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Me fastidian los Domingos de Ramos. Los detestaba ya de niña cuando mi madre me hacía estrenar vestidos que no quería ponerme. Añaden a la melancolía inmanente a cualquier domingo la alegría generalizada, lo que los hace más melancólicos aún. Al principio de la facultad, con Juanjo y otros amigos salíamos desarrapados adrede, sólo por llevar la contraria. Aquel amaneció nublado y me alegré, vengativa. Hacía un viento tan revoltoso que podría haber desmelenado a la Borriquita, si hubiera salido, cosa que no hizo, porque empezó a llover a mediodía. Entonces me dio pena, por los niños. A pesar de que también los detesto, tan egocéntricos y ruidosos. Por la tarde dejó de llover y ya de noche oí cornetas y tambores y lejanos compases de la marcha de la Amargura, extendida como un manto en el aire de la ciudad. Yo no puse un pie en la calle, que debía de ofrecer a los ojos de un observador sideral el panorama de un hormiguero enloquecido. Al día siguiente me levanté temprano y decidí ir a la piscina, confiando en que Héctor no estaría allí también por la mañana. No quería encontrármelo, necesitaba estar sola. Felizmente no estaba. No me resultó fácil coger el ritmo, pero al fin los músculos recobraron su hábito ejercitándose inconscientes, orgánicos, como la respiración. Me sentía muy lejos y al mismo tiempo prisionera, de la ciudad, de mí misma. En dos meses se acabaría el curso y con él mis estudios, que no quería prolongar. Después iría a París a ver a mi padre y todo lo demás lo ocupaba el increíble vacío del futuro. Me sentía como una nube varada en el cielo, como una cometa a punto de desprenderse del hilo. Por la tarde fui al trabajo. Era la única en que abriríamos. Dedicaría a estudiar el resto de la semana. Algo que no había hecho en meses. Había mucho gentío, el ambiente de efervescencia de las grandes ocasiones. Al principio no paré de atender a señoras que se apresuraban a elegir algún nuevo modelo que lucir durante la semana, pero conforme se ponía el sol y en las calles la masa se iba volviendo más compacta, la tienda se iba vaciando hasta que me quedé sola. La entrada al sex–shop parpadeaba con obsceno neón ante la indiferente muchedumbre que iba y venía, llamando la atención de pandillas de adolescentes que se detenían un momento para lanzar grandes risotadas y de algunos réprobos que, confundidos en la multitud, aprovechaban para deslizarse por aquellas puertas infernales. Entonces sonó el teléfono y mi jefa me dijo que me pasaba la llamada de una clienta que había preguntado por mí.

—¿Eres Belén? —Supe al instante que era ella, y todo mi ser se puso alerta con una mezcla, como la que había en su voz, de inseguridad y arrojo—. Soy la que compró el otro día un traje negro. No sé si me recuerdas.

—Claro que sí. Le estaba muy bien. ¿Ya no le gusta?

—Sí, sí. No te llamo por eso.

—¿Ah, no?

—No. Te llamo porque me quedé con la sensación… de que tenemos algo en común. Me gustaría hablar contigo. No sé. Creo que… podríamos…

Se quedó cortada, pero aquello superaba mis expectativas. ¡Qué directa! Le ahorré la penosa tarea de reanudar la conversación, diciéndole que por supuesto, que no había ningún problema. Respiró aliviada por no tener que explicarse mejor. Quedamos para el día siguiente, Martes Santo, a eso de las seis, antes de que la gente se echara a las calles, allí mismo, en el café frente a la tienda, donde me había sentado a espiarla no hacía ni dos semanas. Al colgar, sentía la expectación del cazador que tiene a tiro la presa, aunque, bien mirado, en este caso la presa era yo.

Cuando llegué me aguardaba en la terraza. La saludé con un hola, sin que se levantara ni mediara ningún contacto físico entre nosotras, y me senté frente a ella. Estaba muy guapa, observándome desde detrás de unas gafas de sol que me impedían verle los ojos. Percibí ciertos signos de nerviosismo, el rictus de una sonrisa que no acababa de declararse, la agitación de la cucharilla en la taza de café. Yo estaba muy tranquila, como estudiante que asiste a una lección sin más deber que oírla atentamente. La maestra era ella y le correspondía la presentación del curso. Me dijo su nombre y, movidas por un común impulso de cortesía, nos sonreímos y nos estrechamos la mano. Ninguna quería que aquello, parara en lo que parara, fuera innecesariamente difícil. La aparición del camarero introdujo una oportuna pausa. Claudia tenía el café por la mitad, pero lo echó a un lado y pidió un gin–tonic. Yo pedí un cortado.

—¿Qué edad tienes? —me preguntó de pronto.

—Veinticuatro —contesté echándome unos meses de más, los que faltaban para que los cumpliera.

—¿Y hace mucho que trabajas aquí? —Señaló la puerta cerrada de la tienda, ante cuyo escaparate se había detenido una pareja estrechamente enlazada.

—No, sólo este curso.

—¿Estudias en la universidad?

—Sí. Estoy en quinto. Acabo este año.

No me preguntó de qué, no parecía importarle. Tan sólo le interesaba calibrar la confianza que podía depositar en mí. Estuve a punto de decirle que nos dejáramos de tonterías y me dijera qué deseaba de mí, pues siempre que no fuera peligroso o repugnante yo lo haría con gusto. Por curiosidad, por probar, porque la admiraba. Mientras hablábamos de cosas anodinas, midiéndonos subrepticiamente, deduje que lo que me atraía de ella no era tanto su incuestionable estilo, tanto o más que el de mi madre, sino una cualidad que lo distinguía, una especie de temple o madurez que suponía basada en la asunción de las cosas de la vida y en la decisión para afrontarlas, virtudes que mi madre, una escapista nata, jamás adquiriría. No le dije nada de eso; sin embargo, aprovechando que había enmudecido, le pregunté a mi vez si estaba casada. No lo hice porque le viera la alianza, le miré las manos después de hacerle la pregunta. De alguna manera sospechaba que, a pesar de todas mis elucubraciones, aquella señora tan burguesa lo que tenía era un affaire conyugal. No me contestó al principio, en realidad no me contestó, soslayó la pregunta como mujer muy capaz de dejar de lado cualquier solicitud inoportuna sin un pestañeo. Prosiguió en términos vagos y aludió sin precisar a esas cosas que nunca has imaginado que harías pero que cuando las circunstancias te llevan a hacerlas, no las encuentras tan desagradables o extrañas como pensabas. Cosas que podían gustarte incluso. Algo así le había pasado a ella con su marido. Lo dijo con toda naturalidad y siguió hablando; no obstante, la interrumpí deseosa de establecer el triunfo de mi perspicacia.

—Por eso vas al sex–shop, ¿verdad?, para llevarle películas.

Se quedó callada un momento y antes de responderme se quitó las gafas.

—Y tú, ¿a qué vas tú?

Dudé entre decirle la verdad o contarle una trola, pero no resultaba fácil ninguna de las dos cosas, quizás porque en mi propia cabeza estaban mezcladas. Insistió:

—Si has sido tan sagaz para adivinar mis intenciones, seguro que puedes explicar las tuyas.

Yo me había acabado el cortado, ella apenas si había tomado dos sorbos del gin-tonic. Como estaba muerta de sed, le pedí un poco. Me alargó el vaso gustosa de compartirlo, le agradaba esa muestra de intimidad, de cercanía. Además, no estaba acostumbrada a beber y temía marearse si lo bebía sola. Tomé un buen trago y gané algo de tiempo. La tarde estaba radiante y el sol destellaba en las sonrisas de los niños que pasaban de la mano de sus padres y señalaban, entre miedosos y alegres, a los penitentes que, de cuando en cuando, de uno en uno, aparecían entre la gente camino de las iglesias para comenzar las procesiones. Me decidí por la verdad porque nada me parecía plausible y porque cualquier mentira que inventara tal vez fuese más reveladora que los propios hechos. Le conté cómo desde hacía meses veía desde allí arriba entrar y salir del sex–shop a hombres de todas las edades y la más variada condición, pero a ninguna mujer, al menos sola, sin el novio ni el grupito de amigas, hasta que la vi a ella, un domingo que estaba abierta la tienda. Describí lo mejor que pude la curiosidad que me había inspirado para explicar cómo al domingo siguiente había aguardado sentada en aquella misma terraza a que apareciera de nuevo. Permaneció silenciosa, sopesando cuanto acababa de confesarle, quizás decepcionada porque no era esa la imagen que se había hecho de mí. No sé por qué, como reacción a su desconcertado mutismo, me puse a hablarle de Héctor. Tal vez porque quería demostrarle que me tomaba los juegos en serio, también porque tenía que contárselo a alguien. En realidad buscaba su aprobación, su estima, y le brindaba mi secreto para que ella terminara de entregarme el suyo. Me oyó con una sonrisa ladina, obviamente interesada, mas sin interrupciones. Tampoco añadió comentario alguno cuando concluí mi pequeña historia. Siempre tuve ventaja sobre Héctor, pero ya no tenía ninguna sobre ella; me había puesto en sus manos.