Héctor revive por enésima vez el momento en que avanzaban debajo del paraguas, ella tomándolo del brazo, riendo nerviosamente mientras el cielo se desplomaba como una cascada sobre los dos, las cabezas muy juntas, los rizos castaños acariciando su mejilla. Inspira hondo como si aún pudiera captar su olor, oye de nuevo sus grititos al meter el pie en un charco. Y después, cuando llegaron al coche, su invitación. «Venga, te llevo. No digas que no, si está diluviando. Vamos, sube al coche, sube». Y subió, se veía de nuevo sentado en el diminuto vehículo, el paraguas chorreando vertical entre las piernas flojas y en la cara una mirada de perro agradecido. Iban muy despacio, apenas se veía nada tras la cortina de lluvia. Parpadeaban esfumándose las luces de los semáforos, y él, tratando de seguir la conversación intrascendente, se licuaba también por dentro al mirarla, las mejillas húmedas, rojas, el pelo mojado, los ojos brillantes sobre la desafiante nariz, la palabra fácil como la risa, su limpia risa. No la ha vuelto a ver, aunque espera hacerlo pronto. En su interior luchan dos imágenes, la de la desconocida sirena de brazos aprisionados que se desliza por el agua, y la de la muchacha espontánea que lo ha tratado como si fuera un amigo, alguien cercano. Ambas revuelven sus genitales, su corazón, su cabeza, y se unen en una sola imagen: Belén a su lado, en la cama que es ahora una piscina azul, aprisionada en su traje de neopreno, inmovilizada, incapaz de otro movimiento que no sea serpentear, ondularse, los brazos sujetos a los costados, las blancas manos agitándose junto a las caderas, los muslos pegados y, entre ellos, en el ángulo más dulce, donde él reposa la cabeza sintiendo su calor en la mejilla, el coño guardado como en un estuche. Sueña con el sabor del látex, fetiche de la piel, que lame y muerde, el vientre liso, tenso, los apretados pechos, que imagina grandes en la pantalla de sus ojos cerrados, aunque Belén los tiene pequeños. Pero sí es su rostro el que le sonríe bajo los rizos castaños, invitándolo a continuar, a excederse. Él entonces la vuelve y besa su delicada y fuerte espalda, muerde sin herir el cuello, los omoplatos libres del neopreno, baja las manos por la cintura acariciando con fuerza el esbelto talle, palmea la redonda prominencia del culo, amasa las nalgas bajo el fino caucho, se arroja sobre ellas febril, con un hambre voraz. Y no se detiene ahí, sino que continúa por los muslos, por las pantorrillas, hasta la planta de los pies, que lame con fruición. Finalmente tira de la cremallera, recorriendo todo su cuerpo, y la libera. Ella se despereza boca abajo con un maullido de gata, su piel brilla con un microscópico rocío de sudor, cruza los brazos y apoya en ellos una mejilla, se pone cómoda, abre las piernas, más descuidada que lasciva, levanta ligeramente el culo. Se le ve perfectamente el sexo abierto, refulgente como una joya. Vuelve la cara y lo mira con expresión de deseo. Entonces Héctor, ya no más que un vibrante músculo, siente que una corriente de puñetera delicia le revienta la polla y lo inunda de placer. Se corre sin la furia agónica de otras veces, con más dulzura, con más lentitud, se siente morir, disolverse. Cuando recupera el resuello, se le escapa una lágrima.