El martes tenía la primera tarde libre de las dos que me correspondían esa semana y me encaminé al Hispano dispuesta a nadar hasta cansarme. Sin una pauta de entrenamiento ni funda ni nada parecido. La competición era el siguiente domingo y me conformaba con no llegar la última. Lo que esperaba era ver a Héctor, aun sin saber lo que quería exactamente de él. Había ideado algo para establecer un contacto más íntimo y una mezcla de sentimientos oscilaba en mi ánimo; la sensación de dominio que me proporcionaba conocer su secreto me hacía sentirme como una manipuladora, la curiosidad por desvelarlo como una fisgona, incluso la simpatía que me inspiraba, tan tímido, tenía su base en que comprendía muy bien su desamparo emocional, aunque eso me llevaba a formularme incómodas preguntas acerca de mis propias carencias afectivas y sexuales. Héctor al menos paliaba, mal que bien, con la pornografía las segundas, pero aquello no era suficiente para mí, o era demasiado, como para cualquier mujer, quizás con la excepción de la que había visto el domingo. Pensé en ella durante todo el camino hacia el Hispano en medio de un viento bronco y desabrido. ¿Iría también otros domingos o era una visita ocasional, para adquirir algo que yo no llegaba a imaginar? Para el popper, que me habían dicho que vendían en esos establecimientos, estaba ya algo pasadita, además no daba en absoluto el tipo y me parecía inconcebible que entrara a comprar un consolador en un sitio público, aunque fuera la más viciosa de las hembras, cosa que tampoco parecía. Si alquilaba películas, por la razón que fuera, debía ir a devolverlas, como hacían los hombres que llegaban azorados, aferrando las cintas negras que se transparentaban en la blanca bolsa de plástico. Ya en el vestuario, mientras me ponía el bañador, tomé dos decisiones: iría el domingo para saber si volvía por allí y, caso de hacerlo, entraría en el sex–shop tras ella. Me puse el gorro y salí al encuentro de Héctor. Pero no lo vi por ninguna parte. Escudriñé toda la piscina mientras me encaminaba hacia las duchas, pero no estaba allí, o no llegué a verlo. Así que, tras ducharme, me puse a calentar diciéndome que ya aparecería. Estiré metódicamente, el cuello, los brazos, la espalda, y cuando incliné el tronco para tocar el suelo con las manos supe dónde estaba, justo detrás de mí, mirándome. No lo vi, sentí su mirada. Me incorporé sin prisa y me volví para estirar las piernas apoyada en el bordillo de la pila de agua caliente, y allí estaba, acodado y con las gafas en la frente, como la vez anterior. Se sorprendió, y por un momento creí que iba a meterse debajo del agua; lo saludé con naturalidad porque en verdad me alegraba de volver a verlo, y él sonrió desarmado y masculló algunas palabras de reconocimiento. Hablamos un rato, de la lluvia del otro día, del viento, de la primavera, que comenzaba un tanto turbia, mientras yo seguía estirando con una pierna flexionada y la otra tensa, las manos sobre el borde húmedo al lado de su codo, mirándonos muy de cerca. Se le veía ansioso e inexperto, pero no era tonto y se expresaba bien aunque un tanto a trompicones. Pronto descubrimos que teníamos varias cosas en común, lo que no me sorprendió en lo más mínimo. Cuando acabé de estirar le pedí un favor: no estaba el instructor que me ayudaba en los entrenamientos, cosa que yo sabía de antemano, y necesitaba que alguien me cronometrara. Aceptó de inmediato, tan cohibido como fascinado. Le daba a sabiendas un pretexto para que me observara a su gusto, mas él, que no podía sospecharlo, sonrió con cierta cuquería antes de adoptar un aire responsable y examinar concienzudamente el cronómetro. Comencé a nadar consciente de que cada uno de mis movimientos era observado con lascivia y nadé con suma concentración, exhibiéndome, incrementando la velocidad vuelta tras vuelta hasta hacer la más rápida de todas en la última del 1500, con una progresión constante. La otra vez me había visto atada, ahora quería que me viera suelta. Cuando acabé, estaba entusiasmado. Decía que nunca había visto nadar tan bien y me repetía los tiempos que había hecho cada cien metros. Me complacía la genuina admiración que leía en sus ojos, arrebolados por un deseo que su expresión no podía disimular. A mí no me gustaba, ni me gusta, exhibirme como esas mujeres que sólo se sienten bien consigo mismas cuando realzan sus atributos sexuales. No es que me diera vergüenza tener tetas y culo, sólo que no quería que eso fuera lo primero y más importante que mostrarle al mundo. Con Héctor, sin embargo, era distinto. Me divertía excitarlo, la pasión que provocaba en él me estimulaba como una fuente suplementaria de energía. Después nadé series de cuatrocientos metros variando de estilo, siempre con él bajo el agua haciéndome señales de ánimo, cronómetro en ristre. Tras cada serie me tomaba un descanso y charlábamos un poco antes de continuar. Aquel día decidí no llegar más lejos, y cuando me encontré fatigada le agradecí su ayuda y le insinué que, si no se había aburrido mucho, podíamos repetirlo el jueves siguiente. No se había aburrido nada, me dijo, había sido un placer. Lo creí.