Go, soul, the body’s guest,
Upon a thankcless errand:
Fear not to touch the best,
The Truth shall be thy warrant[1]
Aquí, en el calor ardiente de un agosto americano, entre la prisa y el desorden de Nueva York, me siento para escribir mi última declaración de Fe, como prefacio o prólogo a la historia de mi vida. Terminará por ser leída con el mismo espíritu con que fue escrita y no pido nada mejor. Mi actividad periodística durante la guerra y después del armisticio me ha acarreado procesos iniciados por el gobierno federal. Las autoridades de Washington me acusaron de sedición y, aunque el tercer director general de Correos, el ex gobernador Dockery, de Missouri, que fue elegido por el departamento como juez, proclamó mi inocencia y me aseguró que no volvería a ser procesado, mi revista («Pearson’s») fue retenida una y otra vez reduciendo así su circulación a un tercio. Fui arruinado por la persecución ilegal del presidente Wilson y su superasistente Burleson y, cuando pedí compensación, se rieron de mí. Según parece, el gobierno americano es demasiado pobre como para pagar sus deshonestos errores.
Registro este hecho vergonzoso en beneficio de aquellos Rebeldes y Amantes del Ideal que se encontrarán sin duda, en el futuro, en un apuro similar al mío. En cuanto a mí, no me quejo. En general, he sido mejor tratado por la vida que el hombre medio y he recibido más tolerancia amorosa de la que tal vez merecía. No me quejo.
Si América no me hubiera reducido a la penuria, probablemente no hubiera escrito este libro con la audacia que el ideal requería. Frente a la última embestida del Destino (estoy mucho más cerca de los setenta que de los sesenta), todos estamos dispuestos a sacrificar parte de la Verdad en beneficio del reconocimiento gentil de nuestros contemporáneos y de un final apacible. Siendo, como dicen los franceses, «ese animal malvado que se defiende cuando es atacado», me revuelvo finalmente sin malicia alguna, espero, pero también sin ninguno de esos miedos que puede provocar el compromiso. Siempre he luchado por el Santo Espíritu de la Verdad y he sido, como Heine dice de sí mismo, un soldado valeroso de la Guerra de Liberación de la Humanidad. Una batalla más, la mejor y la última.
Hay dos grandes tradiciones de escritura inglesa: una de libertad perfecta, la de Chaucer y Shakespeare, totalmente franca, con cierta fascinación por los detalles lascivos y la obscenidad ingeniosa, el lenguaje de un hombre; la otra, emasculada cada vez más por el puritanismo y, a partir de la Revolución francesa, castrada hasta el decoro más absoluto, porque ese levantamiento llevó al poder a la clase media analfabeta, asegurando así la dominación de las lectoras virginales. Bajo Victoria, la prosa inglesa se hizo literalmente medio infantil, como sucede en cuentos como «Little Mary»; o, en el mejor de los casos, provinciana, como puede comprobar cualquiera que se tome la molestia de comparar la influencia en la realidad de Dickens, Trackeray y Reade[2] con la de Balzac, Flaubert o Zola.
Obras maestras extranjeras, como Les contes drolatiques y L’asommoir, fueron destruidas en Londres por obscenas y por orden de un magistrado. Hasta la Biblia y Shakespeare fueron expurgados, y emperejilaron todos los libros hasta llevarlos al nivel de decoro pacato de la escuela dominical inglesa. Y América, con humildad poco recomendable, ahondó el ejemplo desdichado y estúpido.
Durante toda mi vida me he rebelado contra este canon de comportamiento de solterona, y mi rebelión no ha hecho más que aumentar a medida que pasaban los años.
En el prólogo a The Man Shakespeare, traté de demostrar cómo el puritanismo que había desaparecido de nuestra moral se había introducido en el lenguaje, debilitando el pensamiento inglés y empobreciendo la lengua.
Finalmente, regreso a la vieja tradición inglesa. Estoy decidido a decir la verdad acerca de mi peregrinación por el mundo, toda la verdad y nada más que la verdad, sobre mí y sobre otros, y trataré de ser con ellos por lo menos tan gentil como conmigo mismo.
Bernard Shaw me asegura que no hay nadie lo bastante bueno, o lo bastante malo, como para decir la verdad desnuda sobre sí mismo, pero a este respecto estoy más allá del bien y del mal.
Ahí está la literatura francesa para darnos el ejemplo y la inspiración. Es la más libre en la discusión de asuntos sexuales, y principalmente a causa de su preocupación constante por todo lo que tenga que ver con la pasión y el deseo se ha transformado en la literatura universal para hombres de todas las razas.
«Las mujeres y el amor —escribe Edmond de Goncourt en su diario—, siempre constituyen el tema de conversación dondequiera que haya una reunión de intelectuales socialmente reunidos por la comida y la bebida. Durante la cena, nuestra conversación fue primero licenciosa (polissonne), y Turgueniev nos escuchaba con la boca abierta por el asombro (l’étonnement un peu méduse) de un bárbaro que sólo hace el amor (fait l’amour) muy naturalmente (très naturellement)».
Quien lea cuidadosamente este pasaje, comprenderá cuál es la libertad que intento ejercer. Pero no me dejaré amordazar ni siquiera por las convenciones francesas. De la misma manera que, en pintura, nuestro conocimiento de lo que han hecho los chinos y japoneses ha alterado nuestra concepción de este arte, así los hindúes y birmanos han ampliado nuestra comprensión del arte del amor. Recuerdo haber visitado el Museo Británico con Rodin, sorprendiéndome por el tiempo que pasaba inclinado sobre los pequeños ídolos y las figuras de los isleños de los mares del Sur: «Algunos son triviales» —dijo—, «pero mira eso, y eso y eso… obras de arte de las que cualquiera estaría orgulloso. ¡Cosas bellas!».
El arte se ha vuelto uno con la humanidad, y algunas de mis experiencias con los llamados salvajes pueden resultar interesantes incluso para los europeos más cultos.
Tengo la intención de contar lo que la vida me ha enseñado y, si comienzo por el ABC del amor, es porque fui criado en Inglaterra y los Estados Unidos. Pero no me detendré ahí.
Por supuesto, sé que la publicación de un libro como este justificará de manera instantánea lo peor que mis enemigos han dicho de mí. Hace ya cuarenta años que soy el campeón de casi todas las causas impopulares, y por lo tanto me he hecho muchos enemigos; ahora podrán satisfacer su malicia al tiempo que cosecharán laureles por su previsión. En sí mismo, el libro disgustará seguramente a los «consejeros» y los mediocres de todas clases que siempre me han tratado mal. Tampoco tengo dudas de que muchos amantes sinceros de la literatura, que aceptarían gustosos el tipo de licencia que usan los escritores franceses, me condenarán por ir más allá de ese límite. No obstante, hay muchas razones por las cuales debo ejercer una libertad perfecta en este último libro.
En primer lugar, cometí espantosos errores al comienzo de mi vida, y los vi cometer también por otros jóvenes, por pura ignorancia; quiero advertir a los jóvenes impresionables contra los bancos de arena y ocultos arrecifes del océano de la vida y esbozar la carta marina, por decirlo así, en el comienzo del viaje, cuando el peligro es mayor, de esas «aguas no holladas».
Por otro lado, me perdí placeres indescriptibles, porque al comienzo de la vida la capacidad para gozar y dar deleite es más pronunciada, mientras que la comprensión de cómo dar y cómo recibir placer llega mucho más tarde, cuando nuestras facultades ya declinan.
Acostumbraba a ilustrar el absurdo de nuestro actual sistema educativo mediante una analogía pintoresca: «Cuando me estaban enseñando a disparar» —dije—, «mi padre terrenal me dio primero un revólver, y, cuando vio que había aprendido el mecanismo y podía confiar en mí, me dio un arma de dos cañones. Pocos años después, adquirí un fusil de repetición que, si era necesario, podía disparar una docena de veces sin ser recargado, y mi eficiencia aumentó con mi conocimiento.
»Mi Creador, o Padre Celestial, por otro lado, me dio, por decirlo así, cuando no tenía ninguna experiencia y acababa de entrar en la adolescencia, un fusil a repetición sexual, y apenas había yo aprendido su uso y disfrute, me lo quitó para siempre, dándome en su lugar una escopeta de dos caños. Unos años después, me la quitó, dándome en su lugar un revólver con el que fui forzado a contentarme durante la mejor parte de mi vida.
»Hacia el final, el revólver empezó a dar señales de desgaste y vejez. A veces, se disparaba demasiado pronto; a veces fallaba el tiro y me avergonzaba, por mucho que hiciera».
Quiero enseñar a los jóvenes a usar su fusil a repetición sexual de modo que les dure años, y cuando lleguen a la escopeta de dos caños, cómo deben cuidarla de modo que el arma les preste rendido servicio hasta bien entrados los cincuenta, consiguiendo así que el revólver les dé placer hasta los setenta.
Además, no sólo deseo aumentar así la suma de felicidad en el mundo al tiempo que decrecen los dolores o la incapacidad de los hombres, sino que deseo también dar un ejemplo y alentar a otros escritores a continuar el trabajo. Estoy seguro de que será beneficioso y agradable.
En A Novelist on Novels, W. L. George escribe: «Si el novelista desarrollara imparcialmente sus personajes, una novela de trescientas páginas podría transformarse en una de quinientas. Las doscientas páginas adicionales estarían constituidas por las preocupaciones sexuales de los personajes. Habría tantas escenas en el dormitorio como en el comedor; probablemente más, porque se pasa más tiempo durmiendo. Las doscientas páginas adicionales ofrecerían imágenes de la parte sexual de los personajes, obligándolos a vivir; actualmente, fracasan con frecuencia porque sólo se desarrollan, digamos, cinco de los seis aspectos… Nuestros personajes literarios son personajes fallidos, porque se retrata minuciosamente sus características ordinarias, mientras que se encubre, se minimiza, o se deja de lado su vida sexual… Por lo tanto, los personajes de la novela moderna son falsos. Son megalocéfalos y emasculados. Las mujeres inglesas hablan mucho de sexo… Es una posición cruel para la novela inglesa. El novelista puede tratar cualquier tema, excepto la principal preocupación de la vida… Estamos obligados a recurrir al asesinato, al robo y al incendio premeditados que, como todos sabemos, son cosas perfectamente morales».
Pura es la nieve, hasta que se mezcla con el fuego,
pero nunca tan pura como el fuego.
Hay todavía razones más importantes de las que no he hablado todavía, para decir francamente la verdad. Ha llegado el momento en el que aquellos que son, como dice Shakespeare, «espías de Dios», habiendo aprendido el misterio de las cosas, sean llamados a consejo, porque los líderes políticos ordinarios han llevado a la humanidad al desastre: ¡ciegos líderes de ciegos!
Como lo predijo Carlyle y cualquiera con un poco de visión, nos hemos precipitado en el Niágara y ahora, como maderos flotantes, nos movemos en redondo, impotentes, sin saber hacia dónde o por qué.
Una cosa es cierta: nos merecemos la miseria en la que hemos caído. ¡Las leyes de este mundo son inexorables y no engañan! ¿Dónde, cuándo, cómo nos hemos extraviado? La enfermedad es tan amplia como la civilización que, afortunadamente, arrincona la inquisición en el tiempo.
Desde que, hacia fines del siglo dieciocho, comenzó nuestra conquista de las fuerzas naturales y la riqueza material se acrecentó velozmente, nuestra conducta se ha ido deteriorando. Hasta ese momento habíamos ahorrado, al menos de palabra, el Evangelio de Cristo, y en alguna medida habíamos otorgado consideración, si no amor, a nuestro prójimo; no pagábamos el diezmo a la caridad, pero dábamos pequeñas limosnas, hasta que de pronto vino la ciencia a reforzar nuestro egoísmo con un nuevo mensaje: el progreso adviene mediante la eliminación de los no aptos, se nos dijo, y se alabó como un deber la auto–afirmación. Nació la idea del Superhombre y de la Voluntad de Poder, y así se desechó la enseñanza de amor, piedad y bondad de Cristo.
De inmediato, nosotros, los hombres, nos entregamos al error y nuestra iniquidad adquirió formas monstruosas.
El credo que profesábamos y el que practicábamos eran totalmente opuestos. Creo que en ningún otro momento de la Historia hubo tal confusión en la idea humana de la conducta; nunca hubieron tantos ideales diferentes para guiarlo. Es de absoluta necesidad que aclaremos este lodo y veamos por qué nos hemos equivocado, y dónde.
Porque la guerra mundial es sólo el último de una serie de actos diabólicos que han conmovido la conciencia de la humanidad. Durante el último medio siglo, se han cometido los mayores crímenes jamás registrados, casi sin protesta por parte de las naciones civilizadas que siguen llamándose cristianas. Quienquiera que haya observado los asuntos humanos durante el último medio siglo debe reconocer que nuestro progreso ha ido haciéndose en la dirección del infierno.
Las espantosas masacres y mutilaciones de decenas de miles de mujeres y niños en el Estado libre del Congo, sin protesta por parte de Gran Bretaña, que podría haberlas detenido con una sola palabra, forman parte seguramente del mismo espíritu: que dirigió el abominable bloqueo (proseguido por Gran Bretaña y América hasta mucho después del armisticio) que condenó a cientos y miles de mujeres y niños de nuestra propia sangre a la muerte por inanición. La increíble mezquindad y el fraude confesado de la Paz de Versalles, con todas sus trágicas consecuencias, desde Vladivostok a Londres, y finalmente la desvergonzada y cobarde guerra impuesta a Rusia, por dinero, por los Aliados y América, nos demuestran que hemos estado asistiendo al derrumbe de toda moral y regresado a la ética del lobo y al gobierno del Latrocinio doméstico.
Y nuestros actos públicos como nación corren paralelos a nuestro tratamiento del prójimo dentro de la comunidad. Para la pequeña minoría, han aumentado de manera extraordinaria los placeres de la vida, disminuyendo en gran medida los dolores y pesares de la existencia, pero la gran mayoría, incluso de personas civilizadas, apenas ha sido admitida al reparto de los beneficios de nuestro sorprendente progreso material. Los barrios bajos de nuestras ciudades exhiben el mismo espíritu que hemos ejercido en nuestro tratamiento de las razas más débiles. No es ningún secreto que más del cincuenta por ciento de los voluntarios ingleses en la guerra estaban por debajo de las escasísimas exigencias físicas requeridas, y tampoco que alrededor de la mitad de nuestros soldados americanos eran imbéciles con la inteligencia de niños menores de doce años. Vae victis ha sido nuestro lema, y los resultados han sido escalofriantes. Es evidente que hemos llegado al fin de una etapa y que debemos pensar en el futuro.
La religión que ha dirigido, real o supuestamente, nuestra conducta durante diecinueve siglos, ha sido descartada. Hasta el divino espíritu de Cristo fue arrojado lejos por Nietzsche, como quien tira el hacha después del mango o, para usar una mejor analogía alemana, al niño junto con el agua del baño. La estúpida moral sexual de Pablo ha desacreditado todo el Evangelio: Pablo era impotente; de hecho alardeaba de no sentir deseos sexuales y deseaba que todos los hombres fuesen como él en este aspecto, del mismo modo que el zorro de la fábula que, habiendo perdido su cola, deseaba que todos los otros zorros fueran mutilados de la misma manera, para alcanzar su perfección.
A menudo digo que a las iglesias cristianas se les ofrecieron dos cosas: el espíritu de Jesús y la estúpida moralidad de Pablo, y todas rechazaron la inspiración más alta y se tomaron en serio la prohibición increíblemente baja y estúpida. Siguiendo a Pablo, hemos transformado a la diosa del amor en un demonio y hemos degradado el impulso fundamental de nuestro ser, transformándolo en un pecado capital; y, sin embargo, todo lo que en nuestra naturaleza es alto y ennoblecedor surge directamente de nuestro instinto sexual.
Grant Allen dice con toda razón: «Su alianza fue hecha con todo lo que en nosotros hay de más puro y hermoso. A él debemos nuestro amor por los colores brillantes, las formas graciosas, el sonido melodioso, el movimiento rítmico. A él le debemos la evolución de la música, la poesía, el romance, las belles lettres, la pintura, la escultura, el arte decorativo y el teatro. A él debemos la existencia de nuestro sentido estético, que en última instancia es un atributo sexual secundario. De él surge el amor por la belleza. Todas las artes han hecho de él su centro. Su aroma sutil impregna toda literatura. Y a él le debemos las relaciones paternales, maternales y maritales, el nacimiento de los afectos, el amor por los piececitos y la risa del bebé».
Y esta declaración científica está incompleta. El instinto sexual no es sólo la fuerza inspiradora de todo arte y toda literatura; es también nuestro principal maestro de ternura, haciendo de la gentileza amorosa un ideal, luchando así contra la crueldad y la aspereza y ese juicio erróneo de nuestro prójimo que los hombres llamamos justicia. En mi opinión, la crueldad es el único pecado diabólico que debe ser barrido de la vida y al cual debe oponérsele todo.
La condena que Pablo hace del cuerpo y sus deseos está en contradicción directa con la dulce enseñanza de Jesús, y es idiota en sí misma. Rechazo el Paulismo tan apasionadamente como acepto el Evangelio de Cristo. En lo que se refiere al cuerpo, regreso a los ideales paganos, a Eros y Afrodita y
La hermosa humanidad de la vieja religión[3].
Pablo y las iglesias cristianas han ensuciado el deseo, degradado a las mujeres, rebajado la procreación, vulgarizado y difamado nuestro mejor instinto.
Los sacerdotes de negros vestidos hacen su ronda,
amordazando con zarzas mis alegrías y deseos[4].
Y lo peor de todo es que la más alta función del hombre ha sido degradada con palabras inmundas, de modo que es casi imposible escribir el himno de alegría del cuerpo tal como debería ser escrito. En este aspecto, los poetas han sido casi tan culpables como los sacerdotes: Aristófanes y Rabelais son obscenos, sucios; Bocaccio es cínico; mientras que Ovidio incita a sangre fría y Zola, como Chaucer, encuentra difícil adecuar el lenguaje a sus deseos. Walt Whitman es mejor, aunque con frecuencia recurre simplemente al lugar común. La Biblia es la mejor, pero no lo bastante franca, ¡ni siquiera en la noble canción de Salomón que, aquí y allá, por pura imaginación, se las arregla para transmitir lo inefable!
Estamos comenzando a rechazar el puritanismo y sus mojigaterías indecibles y estúpidas; pero el catolicismo es tan malo como el puritanismo. Vayan a la Galería Vaticana y a la gran iglesia de San Pedro, en Roma, y descubrirán que las más bellas figuras del arte antiguo están vestidas con trajes de hojalata pintada, como si los órganos más importantes del cuerpo fueran desagradables y tuvieran que ocultarse.
Yo digo que el cuerpo es hermoso y debe ser elevado y dignificado para que lo reverenciemos; amo el cuerpo más que cualquier pagano y amo también el alma y sus aspiraciones; para mí el cuerpo y el alma son igualmente hermosos y dedicados al Amor y su adoración.
Mis lealtades no están divididas y lo que predico hoy, entre la burla y el odio de los hombres, será universalmente aceptado mañana; porque, en mi visión, mil años son como un solo día.
Debemos reunir el alma del paganismo, su amor por la belleza, el arte y la literatura, con el alma del cristianismo y su ternura amorosa, haciendo una nueva síntesis que incluirá todos los impulsos dulces, gentiles y nobles que hay en nosotros.
Lo que todos necesitamos es un poco más del espíritu de Jesús. Debemos aprender con Shakespeare: «¡Perdón es la palabra para todos!».
Y también quiero poner ante los hombres este ideal pagano–cristiano, como el más alto y más humano.
Ahora, una palabra para los míos y sus peculiares defectos. La combatividad dominadora anglo–sajona es, en nuestro momento actual, el mayor de los peligros para la humanidad. Los americanos están orgullosos de haber eliminado a los Pieles Rojas, robándoles sus posesiones, y también de quemar y torturar a los negros en el sagrado nombre de la igualdad. Debemos, a toda costa, desprendernos de nuestras hipocresías y falsedades y vernos tal como somos: una raza dominadora, vengativa y brutal, tal como quedó demostrado en Haití. Debemos estudiar los efectos inevitables de nuestro egoísmo sin alma y sin cerebro, tal como quedaron expuestos en la guerra mundial.
Hay que desechar el ideal germánico, que es también el ideal inglés y americano, del macho conquistador que desprecia a toda raza más débil y menos inteligente y anhela esclavizarla o aniquilarla. Hace cien años, había sólo quince millones de ingleses y americanos; hoy hay cerca de doscientos millones, y es evidente que, en un siglo más, serán los más numerosos así como son ya la raza más poderosa de la tierra.
El pueblo más numeroso que hay por ahora, el chino, ha dado un buen ejemplo permaneciendo dentro de sus fronteras, pero estos anglosajones conquistadores y colonizadores amenazan con ocupar la tierra y destruir todas las otras variedades de la especie hombre. Aún ahora aniquilamos al Piel Roja, porque no se pliega a nosotros, mientras nos contentamos con degradar al negro, que no amenaza nuestra dominación.
¿Es sabio desear sólo una flor del jardín de este mundo? ¿Es sabio eliminar las mejores variedades mientras preservamos la inferior?
Y el ideal de individuo de los anglosajones es aún más bajo e inadecuado. Empeñado en satisfacer su lascivia conquistadora, ha obligado a la hembra de la especie a una castidad contranatura, tanto de pensamiento como de hecho y de palabra. Ha transformado a su esposa en una humilde sirvienta o esclava prestigiosa (die Hausfrau), que apenas tiene intereses intelectuales y cuyo ser espiritual encuentra sólo un estrecho desahogo en sus instintos maternales. En cuanto a la hija, ha trabajado para hacer de ella el más extraño tipo de gallina de dos patas, sumisa, que pueda imaginarse. Está obligada a buscar a un compañero, mientras oculta o niega sus instintos sexuales más poderosos. En el mejor de los casos, tiene que tener tanta sangre fría como una rana y ser tan astuta y despiadada como un apache en guerra.
El ideal que se ha propuesto es confuso y desconcertante. En realidad, desea estar sano y fuerte y gratificar sus apetitos sexuales. El tipo más elevado, sin embargo, el caballero inglés, tiene casi constantemente presente el ideal individualista de lo que llama «un hombre íntegro», un hombre cuyo cuerpo está armoniosamente desarrollado y posee un grado de eficiencia comparativamente alto.
No intuye la suprema verdad de que cada hombre y cada mujer poseen alguna pequeña faceta del alma que refleja la vida de una manera especial o, para utilizar el lenguaje de la religión, ven a Dios de una manera en que no puede verlo ninguna otra alma.
El primer deber de todo individuo es desarrollar todas sus facultades corporales, mentales y espirituales tan completa y armoniosamente como sea posible; pero es aún un deber más alto desarrollar nuestra capacidad especial hasta el máximo que nuestra salud lo permita. Porque sólo haciéndolo así alcanzaremos la mayor autoconciencia, o seremos capaces de pagar nuestra deuda con la humanidad. Por todo lo que sé, ningún anglosajón ha defendido jamás este ideal o ha soñado siquiera con considerarlo un deber. De hecho, hasta ahora ningún maestro ha pensado siquiera en ayudar a los hombres y a las mujeres a encontrar la capacidad particular que constituye su esencia y la encarnación de su ser, justificando así su existencia. De modo que nueve de cada diez hombres y mujeres pasan por la vida sin comprender la peculiaridad de su propia naturaleza. No pueden perder sus almas, porque nunca las han encontrado.
Para todo hijo de Adán, para toda hija de Eva, esta es la derrota suprema, el desastre final. Y, sin embargo, por lo que sé, nadie ha señalado el peligro ni ha hablado de este ideal.
He ahí por qué amo este libro, a pesar de sus defectos y faltas. Es el primer libro que se escribe glorificando el cuerpo y sus apasionados deseos, así como el alma y sus sagradas y elevadas simpatías.
Siempre digo que la suprema lección de la vida es: da y perdona.
Sólo desearía haber comenzado este libro hace cinco años, antes de verme medio ahogado en el reflujo salobre de la vejez y ser consciente de los fallos de la memoria. Pero, pese a esta desventaja, he tratado de escribir el libro que siempre he deseado leer, el primer capítulo de la Biblia de la Humanidad.
Es preciso escuchar un buen consejo:
Vive toda tu libre vida, mientras estás en la tierra,
Coge el Presente veloz, aprecia tu segura bendición:
Aunque breve, cada día da nacimiento a un sol dorado:
Aunque oscura, la noche está adornada con las estrellas y la luna.