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Es martes por la tarde y llueve como si no ocurriera ninguna otra cosa en el mundo. La ciudad, intimidada, se ha agazapado y su respiración se ha hecho más lenta, los coches circulan silenciosos iluminando las gruesas gotas que se desploman sobre los paraguas de los escasos transeúntes. Desde la puerta del Centro Deportivo, Héctor contempla el diluvio resignado a esperar a que escampe. La excitación que ha sentido en la piscina, más acusada que otras veces, convoca imágenes que atraviesan su mente como rachas de viento. Ahora que recuerda lo sucedido, aún le parece más espectacular y se relame anticipando las exaltadas ensoñaciones que puede proporcionarle. Esa tarde ha llegado una chica nueva a la que no había visto antes. De pelo corto y castaño, sobre el que se ajustó un gorro rojo que le enmarcaba la cara hermosa e irregular, con la nariz un poquito larga y ojos grandes de mirada abstraída y seria. Un bañador negro en el que cobraban modesto realce los pechos no abundantes pero suficientes, el culo alto y las piernas largas. La observó con atención, como a las otras, mientras saludaba a uno de los instructores. Le habían reservado una calle, algo poco común. Menos aún lo era el atuendo en el que el instructor la ayudó a embutirse, una funda de neopreno azul, cerrada por detrás con una cremallera, que la ceñía desde los hombros hasta las rodillas, inmovilizándole los brazos, pegados a los costados. Después se dio la vuelta entre los brazos del instructor hasta situarse en el borde y se lanzó de pie a la piscina. Héctor ya se había sumergido y contempló la fulgurante entrada en el agua, la flexión de las rodillas, la completa inmersión de la figura aprisionada, el grácil salto y el impulso en la pared para nadar de espaldas sin ayuda de los inermes brazos, con los pies juntos y ondulaciones de todo el cuerpo. Desde abajo, buceando, persiguió su progresión de ninfa mientras se deslizaba en el agua, admirando su movimiento enérgico y cadencioso, que comenzaba en la punta de los pies, impulsándola hacia abajo, se elevaba en las rodillas, descendía avanzando en los muslos y las nalgas, y se elevaba de nuevo con los pechos y la cabeza para tomar aire antes de sumergirse y volver a comenzar. La acompañó desde el fondo largo tras largo, subiendo de vez en cuando a respirar. Jamás había visto nada parecido. Trajes de látex que inmovilizaban los brazos, sí, mujeres en una jaula de cuero pegada al cuerpo, fantasías groseras con algún destello ocasional de humor o glamour en el mejor de los casos. Nada tan sencillo, tan impensable, tan real como el entrenamiento de aquella sirena del bondage. Durante más de una hora, excitado y feliz, desde el fondo de la piscina o acodado en la pila de hidromasaje, no dejó de mirar cómo nadaba primero de espaldas, sumergiendo la cabeza en su vaivén, luego boca abajo, emergiendo la planta de los pies, el prodigioso culo, la cabeza, siempre con un ritmo poderoso y perfecto. Rememora esos momentos procurando que no se le olvide ningún detalle, mirando sin mirar el aguacero cuando una voz le sobresalta sacándolo de su ensimismamiento.

—Uf, cómo llueve, diluvia.

Es la nadadora, la chica del neopreno. Se ha detenido junto a él, bajo el dintel de la entrada, casi exhalando vapor después de la ducha, tonificada por el ejercicio, con la cara brillante y el pelo recogido en un gorro de lana. Sus palabras han sido tan espontáneas que Héctor le contesta sin pensarlo. De haberlo hecho, se hubiera quedado mudo.

—Una barbaridad. No se atreve uno ni con paraguas.

—Pues yo no me lo he traído. Pero tengo el coche aquí cerca.

Él quisiera decirle que la acompaña donde sea como si la llevara bajo palio, pero sólo acierta a mascullar algo ininteligible mientras le señala el paraguas. Ella sonríe ante la timidez del ofrecimiento.

—Nos hemos visto en la piscina, ¿no? Tú eres el que estaba buceando.

—Sí, y tú… —por fin reúne valor—, tú la que nada sin brazos.

—Sí, justamente eso —contesta mientras se echa a reír, orgullosa de su fuerza—. Pertenezco a la Federación Andaluza de Natación y me estoy entrenando para los campeonatos. Y tú debes de practicar el submarinismo, porque hay que ver lo que aguantas. Siempre que metía la cabeza en el agua te veía por allí abajo, como si fueras anfibio.

—No lo soy, pero me gustaría. Yo no me entreno para nada. Me gusta más bucear que nadar… Ahora parece que llueve menos.

—¿Tú crees? Bueno, habrá que decidirse. ¿Tú salías ya? Yo tengo el coche aquí mismo. Me llamo Belén.

—Yo…, yo, Héctor. Claro, claro, vamos.

Sin creerse su buena estrella abre el paraguas aparatosamente y se juntan lo más posible para guarecerse bajo él y arrostrar la lluvia.