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En las marquesinas de las paradas de autobús y en los propios autobuses, en las vallas publicitarias, vistiendo las cabinas de teléfono, en las portadas de las revistas, en la carátula de los discos, en los carteles de las paredes, en los calendarios, todos esos labios, pechos y nalgas diciendo «cómeme». Empacho de la gastada pero insaciable gula. Mamíferas ubres, hipertrofiados belfos, ancas redondas de grasa. Cifra, símbolo y bandera de todo lo deseable en esta podrida parte iluminada del mundo. Los colmillos del deseo pastoreando el rebaño de lascivas miradas, mordiendo en la ingle de los hombres y en el insensato orgullo carnal de las mujeres. Podría perseguiros en los bosques como Diana cazadora, abatiros con mis flechas envenenadas con sarcasmos, castraros atados como potros con las afiladas tijeras de mi inflexible lógica. Pero no lo haré, porque sois el más extraño de los animales, una fiera introvertida y confusa, no lo haré porque me pertenecéis y os pertenezco, no lo haré porque os amo. Sí, os amo y os detesto. Odio la pobreza de vuestras obsesiones, que sólo enriquece la enfermedad. Mutaciones terribles de la atrofiada imaginación; todo el poder de la fantasía esclavizado a una causa innoble y torpe. He espiado las apariencias con que soñáis, dormidos o despiertos. He explorado las figuraciones del torturado instinto, la obscena maleza de las almas, como si buscara setas de inapreciable sabor, frutas prohibidas, trufas que hozan los cerdos. Oh, yo sé lo que os excita, semejantes míos, por más que parezcáis de otra especie. Amo el brutal empuje que os arrebata en celo perpetuo, que todo lo arrastra para extinguirse al cabo en una pueril satisfacción, modesta Ítaca para tan exaltada Odisea. Entonces tenéis vuestro momento de paz, que asociáis a la tristeza, y dura mucho menos en la mente que en el cuerpo. Cuán lejos os arrebata ese impulso que alienta vuestros logros más hermosos y las más inverosímiles de vuestras atrocidades. Os odio y os amo. Como odio y amo a vuestras víctimas, las mujeres, su dulzura, su impotencia, su mendicidad emocional, su seductora picardía, su abnegado valor. También a nosotras nos turban esos vientos, amigas, pero soplan de distintas latitudes. Ladera al sol o a la sombra de una montaña escindida. Qué egoísta satisfacción la de sentirse amada, el vértigo de la adicción sentimental. Qué severa la esclavitud de la belleza. Con los ojos bajos o desafiantes, modosas o descaradas, os amo y os aborrezco como sólo puede aborrecerse lo propio. Me sois propias y ajenas, y en el fondo no me inspiráis compasión. No eran vuestros pasos los que yo seguía por calles turbias, electrizadas por el fluido del deseo. Para saberos me bastaba yo misma. Quise ser como Tiresias y medir el placer y la furia de ambos sexos en la balanza de mi propio corazón. Era al cabo como la niña cochina que quiere ver la colita de su amigo, los dos jugando solos en algún escondite. Yo quería ver mucho más, mucho más adentro, aunque tuviera que abriros la cabeza con un escalpelo, sin saber aún si calmaría vuestra inquietud con una lobotomía o con un beso. ¿Me agradeceríais que extirpara vuestros fantasmas, o los necesitáis demasiado para sobrevivir sin ellos? ¿O quizás debería abrir un teatro para la representación de vuestras fantasías? Ese sería un buen trato, yo desnudaría mi cuerpo siempre que vosotros desnudarais vuestras almas. Os fui escogiendo uno a uno, acechando el abrevadero de vuestros ensueños, aunque no lo pretendía.