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Ha dejado de llover y el sol seca las baldeadas calles, brilla en las gotas prendidas de los aleros y en los colores de las fachadas, relucientes como si las acabaran de pintar. Héctor luce a su vez una sonrisa inconsciente bajo la mirada absorta. Como un tintineo de monedas en la hucha infantil, diminuto tesoro más valioso que los que guardan las cajas fuertes de los bancos, así suena el ilusionado repique de emociones que tañe en sus oídos, tarareo que asoma a sus labios como una canción sin letra ni música, embeleso no más, como arrullo de infante o ronroneo de gato. Belén apoyando la mano en su brazo mientras se acerca para decirle algo que él no llega a oír, en el bar del Hispano, el jueves después de la piscina, y luego el paseo por el río, ya echada la noche, con los neones de los bares de la calle Betis alargándose en el agua, llamas verdes, rojas, azules, frías, hasta la despedida en Reyes Católicos, con besos en las mejillas que no puede sino recordar a cámara lenta, los labios jugosos y frescos presionando su sedienta carne. Recuerdos de un solo día que cuenta y recuenta una y otra vez, avaro, en la alcancía de la memoria. Camina sin su habitual concentración, fijándose arrobado en detalles en los que nunca repara, el espejeo de las hojas de los árboles, la tibieza del aire tras la lluvia en el calor del sol, la luz como arrojada a cubos sobre las calles en las que las casas tienden su irregular escaque de sombras, la muchacha que se cruza con él y le corresponde con una sonrisa que encuentra seductora e inexplicable. Cuando uno le sonríe a la vida es muy fácil que la vida le sonría, otra cosa es que le coma la boca. Pero hasta para eso alberga insensatas esperanzas mientras camina hacia el sex–shop. Va a entregar películas. No sacará ninguna a no ser que encuentre una muy especial, como para una celebración, algo increíblemente morboso y elegante para acompañar uno de los escasos momentos de felicidad que ha conocido en la vida. Héctor es virgen, por más que se masturbe con furor de iniciado. Nunca ha estado con una mujer. Mas cuando llega al obsceno y aislado recinto, donde también se habla en susurros, como en los lugares sagrados, y raramente se levanta la voz, tras hacer entrega de las siempre enojosas pruebas de su delito, se da una vuelta y no encuentra nada que le llame la atención en los anaqueles repletos de bestialismos, sodomías, sadismos, coprofagias y demás horrores cansinos de enumerar. Está demasiado contento para conformarse con el surtido habitual de sus obsesiones, y la atmósfera sofocada y chillona le resulta opresiva. Se va inmediatamente, sin pararse siquiera a ver las revistas. Belén lo ve de refilón, desde arriba, mientras espera a que una clienta salga del probador. Lleva, despreocupado, las manos en los bolsillos, pero ella no repara en ese detalle. Se pregunta si piensa en ella cuando está caliente y ve a esas mujeres suculentas de grandes pechos y nalgas, si también se excita entonces pensando en ella. Se imagina como una amazona expulsando a todas aquellas furcias a patadas. Como un gran viento, se imagina barriéndolas a todas con sus perifollos, zapatos de tacón, medias, ligueros, bragas de satén, estrictos corsés, gargantillas, collares de cuero o de perlas, todo revuelto en una nube de polvo que las arrastre muy lejos, donde su insano brillo no contamine la luz del sol. Barrerlas con un soplo como a un ejército de fantasmas. En ese momento la clienta, una morena entrada en años pero vivaracha y resultona, sale del probador, se contonea ante el espejo para ver cómo le queda la falda, se pone las manos en las caderas, yergue el torso, se contempla, ajena a todo, ajena a Belén, también reflejada en el espejo tras ella, y se dedica una sonrisa satisfecha y gatuna.