo emperador?
—Espero una ofensiva, Shool —dijo Hiam con tono ecuánime—, pero no de los malazanos.
El yelmo paró en seco. Shool dejó caer la cabeza con gesto dócil.
—Mis disculpas, lord protector.
De un gancho que había junto a la ventana, Hiam descolgó el pesado manto de varias capas de lana que se ponía todo el año, tanto con el extremo viento cortante del invierno como bajo el calor abrasador del verano.
—¿Nos vamos?
Shool se levantó a toda prisa e hizo una reverencia.
—Sí, lord protector.
Abandonaron la torre principal del homenaje y salieron a la amplia plaza de armas principal de la muralla, siempre barrida por el viento y de cincuenta pasos de anchura. Hacia el mar se alzaba un muro más delgado, bordeado de escaleras de piedra y coronado por un camino de ronda y parapetos, los matacanes exteriores. Los bloques de granito gris de la construcción de la muralla resplandecían con un brillo oscuro tras la reciente lluvia, y los charcos reflejaban el cielo cubierto.
Una distracción, se dijo Hiam. Esos malazanos. Nada más que una distracción de su auténtica vocación, su propósito divino. Daba igual lo impresionados que parecieran algunos por lo que había logrado ese imperio en otros lugares. Ellos no eran ningunos bárbaros picados por las pulgas que se quedan con la boca abierta ante los misterios de una infantería disciplinada, ni tampoco urbanitas decadentes a los que se podía intimidar o comprar; ellos eran la Guardia de la Tormenta, los elegidos, defensores de todas las tierras ante su mayor enemigo.
A ellos no los arrollarían. No podían arrollarlos.
Un elegido los recibió junto a la puerta. Allí estaba, envuelto en el grueso manto de color azul oscuro que era su uniforme extraoficial, yelmo crestado en la cabeza y, levantada, una lanza con filo de hoja ancha. Mariscal del muro e intendente, Quint de Robo. Le hizo una reverencia a Hiam y sus rasgos oscuros y repletos de cicatrices se retorcieron en lo que el lord protector sabía que pasaba por sonrisa en aquel hombre, así que él inclinó la cabeza a modo de respuesta.
Mientras hacían la visita de inspección, Hiam no pudo evitar notar detalles inquietantes, aunque los dejara pasar sin hacer ningún comentario: escalones agrietados sin reparar; cestas desgarradas que habría que reemplazar; cuerda fina y deshilachada que ya había dejado atrás sus mejores años; los bordes harapientos del manto de Quint y las sandalias agrietadas. Falta de mantenimiento, falta de equipo. Todos problemas que unos fondos adecuados podrían solucionar. Pero el dinero que la Guardia de la Tormenta conseguía a través de tributos, impuestos y levas, se invertía en su totalidad en adquirir cuerpos calientes para dotar al muro, de cualquier modo que pudiese.
Y ese flujo de tributos e impuestos estaba disminuyendo. Sobre todo en esos tiempos, con la presencia de los invasores, los malazanos, que envalentonaba a vecinos resentidos como Estigio y Jasston para que descuidaran tratados y acuerdos que tenían siglos de antigüedad.
—¿Cómo van las reparaciones, mariscal? —preguntó Hiam.
La cara llena de marcas de Quint (cortesía del filo dentado de un jinete) se crispó todavía más. Bajo el manto cambió de postura los brazos y acunó el mango de la lanza.
—Lentos como putas fastidiosas en un burdel, estos peones.
Hiam no pudo evitar la sonrisa irónica con la que respondieron sus labios. Ese hombre tenía la reputación de ser el guardia de la tormenta más feroz del muro. Juntos se remontaban a muy atrás, hasta el reclutamiento de ambos, aunque Quint lo había precedido.
—No son voluntarios, como en los viejos tiempos. —Al contrario que nosotros.
Un gruñido de respuesta fue todo lo que el mariscal se iba a permitir, una informalidad que ningún otro osaría tener delante del lord protector.
—Si trabajaran una mínima parte de lo que se quejan, ya lo habríamos terminado todo a estas alturas. Deberías oírlos, Hiam. Que ya entregan suficiente en invierno sin tener que proporcionar encima cuadrillas de trabajo en verano. Pero ni un solo hombre entre todos ellos se ha presentado jamás en el muro. Ahora dependemos más de las levas extranjeras que de los verdaderos korelrianos. Es una auténtica vergüenza, eso es lo que es. No me sorprendería… —Su voz se fue apagando y después lanzó una carcajada dura—. Bueno, siempre cambian de canción cuando vuela la nieve, ¿eh, Hiam?
Hiam alzó los ojos y vio la mirada de Quint clavada en el rostro sobresaltado de Shool. Sí, viejo amigo, no estamos solos. Ibas a decir que no te sorprendería que Nuestra Señora nos diera la espalda por nuestros pecados, ¿eh? Ahora somos nosotros los perros viejos que refunfuñan por cómo han caído los estándares, igual que hicieron nuestros instructores y superiores antes que nosotros.
Hiam se detuvo y le hizo un gesto a Shool.
—Eso es todo. Le echaré un vistazo a los inventarios más tarde.
Shool se inclinó.
—Mi señor.
Quint lo observó irse.
—A ese lo destetaron muy pronto —rezongó.
—Cumplió con su estación —gruñó Hiam, sin dejarse impresionar—. Bueno, dímelo a las claras, intendente. Sin tus habituales zalamerías.
—Es una puñetera cagada, eso es lo que es. Vamos con retraso por todas partes. Hay una grieta en el revestimiento, al este de Vor, tan grande que podrías meter a un tipo dentro. Pero —y dejó al descubierto unos dientes amarillos e irregulares— podría decir lo mismo de cierta mujer de Jourilan que conocí.
—¿El maestro Stimins?
Quint dejó escapar un bufido de exasperación.
—Déjame que te diga un par de cosas del maestro ingeniero Stimins. La semana pasada me arrastra muro abajo, tras la quinta torre al norte de Tormenta, y señala un pequeño curso de arena en las rocas. ¡El tipo se está tirando de los pelos por un diminuto riachuelo, ya seco, mientras yo intento encontrar canteros suficientes para llenar las brechas!
—Le preocupan los cimientos.
—Cimientos, y una mierda. El muro es tan pesado como una montaña. No puede derrumbarse. Además, es solo un lugar para ponerse, lo que cuenta son los hombres y las mujeres que lo defienden. Y necesitamos más.
—Que la Señora bendiga esa frase, Quint. Bueno, ¿y qué hay de la última cosecha? ¿Van espabilando?
—Tan útiles como un puñado de eunucos y costureras. Pero los iremos metiendo en vereda. Las heces habituales de las cárceles de Katakan y Robo no valen ni la comida que compramos para alimentarlos. Los contingentes dourkanos y jourilanos son bastante sólidos, como siempre. Mare ha enviado un barco entero de prisioneros malazanos. Incluso tenemos algunos deudores de Rool; los malazanos siguen permitiéndolo, al parecer.
—Se llevan su parte, estoy seguro. Y hablando de ellos, ¿cómo está el actual campeón?
El intendente negó con la cabeza con gesto amargo.
—No podemos contar con sacarle otra temporada. Está deseando morir. No es la primera vez que lo veo.
—Una pena. Ha logrado hazañas asombrosas.
—Cierto. Salvo que se ríe como un lunático cada vez que lo llamamos «malazano».
Hiam asintió para sí y escuchó el viento que llevaba los lejanos tintineos metálicos de los mazos al chocar contra la piedra, las llamadas de los capataces y el latido lento de las olas del otoño que se iban acelerando. Le sudaban los brazos bajo el manto sofocante.
—Muy bien, intendente. No te apartaré más de tus obligaciones.
Quint ladeó la cabeza con gesto suspicaz.
—¿Y adónde vas?
—A buscar al bueno de nuestro maestro ingeniero.
—¡Ja! Lo más probable es que te lo encuentres a gatas por ahí, olisqueando nuestros cimientos como un perro, sin duda.
—Continúa, mariscal del muro, y no te pongas en el camino de Stimins.
—Será un placer.
No fue hasta últimas horas de aquella tarde que el lord protector por fin localizó al maestro ingeniero Stimins. Y (tal y como había predicho Quint) el hombre estaba olisqueando la base del muro. Para entonces Hiam contaba ya con escolta: dos veteranos, Pesebre, de Korel, y la sólida Evessa, procedente de Jourilan, de la que muchos sospechaban que tenía algo más que una gota de sangre antigua. Habían llegado por orden de Quint, cuyo mensaje era que no estaba bien visto que el lord protector vagara por ahí sin guardias. Hiam no se molestó en señalar que estaba igual de mal visto que Quint permitiera que el maestro ingeniero hiciera eso mismo.
Oyó a Stimins mucho antes de encontrarlo entre los enormes peñascos caídos de la ladera que bajaba por la parte posterior del muro.
—Eres muy bonito —oyó arrullar al viejo, y no tuvo que preguntarse a qué se estaba dirigiendo el tipo—. Muy, muy bien. —Avanzando entre tropezones con él, las lanzas entrechocando con estrépito, Pesebre y Evessa compartieron una mirada y pusieron los ojos en blanco.
Hiam se preguntó si no estaría persiguiendo a un loro.
Al final, tras rodear un alto peñasco, encontró al hombre encorvado y a gatas como una araña pálida que investigara una hendidura en busca de comida.
—Maestro ingeniero… —empezó a decir Hiam.
El hombre dio un salto y miró furioso a su alrededor con ojos miopes bajo unas pobladas cejas blancas.
—¿Quién es? ¿Quién?
—Soy Hiam, Stimins.
—Ah, el joven Hiam. En el nombre de la Señora, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí abajo?
—Buscarte —comentó Hiam con aspereza.
—Ah, bueno. ¿Y para qué?
Hiam ladeó la cabeza para alejar a su escolta. Con una inclinación, los dos se apartaron y fueron a apoyarse entre los peñascos caídos, los brazos cruzados sobre los astiles de sus lanzas.
—Tu informe.
El ingeniero jugueteaba con unas rocas pequeñas que llevaba en la palma de la mano, a las que fue dando vueltas y más vueltas.
—¿Informe? ¿Qué informe?
El lord protector dio una palmada en un lado caliente y arenoso de un peñasco. El guano seco de los pájaros veteaba de blanco la piedra y había trozos de líquenes que crecían con tonos verdes y naranjas.
—¡Tu informe sobre el estado de la muralla!
—Ah. Ese informe. Bueno, todavía no es concluyente. Necesito estudiar más las cosas.
—Eso fue lo que dijiste el año pasado, y el año anterior también.
Las cejas nevadas se alzaron sobre unos ojos azules y acuosos.
—¿Lo dije? Bueno, ahí lo tienes.
—Con el debido respeto, maestro ingeniero, ya no podemos permitirnos el lujo de hacer informes concluyentes… Tu evaluación actual tendrá que servir.
Stimins sorbió por la nariz con aire de desaprobación.
—Ese es el problema con vosotros, las generaciones más jóvenes; no hay paciencia para hacer bien el trabajo. Las cosas se van al Abismo en una carreta rota, eso es lo que pasa.
Hiam se cruzó de brazos, se le abrió el manto y reveló los antebrazos anchos y llenos de cicatrices, las brechas alarmantes y los arañazos profundos en los brazaletes de bronce y cuero. El maestro ingeniero extendió la mano huesuda, apretada, los nudillos se abultaron en la articulación dolorida. Hiam estiró también la mano abierta. Dos piedras pequeñas cayeron en su palma.
—Mi informe —dijo Stimins.
Desconcertado, Hiam estudió las dos piedras. Cogió una en cada mano y observó que encajaban a la perfección: dos mitades de la misma pieza.
—¿Qué es esto? ¿Una roca rota?
—Partida con limpieza por la mitad, lord protector. Por el propio frío que la corroe.
Hiam miró entonces a su maestro ingeniero.
—¿El frío? ¿Cómo podría hacer algo así?
Stimins levantó las manos para pedir paciencia a los cielos.
—Déjame corregirme. Por la escarcha. Por la humedad al helarse de repente. De una forma explosiva.
Hiam pensó en los toneles de agua que se dejaban en el exterior durante los peores asaltos, algunos explotaban al tocarlos las hechicerías de los jinetes.
—Entiendo… creo.
—Por toda la muralla, de un lado a otro —continuó Stimins, y su voz se hizo soñadora—, se congela y descongela, año tras año. Claro que no es el avance lento y suave de la naturaleza. Es el puño forzado y antinatural de los jinetes, que se estrella invierno tras invierno. Y machaca el muro hasta reducirlo a astillas.
—¿Cuánto… —Hiam tosió para aclararse la garganta—, cuánto tiempo tenemos?
El anciano, el rostro todavía distraído, se encogió de hombros con una indiferencia enloquecedora.
—¿Quién puede decirlo? Otros cien años… o uno.
Hiam tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y arrojó las piedras, que cayeron con estrépito entre los peñascos.
—Gracias por tu informe, maestro ingeniero. —Aunque sea totalmente inútil en nuestra crisis actual—. Y te recuerdo que es una información que solo podemos compartir tú y yo.
El anciano parpadeó, confundido, las cejas arrugadas.
—Por supuesto, lord protector.
—Muy bien. Continúa. —El lord protector dejó a su maestro ingeniero rascándose el ralo pelo blanco y frunciendo el ceño entre las rocas.
Su escolta, Pesebre y Evessa, se irguieron de donde habían estado apoyados, entre los peñascos del tamaño de menhires. Pesebre arrojó al suelo un puñado de guijarros.
—Ruidos raros entre estas piedras, ¿eh, Evessa?
—Los ecos más extraños, Pesebre.
Ivanr abría su granja a tajos en el remoto sur sin colonizar de Jourilan, pegada a las estribaciones de las inmensas montañas que algunos llamaban la cordillera de Yermo Helado. Los vagabundos y los refugiados religiosos que huían de las ciudades rumbo al sur pasaban con frecuencia por su campo. Muchos afirmaban que la sacerdotisa estaba cerca, pero, aun así, a Ivanr le sorprendió verla aparecer un día. La voz de la mujer lo sobresaltó cuando estaba agachado, limpiando su jardín de malas hierbas; se irguió y se limpió el sudor de los ojos con un parpadeo.
—Ivanr —dijo la mujer—, ¿qué es lo que temes de mí?
El granjero estudió a aquella niña-mujer con sus sucios harapos. Una extranjera llegada para convertir una tierra entera. Vio un rostro arrugado y ojeroso, obra de un sufrimiento que a ningún joven debería pedírsele que soportara; miembros deformados, casi combados por las tareas que se les habían exigido. Y, sin embargo, una innegable aura de poder planeaba sobre ella, ahuyentando a cualquiera que se planteara desafiarla. Ivanr se encogió de hombros y volvió a sus malas hierbas.
—Sacerdotisa, no te temo.
—Pero me evitas con resolución.
El hombre señaló su campo con un gesto amplio.
—Tengo trabajo que hacer.
Las hojas secas susurraron cuando se acercó la mujer. Sus pies desnudos estaban sucios, sus túnicas no eran más que harapos manchados de barro.
—Igual que yo. ¿Podría ser, Ivanr, que temes que yo pueda tener otro trabajo para ti?
—Tienes muchos otros entre los que elegir.
—Sin embargo, aquí estoy, hablando contigo.
El granjero se irguió, se alzaba a mucha más altura que ella y esta tuvo que levantar la barbilla para encontrarse con su mirada. El cabello negro y enredado de la mujer le revoloteó alrededor de la cara como una cogulla. Ivanr tuvo que ocultarse de las profundidades de aquellos ojos irresistibles.
—Bueno, pues estás perdiendo el tiempo.
—¿Pretendes entender lo que hago? Se burlan de ti, ¿sabes? Te llaman granjero. Destripaterrones. Cobarde.
—Y yo cultivo cosas llamadas tomates, alubias, calabacín. —Eso provocó una sonrisa breve y angustiada—. No me necesitas. Me han dicho que tienes a muchos de los aristócratas. Las familias gobernantes de pura sangre.
—Cierto. Hijos e hijas de los apellidos más relevantes de Jourilan han llegado en ordenada fila hasta mi modesta higuera. «Enséñame», exigen. «Instrúyeme en este nuevo modo del que hemos oído hablar». Quizá ya se hayan adentrado demasiado en el camino equivocado. Pero eso yo no puedo mostrárselo, solo tú puedes.
Ivanr estudió sus manos manchadas de tierra, llenas de cortes y sangre, con callos, las uñas rotas. Igual que durante todos esos años de adiestramiento y duelos.
—No me escucharán. No tengo el… historial que debiera.
—Ah, sí. Esa mancha tan vergonzosa para los jourilanos. Mestizo. ¿Sabes el nombre de tus ancestros, Ivanr?
El hombre se encogió de hombros, la mirada entornada.
—Mi madre decía que su pueblo era de la tribu de Roca-Roja de los thoul-alai. Es todo lo que sé.
La voz de la sacerdotisa se endureció con una cólera repentina.
—¡Tu pueblo era de los toblakai, Ivanr! ¡Benditos entre los hijos de la Gran Madre! Algunos de vosotros sobrevivís aislados, en pequeños focos repartidos por distintos lugares, a pesar de los esfuerzos hechos por todos aquellos que os han robado vuestras tierras.
—¿Robado? Palabras muy fuertes para alguien que no es de aquí.
La sacerdotisa se abrazó entonces el cuerpo anguloso, las arrugas de su boca se profundizaron en las sombras.
—Es una historia que no me es ajena.
Ivanr se la quedó mirando, perplejo. Bueno, un lado vulnerable. Algo se abre. Cuidado. La seducción tiene muchas caras.
—Irrelevante. Lo que está hecho, hecho está. No se puede recuperar el pasado.
—Ni pretendería nunca tal cosa. —Las palabras de la mujer fueron más suaves, su tono más parecido al que le correspondía a su tierna edad. Ivanr sintió las heridas de aquella joven y algo en su interior anheló abrazarla, aliviar su dolor.
Peligrosa de verdad.
—La cuestión es cómo avanzar hacia el futuro. Tú, Ivanr, el campeón guerrero que desafió la llamada de la muralla de las Tormentas. He oído muchos rumores sobre las razones. Pero yo tengo mi propia teoría…
La mirada de Ivanr encontró una bandada de cuervos que cruzaba la meseta central de la lejana Jourilan. El humo oscurecía el horizonte septentrional; se protegió los ojos y los guiñó. Ya están quemando; muy pronto, puñeta.
—Fue cobardía, déjalo así.
—No. Sería cobardía dejarlo así.
Ivanr dejó caer la mano. Ella lo miró a la cara, casi con frialdad, y él sintió que se encogía bajo esos ojos firmes y resueltos. ¡Tanto sufrimiento grabado en ese rostro afilado y ya repleto de arrugas, aunque debería estar inmaculado! Y un fulgor angustiado también, ¿la insinuación persistente de la revelación sobre la que todo el mundo susurraba? ¿Quién era él para osar disputar las decisiones de esa mujer? ¡Sin duda él era indigno! ¿Cómo podría él, que en otro tiempo disfrutaba de los conflictos, servir a Dessembrae, el señor de la Tragedia, o a cualquiera de esos dioses extranjeros?
—No podría. No soy…
—¿No eres digno? ¿No eres lo bastante puro? ¿No eres lo bastante entregado? ¿No… estás seguro? Ninguno lo estamos. Y nadie que esté seguro interesa al señor de la Tragedia. Esas mentes están cerradas. Él requiere que la mente esté abierta. —La mujer parecía mirarlo de refilón, casi con gesto burlón—. Fue tu mente abierta la que te llevó a tu conclusión, a ese destello intuitivo que tanto te cambió, ¿no?
—No sé de qué estás hablando.
—Lo viste por instinto, tú solo, la inutilidad de todo.
¡Dioses, esa mujer era peligrosa! ¿Cómo podía saberlo? Y, sin embargo, ¿no era esa la esencia de sus sermones, su propio mensaje? Ivanr se pasó una mano por la frente resbaladiza.
—Una charla peligrosa, sacerdotisa —le contestó con voz ronca—. Una charla que puede llevar a un hombre, o a una mujer, a la muerte.
—Así que tienes miedo…
Ivanr esbozó una media sonrisa.
—A los pozos de tortura del emperador jourilano, sí.
—Ellos no son el enemigo. El enemigo es la ignorancia y el odio. ¿No merece la pena oponerse a eso?
Puro idealismo. Ah, dioses, ¿por dónde se empieza con alguien así? La mirada masculina encontró los pimientos que maduraban a sus pies.
—Sacerdotisa —comenzó con lentitud—, no creerás de verdad que eres la primera, ¿no? —Abarcó con un gesto los campos—. Nuestra Señora la Salvadora ha vigilado con tiento su jardín todas estas generaciones. Arranca las malas hierbas con minuciosidad. Y sin piedad. A ningún invasor poco grato se le ha permitido aferrarse a esta tierra. Ya lo he visto antes.
La sacerdotisa alzó los ojos, y quizá fuera la luz argentina de las últimas horas del día, o algún reflejo, pero los ojos llamearon como si estuvieran fundidos.
—¿No te has preguntado —indagó ella en voz baja— por qué has de quitar de forma constante las malas hierbas, ya en primer lugar?
Ivanr ladeó la cabeza, no muy seguro de adónde quería ir a parar la sacerdotisa.
—Es porque las malas hierbas son mucho más resistentes que la cosecha que estás intentando cultivar.
Ivanr se encontró con que se había encogido. Se paseó por el campo, metiéndose entre las plantas. ¡Maldita seas, mujer! ¿Cómo te atreves a atormentarme con exigencias tan indignantes? ¿Es que no he hecho suficiente? Pero quizá alejarme no era suficiente. Quizá alejarse nunca fue suficiente. Dejó los paseos. Se volvió hacia ella, pero solo pudo ofrecerle una negativa muda.
La mujer se acercó con suavidad, como si temiera que él fuera a huir, y extendió una mano.
—Coge esto. Y ven a mi higuera. Siéntate a mi lado. Escucha el mensaje que ha venido a mí. Creo que tú ya has recorrido buena parte de ese sendero.
Cuando él no quiso levantar la mano, la sacerdotisa la tomó y le metió el objeto entre los dedos. La mano femenina solo era una fracción de la de Ivanr, pero mucho más dura. Tan afilada e inflexible como lascas de piedra. Después se alejó, los largos andrajos de sus túnicas se arrastraban entre los tallos. Ivanr abrió la mano. Un clavo de hierro tallado como una espada en miniatura, con un lazo de cuero pasado por el pequeño bucle que era la empuñadura y el pomo. El símbolo del culto de Dessembrae.
La noticia de la herejía politeísta había bajado del norte por las estribaciones montañosas solo unos años antes. Había pasado el doble de ese tiempo desde que Ivanr había rechazado la «llamada» y había arrojado sus espadas en el polvo de los campos de adiestramiento de Abor. Lo habían encarcelado, lo habían golpeado hasta casi matarlo, lo habían maldecido llamándolo asquerosa escoria mestiza thel, y eso que sus antecedentes no habían importado mucho mientras su espada servía. Pero no iban a matarlo, no al gran Ivanr, al que habían alabado como el más grande paladín jourilano en la memoria viva.
Y así fue como se había encontrado parpadeando bajo la, para él, desconocida luz brillante del sol con solo los andrajos que le rodeaban la entrepierna por toda posesión. Los guardias que lo habían tirado de la carreta pinchándolo con las lanzas le arrojaron un cuero de agua a los pies y le dijeron que si regresaba a la ciudad, lo matarían allí mismo. Las heridas de la espalda desgarrada se abrieron cuando se arrodilló para coger el pellejo.
Se había dirigido al sur. Al principio pensó que se limitaría a seguir caminando hasta que sus pies lo llevaran a las inmensas y gélidas tierras baldías sometidas a la cordillera de Yermo Helado. Donde sin duda habría perecido. Pero cuando llegó a las estribaciones se encontró con muchos más como él, apiñados en pequeños campamentos familiares alrededor de hogueras humeantes, cavando la tierra junto al camino. Algunos de pura sangre, algunos mestizos; simples restos, los que lucían la marca de los antiguos habitantes de la tierra. Algunos de una altura notable, como él, otros anchos y pegados al suelo. Los thoul-alai, o, según los casos, «thel» o «thoul», como los invasores los habían clasificado. Así que decidió que quizá aquel era su sitio. Eligió una sección de la falda de una colina desfavorable y revuelta y se puso a plantar.
Los rancheros locales que criaban una raza de ganado llamada baranal creyeron que estaba loco y hacían pasar con regularidad a sus bestias por su campo. Los otros thel también pensaban que estaba mal de la cabeza; ninguno de ellos cultivaba. Pero a él le parecía que una sociedad que dependía de un modo de vida que ya no era viable, a saber, cazar y recolectar, debería empezar a adaptarse de verdad. Y consideraba que la agricultura era un sustituto razonable.
Entonces se extendieron rumores sobre ese nuevo culto. ¡Blasfemia! ¡Niegan a la diosa! ¡Hablan contra la muralla de las Tormentas! La sacerdotisa que los lideraba era una bruja que esclavizaba a los hombres por medio del sexo. Celebraban orgías en las que asesinaban bebés para comérselos.
A Ivanr le parecía extraño que todo el mundo estuviese tan dispuesto a creer que un culto que predicaba la no violencia se dedicara a asesinar bebés. Pero por lo que él había visto en la vida, era mucha la demencia que rodeaba la religión.
Entonces, la primera de las cuadrillas de prisioneros llegó arrastrando los pies por el camino que atravesaba el valle que había bajo su colina. Un cadáver suspendido de una horca colgaba a la cabeza de la columna. Tras trabajar todo el día dándole la espalda de forma deliberada al valle, Ivanr al fin tiró a un lado sus picos y sus palas y bajó adonde los captores jourilanos habían plantado las estacas para las cadenas. Un oficial del destacamento salió a recibirlo, flanqueado por soldados.
—¿Estos son los herejes? —preguntó.
—Sí. —El oficial lo observó muy de cerca; Ivanr reconoció a muchos de sus hermanos y hermanas thel entre los prisioneros encadenados. Ninguno alzó la cabeza.
—¿Van para Abor?
—Sí.
—¿Ejecución?
—Sí.
—¿Lo habitual? ¿Lapidarlos? ¿Aplastarlos? ¿Agarrotarlos en público y empalarlos? ¿O una simple crucifixión? Fines violentos para personas que juran no usar la violencia.
La mirada del oficial jourilano se endureció todavía más.
—¿Es eso una objeción?
—Solo una observación.
El oficial le hizo un gesto para que se fuera.
—Entonces observa desde más lejos.
Un mes después Ivanr estaba sentado delante de su choza con tejado de terrones, afilando sus herramientas, cuando una fila de mendigos polvorientos se acercó. Los encabezaba un anciano, un hombre de pura raza invasora jourilana, macilento y sin lavar, pero todavía con la cabeza muy alta y el paso firme, que plantaba con fuerza un bastón por delante. Detuvo su banda de seguidores a una distancia discreta, después se aproximó y se apoyó en el cayado.
—¿Te sobra un trago de agua para los sedientos, desconocido?
Ivanr dejó en el suelo su piedra de afilar. Examinó el horizonte en busca de alguna patrulla jourilana.
—Sí.
Sacó un pequeño barril de agua de lluvia que había recogido y una taza de cuero embreado. El anciano se inclinó, dio un pequeño sorbo y después le pasó el barrilito a sus compañeros. En ningún momento las ranuras de aquellos ojos oscuros que brillaban en el rostro arrugado y curtido por el sol abandonaron los de Ivanr.
—¿Sois del sur? —preguntó Ivanr.
—Sí.
—¿Lleváis la palabra de esta nueva fe?
Los labios agrietados, ensangrentados, se alzaron con una leve mueca de buen humor.
—Seguimos a la sacerdotisa y llevamos la palabra de sus enseñanzas. La palabra de la nueva fe que se le reveló. Una fe que abraza la vida. Rechaza la muerte.
—¿Vosotros rechazáis la muerte?
—La aceptamos. Y, por tanto, le negamos cualquier poder que pudiera tener sobre nosotros.
—¿Os dirigís al norte?
—Sí. A Pon-Ruo.
—Creo que os encontraréis con que lo que negáis os aguarda allí.
De nuevo la media sonrisa.
—La muerte nos aguarda a todos. La cuestión, entonces, debería ser en realidad cómo vivir.
—¿Quieres decir sobrevivir?
—No, cómo vivir tu vida. Hacer daño a otros no es forma de honrar la vida.
Ivanr, que hasta entonces solo se había limitado a entretenerse, se estremeció al oír esas palabras. El anciano peregrino no pareció notarlo y señaló los campos de Ivanr.
—Cultivar honra la vida.
Ivanr hizo un gesto para que el hombre se fuera.
—Coged el agua y marchaos. —Y él se alejó.
—No puedes ocultarte de la vida —exclamó el anciano a su espalda—. Te haces daño a ti mismo y aumentas el poder de aquello a lo que le das la espalda.
—¡Vete!
El anciano se inclinó.
—Te honramos por tu regalo.
¡Marchaos de una vez, malditos seáis!
De todos los lugares en los que uno podía morir, Bakune creía que aquel era con toda probabilidad el más feo. Casi podía oler la locura que debía de haber empujado a la anciana a morir allí, en aquel callejón sin salida. Lo que no podía evitar oler era el sudor rancio, el miedo animal y los orines secos.
Era una monja que prestaba servicio en el Claustro y Asilo de Nuestra Señora la Salvadora. Eso al menos había determinado la Guardia. Una mujer que se había vuelto loca y había terminado su vida en un montón retorcido y espumeante, oculta en un callejón salpicado de basura, los dedos ensangrentados y desgarrados de arañar los muros de piedra.
Y había estado a punto de no verla.
La Guardia ya casi nunca se molestaba en llamarlo. Otro cadáver más. El examinador llegaba, hurgaba un poco, hacía sus obtusas preguntas, y luego regresaba a fruncir el ceño y entretenerse con sus informes. ¿Qué sentido tenía? Por su parte, Bakune sabía que, si bien la Guardia respetaba las sentencias que dictaba desde el tribunal, seguía pensando que ojalá se quedara en su despacho. Después de todos esos años, estaba empezando a ser, bueno, embarazoso.
Pero en ese caso había algo diferente. ¿Qué estaba haciendo una monja fuera del templo en plena noche? ¿Cómo había salido sin que nadie lo advirtiera? ¿Y por qué? ¿Para qué perderse en ese laberinto de callejones? La locura, supuso, era la respuesta más sencilla.
Pero demasiado fácil para su gusto. El templo no revelaba mucho de los puntos más sutiles de su fe, por no hablar ya de su funcionamiento interno. ¿Cómo podía haber escapado aquella vergüenza a su vigilancia interna? No cabía duda de que la demente ya debía de llevar algún tiempo bajo un auténtico arresto domiciliario, incluso encerrada en la celda de un asceta. Quizá procediera una visita al Claustro.
Se irguió después de estudiar el cadáver rígido y se encontró con que su escolta, dos soldados de la Guardia, se habían retirado a la boca de ese callejón invadido por las ratas y que daba a una calleja trasera un poco más grande y menos atestada. Bakune suspiró, pasó por encima de la basura podrida y los desechos nocturnos y se reunió con ellos.
—Un auténtico pestazo —opinó el bigotudo, lo más parecido a una disculpa que cualquiera de los policías de la calle le podrían ofrecer.
—Quiero hablar con el abad.
Los dos compartieron el destello de una mirada y, en ese rápido intercambio, a Bakune le mortificó leer la verdadera bancarrota de su influencia y reputación: hacer de niñera del examinador mientras se entretenía por los callejones era una cosa, permitirle que le diera la lata al abad del Claustro de Nuestra Señora era otra muy distinta.
Se sintió mortificado, sí, pero no le sorprendió. A la Guardia de la Ciudad le importaba la acción y los resultados rápidos. A él le parecía que las porras romas y brutales que llevaban al costado eran las armas más adecuadas para los instrumentos romos y brutales del estado que las mantenían.
—No es necesario que me acompañen.
De nuevo aquel destello en la mirada.
—No, examinador —dijo arrastrando las palabras el que tenía un aspecto menos torpe—. Es nuestro trabajo.
—Muy bien. Esperemos que el abad pueda atendernos con tan poca antelación.
El Claustro de la Santísima Señora era el tercer lugar sagrado más reverenciado de la isla de Puño, después de las Cuevas de los Ascetas, cerca de Thol, y el Tabernáculo de Nuestra Señora de Paliss. Ni Mare ni Skolati poseían un lugar como aquel, digno de peregrinaje. El Claustro se alzaba alrededor de la roca desnuda donde se decía que la propia Señora había derramado sangre en su misión sagrada de detener al enemigo llegado por mar.
Bakune se dirigió a la ruta de peregrinos que serpenteaba desde los muelles hasta las puertas dobles de cobre del Claustro. La cacofonía lo alcanzó primero. Los ganchos y los vendedores ambulantes berreaban para captar la atención de los penitentes que recorrían el antiguo sendero que trepaba la falda de la colina hasta esas puertas de paneles batidos. Bakune, seguido por los guardias, se unió a la fila. Fachadas de tiendas, puestos y modestas alfombras extendidas bordeaban el estrecho camino de la Obtestación. Cada uno desplegaba lo que parecía un surtido infinito de amuletos, pulseras benditas, piedras curativas, huesos de este o aquel monje, monja o santo, muestras de tela recortadas de las espaldas de devotos destacados que se desmayaban al caer en un éxtasis enloquecido; en pocas palabras, cualquier cosa que pudiera tentar a los peregrinos llegados para aumentar su purificación espiritual.
El examinador apartó los palos que se le cruzaban por delante de la cara y a los que habían atado amuletos, como pequeños bosques de cuentas.
—¡Cura la terciana, la podredumbre y la ceguera turbia! —exclamó un gancho.
Pusieron ante él una petaca que colgaba de un largo bastón.
—¡Aguas benditas de la fuente del Claustro! ¡Lo curan todo!
Bakune sabía que, para ser realmente eficaces, esas aguas debían de recogerse en su fuente, pero los peregrinos primerizos no sabían esas cosas.
Un golfillo callejero lleno de mugre le tiró de las túnicas.
—¿Inspecciona a las vírgenes sagradas? —La mirada lasciva era sorprendente en una cara tan joven. Uno de los guardias apartó al chico de una patada.
Bakune solo pudo sacudir la cabeza; había pasado mucho tiempo desde que había hecho sus propias visitas obligatorias, pero no recordaba que la experiencia fuera tan, bueno, sórdida. Hizo una pausa para girar y, rozado por los hombros de los que pasaban, cabezas inclinadas en meditación, recorrió con la mirada todo ese arco del Camino y abarcó no solo a los vendedores ambulantes y abastecedores de objetos religiosos, legítimos o no, sino también a los vendedores de comida, las posadas, los mozos de cuadra, el sinfín de servicios que los emprendedores ciudadanos de Banith proporcionaban al torrente constante de visitantes que llegaban durante todo el año. En esa ciudad costera sin importancia, ese era el único negocio que había en realidad en marcha. Amenazar su flujo sería amenazar el propio sustento de la ciudad, y Bakune sintió que lo recorría un escalofrío ante una reafirmación tan visceral de lo que él siempre había percibido a un nivel más intelectual.
Su escolta se detuvo en seco y lo miró con aire socarrón, después intercambiaron miradas aburridas. Bakune se volvió de nuevo sin un solo comentario y les hizo un gesto para continuar.
Cerca del Claustro la multitud disminuía. Allí, las tiendas caras (ocultas tras entradas estrechas) atendían a los peregrinos más acaudalados, mercaderes ellos también, quizá, o a las esposas de funcionarios de alto rango de Dourkan o Jourilan. Allí también patrullaban los Guardianes de la Fe con sus severas túnicas oscuras, armados con bastones con extremos de hierro. La orden había comenzado como un cuadro militar religioso para responder a las invasiones malazanas. Tenía encomendado proteger a los peregrinos y la fe en sí, para evitar recaídas y corrupción. En opinión de Bakune, era la peor de las innovaciones que había acarreado la presión de la ocupación extranjera; quizá porque la orden era una especie de policía religiosa rival que decidía lo que era un comportamiento adecuado y lo que no, y quizá porque se veía a sí misma como un estamento que estaba por encima de las leyes terrenales, representadas en aquella ciudad nada menos que por él.
Cuando llegó a las altas puertas dobles de los terrenos del Claustro, la visión de tantos guardianes haraganeando hizo pensar a Bakune que durante todo el trayecto no había visto ni un solo soldado de sus antiguos ocupantes, los malazanos. Muy prudentes: se mantenían alejados de la ruta de los peregrinos, donde los ánimos podrían encenderse.
Dos guardianes se adelantaron para bloquear el camino abierto.
—¿Qué asunto lo trae al Claustro? —preguntó uno.
Bakune alzó una ceja, ¿desde cuándo habían empezado a interrogar a los visitantes?
—Mi asunto es mío. ¿Con qué derecho pregunta?
El hombre se enfureció y apretó el bastón con fuerza.
—Con el derecho de la fe. —Miró a Bakune de arriba abajo y estudió el manto oscuro, los pantalones de tela, el chaleco de satén con brocados y la camisa limpia de lino—. Usted no es ningún peregrino. ¿Cuál es su asunto?
—Me muero de sangrado de los pulmones.
El guardián se encogió por un momento, pero se recuperó y alzó la barbilla.
—Ese no es asunto de broma. Hay hombres y mujeres muriendo de esa misma aflicción en el Asilo, rezando para alcanzar la bendición de Nuestra Señora y sus aguas curativas. Mientras, usted le resta importancia.
A Bakune le impresionó la velocidad con la que el hombre se había apropiado de la cima moral, aunque el movimiento había sido demasiado ostensible y osado. Cachiporras. Como sus propios guardias, que en ese momento subían casi a rastras el camino adoquinado, aquellos no era más que simples instrumentos romos.
Lanzó un suspiro irritado, se quitó un guante de piel de topo y le tendió la mano al guardián.
—Examinador Bakune. He venido a ver al abad.
El guardián frunció el ceño al descubrir el anillo del cargo. Con cierto retraso, Bakune se dio cuenta de que habría sido lo mismo lanzarle al hombre una mofeta viva, teniendo en cuenta lo que parecía entender sobre la importancia del sello de un magistrado del estado. Pero el instinto de supervivencia le indicó al hombre que quizá hubiera algo en todo aquello y asintió, a regañadientes, antes de apartarse. Eso, o la llegada tardía de los dos guardias de Bakune, ambos chupándose grasa de los dedos.
Bakune pasó por debajo del tejado de madera abovedada del túnel que conducía a los terrenos. El otro guardián, quizá el más listo de los dos, se había adelantado corriendo para llevar recado de su llegada. Tras el túnel, caminos con columnatas en sombra atraían hacia derecha e izquierda, mientras por delante se encontraban los senderos de gravilla de los jardines bien cuidados y los senderos de la Santísima Contemplación. Algo más allá, a la derecha, se levantaban las tres plantas del Asilo de madera de Nuestra Señora, la más grande de ese tipo de instalaciones en todo Puño, eclipsada solo por la que atendía a los veteranos de los elegidos de Korel. A la izquierda, por encima de las cimas de los setos y los árboles ornamentales, se alzaban las altas agujas del laberíntico Claustro en sí. Una ciudad dentro de una ciudad, con sus propias escuelas, administración, cocinas y panadería, convento, biblioteca, orfanato, incluso el Asilo para dar refugio a hermanos y hermanas ancianos y moribundos.
Bakune optó por esperar fuera. Se quitó el otro guante para apreciar mejor los brotes del encaje del invierno, que florecía tarde, y cuyas diminutas flores blancas se consideraban melancólicas porque su aparición señalaba la llegada del invierno. A él le gustaba su aroma delicado. Sus guardias se despatarraron en un banco y observaron a los internos más sanos del Asilo, que arrastraban los pies de un lado a otro en sus ineludibles paseos. Al final, como Bakune sabía que haría, aunque solo fuera por una cuestión de formas, llegó el abad Starvann Arl, seguido por una manada de sus funcionarios de más rango y otros empleados.
Se abrazaron como los iguales que eran, al menos en principio. Starvann, cabeza del Claustro, con autoridad sobre todos los asuntos de la fe a nivel local, solo respondía ante la priora de la capital, Paliss. Y Bakune, examinador y magistrado, la autoridad legal más alta de la ciudad, solo respondía ante el examinador supremo de la misma ciudad. Pero con una diferencia: a Bakune le prestaba una especie de ayuda reticente la Guardia de la Ciudad, mientras que Starvann estaba al mando de todo el personal del Claustro, cuyo número ascendía quizá a más de mil, más la autoridad que ejercía sobre la orden de los propios Guardianes de la Fe. Sí, reflexionó Bakune con aspereza, iguales solo en principio.
—¡Bakune! Me alegra verlo. Nos encontramos en tan pocas ocasiones… Qué amable por su parte venir a visitarnos. —El abad capturó las manos de Bakune en un apretón sorprendentemente fuerte. Después, la sonrisa tras la densa barba se desvaneció y sus extraordinarios ojos pálidos se nublaron—. Sé por qué ha venido —dijo con tristeza.
Bakune alzó una ceja desconcertada.
—¿Lo sabe?
Starvann le dio a las manos del examinador un último y doloroso apretón antes de soltarlas.
—La hermana Prudencia. He recibido la noticia esta misma mañana. —Puso una mano en la espalda de Bakune y, con suavidad pero con firmeza, lo empujó a continuar—. Vamos, demos un paseo por los terrenos… discúlpeme, pero lo encuentro confortador.
—Desde luego. —Bakune permitió que lo guiara por un sendero entre arbustos bajos de hoja perenne. El abad entrelazó las manos a la espalda. Sus sencillas túnicas oscuras rozaban la gravilla al caminar. Su atavío era severo, como correspondía, y augusto; el único adorno una diadema suspendida del cuello con la explosión de color del sigilo de la fe de la Santísima Señora.
—¿Está muerta, entonces? —preguntó con la cabeza gacha.
—Sí.
—Al fin ha encontrado paz con Nuestra Señora.
—Sí. ¿Dijo usted hermana… Prudencia?
La cabeza se alzó y el largo cabello gris revoloteó bajo la suave brisa.
—El nombre que eligió cuando se unió a la orden siendo niña.
—Ah, ya veo. ¿Me permite preguntar…?
—¿Cómo sabía que había fallecido?
Bakune se aclaró la garganta, y tuvo que entrecerrar los ojos bajo la luz de los sobrenaturales ojos pálidos de aquel hombre.
—Bueno… sí.
Regresó la sonrisa dulce y el abad le apretó el hombro. Bakune sabía que la sonrisa debería tranquilizarlo y la atención personal halagarlo, pero, por alguna razón, no lo hacía. La voz del juez suspicaz que le hablaba cuando estaba en la silla del magistrado le murmuró: ¿Por qué habría de molestarse? No es la primera vez que nos vemos. Es simple cortesía profesional. Y tú sientes gratitud por esta condescendencia, ¿a que sí?
Y después se preguntó con su autoanálisis más despiadado: ¿eran celos?
Bakune echó un vistazo a su espalda y tuvo que asfixiar el impulso de lanzar una carcajada. El séquito entero del abad se había apiñado detrás de sus dos guardias, que andaban sin rumbo, y uno de los cuales se estaba explorando uno de los orificios de la nariz.
El abad continuó su lento paseo. La gravilla crujía bajo sus sandalias.
—Lleva con nosotros toda su vida. Ya hace algún tiempo que hemos tenido que… ¿cómo lo diré? Reprimir a la hermana Prudencia. Cuando se escapó del Asilo, todos sabíamos cómo terminaría. Un acto terrible. Terrible. Pero —y el abad respiró hondo, muy despacio—, no cabe duda de que la Señora ha acogido su espíritu desazonado y ahora la protege y la reconforta.
—Sí. Por supuesto. ¿Me permite preguntar cuáles eran sus obligaciones?
Starvann hizo una pausa y se giró. Sus cejas enmarañadas se alzaron.
—¿Sus obligaciones? Bueno, no muy diferentes de las de sus hermanas. Devocionales, claro. Rezar por el sufrimiento de los internos en el Asilo y aliviarlo. Rotaba en las tareas de cocina y limpieza, al igual que todas las hermanas. Y también sirvió en el orfanato. Recuerdo que le tenía especial cariño a trabajar con nuestros pupilos más jóvenes.
—Entiendo. Gracias, abad, por su tiempo.
Starvann se inclinó.
—Por supuesto. Gracias por venir en persona. Su atención se agradece. —Hizo una pequeña reverencia.
Bakune le respondió del mismo modo; la audiencia se había terminado. ¡El tipo se cree de verdad que vine aquí para impresionarlo con mi diligencia! Y algo lo impelió a presionar un poco más, quizá esa misma condescendencia.
—¿Tenía alguna amistad en concreto, abad? Me refiero a dentro de la orden.
Sorprendido en pleno giro, el abad frunció el ceño e hizo un gesto vago.
—Podría haber habido una amiga, la hermana Caridad, creo.
Aunque el abad comenzaba a alejarse, Bakune alzó de nuevo la voz.
—¿Y dónde podría encontrar a esa hermana Caridad?
Los labios del abad se endurecieron. Su séquito había pasado junto a los guardias de Bakune y se lo llevaba ya.
—Dejó la orden hace años —dijo el abad con lentitud—. Que tenga un buen día.
Bakune se inclinó.
—Buen día —murmuró, pero no quedaba nadie más que sus guardias, que tenían las manos metidas en el cinturón mientras observaban cómo se alejaba sin prisas la multitud.
—Parece que aquí ya hemos terminado —les dijo.
—Eso parece —dijo uno con tono perezoso.
—Ahora quiero ver a su capitán, señores.
Los dos compartieron una mirada y pusieron los ojos en blanco.
Un año antes, Kyle había dejado la compañía de mercenarios con la que había luchado desde que lo habían sacado de las estepas de hierbas altas, aquel espacio recurrente que había conocido toda su juventud. Y allí estaba, intentando arreglárselas en Delanss, la capital de la isla del mismo nombre, donde descubrió de repente la necesidad urgente de algo que jamás había echado de menos: dinero en metálico para casa y comida. Solucionó el problema aceptando servir como mercenario para un tipo llamado Mejor. El trabajo consistía en poco más que calentar un banco, beberse la cerveza del tipo y dormir en su taberna; y de vez en cuando tenía que intimidar a la gente lo bastante estúpida como para haberle pedido dinero prestado a su jefe.
Esa noche, como siempre, estaba bebiendo en la sala común cuando su jefe inmediato, Tar Kargin, bajó las escaleras en tromba y reunió con un gesto a todos los musculitos habituales.
—Tenemos trabajo. Es cosa de Mejor. —Salió por delante de ellos a la calle empedrada, resbaladiza por la lluvia y cada vez más oscura.
Tar, ancho como un bote, bajó con paso pesado por el centro de la calle, flanqueado por sus secuaces favoritos y seguido por Kyle, que se maravillaba del modo en que el tipo, quizá a fuerza de pura obstinación embrutecida e imponente ensimismamiento, podía mangonear todo y a todos para que se retiraran de su camino. No solo los trasnochadores de la ciudad se fundían a un lado, sino también hombres que arrastraban carretas, estibadores que gruñían bajo bolsas y fardos amontonados, incluso carruajes arrastrados por caballos, que se desviaban en el último instante, no fueran a aplastar o a ser aplastados por él. Por asombroso que fuera, incluso obligó a apartarse a un asno que guiaba a un ciego con una cuerda.
—¿Tienes tus trofeos? —le preguntó a Kyle sin girar el cuello de toro.
Kyle hizo rechinar los dientes y de mala gana sacó el horrendo cinturón maloliente de una saquita y se lo colgó del cuello. Unas cosas curtidas, arrugadas, colgaban de él. Orejas quizá, o narices. No estaba seguro y, con franqueza, no quería saberlo. A lo mejor lo había desenterrado de algún sitio, pero estaba obligado a ponérselo cuando trabajaba. Decía que espeluznaba a todo el mundo. Lo que espeluznaba a Kyle era el olor.
Se detuvieron cerca del puerto, delante de una fila de casas de dos pisos con tiendas sumidas en la oscuridad; Kargin aporreó una puerta.
—¡Bor’eth! ¡Abre! ¡Sé que estás ahí dentro! ¡Abre la puerta!
Los tres matones sonrieron a Kyle y toquetearon las porras que llevaban metidas por las pecheras de las camisas. Kyle se cruzó de brazos y por centésima vez maldijo esa innovación civilizada llamada trabajo. De momento, no le parecía gran cosa.
Se abrió una mirilla y se asomó un anciano.
—¡Oh! Eres tú, Kargin. ¿Sabes?, tiene gracia, pero estaba a punto de…
—Ahórratelo y abre de una vez.
—Pero mañana voy a…
—Hoy ya es tarde.
—Juro que mañana…
—Si no me dejas entrar ya, la próxima vez no te lo voy a pedir por favor.
—Oh… bueno… si no queda más remedio… —Traquetearon y tintinearon varios cerrojos. La gruesa puerta se abrió poco a poco hasta que Kargin la empujó de golpe y entró. Los matones lo siguieron y Kyle cerró la marcha.
Se apretujaron en el vestíbulo de una tienda que, bajo la luz tenue del farol del anciano, parecía abastecida de lujosos objetos de importación. Junto a Kyle, un estante albergaba copas de varios tamaños y formas. Kargin estiró el brazo con suavidad para quitarle el farol al anciano, Bor’eth, y lo puso en un estante alto cercano. Después le hizo un gesto a uno de sus chicos para que cerrara la puerta. La sonrisa del anciano desapareció cuando el matón pasó los cerrojos.
—Pagaré, Kargin, ya lo sabes, lo haré. —Intentó sonreír otra vez, pero solo consiguió parecer un viejo paralizado por el terror—. Es solo que el negocio va lento ahora mismo…
—Lento… —Kargin alzó y bajó su enorme masa en un suspiro cargado de paciencia cansada. Hizo un gesto a Kyle para que se adelantara. Kyle se acordó de poner su mejor expresión de furia hosca—. ¿Ves a este muchacho? —Bor’eth asintió, no muy seguro—. Procede de una tierra salvaje y remota donde no se lo piensan dos veces a la hora de matarse. No valoran la vida humana. No como nosotros, las personas civilizadas. ¿Ves ese cinturón? —De nuevo un asentimiento incierto—. Esas son las orejas, las narices y… otras cosas que les cortó a los hombres que mató. —El anciano alzó los ojos, se encogió y se ciñó mejor la colcha que se había echado sobre los hombros—. Solo tengo que chasquear los dedos así, y te arranca las orejas… ¿Qué te parece?
El anciano se llevó la mano al cuello y miró de una cara a otra como si se preguntara si eso era un chiste o no.
—¿En serio? —jadeó, la voz aguda y trémula—. Asombroso…
—¡Arráncale las orejas!
Kyle se abalanzó, asió un buen mechón del pelo ralo de color gris anaranjado del hombre y apretó el filo de su cuchillo justo por debajo de una oreja. El tipo chilló como un pájaro ronco y agitó en vano las manos contra los brazos de Kyle. Este se giró para mirar a Kargin.
El hombretón dejó escapar una gran carcajada grosera y arrebató a Bor’eth de entre las manos de Kyle. Después lo sostuvo en un abrazo apretado.
—¡Pero no dejaré que lo haga esta vez, Bor’eth! ¿Por qué le iba a hacer una cosa así a un cliente de pago, verdad? —El viejo estaba casi sollozando y se aferraba a Kargin como si le acabara de salvar la vida—. No… eso es lo que te haré si mañana no le llevas el dinero a Mejor. Lo que les hago a los que se retrasan es esto. —Les hizo una seña a los matones que, con una gran sonrisa, le quitaron a Bor’eth de encima.
—¿Qué…? —jadeó el anciano.
—Rompedle la mano.
Entre risas, los muchachos levantaron las porras y mientras uno sujetaba la mano del hombre, que no dejaba de retorcerse sobre un mostrador, los otros dos levantaron las armas.
—No… por favor… En el nombre de Soliel…
—Estoy siendo misericordioso, Bor’eth. —Y asintió con brusquedad. Una porra bajó con un silbido y machacó el mostrador. El anciano chilló. La segunda porra se alzó y aterrizó con un golpe húmedo. Bor’eth se desmayó en los brazos del matón. El muchacho lo sacudió hasta que despertó—. Otra vez —dijo Kargin. Las cachiporras se alzaron.
Kyle examinó las copas mientras los matones destrozaban la mano del mercader. Todo ese dolor y líos por dinero; él había crecido sin ese estorbo en las llanuras abiertas donde su pueblo cazaba para conseguir la comida que necesitaba y fabricaba las herramientas que utilizaba. Tenían algunas monedas y otros cachivaches que guardaban para comerciar, aparte de eso, él había crecido sin tal necesidad. Por lo que había visto en sus viajes desde entonces, su pueblo había estado mucho mejor sin ese avance concreto de la civilización. Y si alguien le imponía esa necesidad, se limitaría a darle la espalda e irse.
Kargin levantó una mano. Kyle le echó un vistazo; cuando lo soltaron, el viejo se deslizó hasta quedar sentado, meciéndose hacia delante y hacia atrás, acunando contra el pecho el miembro roto que era su mano. Kargin señaló la puerta. Kyle volvió a colocar la copa de cristal tallado rosado en su sitio del estante.
Una vez en la calle, mientras regresaban al establecimiento de Mejor, recibieron el aire nocturno, frío y despejado tras una lluvia ligera, y uno de los jóvenes matones se colocó junto a Kyle y sonrió, exponiendo así sus dientes rotos e irregulares.
—¿Viste eso? —preguntó.
—¿Ver qué?
—Se meó, el viejo. Se mojó esas túnicas caras que llevaba. —Y se echó a reír.
—Felicidades. Le disteis una paliza a un viejo hasta que se meó.
La sonrisa se desvaneció. El joven matón se apartó el pelo largo de su cara de granuja.
—¿Tú haces alguna vez eso que dice Kargin, cortar orejas y eso?
Kyle puso una mueca libidinosa y se inclinó hacia el chico.
—Todo el puto tiempo.
Cerca ya de la fachada de Mejor, Kargin se detuvo y les hizo un gesto a los demás para que siguieran.
—Una pena lo de tu amigo —le dijo a Kyle.
Kyle se detuvo, se desató la sarta de fétidos trofeos y la metió en su bolsa sin prisas.
—¿Qué quieres decir?
—Ese tipo del que eras tan amigo, el otro extranjero. Las casas de mercaderes de las que consiguió que pusieran el dinero para su negocio… le extinguieron el derecho a redimir. Lo cerraron a cal y canto.
Kyle apretó bien los cordones de la bolsa.
—¿En serio?
—Pues sí. Cuando me enteré, me pregunté… ¿qué habrías hecho si hubiese sido su negocio el que teníamos que ir a visitar esta noche?
Kyle levantó la saca, ligera como una pluma.
—Nada. No habría tenido que hacer nada porque él os habría esparcido por ahí como gansos.
El tipo que se encargaba de imponer el dominio de Mejor, el hombre que controlaba buena parte del negocio de chantajes y extorsión de la ciudad, pareció bajar los ojos con gesto adormilado y miró a Kyle por encima de la gran masa de su pecho. Se le dispararon los orificios de la nariz cuando bufó.
—Menuda especie de antiguo mercenario de la hostia has resultado ser. Pues yo no te he visto una puta mierda que impresione todavía.
—Ni la verás. Toma —Kyle le tiró la saquita—, quédate con tus orejas. Nos vemos.
—No creo —exclamó el hombre tras él—. Ya estaría en la cárcel a estas alturas, solo que alguien compró sus deudas, y ese alguien no es de por aquí…
La malicia de la carcajada estruendosa del hombre siguió a Kyle por la calle envuelta en oscuridad.
Unos documentos legales falari, llenos de cintas y cargados de sellos de cera, colgaban clavados de la puerta de la escuela de Orjin. Kyle probó la puerta y la encontró sin el cerrojo pasado. Nada más entrar en el túnel se detuvo a estudiar el patio de prácticas vacío; la arena brillaba a la luz de la luna como azogue resplandeciente.
—¿Orjin? —siseó—. ¿Orjin? —Un movimiento entre las sombras. Una figura salió tambaleándose a la luz pálida, la espada sujeta sin fuerzas con la mano baja. ¡Que el gran lebrel nos proteja! ¿Qué ha ocurrido? Corrió hacia él y gruñó cuando el extraordinario peso del hombre recayó sobre él—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás herido?
Algo rebotó en la cabeza de Kyle y chapoteó. El joven le arrebató a Orjin una jarra de barro.
—¿Qué es esto?
—¡Déjate ya de cháchara! —le bramó el hombre con calor al oído—. ¡Quédate con tus contratos y mandatos judiciales! ¡Atrévete a enfrentarte a mí como un hombre, que Poliel muerta te lleve!
—¡Oh, por el amor del Embozado! —Kyle lo apartó de un empujón. Debería haberlo olido, pero los últimos meses se los había pasado sentado en la sala común de una taberna y le habían atrofiado el olfato.
Orjin se tambaleó y blandió la fina espada de esgrima de Darujhistan, con la que estuvo a punto de cortar a Kyle.
—¡Vamos! ¡Coge un arma! ¡Arreglaremos esto como se ha hecho toda la vida! —Cruzó el espacio que lo separaba de la rejilla de las armas y la volcó entre un estrépito metálico de hierros—. ¡Elige tú! Como ves… hay de sobra…
—Orjin… Melena Gris…
El hombre parpadeó y osciló.
—¿Qué es eso? ¿Melena Gris? ¿Melena Gris? —Hundió la barbilla en el pecho y por un momento pareció estudiar las espadas caídas, que brillaban como la plata a la luz de la luna—. Ese hombre está muerto.
—Orjin… He oído que viene alguien. Alguien de otro sitio, eso solo se puede referir a los malazanos. Te han encontrado. —Kyle se acercó más—. Venga. Vámonos. Aquí ya no nos queda nada. Odio este sitio. Esta gente se ofrecería a un burro si tuviera oro. Vámonos.
Orjin exhaló un ruidoso suspiro húmedo y se dejó caer entre las espadas. Agachó la cabeza. Su larga melena descuidada resplandeció con el mismo brillo que la maraña de hierro.
—No. Estoy acabado. Que vengan. —Abarcó con un gesto amplio todo su entorno—. Este fue siempre mi sueño, ¿sabes, Kyle? Retirarme. Abrir un centro de estudios de lucha. Enseñar algo de lo que he aprendido. —Tomó al azar una espada larga, un arma pesada del norte de Genabackis, y estudió toda la hoja—. Pero en realidad nadie quiere aprender lo que enseña un hartazgo de guerras.
Kyle bajó la cabeza, miró al hombre y se planteó intentar levantarlo a pulso, pero no le pareció que fuera a ser capaz de mover aquella mole. Se agachó.
—Escucha, Orjin. Que el Embozado se lleve a estos mercaderes y extorsionistas. No hay diferencia entre unos y otros. ¡Vámonos de aquí! Nos metemos a trabajar en el primer barco con el que nos topemos en el puerto… qué más da el lugar al que se dirija.
—No, no. Eso es cosa de jóvenes. Yo soy demasiado viejo. Vete tú.
—A mí no me persigue nadie.
—Entonces ¿qué estás haciendo aquí?
—Estoy aquí porque… —Un ruidito, el roce de un pie en la arena, hizo volver a Kyle la cabeza. Cuatro figuras surgieron de la oscuridad del túnel de entrada. Todos iban vestidos de forma similar, con cueros oscuros, y lucían dos filos a los costados, uno largo, el otro corto. Kyle se irguió y al hacerlo cogió el arma más cercana, un sólido alfanje de hoja pesada—. ¿Quiénes son ustedes?
—Seas quien seas tú —respondió uno haciéndole un gesto para que se apartara—, hazte a un lado.
El acento no era malazano. No se parecía a ningún acento que Kyle hubiera oído en todos sus viajes. Al oír la voz, sin embargo, la cabeza de Orjin se disparó y se dirigió a Kyle, sus palabras de repente adquirieron un tono sobrio y frío como una piedra.
—Vete, ahora. Déjanos.
—¿Irme? ¿Quiénes son estos tipos? ¿Asesinos contratados?
—Asesinos, sí. —Orjin se levantó, en cada mano una hoja larga y fina—. Pero no por oro o tesoros, ¿eh, Cullel? —Una sonrisa del portavoz, ávida y resplandeciente, respondió a Orjin—. Vosotros matáis por otra cosa, ¿no es cierto? Solo por la fe.
—Nosotros exterminamos herejes —admitió Cullel; su voz era un ronroneo bajo. Los cuatro se repartieron sin prisas, recorriendo el perímetro del patio de prácticas.
—¿De dónde diablos son estos lunáticos, por el Abismo? —quiso saber Kyle.
—Son korelrianos. Veteranos de la muralla de las Tormentas. Se les ha dado una dispensa especial para venir a darme caza, ¿no, Cullel?
—¿Darte caza? —preguntó Kyle.
Orjin cambió de postura y le dio la espalda a Kyle.
—Sí.
—Pero pensé que los malazanos te buscaban.
—Ah… bueno… ellos también.
—Estupendo.
Los cuatro ocupaban ya cada uno de los lados del patio de prácticas. Sacaron sus armas todos a la vez, las hojas largas y las cortas.
—Deshazte de eso y utiliza tu hoja especial —le dijo Orjin a Kyle.
—Es que… no la tengo.
—Que no… —Orjin lanzó una mirada exasperada por encima del hombro—. ¿Y por qué Abismo no?
—Caballeros… —los llamó Cullel en voz baja.
—Me la robaron de mi habitación.
—¿Robada?
—¡Caballeros!
—Bueno, pues ahora, gracias a ti, estamos metidos en un lío —rezongó Orjin.
—Gracias —dijo Cullel—. Bien, antes de cumplir con nuestro deber, es mi obligación informarlo, Melena Gris, de que le ha juzgado in absentia el Consejo Supremo de los elegidos, defensores de las tierras de Korel, todo Puño, sus extensiones y tierras limítrofes, y se le ha hallado culpable de hacer pactos con el enemigo. Y que estableció los dichos pactos y acuerdos con los demoníacos jinetes de forma voluntaria y con conocimiento de causa.
—¿Pactos? —le susurró Kyle a Orjin.
El hombre encogió los hombros fornidos a modo de aquiescencia.
—Hablé con ellos.
—¿Ellos… los jinetes? ¿De verdad hiciste un trato con los jinetes de la tormenta?
—¡Caballeros! Un poco de decoro, si tienen la bondad. El ejercicio de la justicia es una responsabilidad solemne.
—¿Justicia? —ladró Kyle, ofendido por la idea—. Lo tuyo sí que es una condena, ¿no?
El desagrado crispó el rostro afilado como una hoja.
—Muy bien. Se ha explicado el fallo. Y ahora, la sentencia… —Les hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros.
Los hombres avanzaron juntos, las hojas levantadas. Para que hablen de justicia, decidió Kyle, cuatro contra dos. Al iluminarlos la luz de la luna, los cuatro korelrianos llamearon de repente cuando los rayos oblicuos revelaron que su armadura, accesorios y vainas estaban todas tachonadas y grabadas con filigranas de finas tracerías curvas de la plata más delicada.
Dio la casualidad de que Kyle estaba delante de Cullel. El joven cambió de postura la sandalia y levantó una bruma de arena para ponerse a cubierto y detener las estocadas de los otros korelrianos. Al instante supo que se enfrentaba a los mejores espadachines que había conocido jamás. Apenas era capaz de desviar sus ataques. Unos cortes ligeros hicieron brotar la sangre en sus antebrazos. Una estocada le desgarró el muslo y estuvo a punto de caer. Incluso trabajaban en equipo; él solo podía mirar mientras ellos coordinaban sus ataques para sacarlo y que dejara el costado expuesto. ¡Al viento con todo! ¡No hay nada que pueda hacer! Percibió que Orjin, tras él, hincaba una rodilla en el suelo. ¿Alcanzado ya?
Entonces Melena Gris se levantó y los dos espadachines que se enfrentaban a Kyle se encogieron al ver algo a su espalda. Uno de los korelrianos que estaban detrás de Kyle gruñó de dolor mientras el otro entraba volando en el campo de visión del joven, tropezando sin control por la arena, como si un golpe furibundo lo hubiera arrojado allí. Después, Orjin se puso delante de Kyle empuñando un mandoble de color gris apagado que Kyle solo había visto antes una vez. Cullel detuvo las estocadas, pero la hoja de su espada se hizo pedazos como bronce quebradizo y el movimiento de Orjin continuó hasta estrellarse contra el costado del otro y hacerlo desplomarse. El último defensor que quedaba exhaló un aullido feroz y saltó, solo para que lo empalara la gruesa hoja. Orjin desenganchó al hombre de una patada de aquel arma basta de aspecto granuloso y después sacudió la hoja para desprender la sangre.
Kyle abarcó con una mirada a los cuatro hombres caídos, y después el mandoble mellado de Orjin.
—Por todos los misterios de la Reina, ¿se puede saber de dónde salió eso?
Una carcajada húmeda resonó en el lugar en el que yacía Cullel. A Kyle le puso los pelos de punta. Apretó el corte ensangrentado que tenía en los cueros, a la altura del muslo, y se acercó cojeando.
—¿Qué pasa? ¿Tienes incluso más que decir?
—Así que es verdad… —jadeó Cullel. La sangre brotó con la palabra—. Lo que dicen es verdad. Empuñapiedras… Traicionó a toda la humanidad por ese artefacto.
—¡Estupideces!
Los ojos del hombre se abrieron más con una luz enfebrecida.
—No. Su recompensa. Pregúntale, aunque no cabe duda de que mentirá. —Luchó por decir algo más, pero la sangre le llenaba la boca y jadeó con un ataque de tos, esforzándose por respirar. Su cuerpo se tensó, se puso rígido y después, poco a poco, fue debilitándose, se relajó y al final quedó inerte.
Kyle alzó los ojos para mirar a Orjin.
—¿Y bien?
El hombretón se limitó a alejarse y arrodillarse para recoger la calabaza de vino caída. Cuando se irguió, la hoja había desaparecido. Kyle cruzó el patio.
—¿Dónde está?
—¿Dónde está qué?
—La espada. —Examinó el patio con los ojos, pero no vio señal de ella—. ¿Dónde ha ido?
—Da igual, Kyle. Déjalo así. —Orjin tomó un gran trago de la calabaza.
—Pero… ¿qué es?
Orjin se pasó la manga por la boca y suspiró.
—Una puta inutilidad, eso es lo que es.
—¿Inútil?
Orjin rechazó con un gesto todo debate, cruzó el espacio que lo separaba de un banco y se sentó con pesadez. Puesto que su pierna se estaba quedando entumecida, Kyle decidió unirse a él. Recuperó la calabaza, tomó un sorbo para humedecerse la boca pastosa y escupió.
—¿Y? ¿Te la dieron los jinetes?
Orjin asintió con lentitud.
—Sí. Me la dieron. No por ningún puñetero pacto, o trato, o lo que sea. Solo hablamos, y me la dieron.
—Así, sin más.
El hombre volvió la cabeza para mirarlo con furia con un solo ojo.
—No seas listillo. Una noche bajé por los acantilados hasta la orilla del océano de la Tormenta y esperé, puedes probar tú una noche. Al final aparecieron algunos. Hablan korelriano… ya ves tú qué ironía. En fin, que hablamos. Afirmaban que ellos no eran el enemigo. Yo señalé que atacar la muralla de las Tormentas durante generaciones tendía a dar esa impresión. Ellos dijeron que los korelrianos les estaban negando el acceso a su propio territorio y que impedían una especie de obligación antiquísima, o peregrinación sagrada… o algo así. —Se aclaró la garganta y agitó una mano—. Pero bueno, que tampoco llegué a entenderlo todo.
A Kyle le dio la sensación de que había más, pero al parecer eso era todo lo que iba a decir el otro… de momento. Echó otro trago. Posó los ojos en las cuatro figuras quietas que resplandecían a la luz de la luna.
—¿Cómo es que saben hablar korelriano si son enemigos jurados? ¿Se llevan cautivos del muro o algo así? ¿Los torturan en sus guaridas submarinas?
Orjin se inclinó hacia delante para lanzarle una mirada larga y dura.
—¿Qué?
Orjin le quitó de malos modos la calabaza.
—Tú has escuchado demasiados romances y te han podrido el cerebro. No, la idea también se me ocurrió a mí, así que pregunté. Dijeron que siempre habían escuchado a los hombres del muro y a los marineros de los barcos.
—Bueno, entonces ¿por qué no se limitan a chillar desde el agua? ¿Hablar con ellos?
—Me contaron que lo habían intentado, pero que los hombres nunca les hicieron caso, los llamaron mentirosos, sirenas y demás. Así que dejaron de hacerlo.
—¿Y la espada?
De nuevo el fornido encogimiento de hombros.
—Agradecían que hubiera hablado con ellos, así que me la ofrecieron como regalo. Yo dije que sí, cómo no.
—¿Y qué es? ¿De dónde salió?
Orjin se terminó lo que quedaba en la calabaza y la tiró a un lado.
—No lo sabían. Dijeron que la habían encontrado en el fondo del Tajo, muy por debajo del mar. Añadieron que era muy antigua, y yo estoy de acuerdo.
—Pero nunca la usas.
El otro negó con la cabeza despacio.
—No. Es demasiado poderosa. Demasiado peligrosa.
—Pero la usaste, lo recuerdo, contra ese hechicero.
Un pequeño asentimiento pensativo, los ojos al frente, quizá también estudiando el significado mudo de los cuatro defensores de la fe que habían muerto.
—Así que ese nombre que oí que te llamaban… Empuñapiedras.
—Sí. Unos cuantos me lo llamaban antes de que me arrestara el alto mando malazano.
—Pero… yo pensé que estabas al mando de las fuerzas malazanas en Korel.
—Las militares sí. Los marines y los soldados de carrera. Pero había una autoridad civil. Hemel. Hemel ‘Et Kelal. Un noble blooriano. Nunca supe lo que le pasó a ese hombre. En fin, que él y una banda de oficiales menores me denunciaron por hacer tratos con los jinetes… y se acabó todo.
—¿Y luego? —preguntó Kyle, fascinado, casi olvidado el dolor que le atenazaba la pierna.
Orjin lo desechó todo con un gesto de la mano.
—No importa. Historia antigua. —Se levantó entre gemidos y muecas de dolor—. A mí se me ha acabado el vino y a ti hay que mirarte esa pierna. —Extendió una mano—. Vamos.
Kyle se incorporó, se sujetó al hombro de su amigo y avanzó cojeando.
—¿Entonces nos enrolamos en un barco?
—¡Trake, no! Vamos a recuperar tu espada.
—Pero ya te lo dije, alguien me la robó de la habitación.
Orjin sacudió la cabeza.
—Kyle… eres demasiado confiado.
—¿Qué quieres decir?
—Ha sido ese que domina el mercado negro de Delanss. El tipo es un ladrón. La robó él.
—¡Dijo que me la recuperaría!
Orjin se detuvo en seco y lo miró desde su altura durante un momento.
—Y luego sugirió que, total, entre tanto bien podrías hacerle algún trabajillo…
Kyle se encogió de hombros con aire avergonzado.
—Algo así.
—No hay más que hablar. ¿Puedes caminar?
—Sí… un poco.
—De acuerdo. Vete al puerto. Espérame allí. Volveré con tu espada y después tendremos que largarnos a la de ya.
—Gri… Orjin, no puedo dejar que hagas eso.
—Vale más que me llames Melena Gris, Kyle. Intenté ser el Orjin Samarr de siempre otra vez, pero no funcionó. Así que volvemos a Melena Gris. Y será Melena Gris el que le haga una visita a Mejor esta noche.
Kyle miró a su alrededor, la calle silenciosa y mojada por la lluvia, las fachadas de las tiendas iluminadas por la luna.
—Gris, no merece la pena. Salgamos de aquí mientras podamos.
—¿Que no merece la pena? Sabes que eso es mentira. Tus amigos de la Guardia, Acecho y sus primos, me contaron quién te dio esa espada. Así que los dos sabemos que lo vale. —Sus pálidos ojos azules, enterrados en lo más profundo de las cuencas, destellaron con algo que podría ser diversión—. Los dos soportamos la carga de unas hojas que son más de lo que querríamos. —Le hizo un gesto a Kyle para que continuara—. ¡Consíguenos literas en un barco que zarpe al amanecer!
Kyle lo observó irse y después cojeó hasta el puerto. Así que Acecho se lo había contado, o él había preguntado. En cualquier caso, era cierto: Osserc, un ser que el pueblo de Kyle veneraba como dios patrón del viento, el cielo y la luz, le había regalado la hoja. Desde entonces había descubierto que Osserc solo era (¡solo!) una entidad poderosa, un ascendiente. Igual que el líder de los tiste andii, Anomander, hijo de la Oscuridad, o la que algunos llaman la Encantadora, la reina de los Sueños.
Pero Kyle había empezado a considerar que todo el poder de la espada no compensaba los problemas que le acarreaba. Ni siquiera podía desenvainar aquel trasto sin llamar la atención de una forma extraordinaria, igual que le sucedía a Melena Gris. Y ahora, ese maldito idiota se había largado e iba a lograr que lo mataran… ¿y para qué? Quizá, se le ocurrió a Kyle mientras iba renqueando, lo hacía para demostrarse algo a sí mismo: que podía hacerlo.
Acababa de amanecer. Kyle estaba encaramado a la cubierta de popa de una galera procedente de Curaca cuando distinguió al renegado. La arreglahuesos del barco le estaba vendando la pierna, pero él se sentó con un grito.
—¡Ahí está! ¡Suelta! ¡Vete!
—¡Aiya! —gritó la anciana, y le dio a la pierna un apretón terrible—. ¡Quédate quieto!
—Tu hombre más vale que lo merezca —advirtió el segundo de a bordo desde la barandilla. Después exclamó—: ¡Soltad amarras!
El hombretón bajaba el muelle a la carrera con un objeto en una mano, algo largo y envuelto. Tras él, entre los edificios, brotó una masa de hombres y mujeres armados, tanto civiles como guardias de la ciudad. La arreglahuesos dejó escapar una carcajada aguda cuando los vio.
—¡Por el ancho océano del inframundo! —maldijo el segundo de a bordo—. ¡Tu hombre ha sacudido un nido de avispas! ¿Qué ha hecho?
—¿Conoces a Mejor, el del mercado negro?
—¿Esa cucaracha? Sí.
—Bueno, creo que mi amigo le ha dado una patada en los huevos.
El segundo de a bordo esbozó una gran sonrisa y se volvió hacia sus hombres.
—¡Espabilad, preparad picas para repeler a los intrusos!
La vieja bruja se echó a reír otra vez. Su desenfrenada carcajada desconcertó a Kyle mucho más de lo que al joven le pareció que debería.
Un noble de Delanss entró en las dependencias desvalijadas y vacías de la Escuela de Esgrima de Orjin y se metió las manos en las gruesas túnicas por detrás de los pesados eslabones de plata que indicaban su rango. Todo, observó, se lo habían llevado de un día para otro.
—¿Hola? —La sangre manchaba la arena, pero no vio señal alguna de los cuerpos—. ¿Hay alguien aquí?
—Sí.
El hombre dio un salto y se volvió hacia una mujer que salía de entre las sombras. Vestía sencillas ropas oscuras y zapatos de cuero blando. Su piel era de un color marrón profundo, el cabello muy rizado y corto. Algo en ella le recordó al noble al korelriano con el que acababa de tratar, aunque sabía que esa mujer no era de Puño. Quizá era el hedor a fanatismo que parecía envolverlos a los dos.
—Me disculpo por el tal Orjin. No tenía ni idea de que fuera tan inestable. He oído que se abrió paso a golpes entre toda la escolta de Mejor y procedió a sostenerlo con una sola mano sobre un retrete abierto hasta que el hombre le entregó un objeto muy concreto. No es culpa mía que se volviera chiflado.
La mujer desechó su preocupación con un gesto perezoso de una mano de largos dedos.
—No se preocupe. Se le habría pagado en su totalidad incluso si los korelrianos se las hubieran arreglado para matarlo.
—¿Incluso entonces?
—Sí, porque entonces habríamos sabido que ya no era el hombre que necesitábamos.
El noble alzó ambas cejas.
—¿En serio? Y ahora… después de que haya herido a más de veinte hombres, arrollado a una patrulla de la Guardia de la Ciudad, y se haya burlado de toda la autoridad civilizada… ¿qué saben ahora?
Los profundos ojos castaños de la mujer parecieron reírse de él, y todavía más, hacer cosas que solo la más reciente de sus queridas era capaz de lograr con solo una mirada.
—Que es exactamente el que queremos —dijo con una sonrisa.
El cerrojo de la celda de Corlo traqueteó y se abrió la puerta. Un oficial korelriano con su armadura negra azulada con grabados de plata le hizo un gesto para que saliera. No era uno de los militares de carrera que conocía Corlo. Se le ocurrió, por pasar el rato, que todavía tenía que conocer a alguna elegida korelriana; la orden debía desaprobar o trabajar contra su ascenso. Sacó los pies del catre.
—¿Qué pasa?
—Ven con nosotros.
Él señaló la torques de metal que llevaba al cuello.
—Quítame esto.
El oficial lanzó un bufido.
—¿Crees que somos tontos, hechicero?
No tanto tontos, reflexionó Corlo mientras seguía al hombre al pasillo, como inexpertos. Esos korelrianos estaban tan poco familiarizados con los magos que, para cuando se encontraban con uno cara a cara, estaban dispuestos a invertir fortunas en collares con una pequeña aleación del mineral de otataralita, que embotaba la magia. ¿Era una ironía, se preguntó el mago, que la fuente de ese mineral fueran los propios invasores malazanos? Un pelotón de ballesteros korelrianos se reunió en el pasillo y lo llenaron. Inexpertos y temerosos. Parecían pensar de verdad que los talentos de un mago estaban conectados de algún modo con sus enemigos tradicionales, los demonios del mar. Unos ignorantes, aquí, detrás de su muro. Claro que, eso es lo que pasa cuando levantas muros. Y la Señora, sin duda, respalda sus creencias.
—¿Adónde vamos?
—Silencio, malazano. Muévete.
En este punto, Corlo ya había renunciado a intentar iluminar a sus captores sobre la política fuera de sus aisladas islas. Las sutilezas parecían ser demasiado para ellos, o quizá era que les importaba un bledo. Sí, él era nativo del Imperio de Malaz, de Avore, de hecho, antes de que el antiguo emperador lo borrara del mapa. Pero, lo que era más importante, también era miembro de la Guardia Carmesí, una compañía de mercenarios dedicada a la destrucción de ese mismo imperio. O, por lo menos, eso solía ser él, y a eso solía dedicarse la compañía. A estas alturas, ya no lo sabía, ninguno de sus compañeros supervivientes lo sabía.
El oficial y su escolta lo sacaron del complejo de celdas y grutas que convertían en un laberinto la muralla de las Tormentas allí, al norte de la fortaleza Kor, y subieron por unas amplias escaleras de caracol hasta los barracones que había detrás del campo de rocas que caía por la base del muro. Hacía sol, pero las sombras eran frías, lo que le recordó a Corlo que no tardaría en llegar el invierno y con él otra temporada de plantarse en el muro. Tras unos cuantos giros supo adónde lo llevaban y se le encogió el pecho. Oh, por favor, Ascua. No lo ha intentado otra vez, ¿verdad?
Cómo no, el camino llevaba a los barracones amurallados de los prisioneros privilegiados que defendían el muro. Allí, cautivos de todo el globo, hombres y mujeres de capacidad demostrada y espíritu cooperador, vivían en relativo lujo y comodidad. Allí, su comandante en la Guardia Carmesí, Barras de Hierro, ocupaba un conjunto entero de aposentos solo para él. Y eso que no es de los que más cooperan.
En la puerta de los aposentos de Barras, la escolta de Corlo extendió el brazo hasta la pared opuesta del pasillo.
—Si valoras la vida de tu amigo —le advirtió—, le recordarás qué es lo que más le conviene.
Corlo apartó el brazo del hombre.
—Es mi amigo.
Tras la estrecha ranura del yelmo de hierro ennegrecido, los oscuros ojos marrones del hombre no quedaron muy convencidos. «Podemos arreglárnoslas sin vosotros», leyó Corlo en aquella mirada dura e inflexible. El hombre les hizo un gesto a los guardias con la barbilla. Uno quitó el cerrojo de la puerta.
Corlo retiró de un empujón la pesada barrera de hierro y entró en una escena caótica. Fragmentos de ollas, sillas y mesas de madera destrozadas cubrían el suelo pulido. Charcos medio secos de vino manchaban las piedras, bandejas volcadas de fruta y pan yacían entre los restos pisoteados. Un gimoteo le llamó la atención, bajó los ojos y vio una chica encogida junto a la puerta, rodeándose las rodillas con los brazos.
Corlo la levantó y la joven se quedó allí, temblando, abrazándose el cuerpo. No, no puede haber… Le levantó la barbilla. El khol de los párpados se le había corrido y le había teñido la cara. No quiso mirarlo a los ojos, pero el mago vio solo miedo y confusión en su actitud. No se parece a nada con lo que te hayas tropezado antes, ¿eh, chiquilla? Sí, el chico es así.
Se la entregó con gesto suave a los guardias y después fue avanzando con cautela entre el desastre de muebles desvencijados. Los restos de frascos de cristal y tarros de cerámica refinada crujían bajo sus sandalias. Oyó que cerraban la puerta de un tirón tras él y que después pasaban el cerrojo. Al final, tras buscar en la habitación principal, encontró a su comandante derrumbado bajo una ventana con barrotes, sin afeitar, el pelo lacio por el sudor, se apretaba contra el cuello un cuchillo de hoja ancha. El hombre hizo destellar los dientes como un animal salvaje al verlo.
Corlo señaló la hoja.
—Eso no va a funcionar.
La sonrisa fija era espeluznante. Barras dejó que el arma cayera al suelo con estrépito.
—Ellos no lo saben. —Su voz era un graznido ronco.
Corlo no se molestó en preguntar qué había pasado. Se limitó a apoyarse en la pared, se cruzó de brazos y estudió al hombre con la esperanza de que bajo su mirada atenta Barras terminara por sentir algo. Por favor, que todavía sea capaz de sentir… algo.
Pero el hombre se negaba a mirarlo; sus ojos se pasearon por los restos de los muebles rotos y destrozados como si se preguntara cuánto podría costar todo aquello.
—No puedo seguir así, Corlo —dijo al fin, dirigiéndose al largo silencio—. Me estoy muriendo. —Y se echó a reír, un sonido que hizo estremecerse a Corlo—. Me muero, pero no puedo morir. —Bajo el cabello enmarañado por el sudor, le lanzó una mirada rápida al mago—. ¿Te gusta la ironía?
—Pues lárgate.
Un encogimiento de hombros impaciente provocó un largo silencio. Barras estiró el brazo, cogió una jarra de gres y dio un largo trago.
—No pienso dejaros a ninguno atrás.
—Lo saben.
—Entonces. Qué hacer. —Posó la jarra en su regazo.
Corlo se estudió las manos que había unido sobre el fajín y después alzó los ojos.
—No nos matarán. Dicen que lo harían, pero no lo harán. He estado escuchando, necesitan a todos los que puedan conseguir.
Barras entrecerró los ojos; se estaban metiendo en territorio conocido.
—Para ir adónde…
—Stratem…
La explosión de la jarra sobre su cabeza hizo agacharse a Corlo.
—¡Que se joda Stratem!
Sin decir nada, Corlo se irguió y flexionó el cuello para aliviar la tensión nerviosa. Barras se echó hacia atrás, frunció el ceño tras un rato, mientras seguía el curso de sus propios pensamientos.
—Estábamos tan cerca. Podía sentir allí a la Hermandad de la Guardia. Noté que se desviaban de la misión y se la entregaban a esa escoria de Despellejador. Y se burló de mí. ¡Se burló de mí! —El hombre se llevó las manos a la cabeza gacha—. La Guardia Carmesí traicionó su voto y nos dejó que nos pudriéramos. ¡Y yo… sigo… sin… poder… morir!
Corlo únicamente pudo seguir guardando silencio. Al fin llegamos al fondo. Traición. Fracaso. Impotencia y futilidad. ¿Qué podría decir él? Odiándose a sí mismo, echó mano de la última herramienta que le quedaba, la que sus captores empleaban con ese mismo propósito. Se apartó de la pared, y se apretó las manos sudorosas contra los costados.
—Por los hombres, Barras. Aguanta.
Su comandante contuvo una carcajada convulsiva. Se pasó las manos por el pelo con tal ferocidad que Corlo creyó que se lo iba a arrancar.
—Sí. Bueno. Vuelta a eso.
—No hay alternativa.
—No. Ninguna.
Corlo se permitió un leve asentimiento.
—Les diré que limpien esto.
Barras no dijo nada. A Corlo le pareció que los ojos de aquel hombre estaban vacíos, como si se hubiera retirado a un sitio muy lejano. Se acercó con cuidado a la puerta, que se abrió cuando llamó con los nudillos.
—Podéis limpiar esto, pero dejadlo en paz.
El elegido korelriano se limitó a hacerle un gesto para que lo siguiera. La brusca ingratitud no encolerizó a Corlo; era vergüenza lo que ardía en su pecho cuando bajó por las escaleras de los barracones. Soy igual que vosotros, le dijo a la espalda blindada de hierro de su guía. No, quizá soy incluso peor. Soy un colaborador. Un traidor que conspira con el enemigo para esclavizar a mi amigo.
Cien años antes, los primeros hombres y mujeres de la Guardia Carmesí habían hecho un terrible juramento: la oposición eterna al Imperio de Malaz. Y por ello se les había concedido algo parecido a la inmortalidad durante el tiempo que aguantara el Imperio. Pero, con todo, Corlo sabía que podían morir. Si Barras quisiera de verdad, podría hacerlo. El muro era alto y las aguas frías. Las sogas estrangulaban. Las hojas largas y finas perforaban el ojo y el cerebro que hay detrás.
Ese era su temor. Que el hombre terminara por rendirse. La mayor parte ya lo habría hecho a esas alturas. Pero Barras jamás se había rendido en el pasado, esa había sido siempre su fuerza como juramentado de la Guardia. Eso era con lo que contaba Corlo.
Solo había que recordárselo de vez en cuando.
Un habitante de Malaz, en la isla del mismo nombre, que se encontrara en la calle durante una noche de sus gélidas lluvias de otoño (un borracho, un panadero, o un vigilante nocturno, si es que alguna vez fuera a existir una guardia nocturna en Malaz) quizá hubiera visto una figura delgada envuelta en una capa ante la verja de hierro de una casa abandonada con una reputación especialmente maléfica. La Casa de Muerte, la llamaban los vecinos cuando se veían obligados a reconocer su mera existencia. Una casa donde nadie vivía, donde los terrenos estaban repletos de las gibas que suponían los montículos del sinfín de enterramientos, y donde los que entran no salen jamás.
Un testigo tan mojado y muerto de frío como ese quizá hubiera visto a la figura colocar una mano en la verja, con la intención obvia de entrar donde ningún ciudadano osaría, y luego puede que oyera un grito, la voz de una mujer ordenando: «¡Espera!».
No cabe duda de que en ese momento cualquier residente de Malaz, que ya no debería andar por la calle con un tiempo tan feroz y a semejante hora, habría tenido el sentido común de retirarse, de dejar a esos visitantes con recados nocturnos ocuparse de sus oscuros asuntos. Así que no habrían visto a la figura más alta de las dos, que se reveló como una mujer joven, asir la mano de la que había hablado, una mujer más mayor envuelta en un chal, y besarla.
Kiska estiró las piernas y escudriñó el nido estrecho y atestado de estantes, cajas y sacos de arpillera amontonados que era la tienda de especias de Agayla. Y pensar que de niña le había parecido acogedora. Se frotó con una toalla el cabello corto y húmedo y lanzó un suave bufido; eso había sido hace mucho. Aun así, cada vez que cogía aire (y olía aquella mezcla embriagadora y fragante de un millar de especias) le recordaba a ese hogar.
Su tía Agayla regresó con una bandeja con sopa. No eran verdaderos parientes de sangre, pero sí con suficiente relación para esos tiempos menos burocráticos, cuando cualquiera podía acoger a cualquiera y al diablo con las autoridades locales, que de todos modos podían ir a tirarse a la bahía. Su largo cabello estaba adornado por más gris de lo que Kiska recordaba. Tenía los brazos incluso más delgados y más enjutos que antes, pero a pesar de todo parecía más que bien conservada.
La mujer la contemplaba por encima de los cuencos humeantes. Su rostro estrecho y severo lucía una expresión dura de desaprobación.
—No iba a suicidarme, Agayla.
Una ceja oscura se arqueó.
—¿No? ¿Y qué estabas a punto de hacer, entonces?
—Es… complicado, tita.
Entonces se alzaron las dos cejas.
—Ah. Así que complicado.
—¡Tita! Yo… —Kiska buscó las palabras ante la censura obvia de la otra mujer, pero no las encontró. Agitó una mano—. Da igual.
—Bébete la sopa.
Con la misma sensación que aquella niña hosca y resentida que debía de ser más de una década antes, Kiska cogió el cuenco y la cuchara. Estaba deliciosa, por supuesto. La mejor comida que había tomado en años. En la superficie flotaba un ramillete retorcido de ramitas que apartó un poco para sorber el caldo. ¿Salvia?, se preguntó al inhalar el aroma fuerte.
—Me he enterado, por supuesto —empezó a decir Agayla al tiempo que posaba su propio cuenco—. Y lo siento muchísimo.
¿Enterado? Sí, Kiska ya se lo imaginaba. ¿Y quién no? El mago supremo Tayschrenn, quizá el mejor practicante de magia de la época, absorbido por un vacío y arrojado a ni siquiera los dioses sabían dónde. Y ella, su guardaespaldas, dejada viva para enfrentarse a la verdad de su más absoluto y abyecto fracaso. Debía de ser el fracaso más relatado desde Melena Gris. Sí, no cabía duda de que Agayla se había enterado. Ella misma nunca se despertaba de golpe por la mañana sin verlo.
—Eran juramentados, niña. Que consiguieras amilanarnos ya es notable.
—Pero no fui suficiente.
—Consuélate pensando que muy pocos lo habrían sido. —La mujer se recogió la larga melena sobre un hombro y empezó a pasarse un peine de concha por el cabello. Kiska la observó. A pesar de su resentimiento, sintió que la magia de aquel ritual familiar la envolvía, se le relajaron los músculos y el nudo de sus hombros se alivió. Recordó cuando se colocaba detrás de la mujer tantas noches para cepillarle así el pelo, contando cada pasada.
—¿Entonces cuál era tu intención? —preguntó Agayla tras un rato.
—Una proposición para quien quiera que abriera la puerta.
El cepillado se detuvo, unos ojos oscuros miraron a la joven, unos ojos brillantes.
—¿Una proposición de qué?
—Servicio por servicio. Quienquiera que me ayude a encontrarlo, yo le serviré.
La mujer dejó el peine.
—Una apuesta muy peligrosa.
—¿Qué? ¿Entrar en los terrenos?
—No. Peligroso si quien sea, o lo que sea, llega a aceptar tu oferta.
Para ocultar su irritación ante el habitual despotismo de su tía, Kiska apartó la mirada hacia unos sacos desplomados y raídos que contenían una especie de hojas secas.
—Ya no eres tú quien debe decirlo, Agayla. Fui la guardaespaldas de Tayschrenn durante una década. Viajé con él a negociar tratados. Conocí a un embajador enviado por el propio Anomander Rake. He visitado Darujhistan, donde nos reunimos con una delegación de antiguos magos de la Ciudad Libre. Ahora sé que, a tu manera, eres una practicante con talento, Agayla. Al menos aquí, en esta isla. Pero esta es una isla muy pequeña. Y estos son grandes asuntos.
Las gruesas cejas oscuras de la mujer se alzaron más de lo que Kiska las había visto jamás.
—¡Caray! Ya veo cómo han caído las losas. ¿Así que me basto para curar la viruela? O para ayudar a las chicas de la zona que se han metido en un lío, ¿no?
—No te ofendas, tita, pero ¿has salido siquiera de la isla alguna vez?
Agayla se anudó el cabello en una larga trenza.
—Esta bruja del cerco isleña no podría ayudar jamás a alguien como tú, que se ha movido en círculos tan altos y poderosos, ¿eh?
—Agayla…
—Solo invocar al viento y hacer mis velas, ¿no?
Kiska se limitó a bajar la cabeza y esperar que pasara la tormenta. Al final se decidió a hablar mientras se estudiaba las manos que había posado en el regazo.
—No era eso lo que quería decir.
—Todavía eres joven, niña —dijo Agayla, se le había ablandado la voz—. Engreída. Muy segura de saber cómo son las cosas ahora que has visto el mundo. Cuando lo cierto es que apenas has comenzado tu educación.
Kiska levantó la cabeza de golpe.
—No me trates como si fuera una niña. Puede que todavía lo sea en tus recuerdos, pero he crecido. Ahora soy una mujer adulta y tomaré mis propias decisiones. —Se preparó para seguir con la discusión, pero no hubo ninguna. Su tía se limitó a inclinar la cabeza y admitir el argumento.
—Cierto. Para mí siempre serás esa niña cuyos llantos yo calmé, cuyas manos guie. Nada podrá cambiar eso. —Se recogió la gruesa espiral de cabello—. Así que basta de hablar por esta noche. Duerme. Tu cama continúa donde la dejaste. Las cosas quizá te parezcan diferentes por la mañana.
Y Kiska se recostó de nuevo en su silla y dejó las manos descansar en el regazo. Estaba cansada. La sopa era una caricia cálida en su estómago. Asintió, se levantó y se dirigió a la parte de atrás de la tienda, donde una escalera estrecha la llevó a su antigua habitación.
—Duerme —murmuró Agayla a la espalda que se retiraba, los ojos entrecerrados una vez más. Y en voz más baja todavía—. Y sueña.
Cuando se quedó sola, Agayla cruzó su tienda hasta el último tapiz estirado en su telar. Colocó los pies en los pedales y empujó la lanzadera por el tejido, después reajustó el dibujo. Siguió trabajando hasta el amanecer; el armazón traqueteando a medida que los hilos se cruzaban, la lanzadera de madera haciendo un sinfín de pasadas. Mientras trabajaba, apartó su mente de la tarea que tenía entre manos, sus dedos se movían de forma automática; su mirada se desenfocó, buscando algo en la profundidad del patrón deslumbrante que surgía de la trama.
—Encantadora —rogó—, a esta humilde servidora le gustaría pedirte consejo. Bendíceme con tu guía.
Cada pasada de la lanzadera era una plegaria que se enviaba; cada cambio en el tejido una revelación.
—Oh, Reina…
Y llegó entonces la respuesta, esa voz suave y fresca tan conocida: Saludos, Agayla Atheduru Remejhel, apreciadísima servidora. Siempre agradezco tu sabiduría.
—Mi reina. Ruego una audiencia. Han llegado noticias. Aunque a mi corazón le pesa, es posible que tenga una respuesta para ese problema del que hemos hablado.
Y la respuesta llegó, llena de comprensión y, por tanto, compartiendo ese mismo peso: Tráela.
Agayla sujetó con las manos el telar y detuvo el mecanismo. Parpadeó para devolver su visión a la luz del amanecer. Hubo de respirar con lentitud muchas veces para calmar el martilleo de su corazón. Una audiencia. Han pasado tantos años. Oh, Kiska… ¿qué he hecho? Pero ¿de qué otro modo podría detenerte? Vio ante ella cómo las lágrimas oscurecían la madera pulida.
Una noche en un callejón de Banith, cuatro hombres vestidos con ropas oscuras y sueltas se habían agachado y susurraban.
—¡Todo lo que tenemos que hacer es entrar y ya está! —dijo uno—. La puerta ni siquiera tiene cerrojo.
—El forastero afirma que la deja abierta —añadió el segundo, en un aparte.
—Está abierta. ¿A qué estamos esperando?
Tras un momento de silencio, el tercero se aclaró la garganta.
—Es terreno consagrado. No deberíamos derramar sangre aquí.
—¿Consagrado a qué? —dijo el primero—. ¿A una entidad forastera sin nombre? Ese hombre es un charlatán. Un fraude. Se lo está embolsando todo. Es una burla.
—Nadie lo ha visto recibir dinero de nadie —señaló el tercero.
—Come, ¿no? —respondió el primero. El tercero asintió, admitiendo el argumento.
—Quizá coma lo que sus seguidores le proporcionan —retumbó una nueva voz desde la oscuridad más profunda del callejón.
Los cuatro se giraron en redondo. Ocho hojas relucieron a la luz de las estrellas.
—Seas quien seas, forastero —dijo el primero—, date la vuelta ahora mismo y lárgate. Escúchame. Te doy una sola oportunidad.
La figura se acercó más y la tenue luz plateada reveló una forma inmensa de una gordura y anchura antinaturales; buena parte de la altura procedía de una gran mata de pelo negro y enmarañado.
—Como podéis ver —dijo el recién llegado—, darme la vuelta me resulta imposible. Tendréis que retroceder vosotros.
—¿Eres tonto? ¿Es que no ves?
—Sí que veo, mejor que vosotros, sospecho. En cuanto a ser tonto… no, soy ladrón.
—¿Ladrón? —repitió el segundo con tono incrédulo. Miró a la gigantesca figura de arriba abajo—. ¿Cómo ibas a robar tú nada?
—Ah, eso es fácil. Así. —La figura se inclinó hacia delante y bajó la voz—. Dame el dinero.
Los cuatro intercambiaron miradas confusas, después se echaron a reír al unísono.
—Estás poniendo a prueba mi paciencia —advirtió el primero con tono tenso.
—No, estoy poniendo tu dinero en mi bolsillo.
Las sonrisas desaparecieron. El primero y el segundo, colocados uno al lado del otro, avanzaron poco a poco con las hojas listas.
—Lárgate ahora… o muere.
—Como ya he dicho, no puedo retroceder. Además, uno de mis puestos favoritos de comida está al otro lado de la calle.
—¡Muere como un idiota, entonces! —Los dos se abalanzaron. Las hojas se clavaron con un golpe seco, empujadas por la fuerza bruta. La figura ancha gruñó por el vigor puesto en las estocadas. Después, a los dos asaltantes se les escaparon exclamaciones de sorpresa y tiraron de las espadas—. ¡Encajadas! —gruñó uno. El recién llegado cerró de golpe los brazos, estrelló un hombre contra otro y los dos cayeron sin sentido.
—Ya está. Y ahora, ¿vosotros dos? —los invitó la inmensa figura mientras pasaba por encima de las formas caídas. El par restante se quedó mirando por un instante aquella asombrosa visión, después se dieron la vuelta y echaron a correr.
—Maldita sea —dijo el hombretón al vacío de la calleja. Fue a girarse, pero su voluminoso frente y trasero se encajaron entre las paredes del estrecho callejón y el gigante maldijo otra vez en un idioma diferente. Después de gruñir y esforzarse por darse la vuelta, abandonó el intento y fue retrocediendo poco a poco marcha atrás. Iba palpando a su espalda con cada paso que daba hasta que tuvo a los dos atacantes delante de él una vez más—. Lo más simple del mundo —dijo, y se frotó las manos—. Bueno, allá vamos. —Se inclinó con un gruñido y estiró una mano hacia una de las formas inconscientes. Se irguió con un suspiro y lo intentó otra vez con la otra mano. Estiró el brazo entre maldiciones y siseos. Sus dedos arañaron el aire justo encima del hombro de su presa.
El hombre se incorporó con un jadeo que aspiró a grandes bocanadas. Sacó un trapo y se limpió la cara brillante y arrebolada.
—¡Ah, claro! —murmuró con una sonrisa; se palpó las túnicas sueltas que le colgaban sobre la amplitud de pecho y estómago cubiertos por una ligera armadura. Encontró la empuñadura de una daga que le sobresalía del costado y tiró de ella con varios gruñidos. Después de varios intentos se las arregló para retirar la hoja. La estudió, impresionado. Uno de los atacantes caídos gimió entonces, se removió y el grandullón le dio vuelta a la daga y la lanzó para que el pomo se estrellara contra la cabeza del hombre. Después encontró la segunda hoja y empezó a tirar de ella entre bufidos y rezongos por lo bajo.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí, Manask?
El gigante se encogió un instante, se sacó la daga con una sacudida y la arrojó al suelo. Parpadeó un poco y miró al recién llegado, achaparrado y musculoso, que tenía delante.
—Ipshank. Mira que encontrarte por aquí.
El hombre frunció el ceño, las líneas de los tatuajes de su rostro se crisparon.
—Vivo aquí, Manask. Este es mi templo.
—¡Ah! —Manask rodeó con la mano otra daga incrustada—. ¿Es así como lo llamas? —Tiró del arma y la retorció de un lado a otro—. Pero recuerdo… haber oído… que ¡Fener ya no está! —La hoja se liberó y el tipo la estudió, complacido.
—He encontrado un nuevo dios.
—¿Oh? ¿Uno nuevo? —El alto estiró una mano con el índice y el pulgar muy juntos—. ¿Quizá uno así, un bebecito?
—Ahórrame tu escepticismo. Veo que todavía llevas tu, eh…, armadura.
Manask se sujetó los anchos costados.
—Pues claro. Es como carne de mi carne.
—Exacto —musitó Ipshank. Después le dio una patada a uno de los hombres caídos—. ¿Quién es este?
—¡Aaah! —murmuró Manask levantando la daga—. Una pregunta muy pertinente a tu persona. —Se inclinó, metió la hoja entre las ropas de uno de los tipos y levantó el arma para acercarse al hombre inconsciente, después lo cogió con la mano que le quedaba libre. Todo lo cual Ipshank observó sin expresión, con los brazos cruzados.
—Estás haciendo enemigos poderosos, amigo mío —explicó el grandullón mientras rebuscaba entre las ropas del atacante—. Estos hombres trabajan para la Guardia de la Ciudad. —Un saquito de monedas y otras armas fueron desapareciendo en los bolsillos ocultos de las túnicas sueltas de Manask. Cuando terminó, dejó caer al tipo y se inclinó sobre el siguiente.
—No quiero que interfieras. Lo vas a estropear todo.
Manask alzó la cabeza con una gran sonrisa.
—¿Oh? ¿Estropear qué?
Ipshank articuló sin ruido una maldición.
—Nada.
—¡Oh! ¡Lo sabía! —Manask se irguió con el segundo asaltante—. Una nueva estafa. Volveré a cubrirte las espaldas, como en los viejos tiempos.
El sacerdote alzó la cara hacia el cielo nocturno y la cara del jabalí sobrepuesta en tinta azul desvaída destacó en repentino relieve. Después lanzó un suspiro de sufrimiento.
—No, Manask. Se acabaron los trucos. Se acabaron los engaños. Ya no hago eso. Me he retirado. Ahora hazme un favor y no te quedes por aquí. —Tirado en los adoquines llenos de basura, el primer atacante gimió, murmuró algo e hizo una mueca de dolor. Ipshank le dio una patada en la sien.
Después, el hombretón dejó caer al segundo tipo.
—Bueno, no te pongas en plan codicioso. Siempre hemos dividido las ganancias. No te me irás a poner en plan sacerdote, ¿no?
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No habrá ganancias en esta operación, Manask. No del tipo tangible, en cualquier caso.
Manask entrelazó los dedos por encima de su enorme estómago y desde su altura miró al hombre achaparrado que tenía delante. Las cejas enmarañadas se le unieron.
—Oh, vaya. Así que con la vejez te da por la religión, ¿eh? Muy bien. Si tienes que darle el gusto a tu conciencia culpable… Los templos sacan tanto como cualquier otro timo… y más que muchos.
Ipshank se llevó los puños a la frente.
—¿Cuántas veces tengo que…? —Los puños cayeron—. Da igual. Haz lo que quieras. En lo que a mí se refiere, ya no somos socios. No esperes nada de mí. —Y se alejó rezongando por lo bajo.
Manask se quedó un momento en el callejón oscuro, con las yemas de los dedos entrelazadas y las cejas fruncidas. Después, una sonrisa astuta brotó en su largo rostro, levantó un dedo y lanzó una risita.
—¡Ah! ¡Así que esas tenemos! Ya lo entiendo. ¡Una discusión! Muy bien. Nadie sospechará. —Se rio para sí, intentó dar la vuelta y terminó encajando el estómago en el muro de ladrillo—. Maldita sea la Tomadora Oscura… —Se recogió la barriga en un intento de apretarse más, siseando y resoplando—. ¡Oh, a la Señora con esto! —Empezó a abrirse camino andando hacia atrás—. Oh, sí —murmuró mientras se internaba en la oscuridad—. Esquilaremos a los puñenses hasta dejarlos en los huesos, amigo mío. Ya lo huelo en el aire, el desorden, la tensión, y… oh, vaya, ¿qué he pisado?