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La ciudad se despereza más tarde que temprano, poco a poco la muchedumbre va ocupando unas calles y vaciando otras, siguiendo un ritmo tan oculto y exacto como la circulación de la sangre. Se llenan los bares con gente que desayuna sin prisas comentando lo que harán el fin de semana; en las barras se abren las páginas de los diarios, como enlutadas mariposas con las alas manchadas de grasa. Los titulares de la prensa deportiva enronquecen las gargantas de los machos adultos, que gastan su inagotable capital de bromas soeces y se mandan a chuparla y a mamar. Se prometen humillantes jodiendas para el domingo que viene, porque se la van a meter doblá, porque se van a dar bien, subrayado con el gesto horizontal del puño. Las niñas de las tiendas cercanas, sentadas juntas, todas con la misma espesa capa de maquillaje, cotorrean acerca del último suceso de los programas del corazón, muertas de risa y de curiosidad ante el vaivén de amores y cuernos y maternidades. ¿Viste el traje de la tal o la cual? ¡Qué espanto! Cremas faciales untan la conversación, colonias la perfuman. Aún no les duelen las piernas pero la agotadora jornada las espera. Qué buen ratito este antes de comenzar el trabajo, o recién comenzado, porque sería desesperante afrontar el curro sin más ni más. En otra mesa, tres amas de casa que han llevado a sus hijos al colegio alargan el tiempo antes de reincorporarse a la rueda de las tareas domésticas y juntan las cabezas en conciliábulo para comentar el drama sentimental de alguna conocida. Al lado una pareja, sentados el uno al lado de la otra, leen juntos el mismo periódico. Conmovedor testimonio de lo que puede la costumbre. Café y media tostada delante, silencioso entre sus compañeros de trabajo, Héctor constata que su vida es una mierda, que todo lo que le rodea, que todo lo que tiene es sucio y huele mal. Esta mañana de viernes la soledad ha punzado el nervio anestesiado de su angustia. Se siente un sapo y aún más miserable sapo se siente por haber albergado, en el rincón más oculto de sus deseos, el sueño de que un beso lo transformaría en príncipe. Pero Belén no ha vuelto por el Hispano, y si lo hace lo verá tal cual es, tímido, feo, y si vuelve a dirigirle la palabra será por compasión, no por otra cosa. Jamás le daría un beso en los labios. Nada duele tanto como la esperanza y se maldice por haberla concebido. Mide en el reloj la desértica extensión de horas que ha de atravesar hasta que pueda refugiarse entre las cálidas paredes de su caparazón, cubiertas con fotografías de adolescentes anestesiadas, suspendidas entre la vida y la muerte, como él mismo, monarca absoluto de un reino de ultratumba en el que una mujer despierta, viva, no puede entrar. Sólo con Belén había soñado otra cosa, ella sí estaba despierta junto a él y lo miraba, no con espanto, sino con deseo. Tras la noche en que se masturbó imaginándola en su cama, ha evitado excitarse pensando en ella, expulsándola de sus pensamientos cuando delante del vídeo o con manoseadas revistas se dispone a entrar en su caverna de desnudas durmientes. Pero la imagen de ella lo persigue, su luz apaga cualquier otro brillo, el recuerdo de su risa deshace cualquier encantamiento. Por eso se maldice a sí mismo y la maldice. Le dan ganas de levantarse y gritar su dolor en medio de todos. Detener con un alarido las conversaciones, las risas, los silencios, paralizar el bar, la calle, la ciudad entera con un grito que estallara como una explosión. Mueve con la cucharilla su café, ya frío, y mira la tostada que no tiene fuerzas para llevarse a la boca.