13

Claudia se echa una última mirada en el espejo del vestidor antes de decidirse por una blusa beige en vez de azul. Oye desde allí a Luis aporreando su máquina de escribir en el estudio. Le gusta ese ruido más que la música. Es un signo de vida, una muestra de que se interesa por algo, aunque lo que escriba no tenga más objeto que compadecerse de sí mismo. Cualquier cosa le parece preferible a la vida vegetativa en que cayó después del accidente, sin hablar, sin leer, sin ver siquiera la televisión, hundido en su miseria como si pensara dejarse morir en vida. Una sombra de tristeza y temor le contrae el rostro mientras se mira de nuevo en el espejo cerrando con dificultad la cremallera de la falda. Es una buena señal. Ha salido del estado de enferma delgadez con que pagó su cuota al sufrimiento. Como quien auxilia a alguien que se ahoga, ellos no tenían otra opción que salvarse o perecer juntos. Ahora las cosas irán a mejor, se dice con fe, poco a poco, pero a mejor. Y todo por aquella llamada de hacía ya más de un año, poco después de que Luis se estrellara en la moto contra un camión, derrapando bajo las ruedas en un intento de evitar el choque, quién sabe cuántas toneladas aplastando sus tobillos, sus pies, en un amasijo de hierro y carne.

Era una voz de hombre, severa y un tanto cortada al advertir que respondía una voz de mujer. Preguntó por Luis y, al decirle que no podía ponerse pero que le dejara el recado, tras una vacilación dijo que llamaba de un videoclub. Dos películas retiradas hacía cinco semanas no habían sido devueltas. El señor que llamaba reclamaba su devolución de inmediato, había transcurrido tiempo más que suficiente y desde luego habría que abonar el suplemento diario por la demora. Claudia estuvo en un tris de mandarlo a la mierda. En la situación en la que estaban y aquel imbécil planteando exigencias, pero le intrigó que Luis tuviera alquiladas películas, si es que era Luis. Debía de tratarse de un error, dijo en tono seco. La voz, con enfado ostensible, replicó que no había equivocación posible y dio el nombre y apellidos de su marido y su número de carnet de identidad. Añadió, incapaz de contenerse, que llamaba de un sex–shop. Hubiera sido fácil para Claudia devolverle el golpe haciéndole ver la crueldad de su llamada, pero era demasiado orgullosa para revelar a aquel miserable nada de su vida. Su tono raspaba cuando le dijo que le devolvería sus vídeos en unos cuantos días y que no se le ocurriera volver a llamar a su casa. Colgó acto seguido sin dar posibilidad a una respuesta. Mas esa seguridad se esfumó cuando se puso a pensar en cómo afrontaría aquello. No tenía muchas opciones, podía decirle a Luis que habían llamado del sex–shop y que le diera las películas, que ella las devolvería sin ningún problema. Pero eso le humillaría, y bastante disminuido estaba, para exponerlo a tan íntima vergüenza. Sin decidirse, fue a su cuarto, se acercó a él, mudo frente a la ventana, le acarició el pelo… y no le salieron las palabras. También podía pagar las películas, comprarlas, ya que estaban alquiladas. Eso era lo más sencillo, pero había colgado tan abruptamente que no sabía el nombre del sex–shop ni su dirección. Durante todo el día estuvo dándole vueltas, pero más que aquellas consideraciones prácticas, la intrigaba aquella secreta afición de su marido y lo que podría significar en su actual situación. Ya no tenían vida sexual, aunque Luis no tenía ningún problema al respecto, sólo le habían amputado los pies. Recordó la ocasión en que a la vuelta de un viaje él le trajo de regalo un corsé de no demasiado buen gusto. La ofendió aquella prenda y no se la puso nunca. Hasta estuvo enfadada con él varios días. Follaban, desde luego, y él era tierno y atento con ella, le besaba la espalda, la masturbaba con la mano después de correrse él, por eso no comprendía que quisiera vestirla de puta. Quizás a partir de ese incidente, que relegó pronto al olvido, empezaron a distanciarse. Llevaban ya tres años de casados y se peleaban con frecuencia y se reconciliaban con pasión, pero más allá de aquel estallido, y a pesar del cariño que se profesaban, acababan ambos decepcionados. Él le pedía cosas que no le gustaban y que la hacían sentirse incomoda, inhibiéndola. Ella esperaba muestras de afecto que a él ni se le pasaban por la cabeza. Se abrió entre ellos un foso que salvaban porque, al cabo, una fuerza superior a sus mezquindades los arrojaba al uno en brazos del otro. Quizás esa atracción, a veces satisfecha pero a menudo frustrada, se hubiera desvanecido con el tiempo, incapaz de colmar deseos que sólo se confesaban como sarcasmos o reproches. Pero el accidente lo trastocó todo, anonadándolos en el sufrimiento. Verlo tan desvalido la conmovió como no podría haberlo hecho ninguna otra cosa en el mundo. Luis procuraba guardarse para sí su dolor, encubriendo una desesperación que sólo el cariño de Claudia mitigaba. Apenas si hablaban, y se comunicaban por un lenguaje de leves caricias y gestos de consuelo. No parecía que fueran a volver a follar en lo que les restaba de vida, y eso, que apenas le hubiera importado antes, ahora le dolía como un cuchillo en las entrañas. Él la animaba a salir, a entretenerse, dándole a entender que podía hacer lo que quisiera, que no se lo reprocharía, consiguiendo tan sólo una dulce sonrisa. Por la noche, después de pasar el día inquieta tras aquella llamada, esperó en vano a que él fuera al dormitorio a acostarse junto a ella, ya muy tarde. Los más de los días se deslizaba desde la silla al diván del estudio y se quedaba allí inmóvil, en la oscuridad, con los ojos abiertos. No se atrevió a ir junto a él y pedirle que le contara qué veía en aquellas películas y si aún las veía. Sabía que no podría arrancarle una palabra. Al día siguiente, como todas las mañanas, lo sacó del estudio y lo llevó a la terraza para que tomara el sol un rato. Después buscó en la biblioteca hasta encontrar el escondrijo donde estaban olvidadas las cintas, envueltas en una bolsa barata de plástico. Felizmente, una de ellas llevaba una ficha rosa con la dirección del sex–shop.

Aquella misma tarde se encaminó hacia allá decidida, aunque con un leve sentimiento de vergüenza que escondía detrás de unas gafas oscuras. Le sorprendió el sitio, tan céntrico pero tan discreto, casi invisible en el pasaje entre calles comerciales. Entró rápido y sin quitarse las gafas. Casi no importaba, porque el local estaba brillantemente iluminado para desterrar toda sombra de pudor en la exhibición de los productos: cientos de vídeos puestos de cara en cromadas estanterías, con chillonas portadas que no quiso mirar para volverse hacia el mostrador, donde un hombre medio calvo, con nariz chata y labios grandes, la recibió sin aparentar sorpresa pero con un destello inocultable de curiosidad en los ojos rasgados. Le entregó la bolsa con las cintas y le preguntó cuánto le debía. Eso sí lo sorprendió, hasta lanzó una exclamación y parecía que iba a decir algo, ella no supo adivinar si una disculpa o una grosería, pero optó por callarse y tras consultar la ficha manifestó con tono neutro que veinticuatro euros, debido al recargo acumulado. Pagó diligente y volvió a sorprenderlo, porque en vez de darse la vuelta y salir pitando, que es lo que pensaba que haría, le preguntó sin titubeos si tenía más de aquellas. Esta vez no disimuló el asombro ni la expresión de sorna que asomó a su cara, a lo que ella contestó quitándose las gafas y dejándole ver una mirada de dolor y determinación que lo frenó en seco y hasta lo echó un poco para atrás, como si hubiera recibido un golpe. Señaló un pasillo, añadiendo que al final, en los estantes de la derecha, encontraría lo que buscaba. No le sorprendió que a su marido le gustasen películas en las que sólo salían mujeres, aunque sí algo sus actitudes, unas poniendo cara de crueles con botas, fusta y corsé, otras con mirada de cordero y el culo en pompa, o suspendidas en el aire por tensas cuerdas, o arrodilladas en una jaula. Casi todas las portadas, con mayor o menor grosería, transparentaban un aire, más que de juego, de ceremonia, la representación de un rito que conjuraba informes apetitos de violencia y sumisión. No se escandalizó ni se sintió celosa o postergada. Por absurdas que fuesen, aquellas fantasías habían excitado antes a Luis y quizás pudieran volver a hacerlo, eso era lo que deseaba fervientemente. Intuía que resultaría poco cuanto ella pudiera ofrecerle, precisamente por ser real, por pertenecer a la vida de la que se sentía excluido, mutilado, y confiaba, con más sentimiento que lógica, que encontraría en aquel reducto imaginario al menos las ganas de empalmar y, con ellas, quizás también las de vivir. Tomó las dos cintas en las que las chicas le parecían más guapas y se las alquiló al desconcertado dueño del negocio. Las dejó en el estudio, al lado del vídeo, no demasiado a la vista pero donde no tuviera más remedio que verlas cuando, como todas las noches, se encerrara a leer o, más bien, a masticar su desesperación. Luego se acostó, pendiente de cada ruido, temerosa de haber dado un paso en falso. Pasaron las horas sin que ocurriera nada y se quedó dormida. Despertó de pronto, Luis estaba a su lado, mirándola en la penumbra. Le acarició el pelo y le dijo, como si hablara para sí mismo, como si ella aún durmiera, que era mejor de lo que él creía, mucho mejor, y le dio en los labios un beso de verdad, el beso de un amante, no el de un hombre disminuido. Lo atrajo a la cama como una leona arrastra su presa a una cueva.

Recuerda aquella noche sin verse, aún reflejada en el espejo, con la blusa abandonada a medio poner y las manos bajando por las caderas. Con los ojos cerrados rememora cuántas cosas le dijo, las que ella más quería oír, que la admiraba, que la quería, mientras la dura carne del amor le entraba dentro, bien dentro. Desde aquel día, había ido a alquilar vídeos todos los domingos. Al principio ella no veía las películas, pero lo esperaba, una o dos noches por semana en la oscuridad del cuarto, segura de que vendría. La proximidad física, la intimidad sexual llenó como un fluido el vacío que había entre ellos; los gestos, por la mañana o en el cuarto de baño, no eran sólo de consuelo, las palabras fluían más libremente a sus labios, dejó de resultar raro escuchar una risa. Después empezó a ver las cintas con él, o más bien a acompañarlo, porque se ponía entre sus piernas y le chupaba la polla sin ningún recato, perdido todo felizmente, hasta que él la apartaba tirándole del pelo para no correrse tan pronto. Entonces descansaba la cabeza en su cadera, con el pene erecto exhalando su perfume al lado de su mejilla, y miraba la pantalla, en la que una pérfida vampiresa echaba cera desde una gruesa vela roja en los pechos, el vientre y el depilado monte de Venus de una angelical jovencita, y siempre le decía lo mismo, mirándolo desde abajo, acariciándole los huevos: «Hazme eso a mí. Házmelo a mí». Y lo decía de veras. Es domingo y se mira en la luna del vestidor, sintiéndose hermosa. Tras abotonarse la blusa se cuelga el bolso y antes de salir a la calle pasa un momento por el estudio para darle un beso.