Entre los cuarenta y la muerte. Luis lleva todo el día paladeando la humorística amargura de esa frase oída no sabe cuándo ni a quién. Entre la invalidez y la muerte, añade. Su cumpleaños le ha puesto más melancólico aún que de costumbre. Tiene desplegado ante sus ojos el mapa que Claudia le ha regalado por la mañana. Una vuelta al mundo. Tan de su gusto que parece pensada para él, aunque sea el periplo aventurero de otro hombre hace ciento cincuenta años. Un hombre calzado de recias botas para caminar puertos de montaña o de mar, senderos que ignoran el motor, rocas que sólo pisan los pájaros. «Es nuestro viaje», le dijo al entregárselo por la mañana, «no contestes ahora. Piénsalo. No hay nada imposible». Claudia se equivoca, hay tantas cosas imposibles… No lo es coger un avión hacia cualquier parte, llegar a un aeropuerto, tomar un taxi, recorrer una ciudad, para nada de eso es un impedimento una silla de ruedas. Sí para todo lo demás. En la línea roja que, sobre el envejecido papel, enlaza los lugares más hermosos del orbe no ve sino una suma de indignas incomodidades, de humillaciones sin cuento. Sólo la larga navegación transoceánica le parece soportable, dar la vuelta a la Tierra huyendo de la tierra, en la ilimitada e inhumana extensión del gran mar. Se imagina en la cubierta de un buque, absorto en la contemplación de solemnes y grises olas. Si pudiera leerle el pensamiento, Claudia sonreiría al comprobar que ha logrado sembrar en el barbecho de su alma la semilla de un deseo. Aguza el oído por si llega algún sonido del otro extremo del piso, donde está escondida con su amiga, preparando el segundo regalo que le ha prometido. En su afán por demostrarle que no hay nada imposible ha traído a casa a otra mujer. Y no es una visita normal, eso está claro. Adivina por sus insinuaciones que quiere montarle un número como los que ven tan a menudo en el vídeo, como los que desde muchacho ha imaginado masturbándose tantas veces, sin la más mínima pretensión de que se hagan realidad. Aguarda con curiosidad y algo de miedo. Temor a que él le resulte ridículo, penoso, a la desconocida, cuyas acciones no puede prever y que quizás sea una perturbada, aunque quizás lo haga por dinero, ¿cómo, si no, la ha convencido Claudia? Teme también por ella, le asombra que soporte verlo con otra. Si es que lo soporta. Él desde luego no podría, o quizás sí. Comprende sus motivos, los comprende demasiado bien. Incluso aquellos en los que sólo cuenta ella misma, su sensualidad recién descubierta, la pasión que la posee. Tal vez lo que le corresponda sea limitarse a mirar, espectador de una función dispuesta en exclusiva para él, pero en la que participar le esté prohibido. Pero no está dispuesto a eso, si juegan tendrán que jugar todos. Por fin oye un repique de tacones y se vuelve con una sonrisa escéptica y los ojos hambrientos, preparado para encarar lo que sea.
Claudia trae en una mano una delgada fusta de paseo, cuyo ancho remate parece una lengua de cuero, y en la otra a Belén, cegada, con una pluma negra y sedosa enhiesta sobre el pelo, inclinada hacia delante con las dos manos sobre la suya, aferrándose a su único asidero en la tiniebla, completamente a su merced. Una certera imagen de desvalimiento y entrega, más efectiva, por menos tópica, que si la llevara atraillada como un animal. Es conmovedor. Claudia sonríe burlona y soberbia, segura de su dominio sobre la situación, sobre la dócil Belén, sobre la creciente erección de un estupefacto Luis que las mira sin acertar a decir una palabra. Se detiene en el centro del cuarto, pero hace avanzar a su prisionera unos pasos para dejarla sola frente a él. Después la abraza por detrás, apoyando la barbilla en su hombro para observar a su marido, mientras toca con una mano los pechos y el vientre expuestos, la cara, y acaricia los ojos bajo el antifaz, la nariz, los labios, entre los que introduce el dedo corazón, que Belén chupa como una niña un helado.
«Las manos a la espalda». En el asombrado silencio la voz de Claudia suena calmada, sin énfasis, pero con irresistible autoridad. «No, así no. Tocándote los codos. Así». De ese modo Belén endereza la espalda, levanta los pechos. Le pone la fusta bajo la barbilla, alzando también su cara. «Esta es Belén, mi amiga, mi esclava por esta noche. Mía, no tuya, aunque puedo compartirla contigo». Lo mira pícara, segura de su excitación, con la sartén por el mango. Él va a decir algo pero se lo impide; por el momento debe callar y mirar. «De rodillas», ordena a una trémula Belén que duda por un instante pero obedece. «A cuatro patas. Ahora gatea. ¡Así no!». La lengua de la fusta medio acaricia, medio golpea una nalga. «Arqueando la espalda. Eso es. Balancéate, así, insinuándote, muy bien. Basta». Luis contempla fascinado el lento y felino avance, detenido ante el diván en el que suele tumbarse a leer, ahora ocupado por el cuerpo bronceado y esbelto, tendido boca abajo, la delicada espalda estrechándose en la cintura hasta ensancharse en las suaves curvas de las caderas, alargándose para elevarse en la dichosa prominencia de mapamundi del trasero. La fusta recorre ese mismo camino, una caricia lenta, suave, desde la nuca por toda la columna, sobre las bragas de encaje, entre las cachas. Claudia le ordena que separe las piernas, que levante el culo. La vara flexible entre las piernas roza el chochito, separa sus húmedos labios, arranca un suspiro al presionar el clítoris, hinchado ahora ante el compacto lametazo del remate de cuero que se alza bien alto para caer sobre la base de las nalgas con un picotazo y un chasquido. Belén lanza un ¡ay!, breve, más de sorpresa que de dolor. Vuelve la cara aunque no puede ver nada. Se abandona aún más, culebreando por la excitación, exhibiéndose con deleite ante Luis, del que sólo percibe la cercana respiración, que no la ha tocado todavía. Un segundo antes de que Claudia se lo ordene levanta el culo de nuevo y de nuevo la fusta incrusta el encaje en la raja, se desliza dura por ella, y la ancha lengua al final le lame otra vez entero el coño. Y ya espera el azote, que llega también en medio pero más arriba, más fuerte. No se queja aunque se muerde el labio inferior, detalle que a Luis, que la observa atentamente, le provoca una erección ya decidida e indubitable. Claudia, fascinada, poseída por su papel, maneja la fusta con imprevisto deleite, gozando del poder de causar placer y dolor a su antojo. Enteramente dueña de sí misma y de la situación, repite una y otra y otra vez la caricia y el azote, variando la porción de deliciosa carne donde lo propina, a izquierda, a derecha, al través. La grupa se humilla a cada golpe pero, cada vez más dolorida y caliente, se alza de nuevo desafiante. Belén casi no distingue ya el escozor del gusto, el suspiro de la queja, nota que su flujo empapa el encaje, aprieta los dientes, contrae las nalgas, y para su alivio esta vez son las manos de Claudia las que descienden sobre ellas y estrechan las bragas para dejarlas al aire, mejillas de tersa y roja piel de manzana. La deja así por un momento para tomar la pluma aún prendida en el pelo. Luis aprovecha ese instante y toca el ruborizado culo, acariciándolo con hondo deleite. El contacto de las manos grandes, de hombre, frías sobre el fuego de su piel, pone a Belén a cien. Oye con rabia cómo Claudia lo riñe y él ríe, pero la obedece y deja de consolarla con sus sabios dedos. Belén quiere que siga tocándola, y está a punto de rebelarse cuando la pluma, al cosquillearle en el costado, la obliga a retorcerse y a reír a su pesar. Claudia también le riñe mientras la tortura con cosquillas o la alivia con el suavísimo y fresco roce de la pluma sobre las azotadas nalgas, la llama putita desobediente y niña cochina y levanta la estrujada tira en que ha convertido las bragas para hurgar con la punta en el prohibido orificio, lo que lleva a Belén a mover frenética el culo, a agitarse toda ella como una descosida. Imperiosa, le ordena que se vuelva. La miel se ha secado sobre sus erguidos pezones, su coño rezuma bajo el mojado y tenso encaje que Claudia acaricia y pellizca, uniendo los labios de la vulva, antes de apartarlo a un lado para cosquillear la entrada de la vagina y el clítoris con la punta de la pluma, riéndose como una chiquilla ante los estremecimientos que arranca a las caderas de su rendida víctima, replicando burlona a las súplicas que ninguno de los tres, ni siquiera Belén, sabe si son para que se detenga o para que siga. Le dice entre arrullos tontita y gatita, chasquea la lengua contra los dientes tal si reprendiera a un niño caprichoso, divirtiéndose de lo lindo ante los morritos que pone Belén, incapaz por la excitación y la ceguera de controlar sus facciones. «Bésale los pechos, ya verás», dice magnánima a Luis, al que ya le resulta difícil seguir de mirón y que, sin pensárselo dos veces, se inclina sobre el torso que se eleva a su encuentro. Besa reverente y delicado un pezón, pero al notar el sabor de la miel lanza un quejido o un ronroneo que le sale de las entrañas mismas, del recóndito laboratorio que no deja de hincharle de esperma los huevos, y lame goloso una teta y la otra a lengua llena, haciendo crecer más y más la temperatura de Belén, que se pregunta dónde estará su límite. Celosa al ver a su marido disfrutar de ese modo, Claudia arrebata las ya inútiles bragas a su cautiva compañera de juegos y castiga el sexo mojado y culpable con el remate de la fusta, sin darle demasiado fuerte pero tampoco flojo, y los rítmicos y admonitorios azotes sobre el propio centro del placer no disminuyen este, sino que se añaden a la oscura nebulosa de estímulos en la que Belén casi se disuelve. Se relame a punto de exultar cuando Luis, que tanto le chupa las tetas como le muerde los flancos, le toma una mano y la dirige a sus genitales. El guante de rejilla cobra ahora todo su valor. «¡La hostia!», exclama al notar la tupida caricia de hilo amasando suave, muy suave sus cojones, aferrando el tallo que exuda, mientras el pulgar da vueltas sobre el glande, del que se escapan gruesas gotas de leche. Claudia, vengativa, no mide esta vez la fuerza del golpe, y Belén, alcanzada como por una descarga eléctrica, lanza un grito de auténtico dolor y se encoge cubriéndose el coño con las manos. Luis se vuelve con rabia hacia su esposa para lanzarle una mirada de duro reproche que la avergüenza y la paraliza, acobardada ante la furia que encuentra en sus ojos. Después Luis procura consolar a Belén, vuelta hacia él en posición fetal, saltadas las lágrimas. Le habla en tono persuasivo, le dice que no volverá a ocurrir, que se relaje. Subyugada por la voz varonil, responde que no pasa nada, que ya no le duele y da por bien empleado el daño que le permite oírle y hablarle. Ha elevado sin verlo la cara hacia él, que, conmovido, posa en los rojos labios sus labios. Néctar les parece la mezclada saliva, y el aliento, dulce licor bebido en un beso que es un puñal en las entrañas de Claudia, lento y frío, que se remueve en ellas cruel cuando se repite más largo e intenso. La odia. Quiere arrastrarla por el pelo, tirarla al suelo y azotarla sin consideración, como a una perra. Pero sabía que esto iba a pasar y tiene que soportarlo. Fascinada a su pesar, no puede dejar de mirarlos aunque le duele lo que ve. Apenas si se despegan sus labios cuando vuelven a unirse como si la más breve separación les resultara imposible. Entre tanto, la muy guarra le toca de nuevo la polla. Pero lo peor, lo inaguantable, llega inesperadamente cuando Luis, llevado por un impulso de indefinible ternura, comprende que él tiene que ver sus ojos y mostrarse ante ella, aun a riesgo de que lo rechace, y le quita el antifaz sin que la sorprendida Claudia pueda impedirlo.