26

No me sorprendió que Claudia viviera en la torre de los Remedios. Le pegaba, tan burguesona. Después de nuestra conversación, que se alargó hasta un segundo gin–tonic, no habíamos vuelto a vernos pero hablamos por teléfono en dos ocasiones. Llamó ella, más que nada para asegurarse de que no me echaba atrás, y para darme consejos, o debería decir instrucciones, acerca de mi higiene íntima, así lo llamó. Debía ir con poco pelo, no era preciso que me afeitara, sólo que redujera la hirsuta cabellera púbica hasta dejarla corta y lisa, suave como la primera barba en la mejilla de un adolescente, césped recién cortado. Lo hice poco antes de salir a su encuentro, poniendo frente a mis piernas abiertas el espejo redondo, de aumento, que uso para depilarme las cejas. No me lo había cortado jamás y tenía mucho pelo, ensortijado y áspero. Había apagado la luz del cuarto de baño, demasiado blanca, demasiado diáfana para aquel rito tan turbador, y me alumbraba el foco de un flexo que proyectaba su círculo de luz amarilla desde el ombligo a los muslos. Miré mi sexo reflejarse engrandecido bajo la espesa pelambre y me pareció exótico y ajeno. Fui estirando los negros y enmarañados rizos, cortándolos con cuidado con las tijeras, cada vez más corto, reduciendo así su salvajismo natural, domesticándolo, como el corte de pelo de las novicias cuando van a entregarse a Dios, aunque yo me entregaba a una diosa. Cuando terminé, pasé la mano por mi sometido monte de Venus, ahora tan inocente y placentero. Mi particular Afrodita me había prohibido cualquier tipo de perfume, incluso desodorante, por aséptico que fuese. Tampoco debía llevar ropa interior, ella iba a comprarla para mí, me preguntó mi talla. También mi número de pie, lo que me preocupaba un poco, pues no estaba habituada a caminar con tacones. Me puse una falda estrecha que me había regalado mi madre y una blusa en la que la desnudez de mis pechos no resaltara demasiado. Tampoco debía maquillarme, aunque yo casi nunca lo hacía, pero al mirarme al espejo antes de salir, con la cara tan pálida, me encontré más insulsa que hermosa. No hacía más que pensar en cómo sería él, acaso gordo o burdo. No, no es así, me decía a mí misma. Seguro que es guapo, quería que lo fuera, quería que me gustara y gustarle yo, aunque a ella le doliera un poquito, mejor si le dolía un poco. Así cada una tendría su pequeño sacrificio. ¿No iba yo de víctima? Las calles estaban casi vacías. Era Sábado Santo, día de la Soledad. Las playas estarían llenas de los pecadores de días pasados que, ahora sí, en el bienestar de la brisa y el sol encontraban una absolución definitiva. República Argentina me pareció la arteria sin sangre de alguna lejana metrópoli. Fui puntual y nada más pulsar el telefonillo oí su voz, un escueto: «Sube».

Me esperaba en el umbral de su puerta cuando salí del ascensor y, tras darme dos besos nerviosos, me condujo con cierto sigilo a un vestidor espacioso y coqueto, con armarios de pulida madera, una luna de cuerpo entero y un tocador antiguo con espejo ovalado. Él se mantenía al margen, en otro punto de la casa, afilando sus colmillos. Por un momento se me pasó por la cabeza que a lo mejor ni existía y que me encontraba con una desequilibrada dispuesta a representar un teatro para un fantasma, presente pero invisible. Claudia procuraba mantenerse serena, aunque debía de batirle el corazón a más de cien. Una copa de coñac reposaba en el mármol del tocador, junto a un borlón y una polvera. Siguió la dirección de mi mirada y se disculpó sin necesidad. Sólo había tomado un sorbo, aquello era difícil para ella, muy difícil. «Lo quiero con toda mi alma», añadió. Yo lo sabía, o lo suponía, pero oírselo decir tan apasionada y repentinamente me conmovió. La abracé, tenía ganas de romper el hielo, de sentirla. Llevaba una bata muy elegante, de estampado japonés, tenía pecas en el escote, más arriba de las tetas que yo apretaba sin lascivia con las mías. Tampoco llevaba perfume, pero olía muy bien, a leche tibia. Se quedó rígida al principio, pero su indecisión no duró mucho y correspondió a mi abrazo echándose medio a llorar, medio a reír sobre mi hombro. Por un momento fue como si hubiéramos cambiado los papeles, pero se repuso y me miró, su cara a un centímetro de la mía, arrebolada por la excitación, con brillo en la mirada entusiasmada y cómplice. Tomó mi barbilla entre sus finos dedos y me dio un ligero beso en los labios. Después sonrió pícara como una chiquilla y me cogió de la mano para llevarme al cuarto de baño contiguo. Me había duchado antes de salir, pero no me importaba volver a hacerlo. Me miró mientras me desnudaba, de pronto seria, atenta. Me daba vergüenza mostrarme ante ella, me atemorizaba su opinión y, tras la blusa, me desprendí de la falda con cierto embarazo; sorprendí en su rostro una sonrisa imperceptible cuando comprobó que no llevaba bragas y que mi coñito estaba recortadito y pelado, como musgo. Sonreía porque aquello validaba su dominio sobre mí, estaba decidida a ser como ella quería que fuese, a secundarla en sus propósitos, a servirla. Confiaba en que se ducharía conmigo, ambas dispuestas a mil diabluras, pero echó la cortina, dejándome aquel momento de intimidad para que respirara hondo mientras el agua caliente caía sobre mi cabeza. Tenía entonces el pelo corto. No me molesté en enjabonarme. Me esperaba con una toalla amplia y suave en la que me envolvió por completo, mientras me decía al oído que era muy guapa, más de lo que parecía. Me secó el pelo y se le abrió la bata, dejándome ver sus pechos blancos, pequeños, pero con los pezones estirados y grandes. Aspiró hondo en mi cuello cuando me abrazó por detrás.

—Qué bien hueles, qué fresco. Me das envidia. Voy a ducharme yo también. Curiosea si quieres.

Y sentí la ligera palmada y la leve presión, empujándome, de su mano en mi culo. Un hombre me habría dado más fuerte, pero no hubiera sido más posesivo. Ella también deseaba estar sola un momento, cerrar por un instante los ojos ante el vértigo de aquella aventura. Dejé la toalla y volví desnuda al vestidor. Las paredes estaban cubiertas de un raso amarillo que contrastaba con el castaño claro de las puertas de los armarios. Había demasiada luz. La apagué, y el cuarto quedó iluminado por los focos del tocador, que evitaban reflejarse en el espejo proyectando dos haces oblicuos hacia arriba, donde flotaban confundidos para caer como polvo dorando la penumbra. Tomé la copa olvidada y le di un buen trago. Me sentía bien allí, en aquella gruta tan femenina, como si estuviera dentro de un útero nutriente. Sentada en el sillón, forrado del mismo color que las paredes y que el escabel a sus pies, contemplé mi reflejo con agrado, una mujer joven de pelo corto y mirada traviesa con una copa grande de coñac entre las tetas. Sentí su presencia antes de verla en el espejo, a mis espaldas. Traía el pelo recogido en una toalla azul como el albornoz que la cubría. Se inclinó sobre mí, acariciándome los hombros, y puso su rostro frente al mío. Era hermosa, muy hermosa, éramos hermosas las dos, tan distintas. Las cualidades de cada una, su belleza, mi juventud, se complementaban realzándose la una a la otra. Parecíamos un camafeo pintado por David Hockney, o rostros de Al–Fayum, increíblemente antiguas y actuales, en un instante fuera del tiempo. Me dio un beso en la mejilla, lo que rompió aquel hechizo. Se irguió y su rostro quedó en sombras, sus manos recorrían mi cara como quien acaricia y valora un objeto precioso. «Sólo te pintaré los labios», dijo con su voz algo pastosa, madura, quitándome la copa de las manos para beber ella también algo más que un sorbo. Después me besó, dejó en mi lengua un poco de ardiente licor. Probó varios tonos de color antes de decidirse por un bermellón que aplicó levemente, y aun así resultaba muy poco discreto, pues parecía hincharme los labios, apenas se veía otra cosa en mi cara. Ella, sin embargo, lo encontró de su agrado. Pensé por un momento si no querría mostrarme ante él degradada, no como la inocente doncella dispuesta al sacrificio, sino como la putilla deseosa y obscena. Pero aquella aprensión se desvaneció cuando me puso un collar de huesos de azabache en el cuello, cuya frágil negrura apagó un poco el rojo vivo de mi boca y me devolvió mi rostro. Era bello el collar, antiguo, ceñía mi garganta como un obvio signo de sumisión, delicioso. Ella no entregaría a su amante ni cosas ni personas vulgares. Me peinó lentamente con la raya al lado, como un chico. Después se puso junto a mí, con una rodilla en el escabel, y admiró mi cuerpo. «¡Qué bonitos tienes los pechos!», exclamó espontáneamente, y noté que no se decidía a tocarlos aunque lo deseaba. «Tócalos», le dije, y los tomó en sus manos, sopesándolos, ahuecó sus palmas para apretarlos con suavidad, dejando a los pezones escapar entre sus dedos, los estrechó entre el índice y el pulgar, los estiró mientras yo contenía la respiración con una sensación de extrañeza que no llegaba a ser dolor ni placer. Cuando los soltó exhalé un suspiro. La seguí con la mirada, llevaba el albornoz puesto todavía, y se puso a hurgar en los cajones de uno de los armarios. No había prisa, él podía o sabía esperar. Ahora estábamos solas, como si él no existiera, en una cámara infranqueable y secreta de la que salir transformadas por efecto de una coqueta alquimia para mostrar en primer plano lo que llevamos siempre oculto, la oruga del sexo convertida en mariposa. Me gustaba cómo se movía, cómo se agachó, doblando juntas y de lado las piernas para coger algo de abajo. Yo jamás lo haría con tanta delicadeza. Volvió con unos zapatos y unas medias. Me las puso ella misma, primero la derecha, una mano extendiendo la fina envoltura de seda por el empeine, la otra por el talón, las dos por toda la longitud de la pierna hasta el final, con la ancha liga apretando el muslo, luego la izquierda. Las medias eran blancas, virginales; al contrario, los zapatos, pecaminosos y negros, permitían caminar sobre agudos y domesticados falos. Me calzó con una rodilla en tierra, como un caballero frente a su dama. Mis pies, más bien grandes, reposaban en el escabel y encajaron con dificultad en su incómoda prisión. Me sostuve, sin embargo, sobre ellos con relativa facilidad cuando me incorporé. Ella seguía semiarrodillada, mirándome, calculando el efecto que provocaría. Debió de encontrarme sosa o quizás mi desnudez era un plato ofrecido demasiado pronto. Me hizo levantar un pie y luego el otro, en difícil equilibrio sobre aquellos zancos, para introducir entre mis piernas unas braguitas de encaje de primorosa blancura, que mostraban más que ocultaban, cuyo roce exquisito sobre el sexo y las nalgas era ya por sí solo una caricia. Me puso unos guantes cortos, blancos, de rejilla, una delicada red de hilo cubriendo mis dedos, mis manos, cerrada por una cinta de encaje justo en las muñecas. Después me hizo caminar; los pies, entumecidos, ya no me dolían pero temía caerme a cada paso. Me colocó ante el espejo y me examinó sin decir palabra. Me faltaba algo, el toque final, maestro. Rebuscó en un joyero y volvió con una perla solitaria y ovalada como una lágrima, que engarzó en el collar de azabache. Me miró, al parecer ya satisfecha. En el fondo de la luna, con la habitación en penumbra, se reflejaba desdibujada mi imagen, más alta, ajena, una muñeca hermosa y pasiva.

La miré mientras se maquillaba, arrodillada a sus pies. Fascinada por la habilidad con que afilaba los ángulos de su rostro, una actriz adoptando los rasgos de su personaje en un momento de suprema concentración. La media melena de pelo rubio y fino recogida en un moño, el cuello frágil como delgado vidrio sosteniendo la flor de su cara. Se levantó y dejó el albornoz sobre el sillón. Tenía ante mí sus torneados muslos, su vello púbico recortado como el mío, pero de color más claro y más suave también. Tuve que tocarlo con mis dedos cubiertos de blanca rejilla. Ella, tras consentirlo un momento, rechazó el contacto y me indicó que me alzara. La ayudé a ponerse el corsé, negro, satinado, con frunces negros y lazos azules que apreté hasta espigar su cintura, lo que realzó sus orgullosos pechos de endurecidos pezones. Puso un pie sobre el escabel y me incliné de nuevo para ponerle las medias de negra seda con delicados dibujos en los tobillos, hasta prenderlas en las tensas tiras del liguero, un breve chasquido en cada metálico cierre. Botas después en lugar de zapatos, con tacones de metal más altos aún que los míos. Los guantes, de la misma tersa negrura que el resto de su ropa, le llegaban por encima del codo. Encajé uno a uno los dedos largos y finos. Los pasó por mi cara mientras me miraba con una sonrisa indefinible ante la que bajé humildemente los ojos. Se había transformado en la dominatrix que habitaba las fantasías de su incógnito marido, sacerdotisa de su rito mientras que yo era la corderita que sacrificarían en el altar de su común lujuria. La función iba a comenzar. Estaba excitadísima. Un jarro de agua fría cayó sobre mí cuando Claudia se me acercó con un antifaz ciego, como los que se usan para dormir de día, dos alas de mariposa para cegar mis ojos. Le rogué que no lo hiciera, se lo pedí por favor. No me hizo caso y ante su tono autoritario bajé la cabeza. Aseguró el elástico sobre mi nuca y quedé en la más completa oscuridad. No veía nada, la oía moverse a mi alrededor, disfrutando de la ventaja que le confería el desvalimiento en que acababa de ponerme. Me acarició sabia y leve, sus enguantados dedos recorriendo mis costados o trazando círculos en torno a mi ombligo. La sorpresa y la invidencia multiplicaban mis sensaciones. «¿Ves?, es mejor así. Lo sentirás todo más», me dijo en un susurro mientras sus manos bajaban como dos arañas por mi espalda para tomar posesión de mi culo. Se desprendió y con un «ahora vuelvo» me dejó sola por dos o tres largos minutos. Sus pasos se alejaron, todo quedó en silencio, los oí regresar con alivio. Uno de sus dedos, ahora sin guante, rozó mi labios y dejó en ellos algo muy dulce, miel, lo chupé golosa hasta dejarlo limpio. Después untó de miel mis pezones. Oí correr el agua del lavabo, el repique de sus tacones. «Harás todo lo que yo te diga». No era una pregunta, sino una afirmación. «Y si no lo haces, te castigaré. Creo que te castigaré de todos modos… A él le gusta», añadió, mientras me mordía la oreja en la que susurraba. Un azote, ahora fuerte, sobre mi culo cubierto de encaje, que soporté con un leve quejido. «Pero no te asustes, no te haré daño». Sujetó algo en mi pelo, con horquillas, no podía adivinar lo que era. Oí su risa, se reía de mí y me sentí ridícula. Le pregunté qué me había puesto pero me hizo callar, me dijo que estaba muy guapa. Me mordí los labios en silencio. Convencida de mi docilidad, tomó mis dos manos en una de las suyas, enguantada de nuevo, y me sacó de la habitación, haciéndome caminar tras ella a oscuras.