Acudí el martes a la cita con Héctor. Me esperaba sentado en un taburete al final de la barra, atento a la puerta, recostado en la pared. Solo, como siempre; más que eso, había un permanente halo de soledad en torno suyo, un extrañamiento que le confería una suerte de pureza entre la gente. Eso me atraía de él y el ingenuo entusiasmo que aparecía nada más rascar su timidez. Había leído muchos libros, como yo, pero de manera harto más desordenada que la mía y con intereses muy distintos. Yo nunca había leído una novela policiaca, por ejemplo, y apenas cuatro o cinco de aventuras. Tampoco había tenido cómics, ni siquiera de niña. Era, como lectora, más estudiosa que imaginativa, al contrario que él. Cuando acabó el bachillerato entró en Correos, donde había trabajado su padre. Su idea era compaginar el trabajo con los estudios, matricularse en Historia o en Literatura. Pero, entre unas cosas y otras, dejó pasar un año, dos, y al final no lo hizo. Siempre encontraba una excusa para no hacerlo y abandonarse a su propia inercia. Me contaba eso sin entrar en demasiados detalles. Tampoco se los daba yo, que dejaba en una deliberada vaguedad cuanto se refiriera a mi vida. Era un tanteo por ambas partes, conocer un poco al adversario antes de comenzar el partido. Salimos ya de noche del bar del Hispano. No habíamos comido apenas nada, pero nos habíamos tomado cada uno varias cervezas. Me sentía mareada y lo tomé por la cintura y él me pasó el brazo por los hombros. Le dije que lo que me apetecía era tumbarme lejos de la mirada de la gente, y era muy cierto. Un tanto enfurruñado, contestó que podíamos ir a su casa.
Así entré en la guarida del dragón, por más que yo no pretendiera rescatar a ninguna doncella, sino al dragón mismo. Había una atmósfera de pulcritud que me sorprendió. Casi esperaba ver los restos de sus festines, revistas, vídeos, huesos ya mondados, esparcidos por la cueva. En lugar de eso, todo estaba ordenado y parecía encontrarse en su sitio. Era aseado, de eso no cabía duda, y además me esperaba. La botella de vino que estaba descorchando, con esfuerzo revelador de la poca práctica, seguro que la había comprado para la ocasión. Se disculpó por carecer de copas y brindamos (por mí, dijo él, por ti, contesté yo) con vasos de cocina. El piso era pequeño, un dedal, una cáscara de nuez, lo llenábamos, él era tan grande. El vino estaba tan bueno que acabamos saboreándolo en los labios del otro. Puse música, elegí de entre los pocos discos que tenía, aún de vinilo, el que más mórbido me pareció. Curioseé sus libros, revolví sus cómics aunque trataba de impedírmelo y tiraba de mí riendo para alejarme de la estantería. Hacía calor. Ambos estábamos borrachos. Tenía también muchas revistas apiladas; alcancé a ver el título de una: Sleeper Girl, antes de que consiguiera apartarme de ellas. No sabía si luchábamos o bailábamos en el centro del cuarto, ante la televisión apagada. Rojo por la excitación, torpe como un oso. «Cuéntame tus secretos», creo que le dije o quizás sólo lo pensé, «dime qué te gusta», y mientras él me respondía «tú, tú», repitiéndolo muchas veces, le quité la camiseta y él casi me arrancó la camisa. No sé cómo, llegamos al dormitorio y caímos sobre su cama.
Sin embargo, su fogosidad se esfumó en cuanto estuvimos tumbados cara a cara, desnudos. Notaba su pene fláccido, pequeño, restregándose impotente contra mis muslos, y mascullaba maldiciones aferrándose a mí; en el contorno borroso de su cara, en la oscuridad, veía brillar lágrimas de frustración en sus ojos. Debería haberlo consolado, haber sido paciente con él, pero no lo hice. Había bebido demasiado y de pronto todo aquello me pareció un sin sentido, algo absurdo, insignificante. Me di la vuelta y quedé espatarrada, boca abajo, sin hacerle caso. Me envolvía una agradable niebla alcohólica y me dejé llevar por su balanceo de carrusel. No sé si llegué a quedarme dormida. De pronto sentí un suave cosquilleo en la planta de los pies, una sensación fresca y placentera que me subía desde ellos por todo el cuerpo hasta la columna vertebral. Me removí para ponerme más cómoda sin abrir los ojos; no deseaba salir del estado vaporoso en que me encontraba e intuía que Héctor sería más osado si me fingía dormida. Me acariciaba con un pincel que mojaba en agua fría, tras la planta de los pies y el talón los tobillos, las pantorrillas, besando después, lamiendo la piel que había electrizado. Sus labios, sus dientes, seguían el trazo de las lentas pinceladas, mordiendo con leves bocados mi carne. Se me habían quedado flojos todos los músculos, y cuando el delicado y frío contacto llegó a mis cachas abrí las piernas por completo. Sentí entonces los suaves pelos recorriendo la parte interior de mis muslos, abriendo una estremecida senda que seguían sus labios con pasos que eran besos punzantes y ligeros. Me encontraba completamente abandonada y no participaba más que con enajenados suspiros de satisfacción, que se redoblaron cuando la punta del pincel recorrió helada y dulce el contorno de mi sexo y subió por entre las nalgas hasta justo el agujerito del culo, donde dejó una caricia que me hizo temblar. Regresó inmediatamente al coño, mojándolo por completo, con largas pinceladas, y después su lengua de oso que ha encontrado un panal me dio lentos lametones que hicieron que la sangre corriera alocada por mis venas. Hubiera estallado si llega a continuar, pero prefirió dedicarse a mi espalda para descubrirla y situar en ella un mapa de pequeños mordiscos. Cuando llegó a mi nuca con su cuerpo casi pegado al mío, apoyado sobre codos y rodillas, y alcanzó con sus delicados dientes el punto más sensible de mi cuello, me retorcí como una anguila y levanté el culo para encontrarme con su polla tiesa como un faro en mitad de la noche. La rocé con mis nalgas, sintiéndola endurecerse aún más, y resbaló hacia abajo entre ellas hasta detenerse en la misma entrada, en la puerta misma, frenada por el zumo ya espeso que destilaba mi interior. Sentía el glande inflamado, grueso, sobre mi vulva, que se abría como una boca insaciable, y con un movimiento hacia arriba me la introduje y ya no la dejé escapar. Poco a poco la fui metiendo entera, con ondulantes movimientos naturales, no aprendidos, deslizándola dentro de mi coño suave como la seda, mientras él permanecía tenso y quieto, como si no pudiera creer lo que le estaba pasando, exhalando maravillados quejidos hasta que, incapaz de soportarlo, la clavó hasta el fondo una y otra y otra vez, con brutales acometidas que me zarandeaban entera. Se corrió de inmediato bramando como un toro, anonadándome con la potencia brutal de su orgasmo, gratificándome de modo inesperado con un éxtasis que iba más allá del placer físico, colmando un atávico anhelo de posesión y plenitud. No me corrí, quizás con el alcohol no hubiera podido aun de haberlo intentado, pero yo no tenía ganas de tocarme y él no me tocó. Se derrumbó sobre mí mientras su polla empequeñecía hasta que dejé de notarla, y entonces se echó a un lado, liberándome de su peso, con la respiración entrecortada todavía, mudo por el placer.