Los veía entrar y salir en mis momentos de descanso, cuando no había nadie y aprovechaba para encender un cigarrillo. Un metro por encima de sus cabezas, no reparaban en mi presencia, aunque a menudo miraban disimuladamente a uno y otro lado. Me pasaba las horas atendiendo en la boutique a orgullosas mujeres que iban a vestirse y espiando desde el ventanal a hombres avergonzados que iban a verlas desnudarse. Aquel movimiento, contradictorio en apariencia, estaba lleno de secretas correspondencias, como los polos que hacen girar una esfera. Yo quería trazar el eje que distanciaba y unía estrechamente ambas actitudes, tan ajenas la una como la otra para mí, pues no compartía, como he dicho, la afición a los trapos, y la vanidad enfermiza de muchas clientas me hacía verlas como a salvajes proveyéndose de plumas. Más extraña aún me resultaba la obsesión masculina, esa pulsión que arrastraba a muchachos y ancianos, a solitarios y padres de familia, hacia un lugar sórdido para alimentarse de imaginaciones cuya satisfacción era necesariamente pobre. Por entonces estaba hastiada de lecturas, desconfiaba de saberes que no pudiera validar por mi experiencia, aspiraba a un conocimiento que fuera descubriendo por mí misma, con todas mis equivocaciones y tanteos, que formara parte de mí, que me transformara. Me fijé en Héctor, aunque entonces no sospechaba que llegaría a saber su nombre, como en uno más de los asiduos al sex–shop, cuyos rostros y actitudes poco a poco se me iban haciendo familiares. Parecía aún más desvalido que los demás, más joven. Casi todavía un adolescente, torpón y escasamente atractivo, sin éxito con las chicas y adicto a la masturbación. Tenía entradas en el pelo rubio y cara de persona tímida y sensible. La boutique era un lugar que privilegiaba la personalidad, falsa o verdadera, que favorecía el exhibicionismo, donde se entraba con total desinhibición, pisando fuerte. El sex–shop, por el contrario, era una frontera del anonimato. Los que entraban allí lo hacían sin nombre, a hurtadillas, puerta de acceso a un reino sumergido, oculto, poblado de descabelladas fantasías. Muchas veces acaricié la idea de averiguar quiénes eran, cuáles eran sus nombres, sus ocupaciones, sus afectos, si es que los tenían. Incluso pensé que podrían ser un buen asunto para un trabajo de campo acerca de los efectos perjudiciales o beneficiosos de la pornografía. Naturalmente, todo esto no eran más que ensoñaciones absurdas que nunca me propuse llevar a la práctica, hasta que una casualidad (aprobaron una norma en el Náutico por la que los hijos mayores de edad de los socios tenían que pagar también una cuota) me llevó a la piscina del Hispano. Iba por las mañanas. La tarde libre que disfrutaba entre semana la dedicaba a otras cosas, a ir a la biblioteca o a salir con Juanjo, un compañero de la facultad, con el que me acostaba de cuando en cuando. Sin embargo, se acercaban los campeonatos, sería la última vez que participaría, era ya demasiado mayor para competir y quería despedirme dignamente. Así que decidí entrenar también en esa única tarde.
Héctor me llamó la atención antes ya de reconocerle. Calentaba al borde del agua cuando lo vi, buceando como un cachalote que saliera a respirar de tarde en tarde. Una sombra blanca y movediza en el escaso fondo, cruzando bajo los que nadaban en la superficie, emergiendo en las calles libres para sumergirse otra vez sin nadar ni una braza. Mientras estiraba no le quité la vista de encima. Llevaba unas gafas verdes de buzo, que me impedían verle la cara, y aletas. Parecía un pez abisal condenado a las profundidades. Era una conducta extraña. Pero también la mía debía de serlo para él. Iba a competir en estilos, andaba algo floja en mariposa y el instructor me había recomendado entrenar embutida en una funda de neopreno para nadar con el cuerpo, sin ayuda de los brazos. Desde que me vio en el agua, empezó a seguirme por toda la piscina, una serie tras otra. Sólo lo veía por un momento cuando sumergía la cabeza, debajo de mí. Desaparecía de repente pero al poco volvía a verlo a un lado o al otro, con su grandes gafas verdes. Mantenía las distancias, pero no dejaba de observarme. En las piscinas siempre hay hombres y muchachos embobados que miran nadar a las chicas, les gusta horrores mirarnos, y vuelven una y otra vez la vista hacia nosotras por más que disimulen. Este era un moscón de esos, pero el más tenaz y original de todos. Me desentendí de él para concentrarme en alcanzar el ritmo en el que el cuerpo avanza por automatismo e inercia, sin esfuerzo. Volví a verlo cuando empecé las series de espalda. Se habría cansado, o decidió cambiar de punto de vista, antes desde abajo, ahora desde arriba, porque estaba acodado en la pila de hidromasaje, elevada como un metro sobre la piscina. Pero no lo reconocí en ese momento, apenas veía su figura borrosa, sino luego, cuando acabé el entrenamiento. Seguía acodado en el mismo lugar, con las gafas verdes sobre el gorro de baño, la cara roja y una involuntaria y satisfecha sonrisa en los labios, mirándome, procurando que yo no me diera cuenta de que me miraba, como un perro mira a un hueso. Aquel rostro me resultaba familiar y le devolví una mirada tan intensa que se dio la vuelta y le faltó poco para echarse a silbar. No fue sino camino del vestuario, mientras sentía sus pupilas clavadas en mi culo, cuando me di cuenta de que era el chico que tan a menudo veía entrar en el sex–shop. Mientras me duchaba no dejaba de darle vueltas a aquella coincidencia, y me hice una idea, vaga aún, de por qué le había llamado tanto la atención. Parecía una señal, como si los hados me dijeran: «¿No sentías curiosidad?, pues ahí lo tienes, adelante». Cuando salí, me lo encontré en la puerta. Llovía a mares y me detuve a su lado. No lo dudé mucho y lo abordé. Por un momento fue patente su sorpresa, pero entró al trapo.