La Era Ancestral
Punto culminante de las Cruzadas en Jacuruku
Las Muchas Islas
Uli supo que era un mal presagio en cuanto lo vio. Estaba preparando sus redes para la pesca previa al amanecer cuando aquel halo antinatural verde y azul amorató el cielo. Surgió del este que se iba iluminando y se hinchó, abultándose con cada momento que pasaba. La bahía estaba picada, como si estuviera tan agitada como él, y a Uli no le apetecía mucho empujar su bote poco profundo hacia las olas. Pero su familia tenía que comer, y los estómagos doloridos no dejaban de eructar un sinfín de quejas.
Durante el primero de los lanzamientos de la mañana, Uli mantuvo la cara apartada de aquella cosa que colgaba en el cielo descolorido, resplandeciendo como el ojo tímido de un dios. Esa mañana la captura fue escasa, ya fuera por su distracción o porque los peces habían huido de la aparición. En cualquier caso, el pescador decidió abandonar un esfuerzo ya maldito, arrojó su red al fondo de la barquita y empezó a remar hacia la orilla. El ojo verde azulado relucía más brillante que el sol y Uli se protegió la mirada de los puntos de luz extraña que rielaban sobre las olas. Y remó más rápido.
Un ruido desconcertante detuvo de pronto sus esfuerzos frenéticos, jadeantes. Un gran rugido, eso era, como un corrimiento de tierra. Miró furioso a su alrededor, en busca de la fuente. El inquietante ojo parecía llenar la mitad del cielo. No quedaba resto alguno del cálido fulgor amarillo del sol para tocar las aguas, la orilla arbolada o los bultos oscuros de las islas lejanas. Y luego, a una velocidad sobrenatural, la superficie de la bahía se quedó quieta, como si se encogiera. Uli contuvo el aliento y pasó agachado de un lado a otro de su diminuto bote.
El ojo se partió. Unos fragmentos dejaron una estela de llamas azules que se arquearon. Un rugido como el pescador no había tenido que sufrir jamás lo llevó a sujetarse la cabeza con las manos y chillar de dolor. Un inmenso trozo descendió, como un ascua despedida del fuego de un dios, y se precipitó por el este. Una llamarada blanca incandescente cegó a Uli. Dio la sensación de que algo había golpeado la isla grande.
Justo cuando volvía a recuperar la vista, otro fulgor destelló a su espalda. Arrojó su sombra por delante como una serpentina negra que atravesara la bahía. Uli se giró y ahogó un grito al ver un abanico de fragmentos que descendían por el oeste mientras otros caían en cascada mucho más arriba. Se frotó los ojos doloridos, ¿podría ser el fin del mundo? Quizá era otra caída de una luna, como había oído contar en las leyendas. Recordó entonces su remo; Helta y los críos estarían aterrados. Volvió al agua revuelta con una furia desesperada, casi sollozando de miedo.
El bote de piel curada chocó con las marismas mucho antes de lo habitual. Perplejo, el pescador sacó un pie por el costado. Bajíos donde antes no los había. Y la orilla todavía a un buen trecho de distancia. Era como si el agua estuviera desapareciendo. Uli alzó los ojos e hizo una mueca: al este, una gigantesca nube oscura de negro y gris ondulante se abría paso por el cielo. Ya se había tragado el sol. Un botín incalculable yacía alrededor de Uli: bancos de peces que jadeaban, aspiraban y saltaban, presas de la agonía.
Pero ni un solo pájaro. Los pájaros… ¿dónde se han ido?
La luz adoptó un matiz misterioso, de un tono verdoso oscuro. Uli se dio la vuelta muy despacio, volvió la cabeza hacia el mar y la esperanza lo abandonó por completo. Algo se hinchaba en las aguas: un muro verde sucio. Olas como las que contaban los antiguos relatos. Montañas de agua que llegaban para inundar la tierra, como decían todas las leyendas. Parecía alcanzar el cielo, tan descomunal era. La espuma tejía la curva superficie saliente, un blanco turbio coronaba su cima. Uli solo pudo mirar con la boca abierta aquel avance inexorable, letal.
¡Corred, pequeños, corred! ¡El agua viene a reclamar la tierra!
Aprox. 400 años A. M. (Antes de la Muralla)
Las Islas Vacías
Temal se levantó de las olas gélidas y se agachó, con la espada lista. Miró sin comprender la superficie de las aguas cada vez más oscuras y se limpió la espuma de la cara. ¿Dónde se han ido? Un momento dado está luchando por su vida y al siguiente los demonios del mar desaparecen como la bruma que los precedía. Una tos débil sonó junto a él. Temal se afanó entre las rocas por levantar a un camarada empapado: Arel, un primo lejano. Aunque casi desvanecido por el agotamiento, Temal arrastró al hombre hasta la orilla. Los supervivientes de su banda de guerra corrieron hasta las olas para llevarlos a los dos a la calidez vivificante de una gran hoguera hecha con maderos encontrados en la playa.
—¿Qué pasó? —tartamudeó con un castañeteo de dientes.
—Se retiraron —respondió el hermano de espada mayor de Temal, Jhenhelf. Su tono transmitía su incredulidad turbada—. ¿Pero por qué? Ya nos tenían.
Temal no se lo discutió, estaba demasiado cansado y sabía que era verdad. Le quedaban menos de veinte hombres sanos en su banda y en su mayoría eran jóvenes sin experiencia.
—Regresarán con el amanecer para acabar con nosotros —continuó Jhenhelf desde el otro lado del fuego. Temal sostuvo la mirada de su antiguo camarada entre las llamas que saltaban y de nuevo no dijo nada. A los pies de ambos tosía Arel, que después vomitó el agua de mar que había tragado.
—¿Qué hay de Rojizo? —preguntó uno de los nuevos reclutas—. Podríamos mandar a buscar ayuda.
Los rostros se alzaron alrededor del fuego, pálidos de frío y miedo.
—Podrían estar con nosotros al amanecer…
—Rojizo está pasando tantos apuros como nosotros —lo interrumpió Temal con fuerza—. Debe defender su propia costa. —Fue mirando un rostro tenso tras otro—. Rojizo no puede prescindir de sus hombres.
—Entonces… —empezó uno de los jóvenes.
—¡Entonces esperamos y descansamos! —ladró Jhenhelf—. Arel, Will, Otten, haced guardia. El resto, intentad dormir un poco.
Agradecido por el apoyo de su viejo amigo, Temal se echó en el suelo. Sin quitarse las sandalias, estiró los pies hacia el fuego e intentó hacer caso omiso del terrible escozor de la sal que lamía sus múltiples cortes y brechas. Sintió el calor que lo invadía y se encorvó hacia delante; la mano en el regazo, en la empuñadura de la espada envainada. Con los ojos entrecerrados contempló la bruma que trepaba al salir de los cueros que se iban secando sobre su cuerpo.
No tenía ni idea de por qué atacaban esos malditos jinetes marinos demoníacos. A pesar de ellos, era una tierra atractiva. La península y las islas eran terrenos ricos y cultivables. Estaban listos para ser colonizados, el único impedimento eran unas cuantas tribus ignorantes. Su padre, y su abuelo antes que él, habían luchado para conservar el tenue asidero que tenían. Como líder de su extenso clan, Temal tenía que pensar en el futuro: ¡ya bastaba de vagabundeos fútiles! Se aferrarían a esas islas y a todas las tierras que había más allá. El oscuro Avallithal, con sus bosques embrujados, no les había servido, ni la costa salvaje de Dhal-Horn, ni las siniestras islas de Malassa. Su estandarte volaba en estas tierras. En ellas habían quemado sus botes sus ancestros. No permitiría que esos jinetes los echaran de allí; no tenían adónde ir.
Temal se despertó con una sacudida y apartó de un empujón el roce de Jhenhelf. Casi había amanecido.
—¿Un ataque? —Le costó levantarse, tenía las piernas entumecidas y rígidas.
El rostro de su teniente tenía una expresión desconocida para él.
—No. —Señaló con la barbilla algo a su espalda, donde se alzaban los riscos coronados de hierba de la orilla; señalaba los prados, bosques y granjas que había más allá, todo lo que pronto estaría muerto y atrofiado si a los demonios del mar se les permitía hacer su brujería sin obstáculos.
Todo el mundo, observó Temal, tenía los ojos clavados en el interior, no en el mar, donde deberían estar vigilando en busca de los primeros destellos perlados del acercamiento de los jinetes.
—¿Qué pasa?
Jhenhelf no respondió, y se le ocurrió a Temal que la extraña expresión en el rostro duro y curtido por mil batallas de su amigo quizá fuera de asombro maravillado. Guiñó los ojos y miró la cima de la silueta recortada del risco. Una figura se erguía allí, alta bajo las nubes oscuras, entre el dorado rojizo de la luz del amanecer inminente. Las proporciones de lo que estaba viendo a Temal le parecieron incongruentes: quienquiera que fuera, él o ella, debía de ser un gigante para alzarse a tanta altura desde tan lejos…
—Iré yo —dijo con la vista fija—. Tú quédate de guardia.
—Llévate a Will y a Otten.
—Si no queda más remedio…
El amanecer estaba en pleno apogeo cuando alcanzaron la cima y, cuando lo hicieron, Will y Otten se quedaron callados, con la mirada clavada. Aunque la brisa de la costa era fuerte, un hedor repulsivo, como a carne podrida, golpeó a Temal. Apretó los labios, contrajo el estómago contra la pestilencia y se obligó a avanzar solo.
La figura era gigantesca, fuera de toda proporción, el doble de la altura de los jaghut o de los otros ancestrales de los que había oído hablar, como los toblakai o los tarthenos, y con una forma vagamente femenina, con su larga cabellera grasienta que le llegaba hasta la cintura, los senos sobresalientes y la oscura maraña de vello en la entrepierna. Sin embargo, su carne era repulsiva: un pez pálido, muerto, moteado, salpicado de llagas putrefactas y abiertas. El hedor casi hizo desmayarse a Temal. Al lado de la cosa descansaba un gran bloque de piedra negra, semejante a un cofre o un altar.
Temal miró por un momento al mar, a la superficie transparente, sin mácula, que resplandecía bajo la luz de la mañana, donde no quedaba insinuación alguna de los demonios marinos traídos por las olas. Su atención retornó a la figura. ¡Tomadora Oscura! ¿Podría ser ella?, ¿la diosa local que algunos asentamientos invocaban para que los protegiese?, ¿que muchos afirmaban que ofrecía santuario y amparo ante los jinetes?
Los labios anchos y exangües se estiraron en una sonrisa cómplice, como si el ser hubiera leído sus pensamientos. Sin embargo, los ojos permanecieron vacíos de toda expresión, sin vida, apagados, como los orbes lechosos, fijos, de los muertos. Temal se sintió transformado. ¡Ha venido! ¡Los ha liberado de una aniquilación cierta bajo las lanzas de los demonios del mar! Sin saber qué decir, hincó una rodilla en tierra y ofreció una obediencia sin palabras. Tras él, Will y Otten se arrodillaron también.
La figura respiró hondo, fue como si absorbiese el aire.
—Forastero —bramó—, has venido a colonizar la tierra. Te doy la bienvenida y te ofrezco mi protección. —La diosa hizo un gesto con una mano nudosa y retorcida y señaló el bloque que tenía a los pies—. Toma este muy preciado sarcófago. Dentro descansa carne de mi carne. Transpórtalo a lo largo de la costa. Indica un sendero. Márcalo y construye allí una gran muralla. Una barrera. Defiéndela de modo que, detrás de ella, puedas descansar protegido de esos enemigos del mar que pretenden asolar esta tierra. ¿Aceptas este, mi regalo, para ti y todo tu pueblo?
Como a distancia, Temal sintió lágrimas frías que trazaban líneas por su rostro.
—Aceptamos —jadeó, apenas confiando en su propia voz.
La diosa abrió todo lo que pudo los pesados brazos.
—Así sea. Lo que está hecho, está hecho. Esta es nuestra alianza. Que nadie la deshaga. Os dejo con vuestra gran labor.
Temal se inclinó de nuevo. La diosa emprendió el camino con paso pesado hacia el sur, con zancadas prodigiosas que hacían temblar el suelo bajo las rodillas de Temal. En unos momentos había desaparecido. No supo cuánto tiempo permaneció postrado, pero al final Will y Otten se acercaron a su lado. El sol le abrasaba la espalda. Se irguió con un suspiro, mareado.
¿Qué había hecho? ¿Qué podría haber hecho? No había alternativa. Estaban perdiendo. Cada año eran menos, mientras que el enemigo parecía igual de fuerte, incluso más. No obstante, el simple acercamiento de la diosa los había hecho retroceder.
Will fue el primero que tuvo fuerzas para hablar.
—¿Eso era un jaghut? ¿O era esa… diosa?
—Era ella. Ha ofrecido su protección.
—Bueno, pues se ha ido… así que volverán —dijo Otten, siempre escéptico.
Temal señaló con un gesto el ataúd de basalto.
—No. Sigue aquí.
—¿Qué es? —preguntó Otten estirando el brazo hacia el objeto.
—¡No! —Temal los hizo retroceder—. Id a buscar a Jhenhelf. Y a Rojizo.
—Pero dijiste que debían hacer guardia.
—Da igual lo que dijera. Escuchadme ahora. Id a buscarlos a los dos. Decidles que traigan madera y cuerdas.
—Pero ¿qué hay de los demonios?
—No volverán. Al menos, no se acercarán a nosotros. —Extendió la palma de una mano sobre el bloque negro y reluciente. El calor irradiaba de él como de una piedra sacada de una hoguera. Carne de su carne. ¡Buena diosa! ¡Gentil Señora! Ojalá nunca te fallemos a ti ni a tu confianza.
Año korelriano 4156 D. M. (Desde la Muralla)
Año 11 de la ocupación malazana
Reino de Rool
Isla de Puño
Karien’el, teniente de la Guardia de la Ciudad, llevó a Bakune bajo el embarcadero, al lugar en el que el cuerpo de la joven yacía entre una maraña de algas en la base de las rocas amontonadas donde rompían las olas. El teniente, siempre consciente de su rango, estiró el brazo para ayudar al hombre a caminar sobre las rocas resbaladizas, aunque él llevaba encima más años que Bakune, recién nombrado examinador de Banith.
Con la llegada de Bakune a la gélida orilla maltratada por las olas, los hombres de la Guardia se irguieron. Varios de ellos se apresuraron a apretarse los ceñidos yelmos y a colocarse bien los chalecos de cuero, la caída de sus porras y su distintivo de honor, las espadas (aunque fueran espadas cortas), que solo ellos entre los pueblos sometidos de Puño tenían permiso para llevar, permiso concedido por sus amos y señores malazanos. También consciente de su rango, a su manera, Bakune respondió a los saludos con gesto informal, con la esperanza de tranquilizarlos a todos. Aun así, no le parecía bien que aquellos hombres, muchos de ellos veteranos de las guerras de invasión, debieran hacerle un saludo militar. Incómodo y ajustándose las túnicas para entrar en calor, alzó una ceja y miró al teniente de la Guardia.
—¿El cuerpo?
—Aquí, examinador. —El teniente lo condujo hasta el borde mismo de las perezosas olas y los peñascos ennegrecidos y rodeados de algas, peñascos grandes como cubas de vino. Un anciano esperaba allí, curtido por el sol y el viento, arrodillado sobre sus ancas flacas, sandalias viejas en pies mugrientos, con una túnica andrajosa y una barba igual de sucia.
—¿Y este? —le preguntó Bakune a Karien’el.
—Nos trajo hasta el cuerpo.
El anciano estaba arrodillado, inmóvil, el rostro tranquilo, con una cuidadosa expresión vigilante. El cuerpo yacía a sus pies. Bakune se agachó. Recién arrojada a la orilla; el olor todavía no dominaba entre el hedor circundante de la costa. Desnuda. Los cangrejos habían mordisqueado los extremos de manos y pies; también se habían llevado buena parte de la cara (¿o era una desfiguración deliberada?). Muy joven, esbelta, en otro tiempo atractiva, sin duda. ¿Una prostituta? Marcas extrañas en el cuello, estrangulación. Tatuajes de alheña desvaídos, una vanidad muy común.
—¿Era algo suyo? —preguntó Bakune sin alzar los ojos.
—No —graznó el anciano en rooliano con mucho acento.
—Entonces ¿por qué la Guardia?
—¿Es que una muchacha anónima muerta no merece su atención?
Bakune alzó la cabeza poco a poco y observó al tipo: rasgos oscuros, pelo encanecido y extravagante. Los ojos negros lo estudiaron a su vez con una expresión abierta que otros podrían calificar de impertinente. Bakune bajó la cabeza y cogió un palo para mover el brazo de la chica.
—Usted es nativo de una tribu. ¿De los drenn?
—Conoce las tribus. No es muy común entre ustedes, los invasores.
Bakune volvió a alzar la mirada y entrecerró los ojos.
—¿Invasores? Los malazanos son los invasores.
Una sonrisa carente de humor tiró de las comisuras de los labios del anciano.
—Hay invasores e invasores.
Bakune se irguió, dejó caer el palo y escudriñó al anciano de frente. Como examinador cualificado, sabía cuándo a él también lo estaban… examinando. Se cruzó de brazos.
—¿Cómo se llama?
De nuevo la sonrisa paciente.
—¿En su idioma? Gheven.
—Muy bien, Gheven. ¿Cuál es su… valoración… aquí?
—No soy más que un nativo errante, mi alabado señor. ¿Qué podría importar mi opinión?
—Me importa a mí.
Los labios se endurecieron en una línea recta; los ojos casi desaparecieron en sus nidos de arrugas.
—¿Le importa? ¿De veras?
Por alguna extraña razón, Bakune tuvo la sensación de que estaba a punto de vacilar.
—Bueno, sí. Por supuesto. Soy el examinador. Es mi obligación.
Un encogimiento de hombros y las líneas endurecidas se relajaron y recuperaron la cautela distante y serena.
—Ahora es cada vez más común —empezó—, pero se remonta a muy atrás. Todos ustedes les echan la culpa a las tropas malazanas, por supuesto. Estos malazanos llevan aquí, ¿qué, diez años ya? Recorren sus calles, se alojan en sus casas y posadas. Visitan sus tabernas. Contratan a sus prostitutas. Sus mujeres se juntan con ellos. Con frecuencia a esas chicas las matan por mezclarse así. Por lo general son sus propios padres o hermanos, por manchar lo que ellos llaman su «honor»…
—¡Esa es una maldita mentira, escoria tribal! ¡Son los malazanos!
Bakune estuvo a punto de dar un salto, se había olvidado del teniente de la Guardia. Alzó una mano para aplacar al hombre que permanecía allí, hirviendo de rabia, los nudillos blancos en la empuñadura de su espada corta.
—¿Ha dicho por lo general…?
El rostro arrugado del hombre se había crispado en un disgusto inflexible; las manos nudosas colgaban a los lados. No parecía ser consciente, o acaso le resultaba indiferente, de lo cerca que estaba de que lo derribaran de un golpe. Por suerte para él, Bakune compartía su asco y, en general, también su valoración. Gheven asintió con la cabeza y los labios apretados se despegaron.
—Sí. Por lo general. Pero no esta vez. Buena parte de la carne ha desaparecido, pero observe el diseño de la zona alta del hombro derecho.
Bakune se arrodilló, prescindió de las formalidades de un palo cualquiera y usó sus propias manos para mover el cuerpo. Los torbellinos de alheña eran antiguos y estaban más desvaídos, a causa de la acción blanqueadora del agua de mar, pero entre las ordinarias abstracciones geométricas un símbolo en concreto le llamó la atención… un círculo roto. Un signo de uno de los nuevos cultos ilegalizados por su iglesia nativa de Korel y Puño, la iglesia de la Salvadora, la señora de la Liberación. Intentó recordar cuál sería entre el desconcertante número de todas aquellas fes extranjeras, entonces lo recordó: uno menor, el culto del «dios Caído».
—¿Qué pasa con él? No estará sugiriendo que solo por uno de estos tatuajes los guardianes de Nuestra Señora…
—Estoy sugiriendo algo peor. Observe los cardenales en la garganta. Los cortes en las muñecas. Ha pasado mucho tiempo, ¿no es así, examinador?, desde que, la que ustedes afirman que los protege de los demonios del mar, de los jinetes, ha exigido su pago, ¿no?
—¡Escoria drenn! —Karien’el agarró al hombre por el cuello. El hierro arañó la madera cuando desenvainó la espada.
—¡Teniente! —El hombre se quedó inmóvil, jadeando de furia—. Se olvida de quién es. Suéltelo. Soy yo el que examina aquí.
Poco a poco, de mala gana, el oficial fue aflojando los dedos, devolvió la espada a su sitio de golpe y le dio un empujón al hombre.
—Las mentiras de siempre. Constantemente calumniando a Nuestra Señora a pesar de su protección. Os protege incluso a vosotros, ¿sabéis? A las tribus. De los demonios del mar. Deberíais quedaros en vuestras montañas y vuestros bosques y consideraros dichosos.
Gheven no dijo nada, pero en la faz tensa, casi rígida, del anciano, Bakune vio un orgullo fiero que nada podía plegar. Los ojos oscuros se posaron en él y lo retaron.
—¿Y cuál es su juicio aquí… examinador?
Bakune se apartó de la orilla, donde las olas más fuertes arrojaban espuma fría que le helaba la cara. Se sacó un pañuelo de una manga para secarse el agua salobre.
—Se ha tomado nota de sus, eh, sospechas, Gheven. Pero lo siento. Acusaciones tan graves como esta requieren pruebas igual de contundentes y de eso yo no veo nada. Salvo que aparezcan más pruebas materiales, el asesinato continúa siendo lo que sugirió usted en un principio, un asesinato o una muerte por una desagradable cuestión de honor. Esa es mi valoración.
—¿Hemos terminado aquí? —preguntó Karien’el. Las ranuras de sus ojos no se apartaron del viejo nativo.
—Sí. Y, teniente, este hombre no debe sufrir ningún daño. Cumplió con su obligación al llamar nuestra atención sobre un feo delito. Lo haré responsable a usted en persona.
El ceño avinagrado del oficial se crispó todavía más, pero asintió con una reverencia.
—Sí, examinador.
Mientras volvía a trepar por las rocas de la orilla, Bakune se colocó bien las túnicas y apretó los dedos congelados para devolverles algo de vida. Por supuesto que había visto las marcas que rodeaban el cuello, pero algunas cosas no podían admitirse en voz alta, al menos en los inicios de tu carrera. Contempló al teniente, que lo había seguido, una bota en el borde de piedra, siempre tan cumplido.
—Infórmeme al momento del descubrimiento de cualquier otro cuerpo con estas características. O sobre rumores acerca de desapariciones de jóvenes, ya sean varones o mujeres. Puede que haya un monstruo entre nosotros, Karien.
Un saludo marcial de las puntas de los dedos en el borde acordonado del yelmo de hierro.
—Sí, examinador.
El oficial descendió por la ladera, las botas rozando los peñascos, la capa cortando el viento. Bakune se abrazó para entrar en calor. La costa, Señora, cómo la odiaba: el viento gélido que olía a los jinetes, las aguas que desgarraban, la humedad fría que llenaba de moho todo lo que tocaba. Pero si allí le hacían un informe positivo, eso podría llevar a un ascenso y a ese destino en Paliss que esperaba… otra buena razón para ser discreto.
Buscó al nativo entre las rocas húmedas, pero el hombre se había ido. Bien. No quería que la conciencia lo mortificara. ¡Menuda acusación! ¿Por qué precipitarse en dar esa valoración? Cierto, hace mucho tiempo las antiguas costumbres sancionaban ese tipo de actos en el nombre de un bien mayor, pero todo eso lo había desechado la ascendencia de Nuestra Señora la Santísima Salvadora. ¡Y en sus historias es evidente que eran los ancestros de ese hombre los que lo practicaban, no los nuestros! De ahí la larga antipatía entre nosotros y estas tribus que acechan en pantanos y yermos con su sangre corrupta.
Quizá en verdad la muerte la había dado un padre o un hermano airado, pero sin pruebas suficientes, ¿quién puede hacer ese peritaje? En lugar de pruebas, los habitantes de la zona decidirán que este, como todos los anteriores, ha sido con toda claridad obra de sus ocupantes, esos asesinos con las manos manchadas de sangre, los malazanos.
Metido entre altos peñascos, Gheven observó alejarse a aquella pareja. El oficial de la Guardia, Karien’el, se rezagó un poco y lo buscó con la mirada. Cosa que no inquietó al nativo; su intención era seguir su camino, en cualquier caso. A los ojos de los ocupantes roolianos de esa tierra que llamaban Puño, él era oficialmente itinerante, después de todo. Y por qué no, puesto que iba de peregrinación, un itinerario de senderos sagrados que recorrer y lugares que visitar, ¿y al caminar y visitar, reinscribía y reafirmaba? Una notable confluencia de actitudes diametrales que se alineaban.
Se volvió para irse. Con cada paso, el paisaje soñado de su antigua tierra ancestral se desplegaba a su alrededor. Pues la tierra era su senda y ellos sus practicantes. Algo que todos esos invasores extranjeros, mortales e inmortales, parecían incapaces de comprender. Y él tampoco tenía nada más que hacer allí. Las semillas se habían plantado; el tiempo diría lo fuertes o lo profundas que serían sus raíces.
Si ese nuevo examinador era fiel a su oficio, Gheven se compadecía de él. A los que contaban la verdad jamás se les miraba con buenos ojos, sobre todo si eran de tu propia gente. Mejor contar cuentos, al menos así se capta la verdad esencial de que todo el mundo prefiere las mentiras.
Año korelriano 4176 D. M.
Año 31 de la ocupación malazana
Reino de Rool
Isla de Puño
El ocupante de la pequeña embarcación con vela triangular la maniobró por el atestado puerto de Banith hasta atarla entre una galera mercante provista de remos, procedente de Robo, y una gabarra de carga jourilana medio podrida. Lanzó su único equipaje, un rollo de tela con una cincha apretada de cuerda, al amarradero, y después trepó a las tablas de madera negra recubiertas de moho. Se llevó las manos a los riñones, irguió la forma ancha y achaparrada y se estiró con una mueca.
Un oficial de aduanas que estaba haciendo el inventario de la galera lo señaló con el bastón que indicaba su cargo.
—¡Eh, oiga! ¡No puede amarrar aquí! Esto es un muelle comercial. Llévese ese juguete al embarcadero público.
—¿Llevarme qué? —preguntó el hombre con tono insulso.
El jefe del amarradero abrió la boca para responder, pero después la cerró. Le había parecido un tipo viejo por la cabeza rapada, oscura y bronceada, pero era obvio que todavía había poder en el grueso cuello carnoso, los hombros redondeados y las manos nudosas de nudillos grandes. Y lo que era más alarmante, los restos desvaídos de unos tatuajes azules se arremolinaban por su frente, sus mejillas y su barbilla, demarcando la cabeza de un jabalí que gruñía con una mueca fiera.
—El bote, mueva el bote.
—No es mío.
—¡Sí que lo es! ¡Acabo de ver que lo ataba ahora mismo!
—Eh, oiga… —El tipo llamó a un viejo con andrajos que, a gatas, andaba restregando el muelle con una piedra pómez—. ¿Qué le parece una pequeña lancha? Bastante usada, pero todavía aguanta.
El anciano se lo quedó mirando y después lanzó una carcajada chillona y húmeda y negó con la cabeza.
—No tengo los dineros.
El recién llegado lanzó una moneda de cobre al muelle.
—Ahora sí.
Los ojos del oficial de aduanas pasaron de uno a otro con expresión suspicaz.
—Espere un momento…
El anciano atrapó la moneda, ladeó la cabeza, miró con aire divertido al oficial de aduanas y le tiró la moneda al tipo. El recién llegado la cogió al vuelo.
—Hable con este hombre —le dijo al oficial antes de darle la espalda.
—¡Eh! No puede, así sin más…
—¡Enseguida muevo mi barco, señor! —graznó el viejo, y reveló un pozo oscuro vacío de dientes—. ¡No se me ocurriría atarlo aquí, señor!
Mientras se alejaba, el recién llegado permitió que su boca se ensanchara en una amplia sonrisa de sapo bajo la aplastada nariz torcida.
Pasó junto a la garita de guardia del puerto de Banith, donde su mirada se detuvo en los soldados malazanos que holgazaneaban a la sombra del soportal. Advirtió el chaleco de cuero abierto de uno, suelto para acomodar un estómago abultado; el otro dormitando, la silla apoyada en la pared, el yelmo echado sobre los ojos.
La sonrisa del recién llegado se desvaneció. Más adelante, la calle principal de Banith corría más o menos de este a oeste. La ciudad trepaba por las poco pronunciadas colinas costeras, los tejados dominados por las altas agujas sobresalientes del Santo Claustro y los muchos aguilones del cercano Asilo. Tras ellos, llanuras onduladas, cultivadas y fértiles, tierra en otro tiempo boscosa que se extendía a lo lejos, envuelta en bruma. El hombre giró a la derecha. Caminaba con lentitud, estudiaba las fachadas de las tiendas y los puestos. Pasó junto a un grupo de matones callejeros y observó entre ellos los tonos mucho más oscuros o claros del mestizaje malazano, tan diferente de la tez uniforme y morena del legado de Puño.
—Tíranos una moneda, sacerdote mendigo —exclamó un joven atrevido, el mayor de todos.
—Todo lo que poseo es tuyo —respondió el tipo con su voz áspera.
Eso dejó parados a muchos. Se dispararon las miradas entre los perplejos jóvenes hasta que el matón mayor lanzó un bufido de incredulidad.
—Entonces dánoslo todo.
El achaparrado estaba examinando la fachada de una tienda vacía.
—Eso es fácil, dado que nada poseo. ¿Este edificio está ocupado?
—Cárcel de deudores —respondió una chica descalza, vestida con unos pantalones de lona andrajosos y una túnica sucia; lucía el cabello ensortijado de unos progenitores korelanos mezclados con extranjeros—. Retención de impuestos de los amos y señores malazanos.
El hombre alzó los gruesos brazos hacia el edificio.
—Entonces se lo consagro a mi dios.
—¿Y cuál de todos vuestros puñeteros dioses extranjeros es?
El hombre se volvió. Una sonrisa le levantó los labios irregulares y distorsionó el tatuaje desvaído de la cabeza de jabalí. Su voz se reforzó.
—Bueno, ya que lo preguntáis… Dejadme hablaros de mi dios. Su dominio es el de los oprimidos y desposeídos. Los pobres y los enfermos. Para él, la posición social, las riquezas y el prestigio son velos vacíos que nada significan. Su primer mensaje es que todos somos débiles. Todos tenemos defectos. Todos somos mortales. Y que todos debemos aprender a aceptarlo.
—¿Aceptar? ¿Aceptar qué?
—Nuestros fallos. Pues todos somos imperfectos.
—¿Cómo se llama ese dios enfermo y pervertido?
El sacerdote extendió las manos abiertas y vacías.
—Es el que reside en nuestro interior, cada dios no es más que un rostro de él.
—¿Cada dios? ¿Todos? ¿Incluso Nuestra Señora, que nos protege del mal?
—Sí. Incluso ella.
Muchos de la banda se encogieron entonces, hicieron una mueca y se alejaron cuando percibieron un sacrilegio más profundo e inquietante que fluía bajo la habitual irreverencia de los extranjeros.
—¿Y su segundo mensaje? —preguntó una chica. Se había acercado más, pero sus ojos permanecían vigilantes, atentos a la calle, y una expresión de desprecio parecía clavada en sus labios laxos.
—Cualquiera puede lograr la liberación y la gracia. Está abierta a todos. No se le puede ocultar a nadie como si fueran simples dineros.
La joven señaló su estrecho tórax.
—¿Incluso nosotros? Los teólogos de la Santa Señora nos echan de sus umbrales, incluso en el Asilo. Nos escupen por ser mestizos. Y el viejo Recaudador Oscuro exige pago por cada alma, a pesar de todo.
Los ojos oscuros del hombre resplandecieron con expresión divertida.
—Ninguna moneda terrenal puede comprar esto de lo que yo hablo. Ni lo puede imponer poder terrenal alguno.
Perpleja, la chica dejó que sus amigos tiraran de ella. Pero miró atrás, pensativa; las cejas afiladas, encrespadas.
Sonriendo de nuevo para sí, el recién llegado cogió el pestillo de la puerta y empujó con firmeza hasta que la madera se agrietó, se partió, y la puerta se abrió. Durmió esa noche en el umbral bajo su fina manta acolchada.
Pasó la mañana siguiente sentado en la puerta abierta, saludando con la cabeza a todo el que pasaba. Los que no desdeñaron su saludo, lo esquivaron como potros cautos. Poco después del amanecer, una patrulla malazana de seis soldados comenzó su ronda lenta y deliberada. El desconocido observó las monedas que pasaban de manos de los tenderos a las del sargento de la patrulla; cómo los soldados, hombres y mujeres, se servían lo que les apetecía de los puestos, y se atiborraban de pan, fruta y brochetas de carne cocinada sobre carbones mientras paseaban con un contoneo arrogante.
Al final llegaron a él y el hombre suspiró y bajó la mirada. Había oído que las cosas estaban mal allí, en Puño (que era por lo que había ido), pero no tenía ni idea de que fuera hasta ese punto.
El sargento de la patrulla se detuvo en seco, sus cejas oscuras y espesas se enredaron.
—En el nombre de las tetas de Togg, ¿se puede saber qué está haciendo aquí un sacerdote de Fener procedente de Robo?
El recién llegado se puso en pie.
—Sacerdote sí. Pero ya no de Fener.
—¿Te han echado? ¿Por sodomita, quizá?
—No… por eso te ascienden.
Los hombres y las mujeres de la patrulla se echaron a reír. El sargento frunció el ceño, en las mandíbulas sin afeitar había pliegues de grasa. Coló las manos tras el cinturón y su mirada se posó con aire astuto en su patrulla.
—Parece que tenemos un itinerante. ¿Tienes dinero, viejo mendigo?
—Lo tengo. —El sacerdote metió una mano en un pliegue de su andrajosa camisa y tiró una pieza de cobre a la calle adoquinada.
—¿Medio penique estigio? Eso no vale nada. —La boca carnosa del sargento se crispó.
—Tienes razón, no vale nada. No hay moneda que valga algo. Es solo que algunas valen menos que otras.
El sargento lanzó un bufido.
—Y encima un puñetero místico del Embozado. —Se sacó una porra de madera del cinturón—. En esta ciudad no toleramos vagos. Empieza a moverte o ya te daré yo pago de otro tipo.
Las manos anchas del sacerdote se retorcieron un poco a los lados; su boca de rana se estiró en una sonrisa recta.
—Por suerte para ti, tampoco uso ya de esa moneda.
El sargento blandió el arma. La porra golpeó con un ruido seco la mano abierta y en alto del sacerdote. El sargento gruñó con la tensión. Su rostro curtido se oscureció por el esfuerzo. De un tirón, el sacerdote se quedó con la porra, que luego agrietó de un rodillazo que no tardó en partirla. Después arrojó los trozos a la calle. Los hombres y las mujeres de la patrulla dieron un paso atrás con las manos en las espadas.
El sargento levantó una mano: Un momento. Miró al sacerdote y asintió a modo de reconocimiento de la demostración.
—Eres nuevo, así que esta te la paso. Pero de ahora en adelante, las cosas van a funcionar así: si quieres quedarte, pagas. Tan sencillo como eso. O si no, el calabozo. Y déjame darte un consejo… como te pases allí dentro el tiempo suficiente, te vendemos, te mandamos de culo con los korelrianos. Siempre están buscando cuerpos calientes para la muralla, y les da igual de dónde vengan. —Ladeó la cabeza con suavidad a derecha e izquierda e hizo crujir las vértebras, después esbozó una sonrisa salvaje—. Así que eres sacerdote. También tenemos sacerdotes. Supongo que los mandaré a darse una vuelta por aquí. Podéis hablar de filosofía. Hasta entonces… que duermas bien.
El sargento le hizo una seña a la patrulla para que siguiera adelante. Los soldados se fueron con una gran sonrisa. Una de las mujeres le lanzó un beso.
El sacerdote se recostó y los vigiló mientras exigían sus pagos. Los jóvenes de la calle, observó, no se dejaban ver por ninguna parte. Una puñetera pena. Peor de lo que había imaginado. Menos mal que el viejo comandante no está aquí para verlo. De otro modo, sería la propia guarnición la que terminaría en el calabozo.
Cogió los dos trozos de la porra y los levantó. Aun así, no hay que ser muy duro. La ocupación y subyugación de una población (con intención o sin ella) es un asunto muy feo. Te brutaliza. Saca lo peor de ambos bandos. Mira lo que había oído de Siete Ciudades. Y aquello no tenía mejor pinta.
Bueno, él tiene a su dios. La boca ancha del sacerdote se abrió de lado a lado. Ah, sí, su dios. Y una población intimidada y oprimida entre la que reclutar. Terreno abonado. Inclinó la cabeza, calculador. Sí… podría funcionar…
Primer año del gobierno del emperador Mallick Rel el Misericordioso
(Año 1167 del Sueño de Ascua)
Ciudad de Delanss, subcontinente de Falar
Sentado enfrente de su amigo, aquel hombretón canoso, Kyle apretó su vaso de vino e intentó no mostrar su preocupación. El cabello largo del tono de la piedra que le había dado a su amigo su antiguo apodo, Melena Gris, colgaba en esos momentos más plateado que el peltre. Y aunque atacaba su arroz con salsa de pescado con pimienta picante de Falar con su habitual entusiasmo y apetito, Kyle notó que sus debilitadas finanzas debían de estar cobrándose su precio: nuevas arrugas le rodeaban la boca y unos círculos oscuros le ensombrecían los ojos, y Kyle podría jurar que el tipo estaba perdiendo peso.
Estaban sentados en una terraza con vistas a un patio cerrado de arena rastrillada donde las rejillas de armas lucían espadas de todas las hechuras además de dagas, y todo tipo de lanzas y astas; también había camisotes acolchados, yelmos y escudos. Todo, reflexionó Kyle, cuanto se podría necesitar para una academia de lucha.
Salvo alumnos.
Hasta el momento a Kyle no le parecía que Melena Gris, que insistía en usar su nombre de pila original, Orjin, hubiera atraído más de treinta estudiantes de pago a su nueva escuela. Kyle no se contaba a sí mismo; él había intentado pagar por las lecciones y entrenamientos que había tenido el privilegio de recibir de ese hombre, pero Orjin no quería aceptar ni un penique. Los tres primos que habían llegado con Melena Gris también habían intentado ayudar, pero después de que su versión de «adiestramiento» rompiera huesos y ensangrentara narices, Orjin les había pedido que lo dejaran. Aburridos de andar por allí sin hacer nada, Acecho, Fochas y Malas Tierras se habían despedido y habían embarcado en un navío rumbo al oeste. El espíritu protector, o el aparecido, de Kyle también parecía haberse ido: Joroba, el fantasma de un guardián carmesí muerto, uno de los juramentados, los que habían hecho un juramento vinculante de oponerse al Imperio de Malaz durante el tiempo que durase. Y ese juramento, que tanto les concedía, que extendía su vida y sus fuerzas, también los ataba en la muerte y los encadenaba al mundo. Pero a lo largo de los meses Joroba también se había desvanecido, quizá había regresado con sus hermanos muertos. A Kyle le había parecido ver una especie de decepción en los ojos del aparecido cuando se le presentó esa última vez para despedirse.
Así que todos aquellos meses se había dedicado a poner por las nubes la escuela de Orjin en cada oportunidad. Sospechaba, sin embargo, que a su amigo no le interesaba lo que los burgueses y granjeros habituales de los mercados, posadas y tabernas pudieran pensar de su nueva academia; él tenía los ojos puestos en un grupo mucho más elevado, y más acaudalado, de la sociedad local de Delanss.
Ya quisiera él. Delanss, capital de la segunda isla más poblada del subcontinente y archipiélago de Falar, podía presumir de tener prestigiosas escuelas muy arraigadas ya: la Academia de Grieg, la Escuela de la Hoja Curva, la Escuela del Halcón Negro. Academias que rivalizaban con la famosa escuela de oficiales de la isla de Golpe. Y, en privado, Kyle no creía que su amigo fuera a conseguir jamás abrirse camino en un mercado tan cerrado y unificado de lo que parecía una sociedad igual de cerrada y unificada. A sus ojos, la capitulación de esa región ante sus invasores malazanos parecía haberse reducido solo a cambiar el color de las banderas en la cima de la fortaleza del puerto.
Melena Gris, Orjin, arrancó un trozo de torta grasienta y la usó para rebañar los restos de salsa; pareció a punto de decir algo, pero, en su lugar, se limitó a masticar con gesto malhumorado. Kyle tomó unos tragos de su vino blanco de arroz y pensó en preguntarle si había alguna clase programada para ese día, pero al final decidió que mejor no.
Le daba la sensación de que todo le debía de resultar especialmente mortificante, dado que su amigo tenía que ocultar su pasado. Un pasado que haría que aspirantes a oficiales tiraran sus puertas abajo si supieran de él. Por desgracia, cualquier rumor sobre su antigua carrera como general del Imperio de Malaz, puño y, a continuación, prófugo de ese mismo Imperio, lo convertiría en un hombre perseguido también en ese subcontinente.
Un sonido que se oyó abajo, en el patio de prácticas, atrajo la atención de Kyle. Había entrado un hombre. Iba vestido con un sombrero redondo de tela, túnicas gruesas y las joyas brillantes de ese estrato social que Orjin tan empeñado estaba en atraer. El tipo recorrió con mirada perpleja la escuela vacía. Orjin siguió la mirada de Kyle y se asomó; después se levantó disparado de su silla, que terminó patas arriba.
—¡Sí, señor! —bramó—. ¿Puedo ayudarlo en algo?
El hombre se sobresaltó al oír el bramido estudiado para atravesar el estrépito de toda batalla y miró hacia arriba con los ojos guiñados, no muy seguro.
—¿Es usted el maese de este establecimiento? —preguntó en taliano, la segunda lengua no oficial del archipiélago.
—¡Sí, señor! ¡Un momento, señor! —Orjin se limpió la boca, se desenredó de la silla caída y se dirigió a las escaleras. Cruzó el patio de prácticas y se inclinó—. ¿En qué puedo servirlo, señor?
Kyle se terminó su vino y lo siguió. Se detuvo al final de las escaleras y se apoyó en la barandilla de madera sin pulir. El tipo vestía la última moda de la aristocracia local: múltiples anillos en los dedos, gruesas cadenas de plata alrededor del cuello por encima de túnicas ribeteadas de piel con puños también de piel. Su sombrero consistía en tela envuelta de color borgoña oscuro incrustada de piedras semipreciosas. Llevaba la perilla bien recortada y mientras miraba a Orjin de arriba abajo se la acariciaba, lo que le permitió alardear de las grandes gemas de sus anillos.
—¿Cuáles son sus credenciales?
Orjin se volvió a inclinar. Tenía un aspecto que Kyle esperaba que fuera adecuado, severo y profesional, con sus cueros curtidos.
—Serví en el Cuarto Ejército malazano, señor, y alcancé el rango de capitán antes de sufrir una herida en la batalla de las Llanuras.
El hombre alzó las cejas.
—¿De veras? ¿Entonces estaba usted allí cuando cayó la emperatriz?
—Sí, señor. Aunque no lo presencié.
—Pocos lo presenciaron, tengo entendido. ¿Cuál, entonces, es su impresión de este nuevo emperador, Mallick Rel?
Orjin volvió la cabeza y miró a Kyle, después carraspeó.
—Bueno, señor, yo no soy político. Pero me alegré de que no procesara a los oficiales que se habían rebelado contra la emperatriz.
La mirada calculadora del hombre pareció decir «¿Porque tú estabas entre ellos?».
—Es falari, ¿sabe?
—No, señor. No lo sabía.
—Sí. Y le diré una cosa, a muchos aquí no nos sorprendió en absoluto la noticia de su, eh, ascenso.
—No me diga, señor.
El hombre se encogió de hombros, incómodo, bajo las varias capas de túnicas y pieles.
—En cualquier caso… ¿sus tarifas?
—Una mediaplata la hora por instrucción individual.
La boca del hombre se abrió.
—Eso es mucho más de lo que esperaba.
—Ah, pero… —El hombretón señaló a Kyle—. También puedo ofrecer instrucción de aquí mi compatriota, que perteneció a la afamada compañía de la Guardia Carmesí.
El noble observó a Kyle con frialdad.
—Y ahora emplea esas habilidades rompiendo brazos.
Orjin llegó a hacer una mueca.
—Sí, bueno. Siempre podría dejarnos si juzgase que la instrucción no lo beneficia.
—No es para mí. Es para mi hijo.
—Entiendo. ¿Su edad?
—Todavía un niño, en realidad… pero pendenciero. Indisciplinado. —Ladeó la cabeza mientras se acariciaba la perilla—. Pero tiene usted aspecto de poder manejarlo. —Asintió con gesto pensativo—. Sí, gracias. Hasta entonces. —Se inclinó.
Orjin respondió a la inclinación.
—Lo estoy deseando.
El hombre se fue. Kyle se acercó con prisas al lado de Orjin.
—¿Crees que lo volveremos a ver?
—Podría ser.
—Ni siquiera pidió ver tus papeles.
—Quizá sabe con qué facilidad pueden falsificarse esas idioteces.
—Quizá. —Kyle miró a su amigo de soslayo—. ¿Una mediaplata la hora? Un poco excesivo. Yo no podría permitírmelo.
El hombre esbozó una sonrisa lobuna y sus glaciales ojos azules resplandecieron con buen humor. Por un momento dio la sensación de volver a ser él mismo.
—Me pareció que le sobraba.
Kyle se echó a reír.
—Sí. Mañana, entonces.
—Sí… Trabajamos con espada y escudo.
Mientras retrocedía, Kyle desechó la sugerencia con un gesto.
—Dioses, no. No hay habilidad en eso.
—¿Que no hay habilidad? La que habla es la ignorancia. Acabar contigo, eso es lo que podría hacer esa ignorancia un día.
—No antes de que la acuchille.
—¿Acuchillar? Inútil contra cualquiera con un mínimo de armadura.
Kyle hizo una pausa.
—Entonces le… —Resonó una llamada justo cuando iba a abrir las puertas. El joven frunció el ceño y abrió una de las amplias hojas. Tres hombres, vestidos con sencillez y luciendo costosas espadas largas y dagas de estilo falari, las hojas rectas y delgadas. ¡Tres más! Debía de ser el día de Melena Gris (Orjin). Saludó con la cabeza a uno—. Días…
El tipo, un joven encopetado con un sombrero de fieltro verde de ala ancha, lo miró de arriba abajo sin intentar disimular siquiera su desaprobación.
—¿Eres tú ese nuevo maestro de armas?
—No. —Kyle señaló túnel arriba—. Es él. —Se apartó. Los tres hombres entraron y dejaron la puerta entreabierta. La condescendencia indiferente de ese gesto, como si los tres estuvieran acostumbrados a que otros les abrieran y cerraran las puertas, empujó a Kyle a seguirlos sin prisas, con curiosidad.
Se detuvo en la boca del túnel que llevaba al patio. Los tres se habían reunido con Orjin junto a la rejilla de armas.
—¿Es usted ese nuevo maestro de armas, Orjin Samarr? —preguntó el portavoz en un tono que era casi acusatorio.
Orjin se volvió y parpadeó con suavidad. Sus ojos destellaron como zafiros en la sombra.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarlos en algo? ¿Les gustaría dar una lección, quizá?
Los tres intercambiaron miradas y crisparon las bocas, divertidos.
—Sí —empezó el tipo del sombrero verde al tiempo que se apartaba y se llevaba una mano enguantada a la espada—. Puede ayudarnos a resolver una apuesta que hemos hecho mis amigos y yo… —Los otros dos se colocaron a la derecha e izquierda de Orjin. Kyle se apartó del muro y se fue acercando poco a poco a una rejilla de armas—. Versa sobre si un extranjero podría proporcionar enseñanzas de lucha de cierta calidad, algo que se aproxime siquiera a la que bendice Delanss.
Orjin asintió, comprensivo. Sacó un bastón rematado de la rejilla de armas y observó su longitud.
—Entiendo. Bueno, en circunstancias normales cobro una mediaplata por las lecciones. Pero quizá ustedes tres prefieran ir juntos con una tarifa de grupo…
Los jóvenes desenvainaron con una mueca desdeñosa. Orjin saltó sobre el que tenía a la derecha, el bastón machacó la diestra del hombre, que lanzó un gañido y se la metió bajo el brazo. Orjin giró para enfrentarse a los otros dos. Kyle sacó una porra de madera de la rejilla de armas y empezó a darle vueltas en el aire mientras miraba.
Usándolo con las dos manos, Orjin desvió las estocadas; el bastón se desdibujaba y apartaba a golpes las finas hojas de dos filos. El tipo del sombrero de fieltro tiró la espada con furia y sacó su daga de parada. El ruido seco del bastón contra las hojas resonaba por el patio. Kyle escuchó con atención por si oía el chasquido revelador del hierro al morder la madera, pero hasta el momento Orjin había conseguido evitar ese peligro concreto. La cara del hombre estaba enrojeciendo y Kyle dejó de lanzar la porra al aire.
Muy pronto, demasiado pronto para que empezase a notarse el esfuerzo.
—Están usando cuchillos —comentó con tono familiar.
Orjin lo atravesó con una mirada furiosa, las mejillas hinchadas. Los tres bailaban alrededor del espadachín mientras este iba cambiando poco a poco de postura, las rodillas dobladas, el bastón ladeado.
—Bien, en circunstancias normales —comenzó la plática—, nunca tendríais ocasión de encontraros con un oponente que usase un arma a dos manos… —Uno se abalanzó y el bastón de Orjin lo abofeteó en la cara y lo envió bamboleándose lateralmente. Orjin volvió a ponerse en guardia contra los dos que quedaban—. Por lo general, resulta demasiado lento e incómodo a la hora de desplazarla de un lado a otro por el cuerpo. Un oponente ágil debería… —El mismo joven volvió a cargar con una estocada. El bastón de Orjin la paró, se hundió y subió contra la entrepierna del tipo. El hombre cayó como una marioneta con los hilos cortados. Kyle mostró una mueca de dolor empático.
Con el sudor bañándole ya la cara, Orjin se enfrentó al portavoz, que sonrió, admitió la lección y de inmediato atacó. Su oponente detuvo el ataque, realizó una inclinación con la cabeza y gritó para animarlo.
—¡Sí, sí! Eso es… Ladea la punta, ¡prepara la izquierda para la estocada oculta!
Un grito de advertencia de Kyle murió en su garganta cuando el tipo al que habían golpeado en la mano volvió a entrar en la refriega para sujetar a Orjin por detrás. A Kyle le asombró la estupidez del movimiento; Orjin era como un bhederin, mucho más ancho que cualquier hombre que él hubiera conocido jamás.
Con un encogimiento de hombros, Orjin retorció un brazo, sujetó al hombre por la cabeza y lo cargó al hombro, boca arriba, como un saco de grano. Con el bastón en una mano, miró al portavoz.
—Ahora lleváis ventaja… ¡un oponente con una sola mano!
El portavoz no dudó. Las botas se deslizaban y daban golpes secos en la arena mientras esquivaba y fintaba para rodear a Orjin, que cambiaba de postura con movimientos pesados. Kyle se apartó del muro de una patada. ¡Mierda! ¡Va a intentarlo de verdad! La espada larga arañó el mango del bastón y lo apartó, después el tipo metió la daga y lanzó una estocada, pero Orjin giró; la hoja serró su costado sin clavarse cuando las piernas y las botas del hombre que llevaba al hombro chocaron contra su ayudante y lo mandaron por los aires. Orjin tiró al hombre contra su despatarrado compañero y se irguió jadeando. Se tocó el costado con cautela e hizo una mueca.
—La lección es… —respiró hondo una vez— que todos deberíais haber atacado a la vez, a pesar de todo.
Kyle observó el pecho del hombretón alzándose y cayendo. ¿Ya estaba sin aliento? Mala señal. Sí, muy mala señal. Volvió a poner la porra en su sitio.
Cuando el portavoz se levantó con esfuerzo, Orjin le puso una bota en el trasero y lo mandó dando tumbos por el túnel.
—Os cobraría. Pero sospecho que sois incapaces de aprender nada.
Los chicos reunieron sus armas caídas y salieron de espaldas hacia la puerta. Kyle se inclinó cuando pasaron.
—¡Honorables señores!
Los jóvenes se limitaron a mirarlo con furia y pronunciaron unas cuantas maldiciones. Kyle salió sin prisas a reunirse con Orjin, que se estaba recomponiendo.
—Ya sin aire…
El hombre le lanzó una mirada colérica.
—Ha pasado mucho tiempo. —Encontró un trapo y se limpió la quijada.
—Un altercado de nada como ese no debería…
—Déjalo.
Kyle alzó las cejas. Y encima irritable.
—Bueno, me pasaré entonces mañana por la tarde para trabajar con la espada y el escudo. ¿Qué dices? ¿Armadura completa también?
Orjin hizo una mueca.
—Muy gracioso. Y ahora, largo de aquí. Tengo que asearme.
Kyle hizo un saludo militar y retrocedió.
Pero lo había dicho en serio.
En un callejón estrecho y en sombras, unas calles más abajo, el joven matón, con el sombrero de fieltro verde en una mano, se llevó un pañuelo de seda a la nariz y la boca para restañar la sangre y miró al noble delaness costosamente vestido con sus túnicas de piel y las gruesas cadenas de plata. Con una mano cargada de anillos, el noble ladeó la cabeza del joven para examinarle una mejilla y chasqueó la lengua por lo bajo.
—Así que se las arregló para manejarte…
—¡Padre!
—Bueno, ¿qué te parece? ¿Es él?
—Tiene que serlo. Levantó a Donas como si fuera un crío.
—Muy bien. Enviaré recado. Hasta entonces, contrata hombres para mantener vigilada la escuela.
El joven se inclinó.
—¡Y nada de castigos! Nada de ballestas en plena noche ni cuchillos en el mercado. Lo quieren vivo.
El joven puso los ojos en blanco.
—Sí, padre.
El noble se acarició la perilla entreverada de gris y estudió al joven.
—Debo decir que me impresiona el control de ese hombre. Te derribó sin romper ningún hueso. Mostró un gran comedimiento ante un insulto casi intolerable.
—¡Padre!
Primer año del gobierno del emperador Mallick Rel el Misericordioso
(Año 1167 del Sueño de Ascua)
Subcontinente de Stratem
Al amanecer, Kuhn Eshen, llamado Kuhn la Nariz, capitán del Suculentas Nuevas, un mercante katakano, echó el ancla no lejos de la costa, junto a la ciudad de Thickton, y pasó una mañana de angustia a la espera de ver si eran ciertas las historias de que las tierras de Stratem volvían a estar abiertas al mundo exterior.
A medida que pasaban las horas, los barquitos de siempre comenzaron a salir para ofrecer fruta fresca, pan, pescado y cerdos. Los chicos y las chicas atravesaban a nado las frías aguas y se ofrecían a llevar a la tripulación a pensiones o burdeles, o para actuar como guías por la ciudad. Todas buenas señales de una apertura creciente al comercio. Hacia el mediodía, las lanchas abiertas más grandes salían remando con agentes mercantes a bordo. A esos hombres y mujeres Kuhn los recibió. Les ofreció una muestra del licor estigio que había traído y les mostró rollos de popelín de Jass. Los agentes escucharon con una impaciencia apenas disimulada su charla sobre Korel; noticias que solo tenían unas semanas de antigüedad en lugar de los dos o tres meses que por lo general tardaba cualquier información en alcanzar ese trozo del aislado mar de Carillón.
Una mujer entre ellos, sin embargo, desconcertó a Kuhn, que no le quitó el ojo cauto de encima. La mujer permanecía apoyada en un lado, sin hablar con nadie. Vestida con cueros oscuros, con una espada al costado, en el cinturón, el largo cabello cobrizo apartado de la cara y sujeto con un broche de carey de color verde brillante, casi parecía una especie de oficial del ejército. No mostró ningún interés en las mercancías; en su lugar vigilaba a la tripulación, que a su vez le echaban un ojo a la orilla densamente arbolada. Unas cuantas historias confusas habían llegado a las tierras de Korel sobre acontecimientos acaecidos en su vecino del sur. Rumores de una banda de mercenarios que se estaban tallando un reino privado. Pero todo eso había sido hacía mucho. Aun así, Kuhn se preguntó si esa mujer podría ser uno de ellos.
Tras expresar cierto interés por encargar varias cantidades de las maderas nobles locales, pieles curtidas y telas de piel, Kuhn pasó un tiempo repartiendo noticias de tierras korelanas. El atestado círculo de mercaderes de la zona se aferró a cada jirón, ya fuera verdad o no. Estaba hablando de la muralla de las Tormentas cuando su público se quedó callado y todos los ojos se apartaron y miraron más allá de él. Kuhn se volvió.
La mujer de los cueros oscuros se había colocado a su espalda. Lo contemplaba con aire expectante, la afilada barbilla levantada.
—¿Disculpe…? —tartamudeó.
—He dicho qué era eso… de lo que estaba hablando ahora mismo.
—Solo las últimas noticias de la muralla de las Tormentas, honorable dama. ¿Y usted es…?
—Represento al gobernador de esta provincia, la provincia de Refugio, de Stratem.
—¿De veras? ¿Un gobernador? —Kuhn miró a un agente cercano que asentía con gesto muy serio, el grueso cuello todavía más abultado. Qué curioso. Esta noticia podría valer mucho en ciertos puertos de Korel—. Y este gobernador… ¿tiene nombre? —Al observar más de cerca, vio que lucía una única joya en la parte alta del pecho, a la izquierda, lo que parecía un dragón o una serpiente forjada en plata.
Los labios finos de la mujer se ladearon en una sonrisa astuta, casi cruel.
—Usted primero.
Ah. Así que esas tenemos, ¿eh? Kuhn se encogió de hombros y apoyó los antebrazos en la regala del barco.
—Desde luego, mi señora. Mis noticias son siempre gratis. Es casi por eso por lo que los comerciantes somos bienvenidos doquiera que vamos. Estaba hablando de la muralla de las Tormentas. Las filas de los elegidos han menguado, ¿sabe? Pero esta última estación ha surgido un nuevo campeón en el muro. Los korelrianos no hablan más que de sus hazañas. Lo llaman Barras, un extraño nombre, ese.
La reacción de la mujer hizo estremecerse a Kuhn. Se puso muy pálida; alzó una mano como si quisiera cogerlo por la garganta y sacudirlo, pero, para alivio de Kuhn, la mano femenina se limitó a aferrarse al aire.
—Barras —siseó la mujer en voz alta, con un susurro casi maravillado. Se arrojó por la borda y bajó resbalando por la escala de cuerda sujetándose solo con las manos. Aterrizó sin gracia en una balsa y de inmediato le ordenó que se pusiera en marcha. Incluso se puso ella misma a remar y el resto de la fornida tripulación no lo tuvo fácil para seguirle el ritmo. Todo lo cual Kuhn observó con gesto perplejo mientras se rascaba la cabeza.
—En el nombre de la Santísima Salvadora, ¿quién era esa?
—Esa era Janeth, celadora de la ciudad.
—¿Celadora? ¿Qué quiere decir eso? ¿Es vuestra gobernante?
Una sacudida de la cabeza.
—No, amable señor. Tenemos un consejo. Ella aplica las leyes. Sus hombres vigilan la costa. Arrestan a ladrones y asesinos, y no se puede decir que hayamos tenido muertes en algún tiempo. —El agente empezó a encontrarle el gusto al tema y cruzó los brazos sobre la regala—. La temporada pasada llegaron asaltantes de su vecina Mare. Aparecen de vez en cuando. Ella y sus hombres los ahuyentaron.
Kuhn le echó un vistazo a la balsa que se alejaba. ¿Ahuyentaron asaltantes de Mare? ¿Ella y cuántos hombres? Así que aplican la ley y protegen. Agente de ese supuesto gobernador. ¿Un rey con algún otro nombre? Noticias sin duda para el Consejo korelano de los elegidos sobre sus vecinos del sur, antes tan tranquilos.
—Y ese gobernador provincial, ¿tiene nombre?
Un encogimiento de hombros tranquilo bajo pieles amontonadas.
—Yo oí que lo llamaban Penas una vez. Nosotros solo lo llamamos lord gobernador. Vive en un antiguo fuerte llamado Refugio. No ha pasado mucho por aquí en los últimos tiempos. Y no es que yo lo fuese a conocer si lo viese.
Basta por ahora. Con una sonrisa fácil, Kuhn le dio al hombre una palmada en el brazo.
—Bueno, gracias. ¿Lo veo esta noche?
—Oh, sí. En casa de Esta. Tiene un establecimiento muy limpio. El mejor de todos. Ya lo verá.
¿El mejor de todos? Amigo mío, dudo mucho que este remoto nido de barro pueda ofrecer alguna atracción que rivalice con las de la célebre Danig de Robo o la legendaria Ebon de Estigio.