Epílogo

A la historia de la historia de mi vida

Apenas había puesto la palabra «Fin» al término de este libro, cuando todas sus faltas, tanto de omisión como de comisión, se levantaron en enjambre y me robaron parte de la alegría del trabajo.

Pasarán por lo menos seis o siete años antes de que sepa si el libro es bueno y digno del trabajo de una vida o no, y sin embargo la necesidad me obliga a publicarlo de inmediato.

¿Acaso no necesitó Horacio nueve años para juzgar su obra?

En consecuencia, deseo que el lector conozca mi intención. Quiero darle la llave, por así decirlo, que conduce a esta cámara de mi alma.

En primer lugar quise destruir, o al menos calificar, la opinión universal de que en la juventud el amor es todo romance e idealismo. Todos los maestros lo pintan coronado de las rosas de la ilusión: Julieta sólo tiene catorce años; Romeo, habiendo perdido su amor, se niega a vivir; Goethe sigue los pasos de Shakespeare con su Mignon y su Margarita; incluso Heine, el gran humorista y Balzac, a quien se llama realista, siguen la misma convención. Y sin embargo me parece absolutamente falso con respecto a la niñez y primera juventud del macho, digamos desde los trece hasta los veinte años. La urgencia sexual, la lujuria de la carne, eran tan poderosas en mí, que sólo era consciente del deseo. Cuando la bolsa de veneno de un crótalo está llena, la serpiente golpea todo lo que se mueve, hasta las hojas de hierba; el pobre animal está ciego y dolorido con la carga excesiva. En mi juventud yo también estaba ciego a causa del exceso de semen.

A menudo digo que me fue preciso llegar a los treinta y cinco años para ver una mujer fea; es decir, una mujer que no deseara. A comienzos de la pubertad, todas las mujeres me tentaban. Y las niñas aún más.

Entre los veinte y los veintitrés años comencé a distinguir las cualidades del cerebro, el corazón y el alma. Para sorpresa mía, preferí Kate a Lily, aunque Lily me deparaba sensaciones más intensas. Rose me excitaba muy poco y sin embargo sabía que poseía cualidades raras, mejores aún que las de Sophy, quien me parecía una compañera de lecho inigualable.

Desde entonces, los encantos del espíritu, el corazón y el alma fueron atrayéndome con magnetismo creciente, superando los placeres de los sentidos, aunque la belleza plástica ejerce sobre mí tanta fascinación hoy como hace cincuenta años. No conocí la ilusión del amor, la bruma rosada de la pasión, hasta los veintisiete años, y quedé intoxicado durante varios años. Pero esa historia queda para mi segundo volumen.

Extraño es decirlo, pero mis amores hasta que abandoné América sólo me enseñaron aquellos refinamientos de la pasión que se conocen en estos Estados.

Francia y Grecia me instruyeron con respecto a todo lo que Europa tiene para enseñar. Ese conocimiento más profundo queda también para el segundo volumen, en el cual relataré cómo una joven francesa superó el arte de Sophy, en la misma medida en que el de Sophy superó la entrega ingenua de Rose.

Pero no fue hasta después de los cuarenta años, después de hacer mi segundo viaje alrededor del mundo, que aprendí en la India y Birmania los altos misterios de los sentidos y la maestría más profunda del oriente inmemorial. Espero poder contarlo todo en un tercer volumen, junto con mi visión de la política europea y mundial. Después, es posible que hable en un cuarto volumen del quebranto de mi salud, mi recuperación y mi encuentro de una perla entre las mujeres, que me enseñó lo que verdaderamente significa el afecto, los tesoros de ternura, dulce sabiduría y abnegación que constituyen el alma de una mujer. Virgilio puede conducir a Dante a través del Infierno y el Purgatorio, pero es Beatriz quien puede mostrarle el Paraíso y guiarlo hacia lo Divino. Habiendo aprendido la sabiduría de las mujeres —absorber y no razonar—, habiendo experimentado el irresistible poder de la gentileza y la piedad espiritual, puede que hable de mis comienzos en la literatura y el arte, de cómo alcancé las primeras líneas y trabajé con mis pares, disfrutando de sus logros y creyendo siempre que los míos eran mayores. Sin esta bendita convicción, ¿cómo hubiera podido soportar el trabajo o la vergüenza o enfrentar la soledad del Jardín o llevar la cruz de mi propia Crucifixión? Porque la vida de todo artista comienza en la alegría y la esperanza y termina en las sombras amortajadas de la duda y la derrota y el escalofrío de la noche eterna.

En estos libros, como en mi vida, habrá un crescendo de interés y comprensión. Primero me ganaré los oídos y los sentidos de los hombres, después sus mentes y corazones y finalmente sus almas. Porque les mostraré todas las cosas bellas que he descubierto en el peregrinaje de la Vida, y también todas las cosas dulces y adorables, para animarlos y alegrarlos y también a aquellos que me seguirán, mis pares, cuyos pasos parezco escuchar ya. Y diré lo menos que pueda sobre derrotas y caídas y desgracias, salvo lo que sea necesario como advertencia, porque lo que más necesitan los hombres en la vida es coraje; coraje y amorosa gentileza.

¿No está escrito en el Libro del Destino que aquel que da más recibe más y acaso no resultaría que, si decimos la verdad, recibimos más amor del que damos? ¿No somos todos deudores de la infinita generosidad de Dios?

FRANK HARRIS

The Catskill Mts., 25 de agosto de 1922.