Se siente decidida, audaz, dispuesta a cualquier cosa. Se encuentra mejor que nunca, vigorizada por una semana de orgasmos inacabables, conjuntos, plenos. Ni siquiera imaginaba que pudiera darse una unión así, en el éxtasis. Si eso había sido posible, ¿por qué iba a ser difícil lo demás? Durante toda la mañana han estado hablando despreocupadamente al sol, en las tumbonas de la terraza. Luis le ha contado de sus lugares predilectos, a los que ya no creía que fuera a ir nunca, y del poema que quiere escribir sobre ellos. La tumba de Stevenson en la Polinesia, la isla de Pascua, los arrozales del curso bajo del Mekong, tantos otros de los que Claudia no oyó hablar nunca. «¿Y por qué no vamos? ¿Qué nos lo impide?», dijo entusiasmada, pero él sonrió con tristeza y estuvo callado un rato, sin que ella se atreviera a insistir. Si a él aún le resultaba un trauma salir a la calle, ¿cómo le iba a proponer dar la vuelta al mundo? Aunque eso es lo que pensó cuando le hablaba de aquellos sitios remotos, tan distantes entre sí. Dar la vuelta al mundo, ¿por qué no? Tenían el dinero suficiente para viajar con toda comodidad y tardar cuanto hiciera falta. El siguiente paso era sacarlo de aquella reclusión, convencerlo de que, más allá de aquellas cuatro paredes, la vida podía ser para ellos divertida y emocionante. Sobre todo ahora que habían conseguido amarse de aquel modo. Ha salido de compras, optimista, con la vaga idea de adquirir algún libro antiguo que describa una vuelta al mundo. Quiere regalárselo para su cumpleaños, dentro de unos cuantos días. Por el camino se compra unos zapatos de tacón de aguja, soberbios, para servirle esta noche la cena con ellos puestos y sólo las bragas y el delantal de la cocina. Tampoco puede resistirse a un bolso que ve en una vitrina, aunque para qué quiere ella otro bolso si casi nunca pisa la calle. Pero ¿quién sabe? Necesita galvanizar a Luis, ofrecerle algo grande, y no le importa sacrificar lo que sea para conseguirlo. Se detiene frente a una tienda de grabados, eso también podría servir. Entra sin mucha confianza en encontrar lo que busca, pero para su sorpresa sí que hay algo. Un grabado a color, francés, de la segunda mitad del XIX, doblado en varios pliegues, amputado sin duda de un libro. Cuando lo despliegan frente a ella no puede evitar una exclamación. Es mejor de lo que había pensado. Carte du Voyage autour du Monde de M. Jacques Sigfried, reza la leyenda. Sobre el globo terráqueo circunscrito a plano, una delgada línea roja parte de Lisboa, llega a Nueva York, de ahí a los Grandes Lagos para bajar a Nueva Orleáns, desde donde continúa a San Francisco y se adentra en el Pacífico hasta Hawai, fondeando de isla en isla, cambia el rumbo para subir hasta Yokohama, luego a China, remontando el curso del Río Amarillo, a Hong–Kong después, a Borneo y Sumatra, y de allí a Ceilán, la India, el Mar Rojo y Arabia, El Cairo, Grecia, los Balcanes e Italia, para volver a Lisboa atravesando la Península desde Barcelona. Es perfecto, a Luis le va a encantar. Lo compra sin dudarlo, pide que lo envuelvan en papel de regalo y se echa a la calle con una sonrisa radiante. Siente que tiene la suerte de cara. Ella no es de las que van de compras cuando se sienten deprimidas, todo lo contrario, va cuando está de buen humor. Todavía queda algo de tarde y decide probarse aquel traje negro que vio en la boutique cercana al sex–shop. Seguro que le está bien. Sería ideal para ir al teatro, por ejemplo, aunque tendría que ser lejos, donde el golpe fuera menos duro. Aquí, en el Lope de Vega, se encontrarían a conocidos, amigos, rostros familiares, todos de pie tan ricamente, y Luis en su silla de ruedas, expuesto a la curiosidad y la compasión. Sería más fácil en un lugar desconocido, en Venecia quizás. Anota mentalmente que hay que incluir Venecia en su periplo si es que no está en el mapa. Se echa a reír para sí misma de su tontuna porque se ve ya en el barco, al tiempo que llega al escaparate de la tienda y, contemplando el traje, recuerda a la muchacha que vio en el sex–shop y el extraño cruce de miradas que se dirigieron. Entonces una loca idea se le pasa por la cabeza. ¿Por qué no proporcionarle a Luis lo que tanto le fascina, dos mujeres jugando para él al juego del dominio? Con una joven como aquella, ansiosa, torpe, limpia, le parece factible enfrentarse a una prueba a la que jamás se sometería con una puta o una desaprensiva. Aquello sí impresionaría a Luis, y con una puesta en escena que superara con mucho a las de los vídeos. Claro está, tendría que ser con sus condiciones, bajo su control. No deben follar, no lo soportaría. Ese derecho es sólo suyo, la otra debería jugar un papel subordinado. La dejaría chuparla, no más. Pero ¿cómo puede pensar en esas cosas? Se está convirtiendo en una pervertida. No la avergüenzan sino que la divierten esas locas fantasías que no piensa llevar a cabo, pues lo más probable es que no vuelva a ver a esa muchacha nunca, y si así fuera, ¿cómo convencerla para que participe en semejante juego, por más que esté caliente como una perra, husmeando por los sex–shops? Mejor así, porque se siente capaz de todo. ¿Qué mejor prueba de amor que esa? ¿Qué mejor demostración de que la vida puede ser muy excitante, a pesar de la silla de ruedas? Lo haría, sí. Todo con tal de convencer a Luis de que su amor puede superar cualquier obstáculo y hacer posible lo que parece imposible. Mejor que no se le presente la ocasión porque la aprovecharía. Eso se dice a sí misma mientras sube las escaleras y se la encuentra frente a frente. Se queda estupefacta. Al principio ni se percata de que es la dependienta y sólo con gran esfuerzo logra pronunciar unas palabras. Conserva la frialdad imprescindible hasta que puede ocultarse en el probador y sentarse, con el pulso latiendo desbocado. Respira hondo hasta calmarse. De modo que trabaja allí, justo al lado, ve el sex–shop todos los días y un domingo decide entrar a echar un vistazo. Nada extraño en realidad, una muchacha con la natural curiosidad acerca del sexo y sus temores y placeres. Pero ¿por qué un domingo, sola, no con su novio o con amigas? ¿Por qué esa sensación de reconocimiento, esa mirada, tímida pero muy persistente, como si esperara algo de ella? Puede que tenga una razón oculta para ir allí, como ella la tiene, o tal vez le gusten las cosas raras, efectivamente. Quizás sea lesbiana. O todo junto. Claudia recupera el dominio de sí misma. El traje le sienta muy bien, se pone los zapatos de tacón recién comprados. Aún mejor. Se ve hermosa. Tiene treinta y cinco años. Está en lo mejor de la vida. Si lo que le gustan son las tías, la va a poner caliente. Sale y la encara con autoridad, exhibiendo sin ambages su belleza, su distinción. Y encuentra en sus ojos el efecto que busca. Por un momento siente con abrumadora claridad que si se acercara se le entregaría como una corderita. Pero no sabría qué hacer con ella, al menos en ese momento. Se da la vuelta con la convicción de ese triunfo y después, cuando se aproxima hasta rozarla, se pregunta si será en efecto lesbiana. Antes de irse averigua su nombre: Belén. Cuando sale se le ocurre que podría esperarla sentada en el café de enfrente, y sólo no saber muy bien qué decir y el temor al ridículo la detienen.