Nota del editor

Frank Harris nació en Inglaterra en 1855 y vivió setenta y seis años, a caballo entre dos siglos. La suya fue una vida de constante inquietud, movida por una incontenible vitalidad, tanto en el período de mayor brillantez y éxito como en los últimos años, cuando fue prácticamente arrancado y separado de la sociedad. No es descabellado pensar que, si Frank Harris no hubiera escrito su autobiografía, hoy sería aún recordado como uno de los personajes más singulares de una época en la que se produjeron las grandes conmociones científicas, sociales, políticas, artísticas y literarias que conformarían al hombre del siglo versalita. Pero Harris, en una tarde de agosto neoyorkino, se sentó a redactar Mi vida y mis amores y, no bien hubo publicado el primero de los cinco tomos que se proponía escribir, cayó en la cuenta de que se había adelantado en muchos años a sus contemporáneos, quienes, pese al «muevo espíritu» con que empezaron a protagonizar aquellos locos años veinte, no pudieron aceptar y asumir la cruda sinceridad de unas memorias que no sólo eludían ese aspecto esencial en la vida de cualquier ser humano que es la actividad sexual, sino que se deleitaban en la descripción detallada de incontables aventuras amorosas. Pocos fueron capaces de comprender el esfuerzo le Frank Harris por concebir su autobiografía como una auténtica confesión. «¿Cómo se puede ofrecer un retrato comprensible de cualquier hombre o cualquier mujer sin mencionar siquiera ese aspecto de la vida que ejerce sobre nosotros la mayor de las influencias?», escribió Harris m una carta dirigida a Ernest Dewey, quien le felicitaba por su biografía de Oscar Wilde.

Así pues y de no haber pasado a ser, a causa de sus memorias, «el hombre que hay que olvidar», Frank Harris, podría seguir siendo reconocido hoy como un incomparable editor de periódicos, un notable biógrafo y crítico literario, y un muy apreciable autor de cuentos. No puede ignorarse la labor de Harris, durante largos años, al frente le importantes publicaciones: aún desconocido y sin relaciones, consiguió, a los veintisiete años, ser director del Evening News; a los treinta, del Fortnightly Review al que le dio no sólo nueva vida, sino mayor tiraje; y, a los treinta y ocho, pasó a ser editor y propietario del por entonces moribundo Saturday Review, al que convirtió, según los entendidos, en uno de los mejores periódicos jamás publicados en Londres. Este fue, sin duda, el período más activo y brillante de la vida de Frank Harris. Frecuentaba la casa real y a los pares del reino, asistía a todas las reuniones sociales y políticas, polemizaba con los pensadores y escritores del momento y se convirtió en un sibarita, amante de la buena mesa y de muchas mujeres hermosas.

Tampoco puede pasarse por alto su actividad como escritor. Ahí están sus biografías críticas de Oscar Wilde y Bernard Shaw, sus estudios sobre Shakespeare y sus numerosos libros de cuentos, en particular los dos primeros, considerados hasta hoy por los especialistas como los mejores de su obra: Eider Conklin and other Stories (1894) y Montes, the Matador and other Stories (1900).

De la lectura de dos importantes biografías de Frank Harris, Frank Harris, a Biography (1947) de E. Merrill Root, quien de un modo algo confuso toma su defensa y le es favorable, y Frank Harris: the Life and Loves of a Scoundrel (1959) de Vincent Brome, quien, en cambio, se dedica a destruir tanto a la persona como la obra de Harris, puede trazarse con bastante claridad un retrato de la personalidad de autor tan contradictorio. En realidad, era un hombre impregnado de la actitud romántica de la primera mitad del siglo XIX. Creía en sí mismo como suele creerse en Dios y se autoestimaba al punto de considerarse el igual de Shakespeare, por cuya obra profesó toda su vida un sentimiento cercano a la idolatría. Este convencimiento de poder aprehenderlo todo le otorgaba —qué duda cabe— una arrogancia y un tono petulante y despreciativo (al menos así se interpretaban) al dirigirse a las personas que le rodeaban, colaboradores y amigos, que, poco a poco, fue creando a su alrededor un cerco de antipatía. No obstante, Harris fue, al parecer, un amigo generoso, y jamás manifestó mezquindad, ni se metió en sórdidas pullas. Su franqueza le valió ser considerado indiscreto e impertinente, y le costó naturalmente el aprecio de muchos. No obstante, era un hombre solicitado porque todos le reconocían sus dotes de gran conversador y provocador de polémicas. Oscar Wilde solía comentar: «Frank Harris es recibido en todos los salones importantes… una sola vez», y Bernard Shaw añadía: «Es un pirata social, que espera que los demás hagan honor a los bienes y propiedades que él ataca».

Como romántico, no podía eludir el compromiso político y la lucha por la libertad del individuo. Así, no sólo comentaba abiertamente su amistad con Wilde —cosa que evitaban hacer públicamente incluso sus mejores amigos a causa de su homosexualidad—, sino que lo defendió desde la tribuna de sus periódicos con ocasión de su juicio y condena. Los cambios profundos que tuvieron lugar a finales del siglo pasado hasta muy avanzado el nuestro no podían dejar indiferente a un hombre como Harris, quien reaccionaba de una forma espontánea y vital a los hechos, a las ideas y a los actos de sus contemporáneos, que vivieron divididos entre el respeto a la tradición y la simpatía por la innovación y el progreso. Precisamente en Mi vida y mis amores narra, como protagonista y cronista observador, los sobresaltos que estos cambios producían en la sociedad de aquellos tiempos.

A partir de 1910, Frank Harris, esencialmente debido a su carácter irascible e intolerante, fue quedando aislado, o se fue aislando él mismo, la cuestión es que diez años después vivía modestamente y apartado de cualquier actividad pública. A una persona ya por entonces desprestigiada y, en cierto modo, despreciada, sólo le faltaba el ataque definitivo y feroz de sus detractores a la publicación del primer volumen de sus memorias. No obstante, nadie podía negar —y hoy en día aún menos— que Mi vida y mis amores es una de las más sinceras confesiones que jamás se hayan publicado abiertamente y sin ocultaciones, si bien el tono desenfadado, y con frecuencia petulante, induzca a pensar que hay mucho más de fanfarronería que de verdad. Pocos fueron entonces los que comprendieron el valor de testimonio y crónica de esta autobiografía eh el mundo literario que, pese a vivir los trastornos liberadores de los vanguardismos de la época, se encontró desarmado y sin argumentos —salvo honrosas excepciones— ante semejante «escándalo», optando, como siempre lo ha hecho en estos casos, por el silencio o por el ataque personal.

Los volúmenes I y II de Mi vida y mis amores fueron concebidos cronológicamente y, a todas luces, con entusiasmo. Los volúmenes III y IV son menos sistemáticos, aunque se atienen a la estructura cronológica del conjunto. El V, en cambio, parece haber sido escrito como para paliar omisiones, según Harris, importantes de los tomos anteriores. Es curioso notar, a lo largo de los cinco tomos, la mezcla de desaliento que invadió a Harris ante la reacción de sus contemporáneos y su tenacidad, pese a todo, en no dejar absolutamente nada olvidado en el tintero. A aquellos que hoy, como los de ayer, consideren algunas de las aventuras aquí narradas una estrambótica exageración, debemos advertir que la vida de Harris fue, de hecho, una vida poco corriente, extraordinaria, y que, en todo momento, Harris estuvo convencido de que una autobiografía debe ser absolutamente «honesta», o no debe ser.

Publicaremos la traducción al castellano de Mi vida y mis amores en cuatro volúmenes: el primero, el segundo y el quinto tomo ocuparán cada uno un volumen, y los tomos III y IV, más breves, se publicarán juntos en uno solo. Allí donde hemos podido aportar al texto de Harris alguna aclaración, o precisión, en particular acerca de los personajes y de los hechos históricos que menciona, hemos añadido una nota a pie de página con el fin de situar mejor al lector en los tiempos de la narración.

Según aseguran sus biógrafos, Harris terminó atormentado por su propia megalomanía, pues jamás quiso reconocer como fracasos las adversidades que él mismo se creó. Creemos conveniente reproducir aquí, a modo de «retrato» personal de Harris, un fragmento del texto que escribió el gran dramaturgo inglés Bernard Shaw como nota a la biografía crítica que de él había publicado Harris:

«Harris sufría intensas y repetidas desilusiones y desencantos. Como Hedda Gabler [el personaje de Ibsen], estaba atormentado por el sentimiento de la sordidez de las realidades comunes, que constituyen una parte tan importante de la vida. No sólo le desilusionaba la gente que no hacía nada espléndido, Bino que despreciaba ferozmente a quienes no deseaban que otros hicieran algo espléndido. (…) Frank era un hombre de magníficas visiones, expectativas irracionales y apetitos violentos, que no podían sino relacionarse con la literatura romántica, y también con la impetuosa retórica de Shakespeare. Difícilmente exagere quien diga que en los últimos tiempos discutía con todo el mundo, excepto con Shakespeare. (…) Atravesó Londres cual destellante cometa, dejando tras de sí un rastro de personas profundamente molestas; y atravesó Norteamérica como un meteoro… Luego, se retiró a Niza y se transformó en una especie de sabio de la literatura. (…) Impresionaba mucho a los jóvenes dandies que se rebelaban contra la bourgeoisie, cosa que pude comprobar personalmente porque, cuando, después, acudían a mí, me veía obligado a medir mis palabras para no herirles con la más mínima frivolidad acerca de su persona… Creo conocer bien las objeciones de sus detractores, pero, si yo tuviera que escribir su epitafio, pondría: “Aquí yace un hombre de letras que odiaba la crueldad, la injusticia y él arte malo, y nunca los escatimó en su propio interés. RIP”».