No me he enamorado nunca. No como dice la gente que se enamora, con pasión desmedida, con obsesivos celos, con ansia de infinitud, como si cada vez fuera para siempre. No; por más que me encaprichara de alguien, siempre quedaban en mi interior zonas libres de esa tiranía. Ese amor, anhelo de las coplas, mito sobreactuado y sentimental, hace al cabo más desdichadas que felices. Encontré más bien un amor de cada momento, simple y sin fe, un afecto sexual surgido en la epidermis, nacido entre la confianza y el misterio, la inseguridad y la audacia, el placer y el morbo. Así fue con Héctor y con los que vinieron después. Cazarlo me resultó excitante, pero para nada lo quería dentro de la jaula. Creo que, por más que lo lamentara, acabó por aceptarlo. Lo vi en dos ocasiones tras la noche en que me sorprendió en la tienda. La primera en la piscina, una larga tarde en que nadamos despreocupados; la segunda en mi casa, unos días antes de irme, cuando lo invité a tomar café. Le gustó el apartamento y lo alabó con tosca ingenuidad, aunque sin asomo de pedantería. Le interesaron mis libros y fue preguntándome por todos los autores que no conocía hasta que le dije que parara porque aquello parecía un concurso. Estaba relajado, daba la impresión de haber encontrado un nuevo acomodo consigo mismo. Su despecho se había convertido en resignación y creo que incluso le aliviaba mi marcha, pues así no me tendría tan presente. De ese modo, era la fatalidad la que nos separaba, y no mi desinterés. Hablaba sin timidez ni patetismo, con una seguridad sobria y desconocida. «Yo no podré olvidarte nunca y me masturbaré mil noches recordándote», me dijo entre otras cosas, sin pesar, con una sonrisa; se alegraba de haberme conocido, se alegraba más de eso que de ninguna otra cosa que le hubiera ocurrido nunca. Lo celebraría el resto de su vida. Naturalmente, le dije que exageraba, que tendría otras oportunidades, pero me halagaron en extremo sus palabras. Me sentía también aliviada por no haberle causado un estropicio emocional. Conmovida por aquella incondicional y estoica entrega, librada sólo a sí misma, le miré con cierta intención, ablandada por su camelo. Cuando me dijo que le concediera un último beso de despedida, asentí, me recosté en el sofá y le ofrecí mi boca. Me besó larga y suavemente, poniendo el alma en los labios; después susurró que quería despedirse también de mis tetas. ¿Cómo decirle que no? Lo dejé hacer, más tibia que caliente, relajada. No pidió permiso para despedirse de lo demás. Me subió la falda, me bajó las bragas, sencillas, color carne. Besó mi sexo, en el que el pelo empezaba a crecer. Me lo comió rematadamente bien, inspirado por su propia gula. Cerré los ojos para abandonarme a las sensaciones que provocaba en mi organismo, y mi tibieza se fue encendiendo hasta ponerse al rojo vivo. Al poco jadeaba y me removía muerta de gusto. Le dije que parara, quería sentir su polla grande y dura dentro. Le dije que parara pero no lo hizo, su lengua era más insistente aún, sus labios más grandes, le pedí que no siguiera, le rogué que me follara, pero su despótica boca, dueña de mi placer, siguió incrementándolo. Me cosquilleaba la sangre, como si subterráneos ríos de lava se precipitaran en un cráter a punto de explotar. Le llamé en un último intento, «¡Héctor, no, no! ¡Héctor!», y con su nombre hecho un grito en los labios me corrí bestialmente, apretándole la cabeza entre los muslos como si quisiera asfixiarlo.
Creo que casi lo hice. Emergió con la cara roja como un tomate y una incontenible expresión de felicidad. Tenía una tremenda erección, claramente visible bajo los pantalones. Lo veía como en una neblina, aún transportada por ondas de placer. Todavía quería que me follara, pero supe que no iba a hacerlo. Me miraba triunfante. Esa era su revancha. Ya había obtenido lo que quería. Me había obligado a rogarle por su polla, permitiéndose el lujo de negármela y haciendo que me corriera contra mi voluntad. Podía haber saciado su lujuria en mi cuerpo rendido, y sin embargo se abstuvo, dominándose a sí mismo después de dominarme a mí. Me alegré porque, ya más calmada, no me apetecía que volviera a tocarme. Él, probablemente, prefería esperar, manteniendo aquella sublime sensación de victoria hasta llegar a su casa y masturbarse. Se acercó, me dio, esta vez sí, un último y breve beso en los labios y se marchó, dejándome despatarrada en el sofá.
Dos días después, cargada con dos gruesas bolsas y una pesada maleta, me fui a París con mi padre, dispuesta a no volver. Llevaba allí dos semanas cuando me llegó una postal remitida desde la tienda, adonde había llegado a mi nombre. La enviaba Claudia desde Lisboa. Era una hermosa vista de la ciudad desde el puente. Al dorso, su letra rezaba:
«Vamos a dar la vuelta al mundo. No te he olvidado. Quiero darte la gracias, esta vez de corazón. Sigo pensando que eres una…».
Luis también firmaba más abajo, sin añadir nada. Fue la primera postal que recibí, la siguieron otras, espaciadas en los meses, desde sitios muy lejanos. De todo aquello hace ya tres años. Ellos aún siguen por ahí, en algún lugar remoto, confundidos, como Héctor, del que no he vuelto a saber, como yo misma, en la abigarrada e ingenua humanidad.