Desde la silenciosa cumbre de su terraza Luis contempla la hilera de diminutas lucecitas que cruzan el puente a oscuras. Han apagado las farolas y las parpadeantes llamas de los cirios semejan un cortejo de luciérnagas volando sobre el río. Todo parece tan pequeño, tan de juguete desde allí arriba. No llega hasta él el atronar de los tambores ni los gritos de las gentes; lo envuelve una extraña calma, como si ya no estuviera sobre la Tierra y mirara a la ciudad desde la propia faz pagana y compasiva de la Luna. Es Miércoles Santo. Claudia ha estado fuera toda la mañana, entregada a algún enredo que prefiere mantener oculto. Por la tarde se ha comportado de manera extraña, hablándole como en clave, con insinuaciones que no sabe muy bien a qué conducen. Sin venir a cuento ha mencionado en varias ocasiones a la muchacha que encontró en el sex–shop. Al parecer ha vuelto a verla de manera inesperada y se han hecho como amigas. Dice que va a invitarla a casa. Sólo le ha faltado guiñarle el ojo. ¿Qué es lo que pretende, un ménage à trois? ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar? Qué más da. Se siente tan despegado de las cosas que ni a eso puede darle importancia, aunque la actitud de Claudia le sorprende y hasta debería asustarle. La reclusión en la que viven, única forma en que la existencia le parece posible, a ella le pesa como una losa. No lo manifiesta, quizás ni siquiera lo sabe, pero es así. Luis no ignora que el amor comporta siempre una lucha de voluntades y que entre ellos se ha declarado un combate sutil en el que el sacrificio es un escudo y el sexo un arma. ¿O es al contrario? Juegos de palabras que en nada alteran el hecho de que Claudia lo da todo por él y que no puede corresponderla. Aunque ella piensa que sí, y es obstinada. Dentro de pocos días, el sábado, cumplirá cuarenta años. A veces, por capricho de la brisa, le llega alguna ráfaga de ruido y perfume. Entonces cierra los ojos y procura ahuyentar cualquier pensamiento.
Entretanto, allá abajo, a los pies del puente que se cimbrea sosteniendo a la muchedumbre, en el Paseo de la O, lleno ahora de grupos de jóvenes que fuman canutos y beben cerveza, Héctor también quisiera prohibirse el pensamiento. Arrancarse a Belén de la cabeza, aunque fuera cercenándola, pero eso no sería suficiente. Tendría que castrarse también para olvidarla y extirparse después el corazón. En ese mismo lugar, hace tan sólo unos días, hace un abismo, leyó en sus ojos que no volverían a verse. Y todo su ser se subleva frente a esa pérdida. Ha jugado con él, cruel como una arpía. Quisiera apoderarse de ella y obligarla, raptarla tras entrar en su casa furtivo como un ladrón, tenderla narcotizada en su cama, vengarse de su desdén. Repasa una y otra vez las conversaciones que mantuvieron, en busca de una señal que lo lleve hasta ella, pero en vano. ¿Cómo encontrarla? Se conformaría con mirarla, no pide más si ruega; y si sueña, lo quiere todo. De continuo llegan motocicletas estridentes, y lo agreden los chillidos y risotadas de las niñatas, en rudo contraste con la pretendida solemnidad de la procesión, allí encima. Si tuviera un puño gigantesco de hierro los aplastaría, los aplastaría a todos. Esperará a que se vayan, esperará a quedarse solo en la pequeña plaza, con el solitario álamo y el banco de piedra porosa, de hierro frío. Cerrará los ojos para sentir el dulce peso de Belén, para volver a ver su rostro cuando se corre sentada sobre su polla.