Héctor contempla a las nadadoras desde el fondo de la piscina. Quisiera ser invisible. Un par de garras deslizándose por el fondo de mares silenciosos. Se repite ese verso a menudo. Se siente así, sigiloso, abismal. Quisiera encontrar a Belén y ser invisible. Ese obsesivo pensamiento, ese rencoroso deseo aturde sus mañanas, paraliza sus tardes, atormenta sus noches. No hace nada por buscarla porque no sabe dónde ni cómo. La ve en todas partes sin hallarla en ninguna. Así que vegeta habitando con desgana su vida de siempre. No ha ido por el sex–shop en semanas, pero esta tarde decide ir a última hora para no regresar tan pronto a casa, por tristeza y costumbre. Están cerrando la tienda de al lado y le lleva un momento darse cuenta de quién es la chica que se inclina para echar el cierre del escaparate y entra dentro después, sin advertir su presencia. Retrocede unos pasos, con el corazón desbocado, y procura ocultarse al estrecho abrigo de un portal sin saber muy bien lo que hace. «¡Cierra tú, que ya voy tarde!», grita una señora que sale apresurada. La dueña del negocio. Belén trabaja allí, justo al lado, por donde él ha pasado sin verla tantas y tantas veces. Ahora comprende la mirada que le dirigió cuando se encontraron en la piscina, como si ya lo conociera. A través del cristal la ve recoger sus cosas, y sin pensar, atraído como por un imán, salva los pasos que los separan y entra en la tienda.
Ella lo mira desconcertada. La asusta la expresión de su rostro, contraído por un ahogado reproche, su mirada fija, demente, en la que brillan como ascuas la desesperación y el deseo. Teme que se abalance sobre ella. Y está a punto de hacerlo, para descargar la rabia de estas semanas de tortura; quisiera derribarla sobre la mesa, asfixiarla o noquearla para dejarla inconsciente, tenerla en su poder, pero se contiene apretando los puños hasta que se le ponen blancos los nudillos. Mira a su alrededor el escenario incongruente poblado de maniquíes y está a punto de echarse a llorar. «No quise hacerte daño», le dice Belén, apiadada, venciendo su miedo. Se ha acercado hasta él y le pone una mano en el hombro. «No quise hacerte daño. Todo lo contrario», le repite, «no pretendía… Espera». Cierra la puerta y echa la llave. Lo conduce arriba y apaga las luces. La sala queda en sombras, iluminada tan sólo por las luces de la calle y el anuncio de neón del sex–shop, que tiñe la penumbra con colores de apagado arco iris. El pasaje está vacío, salvo por un hombre de indefinible edad que sale furtivamente ignorando que lo observan desde arriba, con una calva en la coronilla. Belén le confiesa, amparada en la oscuridad, sin que apenas puedan verse las caras, cómo los espiaba desde allí, a él y a tantos otros, en cada rato libre, sin saber si sentir envidia o pena por tan intensa obsesión, preguntándose compasiva si podría aliviarla, si, morbosa, podría compartirla. Le cuenta toda la historia desde que el azar le proporcionó una oportunidad al ponerlo en su camino. Las fotos escondidas de su padre que vio cuando niña, sus razones, su curiosidad, su hambre de algo real, no de ficciones, sentido en carne propia y no en películas o en libros. También su insatisfecha soledad, su propio extrañamiento ante el mundo que la impulsó a abordarlo como alguien accesible, próximo. «Y me gustó, ¿sabes? Me gustó de veras. Pero sólo quería eso, nada más, y nada menos. Igual que tú». Le toca la cara con la mano, ahuecando la palma para sentir su mejilla. Él no sabe qué contestar, se ha disipado su furia, que ahora le parece injusta; quisiera disculparse pero no le salen las palabras, y la abraza en un rapto de ternura, no como a una amante, sino como a una amiga, como a una hermana.