El encuentro con Claudia me condujo a un estado de expectación inusitada. Estaba segura de volver a verla y de un momento a otro esperaba que apareciera de nuevo por la tienda. Nada concreto había, sin embargo, que sustentara tal confianza. ¿Su visita había sido producto del azar, o de algún modo me había descubierto y respondía a un plan preconcebido? Me pareció tan sorprendida como yo, y al cabo no intentó nada. Todo se había reducido a miradas y gestos que podían interpretarse de cualquier manera. No lograba, a pesar de mis cábalas, sustraerme a la impresión de que quería algo de mí, ¿pero qué? ¿Quería acostarse conmigo o entregarme a su hipotético amante? Ambas cosas eran compatibles. Y si era así, ¿hasta dónde llegaban en sus juegos perversos? Me asustaba más aquello que la aventura con Héctor. Era más peligroso, más excitante, y mi curiosidad superior a cualquier cautela. Me atrevería, llegado el caso, pero no estaba segura de querer llegar hasta el final. ¿Y si me echaba atrás en el último momento? ¿Y si entonces ya era tarde? Imágenes de mí misma, desnuda y atada, sin defensa, entregada a Claudia y a su amante, al que imaginaba delgado, moreno, con una peligrosa sonrisa en el rostro de rasgos afilados, asaltaban mi mente. Este nuevo reto, que quizás no sucediera más que en mi imaginación, eclipsó a Héctor, al que sólo recordé cuando, a disgusto por si precisamente entonces Claudia decidía reaparecer, tomé mi tarde libre.
Estaba buceando. Apenas había nadie y tenía dos calles para él solo. Aguantaba mucho, como si quisiera hacer el largo bajo el agua, aunque fatalmente tenía que salir a respirar. No me vio hasta que pasé nadando por encima. Entonces dejé yo de verlo hasta que llegué al borde de la piscina y me acodé, dejando flotar las piernas entumecidas. Él, a unos metros, sacó la cabeza e inspiró, sin que las gafas empañadas me permitieran mirarle a los ojos. Volvió a sumergirse y avanzó hacia mí, una sombra plateada de vigorosos movimientos, acercándose. Abrí las piernas y deseé que enterrara la cara entre ellas, dejando un acuático beso en mi coño a modo de saludo. Debería haberlo hecho, y seguro que lo pensó, pero no lo hizo. No estaba seguro de mí. No sonreía cuando emergió a mi lado y se quitó las gafas para mirarme con expresión más temerosa que dolida. Parecía de súbito mayor, como si su prolongada adolescencia se hubiera desvanecido de pronto para dejar paso al semblante cariacontecido de un joven que se iniciaba perplejo en la madurez. No acertaba a decir nada y lo saludé, enternecida, con un ligero beso en los labios. Me miró como si me estuviera burlando. Pero después me dijo algo sorprendente, me preguntó si no estaba enfadada. Le contesté que no, que por qué iba a estarlo. No respondió. En cambio movió la cabeza y farfulló que pensaba que no volvería a verme. Aduje que había tenido cosas que hacer, excusas. De repente me preguntó a bocajarro por qué me había llevado sus revistas. Me quedé en blanco. No había vuelto a pensar en ellas. Nunca supuse que advertiría mi hurto. ¡Tenía tantas! Ahora sabía que su secreto estaba al descubierto. Su expuesta intimidad le avergonzaba y temía por igual el desprecio y la traición. Salí del paso diciéndole lo más cierto, que lo había hecho para conocerle mejor, aunque no fui del todo sincera porque también lo hice por morbo, como todo con él desde el principio. No quería seguir hablando allí de aquellas cosas, con medio cuerpo dentro del agua y el otro medio fuera, y le rogué que fuéramos a dar un paseo. Aceptó a regañadientes y media hora después estaba esperándome en la puerta, ya duchado y vestido, con su mochila colgada del hombro.
Había una desusada animación en las calles. Pronto nos dimos cuenta de que era Viernes de Dolores. Bares y restaurantes estaban a rebosar. La Semana Santa era para mí algo completamente ajeno. También para Héctor. Entre tanta gente acicalada y dispuesta a divertirse, tantos grupos de amigos y reuniones de matrimonios, nos sentimos más bichos raros que nunca. Creo que eso nos acercó un poco. El puente de Triana parecía una feria y nos desviamos para adentrarnos en el oscuro y silencioso Paseo de la O. Fue él quien lo sugirió. Yo apenas si había pasado alguna vez por esa prolongación baja de la calle Betis, arbolada y a flor de agua, encajada entre esta y los muros a modo de farallones con que se defendían antaño las casas de las crecidas del río. El Paseo estaba desolado como sólo la auténtica belleza puede estarlo, que huye de las multitudes y se muestra a los seres humanos de uno en uno y, con suerte, de dos en dos. Olía a madreselva, a dama de noche, el río recogía mansamente las luminarias de la ciudad enfebrecida que se oía en sordina, a lo lejos. Espaciadas farolas esparcían una luz amarilla y mortecina que agrandaba las sombras. La ribera parecía encantada bajo un callado hechizo que no nos atrevíamos a romper con nuestras voces. Paseamos fascinados sin encontrar un alma y volvimos sobre nuestros pasos. Le tomé de la mano. Por un momento creí que la rechazaría, pero pasado ese instante de indecisión la apretó con fuerza. Nos sentamos en el único banco de la placita que creaba el cimiento del puente. Por encima de nosotros, sobre los arcos de hierro de Eiffel, se oían gritos, risas, bocinas, aunque todo ese fragor nos llegaba amortiguado. Estábamos sumergidos bajo la corriente de la vida, que se desplegaba apasionada y necia sobre nuestro ignorado escondite. Entre susurros, interrumpiéndose a cada momento, sin encontrar las palabras, Héctor rompió a hablar tratando de explicarse, respondiendo más a una necesidad interior de justificación que a convencerme de nada. Creía que yo estaba allí por pura compasión y venciendo quizás mi repugnancia. Durante toda la vida la vergüenza le había acompañado como una segunda piel y trataba de arrancársela con frases que se le atragantaban como sollozos. Yo sabía que sus fantasmas, por terribles que parecieran, no eran sino manifestaciones de su extremo pudor. No soñaba con humilladas esclavas que le sirvieran de rodillas, delirios de grandeza sexual de tantos pobres hombres. Su malbaratado instinto le conducía a anhelos que lindaban la necrofilia. Un mecanismo de defensa, un sueño que se había convertido en pesadilla de la que quería despertar. Lo acallé a besos. Debería haberle correspondido, debería haberle dicho la verdad, contarle incluso lo de Claudia, las fantasías que había tejido en torno a ella. Sin embargo… Yo disfrutaba con su entrega, pero no quería entregarme a él. No deseaba contarle mis secretos ni que participara de esa parte insobornable de mi alma que guardaba sólo para mí. Quería tenerlo en mis manos, pero no estaba dispuesta a ponerme en las suyas o, por mejor decir, en su corazón. Él me brindaba el suyo, palpitante como el de Cabestán en la bandeja, pero yo no iba a darle el mío, y el amor que no es compartido no es amor. Pero podía proporcionarle otra cosa que quizás él necesitara más, algo que yo también deseaba: exprimirlo como a una naranja madura. ¿Obraba mal? Aún no lo sé. Me subí a horcajadas sobre él, le eché el pelo hacia atrás y le obligué a mirarme. Hacía un gran esfuerzo por no echarse a llorar. Apoyé la cabeza en su hombro y él me abrazó con un suspiro que conjuró sus lágrimas. Me refregué contra el bulto de sus pantalones hasta notarlo crecer debajo de mí. Sus manos descendieron por mi espalda hasta introducirse por dentro de mis vaqueros tratando de aferrar mis nalgas. Desabroché mis pantalones y los suyos. Me levanté lo suficiente para que pudiera bajarlos hasta las rodillas e hice lo mismo por él. Nos habíamos olvidado de dónde estábamos, la noche, los árboles, las aguas nos protegían. Volví a frotar mi pubis contra su polla. El satén de las bragas, que aún llevaba puestas, rozaba la lana de sus calzoncillos. Mi clítoris estaba hinchado, mi coño exudaba todos sus jugos. Estaba muy excitada, su polla se endurecía por momentos y no podía parar de deslizarme arriba y abajo, presionándola. Sus manos acompañaban mi movimiento cogiéndome con fuerza el culo. Estaba a punto de correrme, frenética. No podía, no quería detenerme. Héctor jadeaba procurando besar, morder mis tetas, que se le venían una y otra vez a la cara. Presioné todavía más aquella palpitante protuberancia con todo el peso y el frenesí de mi cuerpo, cabalgaba al galope sobre la barra de su polla cuando por fin el orgasmo estalló en mis entrañas y me sentí alcanzada por la descarga de un mortal rayo enviado por la mismísima luna. No sé si el gruñido animal que oí era mío o suyo o de ambos. Cuando pudo volverme a la cabeza algo de sangre, sus manos empujaban firmemente hacia abajo mis caderas. Tenía los ojos cerrados, apretados los dientes. La polla le sobresalía espasmódica de la banda elástica de los calzoncillos. Procuré moverme, aunque se había desvanecido mi ansia, y admiré, con la respiración entrecortada, cómo se le escapaba a chorros del glande casi morado el blanco esperma. Durante todo ese tiempo no habíamos oído otra cosa que nuestros propios jadeos, pero entonces el titánico rumor de la ciudad cayó sobre nosotros y nos separamos alertados por una atávica señal de peligro. Permanecimos sentados el uno al lado del otro, en silencio. Yo sentía una pegajosa humedad en las bragas. Él tenía empapada la camisa. No teníamos mucho más que decirnos.